Las vallas de Viena aparecieron cubiertas de letreros diciendo: "¡Mueran
los servios!". Tal era también el grito de los chicos de la calle.
Sergioska, nuestro pequeño, alentado como siempre por el espíritu
de la contradicción, tuvo la ocurrencia de gritar en la pradera
de Sievering: "¡Viva Servía!", y volvió a casa lleno
de cardenales y con una buena lección de política internacional.
Sir Buchanan, a la sazón embajador de Inglaterra en San Petersburgo,
habla en sus Memorias con gran entusiasmo de aquellos "primeros días
maravillosos del mes de agosto", en que "Rusia parecía otra". Manifestaciones
de entusiasmo semejantes a ésta se encuentran en las Memorias de
otros hombres de Estado, aunque no reflejen de un modo tan perfecto como
Buchanan la placentera cerrazón mental de las clases gobernantes.
En todas las capitales europeas fueron "maravillosos", al modo como lo
entiende el embajador inglés, aquellos primeros días de agosto;
todos los países parecían "otros", en el entusiasmo con que
se lanzaban A la empresa de su mutua destrucción.
El ardor patriótico que de pronto se apoderó de las masas
en Austria-Hungría, tenía mucho de sorprendente. ¿Qué
era lo que empujaba al zapatero vienés de portal, a Pospichil, medio
alemán y medio checo, a Frau Marech, la verdulera, o a Frankl, el
cochero de punto, a estacionarse en patriótico manifestación
delante del Ministerio de la Guerra? ¿La idea nacional? ¿Pero
cuál, si la Monarquía austro-húngara era precisamente
la negación de la idea nacional? No; el resorte motor de aquel entusiasmo
era otro.
El mundo está lleno de seres como éstos, cuya vida entera
transcurre, día tras día, en un hastío monótono,
sin esperar en nada. Sobre los hombros de estas gentes descansa la sociedad
actual. El clarinazo de la movilización es como un mensaje de anunciación
que hace vibrar su vida. Echa por tierra todo lo habitual y cansino, de
que tantas veces habían maldecido, y trae una vida nueva, desacostumbrada,
extraordinaria. En el horizonte se dibujan cambios imprevisibles. ¿Para
mejor o para peor? Para mejor, ¡qué duda cabe!, pues por mal
que vengan las cosas, a hombres como a Pospichil no es fácil que
les vaya peor que en tiempos "nominales".
Salí a pasear por las calles principales de aquella ciudad de
Viena, que tan bien conocía, y observé la muchedumbre de
gente desacostumbrada que se congregaba en los elegantes bulevares del
"Ring", dando expansión a sus esperanzas. ¿Y en el mero hecho
de estar allí, no se realizaba ya una pequeña parte de esas
esperanzas? ¿Cuándo, aquellos mozos de cuerda, aquellas lavanderas,
aquellos zapateros y recaderos, aquellos raquíticos tipos de los
arrabales habían soñado con poder discurrir por lujosas calles,
sintiéndose los dueños de la situación? La guerra
estalla para todos, y los oprimidos, los defraudados por la vida, sentíanse
ante ella iguales a los ricos y poderosos. No tiene nada de paradójico
si digo que en aquella muchedumbre vienesa que se manifestaba a la mayor
honra y gloria de las armas de los Habsburgos pude observar las mismas
características psicológicas que había observado en
San Petersburgo en las jornadas de Octubre de 1905. No en vano la guerra
ha sido muchas veces en la historia la madre de la revolución.
Lo que varía fundamentalmente, en uno y otro caso, es la actitud
de las clases dominantes. A Buchanan, aquellos días parecíanle
maravillosos y Rusia otra. En cambio, el conde de Witte, hablando de los
días más patéticos de la revolución de 1905,
decía que "la inmensa mayoría de Rusia parecía haber
perdido de pronto la cabeza".
La guerra, al igual que la revolución, saca de quicio toda la
vida, de los pies a la cabeza. Pero hay la diferencia de que la revolución
dirige sus tiros contra el Poder existente, mientras que la guerra lo afirma
y consolida, por encontrar en él el único apoyo seguro en
medio del caos bélico, hasta que este caos se encarga de enterrarlo
en la misma zanja que él abrió. Las esperanzas que se pusieron
en los movimientos internacionales y fuertes conmociones sociales que habrían
de producirse al estallar la guerra, eran completamente infundadas lo mismo
en Praga que en Trieste, en Varsovia que en Tiflis. En septiembre de 1914
decía yo lo siguiente, en un artículo que envié a
Rusia: "La movilización y la declaración de guerra parecen
haber borrado del país, por el momento, todos los antagonismos sociales
y de raza. Pero esto no es más que un respiro histórico,
una especie de moratoria política, por decirlo así. Las circunstancias
han cambiado la fecha del vencimiento de la letra, pero ya llegará
la hora de ponerla al cobro." Estas líneas, que me tachó
la censura, no se referían solamente al Imperio austro-húngaro;
se referían también a Rusia, y a ésta muy principalmente.
Los acontecimientos se precipitaban. Llegó un telegrama dando
cuenta del asesinato de Jaurés. Como los periódicos venían
plagados de mentiras malévolas, todavía pudimos dudar y esperar
por unas cuantas horas que aquello no fuese verdad. Pero la noticia no
tardó en confirmarse. Jaurés había sido asesinado
por sus enemigos y traicionado por sus partidarios.
¿En qué actitud se colocaron ante la guerra las personalidades
más destacadas de la socialdemocracia vienesa? Los había
que estaban en sus glorias, que despotricaban contra los servios y los
rusos, sin detenerse a establecer grandes diferencias entre los Gobiernos
y los pueblos: eran los nacionalistas de nacimiento; la cultura socialista
no había hecho más que cubrir con un leve barniz la realidad,
y este barniz iba cayéndoseles ahora por momentos. Todavía
me acuerdo de cómo aquel Julio Deutsch, que luego había de
ser algo así como Ministro de la Guerra, hablaba sin recato de esta
guerra inevitable y beneficiosa que al fin libraría a Austria de
la "pesadilla" servia. Los demás-a la cabeza de éstos, se
encontraba Víctor Adler-aceptaban la guerra como una catástrofe
fatal, a la que no había más remedio que resignarse. Esta
pasividad expectante servía para cubrir la retirada del ala nacionalista
activa. Alguno que otro recordaba ingeniosamente el triunfo de las armas
alemanas en 1871, que había imprimido tan fuerte impulso a la industria
y a la socialdemocracia.
El día 2 de agosto, Alemania declaró la guerra a Rusia.
Ya habían empezado a desfilar los rusos residentes en Viena. El
3 de agosto por la mañana me fuí a consultar con los diputados
socialistas lo que debíamos hacer los emigrados rusos. Federico
Adler, sentado a la mesa de su despacho, seguía revolviendo mecánicamente
libros, papel y contraseñas para el congreso socialista internacional
que había de reunirse próximamente en Viena. Pero aquel congreso
había pasado ya a la historia. Ahora, estaban en turno otros poderes...
Adler padre me dijo que lo mejor era que fuésemos a beber a las
fuentes, es decir, a preguntárselo en derechura a Geyer el jefe
de la policía política. En el auto, camino de la Dirección,
le hice notar a Adler que la guerra revestía exteriormente un aire
de fiesta.
-Sí-contestó mi acompañante-, los que no necesitan
empuñar las armas están muy contentos. Además, todos
los exaltados y los locos se lanzan ahora a la calle, pues ha llegado su
hora. El asesinato de Jaurés no es, más que el comienzo.
La guerra desencadena todos los instintos del hombre y todas las formas
de la demencia.
Adler, que era psiquiatra de profesión, solía contemplar
los sucesos políticos, "sobre todo los de Austria"-como él
decía irónicamente-, desde el punto de vista psicopatológico.
¡Cuán lejos estaba de pensar, que su propio hijo había
de cometer un asesinato político, años más tarde!
Precisamente hacía pocos días que en la revista La lucha,
dirigida por Adler hijo, había publicado yo un artículo combatiendo
el terrorismo individual. El director de la revista-¡cosa curiosa!-me
dedicó grandes elogios por mi trabajo. El acto terrorista de Federico
Adler era, sencillamente, el oportunismo desesperado que se rebelaba. Cuando
hubo dado escape a su desesperación, Adler, ya tranquilo, se reintegró
a los antiguos cauces.
Geyer apuntó discretamente la posibilidad de que a la mañana
siguiente temprano se comunicase la orden de detención de todos
los rusos y servios residentes en el territorio.
-¿De modo que, me recomienda usted marchar?
-Cuanto antes, mejor.
-Magnífico, pues mañana saldré con mi familia
para Suiza.
-¡Hum!... ; mejor sería que lo hiciese usted hoy mismo.
Esta conversación tenía lugar a las tres de la tarde;
hacia las seis y diez estaba sentado con mi familia en el tren de Zurich.
A mi espalda se quedaban siete años de relaciones y amistades, los
libros, los archivos, los trabajos empezados, entre ellos una polémica
con el profesor Masaryk acerca de su libro sobre el destino de la cultura
rusa.
El telegrama dando cuenta de la capitulación de la socialdemocracia
alemana me conmovió bastante más que la declaración
de guerra, aunque estaba muy lejos de comulgar con ningún idealismo
simplista respecto al socialismo de los alemanes. En el año 1905
había dado expresión a la idea siguiente, reiterada luego
en muy diversas ocasiones: "En los partidos socialistas europeos se está
desarrollando un espíritu conservador muy peculiar, cuya intensidad
aumenta en proporción a las masas afiliadas... Esto puede hacer
que, llegado el momento dé dar la batalla contra la reacción
burguesa, la socialdemocracia se levante como un obstáculo ante
los obreros. O dicho de otro modo, el conservadurismo de la propaganda
socialista que se está infiltrando en el partido proletario, puede,
en un determinado momento, interponerse ante el proletariado para impedir
que se lance al asalto del Poder." Nunca pensé que los directivos
oficiales de la Internacional fuesen capaces de tomar una iniciativa revolucionaria
ante la guerra. Pero tampoco pude creer que la socialdemocracia se arrastrase
de ese modo a los pies del militarismo patriotero.
Cuando recibimos en Suiza el número del Vorwäts en que
se daba cuenta de la sesión celebrada en el Reichstag el día
4 de agosto, Lenin estaba firmemente convencido de que era un número
falsificado, redactado por el Estado mayor alemán para engañar
y atemorizar al enemigo. Como se ve, la confianza que aún sentía
Lenin por el partido socialista alemán era grande, pese a todas
las críticas. Al tiempo que esto ocurría, el Diario obrero
de Viena cantaba al día en que había capitulado el socialismo
del país vecino como "el día grande de la nación alemana".
Era el apogeo de Austerlitz, ¡su "Austerlitz"!... Yo no creía
que aquel número del periódico socialista alemán fuese
falsificado; las impresiones directas que traía de Viena me habían
preparado para recibir las peores sorpresas. Y sin embargo, la vocación
del día 4 de agosto en el Reichstag, fué una de las decepciones
más trágicas de mi vida. ¿Qué diría
Engels a esto?, me preguntaba. La respuesta no podía ofrecerme dudas.
Pero, ¿cómo habría obrado Bebel ? De esto ya no estaba
tan seguro. Pero Bebel ya no existía. Existía en cambio Haase,
aquel honorable demócrata provinciano, sin horizonte teórico
ni temperamento revolucionario que, acosado por una situación crítica,
rehuía toda resolución irrevocable y se refugiaba en las
soluciones a medias y en la espera. Aquel hombre no estaba a la altura
de los acontecimientos. Y tras él venían los Scheidemann,
los Ebert, los Wels...
Suiza era un reflejo de Alemania y Francia, si bien, claro está,
en la escala más tenue y reducida de un país neutral. Para
que la imagen plástica fuese completa, en los escaños del
Parlamento suizo se sentaban dos diputados socialistas que tenían
el mismo nombre y el mismo apellido: Johann Sigg, de Zurich, y Jean Sigg,
de Ginebra. Johann era un furioso germanófilo; Jean, un francófilo
irreductible. He aquí el espejo suizo de la Internacional.
Hacia el segundo mes de la guerra me encontré en la calle, en
Zurich, al viejo Molkenbuhr, que venía a preparar un poco la opinión
pública. Y preguntándole yo cómo creía su partido
que iba a desarrollarse la guerra, aquel antiguo socialista me contestó
en los siguientes términos:
-En dos meses más habremos liquidado con Francia; en seguida
nos lanzaremos sobre el frente oriental para acabar con el ejército
zarista, y a la vuelta de tres o a lo sumo cuatro meses, daremos a Europa
una paz duradera.
Estas palabras están registradas literalmente en mi diario.
Claro está que Molkenbuhr no expresaba una opinión personal,
sino el juicio oficial del partido socialista. Por aquellos días,
el embajador de Francia en San Petersburgo, apostaba con sir Buchanan cinco
libras esterlinas a que la guerra habría terminado antes de Navidades.
Nosotros, los "utopistas", parece que tuvimos para muchas cosas una mirada
bastante más clara que la de éstos caballeros "realistas",
los diplomáticos y los socialdemócratas.
Suiza, entre cuyas fronteras me veía obligado a esperar el término
de la guerra, recordábame aquella tranquila pensión finlandesa,
la "Rauha", donde en el otoño de 1905 me habían sorprendido
las primeras noticias del movimiento revolucionario. Aunque también
el ejército suizo estuviese en pie de guerra y desde Basilea se
oyese el retumbar de los cañones, nuestra pensión helvética,
cuya principal preocupación era el exceso de quesos y la falta de
patatas, tenía mucho de un tranquilo oasis ceñido por el
cerco de fuego de la guerra. ¡Quién sabe-pensaba yo-, acaso
no esté lejos la hora en que podamos salir de este oasis suizo de
paz ("Rauha") para volver a reunimos en la sala del Instituto tecnológico
con los obreros de Petrogrado! Pero hubieron de pasar treinta y tres meses
antes de que la ansiada hora sonase.
La necesidad que sentía de esclarecer ante mí mismo los
hechos vividos, me movió a abrir un diario. Con fecha de 9 de agosto
aparecen estampadas en él las líneas siguientes: "Es evidente
que ya no estamos ante tales o cuales errores, ante este o el otro traspiés
oportunista, ante una serie de discursos torpes pronunciados desde la tribuna
del Parlamento, ni ante los votos emitidos a favor del presupuesto de guerra
por los socialistas del Gran Duque de Baden, ni ante el experimento del
ministerialismo francés, ni ante la deserción de unos cuantos
caudillos: estamos presenciando la bancarrota de la Internacional, en el
momento más crítico y de mayor responsabilidad, de que todos
los trabajos anteriores no eran más que una preparación."
Y con fecha de II de agosto: "Sólo desencadenando un movimiento
socialista revolucionario, que revista desde el primer instante carácter
violento, se podrán echar los cimientos para la nueva Internacional.
Los años que sigan a éstos serán un vivero de revoluciones
sociales."
Durante aquellos meses, intervine activamente en la vida del socialismo
suizo. La corriente internacionalista encontraba las simpatías casi
unánimes de las masas obreras. No había reunión ni
mitin de que no volviese con un convencimiento acrecentado respecto a la
firmeza de mi posición. En la asociación obrera "Concordia",
de composición internacional, encontré el primer apoyo. A
principios de septiembre, y de acuerdo con los dirigentes de ésta
organización, redacté un manifiesto contra la guerra y el
socialpatriotismo. El Comité directivo invitó a las personas
más destacadas del partido a un mitin, en que yo había de
pronunciar un discurso en alemán, explicando y defendiendo el manifiesto.
Pero los invitados no comparecieron. Parecióles muy arriesgado adoptar
una posición frente a un problema tan agudo, y prefirieron esperar,
limitándose por el momento a murmurar de los "excesos" del patrioterismo
francés y alemán entre las cuatro paredes de un cuarto. La
asamblea convocada por la "Concordia" aprobó casi por unanimidad
el manifiesto, que, a pesar de mantenerse retraído ante muchos puntos,
contribuyó muy eficazmente a remover la opinión pública
dentro del partido. Fué, seguramente, el primer documento internacionalista
que se publicó desde el comienzo de la guerra en nombre de una organización
obrera.
Por aquellos días, entré por vez primera en contacto
con Radek, que al estallar la guerra se había trasladado de Alemania
a Suiza. Figuraba en la extrema izquierda del partido alemán, y
yo confiaba encontrar en él a un aliado. En efecto, Radek expresábase
con una dureza extraordinaria respecto a los dirigentes del partido. En
esto, estábamos de acuerdo. Pero en una conversación que
tuve con él, hube de notar con asombro que no pensaba en la posibilidad
de una revolución proletaria traída por la guerra ni en la
época que a ésta siguiese. Según él, las fuerzas
productoras de la humanidad, consideradas en conjunto, no se habían
desarrollado aún lo bastante para que pudiera pensarse en esta..
Yo estaba cansado de oír a la gente razonar así; pero no
concebía que un político revolucionario de un país
de tan avanzado capitalismo pudiera emplear semejante argumento. Pocos
días antes de que yo abandonase Zurich, Radek pronunciaba ante los
obreros de la "Concordia" un discurso de grandes proporciones, encaminado
a demostrar ce por be que el mundo capita, lista no estaba aún maduro
para la revolución social.
El escritor Suzo Fritz Brupbacher, en sus Recuerdos, que no dejan de
tener cierto interés, hace referencia a este discurso de Radek e
informa acerca de las diversas corrientes socialistas que se debatieron
en Zurich al comienzo de la guerra. Es curioso que este escritor califique
de... pacifistas las tendencias sostenidas por mí en aquella época.
No hay modo de saber qué entiende él por "pacifismo". Por
lo que se refiere a la trayectoria recorrida por el propio autor desde
aquellos tiempos, está suficientemente definida en el título
de una de sus obras: De pequeño burgués, a bolchevique. Tengo
una imagen suficientemente clara de las ideas que abrazaba el autor por
aquel entonces, para poder adherirme sin reservas a la primera parte del
título. De la segunda, ya no puedo responder.
Tan pronto como los periódicos socialistas alemanes y franceses
empezaron a ofrecer una visión clara de la catástrofe moral
y política del socialismo oficial, dejé a un lado el diario
y me puse a escribir un folleto político acerca de la guerra y la
Internacional. Impresionado todavía por la primera conversación
que había sostenido con Radek, escribí para este folleto
un prólogo en el que hacía resaltar con especial energía
que la actual guerra no era sino la rebelión de las fuerzas productoras
del capitalismo, consideradas en un plano universal, contra lo propiedad
privada, por una parte, y por otra las fronteras de los Estados. Mi libro
sobre La Guerra, y la Internacional tuvo, como tienen todos los libros,
sus vicisitudes, primero en Suiza, luego en Alemania y Francia, más
tarde en América y por último en la República de los
Soviets. Acerca de esto quisiera decir aquí algunas palabras.
Hizo la traducción sobre el original un ruso que conocía
el alemán harto imperfectamente. De revisar el estilo de la traducción,
se encargó el profesor Ragaz, de Zurich. Ragaz, que era un creyente
cristiano, más aún, teólogo de vocación y de
profesión, figuraba en la más extrema izquierda del socialismo
suizo, propugnaba los métodos activos más radicales contra
la guerra y era partidario de la revolución proletaria. Tanto él
como su mujer ganaron mis simpatías, por la seriedad y profunda
fuerza moral con que se enfrentaban ante los problemas políticos;
esto poníalos a cien codos por encima de aquellos hueros burócratas
de la socialdemocracia austríaca, alemana y suiza. Según
mis noticias, algún tiempo después Ragaz vióse obligado
a sacrificar la cátedra universitaria a sus convicciones. Para el
sector social en que vivía, no era pequeño sacrificio. Siempre
que hablaba con este hombre notable, a pesar de la gran estimación
que por él sentía, notaba que entre nosotros se interponía,
casi físicamente, un velo muy tenue, pero absolutamente impenetrable.
él era un místico de los pies a la cabeza, y aunque a nadie
pretendía imponer su fe, ni aludía siquiera a ella, en sus
palabras, hasta la idea del levantamiento armado parecía velarse
con ese halo misterioso del más allá, que a mí me
producía un escalofrío desagradable. Yo fuí siempre,
desde que tuve uso de razón, primero de un modo intuitivo, y luego
conscientemente, materialista, y no sólo no sentía la menor
necesidad de creer en otra vida, sino que no acertaba siquiera a tender
un puente psicológico hacia esas personas que se las arreglan para
conciliar las doctrinas darwinistas y la fe en la Santísima Trinidad.
Gracias a Ragaz, pudo publicarse en libro en buen alemán. En
diciembre de 1914 logró introducirse en Austria y Alemania, por
obra principalmente de la izquierda suiza, de F. Platten y otros. El folleto,
escrito pensando en los países germanos, dirigía sus principales
tiros contra la socialdemocracia alemana, que iba a la cabeza de la Segunda
Internacional. Creo que fué el periodista Heilmann, primer violín
de la charanga patriotera, el que dijo de mi libro que era equivocado,
pero consecuente dentro de su error. No podía apetecer yo mejor
elogio. No faltó, naturalmente, quien viese en el folleto una maniobra
hábil al servicio de la propaganda aliadófila.
Algún tiempo después, estando ya en Francia, me encontré
casualmente en un periódico francés con un telegrama suizo
donde se decía que un tribunal alemán me había condenado
a prisión en rebeldía por mi folleto zuriqués. De
esto deduje que el librito había dado en el clavo. Los jueces de
Su Majestad Imperial, sin saberlo, me prestaron con esta sentencia, de
la que no me apresuré a apelar, un servicio muy considerable. Los
calumniadores y espías al servicio de los aliados, que tan noblemente
se esforzaban en presentarme como un agente de la causa alemana, tenían
que retroceder un poco, por fuerza, ante aquel fallo condenatorio.
Esto no impidió que las autoridades francesas confiscasen el
libro en la frontera, alegando como razón el ser "de origen alemán".
En el periódico de Hervé apareció una noticia equívoca
defendiendo el folleto de la censura. Tengo motivos para sospechar que
aquella noticia procedía de Ch. Rappaport, sujeto bastante conocido,
casi marxista y autor de la más larga serie de juegos de palabras
que haya podido formar un hombre, dedicando a ello toda su vida..
Después de la revolución de Octubre, un editor neoyorquino
inteligente vió allí un buen negocio y convirtió el
folleto alemán en un magnífico libro norteamericano. Según
él mismo dijo, Wilson, al saber que el libro se estaba imprimiendo,
le telefoneó de la Casa Blanca, rogándole que le enviase
las pruebas; el Presidente estaba elaborando sus consabidos "14 puntos"
y le sacaba de quicio, según dicen los bien enterados, que los bolcheviques
se le adelantasen, arrebatándole sus mejores fórmulas. Al
cabo de dos meses, se habían vendido 16.000 ejemplares de la obra.
Pero vinieron los días de la paz de Brest-Litovsk, en los periódicos
americanos se desencadenó una campaña terrible contra mí,
y el libro desapareció del mercado.
En la República de los Soviets, el folleto zuriqués se
editó y reeditó en numerosas tiradas y sirvió de material
para el estudio de la apreciación marxista de la guerra, hasta que
en el año 1924, al descubrirme el "trotskismo", se esfumó
del "mercado" de la Internacional comunista. Hoy vuelve a ser un libro
prohibido, como antes de la revolución. Bien dice, pues, el dicho
de que también los libros tienen su estrella.