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Escrito: En México, en 1930.
Traducción: Andreu Nin.
Digitalización: Juan Mari Madariaga, para la Red Vasca Roja, 1999-2000.
Fuente: Red Vasca Roja, abril 2000.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, abril de 2000.
El presente libro está consagrado a un problema estrechamente relacionado con la historia de las tres revoluciones rusas, pero no atañe exclusivamente a ellas. Es un problema que durante últimos anos ha desempeñado un papel inmenso en la lucha interna del Partido Comunista de la Unión Soviética, que ha sido luego trasplantado a la Internacional Comunista, que ha tenido decisiva importancia en el desarrollo de la revolución china y que ha provocado una serie de resoluciones de importancia primordial respecto a los problemas relacionados con la lucha revolucionaria en los países de Oriente. Me refiero a la teoría que se ha llamado de la "revolución permanente", y según la doctrina de los epígonos del leninismo (Stalin, Zinoviev, Bujarin y otros), constituye el pecado original del "trotsquismo".
Después de una gran pausa, y de un modo a primera vista completamente inesperado, el porvenir de la revolución permanente fue planteado en 1924. No había motivos políticos para ello: se trataba de divergencias que se referían a un pasado ya lejano. Pero los motivos de orden psicológico eran considerables.
El grupo de los llamados "viejos bolcheviques", que rompió el fuego contra mi, se atrincheraba principalmente en ese título. Pero el año 1917 constituyó un gran obstáculo en su camino. Por importante que fuera, la historia precedente de lucha ideológica y de preparación vióse sometida a una prueba suprema e inapelable en la Revolución de Octubre, no sólo por lo que se refiere al partido en su conjunto, sino también a las personalidades aisladas. Y ninguno de los epígonos la resistió. Todos ellos, sin excepción, adoptaron, al estallar la Revolución de Febrero de 1917, una posición de izquierda democrática. Ninguno defendió la consigna de la lucha del proletariado por el poder. Todos ellos consideraban el hecho de poner proa hacia la revolución socialista como un absurdo, o peor aún, como un pecado "trotsquista". En este espíritu se inspiraron los dirigentes del partido antes de que llegase Lenin del extranjero y saliesen a luz sus famosas tesis del 4 de abril. Después de esto, Kaménev, ya en lucha franca con Lenin, intenta formar abiertamente un ala democrática dentro del partido. Más tarde, se une a él Zinoviev, que había llegado con Lenin de la emigración. Stalin, gravemente comprometido por su posición socialpatriótica, se pone al margen, a fin de que el partido olvide sus deplorables discursos y sus artículos lamentables durante las semanas decisivas de marzo, y, poco a poco, va colocándose en el punto de vista de Lenin. Esto nos sugiere una pregunta: ¿Qué habían aprendido del leninismo esos dirigentes, esos "viejos bolcheviques", si ni uno sólo demostraba capacidad para aplicar por su cuenta la experiencia teórica y práctica del partido, en el momento histórico más importante y de mayor responsabilidad? Era preciso esquivar a toda costa esta cuestión, sustituyéndola por otra. Con este fin decidióse abrir el fuego contra la teoría de la revolución permanente. Mis adversarios no previeron -cosa muy natural--que, al crear un eje artificial de la lucha, se moverían alrededor del mismo, sin darse cuenta de ello, creando para sí, por el método inverso, una nueva concepción.
En sus rasgos fundamentales, la teoría de la revolución permanente fue formulada por mí antes ya de los acontecimientos decisivos de 1905. Rusia avanzaba hacia la revolución burguesa. En las filas de la socialdemocracia --entonces todos nos llamábamos socialdemócratas-- nadie dudaba de que la revolución que se acercaba era precisamente burguesa; es decir, una revolución engendrada por la contradicción entre el desarrollo adquirido por las fuerzas productoras de la sociedad capitalista y las condiciones políticas y de casta semifeudales y medievales ya caducas. En la lucha sostenida por aquel entonces contra los populistas y los anarquistas, tuve ocasión de explicar, en no pocos discursos y artículos, de acuerdo con el marxismo, el carácter burgués de la revolución que se avecinaba.
Pero el carácter burgués de la revolución no prejuzgaba qué clases habrían de realizar los fines de la revolución democrática y qué relación guardarían entre si. En este punto era precisamente donde empezaban los problemas estratégicos fundamentales.
Plejánov, Axelrod, la Sasulich, Mártov, y con ellos, todos los mencheviques rusos, partían del punto de vista de que, en la revolución burguesa inminente, el papel directivo sólo podía pertenecer a la burguesía liberal, en su condición de pretendiente natural al poder. Según este esquema, al proletariado no le correspondía más papel que el de ala izquierda del frente democrático: la social-democracia debería apoyar a la burguesía liberal contra la reacción, y, al mismo tiempo, defender los intereses del proletariado contra la propia burguesía. En otros términos, los mencheviques concebían la revolución burguesa principalmente como una reforma de tipo liberal-constitucional.
Lenin planteaba la cuestión en términos completamente distintos. Para él, la emancipación de las fuerzas productivas de la sociedad burguesa de los cepos en que las tenía aprisionadas el régimen servil, significaba ante todo la solución del problema agrario, con la liquidación completa de la clase de los grandes hacendados y la transformación revolucionaria de la propiedad de la tierra. Con esto, estaba íntimamente ligada la destrucción de la monarquía. Lenin planteó con una audacia verdaderamente revolucionaria el problema agrario, que tocaba a los intereses vitales de la inmensa mayoría de la población, y condicionaba al mismo tiempo el problema del mercado capitalista. Como la burguesía liberal, hostil a los obreros, está unida por numerosos lazos a la gran propiedad agra-ria, la verdadera emancipación democrática de los campesinos sólo podía realizarse, lógicamente, por medio de la unión revolucionaria de los campesinos y los obreros, y, según Lenin, el alzamiento conjunto de ambos contra la vieja sociedad conducirla, caso de triunfar, a la instauración de la "dictadura democrática de los obreros y campesinos".
En la Internacional Comunista se repite actualmente esta fórmula como una especie de dogma suprahistórico, sin intentar siquiera analizar la experiencia histórica viva del último cuarto de siglo, como si todos nosotros no hubiéramos sido testigos y actores de la Revolución de 1905, de la de Febrero de 1917 y, finalmente, de la de Octubre. Y este análisis histórico es tanto más necesario cuanto que la historia no nos ofrece ejemplos de un régimen semejante de "dictadura democrática de los obreros y campesinos".
En 1905, la tesis de Lenin tenía el carácter de una hipótesis estratégica, que necesitaba ser contrastada por la marcha y los derroteros de la lucha de clases en la realidad.
La fórmula de la "dictadura democrática de los obreros y campesinos" tenía deliberadamente, en gran parte, carácter algebraico.
Lenin no prejuzgaba la cuestión de cuáles serían las relaciones políticas que hubieran de establecerse entre los partícipes de la supuesta dictadura democrática, esto es, el proletariado y los campesinos. No excluía la posibilidad de que éstos estuvieran representados en la revolución por un partido que fuera independiente en dos respectos, a saber: frente a la burguesía y frente al propio proletariado, y que fuese, al mismo tiempo, capaz de llevar adelante la revolución democrática en contra de la burguesía liberal y aliado al partido del proletariado. Más aún: Lenin admitía, como veremos más adelante, la posibilidad de que el partido de los campesinos revolucionarios obtuviera la mayoría en un gobierno de dictadura democrática.
En cuanto al problema de la importancia decisiva que había de tener la revolución agraria en los destinos de la revolución burguesa, yo profesé siempre, al menos desde octubre de 1902, esto es, desde mi primer viaje al extranjero, la doctrina de Lenin.
Para mí no era discutible --digan lo que durante estos últimos años han difundido versiones absurdas sobre este particular-- que la revolución agraria, y, por consiguiente, la democrática en general, sólo podía realizarse contra la burguesía liberal por las fuerzas mancomunadas de los obreros y los campesinos. Pero me pronunciaba contra la fórmula "dictadura democrática del proletariado y de los campesinos", por entender que tenía un defecto, y era dejar en pie la cuestión de saber a que clase correspondería, en la práctica, la dictadura. Intenté demostrar que los campesinos, a pesar del inmenso peso social y revolucionario de esta clase, no eran capaces ni de crear un partido verdaderamente revolucionario ni, con mayor motivo, de concentrar el poder revolucionario en manos de ese partido. Del mismo modo que en las antiguas revoluciones, empezando por el movimiento alemán de la Reforma (en el siglo XVI), y aún antes, los campesinos, en sus levantamientos, apoyaban a una de las fracciones de la burguesía urbana, decidiendo muchas veces la victoria, en nuestra revolución burguesa retrasada podían prestar un sostén análogo al proletariado y ayudarle a llegar al poder, dando el empuje máximo a su lucha. Nuestra revolución burguesa --decía yo como conclusión- sólo puede cumplir radicalmente su misión siempre y cuando el proletariado, respaldado por el apoyo de los millones de campesinos, consiga concentrar en sus manos la dictadura revolucionaría.
¿Cuál había de ser el contenido social de dicha dictadura? En primer lugar, implantaría en términos radicales la revolución agraria y la transformación democrática del Estado. En otras palabras, la dictadura del proletariado se convertiría en el instrumento para la realización de los fines de una revolución burguesa históricamente retrasada. Pero las cosas no podían quedar aquí. Al llegar al poder, el -proletariado veríase obligado a hacer cortes cada vez más profundos en el derecho de propiedad privada, abrazando con ello las reivindicaciones de carácter socialista.
--Pero, ¿es que considera usted que Rusia está bastante madura para una revolución socia-lista? -me objetaron docenas de veces Stalin, Rikov y todos los Mólotovs por el estilo, allá por los años 1905 a 1917.
Y yo les contestaba invariablemente:
--No, pero sí lo está, y bien en sazón, la economía mundial en su conjunto y, sobre todo, la europea. El que la dictadura del proletariado implantada en Rusia lleve o no al socialismo --¿con qué ritmo y a través de qué etapas?--, depende de la marcha ulterior del capitalismo en Europa y en el mundo.
He ahí los rasgos fundamentales de la teoría de la revolución permanente, tal y como surgió en los primeros meses del año 1905.
De entonces acá, se han sucedido tres revoluciones. El proletariado ruso subió al poder empujado por la potente oleada del levantamiento campesino. Y la dictadura del proletariado fue un hecho en Rusia antes que en ningún otro de los países incomparablemente más desarrollados. En 1924, esto es, siete años después de que la predicción histórica de la teoría de la revolución permanente se viese confirmada con una fuerza verdaderamente excepcional, los epígonos emprendían una furiosa campaña contra esa teoría, sacando a relucir artificiosamente frases sueltas y réplicas polémicas de mis viejos trabajos, de los que yo casi ni me acordaba.
No será inoportuno recordar aquí que la primera revolución rusa estalló más de medio siglo después de la racha de revoluciones burguesas que sacudieron a Europa, y treinta y cinco años después del episódico alzamiento de la Commune de París. Europa había perdido ya la costumbre de las revoluciones. Rusia no la había conocido. Planteábansele con carácter de novedad todos los problemas de la revolución.
No será difícil comprender toda la serie de factores incógnitos e hipotéticos que en aquel entonces encerraba para nosotros la revolución futura. Hace falta tener una absoluta incapacidad para la predicción histórica y una incomprensión completa de sus métodos, para pararse a examinar ahora análisis y apreciaciones de 1905, como si hubieran sido escritos ayer. Estoy harto de decirlo a mis amigos: no me cabe la menor duda de que en mis predicciones de 1905 había grandes lagunas, que ahora no es difícil llenar. ¿Pero es que mis críticos veían entonces mejor o más allá?
Como no había releído hacía mucho tiempo mis viejos trabajos, estaba de antemano dispuesto a conceder a las lagunas de los mismos más importancia de la que en realidad tenían. Me convencí de ello en 1928, durante mi destierro en Alma-Ata, cuando el ocio político forzado me dio la posibilidad de releer, lápiz en mano, mis antiguos trabajos sobre la revolución permanente. Confío en que el lector adquirirá asimismo la convicción absoluta de ello en las páginas siguientes.
Pero antes es necesario que demos en esta introducción una característica, lo más precisa que nos sea posible, de los elementos que integran la teoría de la revolución permanente y de las principales objeciones suscitadas contra la misma. El debate ha adquirido una extensión y una profundidad tales, que abraza, en síntesis, los problemas más importantes del movimiento revolucionario internacional.
La revolución permanente, en el sentido que Marx daba a esta idea, quiere decir una revolución que no se aviene a ninguna de las formas de predominio de clase, que no se detiene en la etapa democrática y pasa a las reivindicaciones de carácter socialista, abriendo la guerra franca contra la reacción, una revolución en la que cada etapa se basa en la anterior y que no puede terminar más que con la liquidación completa de la sociedad de clases.
Con el fin de disipar el caos que cerca la teoría de la revolución permanente, es necesario que separemos las tres series de ideas aglutinadas en dicha teoría.
En primer lugar, ésta encierra el problema del tránsito de la revolución democrática a la socialista. No es otro, en el fondo, el origen histórico de la teoría.
La idea de la revolución permanente fue formulada por los grandes comunistas de mediados del siglo XIX, por Marx y sus adeptos, por oposición a la ideología democrática, la cual, como es sabido, pretende que con la instauración de un Estado "racional" o democrático, no hay ningún problema que no pueda ser resuelto por la vía pacífica, reformista o progresiva. Marx consideraba la revolución burguesa de 1848 únicamente como un preludio de la revolución proletaria. Y, aunque "se equivocó", su error fue un simple error de aplicación, no metodológico. La revolución de 1848 no se trocó en socialista. Pero precisamente por ello no condujo a la democracia. En cuanto a la revolución alemana de 1918, es evidente que no fue el coronamiento democrático de la revolución burguesa, sino la revolución proletaria decapitada por la socialdemocracia, o, por decirlo con más precisión: una contrarrevolución burguesa obligada por las circunstancias a revestir, después de la victoria obtenida sobre el proletariado, formas pseudodemocráticas.
El "marxismo" vulgar se creó un esquema de la evolución histórica según el cual toda sociedad burguesa conquista tarde o temprano un régimen democrático, a la sombra del cual el proletariado, aprovechándose de las condiciones creadas por la democracia, se organiza y educa poco a poco para el socialismo. Sin embargo, el tránsito al socialismo no era concebido por todos de un modo idéntico: los reformistas sinceros (tipo Jaurès) se lo representaban como una especie de fundación reformista de la democracia con simientes socialistas. Los revolucionarios formales (Guesde) reconocían que en el tránsito al socialismo sería inevitable aplicar la violencia revolucionaria. Pero tanto unos como otros consideraban a la democracia y al socialismo, en todos los pueblos, como dos etapas de la evolución de la sociedad no sólo independientes, sino lejanas una de otra.
Era la misma idea dominante entre los marxistas rusos, que hacia 1905 formaban casi todos en el ala izquierda de la Segunda Internacional. Plejánov, el brillante fundador del marxismo ruso, tenía por un delirio la idea de implantar en Rusia la dictadura del proletariado. En el mismo punto de vista se colocaban no sólo los mencheviques, sino también la inmensa mayoría de los dirigentes bolcheviques, y muy especialmente todos los que hoy se hallan a la cabeza del partido, sin excepción; todos ellos eran, por entonces, revolucionarios demócratas decididos para quienes los problemas de la revolución socialista, y no sólo en 1905, sino en vísperas de 1917, sonaban como la música vaga de un porvenir muy remoto.
La teoría de la revolución permanente, resucitada en 1905, declaró la guerra a estas ideas, demostrando que los objetivos democráticos de las naciones burguesas atrasadas, conducían, en nuestra época, a la dictadura del proletariado, y que ésta ponía a la orden del día las reivindicaciones socialistas. En esto consistía la idea central de la teoría. Si la opinión tradicional sostenía que el camino de la dictadura del proletariado pasaba por un prolongado período de democracia, la teoría de la revolución permanente venía a proclamar que, en los países atrasados, el camino de la democracia pasaba por la dictadura del proletariado. Con ello, la democracia dejaba de ser un régimen de valor intrínseco para varias décadas y se convertía en el preludio inmediato de la revolución socialista, unidas ambas por un nexo continuo. Entre la revolución democrática y la transformación socialista de la sociedad se establecía, por lo tanto, un ritmo revolucionario permanente.
El segundo aspecto de la teoría caracteriza ya a la revolución socialista como tal. A lo largo de un periodo de duración indefinida y de una lucha interna constante, van transformándose todas las relaciones sociales. La sociedad sufre un proceso de metamorfosis. Y en este proceso de transformación cada nueva etapa es consecuencia directa de la anterior. Este proceso conserva forzosamente un carácter político, o lo que es lo mismo, se desenvuelve a través del choque de los distintos grupos de la sociedad en transformación. A las explosiones de la guerra civil y de las guerras exteriores suceden los períodos de reformas "pacíficas". Las revoluciones de la economía, de la técnica, de la ciencia, de la familia, de las costumbres, se desenvuelven en una compleja acción recíproca que no permite a la sociedad alcanzar el equilibrio. En esto consiste el carácter permanente de la revolución socialista como tal.
El carácter internacional de la revolución socialista, que constituye el tercer aspecto de la teoría de la revolución permanente, es consecuencia inevitable del estado actual de la economía y de la estructura social de la humanidad. El internacionalismo no es un principio abstracto, sino únicamente un reflejo teórico y político del carácter mundial de la economía, del desarrollo mundial de las fuerzas productivas y del alcance mundial de la lucha de clases. La revolución socialista empieza dentro de las fronteras nacionales; pero no puede contenerse en ellas. La contención, de la revolución proletaria dentro de un territorio nacional no puede ser más que un régimen transitorio, aunque sea prolongado, como lo demuestra la experiencia de la Unión Soviética. Sin embargo, con la existencia de una dictadura proletaria aislada, las contradicciones interiores y exteriores crecen paralelamente a los éxitos. De continuar aislado, el Estado proletario caería, más tarde o más temprano, víctima de dichas contradicciones. Su salvación está únicamente en hacer que triunfe el proletariado en los países más progresivos. Considerada desde este punto de vista, la revolución socialista implantada en un país no es un fin en sí, sino únicamente un eslabón de la cadena internacional. La revolución internacional representa de suyo, pese a todos los reflujos temporales, un proceso permanente.
Los ataques de los epígonos van dirigidos, aunque no con igual claridad, contra los tres aspectos de la teoría de la revolución permanente. Y no podía ser de otro modo, puesto que se trata de partes inseparables de un todo. Los epígonos separan mecánicamente la dictadura democrática de la socialista, la revolución socialista nacional de la internacional. La conquista del poder dentro de las fronteras nacionales es para ellos, en el fondo, no el acto inicial, sino la etapa final de la revolución: después, se abre un periodo de reformas que conducen a la sociedad socialista nacional.
En 1905 no admitían ni la idea de que fuese posible que el proletariado conquistase el poder en Rusia antes que en la Europa occidental. En 1917 predicaban una revolución de contenido democrático y rechazaban la dictadura del proletariado. En los años de 1925 a 1927 adoptan ante la revolución nacional china la orientación de un movimiento dirigido por la burguesía del país. Luego, propugnan para dicho país la consigna de la dictadura democrática de los obreros y campesinos, oponiéndola a la dictadura del proletariado, y proclaman la posibilidad de proceder a edificar una sociedad socialista completa y aislada en la Unión Soviética. Para ellos, la revolución mundial, condición necesaria de la victoria, no es más que una circunstancia favorable. Los epígonos han llegado a esta ruptura radical con el marxismo al cabo de una lucha permanente contra la teoría de la revolución permanente.
La lucha iniciada haciendo revivir artificialmente recuerdos históricos y falsificando el pasado lejano ha conducido a la transformación completa de las concepciones del sector dirigente. Hemos explicado ya más de una vez que esta revisión de. valores se ha efectuado bajo la influencia de las necesidades sociales de la burocracia soviética, la cual se ha ido volviendo cada vez más conservadora, cada vez más preocupada de mantener el orden nacional y propensa a exigir que la revolución ya realizada y que le asegura a ella una situación privilegiada sea considerada suficiente para proceder a la edificación pacifica del socialismo. No hemos de insistir aquí sobre este tema. Señalemos únicamente que la burocracia tiene una profunda conciencia de la relación que guardan sus posiciones materiales e ideológicas con la teoría del socialismo nacional. Esto se manifiesta con un relieve especial, ahora precisamente, cuando el aparato estalinista, aguijoneado por las contradicciones que no previó, se orienta con todas sus fuerzas hacia la izquierda, asestando duros golpes a sus inspiradores derechistas de ayer. La hostilidad de los burócratas contra la oposición marxista, de la que tuvo que tomar prestadas precipitadamente sus consignas y argumentaciones, no ha cedido en lo más mínimo, como se sabe. De aquellos miembros de la oposición que plantean la cuestión de su reingreso en el partido con el fin de apoyar la política de industrialización, etc., lo primero que exigen es que abjuren de la teoría de la revolución permanente y que reconozcan, aunque sólo sea por modo indirecto, la teoría del socialismo en un solo país. Con esto, la burocracia estalinista pone de manifiesto. el carácter puramente táctico de su viraje hacia la izquierda, y cómo ello no significa una renuncia a los fundamentos estratégicos nacional-reformistas. No hay para qué pararse a explicar la trascendencia de esto: es sabido que en la política, como en la guerra, la táctica se halla siempre subordinada en última instancia a la estrategia.
El problema ha roto ya, desde hace tiempo, los moldes de la campaña contra el "trotsquismo". Tomando paulatinamente una mayor envergadura, ha acabado por englobar literalmente todos los problemas de la doctrina revolucionaria. Revolución permanente o socialismo nacional: este dilema se plantea no sólo ante los problemas de régimen interior de la Unión Soviética, sino ante las perspectivas de la revolución en Occidente y ante los destinos de la Internacional Comunista en el mundo entero.
El presente libro no se propone examinar el problema en todos sus aspectos: no hay por qué repetir lo que ya tenemos dicho en otros trabajos. En la Crítica del Programa de la Internacional Comunista he intentado poner de manifiesto teóricamente la inconsistencia económica y política del nacionalsocialismo. Los teóricos de la Internacional Comunista no se han dignado hacer el menor caso de mi crítica. Al fin y al cabo, lo mejor que podían hacer era eso, callar.
Aquí me propongo, ante todo, reconstituir la teoría de la revolución permanente tal como fue formulada en 1905, con referencia a los problemas internos de la Revolución rusa; señalo en qué se diferenciaba realmente mi posición de la de Lenin y cómo y por qué en todas las situaciones decisivas mi punto de vista coincidió siempre con el de éste. Finalmente, intento poner de relieve la importancia decisiva del problema que nos interesa para el proletariado de los países atrasados y, por tanto, para la Internacional Comunista del mundo entero.
Veamos las acusaciones que han lanzado los epígonos contra la teoría de la revolución permanente. Si dejamos de lado infinitas contradicciones de mis críticos, podemos reducir a las siguientes tesis toda la masa verdaderamente imponderable de lo que llevan escrito sobre este tema:
1. Trotski ignoraba la diferencia existente entre la revolución burguesa y la socialista; en 1905 entendía que el proletariado de Rusia estaba ante el problema de una revolución socialista inmediata.
2. Trotski no ha prestado la menor atención al problema agrario. Para él no existía la clase campesina. Se imaginaba la revolución como una lucha sostenida exclusivamente por el proletariado contra el zarismo.3. Trotski no creía que la burguesía internacional se resignara a consentir por mucho tiempo la existencia en Rusia la dictadura del proletariado, y consideraba inevitable su caída, si el proletariado europeo no se adueñaba del poder en un plazo breve acudiendo en nuestro auxilio. Con ello, Trotski no apreciaba en su justo valor la presión del proletariado occidental sobre la burguesía.
4. Trotski no cree, en general, en la fuerza del proletariado ruso, en su capacidad para edificar autónomamente el socialismo, y por esto cifraba y cifra todas sus esperanzas en la revolución mundial.
Estos motivos no sólo campean en los infinitos escritos y discursos de Zinoviev, Stalin, Bujarin y otros, sino que aparecen expresados en numerosas resoluciones oficiales del Partido Comunista de la URSS y de la Internacional Comunista. Y, sin embargo, no tenemos más remedio que decir que se basan en una mezcla crasa de ignorancia y de absoluta falta de escrúpulos.
Las dos primeras afirmaciones son, como se demostrará más adelante, fundamentalmente falsas. Yo partía precisamente del carácter democrático burgués de la revolución, para llegar a la conclusión de que la profundidad de la crisis agraria podía llevar al poder al proletariado en la atrasada Rusia. No fue otra la idea que sostuve en vísperas de la Revolución de 1905, ni la que expresaba al dar a la revolución el calificativo de "permanente", esto es, de tránsito revolucionario directo de la etapa burguesa a la socialista. Expresando esta misma idea, Lenin había de hablar más tarde de conversión de la revolución burguesa en socialista. En 1924, Stalin oponía esta idea de conversión a la de revolución permanente, que consideraba como el salto del reinado de la autocracia al reinado del socialismo. El desventurado "teórico" no se tomó el trabajo de reflexionar qué significa, en este caso, el carácter permanente de la revolución, o lo que es lo mismo, el ritmo ininterrumpido de su desarrollo, si es que no se trata, como él lo entiende, más que de un simple salto.
Por lo que se refiere a la tercera acusación, está dictada por la confianza efímera de los epígonos en la posibilidad de neutralizar a la burguesía imperialista por un plazo indefinido mediante la presión "razonablemente" organizada del proletariado. Fue la idea central de Stalin, durante los años 1924 a 1927. Y esta idea dio por fruto el Comité anglo-ruso. El desengaño sufrido por los que creían en la posibilidad de atar de pies y manos a la burguesía internacional con la ayuda de los Purcell, los Radich, los Lafolette y los Chang-Kai-Chek, desencadenó un paroxismo de pánico ante el peligro inminente de una guerra. La Internacional Comunista no ha logrado salir todavía de este pánico.
La cuarta acusación enderezada contra la teoría de la revolución permanente, se reduce simplemente a afirmar que en 1905 yo no sostenía el punto de vista de la teoría del socialismo en un solo país, que Stalin había de acuñar en 1924 para la burocracia soviética. Esta acusación es una pura extravagancia histórica. En efecto, habría lugar a suponer que mis adversarios, si es que en 1905 tenían una opinión política, consideraban a Rusia preparada para la revolución socialista aislada. La verdad es que durante los años de 1905 a 1917 me acusaron incansablemente de utopista por el simple hecho de admitir la posibilidad de que el proletariado de Rusia adviniera al poder antes que el de la Europa occidental. Kaménev y Rikov acusaban de utopista a Lenin en abril de 1917 y se esforzaban en hacer comprender a éste que la revolución socialista tenía que llevarse a cabo primeramente en Inglaterra y otros países avanzados, y que sólo después de esto podía llegarle el turno a Rusia. Stalin sostuvo este mismo punto de vista hasta el 4 de abril de 1917 y sólo con gran trabajo y poco a poco se asimiló la fórmula leninista de la dictadura del proletariado en oposición a la democrática. En la primavera de 1924, Stalin seguía repitiendo, como tantos otros, que Rusia, como nación aislada, no estaba todavía bastante madura para la edificación socialista. En el otoño del mismo año, combatiendo contra la teoría de la revolución permanente, Stalin hizo por primera vez el descubrimiento de la posibilidad de proceder a la edificación de un socialismo aislado en Rusia. Después de esto, los profesores rojos se echaron a buscar afanosamente citas para que Stalin pudiera demostrar, en 1905, que Trotski -¡horror!- entendía que Rusia sólo podía llegar al socialismo con la ayuda del proletariado europeo.
Si se cogiese la historia de la lucha ideológica de este último cuarto de siglo, se la cortase en cachitos, luego se mezclasen estos cachitos y se diesen a un ciego para que los pegase, es dudoso que el galimatías teórico e histórico resultante de todo esto fuese más monstruoso que el que los epígonos están sirviendo a sus lectores y oyentes.
Para que el nexo que une los problemas de ayer con los hoy cobre todavía mayor relieve es necesario recordar aquí, aunque sea en una forma esquemática, lo que hicieron en China los caudillos de la Internacional Comunista esto es, Stalin y Bujarin.
So pretexto de que China se hallaba abocada a un movimiento revolucionario de emancipación nacional, hubo de reconocerse, a partir del año 1924, el papel directivo que en este movimiento correspondía a la burguesía del país. Fue reconocido oficialmente como partido dirigente el partido de la burguesía nacional, el "Kuomintang". En 1905, los mencheviques no llegaron tan lejos en sus concesiones a los "kadetes" (partido de la burguesía liberal).
Pero la dirección de la Internacional Comunista no se detuvo aquí, sino que obligó al Partido Comunista chino a ingresar en el "Kuomintang" y someterse a su disciplina; Stalin dirigió telegramas a los comunistas chinos recomendándoles que contuvieran el movimiento agrario; a los obreros y campesinos sublevados se les prohibió que fundaran sus soviets, con el fin de no disgustar a Chang-Kai-Chek, defendido por Stalin contra la oposición como "aliado seguro" a principios de abril de 1927, esto es, unos días antes del golpe de Estado de Shanghai, en una asamblea del Partido celebrada en Moscú. La subordinación oficial del Partido Comunista a la dirección burguesa, y la prohibición oficial de los soviets (Stalin y Bujarin sostenían la tesis de que el "Kuomintang" "reemplazaba" a los soviets) implican una traición mucho más honda y escandalosa contra el marxismo que toda la actuación de los mencheviques en los años de 1905 a 1917.
Después del golpe de Estado de Chang-Kai-Chek -abril de 1927- se separó temporalmente del "Kuomintang" el ala izquierda, dirigida por Van-Tin-Vei. Este último fue inmediatamente declarado por la Pravda "aliado seguro". En el fondo, la actitud de Van-Tin-Vei con respecto a Chang-Kai-Chek la misma que la de Kerenski con respecto a Miliukov, con la diferencia de que en China los Miliukov y Kornilov estaban representados en la persona de Chang-Kai-Chek.
A partir del mes de abril de 1927 se ordena al Partido Comunista chino que ingrese en el "Kuomintang" de"izquierda" y se subordine a la disciplina del Kerenski chino, en vez de preparar la guerra abierta contra el mismo. El "fiel" Van-Tin-Vei descargó contra el Partido Comunista y el movimiento obrero y campesino en general una represión no menos criminal que la de Chang-Kai-Chek, al, cual Stalin había proclamado como su seguro aliado.
En 1905 y posteriormente los mencheviques apoyaban a Miliukov, pero se abstuvieron de ingresar en el partido liberal. Los mencheviques, aunque en 1917 actuaron en estrecho contacto con Kerenski, conservaron, sin embargo su organización propia. La política de Stalin y Bujarin en China quedó incluso por debajo del menchevismo. Tal fue la primera y principal etapa de su actuación.
Después no hicieron más que recogerse los frutos inevitables: completa depresión del movimiento obrero y campesino, desmoralización y disgregación del Partido Comunista; la dirección de la Internacional dio la orden de "virar en redondo" hacia la izquierda y exigió que se pasase in continenti al levantamiento armado de los obreros y campesinos. De la noche a la mañana, el Partido Comunista chino, un partido nuevo, oprimido y mutilado, que todavía la víspera no era más que una quinta rueda del carro de Chang-Kai-Chek y Van-Tin-Vei y que carecía, por lo tanto, de una experiencia política propia, veíase colocado ante el trance de lanzar a los mismos obreros y campesinos que la Internacional Comunista había mantenido hasta hacía veinticuatro horas bajo las banderas del "Kuomintang", al alzamiento inmediato contra ese mismo "Kuomintang" que había conseguido concentrar en sus manos todos los resortes del poder y del ejército. En Cantón hubo que improvisar en un día un soviet ficticio. El alzamiento, que se hizo coincidir con la apertura del XV Congreso del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, revelaba a un tiempo el heroísmo de la vanguardia obrera china y la ligereza criminal con que obran los caudillos de la Internacional Comunista. El alzamiento de Cantón fue precedido y seguido de otras aventuras menos importantes.
Esa fue la segunda etapa de la estrategia de la Internacional Comunista en China, que bien podemos calificar de grosera caricatura del bolchevismo.
Ambas etapas, la liberal-oportunista y la aventurera, han asestado al Partido Comunista chino un golpe del cual sólo podrá rehacerse con una política acertada en el transcurso de muchos años.
El VI Congreso de la Internacional Comunista levantó el balance de la actuación en China y la aprobó sin reservas. ¿Y cómo no, si el Congreso no se había convocado con otro objeto? Para el porvenir lanzó la consigna de "dictadura democrática de los obreros y campesinos". A los comunistas chinos no se les explicó en qué se diferenciaba esta dictadura de la del "Kuomintang" de derecha o de izquierda, por una parte, y de la dictadura del proletariado, por otra. Y es que era difícil explicárselo.
Al mismo tiempo que proclamaba la consigna de la dictadura democrática, el VI Congreso declaraba inadmisibles las consignas de la democracia (Cortes constituyentes, sufragio universal, libertad de palabra y de prensa, etc., etc)., y con ello desarmaba completamente al Partido Comunista chino frente a la dictadura de la oligarquía militar. Los bolcheviques rusos se pasaron años y años movilizando a los obreros y campesinos en torno a las al consignas democráticas. Durante el año de 1917, estas consignas desempeñaron un inmenso papel. Únicamente cuando a los ojos de todo el pueblo se produjo el choque político irreconciliable entre el poder soviético, que tenía ya una existencia real, y la Asamblea constituyente, nuestro partido creyó llegado el momento de liquidar las instituciones y consignas de la democracia formal, esto es, burguesa, para sustituirlas por la democracia real, soviética, o sea, proletaria.
El VI Congreso de la Internacional Comunista, celebrado bajo los auspicios de Stalin-Bujarin, echó a rodar todo esto. Al mismo tiempo que imponía al partido la consigna de la dictadura "democrática", no "proletaria", le prohibía servirse de consignas democráticas para la preparación de la misma. El Partido Comunista no sólo quedó desarmado, sino completamente desnudo. Como consuelo, se le autorizó para emplear en el periodo de dominio completo de la contrarrevolución la consigna de los soviets, prohibida en el periodo en que la Revolución se hallaba en su apogeo. Un héroe muy popular de la leyenda rusa entona canciones nupciales en los entierros y cantos fúnebres en las bodas, y recibe pescozones tanto en aquéllos como en éstas. Si en la política actual de la Internacional Comunista sólo se tratara de unos cuantos pescozones, podría uno resignarse con ello. Pero la cosa es harto más importante: se trata nada menos que del porvenir del proletariado.
La táctica de la Internacional Comunista ha sido un sabotaje inconsciente, pero no por inconsciente menos seguro y bien organizado, de la Revolución china. Este sabotaje era infalible, pues la Internacional Comunista cubría su política derechista menchevique de 1924-1927 con todo el prestigio del bolchevismo, y la potente máquina de las represiones a dicha política de la crítica de la oposición.
El resultado de todo esto ha sido un experimento definitivo de estrategia estalinista, que desde el principio hasta el fin se ha desarrollado bajo el signo de la lucha contra la revolución permanente.
Nada más lógico, pues, que el principal teórico estalinista, sostenedor de la subordinación del Partido Comunista chino al partido nacionalburgués del "Kuomintang", haya sido Martinov, que fue también el principal crítico menchevista de la teoría de la revolución permanente desde 1905 hasta 1923, cuando empezó a despuntar su misión histórica en las filas del bolchevismo.
Más arriba he explicado cómo surgió este trabajo. En Alma-Ata preparaba sin apresurarme un libro de teoría y de polémica contra los epígonos, en el cual había de ocupar preeminente lugar la teoría de la revolución permanente. Mientras estaba trabajando en él, recibí un manuscrito de Radek consagrado a contraponer la revolución permanente con la línea estratégica de Lenin. Radek no tuvo más remedio que lanzar este ataque, aparentemente inesperado, contra mí, por la sencilla razón de que él mismo se había entregado de lleno a la política china de Stalin, que a la par con Zinoviev había defendido la mediatización del Partido Comunista por el "Kuomintang", no sólo antes, sino aun después del golpe de Estado de Chang-Kai-Chek. Para razonar la sumisión del proletariado a la burguesía, Radek argüía, ni que decir tiene, sobre la necesidad de una alianza del proletariado con los campesinos y la acusación de que yo "desdeñaba" la trascendencia de esa unión. Como Stalin, defendía una política menchevista valiéndose de una fraseología bolchevista, y con la fórmula de la dictadura democrática de los obreros y campesinos, cubría el hecho de que se apartara al proletariado de la lucha independiente por el poder al frente de las masas campesinas. Cuando les arranqué esta máscara ideológica. Radek sintió la necesidad aguda de demostrar, disfrazándose con citas de Lenin, que mi lucha contra el oportunismo se desprendía, en realidad, de la contradicción entre la teoría de la revolución permanente y el leninismo. Radek convertía la defensa de leguleyo de los propios pecados en acusación fiscal contra la revolución permanente. Para él, esto no era más que un puente tendido hacia la capitulación. Sin embargo, a pesar de esto, no me apresuré a considerar a Radek como definitivamente perdido. Intenté contestar a su artículo de un modo franco y categórico, pero sin cortarle la retirada. Reproduzco mi contestación tal como fue escrita, limitándome a unas pocas explicaciones complementarias y a algunas correcciones de estilo.
El artículo de Radek no apareció en la prensa, y creo que no aparecerá, pues, en la forma en que fue escrito en 1928, no podría pasar por las estrechas mallas de la censura estalinista. Por lo demás, ese artículo, caso de publicarse, no haría tampoco mucho favor al que lo escribió, pues pone bien al desnudo la evolución espiritual de su autor; una "evolución" muy parecida a la del que cae a la calle desde un sexto piso.
El origen de este libro explica suficientemente por qué Radek ocupa en él un lugar más considerable de aquel a que sería acaso acreedor. Radek no ha inventado ni un solo argumento contra la teoría de la revolución permanente. Se ha manifestado como un epígono de los epigonos. Por esto recomiendo al lector que vea en Radek no al mismo Radek, sino al representante de una empresa colectiva en la cual ha conseguido ingresar con plenitud de derechos, aunque haya sido a costa de renunciar al marxismo. Si Radek encuentra que le ha correspondido una porción de puntapiés excesiva para sus culpas personales, puede, si le parece, transmitírselos a sus destinatarios más responsables. Es una cuestión de régimen interno de la empresa en que yo no tengo por qué meterme.
Distintos grupos del Partido Comunista alemán han llegado al poder o han luchado por él, demostrando su aptitud para la dirección mediante ejercicios críticos sobre la revolución permanente. Pero toda esta literatura --que tiene por autores a Máslov, a Thalheimer y a otros-- se ha mantenido en un nivel tan lamentable, que no da ni tan siquiera pie para la réplica crítica. Los Thaelmann, los Reinmele y demás caudillos actuales por nombramiento han descendido aún más. Lo único que esos criticos han podido demostrar es que no han pasado del umbral del problema. Por eso les dejo... en el umbral. El que sea capaz de interesarse por la critica teórica de Máslov, de Thalheimer y demás, puede, después de leer este libro, acudir escritos de los autores mencionados, a fin de persuadirse de su ignorancia y falta de escrúpulos.
Este resultado será, por decirlo así, un producto accesorio del trabajo que ofrecemos al lector.
L. TROTSKI
Prinkipo, 30 de noviembre de 1929.