Volver al Archivo León Trotsky |
Escrito: En abril de 1939 en Coyoacan, Mexico.
Primera Edición: Terminado el 8 de abril de 1939, este articulo
estaba destinado a ser la presentación a la edición in extenso por Otto Rühle
del Tomo I de El Capital. También fue publicado como pamfleto en Nueva York en 1940 por Longman,
Green, & Co. con el titulo Marxism in Our Time.
Fuente del Presente Texto: El pensamiento vivo de Karl Marx.
Losada, Buenos Aires, 1962.
Digitalizaión: Ramiro Alvarez, 2009.
Esta edición: Marxists Internet Archive, mayo de
2010.
Formato alternativo: PDF
Este libro expone de una manera compacta las doctrinas económicas fundamentales de Marx según las propias palabras de Marx. Después de todo nadie ha sido capaz de exponer la teoría del trabajo mejor que el propio Marx. Algunas de las argumentaciones de Marx, especialmente en el capitulo primero, el mas difícil de todos, pueden parecer al lector no iniciado demasiado digresivas, quisquillosas o “metafísicas”. En realidad, esta impresión es una consecuencia de la necesidad o de la costumbre de acercarse ante todo de una manera científica a los fenómenos habituales. La mercancía se ha convertido en una parte tan corriente, tan acostumbrada y tan familiar de nuestra vida diaria que ni siquiera se nos ocurre considerar por qué los hombres ceden objetos importantes, necesarios para el sostenimiento de la vida, a cambio de pequeño discos de oro o de plata que no se utilizan en parte alguna de la tierra. El asunto no se limita a la mercancía. Todas y cada una de las categorías de la economía del mercado parecen ser aceptadas sin análisis, como evidentes por sí mismas, y como si fueran las bases naturales de las relaciones humanas. Sin embargo, mientras las realidades del proceso económico son el trabajo humano, las materias primas, las herramientas, las maquinas, la división del trabajo, la necesidad de distribuir los productos terminados entre los participantes en el proceso del trabajo, etc., las categorías como “mercancía”, “dinero”, “jornales”, “capital”, “beneficio”, “impuesto”, etc., son únicamente reflejos semi-místicos en las cabezas de los hombres de los diversos aspectos de un proceso económico que no comprenden y que no pueden dominar. Para descifrarlos es indispensable un análisis científico completo. En los Estados Unidos, donde un hombre que posee un millón de dólares se considera que “vale” un millón de dólares, los conceptos con respecto al mercado han caído mucho mas bajo que en cualquier otra parte. Hasta una época muy reciente los norteamericanos se preocuparon muy poco por la naturaleza de las relaciones económicas. En a tierra del sistema económico más poderoso, la teoría económica siguió siendo excesivamente estéril. Únicamente la crisis, cada vez mas profunda, de la economía norteamericana ha hecho que la opinión publica de ese país se haya enfrentado bruscamente con los problemas fundamentales de la sociedad capitalista. En cualquier caso, quienquiera que no haya dominado la costumbre de aceptar sin un examen riguroso las reflexiones ideológicas hechas a la ligera sobre el progreso económico, quienquiera que no haya razonado, siguiendo los pasos de Marx, la naturaleza esencial de la mercancía como la célula básica de organismo capitalista, estará incapacitado para comprender científicamente las manifestaciones mas importantes de nuestra época.
Habiendo definido la ciencia como el conocimiento de los recursos objetivos de la naturaleza, el hombre a tratado terca y persistentemente de excluirse a si mismo de la ciencia, reservándose privilegios especiales en la forma de un pretendido intercambio con fuerzas supersensorias (religión) o con preceptos morales independientes del tiempo (idealismo). Marx privó al hombre definitivamente y para siempre de esos odiosos privilegios, considerándole como un eslabón natural en el proceso evolutivo de la naturaleza material, a la sociedad como la organización para la producción y la distribución; al capitalismo como una etapa en el desarrollo de la sociedad humana. La finalidad de Marx no era descubrir las “leyes eternas” de la economía. Negó la existencia de semejantes leyes. La historia del desarrollo de la sociedad humana es la historia de la sucesión de diversos sistemas económicos, cada uno de los cuales actúa de acuerdo con sus propias leyes. La transición de un sistema al otro ha sido determinada siempre por el aumento de las fuerzas de producción, por ejemplo, de la técnica y de la organización del trabajo. Hasta cierto punto, los cambios sociales son de carácter cuantitativo y no alteran las bases de la sociedad, por ejemplo, las formas prevalecientes de la propiedad. Pero se alcanza un nuevo punto cuando las fuerzas productoras maduras ya no pueden contenerse más tiempo dentro de las viejas formas de la propiedad; entonces se produce un cambio radical en el orden social, acompañado de conmociones. La comuna primitiva fue reemplazada o complementada por la esclavitud; la esclavitud fue sucedida por la servidumbre con la superestructura feudal; el desarrollo comercial de las ciudades llevo a Europa, en el siglo XVI, l orden capitalista, el que pasó inmediatamente a través de diversas etapas. Marx no estudia en su Capital la economía en general, sino la economía capitalista, que tiene sus leyes especificas propias. Solamente al pasar se refiere a otros sistemas económicos con el objeto de poner en claro las características del capitalismo. La economía de la familia de agricultores primitiva, que se bastaba a si misma, no tenia necesidad de la “economía política”, pues estaba dominada por un lado por las fuerzas de la naturaleza y por el otro por las fuerzas de la tradición. La economía natural de los griegos y romanos, completa en sí misma, fundada en el trabajo de los esclavos, dependía de la voluntad del propietario de los esclavos, cuyo “plan” estaba determinado directamente por las leyes de la naturaleza y de la rutina. Lo mismo puede decirse también del Estado medieval con sus siervos campesinos. En todos estos casos las relaciones económicas eran claras y transparentes en su crudeza primitiva. Pero el caso de la sociedad contemporánea es completamente diferente. Ha destruido esas viejas conexiones completas en si mismas y esos modos de trabajo heredados. Las nuevas relaciones económicas han relacionado entre si a las ciudades y las villas, a las provincias y las naciones. La división del trabajo ha abarcado a todo el planeta. Habiendo destrozado la tradición y la rutina, esos lazos no se han compuesto de acuerdo con algún plan definido, sino más bien al margen de la conciencia y de la previsión humanas. La interdependencia de los hombres, los grupos, las clases, las naciones, consecuencia de la división del trabajo, no está dirigida por nadie. Los hombres trabajan los unos para los otros sin conocerse entre sí, sin conocer las necesidades de los demás, con la esperanza, e inclusive con le seguridad, de que sus relaciones se regularizarán de algún modo por sí mismas. Y lo hacen así, o más bien quisieran hacerlo. Es completamente imposible buscar las causas de los fenómenos de la sociedad capitalista en la conciencia subjetiva –en las intenciones o planes- de sus miembros. Los fenómenos objetivos del capitalismo fueron formulados antes de que la ciencia comenzara a pensar seriamente sobre ellos. Hasta hoy día la mayoría preponderante de los hombres nada saben acerca de las leyes que rigen la economía capitalista. Toda la fuerza del método de Marx reside en su acercamiento a los fenómenos económicos, no desde el punto de vista subjetivo de ciertas personas, sino desde el punto de vista objetivo del desarrollo de la sociedad en su conjunto, del mismo modo que un hombre de ciencia que estudia la naturaleza se acerca a una colmena o a un hormiguero. Para la ciencia económica lo que tiene un significado decisivo es lo que hacen los hombres y cómo lo hacen, lo que ellos piensan con respecto a sus actos. En la base de la sociedad no se hallan la religión y la moral, sino la naturaleza y el trabajo. El método de Marx es materialista, pues va de la existencia a la conciencia y no en el orden inverso. El método de Marx es dialéctico, pues observa cómo evolucionan la naturaleza y la sociedad y la misma evolución como la lucha constante de la fuerzas en conflicto.
Marx tuvo predecesores. La economía política clásica –Adam Smith, David Ricardo- floreció antes de que el capitalismo se hubiera desarrollado, antes de que comenzara a temer el futuro. Marx rindió a los dos grandes clásicos el perfecto tributo de su profunda gratitud. Sin embargo, el error básico de los economistas clásicos era que consideraban el capitalismo como la existencia normal de la humanidad en todas las épocas, en vez de considerarlo simplemente como una etapa histórica en el desarrollo de la sociedad. Marx inició la crítica de esa economía política, expuso sus errores, así como las contradicciones del mismo capitalismo, y demostró que era inevitable su colapso. La ciencia no alcanza su meta en el estudio herméticamente sellado del erudito, sino en la sociedad de carne y hueso. Todos los intereses y pasiones que despedazan a la sociedad ejercen su influencia en el desarrollo de la ciencia, especialmente de la economía política, la ciencia de la riqueza y de la pobreza. La lucha de los trabajadores contra los capitalistas obligó a los teóricos de la burguesía a volver la espalda al análisis científico del sistema de explotación y a ocuparse en una descripción vacía de los hechos económicos, el estudio del pasado económico y, lo que es inmensamente peor, una falsificación absoluta de las cosas tales como son con el propósito de justificar el régimen capitalista. La doctrina económica que se ha enseñado hasta el día de hoy en las instituciones oficiales de enseñanza y se ha predicado en la prensa burguesa no está desprovista de materiales importantes relacionados con el trabajo, pero no obstante es completamente incapaz de abarcar el proceso económico en su conjunto y descubrir sus leyes y perspectivas, ni tiene deseo alguno de hacerlo. La economía política oficial ha muerto.
En la sociedad contemporánea el vínculo cardinal entre los hombres es el cambio. Todo producto del trabajo que entra en el proceso del cambio se convierte en mercancía. Marx inició su investigación con la mercancía y dedujo de esa célula fundamental de la sociedad capitalista las relaciones sociales que se han constituido objetivamente como la base del cambio, independientemente de la voluntad del hombre. Únicamente si se sigue este camino es posible resolver el enigma fundamental: cómo en la sociedad capitalista, en la cual cada hombre piensa sólo en sí mismo y nadie piensa en los demás, se han creado las proporciones relativas de las diversas ramas de la economía indispensables para la vida. El obrero vende su fuerza de trabajo, el agricultor lleva su producto al mercado, el prestamista de dinero o el banquero conceden préstamos, el comerciante ofrece un surtido de mercancías, el industrial construye una fábrica, el especulador compra y vende acciones y bonos, y cada uno de ellos tiene en consideración sus propias conveniencias, sus planes privados, su propia opinión sobre los jornales y los beneficios. Sin embargo, de este caos de esfuerzos y de acciones individuales surge cierto conjunto económico que aunque ciertamente no es armonioso, sino contradictorio, da sin embargo a la sociedad la posibilidad no sólo de existir, sino también de desarrollarse. Esto quiere decir que, después de todo, el caos no es de modo alguno caos, que de algún modo está regulado automáticamente, si no conscientemente. Comprender el mecanismo por el cual los diversos aspectos de la economía llegan a un estado de equilibrio relativo es descubrir las leyes objetivas del capitalismo. Evidentemente, las leyes que rigen las diversas esferas de la economía política –jornales, precios, arrendamiento, beneficio, interés, crédito, bolsa- son numerosas y complejas. Pero en último término todas proceden de una única ley descubierta por Marx y examinada por él hasta el final: es la ley del valor del trabajo, que es ciertamente la que regula básicamente la economía capitalista. La esencia de esa ley es simple. La sociedad tiene a su disposición cierta reserva de fuerza de trabajo viva. Aplicada ala naturaleza, esa fuerza engendra productos necesarios para la satisfacción de las necesidades humanas. Como consecuencia de la división del trabajo entre los productores individuales, los productos toman la forma de mercancías. Las mercancías se cambian entre sí en una proporción determinada, al principio directamente y más tarde por medio del oro o de la moneda. La propiedad esencial de las mercancías, que en cierta relación las iguala entre sí, es el trabajo humano invertido en ellas –trabajo abstracto, trabajo en general-, la base y la medida del valor. La división del trabajo entre millones de productores diseminados no lleva a la desintegración de la sociedad, porque las mercancías son intercambiadas de acuerdo con el tiempo de trabajo socialmente necesario invertido en ellas. Mediante la aceptación y el rechazo de las mercancías, el mercado, en su calidad de terreno del cambio, decide si contienen o no contienen en sí mismas el trabajo socialmente necesario, con lo cual determina las proporciones de las diversas clases de mercancías necesarias para la sociedad. y en consecuencia también la distribución de la fuerza de trabajo de acuerdo con las diversas clases de comercio. Los procesos reales del mercado son inmensamente más complejos que lo que hemos expuesto aquí en pocas líneas. Así, al girar alrededor del valor del trabajo, los precios fluctúan por encima y por debajo de sus valores. Las causas de esas desviaciones están completamente explicadas en el tercer volumen de El Capital de Marx, en el que se describe “el proceso de la producción capitalista considerado en su conjunto”. Sin embargo, por grandes que puedan ser las diferencias entre los precios y los valores de las mercancías en los casos individuales, la suma de todos los precios es igual a la suma de todos los valores, pues en último término únicamente los valores que han sido creados por el trabajo humano se hallan a disposición de la sociedad, y los precios no pueden pasar de estos límites, inclusive si se tiene en cuenta el monopolio de los precios o “trust”; donde el trabajo no ha creado un valor nuevo nada puede hacer ni el mismo Rockefeller.
Pero si las mercancías se intercambian de acuerdo con la cantidad de trabajo invertido en ellas, ¿cómo se deriva la desigualdad de la igualdad? Marx resolvió ese enigma exponiendo la naturaleza peculiar de una de las mercancías, que es la base de todas las demás mercancías: la fuerza del trabajo. El propietario de los medios de producción, el capitalista, compra la fuerza de trabajo. Como todas las otras mercancías, la fuerza de trabajo es valorizada de acuerdo con la cantidad de trabajo invertida en ella, esto es, de los medios de subsistencia necesarios para la vida y la reproducción del trabajador. Pero el consumo de esta mercancía –fuerza de trabajo- se produce mediante el trabajo, que crea nuevos valores. La cantidad de esos valores es mayor que los que recibe el propio trabajador y gasta en su conservación. El capitalista compra fuerza de trabajo para explotarla. Esa explotación es la fuente de la desigualdad. A la parte del producto que contribuye a la subsistencia del trabajador la llama Marx producto necesario; a la parte excedente que produce el trabajador le llama sobreproducto o plusvalía. El esclavo tenía que producir plusvalía, pues de otro modo el dueño de los esclavos no los hubiera tenido. El siervo tenía que producir plusvalía, pues de otro modo la servidumbre no hubiera tenido utilidad alguna para la clase media hacendada. El obrero asalariado produce también plusvalía, sólo que en una escala mucho mayor, pues de otro modo el capitalista no tendría la necesidad de comprar la fuerza de trabajo. La lucha de clases no es otra cosa que la lucha por la plusvalía. Quien posee la plusvalía es el dueño de la situación, posee la riqueza, posee el poder del Estado, tiene la llave de la iglesia, de los tribunales, de las ciencias y las artes.
Las relaciones entre los capitalistas que explotan a los trabajadores están determinadas por la competencia, que actúa como el resorte principal del progreso capitalista. Las empresas grandes gozan de mayores ventajas técnicas, financieras, de organización, económicas y políticas que las empresas pequeñas. El capital mayor capaz de explotar al mayor número de obreros es inevitablemente el que con sigue la victoria en una competencia. Tal es la base inalterable del proceso de concentración y centralización del capital. Al estimular el desarrollo progresivo de la técnica, la competencia no sólo consume gradualmente a las capas intermediarias, sino que se consume también a sí misma. Sobre los cadáveres y semicadáveres de los capitalistas pequeños y medianos surge un número cada vez menos de magnates capitalistas cada vez más poderosos. De este modo, la competencia honesta, democrática y progresiva engendra irrevocablemente el monopolio dañino, parásito y reaccionario. Su predominio comenzó a afirmarse hacia el año 1880 y asumió su forma definida a comienzos del siglo XX. Ahora bien, la victoria del monopolio es reconocida abiertamente por los representantes oficiales de la sociedad burguesa. Sin embargo, cuando en el curso de su pronóstico Marx fue el primero en deducir que el monopolio es una consecuencia de las tendencias inherentes al capitalismo, el mundo burgués siguió considerando a la competencia como una ley eterna de la naturaleza. La eliminación de la competencia por el monopolio señala el comienzo de la desintegración de la sociedad capitalista. La competencia era el principal resorte creador del capitalismo y las justificación histórica del capitalista. Por lo mismo, la eliminación de la competencia señala la transformación de los accionistas en parásitos sociales. La competencia necesita de ciertas libertades, una atmósfera liberal, un régimen democrático, un cosmopolitismo comercial. El monopolio necesita en cambio un gobierno todo lo más autoritario que sea posible, murallas aduaneras, sus “propias” fuentes de materias primas y mercados (colonias). La última palabra en la desintegración del capital monopolista es el fascismo.
Los capitalistas y sus defensores tratan por todos los medios de ocultar el alcance real de la contradicción de la riqueza a los ojos del pueblo, asó como a los ojos del cobrador de impuestos. Desafiando a la evidencia, la prensa burguesa intenta todavía mantener la ilusión de una distribución “democrática” de la inversión del capital. The New York Times, para refutar a los marxistas, señala que hay de tres a cinco millones de patronos individuales. Es cierto que las compañías por acciones representan una concentración de capital mayor que tres a cinco millones de patronos individuales, aunque Estados Unidos cuenta con “medio millón de corporaciones”. Este modo de jugar con las cifras tiene por objeto, no aclarar, sino ocultar la realidad de las cosas. Desde el comienzo de la Primer Guerra Mundial hasta 1923 el número de fábricas y factorías existentes en los Estados Unidos descendió del 100 al 98,7 por ciento, mientras que la masa de producción industrial ascendió del 100 al 156,3 por ciento. Durante los años de una prosperidad sensacional (1923-1929), cuando parecía que todo el mundo se hacía rico, el número de establecimientos descendió de 100 a 93,8, mientras la producción ascendió de 100 a 113. Sin embargo, la concentración de establecimientos comerciales, limitada por su voluminoso cuerpo material, está lejos de la concentración de su alma, la propiedad. En 1929 tenían en realidad más de 300.000 corporaciones, como observa correctamente The New York Times. Lo único que hace falta añadir es que 200 de ellas, es decir, el 0,07 por ciento del número total, controlaban directamente al 49,2 por ciento de los capitales de todas las corporaciones. Cuatro años más tarde el porcentaje había ascendido ya al 56, en tanto que durante los años de la administración de Roosevelt ha subido indudablemente aún más. Dentro de esas 200 compañías por acciones principales el dominio verdadero corresponde a una pequeña minoría. El mismo proceso puede observarse en la banca y en los sistemas de seguros. Cinco de las mayores compañías de seguros de los Estados Unidos, han absorbido no solamente a las otras compañías, sino también a muchos bancos. El número total de bancos se ha reducido, principalmente en la forma de las llamadas “combinaciones”, esencialmente por medio de la absorción. Este cambio se extiende rápidamente. Por encima de los bancos se eleva la oligarquía de los súper-bancos. El capital bancario se combina con el capital industrial en el súper-capital financiero. Suponiendo que la concentración de la industria y de los bancos se produzca en la misma proporción que durante el último cuarto de siglo –en realidad el “tempo” de concentración va en aumento- en el curso del próximo cuarto de siglo los monopolistas habrán concentrado en sí mismos toda la economía del país, sin dejar nada a los demás. Hemos aducido a las estadísticas de los Estado Unidos porque son más exactas y más sorprendentes. El proceso de concentración es esencialmente de carácter internacional. A través de las diversas etapas del capitalismo, a través de las fases de los ciclos de conexión, a través de todos los regímenes políticos, a través de los períodos de paz tanto como de los períodos de conflictos armados, el proceso de concentración de todas las grandes fortunas en un número de manos cada vez menos ha seguido adelante y continuará sin término. Durante los años de la Gran Guerra, cuando las naciones estaban heridas de muerte, cuando los mismos cuerpos políticos de la burguesía yacían aplastados bajo el peso de las deudas nacionales, cuando los sistemas fiscales rodaban hacia el abismo, arrastrando tras sí a las clases medias, los monopolistas obtenían sin precedentes con la sangre y el barro. Las compañías más poderosas de los Estados Unidos aumentaron sus beneficios durante los años de la guerra dos, tres y hasta cuatro veces y aumentaron sus dividendos hasta el 300, el 400, el 900 por ciento y aún más. En 1840, ocho años antes de la publicación por Marx y Engels del Manifiesto del Partido Comunista, el famoso escritor francés Alexis de Tocqueville escribió en su libro La Democracia en América: “La gran riqueza tiende a desaparecer y el número de pequeñas fortunas a aumentar”. Este pensamiento ha sido reiterado innumerables veces, al principio con referencia a los Estados Unidos, y luego con referencia a las otras jóvenes democracias, Australia y Nueva Zelanda. Por supuesto, la opinión de Tocqueville ya era errónea en su época. Aún más, la verdadera concentración de la riqueza comenzó únicamente después de la Guerra Civil norteamericana, en la víspera de la muerte de Tocqueville. A comienzo del siglo XX el 2 por ciento de la población de los Estados Unidos poseía ya más de la mitad de toda la riqueza del país; en 1929 ese mismo 2 por ciento poesía los tres quintos de la riqueza nacional. Al mismo tiempo, 36.000 familias ricas poseían una renta tan grande como 11.000.000 de familias de la clase media pobre. Durante la crisis de 1929-1933 los establecimientos monopolistas no tenían necesidad de apelar a la caridad pública; por el contrario, se hicieron más poderosos que nunca en medio de la declinación general de la economía nacional. Durante la subsiguiente reacción industrial raquítica producida por la levadura del New Deal los monopolistas consiguieron nuevos beneficios. El número de los desocupados disminuyó en el mejor caso de 20.000.000 a 10.000.000; al mismo tiempo la capa superior de la sociedad capitalista –no más de 6.00 adultos- acopió dividendos fantásticos; esto es lo que el subsecretario de justicia Robert H. Jackson demostró con cifras durante su declaración ante la correspondiente comisión investigadora de los Estado Unidos. Pero en concepto abstracto de “capital monopolista” está para nosotros lleno de sangre y de carne. Esto quiere decir que un puñado de familias, unidas por los lazos del parentesco y del interés común en una oligarquía capitalista exclusiva, disponen de las formas económica y política de una gran nación. ¡Hay que admitir forzosamente que la ley marxista de la concentración del capital ha realizado bien su obra!
Las cuestiones de la competencia, de la concentración de la riqueza y del monopolio llevan naturalmente a la cuestión de si en nuestra época la teoría económica de Marx no tiene más que un interés histórico –como, por ejemplo, la teoría de Adam Smith- o si sigue teniendo verdadera importancia. El criterio para responder esta pregunta es simple: si la teoría estima correctamente el curso de la evolución y prevé el futuro mejor que las otras teorías, sigue siendo la teoría más adelantada de nuestra época, aunque tenga ya muchos años de edad. El famoso economista alemán Werner Sombart, que era virtualmente marxista al comienzo de su carrera, pero que luego revisó todos los aspectos más revolucionarios de la doctrina de Marx, contradijo El Capital de Marx con su Capitalismo, que probablemente es la exposición apologética más conocida de la economía burguesa en los tiempos recientes. Sombart escribió: “Karl Marx profetizó: primero, la miseria creciente de los trabajadores asalariados; segundo, la “concentración general, con la desaparición de la clase de artesanos y labradores; tercero el colapso catastrófico del capitalismo. Nada de esto ha ocurrido”. A esos pronósticos equivocados Sombart contrapone sus propios pronósticos “estrictamente científicos”. “El capitalismo subsistirá –según él- para transformarse internamente en la misma dirección en que ha comenzado ya a transformarse en la época de su apogeo: según se va haciendo viejo se va haciendo más y más tranquilo, sosegado, razonable”. Tratemos de verificar, aunque no sea más que en sus líneas generales, quién de los dos está en lo cierto: Marx, con su propósito de la catástrofe, o Sombart, quien en nombre de toda economía burguesa prometió que las cosas se arreglarían de una manera “tranquila, sosegada y razonable”. El lector convendría en que el asunto es digno de estudio.
“La acumulación de la riqueza en un polo –escribió Marx sesenta años antes que Sombart- es, en consecuencia, al mismo tiempo de acumulación de miseria, sufrimiento en el trabajo, esclavitud, ignorancia, brutalidad, degradación mental en el polo opuesto, es decir, en el lado de la clase que produce su producto en la forma de capital”. Esa tesis de Marx, bajo el nombre de “Teoría de la Miseria Creciente”, ha sido sometida a ataques constantes por parte de los reformadores democráticos y socialdemócratas, especialmente durante el período de 1896 a 1914, cuando el capitalismo se desarrolló rápidamente he hizo ciertas concesiones a los trabajadores, especialmente a su estrato superior. Después de la Primer Guerra Mundial, cuando la burguesía, asustada por sus propios crímenes y la Revolución de Octubre, tomó el camino de las reformas sociales anunciadas, el valor de las cuales fue anulado simultáneamente por la inflación y la desocupación, la teoría de la transformación progresiva de la sociedad capitalista pareció completamente asegurada a los reformistas y a los profesores burgueses. “La compra de fuerza de trabajo asalariada –nos aseguró Sombart en 1928- ha crecido en proporción directa a la expansión de la producción capitalista”. En realidad, la contradicción económica entre el proletariado y la burguesía fue agravada durante los períodos más prósperos del desarrollo capitalista, cuando el ascenso del nivel de vida de cierta capa de trabajadores, el cual a veces era más bien extensivo, ocultó la disminución de la participación del proletariado en la fortuna nacional. De este modo, precisamente antes de caer en la postración, la producción industrial de los Estados Unidos, por ejemplo, aumentó en un 50 por ciento entre 1920 y 1930, en tanto que la suma pagada por salarios aumentó únicamente en un 30 por ciento, lo que significa una tremenda disminución de la participación del trabajo en las rentas nacionales. En 1930 se inició un terrible aumento de la desocupación, y en 1933 una ayuda más o menos sistemática a los desocupados, quienes recibieron en la forma de alivio apenas más de la mitad de lo que habían perdido en la forma de salarios. La alusión del progreso “ininterrumpido” de todas las clases se ha desvanecido sin dejar rastro. La declinación relativa del nivel de vida de las masas ha sido superada por la declinación absoluta. Los trabajadores comenzaron por economizar en sus modestas diversiones, luego en sus vestidos y finalmente en sus alimentos. Los artículos y productos de calidad media han sido sustituidos por los de calidad mediocre y los de calidad mediocre por los de calidad francamente mala. Los sindicatos comenzaron a parecerse al hombre que cuelga desesperadamente del pasamanos mientras desciende vertiginosamente en un ascensor. Con el seis por ciento de la población mundial, los Estados Unidos poseen el cuarenta por ciento de la riqueza mundial. Además de un tercio de la nación, como lo admite el propio Roosevelt, está mal nutrido, vestido inadecuadamente y vive en condiciones inferiores a las humanas. ¿Qué se podría decir, pues, de los países mucho menos privilegiados? La historia del mundo capitalista confirma de una manera irrefutable la llamada “teoría de la miseria creciente”. El régimen fascista, el cual reduce simplemente al máximo los límites de la decadencia y de la reacción inherentes a todo capitalismo imperialista, se hizo indispensable cuando la degeneración del capitalismo hizo desaparecer todas posibilidad de mantener ilusiones con respecto a la elevación del nivel de vida del proletariado. La dictadura fascista significa el abierto reconocimiento de la tendencia al empobrecimiento, que todavía tratan de ocultar las democracias imperialistas más ricas. Mussolini y Hitler persiguen al marxismo con tanto odio precisamente porque su propio régimen es la confirmación más horrible de los pronósticos marxistas. El mundo civilizado se indignó, o pretendió indignarse, cuando Goering, con el tono de verdugo y de bufón que le es peculiar, declaró que los cañones son más importantes que la manteca, o cuando Cagliostro-Casanova-Mussolini advirtió a los trabajadores de Italia que debían apretarse los cinturones de sus camisas negras. ¿Pero acaso no ocurre substancialmente lo mismo en las democracias imperialistas? En todas partes se utiliza la manteca para engrasar los cañones. Los trabajadores de Francia, Inglaterra y Estados Unidos aprenden a estrechar sus cinturones sin tener camisas negras.
El ejército de reserva industrial forma una parte componente indispensable del mecanismo social del capitalismo, tanto como la reserva de máquinas y de materias primas en las fábricas o de productos manufacturados en los almacenes. Ni la expansión general de la producción ni la adaptación del capital a la marea periódica del ciclo industrial serían posibles sin una reserva de fuerza de trabajo. De la tendencia general de la evolución capitalista –el aumento del capital constante (máquinas y materias primas) a expensas del capital variable (fuerza de trabajo)- Marx saca la siguiente conclusión: “Cuanto mayor es la riqueza social... tanto mayo es el ejército industrial de reserva... Cuanto mayor es la masa de sobrepoblación consolidada... tanto mayor es el pauperismo oficial. Ésta es la ley general absoluta de la acumulación capitalista”. Esta tesis –unida indisolublemente con la teoría de la miseria creciente” y denunciada durante muchos años como “exagerada”, “tendenciosa” y “demagógica”- se ha convertido ahora en la imagen teórica irreprochable de las cosas tales como son. El actual ejército de desocupados ya no puede ser considerado como un “ejército de reserva”, pues su masa fundamental no puede tener ya esperanza alguna de volver a ocuparse; por el contrario, está destinada a ser engrosada con una afluencia constante de desocupados adicionales. La desintegración del capital ha traído consigo toda una generación de jóvenes que nunca han tenido un empleo y que no tienen esperanza alguna de conseguirlo. Esta nueva subclase entre el proletariado y el semiproletariado está obligada a vivir a expensas de la sociedad. Se ha calculado que en el curso de nueve años (1930-1938) la desocupación ha privado a la economía de los Estado Unidos de más de 43.000.000 de años de trabajo humano. Si se considera que en 1929, en el cénit de la prosperidad, había dos millones de desocupados en los Estados Unidos y durante esos nueve años el número de trabajadores potenciales ha aumentado hasta cinco millones, el número total de años de trabajo humano perdido debe ser incomparablemente mayor. Un régimen social afectado por semejante plaga se halla enfermo de muerte. La diagnosis exacta de esa enfermedad fue hecha hace cerca de ochenta años, cuando la enfermedad misma se hallaba en germen.
Las cifras que demuestran la concentración del capital indican al mismo tiempo que la gravitación específica de la clase media en la producción y su participación en la riqueza nacional ha ido decayendo constantemente, en tanto que las pequeñas propiedades han sido completamente absorbidas o reducidas de grado y desprovistas de su independencia, convirtiéndose en un mero símbolo de un trabajo insoportable y de una necesidad desesperada. Al mismo tiempo, es cierto, el desarrollo del capitalismo ha estimulado considerablemente un aumento en el ejército de técnicos, directores, empleados, abogados, médicos: en una palabra, la llamada “nueva clase media”. Pero ese estrato, cuya existencia no tenía ya misterios para Marx, tiene poco que ver con la vieja clase media, que en la propiedad de sus medios de producción tenía una garantía tangible de independencia económica. La “nueva clase media” depende más directamente de los capitalistas que los trabajadores. Es cierto que la clase media es en gran parte la que señala su tarea. Además se ha advertido en ella una considerable sobreproducción, con su consecuencia: la degradación social. “La información estadística –afirma una persona tan alejada del marxismo como el ya citado Mr. Homer S. Cummings- demuestra que muchas unidades industriales han desaparecido completamente y que lo que ha ocurrido es una eliminación progresiva de los pequeños hombres de negocios como un factor en la vida norteamericana”. Pero según objeta Sombart, “la concentración general, con la desaparición de la clase de artesanos y labradores” no se ha producido todavía. Como todo teórico, Marx comenzó por aislar las tendencias fundamentales en su forma pura; de otro modo hubiera sido completamente imposible comprender el destino de la sociedad capitalista. El propio Marx era, sin embargo, perfectamente capaz de examinar el fenómeno de la vida a la luz del análisis concreto, como un producto de la concatenación de diversos factores históricos. Las leyes de Newton no han sido invalidadas seguramente por el hecho de que la velocidad en la caída de los cuerpos varía bajo condiciones diferentes o de que las órbitas de los planetas están sujetas a perturbaciones. Para comprender la llamada “tenacidad” de las clases medias es bueno recordar que las dos tendencias, la ruina de las clases medias y la transformación de esas clases arruinadas en proletarios, no se producen al mismo paso ni con la misma extensión. De la creciente preponderancia de la máquina sobre la fuerza de trabajo se sigue que cuanto más lejos va el proceso de arruinamiento de las clases medias tanto más atrás deja al proceso de su proletarización; en realidad, en un determinada oportunidad el último puede cesar enteramente e incluso retroceder. Así como la actuación de las leyes fisiológicas produce resultados diferentes en un organismo en crecimiento que en uno en declinación, así también las leyes económicas de la economía marxista actúan de manera distinta en un capitalismo en desarrollo que en un capitalismo en desintegración. Esta diferencia queda patente con especial claridad en las relaciones mutuas entre la ciudad y el campo. La población rural de Estados Unidos, que crece comparativamente a una velocidad menor que el total de la población, siguió creciendo en cifras absolutas hasta 1910, fecha en que llegó a más de 32.000.000. Durante los veinte años siguientes, a pesar del rápido aumento de la población total del campo, bajó a 30,4 millones, es decir, en un 1,6 millones. Pero en 1935 se elevó otra vez a 32,8 millones, con un aumento en comparación con 1930 de 2,4 millones. Esta vuelta de la rueda, sorprendente a primera vista, no refuta en lo más mínimo la tendencia de la población urbana a crecer a expensas de la población rural, ni la tendencia de las clases medias a ser atomizadas, mientras que al mismo tiempo demuestra de la manera más categórica la desintegración del sistema capitalista en su conjunto. El aumento de la población rural durante el período de crisis aguda de 1930-1935 se explica sencillamente por el hecho de que poco menos que dos millones de pobladores urbanos, o, hablando con más exactitud, dos millones de desocupados hambrientos, se trasladaron al campo, a tierras abandonadas por los labradores o a granjas de sus parientes y amigos, con objeto de emplear su fuerza de trabajo, rechazada por la sociedad, en la economía natural productiva y poder vivir una existencia medio de hambre en vez de morirse totalmente de hambre. De aquí se deduce que no se trata de una cuestión de estabilidad de los labradores, artesanos y comerciantes, sino más bien de la abyecta desesperación de la situación. Lejos de constituir una garantía para el futuro, la clase media es una reliquia infortunada y trágica del pasado. Incapaz de suprimirla por completo, el capitalismo se las ha arreglado para reducirla al mayor grado de degradación y de miseria. Al labrador se le niega no solamente la renta que se le debe por su lote de terreno y el beneficio del capital que ha invertido en él, sino también una buena porción de su salario. De una manera similar, la pobre gente que reside en la ciudad se inquieta en el reducido espacio que se le concede entre la vida económica y la muerte. La clase media no se proletariza únicamente porque se depaupera. A este respecto es tan difícil encontrar un argumento contra Marx como en favor del capitalismo.
El final del XIX y el comienzo del XX se han caracterizado por tal progreso abrumador debido al capitalismo, tanto que las crisis cíclicas parecían no ser más que molestias “accidentales”. Durante los años de optimismo capitalista casi universal los críticos de Marx nos aseguraban que el desarrollo nacional e internacional de los “trusts”, sindicatos y carteles introducía en el mercado una organización bien planeada y presagiaba el triunfo final sobre la crisis. Según Sombart, las crisis habían sido ya “abolidas” antes de la guerra por el mecanismo del propio capitalismo, de tal modo que “el problema de las crisis nos deja hoy virtualmente indiferentes”. Ahora bien, solamente diez años más tarde, esas palabras sonaban a burla, en tanto que el pronóstico de Marx se nos aparece hoy en día en toda la medida de su trágica fuerza lógica. Es notable que la prensa capitalista, que pretende negar a medias la existencia de los monopolios, parta de la afirmación de esos mismos monopolios para negar a medias la anarquía capitalista. Si sesenta familias dirigen la vida económica de los Estados Unidos, The New York Times observa irónicamente: “Esto demostraría que el capitalismo norteamericano, lejos de ser anárquico y sin plan alguno, se halla organizado con gran precisión”. Este argumento yerra el blanco. El capitalismo ha sido incapaz de desarrollar una sola de sus tendencias hasta el fin. Así como la concentración de la riqueza no suprime a la clase media, así tampoco suprime el monopolio a la competencia, pues sólo la postra y destroza. Ni el “plan” de cada una de las sesenta familias ni la diversas variantes de esos planes se hallan interesados en lo más mínimo en la coordinación de las diferentes ramas de la economía, sino más bien en el aumento de los beneficios de su camarilla monopolista a expensas de otras camarillas y a expensas de toda la nación. En último término, el entrecruzamiento de semejantes planes no hace más que profundizar la anarquía en la economía nacional. La crisis de 1929 se produjo en los Estado Unidos un año después de haber declarado Sombart la completa indiferencia de su “ciencia” con respecto al problema de la crisis. Desde la cumbre de una prosperidad sin precedentes la economía de los Estados Unidos fue lanzada al abismo de una postración monstruosa. ¡Nadie podía haber concebido en la época de Marx convulsiones de tal magnitud! La renta nacional de los Estados Unidos se había elevado por primera vez en 1920 sesenta y nueve mil millones de dólares únicamente para caer al año siguiente a cincuenta mil millones de dólares, es decir, un descenso del 27 por ciento. Como consecuencia de la prosperidad de los pocos años siguientes, la renta nacional se elevó de nuevo, en 1929, a su punto máximo de ochenta y un mil millones de dólares, para descender en 1932 a cuarenta mil millones de dólares, es decir, a menos de la mitad. Durante los nueve años de 1930 a 1938 se perdieron aproximadamente cuarenta y tres millones de años humanos de trabajo y ciento treinta y tres mil millones de dólares de la renta nacional, teniendo en cuenta las normas de trabajo y las rentas de 1929, época en que solamente había dos millones de desocupados. Si todo eso no es anarquía, ¿cuál puede ser el significado de esa palabra? E. LA TEORÍA DEL COLAPSO Las inteligencias y los corazones de los intelectuales de la clase media y de los burócratas de los sindicatos estuvieron casi completamente dominados por las hazañas logradas por el capitalismo entre la época de la muerte de Marx y el comienzo de la Primer Guerra Mundial. La idea del progreso gradual (evolución) parecía haberse asegurado para siempre, en tanto que la idea de revolución era considerada como una mera reliquia de la barbarie. El pronóstico de Marx era contrastado con el pronóstico cualitativamente contrario sobre la distribución mejor equilibrada de la fortuna nacional con la suavización de las contradicciones de clase, y con la reforma gradual de la sociedad capitalista. Jean Jaurés, el mejor dotado de los socialdemócratas de esa época clásica, esperaba ajustar gradualmente la democracia política a la satisfacción de las necesidades sociales. En eso reside la esencia del reformismo... ¿Qué ha salido de ello? La vida del capitalismo monopolista de nuestra época es una cadena de crisis. Cada una de las crisis es una catástrofe. La necesidad de salvarse de esas catástrofes parciales por medio de murallas aduaneras, de la inflación, del aumento de los gastos del gobierno y de las deudas prepara el terreno para otras crisis más profundas y más extensas. La lucha por conseguir mercados, materias primas y colonias hace inevitables las catástrofes militares. Y todo ellos prepara las catástrofes revolucionarias. Ciertamente no es fácil convenir con Sombart en que el capitalismo actuante se hace cada vez más “tranquilo, sosegado y razonable”. Sería más acertado decir que está perdiendo sus últimos vestigios de razón. En cualquier caso no hay duda de que la “teoría del colapso” ha triunfado sobre la teoría del desarrollo pacífico.
Por costoso que haya sido el dominio del mercado para la sociedad, hasta cierta etapa, aproximadamente hasta la Primer Guerra Mundial, la humanidad creció, se desarrolló y se enriqueció a través de las crisis parciales y generales. La propiedad privada de los medios de producción siguió siendo en esa época de un factor relativamente progresista. Pero ahora el dominio ciego de la ley del valor se niega a prestar más servicios. El progreso humano se ha detenido en un callejón sin salida. A pesar de los últimos triunfos del pensamiento técnico, las fuerzas productoras naturales ya no aumentan. El síntoma más claro de la decadencia es el estancamiento mundial de la industria de la construcción, como consecuencia de la paralización de nuevas inversiones en las ramas básicas de la economía. Los capitalistas ya no son sencillamente capaces de creer en el futuro de su propio sistema. Las construcciones estimuladas por el gobierno significan un aumento en los impuestos y la contracción de la renta nacional “sin trabas”, especialmente desde que la parte principal de las nuevas construcciones del gobierno está destinada directamente a objetivos bélicos. El marasmo ha adquirido un carácter particularmente degradante en la esfera más antigua de la actividad humana, en la más estrechamente relacionada con las necesidades vitales del hombre: la agricultura. No satisfechos ya con los obstáculos que la propiedad privada, en su forma más reaccionaria, la de los pequeños terratenientes, opone al desarrollo de la agricultura, los gobiernos capitalistas se ven obligados con frecuencia a limitar la producción artificialmente con la ayuda de medidas legislativas y administrativas que hubieran asustado a los artesanos de los gremios en la época de su decadencia. Deberá ser recordado por la historia que los gobiernos de los países capitalistas más poderosos concedieron premios a los agricultores para que redujeran sus plantaciones, es decir, para disminuir artificialmente la renta nacional ya en disminución. Los resultados son evidentes por sí mismos: a pesar de las grandiosas posibilidades de producción, aseguradas por la experiencia y la ciencia, la economía agraria no sale de una crisis putrescente, mientras que el número de hambrientos, la mayoría predominante de la humanidad, sigue creciendo con mayor rapidez que la población de nuestro planeta. Los conservadores consideran que se trata de una buena política para defender el orden social que ha descendido a una locura tan destructiva y condenan la lucha del socialismo contra semejante locura como una utopía destructiva.
Hoy día hay dos sistemas que rivalizan en el mundo para salvar al capital históricamente condenado a muerte: son el Fascismo y el New Deal (Nuevo Pacto). El fascismo basa su programa en la demolición de las organizaciones, en la destrucción de las reformas sociales y en el aniquilamiento completo de los derechos democráticos, con objeto de impedir la resurrección de la lucha de clases del proletariado. El Estado fascista legaliza oficialmente la degradación de los trabajadores y la depauperización de las clases medias en nombre de la salvación de la “nación” y de la “raza”, nombres presuntuosos para designar al capitalismo en decadencia. La política del New Deal, que trata de salvar a la democracia imperialista por medio de regalos a los trabajadores y a la aristocracia rural sólo es accesible en su gran amplitud a las naciones verdaderamente ricas y en tal sentido es una política norteamericana por excelencia. El gobierno norteamericano ha tratado de obtener una parte de los gastos de esa política de los bolsillos de los monopolistas, exhortándoles a aumentar los salarios, a disminuir la jornada de trabajo, a aumentar la potencialidad de compra de la población y a extender la producción. León Blum intentó trasladar ese sermón a Francia, pero en vano. El capitalista francés, como el norteamericano, no produce por producir, sino para obtener beneficios. Se halla siempre dispuesto a limitar la producción, e inclusive a destruir los productos manufacturados, si como consecuencia de ello aumenta su parte de la fortuna nacional. El programa del New Deal muestra su mayor inconsistencia en el hecho de que mientras predica sermones a los magnates del capital sobre las ventajas de la abundancia sobre la escasez, el gobierno concede premios para reducir la producción. ¿Es posible una confusión mayor? El gobierno refuta a sus críticos con este desafío: ¿Podéis hacerlo mejor? Todo esto significa que en la base del capitalismo no hay esperanza alguna. Desde 1933, es decir, en el curso de los últimos seis años, el gobierno federal, los diversos estados y las municipalidades de los Estados Unidos han entregado a los desocupados cerca de quince millones de dólares como ayuda, cantidad completamente insuficiente por sí misma y que sólo representa una pequeña parte de la pérdida de salarios, pero al mismo tiempo, teniendo en cuenta la renta nacional en decadencia, una cantidad colosal. Durante 1938, que fue un año de relativa reacción económica, la deuda nacional de los Estados Unidos aumentó en dos mil millones de dólares, y como ya ascendía a treinta y ocho mil millones de dólares, llegó a ser superior en doce mil millones a la mayor del final de la guerra. En 1939 pasó muy pronto de los cuarenta mil millones de dólares. ¿Y entonces, qué? La deuda nacional creciente es, por supuesto, una carga para la posteridad. Pero el mismo New Deal sólo era posible gracias a la tremenda riqueza acumulada por las pasadas generaciones. Únicamente una nación muy rica puede llevar a cabo una política económica tan extravagante. Pero ni siquiera esa nación muy rica puede llevar a cabo una política económica tan extravagante. Pero ni siquiera esa nación puede seguir viviendo indefinidamente a expensas de las generaciones anteriores. La política del New Deal, con sus éxitos ficticios y su aumento real de la deuda nacional, tiene que culminar necesariamente en una feroz reacción capitalista y en una explosión devastadora del capitalismo. En otras palabras, marcha por los mismo canales que la política del fascismo.
El secretario del Interior de los Estados Unidos, Mr. Harold L. Ickes, considera como “una de las más extrañas anomalías en toda la historia” que los Estados Unidos, democráticos en la forma, sean autocráticos en sustancia: “América, la tierra de la mayoría fue dirigida, por lo menos hasta 1933 (!) por los monopolios, que a su vez son dirigidos por un pequeño número de accionistas”. La diagnosis es correcta, con la excepción de la insinuación de que con el advenimiento de Roosevelt había cesado o se había debilitado el gobierno del monopolio. Son embargo, lo que Ickes llama “una de las más extrañas anomalías de la historia” es en realidad la norma incuestionable del capitalismo. La dominación del débil por el fuerte, de los muchos por los pocos, de los trabajadores por los explotadores es una ley básica de la democracia burguesa. Lo que distingue a los Estados Unidos de los otros países es simplemente el mayor alcance y la mayor perversidad de las contradicciones de su capitalismo. La carencia de un pasado feudal, la riqueza de recursos naturales, un pueblo enérgico y emprendedor, todos los pre-requisitos que auguraban un desarrollo ininterrumpido de la democracia, han traído como consecuencia una concentración fantástica de la riqueza. Con la promesa de emprender la lucha contra los monopolios hasta triunfar sobre ellos, Ickes se vuelve temerariamente hacia Thomas Jefferson, Andrew Jackson, Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt y Woodrow Wilson como predecesores de Franklin D. Roosevelt. “Prácticamente todas nuestras más grandes figuras históricas –dijo el 30 de diciembre de 1937- son famosas por su lucha persistente y animosa para impedir la superconcentración de la riqueza y del poder en unas pocas manos”. Pero de sus mismas palabras se deduce que el fruto de esa “lucha persistente y animosa” es el dominio completo de la democracia por la plutocracia.+Por alguna razón inexplicable Ickes piensa que la victoria está asegurada en la actualidad con tal de que el pueblo comprenda que la lucha no es “entre el New Deal y el término medio de los hombres de negocios cultos, sino entre el New Deal y los Borbones de las sesenta familias que han mantenido al resto de los hombres de negocios de los Estados Unidos bajo el terror de su dominio”. Este orador autorizado no nos explica cómo se arreglaron los “Borbones” para subyugar a todos los hombres de negocios cultos a pesar de la democracia y de los esfuerzos de las “más grandes figuras históricas”. Los Rockefeller, los Morgan, los Mellon, los Vanderbilt, los Guggenheim, los Ford y compañía no invadieron a los Estados Unidos desde afuera, como Cortés invadió a México; nacieron orgánicamente del pueblo, o más precisamente de la clase de los “industriales y hombres de negocios cultos”, y se convirtieron, de acuerdo con el pronóstico de Marx, en el apogeo natural del capitalismo. Desde el momento en que una democracia joven y fuerte en el apogeo de su vitalidad era incapaz de contener la concentración de la riqueza cuando el proceso se hallaba todavía en su comienzo, es imposible creer ni siquiera por un minuto que una democracia en decadencia sea capaz de debilitar los antagonismos de clase que han llegado a su límite máximo. De cualquier modo, la experiencia del New Deal no da pie para semejante optimismo. Al refutar los cargos del gran comercio contra el gobierno, Robert H. Jackson, alto personaje de los círculos de la administración, demostró con cifras que durante el gobierno de Roosevelt los beneficios de los magnates del capital alcanzaron alturas con las que ellos mismos habían dejado de soñar durante el último período de la presidencia de Hoover, de lo cual se deduce en todo caso que la lucha de Roosevelt contra los monopolios no ha sido coronada con un éxito mayor que la de todos sus predecesores.
No se puede menos que estar de acuerdo con el profesor Lewis W. Douglas, el primer director de Presupuestos en la administración de Roosevelt, cuando condena al gobierno por “atacar el monopolio en u campo mientras que fomenta el monopolio en otros muchos”. Sin embargo, no puede ser de otra manera dada la naturaleza de la cosa. Según Marx, el gobierno es el comité ejecutivo de la clase gobernante. Hoy día los monopolistas constituyen la sección más poderosa de la clase gobernante. Ningún gobierno se halla en situación de luchar contra el monopolio en general, es decir, contra la clase en cuyo nombre gobierna. Mientras ataca a una fase del monopolio se halla obligado a buscar un aliado en otras fases del monopolio. Unido con los bancos y con la industria ligera puede descargar golpes contra los “trusts” de la industria pesada, los cuales, entre paréntesis, no dejan de cosechar por ese motivo beneficios fantásticos. Lewis Douglas no contrapone la ciencia al charlatanerismo oficial, sino simplemente otra clase de charlatanerismo. Ve la fuente del monopolio no en el capitalismo sino en el proteccionismo y, de acuerdo con eso, descubre la salvación de la sociedad no en la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, sino en la rebaja de los derechos de aduana. “A menos que se restaure la libertad de los mercados –predice- es dudoso que la libertad de todas las instituciones –empresas, discursos, educación, religión- pueda sobrevivir”. En otras palabras, sin el establecimiento de la libertad del comercio internacional, la democracia, dondequiera y en cualquier extensión que haya sobrevivido, debe ceder a una dictadura revolucionaria o fascista. Pero la libertad del comercio internacional es inconcebible sin la libertad del comercio interno, es decir, sin la competencia. Y la libertad de la competencia es inconcebible bajo el dominio del monopolio. Por desgracia, Mr. Douglas, lo mismo que Mr. Ickes, lo mismo que Mr. Jackson, los mismo que Mr. Cummings, y lo mismo que el propio Roosevelt, no se ha molestado para iniciarnos en su prescripción contra el capitalismo monopolista y en consecuencia contra una revolución o un régimen totalitario. La libertad de comercio, como la libertad de competencia, como la prosperidad de la clase media, pertenecen al pasado irrevocable. Traer de vuelta el pasado es ahora la única prescripción de los reformadores democráticos del capitalismo: traer de vuelta más “libertad” a los industriales y hombres de negocios pequeños y medianos, cambiar en su favor el sistema de crédito y de moneda, liberar al mercado del dominio de los “trusts”, eliminar a los especuladores profesionales de la Bolsa, restaurar la libertad del comercio internacional, y así por el estilo ad infinitum. Los reformadores sueñan incluso con el limitar el uso de las máquinas y decretar la proscripción de la técnica, que perturba el equilibrio social y causa muchas preocupaciones.
Hablando en defensa de la ciencia el 7 de diciembre de 1937, el doctor Robert A. Millikan, uno de los principales físicos norteamericanos, observó: “Las estadísticas de los Estados Unidos demuestran que el porcentaje de la población empleada ventajosamente ha aumentado constantemente durante los últimos cincuenta años, en los que la ciencia ha sido aplicada más rápidamente”. Esta defensa del capitalismo bajo la apariencia de defender a la ciencia no puede llamarse afortunada. Precisamente durante el último medio siglo es cuando se “ha roto el eslabón de los tiempos” y se ha alterado agudamente la relación entre la economía y la técnica. El período a que se refiere Millikan incluye el comienzo de la declinación capitalista así como la cumbre de la prosperidad capitalista. Ocultar el comienzo de esa declinación, que alcanza al mundo entero, es proceder como un apologista del capitalismo. Rechazando el socialismo de una manera improvisada con la ayuda de argumentos que apenas harían honor inclusive a Henry Ford, el doctor Millikan nos dice que ningún sistema de distribución puede satisfacer las necesidades del hombre sin aumentar la esfera de la producción. ¡Indudablemente! Pero es una lástima que el famoso físico no explique a los millones de norteamericanos desocupados cómo han de participar en el aumento de la fortuna nacional. La predicación abstracta sobre la virtud salvadora de la iniciativa individual y la alta productividad del trabajo, no podrá seguramente proporcionar empleos a los desocupados, no cubrirá el déficit del presupuesto, no sacará a los negocios de la nación del callejón sin salida. Lo que distingue a Marx es la universalidad de su genio, su capacidad para comprender los fenómenos y los procesos de los diversos campos en su relación inherente. Sin ser un especialista en las ciencias naturales, fue uno de lo primeros en apreciar la importancia de los grandes descubrimientos en este terreno: por ejemplo, la teoría de Darwin. Marx estaba seguro de esa preeminencia no tanto en virtud de su intelecto sino en virtud de su método. Los científicos de mentalidad burguesa pueden pensar que se hallan por encima del socialismo: sin embargo, el caso de Robert Millikan no es sino uno de los muchos que confirman que en la esfera de la sociología sigue habiendo charlatanes incurables.
En su mensaje al Congreso a comienzos de 1937, el presidente Roosevelt expresó su deseo de aumentar las rentas nacionales a noventa y un mil millones de dólares, sin indicar, sin embargo, cómo. Por sí mismo, ese programa era excesivamente modesto. En 1929, cuando había aproximadamente dos millones de desocupados, la renta nacional alcanzó a ochenta y un mil millones de dólares. Poniendo en movimiento las actuales fuerzas productivas, no debiera bastar con realizar el programa de Roosevelt, sino que habría que superarlo considerablemente. Las máquinas, las materias primas, los trabajadores, todo es aprovechable, para no mencionar la necesidad que tiene la población de los productos. Si a pesar de ello el plan es irrealizable –y es irrealizable- la única razón es el conflicto irreconciliable que se ha desarrollado entre la propiedad capitalista y la necesidad de la sociedad de aumentar la producción. El famoso Examen Nacional de la Capacidad Productiva Potencial, patrocinado por el gobierno, llegó a la conclusión de que el costo de la producción y de los servicios utilizados en 1929 alcanzaba a casi noventa y cuatro mil millones de dólares, calculados sobre la base de los precios al por menor. No obstante, si fuesen utilizadas todas las verdaderas posibilidades productivas, esa cifra se hubiera elevado a 135 mil millones, es decir, que hubieran correspondido 4.370 dólares anuales a cada familia, lo suficiente para asegurar una vida decente y cómoda. El Examen Nacional se basa en la actual organización productora de los Estados Unidos tal como ha llegado a ser a consecuencia de la historia anárquica del capitalismo. Si el propio equipo de trabajo fuese reequipado a base de un plan socialista unificado, los cálculos sobre la producción podría ser superados considerablemente y se podría asegurar a todo el pueblo un nivel de vida alto y cómodo, basado en una jornada de trabajo extremadamente corta. En consecuencia, para salvar a la sociedad no es necesario detener el desarrollo de la técnica, cerrar las fábricas, conceder premios a los agricultores para que saboteen la agricultura, depauperizar a un tercio de los trabajadores ni llamar a los maníacos para que hagan de dictadores. Ninguna de estas medidas, que constituyen una burla horrible para los intereses de la sociedad, es necesaria. Lo que es indispensable y urgente es separar los medios de producción de sus actuales propietarios parásitos y organizar la sociedad de acuerdo con un plan racional. Entonces será realmente posible por primera vez curar a la sociedad de sus males. Todos los que sean capaces de trabajar deben encontrar un empleo. La jornada de trabajo debe disminuir gradualmente. Las necesidades de todos los miembros de la sociedad deben asegurar una satisfacción creciente. Las palabras “pobreza, “crisis”, “explotación”, deben ser arrojadas de la circulación. La humanidad podrá cruzar finalmente el umbral de la verdadera humanidad.
“Al mismo tiempo que disminuye constantemente el número de magnates del capital –dice Marx- crecen la masa de la miseria, la opresión, la esclavitud, la degradación, la explotación; pero con ello crece también la revuelta de la clase trabajadora, clase que aumenta siempre en número, disciplinada, unida y organizada por el mismo mecanismo del proceso de la producción capitalista... La concentración de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan finalmente un punto en que se hacen incompatibles con su integumento capitalista. Este integumento es roto en pedazos. Suena el toque de difuntos de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados”. Ésta es la revolución socialista. Para Marx, el problema de reconstruir la sociedad no surge de prescripción alguna motivada por sus predilecciones personales; es una consecuencia –como una necesidad histórica rigurosa- de la potente madurez de las fuerzas productivas por un lado; de la ulterior imposibilidad de fomentar esas fuerzas a merced de la ley del valor por otro lado. Las lucubraciones de ciertos intelectuales sobre el tema de que, prescindiendo de la teoría de Marx, el socialismo no es inevitable sino únicamente posible, están desprovistas de todo contenido. Evidentemente, Marx no quiso decir que el socialismo vendría sin la voluntad y la acción del hombre: semejante idea es sencillamente un absurdo. Marx previó que la socialización de los medios de producción sería la única solución del colapso económico en el que debe culminar, inevitablemente, el desarrollo del capitalismo, colapso que tenemos ante nuestros ojos. Las fuerzas productivas necesitan un nuevo organizador y un nuevo amo, y dado que la existencia determina la conciencia, Marx no dudó de que la clase trabajadora, a costa de errores y derrotas, llegaría a comprender la verdadera situación y, más pronto o más tarde, extraería las necesarias conclusiones prácticas. Que la socialización de los medios de producción creados por los capitalistas representa un tremendo beneficio económico se puede demostrar hoy día no sólo teóricamente, sino también con el experimento de la Unión de los Soviets, a pesar de las limitaciones de ese experimento. Es verdad que los reaccionarios capitalistas, no sin artificio, utilizan el régimen de Stalin como un espantajo contra las ideas socialistas. En realidad, Marx nunca dijo que el socialismo podría ser alcanzado en un solo país, y además, en un país atrasado. Las continuas privaciones de las masas en la Unión Soviética, la omnipotencia de la casta privilegiada que se ha levantado sobre la nación y su miseria y, finalmente, la desenfrenada ley de cachiporra de los burócratas, no son consecuencias del método económico socialista, sino del aislamiento y del atraso de la Rusia Soviética cercada por los países capitalistas. Lo admirable es que en esas circunstancias excepcionalmente desfavorables, la economía planificada se las haya arreglado para demostrar sus beneficios insuperables. Todos los salvadores del capitalismo, tanto de la clase democrática como de la fascista, pretenden limitar, o por lo menos disimular, el poder de los magnates del capital para impedir “la expropiación de los expropiadores”. Todos ellos reconocen, y muchos de ellos lo admiten abiertamente, que el fracaso de sus tentativas reformistas debe llevar inevitablemente a la revolución socialista. Todos ellos se las han arreglado para poner en evidencia que sus métodos para salvar al capitalismo no son más que charlatanería reaccionaria e inútil. El pronóstico de Marx sobre la inevitabilidad del socialismo se confirma así plenamente mediante una prueba negativa.
El programa de la “Tecnocracia”, que floreció en el período de la gran crisis de 1929-1932, se fundó en al premisa correcta de que la economía debe ser racionalizada únicamente por medio de la unión de la técnica en la cima de la ciencia y del gobierno al servicio de la sociedad. Semejante unión es posible siempre que la técnica y el gobierno se liberen de la esclavitud de la propiedad privada. Aquí es donde comienza la gran tarea revolucionaria. Para liberar a la técnica de la intriga de los intereses privados y colocar al gobierno al servicio de la sociedad es necesario “expropiar a los expropiadores”. Únicamente una clase poderosa interesada en su propia liberación y opuesta a los expropiadores monopolistas es capaz de realizar esta tarea. Únicamente unida a un gobierno proletario podrá construir la clase calificada de los técnicos una economía verdaderamente científica y verdaderamente nacional, es decir, una economía socialista. Por supuesto, sería mejor alcanzar ese objetivo de una manera pacífica, gradual y democrática. Pero el orden social que se ha sobrevivido a sí mismo no cede nunca su puesto a su sucesor sin resistencia. Si en su época la democracia joven y fuerte demostró ser incapaz de impedir que la plutocracia se apoderase de la riqueza y del poder, ¿es posible esperar que una democracia senil y devastada se muestre capaz de transformar un orden social basado en el dominio sin trabas de sesenta familias? La teoría y la historia nos enseñan que una sucesión de regímenes sociales presupone la forma más alta de la lucha de clases, es decir, la revolución. Ni siquiera la esclavitud pudo ser abolida en los Estados Unidos sin una guerra civil. “La fuerza es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva”. Nadie ha sido capaz hasta ahora de refutar este dogma básico de Marx en la sociología de la sociedad de clases. Solamente una revolución socialista puede abrir el camino al socialismo.
La república norteamericana ha ido más allá que otros países en la esfera de la técnica y de la organización de la producción. No solamente los norteamericanos, sino la humanidad entera ha contribuido a ello. Sin embargo, las diversas fases del proceso social en un y la misma nación tienen ritmos diversos que dependen de condiciones históricas especiales. Mientras los Estados Unidos gozan de una tremenda superioridad en la tecnología, su pensamiento económico se halla extremadamente atrasado tanto en las derechas como en las izquierdas. John L. Lewis tiene casi las mismas opiniones que Franklin D. Roosevelt. Si tenemos en cuenta la naturaleza de su misión, la función social de Lewis es incomparablemente más conservadora, para no decir reaccionaria, que la de Roosevelt. En ciertos círculos norteamericanos hay una tendencia a repudiar esta o aquella teoría radical sin el menos asomo de crítica científica, con la simple declaración de que es “antiamericana”. ¿Pero dónde puede encontrarse el criterio diferenciador? EL cristianismo fue importado en los Estados Unidos juntamente con los logaritmos, la poesía de Shakespeare, las nociones de los derechos del hombre y del ciudadano y otros productos no sin importancia del pensamiento humano. El marxismo se halla hoy día en la misma categoría. El secretario de Agricultura norteamericana, Henry A. Wallace, imputó al autor de estas líneas “...una estrechez dogmática que es agriamente anti-americana” y contrapuso al dogmatismo ruso el espíritu oportunista de Jefferson, que sabía cómo arreglárselas con sus opositores. Al parecer, nunca se le h ocurrido a Mr. Wallace que una política de compromisos no es una función de algún espíritu nacional inmaterial, sino un producto de las condiciones materiales. Una nación que se ha hecho rica rápidamente, tiene reservas suficientes para conciliar a las clases y a los partidos hostiles. Cuando, por otro lado, se agudizan las contradicciones sociales, desaparece el terreno para los compromisos. América estaba libre de “estrechez dogmática” únicamente porque tenía una plétora de áreas vírgenes, fuentes de riqueza natural inagotables y según he podido ver, oportunidades ilimitadas para enriquecerse. La verdad es que a pesar de esas condiciones, el espíritu de compromiso no prevaleció en la Guerra Civil cuando sonó la hora para él. De todos modos, las condiciones materiales que constituyen la base del “americanismo” son hoy día relegadas cada vez más al pasado. De aquí se deriva la crisis profunda de la ideología americana tradicional. El pensamiento empírico, limitado a la solución de las tareas inmediatas de tiempo en tiempo, parecía bastante adecuado tanto en los círculos obreros como en los burgueses mientras la ley del valor de Marx era el pensamiento de todos. Pero hoy día esa ley produce efectos opuestos. En vez de impulsar a la economía hacia adelante, socava sus fundamentos. El pensamiento ecléctico conciliatorio, que mantiene una actitud desfavorable o desdeñosa con respecto al marxismo como un “dogma”, y con su apogeo filosófico, el pragmatismo, se hace completamente inadecuado, cada vez más insustancial, reaccionario y completamente ridículo. Por el contrario, son las ideas tradicionales del “americanismo” las que han perdido su vitalidad y se han convertido en un “dogma petrificado”, sin dar lugar más que a errores y confusiones. Al mismo tiempo, la doctrina económica de Marx ha adquirido una viabilidad peculiar y especialmente en lo que respecta a los Estados Unidos. Aunque El Capital se apoya en un material internacional, preponderantemente inglés en sus fundamentos teóricos, en un análisis del capitalismo puro, del capitalismo en general, del capitalismo como tal. Indudablemente, el capitalismo que se ha desarrollado en las tierras vírgenes ya históricas de América es el que más se acerca a ese tipo ideal de capitalismo. Salvo la presencia de Wallace, América se ha desarrollado económicamente no de acuerdo con los principio s de Jefferson, sino de acuerdo con las leyes de Marx. Al reconocerlo se ofende tan poco al amor propio nacional como al reconocer que América da vueltas alrededor del sol de acuerdo con las leyes de Copérnico. El Capital ofrece una diagnosis exacta de la enfermedad y un pronóstico irreemplazable. En este sentido la teoría de Marx está mucho más impregnada del nuevo “americanismo” que las ideas de Hoover y Roosevelt, de Green y de Lewis. Es cierto que hay una literatura original muy difundida en los Estados Unidos, consagrada a la crisis de la economía americana. En cuanto esos economistas concienzudos ofrecen una descripción objetiva de las tendencias destructivas del capitalismo norteamericano, sus investigaciones, prescindiendo de sus premisas teóricas, parecen ilustraciones directas de las teorías de Marx. La tradición conservadora se pone en evidencia, sin embargo, cuando esos autores se empeñan tercamente en no sacar conclusiones precisas, limitándose a tristes predicciones o a vulgaridades tan edificantes como “el país debe comprender”, “la opinión pública debe considerar seriamente”, etc. Esos libros se asemejan a un cuchillo sin hoja. Es cierto que en el pasado hubo marxistas en los Estados Unidos, pero eran de un extraño tipo de marxistas, o más bien de tres tipos extraños. En primer lugar se hallaba la casta de emigrados de Europa, que hicieron todo lo que pudieron, pero no hallaron respuesta; en segundo lugar, los grupos norteamericanos aislados, como el de los Leonistas, que en el curso de los acontecimientos y a consecuencia de sus propios errores, se convirtieron en sectas; en tercer lugar, los aficionados atraídos por la Revolución de Octubre y que simpatizaban con el marxismo como una teoría exótica que tenía muy poco que ver con los Estados unidos. Ya pasó su tiempo. Ahora amanece la nueva época de un movimiento de clase independiente a cargo del proletariado y al mismo tiempo de un marxismo verdadero. En esto también, los Estados Unidos alcanzarán en poco tiempo a Europa y la dejarán atrás. La técnica progresiva y la estructura social progresiva preparan el camino en la esfera doctrinaria. Los mejores teóricos del marxismo aparecerán en suelo americano. Marx será el mentor de los trabajadores norteamericanos avanzados. Para ellos esta exposición abreviada del primer volumen constituirá solamente el paso inicial hacia el Marx completo.
En la época en que se publicó el primer volumen de El Capital, la denominación mundial de la burguesía británica no tenía todavía rival. Las leyes abstractas de la mercancía y de la economía encontraron, naturalmente, su completa encarnación –es decir, la menor dependencia de las influencias del pasado- en el país en el que el capitalismo había alcanzado su mayor desarrollo. Al basar su análisis principalmente en Inglaterra, Marx tenía en vista no solamente a Inglaterra, sino a todo el mundo capitalista. Utilizó a la Inglaterra de su época como el mejor modelo contemporáneo del capitalismo. Ahora sólo queda el recuerdo de la hegemonía británica. Las ventajas de la primogenitura capitalista se han convertido en desventajas. La estructura técnica y económica de Inglaterra se ha desgastado. El país sigue dependiendo en su posición mundial del Imperio colonial, herencia del pasado, más bien que de una potencia económica activa. Esto explica incidentalmente la caridad cristiana de Chamberlain con respecto al gangsterismo internacional de los fascistas, que tanto ha sorprendido al mundo entero. La burguesía inglesa no puede dejar de reconocer que su decadencia económica se ha hecho completamente incompatible con su posición en el mundo y que una nueva guerra amenaza con el derrumbamiento del Imperio Británico. Esencialmente similar es la base económica del “pacifismo” francés. Alemania, por el contrario, ha utilizado en su rápida ascensión capitalista las ventajas del atraso histórico, armándose a sí mismo con la técnica más completa de Europa. Teniendo una base nacional estrecha e insuficiencia de recursos naturales, el capitalismo dinámico de Alemania, surgido de la necesidad, se ha transformado en el factor más explosivo del llamado equilibrio de las potencias mundiales. La ideología epiléptica de Hitler, es solamente una imagen reflejada de la epilepsia del capitalismo alemán. Además de numerosas e invalorables ventajas de un carácter histórico, el desarrollo de los Estados Unidos gozó de la preeminencia de un territorio inmensamente grande y de una riqueza natural incomparablemente mayor que los de Alemania. Habiendo aventajado considerablemente a Gran Bretaña, la república norteamericana llegó a ser a comienzos del siglo actual la plaza fuerte de la burguesía mundial. Todas las potencialidades del capitalismo encontraron en ese país su más alta expresión. En parte alguna de nuestro planeta puede la burguesía realizar empresas superiores a las de la República del Dólar, que se ha convertido en el siglo XX en el modelo más perfecto del capitalismo. Por las mismas razones que tuvo Marx para basar su exposición en las estadísticas inglesas, en los informes parlamentarios ingleses, en los Libros Azules ingleses, etc., nosotros hemos acudido, en nuestra modesta introducción, a la experiencia económica y política de los Estados Unidos. No es necesario decir que no sería difícil citar hechos y cifras análogos, tomándolos de la vida de cualquier otro país capitalista. Pero eso no añadiría nada esencial. Las conclusiones seguirían siendo las mismas y solamente los ejemplos serían menos sorprendentes. La política del Frente Popular en Francia era, como señaló perspicazmente uno de sus financieros, una adaptación del New Deal “para liliputienses”. Es perfectamente evidente que en un análisis teórico es mucho más conveniente tratar con magnitudes ciclópeas que con magnitudes liliputienses. La misma inmensidad del experimento de Roosevelt nos demuestra que solamente un milagro puede salvar al sistema capitalista mundial. Pero sucede que el desarrollo de la producción capitalista ha terminado con la producción de milagros. Abundan los encantamientos y las plegarias, pero no se producen los milagros. Sin embargo, es evidente que si se pudiera producir el milagro del rejuvenecimiento del capitalismo, ese milagro sólo se podría producir en los Estados Unidos. Pero ese rejuvenecimiento no se ha realizado. Lo que no pueden alcanzar los cíclopes, mucho menos pueden alcanzarlo los liliputienses. Asentar los fundamentos de esta sencilla conclusión es el objetivo de nuestra excursión por el campo de la economía norteamericana.
“El país más desarrollado industrialmente –escribió Marx en el prefacio de la primera edición de El Capital- no hace más que mostrar al de menos desarrollo en sí la imagen de su propio futuro”. Este pensamiento no puede ser tomado literalmente en circunstancia alguna. El crecimiento de las fuerzas productivas y la profundización de las inconsistencias sociales son indudablemente el lote que corresponde a todos los países que han tomado el camino de la evolución burguesa. Sin embargo, la desproporción en los “tiempo” y medidas que siempre se produce en la evolución de la humanidad, no solamente se hace especialmente aguda bajo el capitalismo, sino que da origen a la completa interdependencia de la subordinación, la explotación y la opresión entre los países de tipo económico diferente. Solamente una minoría de países ha realizado completamente esa evolución sistemática y lógica desde la mano de obra, a través del a manufactura doméstica, hasta la fábrica, que Marx sometió a un análisis detallado. El capital comercial, industrial y financiera invadió desde el exterior a los países atrasados, destruyendo en parte las formas primitivas de la economía nativa y en parte sujetándolos al sistema industrial y banquero del Oeste. Bajo el látigo del imperialismo, las colonias y semicolonias se vieron obligadas a prescindir de las etapas intermedias, apoyándose al mismo tiempo artificialmente en un nivel o en otro. El desarrollo de la India no duplicó el desarrollo de Inglaterra; no fue para ella más que un suplemento. Sin embargo, para poder comprender el tipo combinado de desarrollo de los países atrasados y dependientes como la India es siempre necesario no olvidar el esquema clásico de Marx derivado del desarrollo de Inglaterra. La teoría obrera del valor guía igualmente los cálculos de los especuladores de la City de Londres y las transacciones monetarias en los rincones más remotos de Haidebarad, excepto que en el último caso adquiere formas más sencillas y menos astutas. La desproporción en el desarrollo trajo consigo beneficios tremendos para los países avanzados, los cuales, aunque en grados diversos, siguieron desarrollándose a expensas de los atrasados, explotándolos, convirtiéndolos en colonias, o por lo menos, haciéndoles imposible figurar entre la aristocracia capitalista. Las fortunas de España, Holanda, Inglaterra, Francia, fueron obtenidas, no solamente con el sobretrabajo de su proletariado, no solamente destrozando a su pequeña burguesía, sino también con el pillaje sistemático de sus posesiones de ultramar. La explotación de clases fue complementada y su potencialidad aumentada con la explotación de las naciones. La burguesía de las metrópolis se halló en situación de asegurar una posición privilegiada para su propio proletariado, especialmente para las capas superiores, mediante el pago de algunos superbeneficios obtenidos con las colonias. Sin eso hubiera sido completamente imposible cualquier clase de régimen democrático estable. En su manifestación más desarrollada la democracia burguesa se hizo, y sigue siendo, una forma de gobierno accesible únicamente a las naciones más aristocráticas y más explotadoras. La antigua democracia se basaba en la esclavitud; la democracia imperialista se basa en la explotación de las colonias. Los Estados Unidos, que en la forma casi no tienen colonias, son, sin embargo, la nación más privilegiada por la historia. Los activos inmigrantes llegados de Europa tomaron posesión de un continente excesivamente rico, exterminaron a la población nativa, se quedaron con la mejor parte de México y se embolsaron la parte del león de la riqueza mundial. Los depósitos de grasa que acumularon entonces, les siguen siendo útiles todavía en la época de la decadencia, pues les sirven para engrasar los engranajes y las ruedas de la democracia. La reciente experiencia histórica tanto como el análisis teórico testimonian que la velocidad del desarrollo de una democracia y su estabilidad, están en proporción inversa a la tensión de las contradicciones de clase. En los países capitalista menos privilegiados (Rusia, por un lado, y Alemania, Italia, etc., por el otro) incapaces de engendrar una aristocracia del trabajo numerosa y estable, nunca se desarrolló la democracia en toda su extensión y sucumbió a la dictadura con relativa facilidad. No obstante, la continua parálisis progresiva del capitalismo prepara la misma suerte a las democracias privilegiadas y más ricas. La única diferencia están en la fecha. El deterioro incontenible en las condiciones de vida de los trabajadores hace cada vez menos posible para la burguesía conceder a las masas el derecho a participar en la vida política, incluso dentro de la limitada armazón del parlamentarismo burgués. Cualquier otra explicación del proceso manifiesto del desalojo de la democracia por el fascismo es una falsificación idealista de las cosas tales como son, ya sea engaño o autoengaño. Mientras destruye la democracia en las viejas metrópolis del capital, el imperialismo impide al mismo tiempo la ascensión de la democracia en los países atrasados. El hecho de que en la nueva época ni una sola de las colonias o semicolonias haya realizado una revolución democrática –sobre todo en el campo de las relaciones agrarias- se debe por completo al imperialismo, que se ha convertido en el obstáculo principal para el progreso económico y político. Expoliando la riqueza natural de los países atrasados y restringiendo deliberadamente su desarrollo industrial independiente, los magnates monopolistas y sus gobiernos conceden simultáneamente su apoyo financiero, político y militar a los grupos semifeudales más reaccionario y parásitos de explotadores nativos. La barbarie agraria artificialmente conservada es hoy día la plaga más siniestra de la economía mundial contemporánea. La lucha de los pueblos coloniales por su liberación, pasando por encima de las etapas intermedias se transforma en la necesidad de la lucha contra el imperialismo y de ese modo se pone de acuerdo con la lucha del proletariado en las metrópolis. Los levantamientos y las guerras coloniales hacen oscilar, a su vez, las bases fundamentales del mundo capitalista más que nunca y hacen menos posible que nunca el milagro de su regeneración.
El capitalismo tiene el doble mérito histórico de haber elevado la técnica a un alto nivel y de haber ligado a todas las partes del mundo con los lazos económicos. De ese modo ha proporcionado los pre-requisitos materiales para la utilización sistemática de todos los recursos de nuestro planeta. Sin embargo, el capitalismo no se halla en situación de cumplir esa tarea urgente. El núcleo se su expansión siguen siendo los estados nacionalistas circunscritos con sus aduanas y sus ejércitos. No obstante, las fuerzas productivas han superado hace tiempo os límites del estado nacional, transformando en consecuencia lo que era antes un factor histórico progresivo en una restricción insoportable. Las guerras imperialistas no son más que explosiones de las fuerzas productoras contra los límites estatales, que han llegado a ser demasiado limitados para ellas. El programa de la llamada autarquía nada tiene que ver con la marcha hacia atrás de una economía autosuficiente y circunscrita. Sólo significa que la base nacional se prepara para una nueva guerra. Después de haberse firmado el tratado de Versalles se creyó generalmente que se había dividido bien el globo terrestre. Pero los acontecimientos más recientes han servido para recordarnos que nuestro planeta sigue conteniendo tierras que todavía no han sido explotadas o, por o menos, explotadas suficientemente. La lucha por las colonias sigue siendo una parte de la política del capitalismo imperialista. Por completamente que sea dividido el mundo, el proceso nunca termina, sino que coloca una y otra vez a la orden del día la cuestión de la nueva división del mundo de acuerdo con las nuevas relaciones entre las fuerzas imperialistas. Tal es hoy día la verdadera razón de los rearmes, las convulsiones diplomáticas y la guerra. Todos los intentos de presentar la guerra actual como un choque entre las ideas de democracia y de fascismo pertenecen al reino del charlatanerismo y de la estupidez. Las formas políticas cambian, pero subsisten los apetitos capitalistas. Si a cada lado del Canal de la Mancha se estableciese mañana un régimen fascista –y apenas podría atreverse nadie a negar esa posibilidad-, los dictadores de París y Londres serían tan incapaces de renunciar a sus posesiones coloniales como Mussolini y Hitler de renunciar a sus reivindicaciones al respecto. La lucha furiosa y desesperada por una nueva división del mundo es una consecuencia irresistible de la crisis mortal del sistema capitalista. Las reformas parciales y los remiendos para nada servirán. La evolución histórica ha llegado a una de sus etapas decisivas, en la que únicamente la intervención directa de las masas es capaz de barrer los obstáculos reaccionarios y de asentar las bases de un nuevo régimen. La abolición de la propiedad privada de los medios de producción es el primer pre-requisito para la economía planificada, es decir, para la introducción de la razón en la esfera de las relaciones humanas, primero en una escala nacional y, finalmente, en una escala mundial. Una ves comenzada, la revolución socialista se extenderá de país en país con una fuerza inmensamente mayor que con la que se extiende hoy día el fascismo. Con el ejemplo y la ayuda de las naciones adelantadas, las naciones atrasadas serán también arrastradas por la corriente del socialismo. Caerán las barreras aduaneras completamente carcomidas. Las contradicciones que despedazan a Europa y al mundo entero encontrarán su solución natural y pacífica dentro del marco de los Estados Unidos socialistas de Europa, así como de otras partes del mundo. La humanidad liberada llegará a su cima más alta.