El congreso del partido del año 1907 hubo de celebrarse en una
iglesia socialista de Londres. Fué un congreso muy concurrido, largo,
turbulento y caótico. En San Petersburgo continuaba viviendo la
segunda Duma. La revolución iba en descenso, pero el interés
por ella era cada vez mayor y había contagiado hasta la política
inglesa. Los liberales ingleses invitaban a sus casas a los delegados famosos
que intervenían en el congreso, para enseñarlos a sus visitas.
El descenso revolucionario iniciado empezaba a revelarse ya en la caja
del partido. No había fondos bastantes para pagar el viaje de regreso
de los delegados ni aún siquiera para llevar a término los
trabajos del congreso. Cuando esta triste noticia resonó en las
bóvedas de la iglesia, viniendo a cortar la discusión acerca
del levantamiento armado, los delegados se quedaron mirando unos para otros,
perplejos y llenos de inquietud. ¿Qué hacer? Desde luego,
no estarse allí metidos en la iglesia, con los brazos cruzados.
Pero he aquí que de pronto, y cuando menos lo esperábamos,
se encontró una solución. Un liberal inglés mostrábase
dispuesto a hacer un empréstito a la revolución rusa, por
valor-si mal no recuerdo-de tres mil libras. Mas para ello exigía
que la letra extendida por la revolución nevase las firmas de todos
los congresistas. Y así fué. Se le entregó al inglés
un documento en que aparecían estampadas unos cuantos cientos de
firmas con el signo de todas las naciones rusas. Aquella letra tardó
en vencer. Los años de reacción y la guerra no permitieron
a nuestro partido pensar en el reembolso de semejante suma. Fué
el Gobierno de los Soviets quien se encargó de recoger la letra
librada en el Congreso de Londres. La revolución cumple siempre
con sus obligaciones, aunque a veces lo haga con algún retraso.
En uno de los primeros días del congreso, se me acercó
en los claustros de la iglesia un hombre alto y huesudo, con cara ancha,
pómulos salientes y sombrero redondo.
-Soy un admirador de usted-me dijo con una sonrisa afectuosa.
-¿Un admirador?-le pregunté asombrado.
Quería referirse, por lo visto, a mis obras polémicas
y políticas escritas en la cárcel. Tenía delante a
Máximo Gorki. Era la primera vez que le veía.
-No necesito decir que también yo soy un gran admirador suyo
-le dije, pagándole su amabilidad en la misma moneda.
Por entonces, Gorki simpatizaba con los bolcheviques. Con él
estaba la Andreieva, conocida actriz. Días después salimos
juntos a ver Londres.
-¿Lo concibe usted?-me dijo Gorki meneando la cabeza con un gesto
de asombro, a la par que apuntaba para su amigo-. Esta mujer habla todos
los idiomas de la tierra.
él, por su parte, no hablaba más que ruso; pero el ruso
lo hablaba bien. Cuando se acercaba un mendigo a cerrar la puerta del coche
de punto, Gorki se volvía a su acompañante en tono de súplica:
-¡Démosle estas perras!
A lo cual replicaba la Andreieva:
-Ya le he dado, Aliochenka, ya le he dado.
En el congreso de Londres trabé relación con Rosa Luxemburgo,
a la que ya conocía desde 1904. Era una mujer pequeña, delicada
y casi enfermiza, con rasgos de gran nobleza en la cara y unos ojos magníficos,
por los que rebosaba el espíritu; esta mujer se imponía por
la fuerza de su carácter y la audacia de sus pensamientos. En su
estilo-concentrado, preciso, despiadado-nos ha quedado perenne el espejo
de su heroico espíritu. Era la suya una naturaleza compleja, rica
en matices. El alma de Rosa Luxemburgo, que tenía muchas cuerdas,
vibraba por igual con la revolución y sus pasiones que con el hombre
y el arte; con la naturaleza, sus pájaros y sus hierbas. "Pero tengo
que tener alguien que me crea-escribía a Luisa Kautsky-que si ando
debatiéndome en este torbellino de la historia del mundo es por
equivocación, pues en realidad, yo he nacido para guardar gansos."
Yo no mantenía relaciones personales de cerca con Rosa Luxemburgo;
nos veíamos rara vez y sólo por poco tiempo. La admiraba
de lejos, y acaso por entonces no la estimase todo lo que ella merecía...
Ante el problema de la llamada revolución permanente, adoptaba,
en principio, la misma posición que yo. Un día, estaba con
Lenin en las naves de la iglesia, discutiendo medio en serio, medio en
broma, sobre este tema. Un grupo de delegados formaba corro en torno nuestro.
-Todo proviene-dijo Lenin refiriéndose a Rosa-de que no habla
bien el ruso.
-Pero, en cambio-contesté yo-, habla magníficamente el
marxismo.
Los delegados se echaron a reír, y nosotros con ellos.
En las sesiones del congreso tuve ocasión de exponer mi punto
de vista acerca del papel que incumbía al proletariado en la revolución
burguesa y sobre todo acerca de la actitud que debiera adoptar ante el
problema campesino. He aquí lo que dijo Lenin, resumiendo mis palabras:
"Trotsky sostiene la comunidad de intereses del proletariado y la clase
campesina en la revolución actual", entendiendo que "media entre
ellos una solidaridad en cuanto a los puntos fundamentales de su posición
frente a los partidos burgueses". A la vista de estas palabras, ¿habrá
alguien- capaz de seguir manteniendo la leyenda de que en 1905 yo "desdeñé"
el problema campesino? Permítaseme añadir que el discurso
programático pronunciado por mí en Londres en 1907, y que
sigo considerando perfectamente acertado, fué impreso y reimpreso
repetidas veces después de la revolución de Octubre como
modelo de cuál debiera ser la posición bolchevista frente
a los campesinos y la burguesía.
Desde Londres me trasladé a Berlín, para reunirme allí
con mi mujer, que había de llegar de San Petersburgo. Parvus, que
estaba huído ya de Siberia, había colocado en Dresden, en
la editorial socialdemocrática de Kaden, mi libro Ida y vuelta.
Me comprometí a escribir para este folleto, en que relataba mi fuga,
un prólogo acerca de la revolución. De este prólogo
fué surgiendo, en unos cuantos meses, un libro: Rusia en la revolución
o 1905. Luego nos fuimos los tres-mi mujer, Parvus y yo-a hacer una excursión
a pie por la Suiza sajona. Era a fines de verano; hacía unos días
magníficos y por las mañanas soplaba un fresco delicioso;
bebíamos leche y aire serrano a todo pasto. Por empeñarnos
en no bajar la montaña por el camino trazado, por poco nos desnucamos
mi mujer y yo. Nos quedamos a pasar unas cuantas semanas en un pueblecillo
de la Bohemia llamado Hirschberg, lugar de veraneo para gentes sin pretensiones.
Cuando se nos acababa el dinero-que era con mucha frecuencia-, Parvus o
yo nos sentábamos y escribíamos a escape un artículo
para los periódicos socialdemócratas. Allí, en Hirschberg,
puse fin a un libro sobre la socialdemocracia alemana para una editorial
bolchevista. En él, y por segunda vez (pues ya lo había hecho
también el año 1905), formulaba el temor de que el aparato
gigantesco de la socialdemocracia alemana se convirtiese, llegado un momento
crítico para la sociedad burguesa, en una firme columna del orden
conservador. No podía sospechar siquiera, por entonces, cuán
cumplidamente habían de venir los hechos a confirmar esta suposición
teórica mía. En Hirschberg nos dispersamos, cada cual por
su lado: mi mujer, camino de Rusia, a recoger al niño; Parvus, hacia
Alemania; yo me fui al congreso de Stuttgart.
En el congreso de la Internacional, celebrado en Stuttgart, percibiese
todavía un hálito de la revolución rusa. Predominaba
el ala izquierda. Pero la decepción acerca de los métodos
revolucionarios empezaba a dibujarse en el ambiente. En el interés
que aquellas gentes mostraban por los revolucionarios rusos había
ya un cierto toque de ironía: "¿Qué, ya están
ustedes otra vez aquí, eh?" En febrero de 1905, estando en Viena,
camino de Rusia, se me había ocurrido preguntarle a Víctor
Adler qué pensaba acerca de una posible intervención de la
socialdemocracia en un Gobierno provisional que pudiera formarse. Adler
me contestó con aquella ironía mordaz que le era peculiar:
-Antes de quebrarse la cabeza pensando en un Gobierno futuro vean ustedes
cómo se las arreglan con el Gobierno presente.
En Stuttgart le recordé esta conversación.
-Confieso-me dijo-que han estado ustedes más cerca del Gobierno
provisional de lo que yo creía.
Adler estaba siempre muy amable conmigo. No ignoraba que el régimen
del sufragio universal implantado en Austria era, en rigor, una conquista
que debían al Soviet de los diputados obreros de Petrogrado.
Quelch, que en el año 1902 me había facilitado la entrada
al "British Museum", llamó a la conferencia diplomática,
en una sesión del congreso, sin guardar el respeto ni las formas,
una reunión de bandidos. El epíteto no le agradó al
príncipe de Bülow, a la sazón Canciller. El Gobierno
de Wurtemberg, coaccionado por el de Berlín, expulsó al delegado
inglés de su territorio. Bebel se disgustó mucho. Pero el
partido no creyó oportuno hacer nada contra la expulsión.
Ni siquiera organizar una manifestación de protesta. Los congresos
de la Internacional eran, por lo visto, como un colegio de muchachos, en
que el profesor expulsaba a un alumno molesto y los demás se quedaban
tan calladitos. Cualquiera que no estuviese ciego podía ver que
detrás de aquellas cifras imponentes de que hacía ostentación
la socialdemocracia alemana empezaba a alzarse una sombra de impotencia.
En octubre de 1907 me encontraba ya en Viena, donde a poco se presentó
mi mujer con el niño. Entre tanto que se desencadenaba la nueva
oleada revolucionaria, nos fuimos a vivir a un pueblecillo de las afueras,
llamado Hütteldorf. La espera había de ser larga. La oleada
que nos sacó de Viena, después de siete años, no fué
precisamente la revolución, sino aquella otra, muy distinta, que
empapó de sangre el suelo de Europa. ¿Por qué nos
íbamos a vivir a Viena, en una época en que todos los emigrados
se congregaban en Suiza y en París? A mí me interesaba mucho,
entonces, la vida política alemana, y, no pudiendo fijar nuestra
residencia en Berlín, por razones de policía, nos fuimos
a vivir a Viena. En los siete años que pasé allí dediqué
mucha más atención a la política alemana que a la
austríaca, la cual le estaba recordando a uno constantemente las
vueltas que da la ardilla dentro del tambor.
A Víctor Adler, en quien todos acataban al jefe del partido,
le conocía desde el año 1902. Había llegado el momento
de conocer también a los que le rodeaban y al partido en conjunto.
Hilferding me lo presentaron en el verano de 1907, en casa de Kautsky.
Era la época en que estaba escalando las cumbres de su revolucionarismo,
lo cual no le impedía odiar pasionalmente a Rosa Luxemburgo y despreciar
a Carlos Liebknecht. Sin embargo, por lo que a Rusia se refería,
estaba dispuesto entonces, como tantos otros, a llegar a las conclusiones
más radicales. Alabó mis artículos, que habían
visto la luz, traducidos en la Neue Zeit, antes de mi fuga al extranjero,
y, con gran asombro mío, cuando aún no habíamos cambiado
más que unas cuantas palabras, me propuso que nos tuteásemos.
Esto daba a nuestras relaciones, exteriormente, una forma de intimidad
que no respondía a fundamento alguno político ni moral.
Hilferding hablaba en aquel entonces con el mayor desprecio de la fosilización
y pasividad de la socialdemocracia alemana, comparándola con la
actividad que desplegaban los austríacos. Sin embargo, estas críticas
no salían de entre las cuatro paredes del cuarto en que se pronunciaban.
La posición de Hilferding era la de un funcionario doctrinal al
servicio del partido; ni más ni menos. Siempre que venía
a Viena me visitaba, y una noche me presentó en un café a
sus amigos austromarxistas. Yo le visitaba también a él,
cuando iba por Berlín. Un día, nos reunimos en un café
berlinés con Macdonald. Eduardo Bernstein hacía oficio de
intérprete. Hilferding formulaba preguntas, y Macdonald las contestaba.
Por más que me esfuerzo, no acierto a recordar una sola de aquellas
preguntas ni de aquellas respuestas, que brillaban tanto unas como otras
por su magnífica vulgaridad. Oyéndolos, me preguntaba para
mis adentros: "¿Cuál de estos tres individuos cae más
lejos de lo que uno está acostumbrado a entender por socialismo?"
Y no me era fácil contestar a esta duda.
Estando en Brest-Litovsk durante las negociaciones de paz, recibí
una carta de Hilferding. Aunque sabía que nada importante podía
contener, no dejé de rasgar el sobre con cierto interés:
era la primera voz directa de los socialistas occidentales que llegaba
a nosotros, después del golpe de Octubre. ¿Qué decía
la carta? En ella, Hilferding me rogaba que viese el modo de interceder
por la libertad de un prisionero perteneciente a la familia, tan numerosa,
de los "doctores" vieneses. ¡De la revolución, ni una palabra!
En cambio, en la carta abundaban las fórmulas de tuteo. Parecíame
tener motivos bastantes para conocer a mi corresponsal, de quien no podía
hacerme la menor ilusión. Y sin embargo, no podía dar crédito
a mis ojos. Todavía me acuerdo del interés con que me preguntó
Lenin:
-He oído decir que ha tenido usted una carta de Hilferding.
-Sí, es cierto.
-¿Y qué le dice?
-Me recomienda a un compatriota suyo, prisionero, para ver si se le
puede poner en libertad.
-Sí; pero ¿qué dice de la revolución?
-De la revolución no dice nada.
-¿Na-da?
-¡Ni una palabra!
-¡No es posible!
Lenin me miraba de hito en hito. Esta vez le había ganado la
partida, pues yo estaba perfectamente hecho a la idea de que para aquel
socialista la revolución de Octubre y la tragedia de Brest-Litovsk
no eran más que otras tantas ocasiones que se le deparaban para
recomendarnos a un patriota. Hago gracia al lector de los epítetos
en que tomó cuerpo el asombro de Lenin.
Hilferding me puso en relación con sus amigos vieneses: Otto
Bauer, Max Adler y Carlos Renner. Eran personas extraordinariamente cultas,
que sabían de muchas cosas bastante más que yo, y seguí
con vivo, por no decir que devoto, interés su conversación
en la primera reunión a que asistí en el Café Central.
Pero pronto al interés vino a unirse el asombro. Aquellos hombres
no eran revolucionarios. Más aún, encarnaban un tipo de hombre
que es precisamente lo opuesto al revolucionario. Se les veía en
todo: en el modo de afrontar los problemas, en sus observaciones políticas
y en sus juicios psicológicos, en lo satisfechos que estaban de
sí mismos-satisfechos, no seguros de sí mismos, que es otra
cosa-; a veces, parecíame percibir ya en la vibración de
sus voces el tono del filisteo.
Lo que más me sorprendía era que unos marxistas tan cultos
fueran completamente incapaces para aplicar el método de Marx a
los grandes problemas políticos y, sobre todo, a su aspecto revolucionario.
Con quien primero me convencí de esto fué con Renner.
Se nos pasó la hora en el café charlando, y como ya no
había tranvía a Hütteldorf, donde yo vivía, Renner
me propuso que pasase la noche en su casa. Este funcionario habsburgués,
inteligente y culto, no podía en aquel entonces sospechar, ni por
asomo, que el triste destino del Imperio austrohúngaro, de que él
era abogado histórico, hubiera de llevarle, a la vuelta de diez
años, a ser Canciller de la República austríaca. Por
el camino, fuimos hablando acerca de las perspectivas que ofrecía
el desarrollo de Rusia, donde se había consolidado ya por aquellas
fechas la contrarrevolución. Mí interlocutor hablaba de estas
cosas con la cortesía y la indiferencia propias de un extranjero
culto. La verdad era que le interesaba mucho más el Gabinete austríaco,
presidido por el Barón de Beck. Sus ideas acerca de Rusia reducíanse,
en esencia, a entender que el bloque formado por los terratenientes y la
burguesía, al que daba expresión el régimen implantado
por Stolypin después del golpe de Estado del 16 de junio de 1907,
correspondía cumplidamente al desarrollo de las fuerzas productivas
del país, y tenía, por tanto, probabilidades de mantenerse.
Le repliqué que, a mi juicio, el bloque gobernante de los terratenientes
y la burguesía estaba preparando una segunda revolución,
que probablemente llevaría al Poder al proletariado. Todavía
me parece estar viendo a la luz de un farol la mirada rápida de
superioridad y de desprecio que me lanzó aquel hombre. Seguramente
reputó mi pronóstico por la fantasía de un analfabeto
político, algo así como las profecías de aquel místico
australiano que, hacía algunos meses, en el congreso socialista
internacional de Stuttgart, nos había predicho el día y la
hora en que estallaría la revolución mundial.
-¿Cree usted...?-me preguntó Renner-. Es posible que
yo no sepa apreciar debidamente la situación de Rusia-añadió
con una cortesía anonadadora.
Ya no había posibilidad de seguir hablando, pues no pisábamos
el mismo terreno. Mi interlocutor estaba tan lejos de la dialéctica
revolucionaria como podría estarlo el más conservador de
los faraones egipcios.
Con el tiempo, aquellas primeras impresiones no hicieron más
que confirmarse. Tratábase de personas extremadamente cultas, capaces,
a fuerza de rutina política y sin salirse de ella, de escribir buenos
artículos marxistas. Pero yo no podía sentirme unido a ellos.
Me fui convenciendo de esto cada vez más resueltamente, conforme
se dilataba el campo de mis relaciones y observaciones. En sus charlas
espontáneas, en que no tenían por qué recatarse se
traslucía más sinceramente que en sus artículos y
discursos aquel patriotismo descarado, aquel puntillo de honor del pequeño
burgués, aquel espanto que les inspiraba la policía, aquellos
sus juicios vulgares acerca de la mujer. Oyéndoles, no podía
por menos de decirme, con una voz interior de asombro: ¡Y éstos
se llaman revolucionarios! No me refiero, al decir esto, a los obreros,
entre los cuales se descubrían también, naturalmente, no
pocos rasgos de pequeño burgués, aunque más candorosos
y simplistas. No; me refiero a la flor y nata de los marxistas austríacos
de antes de la guerra, a los diputados, escritores y periodistas. Viendo
y observando a estos hombres comprendí qué disparidad de
elementos es capaz de esconder el alma de un individuo y cuánta
distancia hay entre la asimilación pasiva de un sistema o de una
parte de él y la consustanciación con el sistema que se vive
y que se erige en norma y disciplina del propio espíritu. El tipo
psicológico del marxista sólo puede darse en una época
de conmoción social, de ruptura revolucionaria con las tradiciones
y las costumbres. Estos austromarxistas no eran, en general, más
que unos buenos señores burgueses que se dedicaban a estudiar tal
o cual parte de la teoría marxista como podían estudiar la
carrera de Derecho, viviendo apaciblemente de los intereses del Capital.
En aquella vieja ciudad de Viena, imperial y jerárquica, activa
y vanidosa, los marxistas se daban unos a otros, placenteramente, el título
de "herr Doktor". Los obreros, muchas veces, hacían una graciosa
amalgama con el tratamiento socialista y el académico, y decían:
"camarada herr Doktor". En los siete años completos que pasé
en Viena no me fué posible hablar con entera sinceridad a ninguno
de estos dirigentes, y eso que estaba afiliado a la socialdemocracia austríaca,
asistía a sus reuniones, tomaba parte en las manifestaciones, colaboraba
en sus órganos, y de vez en cuando, pronunciaba pequeños
discursos en alemán. No acertaba a sentirme compenetrado con los
jefes, y, en cambio, no me costaba trabajo alguno entenderme con los obreros,
en las reuniones o en las manifestaciones del 1.º de mayo.
En tales condiciones, encontré en la correspondencia entre Marx
y Engels el libro que vivamente necesitaba, y este libro, que sentía
tan próximo a mí, era el resorte más seguro de que
disponía para contrastar la verdad de mis opiniones y, en general,
de mi modo de sentir el mundo. Los caudillos de la socialdemocracia vienesa
usaban, en apariencia, las mismas fórmulas que yo. Pero no había
más que hacerlas girar unos cinco grados en torno a su eje y se
veía que, aun siendo los mismos conceptos, el contenido no podía
ser más diferente. Lo que nos unía era transitorio, aparente
y superficial. La correspondencia entre Marx y Engels fué para mí
una revelación, no teórica, sino psicológica. Guardando
la debida distancia y las proporciones debidas, puedo decir que no había
página que no me convenciese de la íntima afinidad de alma
que me unía con aquellos dos hombres. La actitud que ellos adoptaban
ante las personas y las ideas me era a mí familiar. Leía
entre líneas los pensamientos no expresados, compartía sus
simpatías, su indignación y su odio. Marx y Engels eran revolucionarios
de los pies a la cabeza. No había en ellos asomo de sectarismo ni
de espíritu ascético. Los dos, y sobre todo Engels, podían
decir que nada humano les era ajeno. Y, sin embargo, la conciencia revolucionaria,
que llevaban en los nervios se alzaba siempre en ellos por encima de las
contingencias del destino y de las obras de la mano del hombre. La mezquindad
era incompatible, no ya con ellos, sino con su sola presencia. La vulgaridad
huía hasta de la suela de sus zapatos. Todos sus juicios, sus simpatías,
sus bromas, hasta las más corrientes estaban nimbadas por esa brisa
de nobleza espiritual que sopla en las cumbres. No se echaban atrás
cuando había que sepultar a un hombre bajo un juicio demoledor;
pero jamás murmuraban. Y siendo como eran despiadados, no eran nunca
desleales. Sentían un serene, desprecio por todo lo que fuese brillo
aparente, por los títulos, las jerarquías y las dignidades.
Y lo que el vil y el filisteo llamaban su desdén aristocrático
no era, en realidad, más que su superioridad revolucionaria. Esta
superioridad se revelaba en un signo, acaso el más importante de
todos: la independencia verdaderamente orgánica con que sabían
sostenerse siempre y dondequiera frente a la opinión oficial y consagrada.
Leyendo sus cartas, comprendía todavía con más fuerza
y evidencia que por la lectura de sus obras que me unía íntimamente,
a Marx y a Engels; y esto era cabalmente lo que me separaba de un modo
irreconciliable de los austromarxistas.
Estos se enorgullecían de su realismo y de su método
materialista. Pero tampoco en esto pasaban de la superficie. En el año
1907 el partido acordó, con objeto de engrosar sus fondos, montar
y explotar por su cuenta una fábrica de pan. Era una aventura desgraciada,
peligrosa desde un punto de vista doctrinal y prácticamente insostenible.
Yo la combatí desde el primer día, pero los marxistas vieneses
sólo se dignaron dedicarme una sonrisa desdeñosa de superioridad.
Fué necesario que pasasen cerca de veinte años para que el
partido, después de una serie de vejaciones de todo género,
se decidiese a traspasar la industria a un particular, saldando con pérdidas
materiales y morales aquel desastroso negocio. Para defenderse contra el
descontento de los obreros, cansados ya de tanto sacrificio estéril,
y demostrar que era necesario abandonar la empresa, Otto Bauer no tuvo
más remedio que acogerse a las mismas prevenciones que yo había
puesto de relieve contra ella, al crearse. Pero no dijo por qué
él mismo no vió entonces lo que yo vi y por qué no
concedió la menor importancia a mis advertencias, que no eran, ni
mucho menos, fruto de la agudeza personal, de nadie. Para formularlas,
no tuve necesidad de apuntar a la coyuntura del mercado de trigos ni a
la situación de la caja del partido; me bastó con atenerme
a la posición que ocupa el proletariado en el seno del capitalismo.
Y esto, que entonces les pareció un argumento doctrinario, resultó
ser el criterio más realista. Claro está que la justeza de
mis prevenciones, luego de comprobadas, no demuestra más que la
superioridad del método marxista sobre aquel producto austríaco
de imitación.
Víctor Adler estaba en todos los respectos a cien codos por
encima de los demás. Pero se había hecho ya un escéptico.
Su temperamento, que era el de un luchador, había ido gastándose
en pequeñas escaramuzas, en medio de aquella baraúnda austríaca.
Las perspectivas del mañana eran impenetrables, y Adler les volvía
la espalda, muchas veces con gesto ostensible. "El oficio de profeta es
un oficio ingrato, sobre todo en Austria." Tal era el refrán constante
de sus discursos. "Séase lo que se quiera-había dicho en
los pasillos del local en que se celebraba el congreso de Stuttgart, comentando
los augurios de aquel australiano a que nos hemos referido-, a mí,
personalmente, los pronósticos políticos basados en el apocalipsis
me son más simpáticos que las profecías derivadas
del materialismo histórico." Era, naturalmente, una broma. Pero
en esta broma había algo de sincero. Y esto era lo que a mí
me repelía en Adler, tocando al punto más sensible de mi
vida: sin pronosticar, en una visión amplia, las perspectivas históricas,
yo no concebía que fuese posible una actividad política ni
que pudiera haber siquiera una vida intelectual; Víctor Adler se
había hecho un escéptico, y su escepticismo lo toleraba todo
y se adaptaba a todo, principalmente al nacionalismo, que estaba corroyendo
hasta los huesos el partido austriaco.
Mis relaciones con los jefes del partido todavía se agriaron
más cuando, en el año 1909, me manifesté públicamente
contra el chovinismo imperante en la socialdemocracia austroalemana. En
mis conversaciones con los socialistas de los Balcanes, principalmente
con los servios y sobre todo con Dimitri Tuzovich, que había de
morir luego de oficial en la guerra balcánica, estaba oyendo constantemente
quejas de que los periódicos burgueses de Servia citaban y divulgaban
con una malísima intención los ataques chovinistas de la
Arbeiter-Zeitung contra los servios, como prueba de que la solidaridad
internacional de los obreros era una leyenda mentirosa. Envié a
la Neue Zeit un artículo muy suave y cauteloso contra aquellos excesos
del periódico socialdemócrata austríaco. Kautsky,
después de muchas vacilaciones, se decidió a publicarlo.
S. L. Kliatchko, un viejo emigrado ruso con el que yo llevaba gran amistad
me contó al día siguiente que entre los directivos del partido
había una gran indignación contra mí. "¡Cómo
se atreve!"... Otto Bauer, y con él otros austromarxistas, reconocían
en privado que Leitner, el redactor de la sección política
extranjera, iba más allá de la cuenta. Con ello, no hacían
más que expresar la opinión de Víctor Adler, él
cual toleraba, pero no aprobaba, los excesos patrioteros. Sin embargo,
ante el atrevimiento y la intromisión de un extranjero, todos se
sentían unidos. Uno de los sábados siguientes, Otto Bauer
se acercó a la mesa del café en que yo estaba sentado con
Kliatchko y empezó a llamarme severamente al orden. Confieso que
aquel borbotón de palabras casi me aturdía. Pero lo que me
causaba más asombro no era el tono magistral con que me hablaba,
sino su modo de argumentar.
-¿Y qué importancia tienen-me decía, con un gesto
cómico de soberbia- los artículos de Leitner? Para Austria-Hungría,
la política exterior no existe. No hay un solo obrero que lea esa
sección. No tiene la menor, importancia...
Yo le escuchaba con los ojos muy abiertos, sin dar crédito a
lo que oía. ¿De modo que aquella gente, no sólo no
creía en la revolución, sino que no creía tampoco
en la guerra? Es verdad que todos los años, en el manifiesto del
1.º de mayo, hablaban de la guerra y de la revolución, pero
empleaban estas palabras sacramentalmente, sin tomarlas en serio, y no
se daban cuenta de que la Historia había levantado ya su botaza
gigantesca de soldado sobre aquel hormiguero en que vivían tan ajenos
a todo lo que pasaba a su alrededor. Seis años después no
tuvieron más remedio que convencerse de que también para
la Monarquía austrohúngara existía la política
exterior. Y al estallar la guerra todos hablaron, naturalmente, aquel lenguaje
desvergonzado que habían aprendido de Leitner y de otros patrioteros
por el estilo.
En Berlín reinaba otro espíritu. Acaso, en el fondo,
fuese igualmente malo; pero era distinto. No se encontraba uno fácilmente
con aquellos ridículos mandarines académicos de Viena. El
panorama era más sencillo. No había tanto nacionalismo, o,
a lo menos, no se manifestaba con la frecuencia ni con el clamor calle
ero de Austria> en que el problema de razas era mucho mayor. El orgullo
nacional venía a resumiese, en cierto modo, en el orgullo del partido,
en el prurito de tener la socialdemocracia más, potente del mundo,
la que llevaba la batuta en la Internacional.
Para nosotros, los rusos, la socialdemocracia alemana era la madre,
la maestra, el ejemplo vivo. A través de la distancia, cobraba a
nuestros ojos contornos ideales. En Rusia jamás pronunciábamos
los nombres de Bebel y de Kautsky sin un cierto tinte de devoción.
Y aunque tuviese ya algún presentimiento teórico de alarma
respecto al partido alemán, lo cierto es que por entonces yo era
todavía un devoto y admirador suyo. A ello contribuía en
gran parte el hecho de vivir en Viena, pues siempre que iba a Berlín,
que la, hacía de vez en cuando, comparando las dos capitales de
la socialdemocracia, no tenía más remedio que decirme, a
guisa de consuelo: ¡No, Berlín es otra cosa!
Dos veces tuve ocasión de asistir, en Berlín, a las reuniones
semanales del ala izquierda, que se celebraban los viernes, en el restaurant
"Rheingold". El alma de estas reuniones era Franz Mehring. A veces, acudía
también Carlos Liebknecht, siempre tarde, para retirarse antes que
los demás. A mí me presentó Hilferding, que se contaba
entre los de la izquierda, a pesar de que, como he dicho más arriba,
ya por entonces odiaba a Rosa Luxemburgo con aquel odio que había
sembrado en Austria Daschinsky. No se me ha quedado en la memoria nada
importante de aquellas conversaciones. Recuerdo que Mehring me preguntó
irónicamente, con aquel temblor de mejilla que a veces era en él
habitual, cuáles, entre sus "obras inmortales", estaban traducidas
al ruso. Y como Hilferding, en el curso de la conversación, calificase
de revolucionarios a los del ala izquierda alemana, Mehring le interrumpió
diciendo:
-¡Vaya unos revolucionarios! ¡Ellos, ellos sí que
son revolucionarios 1
Y apuntó para donde yo estaba. Yo no conocía bastante
a Mehring, y como estaba tan acostumbrado a las ironías de aquellos
buenos señores siempre que hablaban de la revolución rusa,
no sabía si lo decía en serio o en broma. Pero no; hablaba
en serio, como luego había de demostrarlo con su conducta y su vida
entera.
A Kautsky le vi por primera vez en el año 1907. Fué Parvus
quien me llevó a su casa. ¡Y con qué emoción
subí la escalera de aquella limpia casita de Friedenau, en los alrededores
de Berlín! Me encontré con un viejecillo alegre y de pelo
blanco, claros ojos azules, que me saludaba en ruso. La primera impresión,
unida a lo que ya sabía de él por sus libros, hizo que su
figura me resultase muy simpática. Lo que más me agradaba
era la total ausencia de vanidad, aunque ello se debía-según
hube de comprender más tarde-a la autoridad indiscutida de que gozaba
por aquel entonces y a la serenidad interior, que era el resultado de ello.
Sus enemigos le llamaban "el Papa" de la Internacional, tratamiento que
a veces le daban también cariñosamente sus amigos. La madre
de Kautsky, una señora vieja, autora de novelas tendenciosas que
dedicaba "a mi hijo y maestro", recibió el día en que cumplía
los setenta y cinco años un saludo de los socialistas de Italia
concebido en estos términos: "alla mamma del papa".
Kautsky entendía que su misión teórica magna estaba
en conciliar el reformismo con la revolución. Su formación
ideológica databa de la época reformista. La revolución
era para él una perspectiva histórica muy confusa. Kautsky
recogió el marxismo como un sistema acabado y completo y se dedicó
a vulgarizarlo como un maestro de escuela. Este hombre no estaba cortado
para los grandes acontecimientos. Su estrella empezó a declinar
con la revolución de 1905. Las conversaciones que podían
sostenerse con él no eran muy fructíferas, que digamos. Tenía
una mentalidad esquinada, seca, falta de agudeza y de psicología;
sus juicios eran esquemáticos y sus ocurrencias vulgares. Por eso
no tuvo nunca prestigio como orador.
Su amistad con Rosa Luxemburgo coincidió con su época
mejor de labor intelectual. Pero poco después de la revolución
de 1905, empezaron a manifestarse en esta amistad los primeros síntomas
de retraimiento. Kautsky simpatizaba con la revolución rusa y la
comentaba de un modo excelente... desde lejos. Había en él
una aversión orgánica contra todo lo que significase trasplantar
los métodos revolucionarios al suelo alemán. Visitando yo
a Kautsky, momentos antes de celebrarse la manifestación del parque
de Treptof, me encontré allí a Rosa Luxemburgo, que discutía
acaloradamente con él. Y aunque se trataban de tú y hablaban
en un tono de intimidad, no era difícil percibir la ira contenida
en las réplicas de Rosa y la profunda perplejidad, disfrazada entre
pobres bromas, que latía en las palabras de su interlocutor. Fuimos
juntos a la manifestación, Rosa, Kautsky, su mujer, Hilferding,
Gustavo Eckstein, que luego había de morir en la guerra, y yo. También
por el camino hubo discusiones bastante agrias. Kautsky deseaba ver la
manifestación como mero espectador; Rosa Luxemburgo quería
formar en ella.
Aquel antagonismo latente condujo a una abierta ruptura en el año
1910, ante la cuestión del sufragio universal en Prusia y modo de
conquistarlo. Fué entonces cuando Kautsky desarrolló su filosofía
de la estrategia de agotamiento frente a la estrategia de conquista y destrucción.
En la polémica se enfrentaban dos tendencias irreconciliables. La
que Kautsky sostenía predicaba, en el fondo, la adaptación
cada vez más completa al régimen existente. Con esta táctica
no se "agotaba" solamente la sociedad burguesa, sino el idealismo revolucionario
de las masas obreras. En torno a Kautsky vinieron a agruparse todos los
filisteos, todos los burócratas, todos los arrivistas, a quienes
el manto ideológico que el maestro tejía venía de
perlas para encubrir su natural desnudez.
Estalló la guerra, y la "estrategia de agotamiento" fué
arrollada por la estrategia de las trincheras. Kautsky se adaptó
a guerra como antes se adaptara a la paz. En cambio, Rosa Luxemburgo demostró
que sabía lo que era mantenerse fiel a la idea abrazada.
En casa de Kautsky asistimos a la fiesta que dieron en honor de Ledebour
al cumplir los sesenta años. Entre los invitados, que éramos
unos diez, se encontraba Augusto Bebel, próximo ya a cumplir ochenta.
Era la época en que el partido estaba llegando a su apogeo. La unidad
táctica parecía perfecta. Los viejos registraban los triunfos
y miraban confiadamente al porvenir. Ledebour, el héroe de la fiesta,
dibujó de sobremesa unas caricaturas muy divertidas. En esta fiesta
íntima fué donde tuve ocasión de conocer a Bebel y
a su Julia. Todos los allí presentes, sin excluir a Kautsky, estaban
pendientes de los labios del viejo Bebel en cuanto pronunciaba una palabra,
y yo no digamos.
La persona de Bebel encarnaba el proceso ascensional, lento y obstinado,
de la nueva clase. Aquel viejo seco parecía hecho todo él
de una paciente, pero indomable voluntad, concentrada sobre un único
blanco. En sus pensamientos, en sus discursos, en sus artículos,
Bebel no malgastaba una sola energía espiritual que no estuviese
puesta directamente al servicio de un fin práctico. Y esto, era
lo que daba una especial belleza y patetismo a su personalidad política.
Bebel personificaba esa clase que sólo puede dedicar al estudio
las horas libres, que sabe lo que significa cada minuto y se asimila codiciosamente
lo imprescindible, pero sólo eso. ¡Figura humana incomparable
la suya! Bebel murió durante la conferencia de la paz de Bukarest,
entre la guerra de los Balcanes y la guerra mundial. Supe la noticia en
la estación de Ploischti, en Rumanía. Parecía imposible.
No podía uno hacerse a la idea de Bebel muerto. ¿Qué
sería sin él de la socialdemocracia? Me acordé de
las palabras de Ledebour, que describía la vida interior del partido
socialdemócrata alemán en estos términos: "Un veinte
por ciento de radicales, un treinta por ciento de oportunistas; el resto,
vota con Bebel."
Bebel había elegido para sucesor suyo a Haase. Al viejo le atraía
sin duda el idealismo de éste, que no era ese amplio idealismo revolucionario,
desconocido para Haase, sino un idealismo mezquino, personal, cotidiano,
que se revelaba por ejemplo en el renunciar a un gran bufete de abogado
en Konisberga para consagrarse por entero al partido. Bebel-con gran asombro
de los revolucionarios rusos-sacó a relucir este sacrificio, no
muy heroico a la verdad, en su discurso ante el congreso del partido, creo
que en Jena, al recomendar calurosamente a Haase para el puesto de vicepresidente
del Comité directivo. Yo tuve ocasión de conocer a Haase
bastante bien. Hicimos juntos un pequeño viaje por Alemania, después
de un congreso, y visitamos juntos la ciudad de Nuremberg. Haase, que en
sus relaciones personales era un hombre delicado y atento, fué siempre
en política, hasta el postre, lo único que podía ser,
por ley de naturaleza: una honorable mediocridad, un demócrata provinciano
sin temperamento revolucionario ni horizonte teórico. En materia
de filosofía decíase, con un poco de vergüenza, kantiano.
Era uno de esos hombres que, colocados ante una situación crítica,
procuran rehuir las decisiones irrevocables, y se acogen las soluciones
a medias y al recurso de la espera. Por eso no me maravilló que
los independientes, al producirse la escisión, hicieran de él
su caudillo.
¡Cuán distinto hombre era Carlos Liebknecht! Le conocí
y traté durante muchos años, aunque sólo nos veíamos
muy de tarde en tarde. La casa de Liebknecht era el cuartel general de
los emigrados rusos en Berlín. Siempre que hubiera que alzar una
voz de protesta contra los servicios de lacayo prestados por la policía
alemana al zarismo, acudíamos antes que a nadie a Liebknecht, el
cual se encargaba de llamar a todas las puertas y a todas las cabezas.
A pesar de su formación marxista, Liebknecht no era un teórico.
Era un hombre de acción. Tenía un temperamento impulsivo,
apasionado, presto al sacrificio, una gran intuición política,
instinto para las masas y los hechos y un incomparable valor y espíritu
de iniciativa. Era un revolucionario de cuerpo entero. Por eso se sintió
toda la vida como gallina en corral ajeno entre la socialdemocracia alemana,
en que imperaba aquella pobre complacencia burocrática y aquel espíritu
dispuesto siempre a batirse en retirada al menor pretexto. ¡A cuántos
filisteos y majaderos les vi mirarle irónicamente de arriba abajo!
En el congreso socialdemócrata de Jena, de año 1911,
me propusieron, a instancia de Liebknecht, para que hablase acerca de las
tropelías del régimen zarista en Finlandia. Pero antes de
que me llegase el turno se recibió la noticia telegráfica
de que, había sido, asesinado en Kief Stolypin. Bebel me sometió
en seguida a un interrogatorio: ¿Qué significaba aquel atentado?
¿Qué partido podía asumir la responsabilidad de él?
Hízome observar si acaso mi intervención en el debate no
atraería sobre mí la atención, poco grata, de la policía
alemana.
-¿Es que teme-le pregunté cautelosamente, recordando
el episodio de Quelch en Stuttgart-que mi intervención pueda provocar
algún conflicto?
-Sí-me contestó Bebel-, no oculto que me agradaría
más que no interviniese.
-Bien, pues no hay que hablar más.
Bebel respiró tranquilo. No habría pasado un minuto,
cuando se me presentó Liebknecht, todo excitado:
-¿Es verdad que le han dado a entender que no intervenga? ¿Y
usted se presta a ello?
-¿Pues qué quiere usted que haga? El amo aquí
es Bebel y no yo.
Cuando a Liebknecht le llegó la hora de hablar, dió rienda
suelta a su indignación, atacando duramente al Gobierno zarista,
sin hacer caso de los avisos de la presidencia, que no tenía ganas
de exponerse a complicaciones por ningún delito de lesa majestad.
En este pequeño episodio está contenida bien claramente toda
la historia posterior del partido...
Al promoverse la oposición de los sindicatos checos contra la
dirección alemana, los austromarxistas salieron al encuentro de
los disidentes con una argumentación en que se manejaba muy hábilmente
la tesis internacionalista. Plejanof habló acerca de esta cuestión
en el congreso internacional de Copenhague. Plejanof, como todos los rusos,
defendía incondicionalmente la posición alemana, frente a
los checos. Le había propuesto para que consumiese aquel turno el
viejo Adler, a quien resultaba muy cómodo que fuese un ruso el que
se levantase a acusar al patrioterismo eslavo en una cuestión tan
delicada. Yo, naturalmente, no podía estar, ni mucho menos, al lado
de gente como Nemec, Soukup y Smeral, de una cerrazón nacionalista
tan mezquina, a pesar de que el último hacía esfuerzos indecibles
por convencerme de la razón que les asistía. Pero por otra
parte, conocía demasiado bien la vida íntima del movimiento
socialista austríaco para echar toda la culpa, ni aun siquiera su
parte principal, sobre los hombros de los checos. Había indicios
más que suficientes para creer que el partido checoeslovaco, en
lo que tocaba a la masa, era más radical que el germanoaustriaco,
y que los patrioteros del corte de Nemec no hacían más que
explotar hábilmente este legítimo estado de descontento de
las masas obreras de su país con la tendencia oportunista de los
dirigentes de Viena.
Yendo de Viena a Copenhague para asistir al congreso, en una estación
en que había que transbordar me encontré casualmente con
Lenin, que venía de París. Teníamos que esperar una
hora, y entablamos una gran conversación, que en su primera parte
fué muy afectuosa, pero que ya no lo fué tanto en la segunda.
Yo esforzábame en demostrar que la culpa principal de la escisión
de los sindicatos checos la tenían los dirigentes vieneses, que
concitaban públicamente a todos los obreros de los países,
entre ellos los de Bohemia, a la lucha, y acababan siempre pactando entre
bastidores con la monarquía. Lenin escuchaba con, el mayor interés.
Tenía un talento especial para oír atentamente, cuando de
las palabras de su interlocutor quería sacar a todo trance lo que
le convenía; en estos casos, su mirada resbalaba sobre la persona
que hablaba y se perdía a lo lejos.
Pero cuando me puse a contarle el último artículo que
había escrito para el Vorwärts sobre la socialdemocracia rusa,
la conversación tomó un cariz muy distinto. Era un artículo
enviado a propósito del congreso, en el que criticaba duramente
a mencheviques y bolcheviques. Uno de los pasajes más duros era
aquel en que hablaba de las "expropiaciones". Después de una revolución
fracasada, las expropiaciones a mano armada y los asaltos terroristas son
causa inevitable de desorganización, aun en el partido más
revolucionario. En el congreso de Londres había sido decretada,
con los votos de los mencheviques, de los polacos y de una parte de los
bolcheviques, la prohibición de expropiaciones. A los gritos de
"¿Y Lenin? ¡Qué hable Lenin!", éste había
sonreído misteriosamente. Mas las expropiaciones no cesaron a pesar
del congreso de Londres, e infirieron graves daños al partido. Era
el punto sobre el que yo concentraba mis ataques en el artículo
del Vorwärts.
-¿Pero, de veras dice usted eso?-me preguntó Lenin con
acento de reproche una vez que le hube expuesto de memoria, a requerimiento
suyo, las ideas y párrafos más importantes del artículo-.
¿No habría tiempo a retirar las cuartillas telegráficamente?
-No-contesté-, pues aparecerán mañana; y, además,
¿retirarlas, por qué, si son acertadas ?
Pero no lo eran, pues en ellas dábase por descontado que el
partido se formaría mediante la unión de bolcheviques y mencheviques,
prescindiendo de todos los elementos extremos, y en realidad brotó
de una guerra sin cuartel de los primeros contra los segundos. Lenin intentó
que la delegación rusa condenase mi artículo. Fué
el momento de mayor tirantez que jamás medió entre nosotros.
Lenin estaba, además, enfermo, tenía unos dolores horribles
de muelas y la cara toda vedada. La hostilidad que el artículo y
su autor provocaron entre los delegados rusos no podía ser mayor.
Los mencheviques, contra quienes se dirigían los principales disparos,
era natural que no estuviesen tampoco satisfechos. "¡Y qué
indignante su artículo de la Neue Zeit, más indignante acaso,
si cabe, que el del Vorwärts!", escribía Axelrod a Martof,
en el mes de octubre de 1910. "Plejanof, que no podía ver a Trotsky-dice
Lunatcharsky-, aprovechó la ocasión para pedir contra él
algo así como un juicio de residencia. A mí, aquello me parecía
injusto, intervine enérgicamente en defensa de Trotsky y, ayudado
por Riazanof, conseguí que fracasasen aquellas intenciones malévolas"...
La mayoría de los delegados sólo conocían el artículo
de oídas. Pedí que se leyese. Zinovief intentó demostrar
que no era necesario conocer el artículo para condenarlo. Pero no
consiguió que la mayoría se aviniese a este parecer. Si no
me equivoco, fué Riazanof quien dió lectura al artículo
y lo tradujo. Y como en las conversaciones de los pasillos, por lo que
les contaban, a todos les había parecido espantoso, la lectura produjo
la impresión contraria, pues la gente encontró el artículo
inofensivo. La delegación denegó la condena por una mayoría
aplastante. Lo cual no impide que yo mismo impugne ahora aquel artículo
como falso, en lo que tenía de crítica contra la fracción
bolchevique.
En la cuestión de los sindicatos checos, la delegación
rusa votó por la proposición de Viena contra la de Praga.
Intentó introducir en ella una enmienda, pero fué en vano.
Por lo demás, yo no sabia aún, por entonces, bastante bien
la "enmienda" a que era necesario someter la política de la socialdemocracia.
Esta enmienda, consistía en declararle la guerra santa. Hubo de
llegar el año 1914, para que abrazásemos el buen camino.