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El 25
de octubre debía inaugurarse en el Smolni el parlamento
más democrático de todos los que han existido
en la historia mundial. Y quizá, ¿quién
sabe?, el más importante.
Una vez libres de la influencia de la intelligentsia conciliadora,
los soviets de provincia enviaban principalmente a obreros
y soldados. En su mayoría eran poco conocidos, pero,
en cambio, probados en la acción y habían ganado
así una sólida confianza en sus localidades.
Del ejército y del frente, superando el bloqueo de
los comités del ejército y de los Estados Mayores,
la inmensa mayoría de los delegados eran casi únicamente
soldados rasos. Casi todos habían despertado a la vida
política con la revolución. Se habían
formado en la experiencia de esos ocho meses. Poco era lo
que sabían, pero lo sabían sólidamente.
La apariencia exterior del congreso reflejaba su composición.
Los galones de oficial, las gafas y las corbatas de intelectuales
del primer congreso ya no se veían apenas. Dominaba
en general el color gris en las vestimentas y en los rostros.
Todo se había desgastado durante la guerra. Muchos
obreros de las ciudades se habían echado encima capotes
de soldado. Los delegados de las trincheras no tenían
aspecto muy presentable: sin afeitar desde hacía tiempo,
cubiertos con viejos capotes desgarrados, con pesados gorros
de piel cuyos agujeros descubrían la guata, con los
pelos desgreñados. Rostros rudos mordidos por la intemperie,
pesados pies cubiertos de sabañones, dedos amarillentos
de fumar tabaco ordinario, botones medio arrancados, correas
colgando, botas gastadas y sucias, sin lustrar desde hacía
tiempo. Por primera vez la nación plebeya había
enviado una representación honesta, sin disfraz, hecha
a su imagen y semejanza.
La estadística del congreso que se reunió en
las horas de la insurrección es extremadamente incompleta.
En el momento de la apertura se contaban seiscientos cincuenta
participantes con voz y voto. Trescientos noventa eran bolcheviques;
aunque no todos eran miembros del partido, eran sin embargo
la sustancia misma de las masas; y a éstas no les quedaba
otro camino que el del bolchevismo. Muchos delegados que llegaban
llenos de dudas, maduraban rápidamente en la caldeada
atmósfera de Petrogrado.
¡Con cuánto éxito mencheviques y socialistas
revolucionarios habían conseguido dilapidar el capital
político de la revolución de Febrero! En el
Congreso de los soviets en junio, los conciliadores disponían
de una mayoría de 600 votos sobre un total de 832 delegados.
Ahora, la oposición conciliadora de todo tipo reunía
menos de la cuarta parte del congreso. Los mencheviques, con
los grupos nacionales ligados a ellos, no pasaban de 80 delegados,
de los cuales alrededor de la mitad eran "de izquierda".
De 159 socialistas revolucionarios -190 según otros
datos- los de izquierda constituían alrededor de las
tres quintas partes y, además, los de derecha iban
disolviéndose rápidamente en el transcurso del
congreso. Hacia el final de las sesiones, el número
de delegados se elevó, según ciertos datos,
a 900 personas; pero esta cifra, que incluía un buen
número de votos consultativos, no engloba, por otra
parte, todos los votos deliberativos. El control de los mandatos
sufría interrupciones, se perdieron papeles, los informes
sobre la pertenencia a tal o cual partido no son completos.
En todo caso, la posición dominante de los bolcheviques
en el congreso era indudable.
Una encuesta entre los delegados demostró que 505 soviets
estaban a favor del paso de todo el poder a manos de los soviets;
86, por el poder de la "democracia"; 55, por la
coalición; 21, por la coalición, pero sin los
kadetes. Estas cifras elocuentes, incluso en este aspecto,
dan una idea exagerada, sin embargo, de la influencia que
aún les quedaba a los conciliadores: por la democracia
y la coalición se declaraban los soviets de las regiones
más atrasadas y de las localidades menos importantes.
El 25, a primera hora de la mañana, las diversas fracciones
se reunían en el Smolni. De los bolcheviques, sólo
estaban presentes los que no tenían misiones de combate
que cumplir. Hubo que aplazar la apertura del congreso: la
dirección bolchevique quería previamente terminar
con el Palacio. Pero las fracciones hostiles tampoco tenían
prisa: necesitaban también decidir lo que tenían
que hacer y esto no era fácil. Dentro de las fracciones,
las subfracciones se peleaban entre sí. La escisión
de los socialistas revolucionarios se produjo después
que la resolución de abandonar el congreso fue rechazada
por 92 votos contra 60. Sólo al caer la tarde los socialistas
revolucionarios de derecha y de izquierda se reunieron en
salas diferentes. A las ocho, los mencheviques pidieron un
nuevo aplazamiento: sus opiniones estaban muy divididas. Llegó
la noche. Aún continuaba la acción contra el
Palacio. Pero se hacía imposible esperar más
tiempo: había que hablar claramente ante el país
en estado de alerta.
La revolución enseñaba el arte de la comprensión.
Los delegados, los visitantes, los guardianes se apretujaban
en la sala de fiestas de las jóvenes de la nobleza
para que pudieran entrar los que iban llegando. Las advertencias
sobre un posible hundimiento del piso no tenían más
efecto que las invitaciones a fumar, menos. Todos se apretujaban
y fumaban a sus anchas. A duras penas John Reed pudo abrirse
camino a través de la multitud que rumoreaba ante la
puerta. La sala no tenía calefacción, pero el
aire era espeso y ardiente.
Amontonados en los canceles de las puertas, en los pasadizos
laterales, o sentados en los alféizares de las ventanas,
los delegados esperaban pacientemente que el presidente hiciera
sonar la campanilla. En la tribuna no estaban ni Tsereteli,
ni Cheidse, ni Chernov. Sólo los líderes de
segundo orden aparecieron para asistir a sus propios funerales.
Un hombre de pequeña estatura, con uniforme de mayor
médico, en nombre del Comité ejecutivo abrió
la sesión a las 10 y 40. El congreso se reunía
en "circunstancias tan excepcionales" que él,
Dan, cumpliendo la misión que le había confiado
el Comité ejecutivo central, se abstendría de
pronunciar un discurso político: ya que sus amigos
del partido se encuentran actualmente en el palacio de Invierno,
expuestos al tiroteo, "cumpliendo abnegadamente su deber
de ministros". Los delegados no esperaban ni por asomo
que el Comité ejecutivo central los bendijera. Miraban
con aversión a la tribuna: si esas gentes tienen aún
una existencia política, ¿qué relación
tienen con nosotros y con nuestra causa?
En nombre de los bolcheviques, Avanesov, delegado de Moscú,
propone una mesa con representación proporcional: catorce
bolcheviques, siete socialistas revolucionarios, tres mencheviques
y un internacionalista. Los de la derecha se niegan inmediatamente
a formar parte de la mesa. El grupo de Mártov se abstiene
por el momento: no ha tomado aún una decisión.
Siete votos pasan a los socialistas revolucionarios de izquierda.
El Congreso observa irritado estas controversias preliminares.
Avanesov lee la lista de los candidatos bolcheviques a la
mesa: Lenin, Trotsky, Zinóviev, Kámenev, Ríkov,
Noguín, Sklianski, Krilenko, Antónov-Ovseenko,
Riazanov, Muránov, Lunacharski, Kolontay y Stuchka.
"La mesa está compuesta -escribe Sujánov-
de los principales líderes bolcheviques y de un grupo
de seis (en realidad siete) socialistas revolucionarios de
izquierda." Aunque se han o puesto a la insurrección,
Zinóviev y Kámenev, dada su autoridad dentro
del partido, son incluidos en la mesa; Ríkov y Noguín
están como representantes del soviet de Moscú;
Lunacharski y Kolontay, por su popularidad como agitadores
en ese período; Riazanov, como representante de los
sindicatos; Muránov, como viejo obrero bolchevique
que se ha portado valerosamente durante el proceso de los
diputados de la Duma del Imperio; Stuchka, como líder
de la organización en Letonia; Krilenko y Sklianski,
como representantes del ejército. Antónov-Ovseenko,
como dirigente de las luchas en Petrogrado. La ausencia de
Sverdlov se explica aparentemente por el hecho de que fue
él quien redactó la lista y que, en el desorden,
nadie rectificó la omisión. Una de las características
de las costumbres de entonces del partido era que la mesa
comprendiese a todo el Estado Mayor de los adversarios de
la insurrección: Zinóviev, Kámenev, Lunacharski,
Noguín, Ríkov y Riazanov. Entre los socialistas
revolucionarios de izquierda, la única que gozaba de
la popularidad en toda Rusia era la pequeña, frágil
y valerosa Spiridovna, que había pasado largos años
en la cárcel por haber matado a uno de los torturadores
de los campesinos de Tambov. No había más "nombres"
entre los socialistas revolucionarios de izquierda. En cambio,
entre los de derecha, aparte de los nombres, no quedaba ya
casi nada.
El congreso acoge fervorosamente a la mesa. Lenin no se encuentra
en la tribuna. Mientras se reunían y conferenciaban
las fracciones, Lenin, todavía disfrazado, con una
gran peluca y gruesas gafas, se encontraba en compañía
de dos o tres bolcheviques en una sala lateral. Dan y Skobelev,
dirigiéndose a su fracción, se pararon ante
la mesa de los conspiradores, miraron atentamente a Lenin
y lo reconocieron sin la menor duda. Lo cual significaba:
¡ya es hora de arrojar la máscara!
Sin embargo, Lenin no tenía prisa por aparecer en público.
Prefería observar las cosas de cerca y reunir en sus
manos los hilos, manteniéndose entre bastidores. Trotsky,
en sus recuerdos publicados en 1924, escribe: "En el
Smolni tenía lugar la primera sesión del Segundo
Congreso de los soviets. Lenin no apareció allí.
Permaneció en una de las salas del Smolni, en donde,
recuerdo bien, no había casi muebles. Sólo más
tarde alguien vino a extender en el suelo unas colchas y dos
almohadas. Vladimir Ilich y yo descansamos, tumbados uno al
lado del otro. Pero unos minutos más tarde, me llamaron:
"Dan ha tomado la palabra, hay que responderle."
Al regreso de mi réplica, me tumbaba de nuevo junto
a Lenin, quien, por supuesto, no pensaba en dormir. La situación
no estaba para eso. Cada cinco o diez minutos, alguien corría
de la sala de sesiones para comunicar lo que allí pasaba."
La campanilla del presidente pasó a manos de Kámenev,
uno de esos seres flemáticos designados por la naturaleza
misma para presidir. En el orden del día -anunció-
hay tres cuestiones: la organización del poder; la
guerra y la paz; la convocatoria de la Asamblea constituyente.
Un ruido sordo y alarmante se añade desde fuera al
ruido de la asamblea: es la fortaleza de Pedro y Pablo, que
subraya el orden del día con una descarga de artillería.
Una corriente de alta tensión ha atravesado el congreso,
que de golpe ha sentido lo que era en realidad: la Convención
de la guerra civil.
Lozovski, adversario de la insurrección, exige un informe
del Soviet de Petrogrado. Pero el Comité militar revolucionario
se ha retrasado: la réplica de los cañones muestra
que el informe no está aún terminado. La insurrección
está en plena marcha. Los líderes bolcheviques
desaparecen a cada instante, yendo al local ocupado por 'el
Comité militar revolucionario para recibir informes
o dar órdenes. Los ecos del combate penetran como lenguas
de fuego en la sala de sesiones. Cuando se vota, los brazos
se levantan en medio de las bayonetas erizadas. El humo azulado
y picante de la majorka (tabaco ordinario) disimula las bellas
columnas blancas y las arañas.
Las escaramuzas oratorias entre los dos campos, sobre ese
fondo de cañonazos, adquieren una significación
inusitada. Mártov pide la palabra. El momento en que
todavía oscilan los platillos de la balanza es el momento
para ese inventivo político de vacilaciones perpetuas.
Con su ronca voz de tuberculoso, Mártov ha respondido
inmediatamente a la voz metálica de los cañones:
"Es indispensable que los dos campos terminen las hostilidades...
La cuestión del poder quiere resolverse por medio de
una conspiración... Todos los partidos revolucionarios
se ven enfrentados ante un hecho consumado... La guerra civil
amenaza desatar la contrarrevolución. Una solución
pacífica de la crisis puede obtenerse con la creación
de un poder que sería reconocido por toda la democracia."
Una parte importante del congreso aplaude. Sujánov
señala con ironía: "Visiblemente, muchos
bolcheviques que no han asimilado el espíritu de la
doctrina de Lenin y Trotsky aceptarían gustosos avanzar
precisamente por esta vía."
La propuesta de entablar negociaciones pacíficas obtiene
el apoyo de los socialistas revolucionarios de izquierda y
de un grupo de internacionalistas unificados. El ala derecha,
y quizá también los más próximos
compañeros al pensamiento de Mártov, están
seguros de que los bolcheviques van a rechazar la propuesta.
Se equivocan. Los bolcheviques envían a la tribuna
a Lunacharski, el más pacífico, el más
aterciopelado de los oradores. "La fracción de
los bolcheviques no tiene nada que objetar a la propuesta
de Mártov." Los adversarios quedan estupefactos.
"Lenin y Trotsky, yendo por delante de la masa que les
sigue -comenta Sujánov- socavan al mismo tiempo el
terreno bajo los pies de los de derecha." La propuesta
de Mártov es aceptada por unanimidad. "Si los
mencheviques y los socialistas: revolucionarios se retiran
inmediatamente, se condenan a sí mismos", razona
así el grupo de Mártov. Se puede, por consiguiente,
esperar que el Congreso "se encaminará por la
justa vía de la creación de un frente único
democrático". ¡Vana esperanza! La revolución
no toma nunca la diagonal.
El ala derecha pasa inmediatamente de largo la iniciativa
de entablar negociaciones de paz que acaba de ser aprobada.
El menchevique Jarach, delegado del duodécimo ejército,
con las insignias de capitán, declara: "Políticos
hipócritas proponen resolver el problema del poder.
Pero esta cuestión se está decidiendo a nuestras
espaldas... Los golpes dados al palacio de Invierno cavan
la fosa del partido que se ha lanzado a semejante aventura..."
Al llamado del capitán, el congreso responde con murmullos
indignados.
El teniente Kuchin, que había hablado en la Conferencia
de Moscú en nombre del frente, intenta una vez más
intervenir en nombre de las organizaciones del ejército:
"Este congreso es inoportuno y se ha constituido incluso
de forma irregular." "¿En nombre de quién
habla?", le gritan los capotes desgarrados que llevan
escrito su mandato con el barro de las trincheras. Kuchin
enumera cuidadosamente once ejércitos. Pero, aquí,
ya no engaña a nadie. En el frente, como en la retaguardia,
los generales conciliadores no tenían ya soldados.
El grupo del frente, prosigue el teniente menchevique, "rechaza
toda responsabilidad por las consecuencias de esta aventura";
eso significa: unión con la contrarrevolución
en contra de los soviets. Y como conclusión, "el
grupo del frente... abandona este congreso".
Uno tras otro, los representantes de la derecha suben a la
tribuna. Han perdido sus parroquias y sus iglesias, pero han
conservado sus campanarios; se dan prisa para hacer sonar
por última vez las campanas cascadas. Los socialistas
y los demócratas, que, por todos los medios, honestos
o deshonestos, se han puesto de acuerdo con la burguesía
imperialista, se niegan hoy claramente a llegar a un entendimiento
con el pueblo insurrecto. Su cálculo político
es puesto al desnudo: los bolcheviques serán derrocados
en unos días; es preciso separarse de ellos lo más
pronto posible, ayudar incluso a derrocarlos y así
conseguir cierta seguridad para el futuro.
En nombre de la fracción de los mencheviques de derecha,
Jinchuk, antiguo presidente del Soviet de Moscú y futuro
embajador de los Soviets en Berlín, presenta una declaración.
"El complot militar de los bolcheviques... lanza al país,
a una guerra intestinal socava la Asamblea constituyente,
amenaza con una catástrofe en el frente y lleva al
triunfo de la contrarrevolución." La única
salida está en "las negociaciones con el gobierno
provisional para la formación de un poder que se apoye
en todas las capas de la democracia". Incapaces de comprender
nada, estas gentes proponen al congreso terminar con la insurrección
y volver a Kerenski. A través del sordo murmullo, los
gritos, e incluso los silbidos, apenas se pueden oír
las palabras del representante de los socialistas revolucionarios
de derecha. La declaración de su partido proclama "la
imposibilidad de un trabajo en común" con los
bolcheviques y afirma que el Congreso de los soviets, convocado
y abierto por el Comité ejecutivo central conciliador,
no se ha constituido regularmente.
La manifestación de las derechas no intimida, pero
inquieta e irrita. La mayoría de los delegados están
ya hartos de esos líderes pretenciosos y cortos de
miras que les han atiborrado primero de frases y luego los
han sometido a la represión. ¿Es posible que
los Dan, Jinchuk y Kuchin estén dispuestos todavía
a dar lecciones y a mandar? Un soldado letón, Peterson,
que tiene las mejillas rojas de un tuberculoso y los ojos
ardientes de pasión, acusa a Jarach y a Kuchin de ser
unos impostores. "¡Basta de resoluciones y de palabrería!
¡Queremos actos! El poder debe estar en nuestras manos.
¡Que los impostores abandonen el congreso, el ejército
no está con ellos!" La voz vehemente de pasión
consuela los espíritus en este congreso que hasta ahora
no recibía más que injurias. Otros hombres del
frente se apresuran a apoyar a Peterson. "Los Kuchin
representan la opinión de pequeños grupos que
se han instalado desde abril en los comités del ejército.
El ejército exige desde hace tiempo nuevas elecciones
en esos comités. Los habitantes de las trincheras esperan
con impaciencia la entrega del poder a los soviets."
Pero las derechas ocupan aún algunos campanarios. El
representante del Bund declara que "todo lo que sucede
en Petrogrado es una desgracia" e invita a los delegados
a unirse a los consejeros de la Duma municipal que están
dispuestos a dirigirse sin armas al palacio de Invierno para
perecer allí junto al gobierno. "Esto provoca
un gran jaleo -escribe Sujánov-, con expresiones de
burla, unas groseras y otras venenosas." El patético
orador se ha equivocado evidentemente de auditorio. "¡Basta!
¡Desertores!", gritan a los que salen los delegados,
los invitados, los guardias rojos, los soldados que montan
guardia. "¡Iros con Kornílov! ¡Enemigos
del pueblo!"
La retirada de la derecha no provoca un vacío. Los
delegados de base se niegan evidentemente a unirse a los oficiales
y a los junkers para luchar contra los obreros y soldados.
De las diversas fracciones del ala derecha se marchan, aparentemente,
unos setenta delegados, o sea, un poco más de la mitad.
Los vacilantes se colocaban al lado de los grupos intermedios
que habían decidido no abandonar el congreso. Si antes
de comenzar la sesión los socialistas revolucionarios
de todas las tendencias no eran más de ciento noventa,
en las primeras horas que siguieron la cifra de los socialistas
revolucionarios de izquierda se elevó hasta ciento
ochenta: a ellos se les habían unido todos aquellos
que no se habían decidido a adherir a los bolcheviques,
aunque estuviesen ya dispuestos a apoyarlos.
En el gobierno provisional o en un parlamento cualquiera,
los mencheviques y los socialistas revolucionarios no se retiraban
nunca, pasara lo que pasara. ¿Se puede, acaso, romper
con la sociedad distinguida? Pero los soviets, después
de todo, no son más que el pueblo. Los soviets sirven
para algo siempre que se puedan apoyar en ellos para entenderse
con la burguesía. Pero ¿es concebible tolerar
unos soviets que tienen la pretensión de llegar a ser
dueños del país? "Los bolcheviques se quedaron
solos -escribía más tarde el socialista revolucionario
Zenzinov-, y a partir de ese momento, comenzaron a apoyarse
únicamente en la fuerza física brutal."
Sin lugar a dudas, el principio moral se había ido,
dando un portazo, junto con Dan y Gotz. El principio moral
se dirigirá, en una procesión de trescientas
personas, con dos linternas, al palacio de Invierno, para
caer de nuevo bajo la fuerza física brutal de los bolcheviques
y batirse en retirada.
La propuesta de negociaciones de paz aprobada por el congreso
quedaba en suspenso. Si las derechas hubieran aceptado la
idea de un acuerdo con el proletariado victorioso, no se habrían
apresurado a romper con el congreso. Mártov no puede
dejar de comprenderlo. Pero se aferra a la idea de un compromiso
sobre el cual se basa y fracasa toda su política. "Es
indispensable detener la efusión de sangre...",
repite. "¡Eso sólo son rumores!", le
gritan. "Aquí no se oyen solamente rumores, replica;
si os acercáis a las ventanas, ¡oiréis
también los cañonazos!" Argumento irrefutable:
cuando el congreso calla, no es preciso estar cerca de las
ventanas para oír los disparos.
La declaración leída por Mártov, enteramente
hostil a los bolcheviques y estéril en sus deducciones,
condena la insurrección como "algo realizado únicamente
por el partido bolchevique mediante una conspiración
puramente militar y exige la suspensión de los trabajos
del congreso hasta un entendimiento con "todos los partidos
socialistas". ¡En una revolución, correr
tras su resultante es peor que querer atrapar su propia sombra!
En ese momento aparece en la reunión Yofe, el futuro
primer embajador de los Soviets en Berlín, a la cabeza
de la fracción bolchevique en la Duma municipal, que
se negó a ir en busca de una muerte problemática
bajo los muros del palacio de Invierno. El Congreso se amontona
más aún, recibiendo a los amigos con felicitaciones
rebosantes de alegría.
Pero algo hay que responder a Mártov. Esa tarea es
confiada a Trotsky. "Inmediatamente después del
éxodo de las derechas, su posición -reconoce
Sujánov- es tan sólida como débil la
de Mártov." Los adversarios se encuentran uno
al lado del otro en la tribuna, presionados por todas partes
por un círculo estrecho de delegados muy excitados.
"Lo que ha sucedido -dice Trotsky- es una insurrección
y no un complot. El levantamiento de las masas populares no
necesita justificación. Hemos dado temple a la energía
revolucionaria de los obreros y soldados de Petrogrado. Hemos
forjado abiertamente la voluntad de las masas para la insurrección
y no para un complot. Nuestra insurrección ha vencido
y ahora se nos hace una propuesta: renunciad a vuestra victoria,
concluid un acuerdo. ¿Con quién? Pregunto: ¿con
quién debemos concluir un acuerdo? ¿Con los
miserables grupitos que se han retirado de aquí?...
Pero si ya los hemos visto de cuerpo entero. No hay nadie
ya detrás de ellos en Rusia. ¿Con ellos deberían
concluir un acuerdo, de igual a igual, los millones de obreros
y campesinos representados en este congreso, a quienes aquellos,
y no es la primera vez, están dispuestos a entregar
a merced de la burguesía? No, ¡aquí el
acuerdo no sirve para nada! A los que se han ido de aquí,
como a los que se presentan con propuestas semejantes, debemos
decirles: "Estáis lamentablemente aislados sois
unos fracasados, vuestro papel ya está jugado, dirigimos
allí donde vuestra clase está ahora: ¡al
basurero de la historia!..."
-¡Entonces, nos retiramos!, grita Mártov, sin
esperar el voto del congreso. "Mártov, furioso
y muy afectado -escribe compasivamente Sujánov-, empezó
a abrirse camino desde la tribuna hasta la salida. Por mi
parte, me puse a convocar urgentemente una reunión
extraordinaria de mi fracción..." No se trataba
en absoluto de un arrebato. El Hamlet del socialismo democrático,
Mártov, había dado un paso adelante cuando la
revolución refluía, como en julio; ahora que
la revolución estaba dispuesta a saltar como una fiera,
Mártov retrocedía. La retirada de las derechas
le había quitado la posibilidad de una maniobra parlamentaria.
De pronto dejó de sentirse cómodo. Se apresuró
a abandonar el congreso para desligarse de la insurrección.
Sujánov replicó como pudo. La fracción
se dividió casi en dos mitades iguales: Mártov
ganó por catorce votos contra doce.
Trotsky propone al congreso una resolución que es un
acta de acusación contra los conciliadores: son ellos
los que han preparado la ofensiva desastrosa del 18 de junio;
ellos, los que han apoyado al gobierno que traicionaba al
pueblo; ellos, los que han disimulado al pueblo cómo
se les engañaba en la cuestión agraria; ellos,
los que han asegurado el desarme de los obreros; ellos, los
responsables de la prolongación insensata de la guerra;
ellos, los que han permitido a la burguesía agravar
la situación económica; ellos, los que, habiendo
perdido la confianza de las masas, se han opuesto a la convocatoria
del Congreso de los soviets; finalmente, hallándose
en minoría, han roto con los soviets.
De nuevo, una moción de orden: realmente, la paciencia
de la mesa bolchevique no tiene límites. Un representante
del Comité ejecutivo de los soviets campesinos ha llegado,
encargado de invitar a los rurales a abandonar este congreso
"inoportuno" y a dirigirse al palacio de Invierno
"tara morir con los que han sido enviados allí
para realizar nuestras voluntades". Estas invitaciones
para morir bajo las ruinas del palacio de Invierno comienzan
a irritar por su monotonía. Un marinero del Aurora
que se presenta en el congreso declara irónicamente
que no hay ruinas, ya que el crucero tira con pólvora.
"Seguid con vuestros trabajos tranquilamente." El
congreso toma aliento ante este magnífico marinero
de barba negra que encarna la simple e imperiosa voluntad
de la insurrección. Mártov, con su mosaico de
ideas y de sentimientos, pertenece a otro mundo: por eso rompe,
él también, con el congreso.
Todavía una nueva moción de orden, esta vez
medio amistosa. "Los socialistas revolucionarios de derecha
-dice Kamkov- se han retirado, pero nosotros los de izquierda,
nos hemos quedado." El congreso saluda a los que permanecieron.
Sin embargo, estos últimos también consideran
indispensable realizar un frente único revolucionario
y se pronuncian en contra de la violenta resolución
de Trotsky que cierra las puertas a un acuerdo con la democracia
moderada.
Los bolcheviques, una vez más, vuelven a aceptar inmediatamente.
Parece como si no se les hubiera visto nunca tan dispuestos
a las concesiones. No es nada extraño: dominan la situación
y no tienen ninguna necesidad de insistir en los términos.
Lunacharski sube de nuevo a la tribuna. "No cabe la menor
duda sobre el peso de la tarea que nos incumbe." La unificación
de todos los elementos efectivamente revolucionarios de la
democracia es indispensable. Pero, ¿acaso nosotros,
los bolcheviques, hemos dado un solo paso que dejase a un
lado a los otros grupos? ¿Acaso no hemos adoptado por
unanimidad la propuesta de Mártov? A esto se nos ha
respondido con acusaciones y amenazas. ¿No es evidente
que quienes han abandonado el congreso "suspenden su
actividad conciliadora y pasan abiertamente al campo de los
kornilovianos"?
Los bolcheviques no insisten en la necesidad de votar inmediatamente
la resolución de Trotsky: no quieren comprometer las
tentativas realizadas para obtener un acuerdo sobre la base
soviética. Se aplica con éxito, una vez más,
el método de dejar que sea la marcha de los acontecimientos
la que enseñe, ¡aunque mientras tanto vaya acompañada
de cañonazos! Igual que antes, con la aceptación
de la propuesta de Mártov, ahora la concesión
hecha a Kamkov sirve para poner al desnudo la impotencia de
los esfuerzos de conciliación. Sin embargo, a diferencia
de los mencheviques de izquierda, los socialistas revolucionarios
de izquierda no abandonan el congreso: sienten sobre ellos
muy directamente la presión de la aldea sublevada.
Ha habido un tanteo recíproco. Cada cual ocupa una
posición de partida. En el desarrollo del congreso
interviene una pausa. ¿Adoptar los decretos fundamentales
y crear un gobierno soviético? Imposible: en el palacio
de Invierno está reunido todavía el antiguo
gobierno, en una sala medio oscura, cuya única lámpara
está cubierta por un periódico. Pasadas las
dos de la madrugada, la presidencia declara la suspensión
de la sesión durante media hora.
Los mariscales rojos utilizaron con pleno éxito la
breve prórroga que se les había otorgado. Algo
ha cambiado en el ambiente del congreso al reanudarse la sesión.
Kámenev les lee desde la tribuna un telegrama que acaba
de recibir de Antónov: el palacio de Invierno ha sido
tomado por las tropas del Comité militar revolucionario;
excepto Kerenski, todo el gobierno provisional ha sido detenido,
empezando por el dictador Kichkin. A pesar de que la noticia
ha pasado ya de boca en boca, el comunicado oficial cae más
contundentemente que una salva de artillería. Acaba
de saltarse el abismo que separaba del poder a la clase revolucionaria.
Los bolcheviques, que habían sido expulsados en julio
del hotel particular de Kchesinskaya, entraban ahora como
dueños en el Palacio de Invierno. En Rusia, no hay
otro poder que el de este congreso. Una enredada madeja de
sentimientos nace con los aplausos y los gritos: triunfo,
esperanza, esperanza, pero también lágrimas.
Nuevas ráfagas, cada vez más fogosas, de aplausos.
¡El asunto está terminado! La relación
de fuerzas, aun la más favorable, tiene también
sus imprevistos. La victoria está asegurada cuando
el Estado Mayor enemigo cae prisionero.
Kámenev enumera con voz imponente los personajes detenidos.
Los hombres más conocidos provocan en el congreso exclamaciones
hostiles o irónicas. Con especial exasperación
se escucha el nombre de Terechenko, que presidía los
destinos exteriores de Rusia. Pero, ¿y Kerenski?, ¿qué
pasa con Kerenski?; se sabe que a las diez de la mañana
se ejercitaba en el arte oratorio, sin mucho éxito,
ante la guarnición de Garchina. "¿A dónde
se dirigió luego? No se sabe exactamente: se rumorea
que se ha ido hacia el frente."
Los compañeros de viaje de la insurrección no
se sienten muy cómodos. Presienten que ahora los bolcheviques
apretarán el paso. Alguien de los socialistas revolucionarios
de izquierda protesta contra la detención de los ministros
socialistas. El representante de los internacionalistas unificados
lanza esta advertencia: no es posible, sin embargo, que el
ministro de Agricultura, Máslov, se encuentre en la
misma celda donde estuvo en tiempos de la monarquía.
"Un arresto político -replica Trotsky, que estuvo
detenido en tiempos del ministro Máslov en la cárcel
de Kresti, lo mismo que en tiempos de Nicolás- no es
una cuestión de venganza: es dictado... por consideraciones
racionales. El gobierno... debe comparecer ante un tribunal,
ante todo por sus lazos indiscutibles con Kornílov...
Los ministros socialistas sólo quedarán bajo
arresto domiciliario." Hubiera sido más sencillo
y más exacto decir que la captura del viejo gobierno
estaba dictada por las necesidades de una lucha no terminada
todavía. Se trataba de decapitar políticamente
al campo enemigo y no de castigar las fecharías anteriores.
Pero la interpelación parlamentaria sobre las detenciones
es inmediatamente eliminada por otro episodio infinitamente
más importante: ¡el Tercer Batallón de
motociclistas, que Kerenski había hecho avanzar hacia
Petrogrado, se ha pasado al lado del pueblo revolucionario!
Esta noticia tan favorable parece ser inverosímil,
pero es cierta: un contingente seleccionado, el primero que
ha sido enviado del frente, antes de llegar a la capital,
se ha sumado a la insurrección, Si el congreso, en
su alegría al conocer el arresto de los ministros,
había mostrado una cierta moderación, ahora
estalla de entusiasmo total e incontenible.
En la tribuna, el comisario bolchevique de Tsarskoie-Selo
y el delegado del batallón de motociclistas: ambos
acaban de llegar para hacer un informe al congreso. "La
guarnición de Tsarskoie-Selo guarda las cercanías
de Petrogrado." Los partidarios de la defensa nacional
han abandonado el Soviet. "Todo el trabajo ha recaído
sobre nosotros solos." Conociendo la llegada inminente
de los motociclistas, el Soviet de Tsarskoie-Selo se preparaba
a una resistencia. Pero, felizmente, la alarma dada fue innecesaria:
"Ninguno de los motociclistas es enemigo del Congreso
de los soviets." Pronto llegará a Tsarskoie-Selo
otro batallón: nos preparamos ya a recibirlo amistosamente.
El congreso bebe este informe como si fuera leche.
El representante de los motociclistas es acogido por una tempestad,
un torbellino, un ciclón de aplausos. Desde el frente
sudoeste, el Tercer Batallón ha sido rápidamente
enviado al norte por orden telegráfica: "Defender
Petrogrado." Los motociclistas rodaban, "con los
ojos vendados", sospechando tan sólo de modo vago
de qué se trataba. En Peredolskaya encontraron una
formación del Quinto Batallón de motociclistas,
que también era enviado contra la capital. En un mitin
común que se hizo en la estación, resultó
que "de todos los motociclistas, no se encontraría
ninguno que consintiera en avanzar contra sus hermanos."
Se toma la decisión común de no someterse al
gobierno. "¡Os declaro concretamente -dice el Motociclista-
que no daremos el poder a un gobierno a cuya cabeza se encuentren
burgueses y propietarios nobles!" La palabra "concretamente",
introducida en el lenguaje popular por la revolución,
sonaba bien en esos momentos.
¿Cuánto tiempo hacía que, en la misma
tribuna, el congreso era amenazado de sufrir los castigos
del frente? Ahora, el frente mismo había dicho "concretamente"
su palabra. ¡Poco importa que los comités del
ejército saboteen el congreso, que la masa de soldados
rasos haya conseguido, más bien por excepción,
enviar sus delegados, que no se haya aprendido aún
en numerosos regimientos y divisiones a distinguir un bolchevique
de un socialista revolucionario! La voz que viene de Peredolskaya
es la voz auténtica, infalible, irrefutable del ejército.
No hay apelación contra ese veredicto. Sólo
los bolcheviques habían comprendido en el momento oportuno
que el cocinero del batallón de motociclistas representaba
infinitamente mejor al frente que todos los Jarach y Kuchin
con sus mandatos archicaducos. Se produce una modificación,
muy significativa, en el estado de ánimo de los delegados.
"Empiezan a sentir -escribe Sujánov- que las cosas
marchan solas y de manera favorable, que los peligros anunciados
por la derecha no parecen tan terribles y que los líderes
pueden tener razón en lo demás." Este es
el momento que escogieron los lamentables mencheviques de
izquierda para recordar su existencia. Resultó que
no se habían retirado todavía. Discutían
en su fracción la cuestión de saber qué
posición tomar. Esforzándose en arrastrar a
los grupos vacilantes, Kapelinski, encargado de anunciar al
congreso la decisión tomada, señalaba finalmente
el motivo más evidente de ruptura con los bolcheviques:
"Acordaros que avanzan tropas hacia Petrogrado. Estarnos
bajo la amenaza de una catástrofe. ¿Cómo?,
¿y estáis aquí todavía?"
Esos gritos vienen de diferentes puntos de la sala. "¡Pero
ya os habéis ido una vez!" Los mencheviques, en
un pequeño grupo, se dirigen hacia la puerta, acompañados
por exclamaciones de desprecio. "Nos retiramos -declara
Sujánov con tono afligido- dejando completamente libres
las manos de los bolcheviques, cediéndoles todo el
terreno de la revolución." Poca cosa habría
quedado si aquellos de quienes habla Sujánov no se
hubieran ido. En todo caso, se hunden. La ola de los acontecimientos
se cierra implacablemente sobre sus cabezas.
Ya era tiempo, para el congreso, de dirigir un llamamiento
al pueblo. Pero la sesión sigue desarrollándose
con simples mociones de orden. Los acontecimientos no entran
en absoluto en el orden del día. A las cinco y diecisiete
de la mañana, Krilenko, tropezando de fatiga, subió
a la tribuna con un telegrama en la mano: el duodécimo
ejército saluda al congreso y le informa de la creación
de un Comité militar revolucionario que se encarga
de vigilar al frente norte. Las tentativas del gobierno para
obtener ayuda armada habían fracasado ante la resistencia
de las tropas. El general Cheremisov, comandante en jefe del
frente norte, se había sometido al Comité. Voitinski,
el comisario del gobierno provisional, había presentado
su dimisión y esperaba un sustituto. Delegaciones de
las formaciones que habían sido enviadas a Petrogrado
declaran, una tras otra, al Comité militar revolucionario
que se unen a la guarnición de Petrogrado. "Sucedía
algo increíble, escribe John Reed: la gente lloraba
abrazándose."
Lunacharski encuentra por fin la posibilidad de leer en voz
alta un llamamiento a los obreros, soldados y campesinos.
Pero no es un simple llamamiento: por la sola exposición
de lo que ha sucedido y de lo que se prevé, el documento,
redactado a toda prisa, presupone el comienzo de un nuevo
régimen estatal. "Los plenos poderes del Comité
ejecutivo central conciliador han expirado. El gobierno provisional
ha sido depuesto. El Congreso toma el poder en sus manos."
El gobierno soviético propondrá una paz inmediata,
entregará la tierra a los campesinos, dará un
estatuto democrático al ejército, establecerá
un control de la producción, convocará en el
momento oportuno la Asamblea constituyente, asegurará
el derecho de las naciones de Rusia a disponer de sí
mismas. "El Congreso decide que todo el poder, en todas
las localidades, es entregado a los soviets." Cada frase
leída provoca una salva de aplausos. "¡Soldados,
manteneos en vuestros puestos de guardia! ¡Ferroviarios,
detened todos los convoyes dirigidos por Kerenski a Petrogrado!...
¡En vuestras manos están la suerte de la revolución
y la de la paz democrática!"
La alusión a la tierra sacude a los campesinos. El
congreso no representa, según el reglamento, más
que a los soviets de obreros y soldados; pero también
participan delegados de diferentes soviets campesinos: éstos
exigen ahora que también se les mencione en el documento.
Se les concede inmediatamente el derecho de sufragio deliberativo.
El representante del Soviet campesino de Petrogrado firma
el llamamiento "con los pies y con las manos". Un
miembro del Comité ejecutivo de Avkséntiev,
Berezin, que había estado callado hasta entonces, comunica
que sobre sesenta y ocho soviets campesinos que han respondido
a la encuesta telegráfica, la mitad se ha pronunciado
por el poder de los soviets y la otra mitad por la transmisión
del poder a la Asamblea constituyente. Si ése es el
estado de ánimo de los soviets de provincia, en parte
compuestos de funcionarios, ¿se puede dudar que el
futuro Congreso campesino apoye al poder soviético?
Uniendo más estrechamente a los delegados de base,
el llamamiento asusta e incluso repele, por su carácter
ineluctable, a determinados compañeros de viaje. De
nuevo desfilan por la tribuna pequeñas fracciones de
lo que queda. Por tercera vez se produce una ruptura con el
congreso, la de un pequeño grupo de, mencheviques,
probablemente de los que están más a la izquierda.
Se retiran, pero solamente para reservarse la posibilidad
de salvar a los bolcheviques. "De otro modo os perderéis
vosotros mismos, nos perderéis a nosotros también
y perderéis la revolución." Lapinski, representante
del partido socialista polaco, aunque sigue en el Congreso
para "defender su punto de vista hasta el final",
se une, en suma, a la declaración de Mártov:
"Los bolcheviques no podrán sacar, partido del
poder que toman en sus manos." El partido obrero judío
unificado se abstendrá de votar. Los internacionalistas
unificados hacen lo mismo. Pero, ¿cuántos votos
representarán en total iodos esos "unificados"?
El llamamiento es aprobado por la totalidad de votantes, ¡salvo
dos en contra y doce abstenciones! Los delegados no tienen
ya las fuerzas suficientes para aplaudir.
La sesión se levanta finalmente cerca de las seis de
la mañana. Amanece en la ciudad una mañana de
otoño gris y fría. En las calles que se iluminan
poco a poco brillan los restos ardientes de las hogueras de
quienes han velado. Los soldados y obreros, armados de fusiles,
tienen una expresión cerrada y poco corriente en sus
rostros cansados. Si hubiera habido astrólogos en Petrogrado,
debieron descubrir importantes presagios en el mapa mundi
celeste.
La capital despierta bajo un nuevo poder. La gente común,
los funcionarios, los intelectuales, que han estado al margen
de la escena de los acontecimientos, se lanzan desde primeras
horas de la mañana a los periódicos para saber
a qué ribera la ola de la noche les ha arrojado. Pero
no es fácil dilucidar lo que ha sucedido. En realidad,
los periódicos hablan de la toma del Palacio de Invierno
por los conspiradores y de la detención de los ministros,
pero solamente como de un episodio completamente pasajero.
Kerenski ha marchado al Gran cuartel general, la suerte del
poder está decidida en el frente. Las crónicas
sobre el congreso reproducen solamente las declaraciones de
las derechas, mencionan a los que se han retirado y denuncian
la impotencia de los que se han quedado. Los artículos
políticos escritos antes de la toma del palacio de
Invierno respiran un optimismo vacío de toda preocupación.
Los rumores de la calle no corresponden en nada al tono de
los periódicos. A fin de cuentas, los ministros siguen
encerrados en la fortaleza. En cuanto a Kerenski, no se ven
llegar refuerzos por el momento. Funcionarios y oficiales
están inquietos y tienen conciliábulos. Los
periodistas y abogados intercambian llamadas telefónicas.
Las redacciones tratan de ordenar sus ideas. Los oráculos
de los salones dicen: hay que rodear a los usurpadores con
un bloqueo de desprecio público. Los comerciantes no
saben si deben seguir o no comerciando. Los restaurantes se
abren. Los tranvías marchan, los Bancos se llenan de
malos presentimientos. Los sismógrafos de la Bolsa
descubren una curva convulsivo. Por supuesto, los bolcheviques
no se mantendrán mucho tiempo, pero, antes de caer,
pueden causar muchos males.
El periodista reaccionario Claude Anet escribía ese
día: "Los vencedores entonan un canto de victoria.
Y tienen toda la razón. Entre tantos charlatanes, ellos
han actuado. Hoy recogen la cosecha. ¡Bravo! ¡Ha
sido un buen trabajo!" La situación era apreciada
de modo muy diferente por los mencheviques. "Veinticuatro
horas han pasado desde la "victoria" de los bolcheviques
-escribía el periódico de Dan- y la fatalidad
histórica empieza ya a ejercer una cruel venganza contra
ellos... a su alrededor se produce el vacío que ellos
mismos han creado... se encuentran aislados de todos... todo
el aparato de funcionarios y de técnicos se niega a
ponerse a su servicio... En el momento mismo de su triunfo
se hunden en un abismo..."
Animados por el sabotaje de los funcionarios y por su propia
ligereza, los círculos liberales y conciliadores creían
sorprendentemente en su impunidad. Hablaban y escribían
de los bolcheviques con el lenguaje de las jornadas de julio:
"mercenarios de Guillermo", "los bolsillos
de los hombres de la Guardia roja están llenos de marcos
alemanes", "son oficiales alemanes quienes dirigen
la insurrección"... El nuevo poder debía
mostrar a esta gente una fuerte autoridad antes incluso de
que hubiesen empezado a creer en él. Los periódicos
más desenfrenados fueron prohibidos desde la noche
misma del 25 al 26. Otros fueron confiscados durante el día.
La prensa socialista no se vio afectada por el momento: había
que dar a los socialistas revolucionarios de izquierda y también
a determinados elementos del partido bolchevique la posibilidad
de convencerse de lo inconsistente que era esperar una coalición
con la democracia oficial.
En medio del sabotaje y del caos, los bolcheviques desarrollaban
su victoria. Un Estado Mayor provisional, organizado durante
la noche, se ocupó de la defensa de Petrogrado en caso
de una ofensiva por parte de Kerenski. Se envían telefonistas
militares a la central telefónica, donde la huelga
había empezado. Se invita a los diversos ejércitos
a crear sus comités militares revolucionarios.. Se
envía en grupos a agitadores y organizadores, disponibles
después de la victoria, al frente y a las provincias.
El órgano central del partido escribía: "El
Soviet de Petrogrado se ha pronunciado; ahora les toca a los
demás soviets."
Una noticia se difunde durante el día, que produce
particular malestar entre los soldados: Kornílov había
huido. En realidad, este distinguido prisionero, que residía
en Bijov bajo la protección de sus fieles hombres de
Tek y que era mantenido al corriente de todos los acontecimientos
por el Gran cuartel general de Kerenski, había decidido,
el 25, que el asunto tomaba un mal cariz y, sin la menor dificultad,
abandonó su prisión imaginaria. Los lazos entre
Kerenski y Kornílov se confirmaron de nuevo con toda
evidencia a los ojos de las masas. El Comité militar
revolucionario llamaba por telégrafo a los soldados
y oficiales revolucionarios a arrestar y enviar a Petrogrado
a los dos antiguos generalísimos.
Como en febrero, el palacio de Táurida, ahora el Smolni,
se había convertido en el centro de todas las funciones
de la capital y del Estado. Allí se reunían
todas las instituciones dirigentes. De allí partían
las decisiones, o bien allí se iba a obtenerlas. Allí
se pedían las armas, se entregaban fusiles y revólveres
confiscados a los enemigos. De diferentes puntos de la ciudad
se llevaba allí a las personas arrestadas. Los que
habían sufrido alguna ofensa se reunían allí
en busca de justicia. El público burgués y los
cocheros temerosos rodeaban el Smolni en un amplio círculo.
El automóvil es un símbolo del poder mucho más
efectivo que el cetro y el globo. Bajo el régimen de
la dualidad de poderes, los automóviles se repartían
entre el gobierno, el Comité ejecutivo central y los
particulares. De momento, todas las máquinas confiscadas
eran remitidas al campo de la insurrección. El distrito
del Smolni parecía un gigantesco garaje de campo. Los
mejores automóviles exhalaban el mal olor de un detestable
carburante. Las motocicletas trepidaban en la penumbra con
amenazadora impaciencia. Los autos blindados hacían
sonar sus cláxones. El Smolni parecía una fábrica,
una estación y un centro energético de la insurrección.
Por las aceras de las calles adyacentes circulaba un torrente
repleto de gente. Las hogueras ardían delante de las
puertas interiores y exteriores. A su luz vacilante, obreros
armados y soldados escrutaban atentamente los salvoconductos.
Algunos autos blindados vibraban en el patio con sus motores
en marcha. Nadie quería detenerse, ni las máquinas
ni la gente. En cada entrada había ametrallado doras,
con abundante provisión de cintas de cartuchos. Los
interminables y oscuros corredores, poco iluminados, retumbaban
con el ruido de pasos, exclamaciones y llamadas. Los que entran
y los que salen se cruzaban en las amplias escaleras, unos
hacia arriba y otros hacia abajo. Esa masa de lava humana
se veía cortada por impacientes y autoritarios individuos,
militantes del Smolni, correos, comisarios, que mostraban
con el brazo extendido un mandato o una orden, con el fusil
a la espalda, atado por un cordón, o con una cartera
bajo el brazo.
El Comité militar revolucionario no interrumpió
ni un minuto su trabajo, recibía a los delegados, correos,
informantes voluntarios, amigos llenos de abnegación
y tunantes, enviaba comisarios a todos los rincones de la
capital, sellaba innumerables órdenes y certificados
de poderes, todo esto a través de peticiones de informes
que se entrecruzaban, comunicados urgentes, llamadas telefónicas
y el ruido de las armas. Estos hombres, en el límite
de sus fuerzas, que no habían comido ni dormido desde
hacía tiempo, sin afeitarse, con ropa sucia y los ojos
inflamados, gritaban con voz ronca, gesticulaban exageradamente
y, si no caían inánimes en el suelo, parece
que sólo era gracias al caos del ambiente que les hacía
dar vueltas y les llevaba sobre sus alas irresistibles.
Aventureros, libertinos, los peores desechos del viejo régimen,
inflaban el pecho y trataban de hacerse introducir en el Smolni.
Algunos lo conseguían. Conocían unos cuantos
secretos pequeños de la dirección: quién
posee las llaves de la correspondencia diplomática,
cómo se redactan los bonos para las entregas de fondos,
dónde se puede obtener gasolina o una máquina
de escribir y, particularmente, dónde se conservan
los mejores vinos de palacio. No era a la primera que se encontraban
en la cárcel o cayendo bajo un disparo de revólver.
Nunca desde la creación del mundo se habían
transmitido tantas órdenes, oralmente, a lápiz,
a máquina, por telégrafo, una queriendo alcanzar
a la otra -miles y millones de órdenes-, no siempre
enviadas por los que tenían el derecho de mandar y
raramente recibidas por quienes estaban en condiciones de
ejecutarlas. Pero lo milagroso era que en ese remolino de
locura había un sentido profundo, que la gente se ingeniaba
para comprenderse entre sí, que lo más importante
y lo más indispensable era ejecutado siempre, que se
iban tendiendo los primeros hilos de una dirección
nueva para sustituir el viejo aparato de dirección:
la revolución se iba reforzando.
Durante el día trabajó en el Smolni el Comité
central de los bolcheviques: había que decidir sobre
el nuevo gobierno de Rusia. No se hizo ningún acta
o, en todo caso, no se ha conservado. Nadie se preocupaba
de los historiadores del futuro, aunque se les estuviera preparando
no pocos problemas. En la sesión de la noche del congreso,
la asamblea debe crear un gabinete ministerial. ¿Ministros?
¡Una palabra muy comprometida! Hace pensar en la alta
carrera burocrática o en la coronación de ambiciones
parlamentarias. Se ha decidido que se llamará al gobierno
"Consejo de Comisarios del pueblo"; esto tiene por
lo menos un aspecto un poco más nuevo. Dado que las
negociaciones sobre la coalición de "toda la democracia"
no habían llevado a nada hasta entonces, el problema
de la composición del gobierno, tanto en lo referente
al partido como a las personalidades, se veía simplificado.
Los socialistas revolucionarios de izquierda gesticulan y
se repliegan: acaban apenas de romper con el partido de Kerenski
y no saben bien todavía lo que deben hacer. El Comité
central acepta la propuesta de Lenin como la única
posible: formar un gobierno compuesto únicamente de
bolcheviques.
En el curso de esta sesión, Mártov vino a defender
la causa de los ministros socialistas que habían sido
arrestados. Poco tiempo antes había tenido ocasión
de intervenir ante los ministros socialistas para que dejaran
en libertad a los bolcheviques. La rueda había dado
una vuelta importante. El Comité central, por medio
de unos de sus miembros, Kámenev sin duda, delegado
para entrevistarse con Mártov, confirmó que
los ministros socialistas quedarían bajo arresto domiciliario:
aparentemente, habían sido olvidados entre tantas otras
cosas, o bien ellos mismos habían renunciado a sus
privilegios respetando, aun en el bastión Trubetskoy,
el principio de la solidaridad ministerial.
La sesión del congreso se abrió a las 9 de la
noche. "El cuadro difería muy poco del de la víspera.
Menos armas, menos amontonamiento." Sujánov llegó
a encontrar un sitio, no ya en calidad de delegado, sino mezclado
en el público. En esta sesión se debía
decidir sobre la cuestión de la paz, de la tierra y
del gobierno. Sólo esos tres problemas: terminar con
la guerra, dar la tierra al pueblo, establecer la dictadura
socialista. Kámenev comienza con un informe sobre los
trabajos a los que se ha dedicado la mesa durante la jornada:
ha sido abolida la pena de muerte que Kerenski había
restablecido en el frente; se ha restituido la libertad total
de agitación; se ha dado la orden de poner en libertad
a los soldados encarcelados por delitos de opinión
y a los miembros de los comités agrarios; son revocados
todos los comisarios del gobierno provisional; se ha ordenado
el arresto y la entrega de Kerenski y Kornílov. El
congreso aprueba y confirma.
De nuevo dan signos de existencia, ante una sala impaciente
y malintencionada, todo tipo de elementos residuales: unos
hacen saber que se van -"en el momento de la victoria
de la insurrección y no en el de la derrota"-,
otros, en cambio, se jactan de quedarse. El representante
de los mineros del Donetz pide que se adopten urgentemente
medidas para que Kaledin no corte los envíos de carbón
al norte. Pasará mucho tiempo antes que la revolución
haya aprendido a tomar medidas de esa envergadura. Finalmente,
se puede pasar al primer punto del orden del día.
Lenin, a quien el congreso no ha visto todavía, recibe
la palabra para tratar de la paz. Su aparición en la
tribuna provoca aplausos interminables. Los delegados de las
trincheras no se hartan de mirar al hombre misterioso que
les ha enseñado a detestar y que han aprendido, sin
conocerlo, a amar. "Apoyado firmemente en el borde del
pupitre y contemplando a la multitud con sus ojos pequeños,
Lenin esperaba sin interesarse aparentemente por las ovaciones
incesantes que duraron varios minutos. Cuando los aplausos
terminaron, dijo simplemente: "Ahora vamos a dedicarnos
a edificar el orden socialista"."
No ha quedado acta del congreso. Las taquígrafas parlamentarias,
invitadas a tomar notas de los debates, habían abandonado
el Smolni con los mencheviques y los socialistas revolucionarios:
Lino de los primeros episodios del sabotaje. Las notas tomadas
por los secretarios se han perdido irremediablemente en el
abismo de los acontecimientos. No han quedado más que
las crónicas apresuradas y tendenciosas de periódicos
que habían sido redactadas bajo los estruendos de los
cañones o en el rechinar de dientes de la lucha política.
Los informes de Lenin se vieron afectados particularmente
de esta situación: dada la rapidez de sus palabras
y la compleja construcción de los períodos,
los informes, aun en las circunstancias más favorables,
no se prestaban fácilmente a que se tomaran notas.
La frase de introducción que John Reed pone en labios
de Lenin no se encuentra en ninguna crónica de los
periódicos. Pero coincide con el espíritu del
orador. Reed no podía inventarla. Es así, precisamente,
como Lenin debía empezar su intervención en
el Congreso de los soviets, sencillamente, sin pathos, con
una seguridad irresistible: "Ahora vamos a dedicarnos
a edificar el orden socialista".
Pero para ello eral preciso ante todo terminar con la guerra.
Durante su, emigración en Suiza, Lenin había
lanzado la consigna: "transformar la guerra imperialista
en guerra civil". Ahora había que transformar
la guerra civil victoriosa en una paz. El informante comienza
directamente leyendo un proyecto de declaración que
tendrá que publicar el gobierno que salga elegido.
El texto no es distribuido: la técnica es muy pobre
todavía. El Congreso presta la máxima atención
a la lectura de cada palabra del documento.
"El gobierno obrero y campesino, creado por la revolución
del 24 y 25 de octubre y apoyado en los soviets de diputados
obreros, soldados y campesinos, propone a todos los pueblos
beligerantes y a sus gobiernos el inicio inmediato de las
negociaciones para una paz justa y democrática".
Hay unas cláusulas que rechazan toda anexión
o contribución. Se entiende por "anexión"
la absorción forzada de poblaciones extranjeras o bien
su mantenimiento en servidumbre contra su voluntad, en Europa
o más lejos, pasando los océanos. "Al mismo
tiempo, el gobierno declara que no considera otra condición",
exigiendo solamente que se comiencen lo más pronto
posible las negociaciones y que todo secreto sea eliminado
en el curso de las conversaciones.
Por su parte, el gobierno soviético decide abolir la
diplomacia secreta e inicia la publicación de los tratados
secretos firmados hasta el 25 de octubre de 1917. Todo lo
que en esos tratados persiga atribuir ventajas y privilegios
a los propietarios y capitalistas rusos, asegurar la opresión
por los granrusos de las otras poblaciones, "el gobierno
lo declara abolido en su totalidad, sin condiciones e inmediatamente".
Se propone inmediatamente una tregua, en lo posible, de tres
meses como mínimo, a fin de iniciar las negociaciones.
El gobierno obrero y campesino dirige sus propuestas simultáneamente
a los gobiernos y a los pueblos de todos los países
beligerantes..., en particular a los obreros conscientes de
las tres naciones más avanzadas", Inglaterra,
Francia y Alemania, con la seguridad de que serán precisamente
ellos quienes "nos ayudarán a llevar a buen término
la obra de la paz y, al mismo tiempo, a liberar a las masas
trabajadoras y explotadas de toda esclavitud y explotación".
Lenin se limita a breves comentarios sobre el texto de la
declaración. "No podemos ignorar a los gobiernos,
pues ello atrasaría la posibilidad de concluir la paz....
pero tampoco tenemos derecho a omitir un llamamiento a los
pueblos. En todas partes, los gobiernos y los pueblos están
en desacuerdo entre ellos; debemos ayudar a los pueblos a
intervenir en las cuestiones de la guerra y de la paz."
"Ciertamente, defenderemos por todos los medios nuestro
programa de paz sin anexiones ni contribuciones", pero
no debemos presentar nuestras condiciones en forma de ultimátum,
evitando así dar un pretexto cómodo a los gobiernos
para que rechacen las negociaciones. Examinaremos cualquier
otra propuesta. "Las examinaremos, lo cual no quiere
decir que las aceptaremos".
El manifiesto publicado por los conciliadores el 14 de marzo
invitaba a os obreros de los otros países a derrocar
a los banqueros en nombre de la paz; sin embargo, los conciliadores
mismos, en lugar de llamar al derrocamiento de sus propios
banqueros, se aliaban con ellos. "Ahora, nosotros hemos
derribado al gobierno de los banqueros." Esto nos da
derecho a llamar a los otros pueblos a que hagan otro tanto.
Tenemos toda esperanza en vencer: "Es preciso recordar
que no vivimos en las profundidades de áfrica, sino
en Europa, donde todo puede adquirir notoriedad pública
rápidamente." Lenin ve, como siempre, la prenda
de la victoria en una transformación de la revolución
nacional en revolución internacional. "El movimiento
obrero tomará la delantera y abrirá él
camino hacia la paz y el socialismo."
Los socialistas revolucionarios de izquierda enviaron un representante
para dar su adhesión a la declaración que acaba
de leerse: "En su espíritu y significado, les
era próxima y comprensible." Los internacionalistas
unificados se pronuncian por la declaración, pero a
condición de que sea hecha en nombre del gobierno de
toda la democracia. Lapinski, en nombre de los mencheviques
polacos de izquierda, aprueba calurosamente "el sano
realismo proletario" del documento. Dzerchinski, en nombre
de la socialdemocracia de Polonia y de Lituania; Stuchka,
en nombre de la socialdemocracia de Letonia; Kapsukas, en
nombre de la socialdemocracia lituana, se adhieren sin reservas
a la declaración. Sólo hubo objeciones por parte
del bolchevique Ereméiev, que exigió que las
condiciones de paz tomasen la forma de ultimátum: de
otra manera "podría pensarse que somos débiles,
que tenemos miedo".
Lenin argumenta resueltamente y hasta con vehemencia contra
la propuesta de presentar las cláusulas de paz como
ultimátum: con ello "daremos solamente la posibilidad
a nuestros adversarios de disimular toda la verdad al pueblo,
de ocultarla tras nuestra intransigencia". Se dice que
"nuestra renuncia a presentar un ultimátum demostrará
nuestra impotencia". Ya es hora de renunciar a la falsedad
de las concepciones burguesas en política. "No
tenemos nada que temer diciendo la verdad sobre nuestra fatiga..."
Las futuras disensiones sobre Brest-Litovski ya van apareciendo
a través de este episodio,
Kámenev invita a todos los partidarios del llamamiento
a mostrar sus tarjetas de delegados. "Uno de los delegados
-escribe Reed- había levantado el brazo en señal
de oposición, pero hubo a su alrededor tal estallido
de indignación que tuvo que bajar la mano." El
llamamiento a los pueblos y a los gobiernos es adoptado por
unanimidad. ¡Ya está hecho! Este acto, por su
grandiosidad inmediata y tangible, gana a todos los participantes.
Sujánov, observador atento aunque prevenido, había
notado más de una vez, en la primera sesión,
el cansancio del congreso. Sin duda alguna, los delegados,
al igual que todo el pueblo, estaban cansados de reuniones,
de congresos, de discursos, de resoluciones, y en general
de quedarse estancados en el mismo sitio. No tenían
la certidumbre de que ese congreso supiera y pudiera llevar
la obra a buen fin. La magnitud de las tareas y la fuerza
invencible de las resistencias, ¿no les forzarían
a batirse en retirada una vez más? Hubo un aflujo de
confianza cuando se conoció la toma del Palacio de
Invierno, y luego la adhesión de los motociclistas
a la insurrección. Pero ambos hechos estaban ligados
al mecanismo de la insurrección. Pero es ahora solamente
cuando se descubre en la práctica su sentido histórico.
La insurrección victoriosa había colocado la
base inquebrantable del poder en el Congreso de obreros y
soldados. Los delegados votaban esta vez no por la revolución,
sino por un acto de gobierno con una significación
infinitamente mayor.
¡Escuchad, pueblos!, la revolución os invita
a la paz. Será acusada de haber violado los tratados.
Pero se siente orgullosa de ello. Romper con sangrientas alianzas
de rapaces es un gran mérito en la Historia. Los bolcheviques
se atrevieron. Fueron los únicos en atreverse. El orgullo
estalla en los corazones. Los ojos se inflaman. Todos están
de pie. Nadie fuma ya. Parece que nadie respira. La mesa,
los delegados, los invitados, los hombres de guardia se unen
en un himno de insurrección y de fraternidad. "Bruscamente,
bajo un impulso general -contará John Reed, observador
y participante, cronista y poeta de la insurrección-,
nos encontramos todos de pie, entonando los acentos arrebatadores
de La Internacional. Un viejo soldado de cabellos grises lloraba
como un niño, Alexandar Kolontay parpadeaba aprisa
para no llorar. La poderosa armonía se extendía
en la sala, atravesando ventanas y puertas y subiendo muy
alto hacia el cielo."
¿Era hacia el cielo? Más bien las trincheras
de otoño que desangraban a la miserable Europa crucificada,
hacia las ciudades y pueblos devastados, hacia las mujeres
y las madres de luto. "¡Arriba, los parias de la
tierra; en pie, famélica legión!..." Las
palabras del himno se habían desprendido de su carácter
convencional. Se confundían con el acto gubernamental.
De aquí les venía su sonoridad de acción
directa. Cada uno se sentía más grande y más
significativo en ese momento. El corazón de la revolución
se ensanchaba al mundo entero. "Nos liberaremos..."
El espíritu de independencia, de iniciativa, de atrevimiento,
los felices sentimientos de que están faltos los oprimidos
en las circunstancias habituales, todo esto lo traía
ahora la revolución... "¡Con su propia mano!"
Con mano todopoderosa, los millones de hombres que han derrocado
a la monarquía y a la burguesía van ahora a
aplastar la guerra. El guardia rojo del barrio de Viborg,
el oscuro soldado con heridas en la cara que ha venido del
frente, el viejo revolucionario que ha pasado años
en la cárcel, el joven marinero de barba negra del
Aurora, todos juraban continuar hasta el final la lucha última
y decisiva. "¡Construiremos un mundo para nosotros,
un nuevo mundo!" ¡Construiremos! En esa palabra
que exhalan pechos humanos estaban ya incluidos los futuros
años guerra civil y los próximos períodos
quinquenales de trabajo y de privaciones. "¡Los
nada de hoy todo han de ser!" ¡Todo! Si la realidad
del pasado se ha transformado más de una vez en un
himno, ¿por qué el himno no podría ser
la realidad de mañana? Los capotes de las trincheras
ya no parecen vestimenta de presidiario. Los gorros de pelo,
con la guata desgarrada, lucen de otra manera sobre los ojos
centelleantes. "¡Despertar del género humano!"
¿Era posible que no despertase de las calamidades y
de las humillaciones, del barro y de la sangre de la guerra?
"Toda la mesa, Lenin el primero, estaba de pie y cantaba,
con inspirada exaltación en los rostros, fuego en los
ojos." Así lo testimonia un escéptico que
contemplaba con sentimiento de pena el triunfo ajeno. "Hubiera
deseado tanto unirme a ellos -confiesa Sujánov-, confundirme
en un solo y mismo sentimiento, en un mismo estado de ánimo,
con esa masa y sus jefes. Pero no podía."
Los últimos acentos del estribillo se desvanecían,
pero el congreso seguía todavía de pie, masa
humana en fusión, elevada por la grandiosidad de lo
que estaba viviendo. Y fueron muchas las miradas que se fijaron
en un hombre rechoncho, de pequeña estatura, derecho
en la tribuna, con una cabeza extraordinaria, de rasgos simples,
pómulos salientes, con el rostro cambiado a causa del
mentón afeitado, cuyos ojos pequeños de apariencia
ligeramente mongólica tenían una mirada penetrante.
Hacía cuatro meses que no se le veía; su propio
nombre casi había tenido tiempo de desprenderse de
su personalidad viviente. Pero no, no es un mito, ahí
está en medio de los suyos -¡y cuántos
de los "suyos" ahora!- teniendo entre sus manos
las hojas de un mensaje de paz a los pueblos. Incluso los
que estaban más próximos a él, los que
conocían bien su puesto en el partido, sintieron por
primera vez, completamente, lo que él significaba para
la revolución, para el pueblo, para los pueblos. Era
él quien les había educado. El quien había
enseñado. Una voz que salió del fondo de la
asamblea gritó unas palabras de saludo dirigidas al
jefe. La sala parecía haber estado esperando esa señal.
¡Viva Lenin! Las emociones por las que se había
pasado, las dudas superadas, el orgullo de la iniciativa,
el triunfo, las grandes esperanzas, todo se confundió
en una erupción volcánica de reconocimiento
y de entusiasmo. El testigo escéptico señala
secamente: "Se produjo una indiscutible exaltación
de los espíritus... Se saludaba a Lenin, se gritaban
hurras, se lanzaban gorras al aire. Se cantó la Marcha
fúnebre en memoria de las víctimas de la revolución.
Y, de nuevo, aplausos, gritos, gorras lanzadas al aire."
Lo que el congreso había vivido en esos minutos, el
pueblo debía vivirlo al día siguiente aunque
con menos intensidad. "Hay que decir -escribe en sus
Memorias Stankievich-, que el gesto audaz de los bolcheviques,
su aptitud para atravesar las alambradas de púa, los
cuatro años que nos habían separado de los pueblos
vecinos fueron suficientes para producir una inmensa impresión."
De modo más brutal, pero no por eso menos claro, se
expresa el barón Budberg en su diario íntimo:
"El nuevo gobierno del camarada Lenin empieza por decretar
la paz inmediata... En la situación actual, es un golpe
genial para atraerse a la masa de los soldados; lo he constatado
en el estado de ánimo de varios regimientos que he
visitado hoy; el telegrama de Lenin sobre una tregua inmediata
de tres meses y la paz consecutiva ha producido en todas partes
una impresión formidable y ha provocado enorme alegría.
Ahora sí hemos perdido nuestras últimas posibilidades
de salvar el frente." Lo que esta gente entendía
por salvar un frente que ellos mismos habían perdido
era desde hacía tiempo únicamente la salvación
de sus propias posiciones sociales.
Si la revolución hubiera tenido la audacia de atravesar
las alambradas en marzo y abril, habría podido reconstruir
temporalmente el ejército, a condición de reducirlo
al mismo tiempo a la mitad o a la tercera parte de sus efectivos,
y conseguir así, para su política exterior,
una posición de una fuerza excepcional. Pero sólo
en octubre sonó la hora de los actos decididos, cuando
no se pensaba ya poder salvar una parte cualquiera del ejército,
incluso para muy poco tiempo. El nuevo régimen no sólo
debía asumir los gastos de la guerra zarista, sino
también el derroche irresponsable del gobierno provisional.
En tan terribles circunstancias, sin salida para los demás
partidos, el bolchevismo era la única fuerza capaz
de llevar al país por el buen camino abriendo con la
revolución de Octubre fuentes inagotables de energía
popular.
Lenin se encuentra de nuevo en la tribuna, esta vez con las
pocas páginas del decreto sobre la propiedad agraria.
Empieza acusando al gobierno derroca-, do y a los partidos
conciliadores, los cuales, dando largas al problema de la
tierra, han conducido al país a una insurrección
campesina. "Mienten como viles impostores los que hablan
de saqueos y de anarquía en el campo. ¿Dónde
y cuándo los saqueos y la anarquía han sido
provocados por medidas razonables?..." No se ha distribuido
el proyecto de decreto por no haberse hecho copias: el informante
tiene en sus manos el único borrador, y está
escrito, según los recuerdos de Sujánov, "tan
mal, que Lenin vacila en la lectura, se embrolla y, finalmente,
se detiene. Alguien viene en su ayuda entre todos los que
se han amontonado en t orno a la tribuna. Lenin cede de buena
gana su puesto y el papel ilegible". Estas pequeñas
dificultades no disminuyen en nada, a los ojos del parlamento
plebeyo, la grandeza de lo que se está realizando.
La esencia del decreto se encuentra en dos líneas del
artículo primero: "Queda abolida la propiedad
territorial de los nobles sin ninguna clase de indemnización."
Las tierras de los nobles, los dominios de la Corona, las
propiedades de los monasterios y de las iglesias, con su ganado
y sus instrumentos de labor, son puestos a la disposición
de los comités agrarios del cantón y de los
soviets de diputados campesinos del distrito, en espera de
que se reúna la Asamblea constituyente. Los bienes
confiscados, en tanto que propiedad pública, son confiados
a la custodia de los soviets locales. No son confiscadas las
tierras de los campesinos de humilde condición y de
los simples cosacos. El decreto no tiene más de treinta
líneas: es un hachazo sobre el nudo gordiano.
Al texto esencial se añade una instrucción más
detallada, tomada enteramente de los campesinos mismos. En
Izvestia de los Soviets campesinos se había publicado
el 19 de agosto el resumen de doscientos cuarenta y dos cuadernos
entregados por los electores a sus representantes en él
primer Congreso de diputados campesinos. Aunque este resumen
de los cuadernos fue elaborado por los socialistas revolucionarios,
Lenin no vaciló en incorporar ese documento, total
e íntegramente, al decreto "como directiva general
para la realización de las grandes reformas agrarias".
La carta dice en substancia: "Queda abolido para siempre
el derecho de propiedad privada de la tierra." "El
derecho de utilizar la tierra es concedido a todos los ciudadanos...
que deseen trabajaría con sus propias manos."
"El trabajo asalariado no es tolerado." "La
explotación de la tierra debe ser igualitaria, es decir,
el suelo es distribuido entre los trabajadores, teniendo en
cuenta las condiciones locales y según una norma de
trabajo o de consumo."
Si el régimen burgués se hubiera mantenido,
sin hablar de una coalición con los propietarios nobles,
el resumen redactado por los socialistas revolucionarios habría
quedado como una utopía inviable, a menos de transformarse
en una mentira consciente. No habría sido realizable
en todas sus partes, ni siquiera bajo la dominación
del proletariado. Pero la suerte de ese formulario se modificaba
radicalmente desde el momento en que el poder lo encaraba
de manera diferente. El gobierno obrero daba a la clase campesina
un plazo para poner a prueba efectivamente su programa contradictorio.
"Los campesinos quieren conservar la pequeña propiedad,
fijar una norma igualitaria... proceder periódicamente
a nuevas igualaciones..., escribía Lenin en agosto.
¡Pues que así sea! Sobre ese punto, ningún
socialista razonable se pondrá en desacuerdo con los
campesinos pobres. Si las tierras son confiscadas, la dominación
de los Bancos queda socavada; si el material es confiscado,
la dominación del capital queda también socavada;
y... al pasar el poder político al proletariado, el
resto... lo sugerirá la práctica misma."
Muchos fueron, no sólo entre los enemigos sino entre
los amigos, los que comprendieron esa actitud perspicaz, pedagógica
en gran medida, del partido bolchevique respecto a la clase
campesina y su programa agrario. El reparto igualitario de
las tierras no tiene nada de común con el socialismo.
Pero tampoco os bolcheviques se hacían muchas ilusiones
a este respecto. Al contrario, la misma estructura del decreto
es testimonio de la vigilancia crítica del legislador.
Mientras que el resumen de los cuadernos declara que toda
la tierra, la de los propietarios nobles y la de los campesinos,
"se convierte en el bien general de toda la nación",
la ley fundamental omite precisar la nueva forma de la propiedad
agraria. Hasta un jurista de criterio amplio se escandalizaría
ante el hecho de que la nacionalización de la tierra,
nuevo principio social de una importancia histórica
mundial, sea establecida en forma de instrucción añadida
a la ley fundamental. Sin embargo, no hay en esto negligencia
en la redacción. Lenin quería sobre todo no
comprometer a priori y al poder soviético en un dominio
histórico aún inexplorado. También en
esto unía una audacia sin igual con la mayor circunspección.
La experiencia debía determinar todavía cómo
entendían los campesinos que la tierra debía
transformarse en "el bien de toda la nación".
Después de haber dado el salto adelante, había
que fortalecer las posiciones por si fuera necesario retroceder:
el reparto de las tierras de los propietarios nobles entre
los campesinos, pese a no ser por sí sólo una
garantía respecto a la contrarrevolución burguesa,
excluía en todo caso una restauración de la
monarquía feudal.
No se podía hablar de "perspectivas socialistas"
sino a condición de establecer y mantener el poder
del proletariado; pero mantener ese poder significaba ofrecer,
entre otras cosas, una participación resuelta al campesino
en las tareas revolucionarias. Si el reparto de tierras consolidaba
políticamente al gobierno socialista, estaba, pues,
justificado como medida inmediata. Había que tomar
al campesino tal como la revolución lo había
encontrado. Sólo podía ser reeducado por un
nuevo régimen, no de golpe, sino durante muchos años
y durante varias generaciones, con la ayuda de una técnica
nueva y de una nueva organización económica.
El decreto, combinado con el resumen de los cuadernos, significaba
para la dictadura del proletariado la obligación no
sólo de considerar atentamente los intereses del trabajador
agrícola, sino de tolerar también sus ilusiones
de pequeño propietario. Era evidente de antemano que,
en la revolución agraria, no faltarían las etapas
y los virajes. La instrucción anexa no era en absoluto
la última palabra. Representaba únicamente un
punto de partida que los obreros aceptaban para ayudar a los
campesinos en sus reivindicaciones progresivas y protegerles
de pasos en falso.
"No podemos ignorar -decía Lenin en su informe-
la decisión de la base popular, aunque no estemos de
acuerdo con ella... Hemos de dejar a las masas populares una
total libertad de acción creadora... En suma, y esto
es lo esencial, la clase campesina tiene que llegar a convencerse
con seguridad de que los propietarios nobles no existen ya
en el campo y es preciso que los campesinos decidan desde
ahora de todo y organicen ellos mismos su existencia."
¿Oportunismo? No, realismo revolucionario.
Antes de que las ovaciones hubieran terminado, el socialista
revolucionario de derecha Pianij, que se presenta en nombre
del Comité ejecutivo campesino, eleva una firme protesta
contra la detención de los ministros socialistas. "Estos
últimos días ha sucedido algo -grita el orador
golpeando la mesa en un acceso de rabia-, algo que no se ha
visto nunca en ninguna revolución. Nuestros camaradas
Máslov y Salazkin, miembros del Comité ejecutivo,
están encarcelados. ¡Exigimos sean puestos en
libertad inmediatamente!" "¡Si cae un solo
pelo de sus cabezas!", exclama otro emisario, con capote
de soldado y el tono amenazador. El congreso los mira como
a unos resucitados.
Al estallar la insurrección había en la cárcel
de Dvinsk, acusadas de bolchevismo, unas ochocientas personas;
en Minsk, alrededor de seis mil; en Kiev, quinientos treinta
y cinco, en su mayoría soldados. ¡Y cuántos
miembros de los comités campesinos encerrados en otros
lugares del país! Además, un buen número
de delegados mismos del congreso, empezando por la mesa, habían
pasado después de julio por las cárceles de
Kerenski. No sorprenderá, pues, que la indignación
de los amigos del gobierno provisional no pudiera provocar
en esta asamblea una gran emoción. Para colmo de desgracias,
se levantó de su puesto un delegado desconocido de
todos, un campesino de la provincia de Tver, de largos cabellos,
con túnica y, después de saludar educadamente
a los cuatro rincones de la asamblea, suplicó al Congreso,
en nombre de sus electores, que no dudase en arrestar al Comité
Ejecutivo de Avkséntiev entero: "No son representantes
campesinos, son kadetes... Su sitio está en la cárcel."
Así aparecían, uno frente a otro, los dos personajes:
el socialista revolucionario Pianij, parlamentario experimentado,
delegado de los ministros, lleno de odio hacia los bolcheviques;
y, por otro lado, un oscuro campesino de Tver que enviaba
a Lenin, en nombre de sus electores, una calurosa felicitación.
Dos capas sociales, dos revoluciones: Pianij hablaba en nombre
de la de Febrero, el campesino de Tver militaba por la de
Octubre. El congreso dedica al delegado con túnica
una verdadera ovación. Los emisarios del Comité
ejecutivo se retiran profiriendo invectivas.
"La fracción de los socialistas revolucionarios
de izquierda acoge el proyecto de Lenin como el triunfo de
sus propias ideas", declara Kalegaiev. Pero debido a
la gran importancia de la cuestión, es indispensable
debatirla en las diversas fracciones. Un maximalista, representante
de la extrema izquierda del partido socialista revolucionario,
que se ha descompuesto, exige un voto inmediato. "Deberíamos
rendir homenaje al partido que, desde el primer día,
sin palabrerías inútiles, aplica una medida
semejante." Lenin insiste en que la suspensión
de la sesión sea en todo caso lo más corta posible.
"Noticias tan importantes para Rusia deben ser publicadas
desde mañana mismo. ¡Nada de aplazamientos!"
Pues, al fin y al cabo, el decreto sobre la cuestión
agraria no es solamente la base del nuevo régimen,
sino también el instrumento de una insurrección
que tiene que conquistar todavía al país. No
por simple azar, John Reed observa en ese momento una exclamación
imperiosa que atraviesa el murmullo de la sala: "Quince
agitadores a la habitación número 17. ¡Inmediatamente!
¡Para ir al frente!"
A la una de la mañana, un delegado de las tropas rusas
en Macedonia viene a quejarse de que éstas hayan sido
olvidadas por los gobiernos que se han sucedido en Petrogrado.
¡El apoyo a la paz y a la tierra es asegurado por parte
de los soldados que se encuentran en Macedonia! Tal es el
estado de espíritu de un ejército que, esta
vez, se encuentra en un rincón apartado del sudeste
europeo. Kámenev comunica inmediatamente después:
el Décimo Batallón de motociclistas, llamado
desde el frente por el gobierno, ha entrado esta mañana
en Petrogrado y, como los anteriores, se adhiere al Congreso
de los soviets. Los vivos aplausos prueban que las manifestaciones
renovadas sin cesar de la fuerza que se posee no parecerán
nunca inútiles.
Después de una resolución adoptada por unanimidad
y sin debates, declarando que es un deber de honor para los
soviets de las localidades el no tolerar los progromos que
fueran ejercidos contra los judíos y otras personas
por individuos tarados, se pasa a votar el proyecto de ley
agraria. Con un voto en contra y ocho abstenciones, el congreso
aprueba con gran entusiasmo el decreto que pone fin al régimen
de esclavitud, base esencial de la vieja sociedad rusa. La
revolución agraria queda así legalizada. Por
ello mismo, la revolución del proletariado consigue
un sólido apoyo.
Queda un último problema: la creación de un
gobierno. Kámenev lee el proyecto elaborado por el
Comité central de los bolcheviques. La administración
de los diversos sectores de la vida estatal es confiada a
unas comisiones que deben trabajar, para realizar el programa
anunciado por el congreso, "en estrecha unión
con las organizaciones de masas de los obreros, obreras, marinos,
soldados, campesinos y empleados". Ejerce el poder gubernamental
un cuerpo colegiado compuesto por los presidentes de esas
comisiones, con el nombre de "Soviet de los Comisarios
del pueblo". El control de la actividad del gobierno
corresponde al Congreso de los soviets y a su Comité
ejecutivo central.
Siete miembros del Comité ejecutivo central del partido
bolchevique han sido designados para componer el primer soviet
de los Comisarios del pueblo: Lenin, como jefe de gobierno,
sin cartera: Ríkov, como comisario del pueblo en el
Interior; Miliutin, como dirigente de la Agricultura; Noguín,
a la cabeza del Comercio y de la Industria; Trotsky, en los
Asuntos Exteriores; Lómov, en la Justicia; Stalin,
como presidente de la Comisión de nacionalidades. La
Guerra y la Marina son confiadas a un comité que se
compone de Antónov-Ovseenko, de Krilenko y de Dibenko;
se piensa colocar a Schliapnikov a la cabeza de la comisaría
de Trabajo; la Instrucción será dirigida por
Lunacharski; la tarea penosa e ingrata del aprovisionamiento
es confiada a Teodorovich; Correos y Telégrafos, al
obrero Glebov. No se ha designado a nadie, por ahora, como
comisario de Vías de comunicación: queda abierta
la puerta a un entendimiento con las organizaciones de ferroviarios.
Estos quince candidatos, cuatro obreros y once intelectuales,
tenían en su pasado años de encarcelamiento,
de deportación y de emigración; cinco de ellos
habían estado presos bajo el régimen de la República
democrática; el futuro "premier" había
salido tan sólo la víspera de una vida clandestina
bajo la democracia. Kámenev y Zinóviev no entraron
en el Consejo de Comisarios del pueblo: el primero era designado
presidente del nuevo Comité ejecutivo central, y el
segundo, redactor del órgano oficial de los soviets.
"Cuando Kámenev leyó la lista ,de los comisarios
del pueblo -escribe Reed-, estallaron aplausos ante la mención
de cada nombre y, en particular, después de los de
Lenin y Trotsky." Sujánov añade a estos
nombres el de Lunacharski.
Avilov, antiguo bolchevique y ahora redactor del periódico
de Gorki, en nombre de los internacionalistas unificados,
se pronuncia en un gran discurso contra la composición
del gobierno que se propone. Enumera concienzudamente las
dificultades que surgen ante la revolución, tanto en
la política interior como exterior. Hay que "tener
en cuenta claramente una cosa: ¿Adónde vamos?...
Ante el nuevo gobierno vuelven a plantearse los problemas
de siempre: el del pan y el de la paz. Si el gobierno no puede
resolver estos dos problemas, será derrocado".
El pan falta en el país. Está en manos de los
campesinos acomodados. No hay nada que dar para reemplazar
el pan: la industria se hunde, se carece de combustible y
de materias primas. Almacenar trigo con medidas coercitivas
es difícil, lento y peligroso. Es preciso, por tanto,
crear un gobierno que gane la simpatía no sólo
de los campesinos pobres, sino también de los más
acomodados. Para ello es necesaria una coalición.
"Todavía más difícil es obtener
la paz." A la propuesta del congreso de una tregua inmediata,
los gobiernos de la Entente no darán ninguna respuesta.
Los embajadores aliados se preparan ya a partir. El nuevo
poder se encontrará aislado, su iniciativa de paz quedará
en suspenso. Las masas populares de los países beligerantes
se encuentran aún, por ahora, muy lejos de una revolución.
Dos consecuencias pueden presentarse: o bien el aplastamiento
de la revolución por las tropas del Hohenzollern, o
bien una paz por separado. Las condiciones de la paz, en los
dos casos, serán aún más negativas para
Rusia. Si se quiere acabar con todas las dificultades, es
preciso contar con "la mayoría del pueblo".
La desgracia se encuentra, sin embargo, en la escisión
de la democracia, cuya parte izquierda quiere crear en el
Smolni un gobierno puramente bolchevique, mientras que la
derecha organiza en la Duma municipal un Comité de
salud pública. Para salvar a la revolución es
necesario crear un poder compuesto de los dos grupos.
De manera análoga se expresa el representante de los
socialistas revolucionarios de izquierda, Karelin. No se puede
realizar el programa adoptado sin los partidos que han abandonado
el congreso. Ciertamente, "los bolcheviques no son responsables
de que se hayan retirado". El programa del congreso debería
unificar a toda la democracia. "No queremos avanzar por
el camino de un aislamiento de los bolcheviques, ya que comprendemos
que a la suerte de estos últimos está ligada
la de toda la revolución: su ruina sería la
de la revolución misma." Si ellos, socialistas
revolucionarios de izquierda, rechazaban, sin embargo, la
propuesta de entrar en el gobierno, lo hacían animados
de buenas intenciones: tener las manos libres para intervenir
entre los bolcheviques y los partidos que habían abandonado
el Congreso. "En esa intervención... los socialistas
revolucionarios de izquierda ven, de momento, su tarea principal.
Apoyarán la actividad del nuevo poder en su esfuerzo
por resolver las cuestiones urgentes." Al mismo tiempo,
votan contra el gobierno propuesto. En una palabra, el joven
partido embrollaba todo lo que podía.
"Para defender la posición de los bolcheviques
-cuenta Sujánov, cuyas simpatías van plenamente
hacia Avilov y que inspiraba entre bastidores a Karelin-,
Trotsky se presentó. Estuvo muy brillante, vehemente
y, en muchos aspectos, tenia toda la razón. Pero no
quería comprender en qué se basaba toda la argumentación
de sus adversarios..." El eje de ésta consistía
en una diagonal ideal. En marzo se había intentado
trazarla entre la burguesía y los soviets conciliadores.
Ahora, los Sujánov soñaban en una diagonal entre
la democracia conciliadora y la dictadura del proletariado.
Pero las revoluciones no se desarrollan en diagonal.
"Nos hemos inquietado repetidas veces -dice Trotsky-
de un aislamiento eventual del ala izquierda. Hace unos días,
cuando se planteó abiertamente la cuestión de
la insurrección, se nos dijo que corríamos hacia
nuestra ruina. Y, en efecto, a juzgar por la prensa política
de los distintos agrupamientos de fuerzas que existían,
la insurrección implicaba para nosotros la amenaza
de una catástrofe inevitable. Contra nosotros se manifestaban
no solamente las bandas contrarrevolucionarias, sino también
los partidarios de la defensa nacional de todo tipo; sólo
una de las alas de los socialistas revolucionarios de izquierda
trabajaba valerosamente con nosotros en el Comité militar
revolucionario; la otra ala ocupaba una posición de
neutralidad expectante. Y sin embargo, aun en esas condiciones
desfavorables, cuando parecíamos abandonados de todos,
la insurrección consiguió la victoria...
"Si las fuerzas reales estaban efectivamente contra nosotros,
¿cómo ha podido suceder que hayamos obtenido
la victoria casi sin efusión de sangre? No, no éramos
nosotros los aislados, sino el gobierno y los pretendidos
demócratas. Con sus tergiversaciones, con sus procedimientos
conciliadores, se habían excluido ellos mismos de las
filas de la verdadera democracia. Nuestra gran ventaja, en
tanto que partido, consiste en que hemos realizado una coalición
con fuerzas de clases, creando así la unión
de los obreros, soldados y campesinos más pobres."
"Los grupos políticos desaparecen, pero los intereses
esenciales de las clases continúan. Vence aquel partido
que es capaz de revelar y de satisfacer las exigencias esenciales
de la clase... Podemos sentirnos orgullosos de la coalición
de nuestra guarnición, principalmente del elemento
campesino, con la clase obrera. Esta coalición ha superado
ya la prueba de fuego. La guarnición de Petrogrado
y el proletariado han entrado juntos en una gran lucha que
se convertirá en un ejemplo clásico para la
historia de la revolución de todos los pueblos."
"Avilov ha hablado de las inmensas dificultades que nos
esperan. Para eliminar esas dificultades propone concluir
una coalición. Pero al llegar a este punto no intenta
en absoluto dar un sentido a esta fórmula y decir:
¿qué coalición?, ¿de grupos, de
clases o simplemente de periódicos?..."
"Dicen que la escisión de la democracia proviene
de un malentendido. Cuando Kerenski envía contra nosotros
batallones de choque, cuando, con el asentimiento del Comité
ejecutivo central, nuestras comunicaciones telefónicas
están cortadas en el momento más grave de nuestra
lucha contra la burguesía, cuando nos están
asestando golpe tras golpe, ¿acaso puede hablarse todavía
de un malentendido?..."
"Avilov nos dice: tenemos poco pan, es precisa una coalición
con los partidarios de la defensa nacional. Pero ¿acaso
esta coalición aumentará la cantidad de pan?
La cuestión del pan está ligada a un programa
de acción. La lucha contra el caos exige el empleo
de un método determinado desde abajo y no de bloques
políticos por arriba."
"Avilov ha hablado de una alianza con la clase campesina:
pero, una vez más, ¿de qué clase campesina
se trata? Hoy, aquí mismo, el representante de los
campesinos de la provincia de Tver exigía el arresto
de Avkséntiev. Hay que escoger entre ese campesino
de Tver y Avkséntiev, que ha llenado las cárceles
de miembros de Comités rurales. Rechazamos resueltamente
la coalición con los elementos acomodados [kulaks]
de la clase campesina, en nombre de la coalición de
la clase obrera con los campesinos más pobres. Estamos
con los campesinos de Tver contra Avkséntiev, estamos
con ellos hasta el fin o indisolublemente."
"El que persigue la sombra de una coalición se
aísla definitivamente de la vida. Los socialistas revolucionarios
de izquierda perderán su apoyo entre as masas mientras
sigan considerando necesario oponerse a nuestro partido. Todo
grupo que se oponga al partido del proletariado, al que se
han unido los elementos pobres del campo, se aísla
de la revolución."
"Abiertamente, ante todo el pueblo, hemos levantado el
estandarte de la insurrección. La fórmula política
de este levantamiento es: todo el poder a los soviets, por
intermedio del Congreso de los soviets. Nos dicen: no habéis
esperado al congreso para dar vuestro golpe de Estado. Hubiéramos
esperado, pero era Kerenski el que no quería esperar:
los contrarrevolucionarios no dormían. Nosotros, en
tanto que partido, considerábamos que nuestra tarea
consistía en crear la posibilidad real para el congreso
de los soviets de tomar el poder en sus manos. Si el congreso
se hubiese visto cercado por los junkers, ¿cómo
habría podido conquistar el poder? Para realizar esa
tarea era preciso un partido que arrancase el poder a la contrarrevolución
y que os dijese: "¡Aquí tenéis el
poder, vuestro deber es tomarlo!" (Tempestad ininterrumpida
de aplausos)."
"Aunque los partidarios de la defensa nacional de todo
tipo no se hayan detenido ante nada en su lucha contra nosotros,
no los hemos rechazado y hemos propuesto a todo el congreso
la toma del poder. ¡Cuánto hay que deformar la
perspectiva para hablar, después de lo que ha sucedido,
de nuestra "intransigencia", desde lo alto de esta
tribuna! Cuando el partido, negro de pólvora, se dirige
a ellos y les dice: "¡Tomemos juntos el poder!",
corren a la Duma municipal y allí se alían con
auténticos contrarrevolucionarios. ¡Son unos
traidores a la revolución con los que no nos aliaremos
nunca!"
"Para luchar por la paz -dice Avilov- es necesaria una
coalición con los conciliadores. Al mismo tiempo, admite
que los Aliados no quieren concluir la paz... Los imperialistas
aliados -declara Avilov- se han burlado de Skobelev, demócrata
de margarina. Pero si hacéis bloque con los demócratas
de margarina, la causa de la paz estará asegurada."
"Hay dos caminos en la lucha por la paz. Uno: oponer
a los gobiernos de los países aliados y enemigos la
fuerza moral y material de la revolución. Otro: un
bloque con Skobelev, lo cual significa un bloque con Terechenko
y una completa subordinación al imperialismo de los
Aliados. En nuestra declaración sobre la paz, nos dirigimos
simultáneamente a los gobiernos y a los pueblos. Pero
es una simetría puramente formal. Por supuesto, no
esperamos influir con nuestros manifiestos sobre los gobiernos
imperialistas; sin embargo, mientras existan esos gobiernos,
no podemos ignorarlos. Pero todas nuestras esperanzas están
puestas en que nuestra revolución desencadenará
la revolución europea. Si los pueblos sublevados de
Europa no aplastan al imperialismo, nosotros seremos aplastados,
sin lugar a dudas. O la revolución rusa desata el torbellino
de la lucha en Occidente o los capitalistas de todos los países
aplastan nuestra revolución."
-Hay un tercer camino, dice una voz en la sala.
"El tercer camino -responde Trotsky- es el del Comité
ejecutivo central, que, por un lado, envía delegaciones
a los obreros de Europa occidental y, por otro lado, se alía
con los Kichkin y los Konovalov. ¡Es el camino de la
mentira y de la hipocresía por el que no nos lanzaremos
nunca!"
"Evidentemente, no decimos que únicamente el día
del levantamiento de los obreros europeos podrá fijar
la fecha de la firma del tratado de paz. También es
posible que la burguesía, asustada ante la insurrección
inminente de los oprimidos, se apresure a concluir la paz.
No se pueden determinar las distintas posibilidades. Y tampoco
prever las formas concretas bajo las cuales se pueden presentar.
Es importante e indispensable fijar el método de lucha,
idéntico en principio tanto en la política exterior
como en la política interior. La unión de los
oprimidos en todas partes y lugares, ése es nuestro
camino."
"Los delegados del Congreso -escribe Reed- saludaron
este discurso con largas salvas de aplausos, sintiéndose
inflamados con la audaz idea de una defensa de la humanidad."
En todo caso, a ningún bolchevique se le habría
ocurrido entonces protestar contra el hecho de que la suerte
de la República soviética, en un discurso oficial
en nombre del partido bolchevique, se estableciera en dependencia
directa del desarrollo de la revolución internacional.
La ley dramática de este Congreso consistía
en que en la realización de un acto importante, al
final, o incluso interrumpiéndolo, se producía
un corto intervalo durante el cual aparecía en la escena
un personaje del otro campo para formular una protesta, para
amenazar o bien hacer llegar un ultimátum. El representante
del "Vikjel" (Comité Ejecutivo de la Unión
de Ferroviarios) pide que se le conceda inmediatamente la
palabra, sin dilaciones: necesita lanzar una bomba en la asamblea
antes de que el voto sobre la cuestión del poder sea
un hecho consumado. El orador, en, cuyo rostro pudo leer Reed
una hostilidad intransigente, empieza lanzando una acusación:
su organización, "la más poderosa de Rusia",
no ha sido invitada al Congreso. "¡Es el Comité
ejecutivo central el que no os ha invitado!", le gritan
de todas partes. "¡Que se sepa bien: ha sido revocada
la decisión primitiva del "Vikjel" de apoyo
al Congreso de los soviets!" El orador se apresura a
leer el ultimátum que ha sido enviado ya por telegrama
a todos los países: el "Vikjel" condena la
toma del poder por un solo partido; el gobierno debe ser responsable
ante "toda la democracia revolucionaria"; en espera
de la creación de un poder democrático, sólo
el "Vikjel" sigue siendo dueño de la red
ferroviaria. El orador añade que las tropas contrarrevolucionarias
no tendrán acceso a Petrogrado; en general, ningún
desplazamiento de tropas podrá hacerse en adelante
sin la orden del Comité ejecutivo central tal como
estaba compuesto anteriormente. ¡En caso de represión
contra los ferroviarios, el "Vikjel" cortaría
el aprovisionamiento de Petrogrado!
El congreso dio un salto, sacudido por ese golpe. Los dirigentes
del sindicato de ferroviarios intentan dialogar con el gobierno
del pueblo de igual a igual, de potencia a potencia. En el
momento en que los obreros, soldados y campesinos toman en
sus manos la dirección del Estado, el "Vikjel"
quiere imponer su ley a los obreros, soldados y campesinos.
Quiere crear de nuevo, en pequeño, el sistema de dualidad
de poderes ya destruido. Intentando apoyarse no en sus efectivos
sino en la importancia exclusiva de los ferrocarriles en la
vida económica y cultural del país, los demócratas
del "Vikjel" ponen al desnudo la caducidad de los
criterios de la democracia formal en las cuestiones esenciales
de la lucha social. ¡En realidad, la revolución
no es avara en grandes enseñanzas!
El momento escogido por los conciliadores para asestar el
golpe es, en todo caso, bastante propicio. Los miembros de
la mesa están preocupados. Felizmente, el "Vikjel"
no es el dueño absoluto de las vías de comunicación.
Los ferroviarios de diversas localidades forman parte de los
soviets municipales. Aquí mismo, en el Congreso, el
ultimátum del "Vikjel" encuentra una resistencia.
"Toda la masa de ferroviarios de nuestra región
-declara el delegado de Tachkent- se pronuncia por la entrega
del poder a los soviets." Otro representante de los obreros
del raíl dice: "Vikjel ¿qué es un
"cadáver político"." Admitamos
que exageren en esto. Apoyado en una capa superior bastante
numerosa de empleados de ferrocarriles, el "Vikjel"
ha conservado más fuerzas vivas que las otras organizaciones
superiores de los conciliadores. Pero corresponde, indudablemente,
al mismo tipo que los comités del ejército o
el Comité ejecutivo central. Su órbita le lleva
a una caída rápida. Los obreros, por todas partes,
se separan de los empleados. Los empleados subalternos se
oponen a sus superiores. El insolente ultimátum del
"Vikjel" va a acelerar forzosamente ese proceso.
"No se puede poner en cuestión siquiera la regularidad
del congreso, declara Kámenev con autoridad. El quorum
del congreso ha sido establecido no por nosotros, sino por
el antiguo Comité ejecutivo central... El congreso
es el órgano supremo de las masas de obreros y soldados."
¡Y se pasa, sin más, al orden del día!
El Soviet de Comisarios del pueblo es aprobado por una aplastante
mayoría, La resolución de Avilov reunió,
según una evaluación enormemente generosa por
parte de Sujánov, unos ciento cincuenta votos, en su
mayoría de socialistas revolucionarios de izquierda.
El congreso aprueba luego por unanimidad la composición
del nuevo Comité ejecutivo central; sobre ciento un
miembros, hay sesenta y dos bolcheviques y veintinueve socialistas
revolucionarios de izquierda. Posteriormente, el Comité
ejecutivo central deberá completarse con representantes
de los soviets campesinos y de las organizaciones del ejército
nuevamente elegidas. Las fracciones que han abandonado el
congreso tienen el derecho de enviar sus delegados al Comité
ejecutivo central sobre la base de una representación
proporcional.
El orden del día del congreso ya ha sido tratado. El
poder de los soviets ha sido creado. Tiene su programa. Ya
se puede poner a trabajar y no faltan tareas para ello. A
las 5 y 15 de la mañana, Kámenev cierra el Congreso
constitutivo del régimen soviético. ¡Unos
corren a la estación! ¡Otros vuelven a su casa!
¡Y muchos, al frente, a las fábricas, a los cuarteles,
a las minas y a las lejanas aldeas! Con los decretos del Congreso,
los delegados van a llevar el fermento de la insurrección
proletaria a todas las extremidades del país.
Aquella mañana, el órgano central del partido
bolchevique, que había tomado de nuevo su viejo nombre
de Pravda [La Verdad], escribía: "Quieren que
seamos los únicos en tomar el poder, para que seamos,
los únicos en afrontar las terribles dificultades que
se han planteado al país... Pues bien, tomaremos el
poder solos, apoyándonos en la voluntad del país
y contando con la ayuda amistosa del proletariado europeo.
Pero, habiendo tomado el poder, aplicaremos a los enemigos
de la revolución y a los que la sabotean el guante
de acero. Han soñado con la dictadura de Kornílov...
Les daremos la dictadura del proletariado..."