Textos sobre arte, cultura y literatura |
Del campesinado no sólo depende en una amplia medida el desarrollo
de nuestra propia industria, esto está suficientemente claro; de
nuestro campesinado y del crecimiento de su economía depende también
hasta cierto punto la revolución en los países europeos.
Lo que retrasa a los obreros europeos en su lucha por el Poder -y no es
el azar-, y lo que los socialdemócratas utilizan hábilmente
con un objetivo reaccionario, es la dependencia de la industria europea
en relación con los países de ultramar por lo que concierne
a los productos alimenticios y a las materias primas. América la
abastece de cereales y de algodón; Egipto, de algodón; la
India, de azúcar de caña; el archipiélago malayo,
de caucho, etc. Existe el peligro de un bloqueo americano, por ejemplo,
reduzca a la penuria de miserias primas y de productos alimenticios a la
industria europea durante los meses y los años difíciles
de la revolución proletaria. En estas condiciones, una exportación
masiva (acrecentada) de cereales y de materias primas soviéticas
de todas clases es un potente factor revolucionario para los países
de Europa. Nuestros campesinos deben darse cuenta del hecho de que cada
gavilla de trigo suplementario trillado y exportado, es un peso más
en la balanza de la lucha revolucionaria del proletariado europeo, porque
esa gavilla reduce la dependencia de Europa en relación con la América
capitalista. Los campesinos turkmenos que cultivan el algodón deben
estar relacionados con los obreros del textil de Moscú y de Ivanovo-Voznesensk
y también con el proletariado revolucionario de Europa. Es preciso
que el día en que los trabajadores de Europa se apoderen de sus
estaciones de emisión, cuando el proletario de Francia tome la torre
Eiffel y anuncie en todas las lenguas desde su cúspide que son los
amos de Francia (Aplausos.), es preciso que ese día, que en esa
hora, no sólo los obreros de nuestras ciudades de y nuestras industrias,
sino también los campesinos de nuestras aldeas más apartadas
puedan responder a la llamada de los obreros europeos: “¿Nos oís?”
“Hermanos, ¡os oímos y queremos ayudaros!” (Aplausos.) Siberia
ayudará con cereales, con materias grasas, con materias primas;
el Kuban y el Don con cereales y carne; Uzbekistán y el Turkmenistán
contribuirán con su algodón. Esto demostrará que el
desarrollo de nuestras comunicaciones por radio ha apresurado la transformación
de Europa en una sola organización económica. El desarrollo
de la red telegráfica es, entre tantas otras la preparación
del momento en que los pueblos Europa y Asia se unirán en una Unión
Soviética de los Pueblos Socialistas. (Aplausos.)
El
A B C de la dialéctica marxista
Fragmento de “En defensa del marxismo”
La dialéctica no es una ficción ni una mística, sino una ciencia de las formas de nuestro pensamiento en la medida en que éste no se limita a los problemas cotidianos de la vida y trata de llegar a una comprensión de procesos más profundos y complicados. La dialéctica y la lógica formal mantienen entre sí una relación similar a la que existe entre las matemáticas inferiores y las superiores.
Trataré aquí de esbozar lo esencial del problema en forma muy concisa. La lógica aristotélica del silogismo simple, parte de la premisa de que “A” es igual a “A”. Este postulado se acepta como axioma para una multitud de acciones humanas prácticas y de generalizaciones elementales. Pero en realidad “A” no es igual a “A”. Esto es fácil de demostrar si observamos estas dos letras bajo una lente: son completamente diferentes una de otra. Pero, se podrá objetar, no se trata del tamaño o de la forma de las letras, dado que ellas no son solamente símbolos de cantidades iguales; por ejemplo, de una libra de azúcar. La objeción no es válida en realidad; una libra de azúcar nunca es igual a una libra de azúcar: una balanza delicada descubriría siempre la diferencia. Nuevamente se podría objetar: sin embargo, una libra de azúcar es igual a sí misma. Tampoco es verdad: todos los cuerpos cambian constantemente de tamaño, peso, color, etc. Nunca son iguales a sí mismos. Un sofista contestaré que una libra de azúcar es igual a sí misma “en un momento dado”. Fuera del valor práctico extremadamente dudoso de este “axioma”, tampoco soporta una crítica teórica. ¿Cómo debemos concebir realmente la palabra “momento”? Si se trata de un intervalo infinitesimal de tiempo, entonces una libra de azúcar está sometida durante el transcurso de ese “momento” a cambios inevitables. ¿O este “momento” es una abstracción puramente matemática, es decir, cero tiempo? Pero todo existe en el tiempo y la existencia misma es un proceso ininterrumpido de transformación; el tiempo es, en consecuencia, un elemento fundamental de la existencia. De este modo, el axioma “A” es igual a “A” significa que una cosa es igual a sí misma si no cambia, es decir, si no existe.
A primera vista podría parecer que estas “sutilezas” son inútiles. En realidad, tienen decisiva importancia. El axioma “A” es igual a “A” es a un mismo tiempo punto de partida de todos nuestros conocimientos y punto de partida de todos los errores de nuestro conocimiento. Sólo dentro de ciertos límites se le puede utilizar con impunidad. Si los cambios cuantitativos que se producen en “A” carecen de importancia para la cuestión que tenemos entre manos, entonces podemos suponer que “A” es igual a “A”. Tal es, por ejemplo, el modo en que el vendedor y el comprador consideran una libra de azúcar. De la misma manera consideramos la temperatura del Sol. Hasta hace poco considerábamos de la misma manera el valor adquisitivo del dólar. Pero cuando los cambios cuantitativos sobrepasan ciertos límites se convierten en cambios cualitativos. Una libra de azúcar sometida a la acción del agua o de la gasolina deja de ser una libra de azúcar. Un dólar en manos de una presidente deja de ser un dólar. Determinar en el momento preciso el punto crítico en que la cantidad se transforma en calidad es una de las tareas más difíciles o importantes en todas las esferas del conocimiento, incluso de la sociología.
Todo obrero sabe que es imposible elaborar dos objetos completamente iguales. En la transformación de bronce en conos, se permite cierta desviación para los conos, siempre que ésta no pase de ciertos límites (a esto se le llama “tolerancia”). Mientras se respeten las normas de la tolerancia, los conos son considerados iguales (“A” es igual a “A”). Cuando se sobrepasa la tolerancia, la cantidad se transforma en calidad; en otras palabras, los conos son de inferior calidad o completamente inútiles.
Nuestro pensamiento científico no es más que una parte de nuestra práctica general, incluso de la técnica. Para los conceptos rige también la “tolerancia”, que no surge de la lógica formal basada en el axioma “A” es igual a “A”, sino de la lógica dialéctica cuyo axioma es: todo cambia constantemente. El “sentido común” se caracteriza por el hecho de que sistemáticamente excede la “tolerancia” dialéctica.
El pensamiento vulgar opera con conceptos como capitalismo, moral, libertad, estado obrero, etc. El pensamiento dialéctico analiza todas las cosas y fenómenos en sus cambios continuos a la vez que determina en las condiciones materiales de aquellos cambios el momento crítico en que “A” deja de ser "A", un estado obrero deja de ser un estado obrero.
El vicio fundamental del pensamiento vulgar radica en el hecho de que quiere contentarse con fotografías inertes de una realidad que consiste en eterno movimiento. El pensamiento dialéctico da a los conceptos -por medio de aproximaciones sucesivas- correcciones, concreciones, riqueza de contenido y flexibilidad; diría, incluso, hasta cierta suculencia que en cierta medida los aproxima a los fenómenos vivientes. No hay un capitalismo en general, sino un capitalismo dado, en una etapa dada de desarrollo. No hay estado obrero en general, sino un capitalismo dado, en una etapa dada de desarrollo. No hay estado obrero en general, sino un estado obrero dado, en un país atrasado, dentro de un cerco capitalista, etc.
Con respecto al pensamiento vulgar, el pensamiento dialéctico está en la misma relación que una película cinematográfica con una fotografía inmóvil. La película no invalida la fotografía inmóvil, sino que combina una serie de ellas de acuerdo a las leyes del movimiento. La dialéctica no niega el silogismo, sino que nos enseña a combinar los silogismos en forma tal que nos lleve a una comprensión más próxima a la realidad eternamente cambiante. Hegel, en su Lógica (1812-1816), estableció una serie de leyes: cambio de cantidad en calidad, desarrollo a través de las contradicciones, conflictos entre el contenido y la forma, interrupción de la continuidad, cambio de la posibilidad en inevitabilidad, etcétera, que son tan importantes para el pensamiento teórico como el silogismo simple para las tareas más elementales.
Hegel escribió antes que Darwin y antes que Marx. Gracias al poderoso impulso dado al pensamiento por la revolución francesa, Hegel anticipó el movimiento general de la ciencia. Pero porque era solamente una anticipación, aunque hecha por un genio, recibió de Hegel un carácter idealista. Hegel operaba con sombras ideológicas como realidad final. Marx demostró que el movimiento de estas sombras ideológicas no reflejaban otra cosa que el movimiento de cuerpos materiales.
Llamamos “materialista” a nuestra dialéctica porque sus raíces no están en el cielo ni en las profundidades del “libre albedrío”, sino en la realidad objetiva, en la naturaleza. Lo consciente surgió de lo inconsciente, la psicología de la fisiología, el mundo orgánico del inorgánico, el sistema solar de la nebulosa. En todos los jalones de esta escala de desarrollo, los cambios cuantitativos se transformaron en cualitativos. Nuestro pensamiento, incluso el pensamiento dialéctico, es solamente una de las formas de expresión de la materia cambiante. En ese sistema no hay lugar para Dios, ni para el Diablo, ni para el alma inmortal, ni para leyes y normas morales eternas. La dialéctica del pensamiento, por haber surgido de la dialéctica de la Naturaleza, posee en consecuencia un carácter profundamente materialista.
El darwinismo, que explicó la evolución de las especies a través del tránsito, de las transformaciones cuantitativas en cualitativas, constituyó el triunfo más alto de la dialéctica en todo el campo de la materia orgánica. Otro gran triunfo fue el descubrimiento de la tabla de pesos atómicos de elementos químicos, y posteriormente, la transformación de un elemento en otro.
A estas transformaciones (de especies, elementos, etcétera) está estrechamente ligada la cuestión de la clasificación, de pareja importancia en las ciencias naturales y las sociales. El sistema de Linneo (siglo XVIII), que utilizaba como punto de partida la inmutabilidad de las especies, se limitaba a la descripción y clasificación de las plantas de acuerdo a sus características exteriores. El período infantil de la botánica es análogo al período infantil de la lógica, ya que las formas de nuestro pensamiento se desarrollan como todo lo que vive. Unicamente el repudio definitivo de la idea de especies fijas, únicamente el estudio de la historia de la evolución de las plantas y de su anatomía, preparó las bases para una clasificación realmente científica.
Marx, que a diferencia de Darwin era un dialéctico consciente, descubrió una base para la clasificación científica de las sociedades humanas, en el desarrollo de sus fuerzas productivas y en la estructura de las formas de propiedad, que constituyen la anatomía social. El marxismo sustituye por una clasificación dialéctica materialista la clasificación vulgarmente descriptiva de sociedades y estados que aún sigue floreciendo en las universidades. Unicamente mediante el uso del método de Marx es posible determinar correctamente, tanto en el concepto de lo que es un estado obrero como el momento de su caída.
Todo esto, como vemos, no contiene nada “metafísico” o “escolástico”,
como afirman los ignorantes pedantes. La lógica dialéctica
expresa las leyes del movimiento dentro del pensamiento científico
contemporáneo. Por el contrario, la lucha contra la dialéctica
materialista expresa un pasado lejano, el conservadurismo de la pequeña
burguesía, la autosuficiencia de los universitarios rutinarios y...
un destello de esperanza en la vida del más allá.
Problemas de la vida cotidiana
En uno de nuestros periódicos he leído recientemente que en una asamblea general de trabajadores en la fábrica de calzados “La Comuna de París”, se aprobó una resolución que ordenaba abstenerse de blasfemar e imponía multas a quien hiciese uso de expresiones injuriosas.
Este es un pequeño incidente en medio de la gran confusión de la hora presente. Un pequeño incidente de gran peso. Su importancia, con todo, depende de la respuesta que encuentre en la clase trabajadora la iniciativa de la fábrica de calzado.
El lenguaje insultante y los juramentos constituyen un legado de la esclavitud, de la humillación y falta de respeto por la dignidad humana, tanto la propia como la de los demás. Esto es exactamente lo que ocurre en Rusia respecto de las blasfemias. Me gustaría que nuestros filólogos, lingüistas y especialistas en folklore me dijeran si conocen en cualquier otro idioma términos tan disolutos, vulgares y bajos como los que tenemos en ruso. Hasta donde yo sé, nada o casi nada parecido existe fuera de nuestro país. El lenguaje blasfemo en nuestras clases socialmente inferiores era el resultado de la desesperación, la amargura y, sobre todo, de la esclavitud sin esperanza ni evasión. El de nuestras clases altas, el lenguaje que salía de las gargantas de la aristocracia y de los funcionarios, era el resultado del régimen clasista, del orgullo de los propietarios de esclavos y del poder inconmovible. Se supone que los proverbios contienen la sabiduría de las masas; los proverbios rusos, además, revelan su ignorancia y su tendencia a la superstición, así como su condición de esclavitud. “El abuso no golpea hasta el cuello”, dice un proverbio ruso, demostrando que no sólo se acepta la esclavitud como un hecho, sino que se está obligando a sufrir la humillación que implica. Dos corrientes de procacidad rusa -el lenguaje blasfemo de los amos, los funcionarios y los policías, grueso y rotundo, y el lenguaje blasfemo, hambriento, desesperado y atormentado de las masas- han teñido toda la vida rusa con matices despreciables. Tal fue el legado que, entre otros, recibió la revolución del pasado.
La revolución, sin embargo, es primordialmente el despertar de la personalidad humana en el seno de las masas, en esas masas que supuestamente no poseían ninguna personalidad. Pese a la crueldad ocasional y a la sanguinaria inexorabilidad de sus métodos, la revolución se caracteriza inicialmente y sobre todo por un creciente respeto a la dignidad del individuo v por un interés cada vez mayor por los débiles. Una revolución no es digna de llamarse tal si con todo el poder y todos los medios de que dispone no es capaz de ayudar a la mujer -doble o triplemente esclavizada, como lo fue en el pasado- a salir a flote y avanzar por el camino del progreso social e individual. Una revolución no es digna de llamarse tal si no prodiga el mayor cuidado posible a los niños, la futura generación para cuyo beneficio se llevó a cabo la revolución. Pero ¿cómo puede crearse una nueva vida basada en la consideración mutua, en el respeto a sí mismo, en la verdadera igualdad de las mujeres (que deben ser estimadas en el mismo grado que los hombres trabajadores), en el cuidado eficiente de los niños, en medio de una atmósfera envenenada por el rugiente, fragoroso y resonante lenguaje blasfemo de los amos y los esclavos, ese lenguaje que no perdona a nadie v que no se detiene ante nada? La lucha contra el “lenguaje procaz” es un requisito esencial de la higiene mental, de la misma manera que la lucha contra la suciedad y las alimañas es un requisito de la higiene física.
Terminar radicalmente con el lenguaje injurioso no es cosa fácil si se tiene en cuenta que el desenfreno en el lenguaje tiene raíces psicológicas y es una consecuencia del escaso grado de cultura de los suburbios. Por ello damos la bienvenida a la iniciativa de la fábrica de calzado y sobre todo deseamos mucha perseverancia a los promotores de los nuevos movimientos. Los hábitos psicológicos, que se transmiten de generación en generación y saturan todo el clima de la vida, son sumamente tenaces. Por otra parte, ¿con cuánta frecuencia nos lanzamos en Rusia impetuosamente hacia adelante, agotamos nuestras fuerzas y después dejamos que las cosas sigan a la deriva como antaño?
Confiemos en que las mujeres trabajadoras -y en primer lugar las que pertenecen a las filas comunistas- apoyen la iniciativa de la fábrica “La Comuna de París”. Por regla general -que por supuesto admite sus excepciones- los hombres que comúnmente emplean un lenguaje desenfrenado, desprecian a las mujeres y les prestan poca atención. Esto no se aplica tan sólo a las masas incultas, sino también a los elementos avanzados y aun a los llamados “responsables” del actual orden social. No puede negarse que las viejas formas prerrevolucionarias de lenguaje procaz siguen todavía en uso, seis años después de Octubre, y que incluso están de moda en las “altas esferas”. Cuando se encuentran fuera de la ciudad, especialmente fuera, de Moscú, nuestros mandatarios consideran en cierto sentido como un deber el uso de expresiones fuertes. Evidentemente ven en ello un método de entrar en contacto más profundamente con el campesinado.
Tanto en el aspecto económico como en todos los demás aspectos, nuestra vida en Rusia ofrece los contrastes más notables. En un sector muy estratégico del país, cerca de Moscú, hay miles de pantanos y caminos intransitables y próxima a los mismos surge de pronto una fábrica que por su equipo técnico podría muy bien sorprender a cualquier ingeniero europeo o americano. Contrastes similares abundan en nuestra vida nacional. Junto a algunos gobernantes rapaces del viejo estilo, que atravesaron el período de revolución y expropiación comprometidos en la estafa y en el enmascaramiento y legalización de la especulación, y que conservan intactas entre tanto toda su vulgaridad y rapacidad suburbana, junto a ellos, podemos observar el mejor estilo comunista proveniente de la clase trabajadora, en quienes día a día consagran sus vidas a servir a los intereses del proletariado internacional, y están listos, si se presenta la oportunidad, para luchar por la causa revolucionaria en cualquier país, incluidos aquellos que no sabrían ubicar en el mapa. Además de tales contrastes sociales -una torpe bestialidad y el más alto idealismo revolucionario-, presenciamos a menudo contrastes psicológicos de la misma tendencia. Un hombre es un comunista ortodoxo devoto a la causa, pero las mujeres son para él tan sólo “hembras” que en ningún sentido son tomadas en serio. 0 a veces ocurre que el muy respetado comunista cuando discute cuestiones nacionales comienza a exponer inesperadamente ideas reaccionarias. Con respecto a esto debemos recordar que los distintos aspectos de la conciencia humana no se transforman y desarrollan simultáneamente por rumbos paralelos. Existe una cierta economía en el proceso. “La psicología humana es por naturaleza muy conservadora y el cambio debido a las demandas e impulsos de la vida afecta en primer lugar a los aspectos de la mente que le conciernen en forma directa. En Rusia, el desarrollo social y político de las últimas décadas tuvo lugar de un modo un tanto inusual, con sorprendentes saltos y sobresaltos, y esto tiene que ver con nuestra desorganización y confusión presente, que no concierne sólo a lo político y económico. El mismo proceso irregular en el desarrollo mental de mucha gente dio por resultado una mezcla muy curiosa de avanzados puntos de vista políticos, cuidadosamente elaborados con tendencias, hábitos y, en algunos casos, ideas que son un directo legado de las ancestrales leyes domésticas. Para obviar tales efectos, debemos poner en orden la faz intelectual, debemos examinar a través de métodos marxistas todo el complejo mental del hombre, y en esto ha de consistir el esquema general de educación y autoeducación del Partido comenzando por sus dirigentes.” Pero aquí también el problema es bastante complicado y no puede ser resuelto tan sólo por la instrucción escolar y los libros; las raíces de la desorganización y confusión están en las condiciones en que se vive. La psicología en última instancia está determinada por la vida. Pero dicha dependencia no es puramente automática y mecánica; se trata más bien de una activa y recíproca determinación. Por tanto, el problema debe ser encarado de diferentes modos: el de los trabajadores de la fábrica “La Comuna de París” es uno de tantos. Les deseamos a todos ellos el mayor de los éxitos.
P. S.- La lucha contra la vulgaridad del lenguaje es también parte de la lucha por la pureza, claridad y belleza de la lengua rusa.
Los necios reaccionarios sostienen que la revolución, sin haber llegado a destruirla del todo, está en camino de estropear la lengua rusa. De hecho, existe actualmente una enorme cantidad de términos en uso que han surgido por casualidad, muchos de ellos expresiones groseras y del todo innecesarias; otros, contrarios al espíritu de nuestra lengua. Y, sin embargo, estos tontos reaccionarios están tan equivocados acerca del futuro de la lengua rusa como acerca de todo el resto. En efecto, a pesar y más allá del desorden revolucionario, nuestro lenguaje se irá rejuveneciendo y fortaleciendo con una mayor flexibilidad y delicadeza. El lenguaje obviamente osificado, burocrático y liberal de nuestra prensa prerrevolucionaria se halla ya considerablemente enriquecido por nuevas formas descriptivas, por nuevas expresiones mucho más precisas y dinámicas. Pero a través de estos tumultuosos años nuestro idioma, por cierto, se ha ido obstruyendo cada vez más, y parte de nuestro progreso cultural se ha manifestado, entre otras cosas, en el hecho de haber desechado todos los términos y expresiones innecesarios, así como aquellos que no concuerdan con el espíritu de nuestra lengua, mientras por otra parte se han reservado las valiosas e incuestionables adquisiciones lingüísticas del período revolucionario.
El lenguaje es el instrumento del pensamiento. La corrección y precisión del lenguaje es condición indispensable de un pensamiento recto y preciso. El poder político ha pasado, por primera vez en nuestra historia, a manos de los trabajadores. La clase trabajadora dispone de un gran cúmulo de trabajo y experiencia vital y un idioma basado en dicha experiencia. Pero nuestro proletariado no ha recibido la suficiente instrucción preparatoria acerca de los rudimentos de lectura y escritura, para no hablar de su formación literaria. Y he aquí el motivo por el que la clase trabajadora ahora gobernante, que en sí misma y por su naturaleza social es una poderosa guardiana de la integridad y grandeza de la lengua rusa del futuro, no se levanta hoy, sin embargo, con toda la energía necesaria para luchar contra la intrusión de expresiones y términos viciosos, inútiles y a menudo desagradables. Cuando la gente dice: “Un par de semanas”, “Un par de meses” (en lugar de varias semanas, varios meses), resulta estúpido y feo. En lugar de enriquecer el lenguaje, lo empobrece: la palabra “par” pierde en el proceso su significado real (el que tiene en la expresión “un par de botas”). Las expresiones y los términos erróneos han entrado en uso a raíz de la intrusión de palabras extranjeras mal pronunciadas. Los oradores proletarios, aun aquellos que debieran saber hablar mejor, dicen, por ejemplo, “incindente” en lugar de “incidente”, o dicen “instito” en lugar de “instinto”, o “regularmente” en lugar de “regularmente”. Tales pronunciaciones erróneas tampoco eran infrecuentes antes de la revolución. Pero ahora parecen adquirir cierto derecho de ciudadanía. Nadie corrige estas expresiones defectuosas por una especie de falso orgullo. Eso es un error. La lucha por una mayor educación y cultura proveerá a los elementos avanzados de la clase trabajadora todos los recursos de la lengua rusa en su mayor grado de riqueza, sutileza y refinamiento. Para preservar la grandeza del lenguaje, todos los términos y expresiones defectuosos deben ser desechados del habla cotidiana. El lenguaje también tiene necesidad de una higiene. Y no en menor grado, sino mucho más que las otras, la clase trabajadora necesita un lenguaje sano, ya que, por primera vez en la historia, comienza a pensar independientemente sobre la Naturaleza, sobre la vida y sus fundamentos; y el instrumento indispensable de todo pensamiento correcto es la claridad y agudeza del lenguaje.
b)No sólo de política vive el hombre
La historia prerrevolucionaria de nuestro Partido fue la de la política revolucionaria. Tanto la literatura como la organización de partido venía marcado por la política en su sentido más estricto e inmediato, en el sentido más restringido del término. Durante los años de la revolución y de guerra, civil, los intereses y las tareas políticas han tenido un carácter más urgente y tenso todavía. Durante estos años el Partido ha sabido agrupar a los elementos más activos de la clase trabajadora. Sin embargo, esa clase sabe los resultados políticos más importantes de esos años. La pura y simple repetición de esos frutos no le ofrece ya nada, contribuye más bien a borrar de su mente las enseñanzas del pasado. Tras la toma del poder y su consolidación a raíz de la guerra civil, nuestros principales objetivos se han orientado hacia la edificación económico-cultural; tales objetivos se han complicado, escindido y detallado, convirtiéndose hasta cierto punto en “prosaicos”. A un tiempo, nuestra lucha anterior, sus sufrimientos y sacrificios, sólo podrán justificarse en la medida en que aprendamos a formular correctamente nuestros objetivos “culturales” parciales de todos los días y a, resolverlos.
¿En qué consisten, en resumen, las conquistas de la clase trabajadora? ¿Qué hemos podido asegurar con la lucha hasta ahora llevada?
1) La dictadura del proletariado (por medio del estado obrero
y campesino, dirigido por el Partido comunista).
2) El ejército rojo, sostén material de la dictadura
del proletariado.
3) La nacionalización de los medios de producción
más esenciales, sin los que la dictadura del proletariado sería
mera fórmula.
4) El monopolio del comercio exterior, indispensable para la
edificación socialista dado el bloqueo capitalista.
Estos cuatro puntos, conseguidos de manera irreversible, constituyen el marco de bronce de nuestro trabajo. Gracias a él, cada uno de nuestros éxitos económicos y culturales será forzosamente -siempre que se trate de éxitos reales y no ficticios- parte del edificio socialista.
¿Cuál es, entonces, nuestra tarea actual? ¿Qué debemos aprender? ¿A qué debemos tender ante todo? Debemos aprender a trabajar correctamente, de manera exacta, rigurosa, económica. Necesitamos cultura en el trabajo, cultura en la vida, cultura en la vida cotidiana. Hemos derribado el reino de los explotadores tras larga preparación gracias a la palanca de la lucha armada. Pero no hay palanca apropiada para elevar de golpe el nivel cultural, que exige un largo proceso de autoeducación de la clase obrera, acompañada y seguida por el campesinado. Sobre este cambio de orientación en nuestros esfuerzos, en nuestros métodos, en nuestros objetivos, el camarada Lenin escribe en su artículo dedicado a la cooperación:
“Nos vemos obligados a admitir que nuestra posición respecto al socialismo ha sido radicalmente modificada. Este cambio radical consiste en que antes nuestros principales esfuerzos se orientaban por necesidad a la lucha política, a la revolución, a la conquista del poder, etc. Ahora el centro de gravedad se desplaza de tal manera que llegará a situarse en el trabajo específico de la organización cultural. Estoy dispuesto a afirmar que el centro de gravedad debería situarse en el trabajo cultural, si no fuera por las condiciones internacionales y las necesidades de luchar por nuestra posición a escala internacional. Pero dejando a un lado este punto, si nos limitamos a las condiciones económicas internas, el esfuerzo más importante debe dedicarse al trabajo cultural...”
Por tanto, las tareas que exige nuestra situación internacional no nos apartan del trabajo cultural, aunque esto sólo sea cierto a medias, como vamos a ver. En nuestra situación internacional, el factor más importante es el de la defensa del Estado, es decir, en primer lugar el ejército rojo. En este plano extremadamente esencial, las nueve décimas partes de nuestra misión desembocan en el trabajo cultural: hay que enseñarle a utilizar un manual, los libros, los mapas geográficos, hay que acostumbrarlo a una mayor limpieza, puntualidad, corrección, economía, facultad de observación. Ningún milagro solucionará de golpe nuestra tarea. Tras la guerra civil, durante la transición a una época nueva, el intento de dotar nuestro trabajo de una saludable “doctrina de guerra proletaria” fue el ejemplo más flagrante, el más evidente de la incomprensión opuesta a las tareas de la nueva época. Los proyectos extravagantes sobre la creación de laboratorios destinados a crear una “cultura proletaria” manan de la misma fuente. La búsqueda de la piedra filosofar deriva de la desesperación ante nuestro atraso y de la creencia supersticiosa en los milagros, que ya por sí misma es indicio de atraso. No hay por qué desesperar, sin embargo; es hora de renunciar a la creencia en los milagros, a la charlatanería pueril sobre la “cultura proletaria” o la “doctrina de guerra proletaria”. En el plano de la cultura proletaria hay que dedicarse al progreso de la cultura, el único que podrá dotar de contenido socialista a las principales conquistas de la revolución. Eso es lo primero que hay que comprender, so pena de jugar un juego reaccionario en el desarrollo del pensamiento y del trabajo del Partido.
Cuando el camarada Lenin afirma que nuestros objetivos no pertenecen en la actualidad tanto al terreno político como al de la cultura, hay que entender los términos para evitar falsear su planteamiento. En cierto sentido, todo está determinado por la política. El consejo del camarada Lenin, en sí mismo, de transferir nuestra atención de la política a la cultura, es un consejo de carácter político. Si en un momento dado, en un país dado, el partido obrero decide plantear primero las reivindicaciones económicas antes que las políticas, tal decisión tiene en sí misma un carácter político. Es evidente que la palabra “político” se usa aquí en dos acepciones distintas: En primer lugar, en el sentido amplio del materialismo dialéctico, que abarca el conjunto de todas las ideas, métodos y sistemas rectores idóneos para orientar la actividad colectiva en todos los terrenos de la vida pública; en segundo lugar, en el sentido estricto y específico que caracteriza a una parte concreta de la actividad pública, en lo que atañe directamente a la lucha por el poder, y que es distinto del trabajo económico, cultural. etc. Cuando el camarada Lenin escribe que la política es economía concentrada, considera la política en sentido lato, filosófico. Cuando el camarada Lenin dice: “Menos política y más economía”, se refiere a la política en sentido estricto y específico. El término puede usarse en los dos sentidos, ya que el empleo está consagrado por el uso. Basta con comprender de qué se trata en cada caso específico.
La organización comunista consiste en un partido político en el sentido amplio, histórico, o si se quiere en el sentido filosófico del término. Los demás partidos actuales son políticos, sobre todo porque hacen (pequeña) política. La traslación del objetivo de nuestro Partido al trabajo cultural no significa por tanto mengua alguna en su papel político. Su papel histórico determinante (es decir, político) lo ejercerá el Partido concentrando su atención en el trabajo educativo y en la dirección de ese trabajo. Sólo el fruto de largos años de trabajo socialista en el plano interior, realizado con la garantía de la seguridad exterior, podría deshacer las trabas que implica el Partido, haciendo que éste se reabsorba en la comunidad socialista. Pero desde ahora hasta entonces queda tanto camino que más vale no pensar en ello... Por el momento, el Partido tiene que conservar íntegras sus principales características: cohesión moral, centralización, disciplina, únicas garantías de nuestra capacidad de combate. En otras condiciones, esas inapreciables virtudes comunistas podrán mantenerse y extenderse siempre que las necesidades económicas y culturales se satisfagan de modo perfecto, hábil, exacto y minucioso. Precisamente al considerar esas tareas, a las que debemos conceder el primer puesto en la actual política, el Partido se dedica a repartir y agrupar sus fuerzas, educando a la nueva generación. 0 dicho de otro modo: la gran política exige que el trabajo de agitación, de propaganda, de repartición de los sacrificios, de instrucción y de educación se concentre en las tareas y necesidades de la economía y de la cultura, no en la “política” en su sentido estricto y particular.
El proletariado encarna una unidad social poderosa que en período de lucha revolucionaria aguda se despliega de modo pleno para conseguir los objetivos de la clase en su totalidad. Pero en el interior de esta unidad hay una diversidad extraordinaria, diría incluso que una disparidad nada despreciable. Entre el pastor ignorante y analfabeto y el mecánico especializado hay un gran número de niveles de culturas y de calificaciones y de adaptación a la vida diaria. Cada capa, cada gremio, cada grupo está compuesto en última instancia de seres vivos de edad y temperamento distintos, cada uno de los cuales posee un pasado diferente. Si tal diversidad no existiera, el trabajo del Partido comunista para la unificación y educación del proletariado sería muy sencillo. Sin embargo, ¡qué difícil es esa tarea, como vemos en Europa occidental! Podría decirse que cuanto más rica es la historia de un país, y por tanto la historia de su clase obrera; cuanto más educación, tradición y capacidad adquiere, más antiguos grupos contiene y más difícil es constituirla en unidad revolucionaria. Nuestro proletariado es muy pobre, tanto en historia como en tradición. Esto es lo que ha hecho más fácil su preparación revolucionaria para la conmoción de Octubre, no hay duda alguna al respecto; es también lo que ha dificultado más su trabajo de edificación tras Octubre. Salvo la capa superior, nuestros obreros carecen indistintamente de las capacidades y los conocimientos culturales más elementales (para la limpieza, la facultad de leer y escribir, la puntualidad, etc.). A lo largo de un largo período, el obrero europeo ha ido adquiriendo esas facultades en el marco del orden burgués: por eso, a través de sus capas superiores, se halla estrechamente ligado al régimen burgués, a su democracia, a la prensa capitalista y demás ventajas. Nuestra atrasada burguesía, por el contrario, no tenía apenas nada que ofrecer en ese sentido, y el proletariado ruso ha podido romper más fácilmente con el régimen burgués y derrocarlo. Por el mismo motivo, la mayor parte de nuestro proletariado se ve obligada a conseguir y reunir las capacidades culturales elementales solamente hoy, es decir, sobre la base del Estado obrero ya socialista. La historia nada nos da gratuitamente: la rebaja que nos otorga en un campo -en el de la política- se cobra en otro -en el de la cultura-. De igual modo que le fue fácil -por supuesto, relativamente fácil- la conmoción revolucionaria al proletariado ruso, le resulta difícil la edificación socialista. Como contrapartida, el marco de nuestra nueva vida social, forjado por la revolución, y que se caracteriza por los demás elementos fundamentales, otorga a todos los esfuerzos leales, orientados en un sentido razonable en el plano económico y cultural, un carácter objetivamente socialista. Bajo el régimen burgués, el obrero contribuía sin saberlo y sin quererlo al mayor enriquecimiento de la burguesía, en la medida en que trabajaba mejor. En el Estado soviético, el buen obrero, aun sin pensar ni preocuparse de ello (cuando es apolítico y sin partido), realiza un trabajo socialista y aumenta los medios de la clase trabajadora. Todo el sentido del cambio de octubre radica ahí, y la nueva política económica (N. E. P.) no lo varía en absoluto.
Gran cantidad de obreros sin partido están profundamente interesados en la producción, en los aspectos técnicos de su trabajo. Sólo condicionalmente puede hablarse de su “apoliticismo”, es decir, de su falta de interés por la política. Los hemos visto a nuestro lado en todos los momentos cruciales y difíciles de la revolución; por regla general no se han asustado con Octubre, ni han desertado ni traicionado. Durante la guerra civil muchos de ellos fueron al frente, mientras otros trabajaban lealmente en las fábricas de armamento. Luego se orientaron hacia trabajos de paz. Se les llama -y no completamente sin razón- apolíticos, porque sus intereses productivo-corporativos o familiares predominan sobre su interés político, por lo menos en tiempos “tranquilos”. Todos y cada uno de ellos quieren convertirse en buenos obreros, perfeccionarse, subir a una categoría superior, tanto para mejorar su situación familiar como por justo orgullo profesional. Como acabo de decir, todos y cada uno de ellos realizan un trabajo socialista sin proponérselo. Pero nosotros, el Partido comunista, estamos interesados en que esos obreros empeñados en la producción relacionen de modo consciente su cuota de traba o productivo diario con las tareas globales de la edificación socialista. El resultado de semejante vínculo garantizaría mejor los intereses del socialismo, y quienes modestamente contribuyan a su edificación experimentarán una satisfacción moral más profunda.
¿Cómo podemos alcanzar ese objetivo? Resulta difícil abordar a esos obreros por el lado puramente político. Ya ha oído todos los discursos. No le atrae el Partido. Sus pensamientos se encuentran en su trabajo y no está demasiado satisfecho que digamos con las actuales condiciones que encuentra en el taller la fábrica o monopolio. Esos obreros quieren tener ideas por sí mismos, no son comunistas, y de su ambiente surgen los inventores autodidactas. No se les puede abordar por el plano político; ese tema no les afecta profundamente por ahora, pero se les puede y debe hablar de productividad y técnica.
En la citada sesión de debates de los propagandistas de Moscú, uno de los participantes, el camarada Kolzov, apuntó la extraordinaria escasez de manuales soviéticos, de guías prácticas y métodos de enseñanza de las diversas especialidades y oficios técnicos. Las viejas obras de este tipo se han agotado, otras han muerto técnicamente y por regla general responden en el plano político a un espíritu servilmente capitalista. Los nuevos manuales de este género pueden contarse con los dedos de la mano; es difícil conseguirlos porque fueron publicados en distintas épocas, por distintas editoriales y administraciones sin ningún proyecto de conjunto. Insuficientes con frecuencia desde el punto de vista técnico, no pocas, veces excesivamente teóricos y académicos, carecen por lo general de color político y en el fondo no son sino traducciones enmascaradas de alguna lengua extranjera. Sin embargo, necesitamos toda una serie de manuales destinados al cerrajero soviético, al tornero soviético, al montador electricista soviético, etc., que deben adaptarse a nuestra, técnica y al grado de nuestro desarrollo económico. Tienen que tener en cuenta tanto nuestra pobreza como nuestras enormes posibilidades, y tender a introducir en nuestra industria métodos y prácticas nuevos, más racionales. En mayor o menor medida, deben abrir perspectivas socialistas en lo que atañe a las necesidades e intereses de la propia técnica (aquí se incluyen las cuestiones de normalización, de electrificación de economía planificada). Esas publicaciones deben ofrecer ideas y soluciones socialistas como parte integrante de la teoría práctica relacionada con la rama de trabajo de que se trate, evitando aparecer como propaganda importuna venida del extranjero. La necesidad de publicaciones semejantes es inmensa; es el fruto de la escasez de obreros cualificados y del deseo del obrero de comprender su cualificación. La interrupción del ritmo de producción durante los años de guerra imperialista y de la guerra civil no han hecho sino acrecentar tal necesidad. Nos encontramos ante una tarea cuya importancia puede compararse con su atractivo.
No hay, por supuesto, que ocultar las dificultades que plantea la consecución de manuales de ese tipo. Los obreros autodidactas, incluso los muy cualificados, no están en condiciones de escribir tratados. Los autores de textos técnicos que se ocupan de esa tarea ignoran con frecuencia el aspecto práctico. Además, rara vez tienen mentalidad socialista. No obstante, puede llevarse a la práctica este objetivo no de manera simple, es decir, rutinaria, sino mediante combinación. Para escribir un tratado, o por lo menos para revisarlo, hay que formar un colegio, digamos, por ejemplo, un comité de tres miembros, compuesto por un escritor especializado con formación técnica que, a ser posible, conozca el estado de nuestra producción en la materia tratada, o sea capaz de aprender a conocerlo; de un obrero altamente cualificado que pertenezca a la misma rama y que se halle interesado en la producción, dotado a ser posible de ingenio inventivo, y de un escritor marxista, con formación política, que tenga interés y conocimientos en materia de producción y técnica. Más o menos de este modo debería llegarse a crear una biblioteca modelo de manuales de enseñanza técnica relacionados con la producción (por categoría profesional), bien impresos, bien encuadernados, en un formato práctico y barato. Una biblioteca de este tipo cumpliría un doble objetivo: contribuiría a elevar el nivel de cualificación del trabajo y por tanto el éxito de la edificación socialista, y a ligar una categoría fundamental de obreros productivos al conjunto de la economía soviética, y, por tanto, al Partido comunista.
No se trata, por supuesto, de limitarse a una serie de manuales de enseñanza. Si nos hemos detenido en los detalles del ejemplo ha sido porque ofrece una idea bastante clara de los nuevos métodos exigidos por las nuevas tareas del período presente. Nuestro combate por ganar moralmente para nuestra causa a los trabajadores “apolíticos” del sector productivo, debe y puede ser llevado por distintos medios. Necesitamos revistas semanales o mensuales técnico-científicas, especializadas según la rama de producción; necesitamos asociaciones técnicas, científicas, que se sitúen al nivel de esos trabajadores. A ellos tiene que adaptarse buena parte de nuestra prensa sindical, so pena de seguir siendo una prensa destinada sólo al personal de los sindicatos. Entretanto, el argumento político idóneo para convencer a estos obreros consiste en nuestros éxitos prácticos en el terreno industrial, en las mejoras reales del trabajo en la fábrica o del taller, en las gestiones bien meditadas por el Partido en esa dirección.
Las concepciones políticas de esos obreros pueden ser ilustradas de modo adecuado mediante las ideas que con frecuencia expresa del siguiente modo: “En cuanto a la revolución y al derrocamiento de la burguesía, no hay ni qué hablar; en ese sentido, todo va bien y es irreversible. No necesitamos a la burguesía y podemos prescindir del mismo modo de los mencheviques, y de los demás lacayos de la burguesía. Por lo que se refiere a la “libertad de prensa”, no nos preocupa en realidad, porque no es ésa la cuestión. ¿Pero qué pasa con la economía? Vosotros, comunistas, habéis asumido la dirección. Vuestras intenciones y proyectos son buenos, ya lo sabemos; sobre todo no nos lo repitáis, lo habéis dicho y estamos de acuerdo, os apoyaremos; pero ¿cómo váis a resolver esas tareas en la práctica? Hasta ahora no lo ocultéis, habemos cometido no pocos errores. Por supuesto, no se puede hacer todo a un tiempo, tenemos mucho que aprender v los errores son inevitables. Las cosas son así y no hay remedio. Y puesto que toleramos los crímenes de la burguesía, soportaremos los errores de la revolución. Pero esta situación no puede ser eterna. Entre vosotros, comunistas, hay, además, gentes de todo tipo, como entre nosotros, simples mortales; algunos hacen progresos, se toman las cosa en serio, tratan de llegar a un resultado económico concreto, pero otros sólo tratan de engañarnos con frases vacías. Los que se limitan a hacer vacuos discursos son un grave perjuicio, porque el trabajo se les va de entre los dedos.”
Este es el tipo de obrero: es un tornero, un cerrajero, un laborioso fundidor, ambicioso, que tiene interés por su trabajo; no es un exaltado, sino todo lo contrario, desde el punto de vista político, aunque sea razonador, crítico, a veces algo escéptico; pero siempre es fiel a su clase; es un proletario de valía. Hacia él debe orientar el Partido en la hora actual sus esfuerzos. ¿Hasta qué punto lograremos ganarnos a esta capa en la práctica, en la economía, en la producción, en la técnica? La respuesta a esta pregunta señalará con la mayor exactitud la medida de nuestros triunfos políticos en materia de trabajo cultural, en el sentido lato que le da Lenin.
Por supuesto, nuestros esfuerzos por conquistar al obrero competente
no se oponen en modo alguno a los que tenemos que orientar hacia la joven
generación de proletarias. Esta crece en las condiciones de una
época dada, se forma, fortalece y endurece mediante las tareas y
problemas que resolver. La joven generación deberá ser antes
que nada una generación de obreros altamente cualificados, amantes
de su trabajo. Crecerá con la seguridad de que su trabajo productivo
se realiza al servicio del socialismo. El interés que se tomen por
su propia formación profesional, el deseo de adquirir maestría
en su oficio, elevará en gran medida, a ojos de los jóvenes,
la autoridad de los obreros competentes de la “vieja generación”,
que permanecen, como hemos dicho, en su mayoría fuera del Partido.
Nuestra dedicación al obrero constante, concienzudo, competente,
constituye al mismo tiempo una directriz en materia de educación
de los jóvenes proletarios. Fuera de este camino, todo progreso
hacia el socialismo es imposible.
Extracto
de un viejo cuaderno: París, verano de 1916
Publicado en el número 1
de Krasnaia Niva, 1922.
Sin haber salido, como aquel que dice, este verano de París, he podido observar día tras día el nuevo ajetreo de la ciudad. Han pasado ya dos años desde el momento en que el ejército de Von Klück se acercaba a la ciudad. Hace poco, un diputado socialista evocaba en la prensa aquellas dramáticas jornadas. Tras los comunicados triunfales de las primeras semanas, Francia se dio cuenta de pronto del peligro mortal que se cernía sobre París. En un mar de vacilaciones, el Gobierno se preguntaba si habría que defender la capital. Los grandes propietarios influyentes, temerosos de las destrucciones de la artillería alemana, presionaban para que París fuese declarada “ciudad abierta”, es decir, para que fuese entregada al enemigo sin lucha. Sembat se dirigió al grupo parlamentario socialista para comunicar que Viviani se negaba a asumir por más tiempo la responsabilidad del país si no conseguía la colaboración de los socialistas. “Nos miramos entre nosotros horrorizados”, cuenta ese diputado. Longuet se opuso; Sembat y Guesde aceptaron la propuesta. Esos hombres, que no estaban hechos para los grandes acontecimientos, se embarcaron en la corriente. Uno de los miembros del grupo socialista, al divulgar determinados sucesos internos, obligó al grupo a autodisolverse y a entregar los poderes a un comité que designó a Sembat y a Guesde para el puesto de ministros. El Gobierno, de acuerdo con el Estado Mayor, se preparaba para evacuar París. La izquierda protestó y los ministros socialistas se hicieron eco de la protesta. El general Galliani, encargado de la defensa de París, convocó a Hubert, secretario del sindicato de los obreros de pico y pala parisienses, ordenándole movilizar a sus hombres para cavar trincheras. En París se formó un ejército móvil que más tarde debía desempeñar un papel decisivo en la batalla del Marne... París se salvo cuando un tercio de su población estaba evacuada.
Reinaba aún en la ciudad un estado de tensión victoriosa y ruidosa del tiempo en que el peligro parecía suspendido sobre ella; el Gobierno de la República se reunía en Burdeos y las mujeres de la pequeña burguesía desplegaban como banderas flamantes vestidos de luto, sobre todo cuando se trataba de parientes lejanos; las madres y las obreras se abstuvieron cualquier manifestación vistosa de esa clase. Semanas más tarde, el luto, que llevaban casi todas las que podían permitirse ese modesto lujo, se había convertido en el último grito de la moda, y las siluetas de las mujeres vestidas de negro daban a las calles un insólito aspecto... Tras alcanzar ese punto extremo, la moda declinó en seguida, el “gran duelo” dejó de estar en boga y los vestidos de color devolvieron a las calles parisienses su aspecto característico de tiempos normales. Por lo que respecta a la respetable prensa burguesa -que no hacía mucho aún exaltaba “el estoicismo antiguo” de la mujer francesa-, exigía la elegancia como deber patriótico; ¡les guste o no, los clientes americanos vuelven a París en busca de nuevos ejemplos del gusto francés! Cuando los soldados que regresan del frente con permiso por seis días echan una mirada a su alrededor -y esto ocurre por regla general en el momento en que tienen que tomar el tren de vuelta al frente-, ven con estupor que la vida sigue su curso normal. La gente ha terminado por acostumbrarse a una guerra que, sin confesarlo a nadie, presienten que ha de durar mucho.
Al mismo tiempo, y bajo este cambio de actitud, se desarrolla un proceso de depauperación menos rápido, fundamental y constante que como un gusano mina las bases de la vida. El asfalto de las calles desaparece lentamente y es repuesto en casos muy raros; el gas se escapa de las farolas y aunque escasea el carbón que lo ha convertido en sustancia preciosa, nadie los arregla. Los cocheros y los conductores de taxi no dan abasto y pese a que varios centenares de emigrados rusos conducen automóviles, los chóferes se han convertido en una clase aristocrática. Encima de los torreones, en los quioscos y en las tiendas, los relojes se paran uno tras otro, marcando la hora de todos los meridianos salvo el de París.
Las calles de la capital francesa jamás han brillado por su limpieza, pero ahora menos que nunca. Los famosos vehículos de latón, frente a los que Houdave y Duba realizaron sus curiosas encuestas periodísticas, envenenan el aire del verano como nunca. El número de perros ha crecido y la policía, que sabe comportarse de forma enérgica en otras circunstancias, se ve incapacitada para obligar a los perros a llevar el bozal y menos aún para que estén limpios. En distintos barrios de la ciudad hay terrenos rodeados de vallas y edificios sin terminar: sólo se construyen fábricas de guerra; las demás obras están como estaban el 2 de agosto de 1914: no hay nadie para construir, ni nadie para quién construir.
En unos pocos días, una vez que tras la humedad desagradable y gris de la primavera cedió el paso a los primeros calores, los bulevares, los jardines públicos y los parques de la ciudad se cubrieron de verdor repentinamente. Rejuvenecido, París se hizo más elegante en su maravilloso cortejo de plátanos, castaños y acacias. Pero no duró mucho. No había quien regase los bulevares, y las tiernas hojas de los árboles en vano mendigaron agua... El estuco de muchos edificios se iba cayendo: al no cobrar ya los alquileres, los propietarios dejaron de reparar los edificios. Los escaparates de numerosas tiendas permanecen rotos. Los vidrieros, que ahora venden su mercancía a precio de oro, vocean por las calles su trabajo lanzando gritos insoportablemente agudos. El correo trabaja con lentitud pasmosa: las cartas necesitan tres y cuatro días para el servicio interurbano, ¡cuando llegan! Recientemente, en el distrito XVIII, un buzón de cartas empotrado en una farola se desfondó. ¿Cuántos buzones como ése hay hoy en París? Esa es la melancólica pregunta que se hace la prensa.
Nunca está tan triste París como por la noche, cuando las luces de su fantástica vida nocturna, en tiempo de paz, resplandecen. En los primeros meses los cafés cerraban a las ocho; luego pudieron permanecer abiertos hasta las diez y media. El miedo a los zepelines hace que la gente ponga persianas en las ventanas y pantallas de colores a las lámparas; hasta el punto de que en las terrazas los clientes se sientan en la semioscuridad. En los hogares las persianas se bajan todas las noches pese a la atmósfera irrespirable. Escudriñando el aire, la policía toma nota de las ventanas iluminadas, y las porteras suben las escaleras de cuatro en cuatro, aterrorizadas, para llamar a la puerta de los infractores. De dos en dos, los gendarmes recorren en bicicleta las calles oscuras y silenciosas, pidiendo la documentación a los transeúntes que llaman su atención. La gente que quiere pasar un rato divertido tiene que esconderse. Por la noche se bebe champán en hoteles “amigos”, con los cerrojos echados. Para jugar al bacarrá o bailar un tango hay que descender a los sótanos y cerrar cuidadosamente puertas y ventanas. Los moralistas, condescendientes, ven satisfechos en tales precauciones totalmente involuntarias el homenaje que el vicio rinde a la virtud.
En una calle como la de Mouffetard, París evidencia su atraso técnico y sanitario, su indigencia y su suciedad. Entre dos muros de piedra a cuyo pie se amontonan carretillas cargadas de legumbres podridas, zapatos irreconocibles, carne de caballo azulosa y toda clase de menudencias comestibles y no comestibles, en una acera estrecha, escarpada e irregular, en medio de tarrinas de mantequilla y carne, de cestas de fruta corrompida, en medio de una nube espesa de pesados olores, bullen ancianos de pantalones de pana chafada cayéndoles sobre los zuecos mientras mujeres de flácidos músculos (salvo los conservados por el trabajo), niños de mejillas chupadas y perros... Podrían reunirse de sobra todos esos elementos en un cuadro de conjunto: cada detalle vivo pregona elocuentemente la pobreza, la opresión, los nervios gastados por el miedo al hambre. ¡Oh París! ¡Oh trabajo! ¡Oh miseria!
El león de Belfort, pesada masa de metal, descansa sobre un zócalo de piedra. Bajo su pata hay una flecha de granito, mientras su cola pende como un poderoso resorte. Los pájaros han construido nidos en sus fauces entreabiertas y por entre los colmillos reales apunta la paja: nadie se ha encargado de quitar la paja de las fauces del león de Belfort.
No por eso dejan de seguir estando firmes, en su sitio, los incomparables monumentos de París; son incontables y dan a esa vieja ciudad espléndida y sucia una nobleza para la que no hay palabras. El espíritu de libertad, silueta reconocible, se alza por encima de nosotros en la plaza de la Bastilla. La República ocupa firmemente su plaza. Las palomas han dejado sobre la cabeza y manos de Danton restos, desde hace mucho tiempo sin borrar, de su intimidad con el tribuno revolucionario. Augusto Comte está ennegrecido de polvo y hollín frente a la Sorbona. Carlomagno y sus dos hijos, más limpios que otros, destacan en un fondo de verdor frente a Nôtre-Dame. Frente al Louvre se alza el monumento a la gloria de Gambetta, de estilo pomposamente rebuscado y sin alma, como el monumento a Waldeck-Rousseau en las Tullerías, y en general toda la estatutaria de la Tercera República. Nôtre-Dame, inviolable, llena de admiración al espectador cada vez que “por casualidad” se percibe esa creación de las manos del hombre. Marinetti, el gritón futurista italiano, quiere librar la superficie de la Tierra de todas las catedrales y todos los museos para preparar el camino a las nuevas formas de arte del porvenir. La artillería cumple con una parte de este programa de demolición. No hay duda de que tras esta liquidación, que, sin embargo, no se realiza según los cánones de la estética futurista, comenzará un capítulo nuevo de la historia humana, y por tanto un capítulo nuevo de la historia del arte, ya que el arte jamás ha tenido capítulos independientes. Cuando la Humanidad del futuro vuelva sobre sí misma después de la guerra, la distancia histórica que la separará de la Edad Media, que ha encontrado una expresión tan perfecta en los arcos de Nôtre-Dame, habrá aumentado infinitamente. Pese a ello, o mejor precisamente por ello, la Humanidad, capaz de crear nuevas formas de vida y de arte, curará todas sus llagas soportables por las viejas catedrales y los viejos museos... Es bueno que Nôtre-Dame exista.
Como todo lo que es perfecto, el patio del Louvre jamás cansa a la vista por más que se contemple. ¡Qué armonía, qué concordancia tranquila han conseguido plasmar en los edificios del Louvre! En el Palais Royal se siente la nostalgia de una época ida para siempre. En el arco triunfal de Napoleón está no sólo la vanagloria militar, sino también la potencia. Las estatuas y fuentes de las Tullerías descansan en una calma espléndida entre verdor y flores. Aquí sí riegan las plantas con solicitud y esas frescas avenidas son incomparables por las combinaciones cromáticas que ofrecen. La plaza de la Concordia expresa el espacio por medio de la piedra. Las libres perspectivas enmarcadas por la vegetación llevan el pensamiento más allá de la ciudad y, sin embargo, nada mejor expresa la belleza de la ciudad que esta plaza de la Concordia. Cuando se llega a este espacio libre, tras salir de la estación de la Concordia, después de abandonar el largo túnel del Metro que corre por debajo del Sena, queda uno agradablemente fascinado porque tal cosa exista y pueda ser contemplada. Los viejos señores que dormitan sobre sus periódicos en los bancos del jardín de las Tullerías, las mujeres que tejen mientras vigilan a sus niños que juegan, asombran por su indiferencia rutinaria; parece como si no se debiera venir aquí, como no se va al teatro o a una galería de arte trayendo consigo el trabajo o la lectura. En los días festivos, una multitud de gente que sale a tomar el aire se sienta en los bancos o en las sillas de alquiler de los Campos Elíseos, para contemplar con ojos de hastío los coches que pasan. En la avenida de los Campos Elíseos los edificios privados, vacíos, tienen aspecto de palacios; gran número de ellos se han transformado en hospitales, en institutos de reeducación física para mutilados, o en almacenes de artículos para las víctimas de la guerra. Ambulancias con la insignia de la Cruz Roja llevan y traen heridos. La plaza de la Estrella, gigantesca estrella de París, de donde salen doce avenidas, es uno de los puntos de encrucijada de la ciudad. El flujo y reflujo de su vida corren por sus doce arterias. Mientras la plaza de la Concordia expresa en el lenguaje arquitectónico la belleza del espacio, la plaza de la Estrella pone de relieve la armonía oculta en el caos del movimiento. París es magnífico.
El Barrio Latino es, antes que cualquier otro, el reino de la mujer. Apenas hay estudiantes. El famoso salón de baile Builler está cerrado. Sin embargo, hay numerosas estudiantes, rusas incluso, de las que, como dice un periódico francés, poseen el arte secreto de vivir con veintiséis francos al mes... ¡Cuántas mujeres abandonadas, languideciendo entre lágrimas, que recurren a la lectura!. Nunca las mujeres “del pueblo” han leído tanto como ahora. Devoran cuanto cae en sus manos, cuanto puede distraerías del tiempo presente; leer sobre todo novelas y obras de teatro, historias rosas, fantásticas, novelas policíacas... Evitan cuanto es posible, leer noticias del frente, limitándose a preguntar a sus hombres: ¿a avec la guerre?, y ellos responden: Pas mal! Pas mal!, moviendo la cabeza de un modo peculiar. En la estación del Norte y en la del Este los trenes llevan y traen a los soldados con permiso. Muchos son esperados o despedidos por mujeres: madres, esposas, hermanos. Los hombres sin familia vagan por la estación solitarios y desesperanzados; desde que bajan las escaleras para ir a la calle son abordados por las prostitutas, firmes en sus puestos...
Urbano Gohier pide medidas terminantes para acabar con esas “envenenadoras de la salud física y moral”; pero su rigor es aún mayor contra los apaches. Durante el primer año de guerra habían desaparecido casi por completo; la criminalidad había descendido bruscamente y los cantores de la prensa empezaron a hablar del influjo regenerador de la guerra. Georges Brandès, completamente destronado por la prensa por su “neutralismo moral”, fue invitado con toda seriedad por uno de los periódicos más importantes a venir a París para que con sus propios ojos pudiese contemplar el grado de pureza que habían conseguido las costumbres... En este campo tampoco la reacción tardó mucho en producirse. Como en los demás puntos de la vida, el crimen despertó lentamente del letargo en que la guerra lo había sumido. A plena luz ocurrieron asesinatos y robos temerarios, además de combates entre las bandas. “¡Hay que limpiar París!”, clamó la prensa. En el crítico momento del paso del estado de guerra al de paz, los fomentadores de desórdenes y los criminales no deberían estar por las calles de la capital. “Gobernar es prever. Prever es limpiar”, tal es el aforismo de Urbano Gothier. Quizá el lector no conozca a este moralista; su prestigio le viene de sus panfletos contra el militarismo, el clericalismo y la reacción en el momento del affaire Dreyfus. Entonces sobresalía de entre los demás partidarios de Dreyfus por la mordacidad y brillantez de sus ataques contra el militarismo y el clericalismo; llegó incluso a atacar a Jaurés, denunciando su tendencia al compromiso. Pero no se mantuvo mucho tiempo en esta postura. Algo más tarde lo encontramos al lado de los nacionalistas, los antisemitas e incluso de los monárquicos. A lo largo de su paradójica carrera, la única constante es su odio lleno de celo hacia Jaurés. Hoy es uno de los escritores franceses más comprometidos con la policía y la reacción.
Pocos fueron los burgueses que el año pasado salieron de París durante el verano; y pocas mujeres se hicieron nuevos vestidos; se espera el rápido fin de la guerra y dejaban para entonces la compra de nuevos vestidos y chalés. La guerra no ha concluido, los vestidos se han ajado, el luto se ha vuelto insoportable y entre los que se han quedado rezagados -salvo los que se ven obligados a reunir sus energías para luchar contra el elevado coste de la mantequilla y del carbón, es decir, los habitantes de los barrios obreros- ha nacido un violento deseo de “disfrutar” en lo posible, en tiempo de guerra, de esta vida que se nos escapa de entre los dedos. Los sastres y las modistas afirman que nunca han encargado tantos trajes las mujeres de la burguesía como este año. Todos los chalets de las afueras y de la costa están llenos. De creer a Le Fígaro, la temporada en Evián ha superado las previsiones más “optimistas”. Todas las clases de deportes conocen un auge sin precedentes. Los periódicos hablan del barón de Mantaschev (?), de Pierre Lafitte, de Sam Park, de Cana (?), de Fould, de Von Heickel (?), en suma, una verdadera internacional de alegres juerguistas; nunca se habían comprado tantas joyas. Los orfebres exhiben maravillosas combinaciones de diamantes y platino. Los diamantes no tienen sólo un fin ornamental, sino que constituyen un modo de inversión de capitales. Los valores no son seguros y están sometidos además a impuestos. ¡Quién sabe cuánto tiempo puede durar todavía la guerra y qué impuestos nos reserva el porvenir! Los diamantes, sin embargo, son siempre diamantes y el coleccionista podrá hacer frente a cualquier eventualidad. La gente de retaguardia se ha dado cuenta de que, de repente, ha envejecido como quien dice dos años, y quieren vivir “la vida”, de la que La Vie Parisienne trata de ofrecer una imagen.
Es ésa una publicación en la que no han dejado el menor rastro ni el impresionismo, ni el puntillismo ni el cubismo. Hace cien años, cuando los ejércitos aliados entraban en París para reinstaurar la dinastía “francesa”, los artistas de moda pintaban la elegancia intrigante con los mismos procedimientos y colores empleados por los artistas de hoy cuyas obras publica La Vie Parisienne. Hace cincuenta años que existe esta revista y que Taine, sí, el mismísimo Taine, trabajó en ella.
El conservadurismo de la vida cotidiana y de las formas de “arte” francesas (y eso pese a que las nuevas concepciones artísticas han nacido allí mismo, en París) es tan poderoso como el conservadurismo de las relaciones económicas. Francia, durante esta guerra, sufre poderosamente el aspecto negativo de este conservadurismo. La Vie Parisienne concede lugar preponderante a las historias satíricas y a las comedias sobre la vida de los nuevos ricos que, de creer a la revista, están perdidos a la hora de vestirse, escoger un chalet de verano y, en general, a la hora de conseguir un marco “respetable”. Es, en resumen, una sátira ligera, secuela del arte didáctico. Los nuevos ricos deben estar contentos con la revista: en primer lugar, porque encuentran bocetos divertidos de personas conocidas y además porque, sin sentirlo, van educando el gusto. Para dar una idea más completa de esta revista, debemos añadir que es fanáticamente monárquica, que hace campañas contra el parlamentarismo y los diputados, cuyo lugar, desde luego, debería estar en las trincheras; tales convicciones no impiden que uno de sus principales directores cobre un salario de subprefecto de la república. Este quisiera enviar a los diputados a las trincheras mientras él se quedaba en la trinchera confortable de su subprefectura.
A la guerre comme à la guerre, y los calaveras más juerguistas de la retaguardia no tienen más remedio que adaptarse a las fastidiosas restricciones. Falta personal en numerosos “círculos” importantes, y ese personal, por la complejidad y la delicadeza de su cometido, es más difícil de reemplazar que un cobrador de tranvía. Encuentran durante esta guerra la vida fácil los clientes de los “círculos”. Jugar a las cartas es una diversión semilegal: en el mejor de los casos, la moral patriótica de los directores de los “círculos” les lleva a cerrar sólo un ojo ante esta actividad. La opinión pública obtusa manifiesta, por razones poco claras, hostilidad contra los círculos al considerar que sus miembros, como dice Le Temps, son, aunque pertenezcan a la clase más selecta, haraganes, juerguistas y borrachos en su mayoría. La policía ha tenido que pedir incluso a los miembros de uno de los círculos más poderosos que no desayunen al aire libre, para no ofrecer a los transeúntes un espectáculo demasiado tentador. La prensa “seria” se enfada, solidaria como es de esos círculos respetables, la mayoría de cuyos miembros eran demasiado jóvenes en 1870 y ahora son demasiado viejos para dedicarse a aventuras marciales: “Por supuesto, todos estamos preparados para aceptar de buena gana hoy día las restricciones que la patria nos pide, pero ¿por qué abstenernos de jugar a las cartas o desayunar en el jardín?” Hay que añadir además que la caza ha sido prohibida. Era evidente durante los dos primeros otoños que no era muy adecuado disparar aquí sobre las piezas, mientras allá se disparaba sobre otro tipo de blancos. Al tercer otoño, la paciencia de los cazadores -esos que fueron demasiado viejos para la presente- se agotó y la prensa de la alta sociedad, que el año anterior había decretado la imposibilidad moral de cazar, demuestra con sobrada elocuencia que la caza a nadie perjudica y que los animales dañinos perjudican las tierras de labranza. En definitiva, la policía ha comenzado a argumentar no a favor de la caza, sino a favor... del exterminio de esos animales.
En líneas generales, pueden hoy encontrarse numerosas aplicaciones a la moral de aquel monje que bautizó a una liebre como pescado y se la comió en Cuaresma. El pasado año fueron prohibidas por las autoridades las carreras de caballos. Este año los que parecen impacientarse por volver al hipódromo no son los propietarios de los caballos, sino los caballos de carrera. Se dice que las carreras son necesarias para el mantenimiento de las mejores tradiciones ecuestres. Tras algunas dudas, las autoridades han permitido que se celebren en Caen no carreras propiamente dichas, sino “pruebas”, “encuentros hípicos”, según los denominan algunos periódicos; gracias a este cambio de nombre, se espera que las carreras de caballos no motiven amargas reflexiones en las trincheras.
Los cines, los teatros y los music-hall están casi siempre llenos; el público, cuya constitución considerada globalmente es muy democrática, está sumido en una nebulosa de apatía e indiferencia. Todos los espectadores dan la impresión de monstruosamente viejos y anacrónicos. Las obras, estrenadas antes de la guerra, parecen ahora hundidas en un lejano pasado. La música alemana ha sido prohibida y así triunfa el verboso y petulante Saint-Saëns, que de cuando en cuando, mediante cartas a Le Fígaro, recuerda a todo el mundo que la mejor música es la que lleva el sello de su casa.
Los espectáculos de las revistas tratan de seguir más de cerca los hechos actuales. La fuerza de la imaginación creadora, débil de por sí, limitada por la censura, los ha reducido a un conformismo tan claramente patriótico que no consigue atraer por mucho tiempo a los parisienses, ni siquiera a los provincianos o a los aliados, que tanto abundan. Quizá su contenido no haya sido nunca tan pobre como hoy. En el Concert Mayor se pasa una colección completa de vestidos y de ropa interior, procedentes en su mayor parte de un antiguo surtido. En el Folies-Bergère, el “número fuerte” lo forma, ¡hoy, en 1916!, una procesión de crinolinas, levitas de colores y chisteras de 1860. Una de la secuelas segura de esta guerra es haber echado por tierra el arte.
En los cines, las películas de guerra ocupan un lugar relativamente reducido. Las películas patrióticas sobre temas alsacianos de agua de rosas han pasado rápidamente de moda. Dramas familiares y comedias con adulterio festivo en las películas francesas; en las americanas, detectives irreprochables; en todas, ninguna relación con la realidad. La mayoría de ellas son viejas; han sido pasadas antes y no resisten la prueba del tiempo; a su modo, la pantalla testimonia el proceso de empobrecimiento técnico y cultural. El pueblo no está triste, sino aletargado y en cierto modo ajeno. La gente se marchita esperando el gran vacío que debe llenar su vida personal, mientras la época tiende fuertemente las fuerzas colectivas. Buscan consuelo o distracción; encuentran un asiento, miran y escuchan pasmados y al día siguiente vuelven a encontrar lo mismo. Sólo los sábados se puede encontrar un público vivaz que aprecia lo que se le ofrece en los pequeños teatros de barrio: jóvenes obreros y, sobre todo, obreras que tras una semana de trabajo intenso desea oír, ver y reír. Las obras con que París divierte a ese público no honrarían siquiera a Jitomir. Ernest Pacra, director de un pequeño teatro llamado “La Chanson”, compone él mismo los vaudevilles en dos actos, en colaboración con cualquier periodista, cuya ayuda es necesaria para corregir las faltas de ortografía. Pacra es un “auténtico parisense de París”, según dicen los carteles; hijo de Montmartre, aprendiz de joyero, aprendiz de grabador, cantante “lírico” en teatros baratos, cartógrafo militar, ha terminado como director de pequeños teatros. Le seul directeur qui respecte le public presenta a un novio calavera que no tiene ni botines de charol ni chistera la víspera de su boda, pero sí un viejo servidor astuto y fiel. El viejo tuno, auténtico actor del faubourg consigue robar una chistera en un café dejando pasmado al público que el director Pacra “respeta”.
Los “horrores” que presenciaba en el Gran Guiñol durante los últimos años un público esencialmente burgués e intelectual, son ahora para los pequeños burgueses que se han quedado el verano en París, para algunos soldados de permiso que vienen con sus mujeres y sus hijos. También aquí casi todas las obras son viejas. Se enseñan al público los horrores de una muerte lenta en un castillo misterioso donde se han reunido varios millonarios que han contraído la lepra. Los horrores quedan en parte suavizados si los comparamos con la época en que vivimos. Cuando en medio de la oscuridad el personaje trepa al escenario para arrancar un valioso collar a una millonaria roída por la lepra, el público estalla en carcajadas, en señal de desprecio por la oscuridad, por la letra y por todos los esfuerzos hechos para impresionarles con esos efectos. Pocos son los espectadores que aplauden cuando cae el telón sobre las contorsiones, las máscaras negras y los cadáveres. En el célebre “Caveau de la République” no hay un solo asiento libre los sábados. El público, democrático y compuesto principalmente por obreros, ocupa todos los asientos y la entrada: “Aquí no es como en la ópera, con un telón y todos esos cachivaches”, dice el director que desplaza el escenario ayudado por un mozo y lo empuja hasta los pies de los espectadores para dar cabida a una docena de recién llegados. “Aquí, como pueden ver, todo está claro.” Un cantante declama versos indecentes sobre Jojó (Francisco José), cuenta que los alemanes sueñan con inspeccionar el interior del Obelisco, imaginando desde luego que está hueco, y habla de Gustave Hervé, que se convirtió en diputado de la reacción después de la guerra. Estos temas casi políticos quedan ahogados bajo una trama de sentimentalismo, erotismo y pornografía. Como es de esperar por parte de un buen chansonnier francés, casi no tiene voz, y cuando un barítono de buena voz ocupa repentina e inesperadamente el escenario, resulta que se llama ¡Wolf! -gran pecado-, lo que obliga al incansable director a explicar que el cantante nada tiene que ver con la conocida agencia telegráfica alemana.
Al salir del teatro, del cine o del cabaret, la gente se encuentra de nuevo con la calle oscura, y si llueve, tiene que tener cuidado para no meter el pie en los agujeros de la calzada.
Pocos coches. En las estaciones del Metro, montones de gentes regresan a sus casas. Muchas mujeres con niños, a los que han llevado al cine; muchos hombres con muletas. Cansadas, las revisoras pican los billetes, ayudan a los mutilados a encontrar asiento. Las porteras, hoscas, no se dan mucha prisa en abrir a los inquilinos, que, amparados en la moratoria, no pagan ya el alquiler a los desdichados propietarios.
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