Leon Trotsky MI VIDA |
Para ofrecer al lector garantías de autenticidad, en una obra de la importancia de ésta, hubo de hacerse la versión sobre el texto alemán, revisado por el autor. Damos las gracias a Frau Alejandra Ramm, traductora al alemán del original ruso, que desinteresadamente puso su trabajo a nuestra disposición. (Nota del Traductor)
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Por estas páginas desfilarán buen golpe de personajes
enfocados con una iluminación un poco distinta de aquella en que
a los propios interesados hubiera placido ver a su persona o a su partido.
Y así, es natural que más de uno tache mis Memorias de poco
objetivas. Ha bastado que los periódicos publicasen algunos fragmentos
de esta obra, para que empezasen a sonar las protestas y refutaciones.
Era inevitable. Un libro autobiográfico como éste, aunque
el autor hubiera conseguido hacer de él -y no se lo propuso, ni
mucho menos- un frío daguerrotipo de su vida, no podía menos
de despertar, al publicarse ahora, un eco de aquellas polémicas
que acompañaron en vivo a las colisiones en él relatadas.
Pero estas Memorias no son una fotografía inanimada de mi vida,
sino un trozo de ella. En sus páginas, el autor sigue librando el
combate que llena su existencia. La exposición es análisis
y es crítica; el relato es a la par defensa y ataque, y más
éste que aquélla. Creo sinceramente que es la única
manera de imprimir a una biografía una elevada objetividad; es decir,
de darle una fisonomía en la que vivan los rasgos de una persona
y de una época.
La objetividad no consiste en esa fingida imparcialidad e indiferencia
con que una hipocresía averiada trata al amigo y al adversario,
procurando sugerir solapadamente al lector lo que sería incorrecto
decirle a la cara. De esta mentira y de esta celada convencional -que no
otra cosa son- yo no pienso servirme. Ya que me he sometido a la necesidad
de hablar de mí mismo -hasta hoy no sé que nadie haya conseguido
escribir una autobiografía sin hablar de su persona-, no tengo por
qué ocultar mis simpatías y mis antipatías, mis amores
mis odios.
He escrito un libro polémico. En él se refleja la dinámica
de una sociedad cimentada toda ella sobre antagonismos y contradicciones.
El estudiante que se insolente con su profesor; los aguijones de la envidia
escondidos entre las zalemas de los salones; en el comercio, una rabiosa
competencia, y como en el comercio en la técnica, en la ciencia,
en el arte, en el deporte; choques parlamentarios bajo los que palpitan
hondos conflictos de intereses; la furiosa guerra diaria de la Prensa;
huelgas obreras; manifestantes ametrallados en las calles, maletas cargadas
de gases asfixiantes con que se obsequian mutuamente por los aires las
naciones civilizadas; las lenguas de fuego de las guerras civiles, que
no dejan de azotar un instante la superficie de nuestro planeta: he ahí
otras tantas formas y modalidades de "polémica" social, que van
desde lo cotidiano, normal, consuetudinario, y a fuerza de serlo, pese
a su intensidad, casi imperceptible, hasta ese grado: monstruoso, explosivo,
volcánico de polémica que culmina en las guerras y las revoluciones.
Es la imagen de nuestra época. De la época con la que nos
criamos, en la que respiramos y vivimos. Imposible ser apolémicos
sin hacerle traición.
Pero hay otro criterio, un criterio más escueto y elemental,
y es el que consiste en exponer concienzudamente los hechos. Así
como el revolucionario más intransigente no puede volver la espalda
a las circunstancias de lugar y tiempo, el polemista más fogoso
tiene que guardar las proporciones de las personas y las cosas. A esta
norma confío en que habré sabido mantenerme fiel en el conjunto
de la obra y en sus detalles.
A veces, pocas, reproduzco en forma dialogada antiguas conversaciones.
A nadie se le ocurrirá exigir una reproducción literal, a
la vuelta de tantos años. No está tampoco en mi propósito
asignarles ese valor. Algunos de los diálogos tienen carácter
puramente simbólico. Pero hay ciertas conversaciones -todo el mundo
lo sabe- que se graban con especial relive en la memoria. Las comunica
uno a los amigos y allegados. Y a fuerza de repetirlas, las palabras se
quedan indelebles en el recuerdo. Me refiero, en primer término,
naturalmente, a las conversaciones de carácter político.
Yo soy hombre acostumbrado a fiar en la memoria. Cuantas veces he contrastado
objetivamente sus recuerdos, los he encontrado justos. En efecto; aunque
mi memoria topográfica-y no hablemos de la musical-es harto endeble,
y la plástica y la lingüística bastante mediocres, mi
capacidad retentiva para las ideas descuella considerablemente sobre el
nivel medio. Y las ideas, el desarrollo de las ideas y las luchas de los
hombres en torno a ellas, llenan la parte principal de esta obra.
Cierto que la memoria no es una máquina registradora cine funcione
automáticamente. Ni tiene nada de desinteresado. Tiende con frecuencia
a descartar o dejar recatados en un rincón sombrío aquellos
episodios que no le parecen favorables al instinto vital que la vigila,
y claro está que no lo hace generalmente por altruismo. Pero dejemos
estas cuestiones al "psicoanálisis", ingenioso y divertido a ratos,
aunque más arbitrario y caprichoso que ameno casi siempre.
Huelga decir que he procurado revisar celosamente los datos de la memoria
sobre las piezas documentales de que disponía. A pesar de todas
las trabas y dificultades que se me ofrecieron para poder consultar las
bibliotecas y los archivos, los datos más importantes en que se
basa este trabajo han sido objeto de comprobación.
Desde 1897, he batallado casi siempre con la pluma en la mano. Gracias
a esto, los episodios de mi vida han ido dejando, durante más de
treinta y dos años, un rastro casi ininterrumpido en el papel impreso.
Con el año 1903, empiezan las luchas intestinas dentro del partido,
ricas en duelos personales. Ni mis adversarios ni yo rehuimos nunca los
golpes, y en la letra de imprenta han quedado las cicatrices. Desde el
alzamiento de Octubre, la historia del movimiento revolucionario comienza
a ocupar lugar preeminente en las investigaciones de los historiadores
e institutos históricos rusos. De los Archivos de la revolución
y del Departamento de policía de los zares van saliendo a la luz
y entregándose a la imprenta, con notas y comentarios aclaratorios,
todos los materiales que encierran algún interés. En los
primeros años, cuando aún no había por qué
ocultar ni disfrazar nada, este trabajo llevábase concienzudamente.
Las "Ediciones del Estado" han publicado las obras completas de Lenin y
parte de las mías, provistas de notas que llenan docenas de páginas
de cada volumen y contienen los datos indispensables para situar la actividad
de sus autores y los sucesos de la época que abarcan. Esto me ha
ayudado mucho, naturalmente, guiándome con segura orientación
en la trama cronológica de los hechos y librándome de incurrir,
a lo menos, en errores de bulto.
No niego que mi vida no ha discurrido por los cauces más normales.
Pero las causas de ello no hay que buscarlas en mí mismo, sino en
las condiciones de la época en que mi vida se ha desarrollado. Por
supuesto, que para llevar a cabo la labor, buena o mala, que me cupo en
suerte, hacían falta ciertas dotes personales. Pero, en otro ambiente
histórico, estas dotes hubieran dormitado tranquilamente, como tantas
y tantas capacidades y pasiones humanas que no tienen, salida en el mercado
de la vida social. En cambio, es posible que hubiesen surgido en mí
otras condiciones, hoy anuladas o cohibidas. Por encima de la subjetividad
se alza lo objetivo, que es siempre, en última instancia, lo que
decide.
El curso consciente de mi vida, que empieza hacia los diez y siete
o los diez y ocho años, ha sido una constante lucha por ideas determinadas.
En mi vida personal no hay nada que merezca de por sí la publicidad.
Todo lo que en mi pasado pueda haber de más o menos extraordinario,
hállase asociado íntimamente a las luchas revolucionarias
y recibe de éstas su relieve y valor. Es la única razón
que, puede justificar el que salga a luz esta autobiografía.
Pero, la razón es a la par la dificultad. Los sucesos de mi
vida personal están de tal manera prendidos en la trama de los hechos
histéricos, que es punto menos que imposible arrancarlos a ella.
Sin embargo, este libro no pretende hacer historia. No destaca los hechos
por lo que en sí objetivamente signifiquen, sino en lo que tienen
de contacto con las vicisitudes de la vida del autor. Nada tendrá,
pues, de extraño, que en la pintura de momentos o etapas enteras
falten las proporciones que serían de rigor en una obra histórica.
Para trazar la línea divisoria entre la autobiografía y el
proceso de la revolución, no hemos tenido más remedio que
proceder de un modo empírico. Sin convertir por ello el relato de
una vida en un estudio de historia, había que ofrecer al lector
un punto de apoyo en los hechos que informaron el giro de aquélla.
Dando por supuesto, naturalmente, que quien leyere estas páginas
conoce las líneas generales de nuestra revolución y que hasta
con avivar rápidamente en su recuerdo los hechos históricos
y sus consecuencias.
Cuando este libro salga a luz, habré cumplido cincuenta años.
Mi cumpleaños cae en el día de la Revolución de Octubre.
Un pitagórico o un místico argüirían de aquí
grandes conclusiones. La verdad es que yo no he venido a parar mientes
en esta curiosa coincidencia hasta que ya habían pasado tres años
de las jornadas de Octubre. Hasta la edad de nueve años, viví
sin interrupción en una aldea apartada del mundo. Pasé ocho
estudiando en el Instituto. Al año de salir de sus aulas, fui detenido
por vez primera. Mis Universidades fueron, como las de tantos otros en
aquella época, la cárcel, el destierro y la emigración.
Dos veces estuve preso en las cárceles zaristas, por espacio de
cuatro años en total; las deportaciones del antiguo régimen
me alcanzaron otras tantas veces, la primera dos años poco más
o menos, la segunda unas semanas. Las dos veces pude huir de Siberia. He
vivido emigrado, en junto, unos doce años, en varios países
de Europa y América: dos años antes de estallar la revolución
de 1905 y hacia diez después de su represión. Durante la
guerra, fui condenado a prisión en rebeldía en la Alemania
de los Hohenzollers (1905); al siguiente año, expulsado de Francia
a España, donde, tras breve detención en la cárcel
de Madrid y un mes de estancia en Cádiz bajo la vigilancia de la
policía, me expulsaron de nuevo rumbo a Norteamérica. Allí,
me sorprendieron las primeras noticias de la revolución rusa de
Febrero. De vuelta a Rusia, en marzo de 1917, fui detenido por los ingleses
e internado durante un mes en un campo de concentración del Canadá.
Tomé parte activa en las revoluciones de 1905 y 1917, y ambos años
fui Presidente del Soviet de Petrogrado. Intervine muy de cerca en el alzamiento
de Octubre y pertenecí al Gobierno de los Soviets. En funciones
de Comisario del pueblo para las relaciones exteriores, dirigí en
Brest-Litovsk las negociaciones de paz entabladas con Alemania, Austria-Hungría,
Turquía y Bulgaria. Ocupé el Comisariado de Guerra y Marina,
y desde él dediqué cinco años a la organización
del Ejército rojo y la reconstrucción de la flota. En el
año 1920, me encargué, además, de dirigir los trabajos
de reorganización de los ferrocarriles, que estaban en el mayor
abandono.
Dejando a un lado los años de la guerra civil, la parte principal
de mi vida la llena mi actividad de escritor y militante dentro del partido.
Las "Ediciones del Estado" emprendieron en 1923 la publicación de
mis obras completas. De entonces acá, han visto la luz, sin contar
los cinco tomos en que se coleccionan mis trabajos sobre temas militares,
trece volúmenes. La publicación fue suspendida en el 1927,
cuando empezó a agudizarse la campaña de persecución
contra el "trotskismo".
En enero de 1928 me envió al destierro el actual Gobierno ruso,
y hube de pasar un año junto a la frontera china. En febrero de
1929 fui expulsado a Turquía, y escribo estas líneas en Constantinopla.
No puede decirse que mi vida, aun presentada en tan rápida síntesis,
tenga nada de monótona. Más bien cabría afirmar, por
el número de virajes bruscos, súbitos cambios y agudos conflictos,
por los vaivenes que en ella tanto abundan, que es una vida pletórica
de "aventuras". Y, sin embargo, permítaseme afirmar que nada hay
que tanto repugne a mis naturales inclinaciones como una vida aventurera.
Mi amor al orden y mis hábitos conservadores puede decirse que rayan
en lo pedantesco. Amo y sé apreciar el método y la disciplina.
No con ánimo de paradoja, sino porque es verdad, diré que
me indignan la destrucción y el desorden. Fui siempre un discípulo
aplicado y puntual, dos condiciones que he conservado a lo largo de toda
la vida. Durante los años de la guerra civil, cuando en mi tren
cubría distancias varias veces iguales al Ecuador, me recreaba ver,
de trecho en trecho, una empalizada nueva de tablas de pino. Lenin, que
me conocía esta pequeña Debilidad, solía burlarse
cariñosamente de mí a causa de ella. Para mí, los
mejores y más caros productos de la civilización han sido
siempre -y lo siguen siendo- un libro bien escrito, en cuyas páginas
haya algún pensamiento nuevo, y una pluma bien tajada con la que
poder comunicar a los demás los míos propios. Jamás
me ha abandonado el deseo de aprender, ¡y cuántas veces, en
medio de los ajetreos de mi vida, no me ha atosigado la sensación
de que la labor revolucionaria me impedía estudiar metódicamente!
Sin embargo, casi un tercio de siglo de esta vida se ha consagrado por
entero a la revolución. Y si empezara a vivir de nuevo, seguiría
sin vacilar el mismo camino.
Véome obligado a escribir estas líneas en la emigración,
la tercera de la serie, mientras mis mejores amigos, que lucharon con denuedo
decisivo por ver implantada la República de los Soviets, pueblan
sus cárceles y sus estepas, presos unos y otros deportados. Algunos
hay que vacilan, que retroceden y se rinden al adversario. Unos, porque
están moralmente agotados; otros, porque, confiados a sus solas
fuerzas, son incapaces para encontrar una salida a este laberinto en que
los colocaron las circunstancias; otros, en fin, por miedo a las sanciones
materiales. Es la tercera vez que presencio una deserción en, masa
de las banderas revolucionarias. La primera fué tras el reprimido
movimiento de 1905; la segunda, al estallar la guerra. Conozco harto bien,
por experiencia, lo que son estas mareas y reflujos. Y sé que están
regidos por leyes. No vale impacientarse, pues no han de cambiar de rumbo
a fuerza de impaciencia. Y yo no soy de esos que acostumbran a enfocar
las perspectivas históricas con el ángulo visual de sus personales
intereses y vicisitudes. El deber primordial de un revolucionario es conocer
las leyes que rigen lo sucesos de la vida y saber encontrar, en el curso
que estas leyes trazan, su lugar adecuado. Es, a la vez, la más
alta satisfacción personal que puede apetecer quien no une la misión
de su vida al día que pasa.
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