Desde el año 1904, me había mantenido al margen de las
dos fracciones socialdemócratas. En la revolución del 5 al
7, trabajé identificado con los bolcheviques. Durante los años
de la reacción, defendí en la prensa marxista internacional
contra los mencheviques los métodos de la revolución, aunque
sin perder las esperanzas de que los mencheviques se orientasen en un sentido
izquierdista, y, animado por esta esperanza, hube de hacer una serie de
tentativas en torno a la fusión. Hasta que no estalló la
guerra no me convencí definitivamente de que aquellos esfuerzos
eran inútiles. En Nueva York escribí en los primeros días
del mes de marzo una serie de artículos dedicados a estudiar las
fuerzas de clase y las perspectivas de la revolución rusa. Por aquellos
días, Lenin enviaba de Ginebra a Petrogrado sus "Cartas desde lejos".
Aquellas dos series de artículos, escritas desde dos puntos separadas
por el Océano, coinciden en el análisis y en el pronóstico.
Las fórmulas fundamentales a que llegábamos-posición
ante la clase campesina, ante la burguesía, ante el gobierno provisional,
ante la guerra, ante la revolución internacional-eran las mismas.
He aquí cómo, sobre la piedra de toque de la historia, se
contrastaba el "trotskismo" con el "leninismo", y el contraste realizábase
bajo condiciones químicamente puras. Yo no podía conocer
la posición adoptada por Lenin, sino que partía de mis supuestos
propios y de mi propia experiencia revolucionaria. Y, no obstante, acusaba
las mismas perspectivas y la misma línea estratégica que
él.
¿Es que en aquellos tiempos la cosa era ya tan clara, que la
conclusión hubiera de ser igual para todos? No, ni mucho menos.
La posición de Lenin fué, durante todo aquel tiempo-hasta
el día 4 de abril de 1917, en que llegó a Petrogrado-una
posición personal y exclusiva. A ninguno de los directivos del partido
residentes en Rusia-ni a uno solo-se le había ocurrido antes poner
proa a la dictadura del proletariado ni a la revolución social.
La asamblea del partido en que, víspera de llegar Lenin, se reunieron
unas cuantas docenas de bolcheviques, demostró que allí no
había nadie que pasase de la democracia. No en vano se han mantenido
secretas hasta hoy las actas de aquella asamblea. Stalin votó en
ella por sostener al Gobierno provisional de Gutchkof y Miliukof y por
la unión de los bolcheviques con los mencheviques. Una posición
semejante, si no más oportunista todavía, adoptaron Rykof,
Kamenef, Molotof, Tomsky, Kalinin y todos los demás caudillos y
sotacaudillos de hoy. Jaroslavsky, Ordchonikidse, Petrovsky, actual presidente
del Comité central ejecutivo ukraniano, y otros, en unión
de los mencheviques, publicaban en Jakutsk durante la revolución
de Febrero, un periódico titulado El Socialdemócrata, en
que no, hacían más que desarrollar las banales doctrinas
del oportunismo, provinciano. Dar hoy a la luz los artículos de
aquel Socialdemócrata, redactados por Jaroslavsky, equivaldría
a matarle intelectualmente, si a un hombre como a él pudiera causársele
una muerte intelectual. ¡Tales son los hombres que hoy montan la
guardia al "leninismo"! Ya sé yo que en diversos momentos de su
vida, estos hombres se han hartado de andar detrás de Lenin, copiando
sus palabras y sus gestos. Pero a comienzos de aquel año 1917, no
tenían al maestro delante. La situación era difícil.
Entonces precisamente era cuando había que demostrar si habían
aprendido algo o no en la escuela de Lenin, y de qué eran capaces
sin tenerle cerca. Que me digan el nombre de uno de los que figuran en
sus filas, de uno solo, que hubiera sido capaz de acercarse siquiera por
cuenta propia a aquella posición adoptada por Lenin en Ginebra o
en Nueva York por mí. Difícil será que puedan hacerlo.
La Pravda, de Petrogrado, dirigida por Stalin y Kamenef hasta la llegada
de Lenin, quedará siempre como un documento probatorio de la limitación
mental, la miopía y el oportunismo de aquellos hombres. Sin embargo,
la masa del partido y la clase obrera en conjunto iban desplazándose,
por la fuerza de las cosas, en la dirección acertada, que era la
lucha por la conquista del Poder. No había otro camino, ni para
el partido ni para el país,
Para defender en los años de la reacción la perspectiva
de la revolución permanente, hacía falta tener una penetración
teórica de que ellos no eran capaces. Para alzar, en el mes de marzo
del año 1917, la consigna de la lucha por el Poder les hubiera bastado,
acaso, con un poco de instinto político. Ni uno solo de los caudillos
de hoy-ni uno siquiera-tuvo la penetración ni el instinto necesarios.
Ni uno sólo fué capaz, en marzo de 1917, de remontarse, sobre
la democracia de las izquierdas pequeñoburguesas. Ni uno siquiera
pudo aprobar el examen de Historia.
Yo llegué a Petrogrado un mes después que Lenin, que
fué cabalmente el tiempo que me retuvo Lloyd George en el Canadá.
Cuando llegué, me encontré con que la situación, dentro
del partido, había cambiado notablemente. Lenin apelaba a las masas
contra sus lamentables conductores. Empezó a luchar sistemáticamente
contra aquellos "viejos bolcheviques que-como escribió por aquellos
días-no es la primera vez que desempeñan un triste papel
en la historia de nuestro partido, repitiendo, venga o no a cuento, fórmulas
aprendidas de memoria, en vez de molestarse en estudiar las características
de la nueva realidad viviente". Kamenef y Rykof intentaron oponer resistencia.
Stalin guardó silencio y se hizo a un lado. No hay un sólo
artículo de aquella época en que Stalin intente siquiera
analizar su política pasada y abrirse un camino hacia la posición
adoptada por Lenin. Se limitó a callar. Había asomado demasiado
la cabeza con sus desdichadas orientaciones en el primer mes de la revolución,
y era mejor recatarse en la sombra. No alzó la voz ni puso la pluma
sobre el papel en parte alguna para salir a la defensa de Lenin. Se hizo
a un lado y esperó. En los meses de mayor responsabilidad, en que
se preparó teórica y políticamente el asalto al Poder,
Stalin no existió políticamente.
Cuando yo llegué a Rusia, había todavía muchas
organizaciones socialdemocráticas en que marchaban unidos los bolcheviques
y los mencheviques. Era la consecuencia lógica de la postura adoptada
por Stalin, Kamenef y otros al comienzo de la revolución y durante
la guerra. Aunque hay que reconocer que la posición Stalin durante
la guerra no la conoce nadie, pues tampoco creyó oportuno dedicar
una sola línea a esta cuestión, que parece bastante importante.
Hoy, los manuales de los "Cominters" repartidos por el mundo entero-citaré
los de la juventud comunista de Escandinavia y los "pioniers" de Australia-se
hartan de repetir que, en agosto de 1912, Trotsky intentó unir a
los bolcheviques con los mencheviques. En cambio, no dicen, que ya en marzo
de 1917, Stalin propugnaba por la fusión de los bolcheviques con
el partido de Zeretelli, y que hasta mediados del año 1917, Lenin
no consiguió sacar de una vez al partido de aquella charca en que
lo habían metido los caudillos provisionales de entonces y epígonos
de hoy. El hecho de que ni uno solo de ellos, al estallar la revolución,
supiera penetrar en su sentido ni comprender sus derroteros, quiere interpretarse
hoy como, una gran profundidad dialéctica, para contrarrestar las
herejías de los que tuvieron el atrevimiento de comprender el pasado
y prevenir el futuro.
Recuerdo que poco después de llegar a San Petersburgo, le dije
a Kamenef que yo estaba identificado en un todo con las famosas "tesis
de abril" de Lenin, en que se marcaba la nueva orientación del partido,
y Kamenef me contestó: "¡Naturalmente!" Antes de ingresar
formalmente en el partido, hube de intervenir en la elaboración
de los documentos más importantes del bolchevismo. Y a nadie se
le ocurrió entonces preguntarme si me había desprendido del
"trotskismo", como en el período de la decadencia y de los epígonos
me habían de preguntar mil veces los Cachins, los Thälmanns
y demás usufructuarios de la revolución de Octubre. Las únicas
reclamaciones en que tal vez resaltase por entonces el contraste entre
el "trotskismo" y el "leninismo" eran las que, durante el mes de abril,
hacían los directivos del partido a Lenin acusándole de compartir
mis ideas. Kamenef lo hacía de una manera abierta y obstinada. Los
demás más veladamente y con mayor cautela. Docenas de "viejos
bolcheviques" me dijeron, al llegar yo a Rusia: "Ahora está usted
de enhorabuena." No tuve más remedio que demostrarles que Lenin,
no se había "pasado" a mi posición, sino que desarrollaba
la suya propia y que la marcha de las cosas, sustituyendo el álgebra
por la aritmética, arrojaba unidad de nuestras doctrinas, como era
en efecto.
En aquellas primeras reuniones que tuvimos, y más aún
después de las jornadas de Julio, Lenin, bajo aquella apariencia
de tranquilidad y de sencillez "prosaica", daba la impresión de
un hombre extraordinariamente concentrado y de enormes preocupaciones interiores.
Por aquellos días, la kerensquiada parecía omnipotente. El
bolcheviquismo era "un puñado de hombres que tendía a desaparecer".
Al menos, así opinaba el Gobierno oficialmente. Nuestro partido
,no había cobrado aún la conciencia de sí mismo ni
del porvenir que le estaba reservado. Y, sin embargo, Lenin lo conducía
con paso firme hacia la gran batalla. Yo me enganché al trabajo
y le ayudé desde el primer día.
Dos meses antes del alzamiento de Octubre, escribí: "Para nosotros,
el internacionalismo no es una idea abstracta que no tenga más misión
que ser violada siempre que la ocasión se presente (como lo es para
Zeretelli o Tchernof), sino un principio directo orientador y profundamente
práctico. Nosotros no concebimos que nuestro triunfo pueda ser seguro
y definitivo sin la revolución europea." A los nombres de Zeretelli
y Tchernof no podía agregar todavía, por entonces, el de
Stalin, el filósofo del "socialismo en un solo país". Mi
artículo terminaba con las palabras siguientes: "¡La revolución
permanente contra la permanente matanza! Tal es la lucha en que se debate
el destino de la humanidad." Este artículo apareció impreso
el día 7 de septiembre, en el órgano central del partido,
y fué editado luego en forma de folleto. ¿Por qué
mis críticos de hoy callaron entonces ante mi consigna herética
de la revolución permanente? ¿Dónde estaban? Unos,
como Stalin, esperaban, mirando cautelosamente para todos lados; otros,
como Zinovief, se habían metido debajo de la mesa. Pero hay otra
pregunta que importa más que ésta: ¿Cómo es
que Lenin se allanó tan tranquilamente a mi doctrina? En punto a
la teoría, aquel hombre no conocía la indulgencia ni la transigencia.
¿Cómo, pues, toleró aquella prédica del "trotskismo"
en el órgano central de la Prensa bolchevista?
El día 1.º de noviembre de 1917, en una sesión del
Comité de Petrogrado-el acta de esta sesión, histórica
por todos conceptos, se mantiene en secreto-, Lenin dijo que, desde que
me había convencido de que era una quimera la unión con los
mencheviques, "no había mejor bolchevique" que yo. Con esto, ponía
bien a las claras, y no era la primera vez, que lo que nos había
mantenido separados no era la teoría de la revolución permanente,
sino otra cuestión secundaria, aunque importante también:
la posición ante el menchevismo.
A los dos años de triunfar nuestro movimiento, Lenin, volviendo
la vista atrás, escribía: "En el momento de conquistar el
Poder e implantar la República de los Soviets, el bolchevismo supo
atraerse a los mejores elementos entre los que figuraban en las corrientes
del pensamiento socialista más afines a él." ¿Puede
caber ni una sombra de duda que Lenin, al acentuar aquello de las corrientes
más afines al bolchevismo, quería referirse, muy en primer
término, a lo que llaman ahora el "trotskismo histórico"?
¿Qué otra corriente había más afín al
bolchevismo que la que yo representaba? ¿A quién si no quiso
referirse? ¿Acaso a Marcel Cachin? ¿O a Thälmann? Para
Lenin, en aquel momento en que tendía la vista sobre el pasado del
partido, el "trotskismo" no podía ser una corriente hostil ni extraña,
sino, por el contrario, la corriente del pensamiento socialista más
afín a la representada por él.
Como vemos, el verdadero curso que siguieron las ideas no se parece
en nada a esa caricatura falseada que se han sacado de la cabeza los epígonos,
aprovechándose de la muerte de Lenin y de la ola de la reacción.