La huelga de octubre no se desarrollaba con sujeción a un plan.
Empezó por los obreros tipógrafos de Moscú, y en seguida
decayó. Los combates decisivos habían sido organizados para
el aniversario del 9 (22) de enero. He aquí por qué no me
apresuraba a poner fin a mis trabajos en aquel remanso finlandés.
Pero la huelga, puramente casual y ya en descenso, prendió, cuando
menos lo esperábamos, en los ferroviarios, y ya no hubo quien la
contuviera. A partir del día 10 de octubre, el movimiento de huelga,
que había arrancado de Moscú, abrazaba todo el país,
y sus reivindicaciones eran ya francamente políticas. El mundo no
había presenciado jamás una huelga general de tal importancia.
En muchas ciudades hubo encuentros entre los huelguistas y la tropa, si
bien en general puede decirse que los sucesos de aquellos días se
mantuvieron dentro de las lindes de la huelga política y no trascendieron
al verdadero levantamiento armado. Y sin embargo, bastaron para que el
absolutismo perdiese la cabeza e iniciase la retirada. A ellos se debió
el Manifiesto constitucional del 17 (30) de Octubre. El zarismo, aunque
herido, seguía manteniendo en pie toda su maquinaria de poder. Y
la política del Gobierno era, para emplear palabras de Witte, "un
nido de cobardía y de ceguera, de estupidez y de felonía",
como jamás se conocieran. Pero la revolución había
conseguido el primer triunfo, aunque incompleto henchido de promesas.
"La parte más seria de la revolución rusa de 1905-escribía
años más tarde el mismo Witte-estaba naturalmente... en la
reivindicación de los campesinos: ¡Queremos tierra!..." Y
esto es verdad. Pero Witte prosigue así: "Al Soviet de los obreros
no le dí gran importancia, pues no la tenía." Esto demuestra
que aun el más eminente de los burócratas era incapaz de
penetrar el sentido de sucesos en que las clases gobernantes debieron ver
un último aviso. Witte tuvo la fortuna de morir a tiempo para no
verse obligado, a cambiar de parecer en punto a los Soviets obreros.
A mi llegada a San Petersburgo, la huelga de octubre estaba en su apogeo.
Sin embargo, aunque el movimiento seguía extendiéndose, había
el peligro de que remitiese infructuosamente por falta de una organización
directora de masas. Yo traía de Finlandia el proyecto de implantar
una representación obrera al margen de todo partido, en que cada
mil trabajadores eligiesen un delegado. Por Iordansky, un escritor-a quien
los Soviets habían de nombrar, años más tarde, embajador
de Italia-, supe, el mismo día de mi llegada, que los mencheviques
habían tomado, ya por su cuenta la formación de un órgano
revolucionario integrado por un representante por cada 500 obreros. La
idea no podía ser más acertada. Sin embargo, la parte del
Comité central bolchevista que se encontraba en San Petersburgo
oponíase resueltamente a este sistema directo de representación
obrera, por creerlo peligroso para el partido. No compartían este
temor los trabajadores afiliados a él. Esta actitud sectaria de
los dirigentes bolchevistas ante la cuestión del Soviet no cesó
hasta la llegada de Lenin a Rusia, en el mes de noviembre. Sobre las dotes
de dirección de los "leninistas" sin Lenin podrían escribirse
páginas muy instructivas. Tan por encima estaba el maestro de sus
discípulos más afines, que en su presencia, éstos
creíanse relevados en absoluto de la obligación de resolver
por su cuenta los problemas teóricos y tácticos. ¡Y
qué lamentable desamparo el suyo cuando la fatalidad los separaba
de él en los momentos críticos! El espectáculo fué
el mismo en el otoño de 1905 y en la primavera de 1917. Y como en
estos dos casos, en muchos otros de menos relieve histórico. Los
de abajo, guiados por su instinto, sabían orientarse con harta mayor
seguridad que aquellos semidirectores confiados a sus propias fuerzas.
El retraso con que Lenin llegó del extranjero fué una de
las razones de que, la fracción bolchevista no consiguiera ponerse
a la cabeza de la primera revolución.
Ya he dicho que Natalia Ivanovna Sedova había sido detenida
en el bosque, en una redada hecha por los cosacos el día 1.º
de mayo. Pasó en la cárcel unos seis meses aproximadamente,
al cabo de los cuales la confinaron en Tver bajo la vigilancia de la policía.
Pudo retornar a San Petersburgo después del Manifiesto de octubre.
Adoptando el nombre de Wikentief, alquilamos un cuarto en casa de un caballero
que resultó ser un especulador de Bolsa. Los negocios bursátiles
andaban mal, y muchos especuladores veíanse obligados a introducir
economías en sus casas. Un recadero nos traía por las mañanas
todos los periódicos que se publicaban en la capital. El casero,
a veces se los pedía a mi mujer, y rechinaba los dientes leyéndolos.
Sus negocios iban cada vez peor. Un día, entró por el cuarto
adentro hecho una furia, agitando el periódico, y dirigiéndose
a Natalia Ivanovna, chilló, a la par que apuntaba con el dedo a
mi último artículo, titulado "¡Buenos días,
porteros de San Petersburgo!"
-¿Lo ve usted? ¿Lo ve usted? ¡Hasta con los
porteros se meten ya! Si tuviese delante al presidiario que ha escrito
ésto, le digo a usted que ahora mismo lo dejaría seco!
Y sacando un revólver del bolsillo, lo blandió con gesto
de amenaza. Parecía haberse vuelto loco, y a todo trance quería
que la interlocutora asintiese a sus bravatas. Mi mujer se presentó
en la Redacción a llevarme esta noticia. Había que buscar
a toda costa otro cuarto. Pero como no teníamos un instante libre,
nos echamos en brazos del destino. Seguimos, pues, bajo el techo del bolsista
hasta mi detención. Por fortuna, ni el casero ni la Policía
lograron averiguar quién se ocultaba detrás del nombre de
Wikentief. No nos hicieron el menor registro domiciliario.
En el Soviet adopté el nombre de Ianovsky, por la aldea en que
había nacido. En los periódicos me firmaba Trotsky. Trabajaba
en tres a la vez. Parvus y yo nos pusimos al frente de la pequeña
Russkaia Gazella (Gacela Rusa), que convertimos en un órgano de
lucha para las masas. En el transcurso de pocos días, el número
de ejemplares vendidos subió de 30 a 100.000. Al cabo de un mes,
los pedidos ascendían a medio millón. Los elementos técnicos
de que disponíamos en la imprenta no respondían a las necesidades
de la tirada. Por fin, vino a sacarnos de este conflicto el Gobierno, ordenando
la suspensión del periódico. El 13 de noviembre fundamos,
formando para ello un bloque con los mencheviques, un gran órgano
político con el título de Nalchalo (Comienzo). La tirada
del periódico aumentaba por días y por horas. El Novaia Skhisn(Vida
Nueva), que hacían los bolcheviques, era bastante incoloro, pues
faltaba en él la pluma de Lenin. En cambio, nuestro periódico
alcanzaba un éxito fabuloso. Era seguramente el que más se
parecía, de todos los publicados en los últimos cincuenta
años, a la Nueva Gacela del Rin, dirigida por Marx en el año
1848, al cual se atenía como a su modelo clásico. Kamenef,
que formaba parte de la Redacción del órgano bolchevista,
me contaba algún tiempo después cómo, en sus viajes
por tren, le gustaba observar en las estaciones la venta de periódicos.
A la llegada del tren de San Petersburgo, se formaban unas colas interminables
esperando la prensa. Allí, no tenían venta más que
los periódicos revolucionarios.
-¡Natchalo! ¡Natchalo! ¡Natchalo!-gritaba la gente-¡Déme
el Natchalo!
De vez en cuando, oíase una voz pidiendo el Novaia Skhisn, y
vuelta al ¡Natchalo! ¡Natchalo!
-No tuve más remedio que reconocer, bastante fastidiado-me confesó
Kamenef-, que los del Natchalo lo hacían mejor que nosotros.
Además de intervenir en los dos mencionados periódicos,
escribía artículos de fondo para Isvestia (Noticias), órgano
oficial de los Soviets, amén de las innumerables proclamas, manifiestos,
propuestas y resoluciones. En los cincuenta y dos días que duró
el primer Soviet, entre éste, el Comité Ejecutivo, los mítines,
que no se acababan nunca, y los tres periódicos, no tenía
un momento de descanso. Todavía es hoy el día en que no sé
cómo pudimos vivir en aquella vorágine. Proyectadas sobre
el pasado, hay muchas cosas que uno no se explica, y es natural, pues en
el recuerdo se borra el dinamismo, uno se contempla a sí mismo,
en cierto modo, como a persona extraña. Alas en aquellos días,
nuestra actividad no dejaba nada que apetecer. Y no sólo dábamos
vueltas en la vorágine, sino que contribuíamos a crearla.
Allí todo se hacía de prisa, vertiginosamente. Y, sin embargo,
no nos salió del todo mal; hasta hubo algunas cosas que resultaron
magníficamente bien. D. M. Herzenstein, un viejo demócrata,
médico, que era el redactor responsable de nuestro periódico,
presentábase alguna que otra vez en la Redacción, con su
levita negra impecable, se plantaba en medio de la pieza y quedábase
maravillado del caos que reinaba allí. Al año siguiente hubo
de comparecer ante los Tribunales a responder de la furia revolucionaria
del periódico, en el que no había influído en lo más
mínimo. El viejo no nos traicionó. Por el contrario, con
los ojos arrasados en lágrimas, contó a los jueces cómo
aquellos hombres que tenían en sus manos la redacción del
periódico más popular de Rusia, vivían de unos cuantos
pasteles secos que el portero les llevaba, envueltos en papel de periódico,
de la panadería más próxima, y que engullían
sin levantar cabeza de su trabajo. Y el pobre viejo hubo de pasarse un
año en la cárcel, como castigo a la revolución que
no había triunfado, a su amistad con los emigrados y a los pasteles
secos...
"Diríase-escribe Witte en sus Recuerdos-que en el año
1905 la gran mayoría de Rusia se había vuelto loca." A los
conservadores, la revolución les parece un estado de demencia colectiva
sólo porque exalta hasta la culminación la "locura normal"
de las contradicciones sociales. Hay muchos que se niegan a reconocer su
retrato si se les presenta en atrevida caricatura. Todo el proceso social
moderno nutre, intensifica, agudiza hasta lo intolerable las contradicciones,
y así va gastándose poco a poco esa situación en que
la gran, mayoría use vuelve loca". En trances tales, suele ser la
mayoría demente la que pone la camisa de fuerza a la minoría
que no ha perdido la cordura. Y la historia sigue adelante.
El caos revolucionario es algo muy distinto a un terremoto o una inundación.
En el seno del desorden de las revoluciones empieza a dibujarse automáticamente
un orden nuevo; los hombres y las ideas van ordenándose en torno
a nuevos ejes. Sólo a aquellos a quienes barre y aniquila puede
parecer la revolución la locura absoluta. Para nosotros era, aunque
tempestuoso y agitado, nuestro elemento. Cada cosa ocupaba su lugar y su
hora, y había quienes disponían aún de tiempo para
sus negocios personales, para enamorarse, para echarse amigos nuevos, y
hasta paya asistir a las, funciones en los teatros revolucionarios. A Parvus
le entusiasmó de tal manera una comedia satírica nueva que
vió representar, que sin aguardar a más, sacó allí
mismo cincuenta entradas con destino a la función siguiente, para
repartirlas entre sus amigos. Acababa de cobrar-importa tenerlo presente-los
honorarios de algunos libros. Cuando le detuvieron y le encontraron en
el bolsillo las cincuenta entradas para el teatro, los gendarmes no sabían
qué pensar. ¿Qué misterio revolucionario era aquél?
Parvus todo lo hacía a lo grande.
El Soviet logró poner en pie a masas gigantescas de hombres..
Detrás de él estaba toda la clase obrera. En el campo había
gran agitación y también reinaba el desasosiego entre las
tropas repatriadas del lejano Oriente después de la paz de Portsmouth.
Pero los regimientos de los cosacos y de la guardia permanecían
fieles al zarismo. Existían todos los elementos para que la revolución
triunfase, pero estos elementos no habían alcanzado todavía
el grado necesario de madurez.
El 18 de octubre, al día siguiente de publicarse el Manifiesto
zarista, se estacionaba delante de la Universidad de San Petersburgo, una
muchedumbre de miles de hombres, ávidos todavía de lucha,
todavía embriagados por el entusiasmo de la primera victoria. Desde,
lo alto de un balcón, les dirigí la palabra y les grité
que aquel triunfo a medias no garantizaba nada, que el enemigo era irreconciliable,
que se nos tendía una celada; y cogiendo el Manifiesto del Zar lo
rasgué y el aire arrastró los pedazos de papel. Pero las
prevenciones políticas de esta naturaleza sólo dejan en la
conciencia de las masas la huella de un arañazo. Los que disciplinan
son los grandes acontecimientos. A este propósito, recuerdo dos
escenas ocurridas en el seno del Soviet de San Petersburgo.
El día 29 de octubre corrían por la ciudad, con gran
insistencia, rumores de que los "Cien Negros" estaban preparando un pogromo.
Los delegados, que acudían directamente de las fábricas a
la sesión del Soviet, enseñaban desde lo alto de la tribuna
las armas con que venían pertrechados contra los provocadores. Se
les veía blandir todo género de instrumentos: navajas, llaves,
puñales, porras; pero sus gestos eran más bien de alegría
que de preocupación; en el ambiente flotaban los chistes y las bromas.
Creían, sin duda, que el mero hecho de disponerse a rechazar el
ataque bastaba para dar por cumplida su misión. La mayoría
no estaba todavía penetrada de que la lucha era a vida o muerte.
Ni lo comprendieron hasta llegar las jornadas de Diciembre.
En la noche del 3 de diciembre, el Soviet de San Petersburgo se vió
cercado por las tropas. Fueron copadas todas las entradas y salidas del
edificio. Desde lo alto de la tribuna en que estaba reunido el Comité
Ejecutivo deliberando, grité a la sala, donde se apiñaban
cientos de delegados:
-¡No hacer resistencia ni entregar las armas al enemigo!
Me refería a las armas de mano, a los revólveres. Los
obreros congregados en la sala de sesiones, cercada por tropas de la guardia
de Caballería y de Artillería, empezaron a inutilizar diestramente
sus armas, el máuser contra la browing, la browing contra el máuser.
Esto ya no tenía el aire de broma y de juego del 29 de Octubre.
Aquellos chasquidos y aquel estrépito del metal al romperse eran
el rechinar de dientes del proletariado, que por primera vez comprendía,
y lo comprendía plenamente, que para hacer morder el polvo al enemigo
era necesario un esfuerzo mucho mayor, más potente y despiadado.
El triunfo a medias de la huelga de Octubre tuvo para mí, aparte
de su importancia política, una significación teórica
inmensa. No había sido el movimiento de oposición de la burguesía
liberal, ni el levantamiento elemental de los campesinos, ni los actos
de terrorismo de los intelectuales, sino la huelga obrera, la que, por
vez primera en la historia, había conseguido que el zarismo hincase
la rodilla. Después de aquello, ya no podía dudarse, pues
era un hecho indiscutible, de la hegemonía revolucionaria del proletariado.
Yo veía claro que la teoría de la revolución permanente
había resistido a la primera prueba. La revolución abría,
nítidamente, ante el proletario las perspectivas de la conquista
del Poder. Los años de reacción que pronto sobrevinieron
no lograron desalojarme de esta posición conquistada. Mas de los
hechos rusos podían sacarse también, y yo las saqué,
conclusiones de interés para los países occidentales. Si
en un país como Rusia el proletariado, en plena juventud, tenía
tal poder, ¿cuál no sería su fuerza revolucionaria
en las naciones de mayor progreso?
Con esa imprecisión y ligereza que le caracteriza, Lunatcharsky
pretendía definir, años más tarde, mi concepción
revolucionaria del modo siguiente : "El camarada Trotsky sostenía
(en 1905) el punto de vista de que ambas revoluciones (la burguesa y la
socialista), aunque no coincidan en absoluto, están de tal modo
ligadas, que se puede hablar de una revolución permanente. Una vez
que la parte rusa de la humanidad, y con ella el resto del mundo, entre
en el período revolucionario por una sacudida política burguesa,
no podrá salir de él hasta que se consume y remate la revolución
social. No puede negarse que el camarada Trotsky, al exponer estas ideas,
demostraba tener una gran agudeza de visión, aun cuando se equivocase
en quince años."
Es la misma equivocación que había de echarme también
en cara Radek, corriendo el tiempo, pero la coincidencia no la hace ganar
en profundidad. Todas nuestras perspectivas y reivindicaciones del año
1905 contaban con el triunfo de la revolución, y no con su derrota.
No conseguimos implantar la República ni el nuevo régimen
agrario, ni la jornada de ocho horas, es cierto. Pero ¿quiere esto
decir que nos equivocásemos al formular tales reivindicaciones?
La derrota de la revolución echó por tierra todos nuestros
cálculos, los míos y de los demás. Mas no se trataba
tanto de señalar un plazo a la revolución como de analizar
las fuerzas escondidas en su seno y de anticipar su desarrollo de conjunto.
¿Cuáles fueron, durante la revolución de 1905,
mis relaciones con Lenin.? Al morir éste y rehacerse oficialmente
la historia, resultó que también en 1905 se había
librado un duelo entre los dos principios del bien y del mal. ¿Cuál
fué la realidad? Lenin no compartía directamente los trabajos
del Soviet, ni actuaba en él. Huelga decir que seguía atentamente
todos sus pasos, influyendo en su política por medio de los representantes
de la fracción bolchevique y analizando sus actos desde el periódico.
No hubo una sola cuestión en que mediasen diferencias entre Lenin
y la política del Soviet. Y hay pruebas documentales, de que todos
los acuerdos tomados por el Soviet, si se exceptúan acaso unos pocos,
de carácter secundario, fueron formulados y propuestos por mí,
primero en el Comité ejecutivo, y luego, en nombre de éste,
ante el Soviet. Al crearse la Comisión federativo, en que se hallaban
representados los bolcheviques y los mencheviques, hube de actuar también
en nombre suyo dentro del Comité ejecutivo, sin que se originase
conflicto, de ninguna especie.
Antes de llegar yo de Finlandia, el Soviet se hallaba presidido por
un abogado joven, Krustalief, un personaje adventicio en el panorama de
la revolución, una especie de figura intermedia entre Gapon, el
pope, y la socialdemocracia. Krustalief ocupaba la presidencia, pero no
llevaba la dirección política. Cuando le detuvieron eligióse
una Junta directiva, para la cual me designaron a mí de presidente.
Svertchkof, una de las figuras visibles que intervinieron en el Soviet,
escribe en sus Recuerdos: "El que dirigía ideológicamente
el Soviet era L. D. Trotsky. El presidente, Nossari-Krustalief, era en
realidad una figura decorativa, pues no hubiera sabido contestar ni una
sola cuestión de principio. Pero como estaba poseído de una
vanidad enfermiza, no podía ver a Trotsky, a quien constantemente
tenía que acudir, quisiera o no, pidiendo consejos e instrucciones."
"Me acuerdo-refiere Lunatcharsky en el citado libro-de que alguien dijo
en presencia de Lenin que la hora de Krustalief había pasado, y
que al presente la gran fuerza del Soviet era Trotsky. El rostro de Lenin
se oscureció por un momento, al cabo del cual dijo: "Trotsky se
lo ha ganado, trabajando infatigablemente y de un modo magnífico."
Las relaciones entre los redactores de los dos periódicos no
podían ser más cordiales. Entre ellos no surgió polémica
alguna. "Acaba de aparecer el primer número del Natchalo-escribía
el órgano bolchevista-, al que saludamos desde aquí como
a compañero de lucha. En el primer número se destaca el brillante
estudio del camarada Trotsky sobre la huelga de noviembre." No es así
como se habla de un adversario. Pero no había tal. Por el contrario,
los periódicos se defendían mutuamente contra la crítica
burguesa. Después de la llegada de Lenin, el Novaia Skhisn tomó
la palabra para salir a la defensa de mis artículos sobre la revolución
permanente. Al igual que las fracciones, sus órganos orientábanse
en el sentido de una fusión. El Comité central de los bolcheviques
votó por unanimidad-y en ello intervino Lenin-una propuesta en que
se decía que la escisión de las dos ramas, originada por
circunstancias transitorias ocurridas en el extranjero, no tenían
ya razón alguna de ser ante el desarrollo de la revolución.
El mismo punto de vista defendía yo en nuestro periódico,
aunque con la resistencia pasiva de Martof.
Acuciados por las masas, los mencheviques hacían todo género
de esfuerzos por inclinarse hacia el ala izquierda, en el seno del Soviet.
Hubo de pasar algún tiempo antes de que se consumase, ya bajo los
primeros golpes de la reacción, el giro iniciado. En febrero de
1906, Martof, caudillo de los mencheviques, escribía una carta a
Axelrod llena de lamentaciones: "Ya han pasado dos meses... No acierto
a llevar a término ninguna obra empezada... No sé si será
la neurastenia o la fatiga psíquica, pero lo cierto es que no consigo
desarrollar debidamente una sola idea." La enfermedad que Martof no acertaba
a diagnosticar tenía un nombre muy claro: menchevismo. Sí;
en un momento revolucionario ser oportunista es, ante todo, sufrir un gran
embrollo mental y la incapacitad de "desarrollar debidamente una idea".
Cuando los mencheviques empezaron a arrepentirse públicamente
de lo hecho y a atacar la política del Soviet, yo me lancé
a defenderla, primero en la Prensa rusa, y luego en los periódicos
alemanes y en la revista polaca que editaba Rosa Luxemburgo. De esta polémica
en torno a los métodos y las tradiciones del primer movimiento,
nació mi libro Rusia en la revolución, publicado y reeditado
más tarde en diversos países con el título de 1905.
Después del golpe de Octubre, este libro gozaba de gran predicamento,
y teníase por una especie de tratado oficial del partido, no sólo
en Rusia, sino entre los comunistas de los países occidentales.
Mas después de morir Lenin, desatada contra mí la cruzada
que se venía preparando tan celosamente, aquel libro cayó
bajo anatema. Al principio, los contradictores se limitaron a unas cuantas
observaciones mezquinas e insignificantes. Pero poco a poco la crítica
fué haciéndose más atrevida; creció, se multiplicó,
hízose más complicada y más insolente, alzó
la voz cuanto le fué preciso para ahogar en ella la de su propio
desasosiego. Y así fué formándose retrospectivamente
aquella leyenda del duelo librado entre Lenin y Trotsky durante la revolución
de 1905. Este primer movimiento revolucionario agitó la vida del
país, la vida del partido y la mía propia. íbamos
fortaleciéndonos y haciéndonos aptos para la acción.
Mi primera empresa revolucionaria de Nikolaief había sido un mero
ensayo. provinciano hecho a tientas. Sin embargo, el ensayo no fué
estéril. Puede que en ninguno de los años que después
vinieron me fuese dado entrar en tan íntimo contacto con los obreros
de la masa como en Nikolaief. Entonces, no tenía todavía
un "nombre", ni nada que me separase de ellos. Allí, se me quedaron
fijados en la conciencia para siempre los tipos fundamentales del proletariado
ruso. Los que luego conocí, no fueron, con leves excepciones, más
que variantes. En la cárcel hube de iniciarme en los estudios revolucionarios
comenzando casi por el Abc. Dos años y medio de encarcelamiento
y otros dos de destierro me brindaron ocasión para cimentar teóricamente
mis ideas revolucionarias. La primera emigración fué para
mí una alta escuela de política. Bajo la dirección
de los mejores marxistas revolucionarios aprendí a contemplar los
acontecimientos con el enfoque de las grandes perspectivas históricas
y bajo el ángulo visual de las relaciones internacionales. Al terminar
aquel período de emigración, me había separado de
los dos grupos que llevaban la dirección del movimiento: el bolchevista
y el menchevista. Retorné a Rusia en el mes de febrero de 1905,
varios meses antes que los otros emigrados dirigentes, los cuales no se
presentaron hasta octubre y noviembre. Entre los camaradas rusos no había
uno solo que me pudiera enseñar nada. Lejos de eso, hube de ocupar
yo mismo la tribuna del maestro. En aquel año turbulento, los acontecimientos
sucedíanse con una extraordinaria celeridad. Había que adoptar
unas posiciones sin pararse a pensarlo, rápidamente. Las proclamas
iban a las cajas con la tinta todavía fresca. La lucha me daba ocasión
para aplicar por vez primera, de un modo directo, los fundamentos teóricos
adquiridos en la cárcel y en el destierro, el método político
asimilado en la emigración. Los acontecimientos que se desarrollaban,
no me cogían desprevenido. Su mecánica no me era desconocida-a
lo menos, así lo creía yo-; me parecía verlos reflejarse
en la conciencia de los obreros, y en mi mente iba dibujándose en
escorzo el día de mañana. De febrero a octubre, mi intervención
en el movimiento tuvo un carácter predominantemente periodístico.
En octubre me lancé a la vorágine que, personalmente, representaba
para mí la suprema prueba. Había que adoptar las resoluciones
a pie firme y bajo el fuego del enemigo. Las resoluciones adoptadas-puedo
decirlo-no me costaron el menor trabajo, por lo que tenían de evidentes.
No me volvía a ver qué decían ni qué pensaban
los otros, pues rara vez me era dado aconsejarme de nadie; todo se hacía
con prisa. Imagínense mi asombro y mi extrañeza al observar
más tarde a Martof, el más inteligente de los mencheviques,
y ver que todo le sorprendía y le dejaba perplejo. Sin pararme a
pensar mucho en ello, pues no sobraba tiempo para la introspección,
comprendí que mis años de aprendizaje habían terminado.
No quiero decir, ni mucho menos, que dejase de estudiar. La necesidad y
el gusto del estudio no me han abandonado un solo momento en la vida, ni
jamás decayeron en mí, en lo que tenían de intenso
y de espontáneo. Pero ya no necesitaba estudiar como discípulo,
sino como maestro. Cuando me detuvieron por segunda vez, tenía veintiséis
años. Ahora, hasta el viejo Deutsch me consideraba ya como a hombre,
pues en la cárcel dejó de llamarme "muchacho", para aplicarme
solemnemente el tratamiento que a un hombre cumple: el de su nombre personal
y el paterno.
En su citado libro Siluetas, puesto ahora en el índice, Lunatcharsky
caracteriza en los términos siguientes el papel que desempeñaron
los caudillos en la primera revolución: "Su popularidad (se refiere
a mí) entre el proletariado de San Petersburgo, era por entonces
muy grande, y aumentó al conocerse la extraordinaria actitud heroica
y de gran efecto que había adoptado en la, vista del proceso. Los
años de 1905 a 1906, encontraron a Trotsky, a pesar de ser tan joven,
como uno de los dirigentes socialdemócratas mejor preparados; en
ningún otro se notaba menos que en él el cuño de la
emigración, que se percibía hasta en un Lenin. Trotsky comprendía
más claramente que ningún otro lo que significa librar una
lucha extensa contra el Estado. Fué el que salió de la primera
revolución más enriquecido de popularidad; Lenin y Martof
no ganaron nada en ella, realmente. Y Plejanof, por su parte, perdió
bastante terreno, por culpa de las tendencias semiliberales que en él
se echaron de ver. Desde entonces, Trotsky ocupa un lugar entre los primeros."
La lectura de estas líneas, escritas en 1923, no deja de causar
hoy cierta impresión, si se tiene en cuenta que actualmente Lunatcharsky
se dedica a escribir-aunque no sea precisamente "de mucho efecto" ni muy
"heroico"-todo lo contrario de lo que en ellas se dice.
No hay nada grande que se pueda hacer sin intuición, es decir,
sin ese instinto subconsciente, que puede enriquecerse y fortificarse por
la práctica y la teoría, pero que ha de dar la naturaleza.
No hay cultura teórica, ni rutina práctica, por grandes que
sean, capaces de suplir el golpe de vista político que le permite
a uno orientarse en medio de las cosas, saber apreciar certeramente la
situación y anticiparse a su desarrollo. Esta capacidad tiene una
importancia decisiva en los momentos de agudas crisis y bruscos virajes,
y por tanto, en las revoluciones. Creo que los sucesos ocurridos en 1905
y su desarrollo, demostraron que yo poseía esta intuición
revolucionaria, autorizándome para confiarme a ella en el porvenir.
Las faltas que entonces cometí, por grandes que fuesen-las hubo
muy notables-se refirieron siempre a cuestiones de táctica y de
organización, nunca a puntos fundamentales de carácter estratégico.
En el modo de apreciar la situación política, en conjunto
y sus perspectivas revolucionarias, la conciencia, pie absuelve de haber
cometido ninguna falta grave.
Para Rusia, el movimiento de 1905 fué el ensayo general que
había de preceder a la revolución de 1917. Y lo mismo fue
para mí. La decisión y la firmeza con que pude afrontar los
sucesos del 17 nacían de ver en ellos la continuación y el
desarrollo de aquella labor revolucionaria que vino a interrumpir, el 3
de diciembre de 1905, la detención del Soviet de Petrogrado.
A mí me detuvieron al día siguiente de haberse publicado
el llamado "Manifiesto financiero", en que proclamábamos que la
bancarrota de la Hacienda zarista era inevitable, declarando categóricamente
que el pueblo victorioso no reconocería las deudas contraídas
por Romanofs. "La autocracia no ha tenido jamás la confianza del
pueblo, ni ha recibido de éste mandato alguno", decía en
aquella declaración el Soviet de los diputados obreros. "Decretamos,
por tanto, que no hemos de consentir que sean saldadas las deudas nacidas
de todos esos empréstitos emitidos por el Gobierno zarita, en abierta
guerra contra el pueblo ruso." A los pocos meses, la Bolsa francesa contestaba
a nuestro manifiesto abriendo al Zar un nuevo empréstito de tres
mil doscientos cincuenta millones dli francos. La prensa reaccionaria y
la liberal burlábanse de aquella amenaza fanfarrona que los Soviets
dirigían a la Hacienda zarista y a los banqueros europeos. Pasado
algún tiempo, el manifiesto cayó en olvido. El mismo se encargó
de aflorar nuevamente a la memoria del mundo, en momento oportuno. El derrumbamiento
militar del zarismo fué acompañado por la bancarrota financiera
del régimen, que venía gastándose desde muy atrás.
Al triunfar la revolución, los Comisarios del pueblo, el 10 de febrero
de 1918, decretaron que quedaban canceladas totalmente las deudas zaristas.
Este decreto sigue en vigor. Se equivocan los que dicen que la revolución
rusa viene a dejar incumplidas las obligaciones. ¡Las suyas, no!
La obligación que contrajo ante el país el día 2 de
diciembre de 1905, con el manifiesto de los diputados obreros de Petrogrado,
quedó cumplida íntegramente el 10 de febrero de 1918. Y la
revolución puede decir con justicia a los acreedores del zarismo:
"¿De qué os quejáis, señores? ¡Bien a
tiempo se os advirtió!"
En esto, como en otras muchas cosas, el año 1905 no hizo más
que preparar el advenimiento del 17.