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Escrito:1915 [Reedición rusa de 1917]
Primera Edición: Kievskaïa Mysl, 1915
Digitalización: Germinal
Fuente: Archivo francés del MIA
Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2001
Han pasado tres años desde la muerte del más grande de los hombres de la Tercera República. El torrente furioso de los acontecimientos que se produjeron tras esta muerte no ha logrado oscurecer el recuerdo de Jaurès y sólo ha conseguido desviar parcialmente la atención de él. En la vida política francesa hay un gran vacío. Aún no han surgido los nuevos jefes del proletariado que reclama el carácter del nuevo período revolucionario. Los viejos no hacen más que recordar con énfasis que Jaurès ya no existe...
La guerra ha desplazado a un segundo plano no sólo a figuras individuales sino a una época entera: la época en que se formó y maduró la actual generación dirigente. Esta época, que ya pertenece al pasado, cautiva nuestro espíritu por el perfeccionamiento de su civilización, el desarrollo ininterrumpido de su técnica, de la ciencia, de las organizaciones obreras, y al mismo tiempo parece mezquina por el conservadurismo de su vida política, por los métodos reformistas de su lucha de clases.
A la guerra franco-alemana y a la Comuna de París sucedió un período de paz armada y reacción política en el que Europa, excepción hecha de Rusia, no conoció ni guerras ni revoluciones. Mientras que el capital se desarrollaba poderosamente, desbordando el marco de los Estados nacionales, expandiéndose a todos los países y dominando las colonias, la clase obrera construía sus sindicatos y sus partidos socialistas. Sin embargo, durante este periodo toda la lucha del proletariado estuvo impregnada del espíritu del reformismo, de la adaptación al régimen de la industria y el estado nacionales. Después de la experiencia de la Comuna de París, el proletariado europeo no planteo ni una sola vez prácticamente, es decir de forma revolucionaria, la cuestión de la conquista del poder político.
El carácter pacífico de la época marcó con su huella a toda una generación de jefes proletarios imbuidos de una ilimitada desconfianza hacia la lucha revolucionaria directa de las masas. Cuando estalló la guerra y el Estado nacional entró en campaña con todas sus fuerzas, apenas tuvo que emplearse para poner de rodillas a la mayor parte de los jefes "socialistas". De tal manera que la época de la II Internacional acabó con la quiebra irremediable de los partidos socialistas oficiales. Unos partidos que aún subsisten, es verdad, pero como monumentos de una época pasada, sostenidos por la inercia y la ignorancia y... el esfuerzo de los gobiernos. Pero el espíritu del socialismo proletario los ha abandonado y están condenados a la ruina. Las masas obreras que absorbieron durante decenios las ideas socialistas, hoy, en medio de los terribles sufrimientos de la guerra, adquieren el temple revolucionario. Entramos en un período de conmociones revolucionarias sin precedentes. Las masas darán a luz nuevas organizaciones revolucionarias y nuevos jefes tomarán su dirección.
Dos de los más grandes representantes de la II Internacional han abandonado la escena antes de esta era de tormentas y caos: Bebel y Jaurès. Bebel murió anciano, tras haber dicho lo que tenía que decir. Jaurès fue asesinado con apenas 55 años, en su plenitud creadora. Pacifista y adversario irreductible de la política de la diplomacia rusa, Jaurès luchó hasta el último minuto contra la intervención de Francia en la guerra. En algunos círculos se consideraba que la "guerra de revancha" no podía declararse más que sobre el cadáver de Jaurès. Y en julio de 1914 Jaurès fue asesinado en la terraza de un café por un oscuro reaccionario llamado Villain. ¿Quién armó a Villain? ¿Únicamente los imperialistas franceses? ¿Acaso buscando bien no descubriríamos igualmente la mano de la diplomacia rusa en el atentado? Esta es una cuestión que se ha planteado frecuentemente en los medios socialistas. Cuando la revolución europea dé buena cuenta de la guerra, nos desvelará también, entre otros, el misterio de la muerte de Jaurès [1].
Jaurès nació el 3 de septiembre de 1859 en Castres, en ese Languedoc que ha dado a Francia hombres eminentes como Guizot, Auguste Comte, La Fayette, La Pérouse, Rivarol y muchos otros. Rappoport, un biógrafo de Jaurès, dice que la mezcla de múltiples razas ha marcado favorablemente el genio de una región que ya en la Edad Media fue cuna de herejías y librepensamiento.
La familia de Jaurès pertenecía a la mediana burguesía y debía librar una lucha diaria por la existencia. El mismo Jaurès necesitó la ayuda de un protector para acabar sus estudios universitarios. En 1881, recién egresado de la Escuela Normal Superior, fue nombrado profesor en el liceo femenino de Albi y, en 1883, pasa a la Universidad de Toulouse donde enseñará hasta 1885, año en que es elegido diputado. Tenía solamente 26 años. A partir de entonces se entregará en cuerpo y alma a la lucha política y su vida se confundirá con la de la Tercera República.
Jaurès se inició en el Parlamento con problemas de instrucción pública. "La Justice", entonces órgano del radical Clémenceau, calificó de "magnífico" el primer discurso de Jaurès y deseó a la Cámara escuchar frecuentemente "una palabra tan elocuente y llena de ideas". Más adelante, Jaurès tuvo que dirigir esta elocuencia contra el mismo Cémenceau.
En esta primera etapa de su vida, Jaurès sólo conocía el socialismo de forma teórica e imperfecta. Pero su actividad iba acercándolo cada vez más al partido obrero. El vacío ideológico y la depravación de los partidos burgueses le repugnaban irremediablemente.
En 1893 Jaurès adhiere definitivamente al movimiento socialista y rápidamente conquista un lugar privilegiado entre el socialismo europeo. Al mismo tiempo se convierte en la más importante figura de la vida política francesa.
En 1894 asume la defensa de su muy poco recomendable amigo Gérault-Richard, procesado por ultrajes al Presidente de la República en su artículo "¡Abajo Casimir!". En su alegato, enteramente subordinado a un objetivo político y dirigido contra Casimir Périer, se revela la terrible fuerza de un sentimiento activo llamado odio. Con palabras de revancha fustiga al mismo presidente y a sus predecesores los usureros, que traicionaban a la burguesía, a una dinastía por otra, a la monarquía por la república, a todo el mundo y a nadie en particular y no eran fieles más que a sí mismos.
"Señor Jaurès", le dijo el presidente del tribunal, "va usted demasiado lejos... equipara la casa de Perier a un burdel".
Jaurès: "De ninguna manera, la considero inferior".
Gérault-Richard fue absuelto. Unos días más tarde, Casimir Périer presentaba su dimisión. De repente Jaurès ganó mucha estima entre la opinión pública: todos sintieron la tremenda fuerza de este tribuno.
En el affaire Dreyfuss, Jaurès se mostró en toda su plenitud. Al principio, como les sucede a tantos en todo asunto social crítico, se mostró dubitativo e inseguro, influenciable desde la derecha y la izquierda. Presionado por Guesde y Villain, quienes consideraban que el asunto Dreyfuss era una disputa de camarillas capitalistas ante la que el proletariado debía permanecer indiferente, Jaurès dudaba en ocuparse del asunto. El valiente ejemplo de Zola lo sacó de su indecisión, lo entusiasmó, lo arrastró. Una vez en movimiento, Jaurès llegó hasta el fondo. El gustaba de decir de sí mismo: "ago quod ago".
Para Jaurès, el asunto Dreyfuss resumía y dramatizaba la lucha contra el clericalismo, la reacción, el nepotismo parlamentario, el odio racial, la ceguera militarista, las sordas intrigas del Estado mayor, el servilismo de los jueces y todas las bajezas de que es capaz el poderoso partido de la reacción para conseguir sus fines.
La cólera desatada de Jaurès abrumó al anti-deyfrusiano Méline, que acababa de recuperar protagonismo con una cartera en el "gran" ministerio Briand: "¿Sabe usted, dijo, qué es lo que nos consume? Voy a decírselo bajo mi propia responsabilidad: desde el inicio de este asunto todos morimos por las medias disposiciones, por los silencios, por los equívocos, la mentira y la cobardía. Sí: por los equívocos y la cobardía".
"Él no hablaba, dijo Reinach, tronaba con el rostro encendido, alzando las manos hacía los ministros que protestaban mientras la derecha aullaba." Ese era el verdadero Jaurès.
En 1889, Jaurès logró proclamar la unidad del partido socialista. Pero se trataba de una unidad efímera. La participación de Millerand en el gobierno, consecuencia lógica de la política de Bloque de las Izquierdas, la destruyó y, en 1900-1901, el socialismo francés se escindió de nuevo en dos partidos. Jaurès se puso a la cabeza de aquél que había abandonado Millerand. En el fondo, por sus concepciones, Jaurès era un reformista. Pero poseía una sorprendente capacidad de adaptación, especialmente ante las tendencias revolucionarias de la época. Y en lo sucesivo lo demostraría en repetidas ocasiones.
Jaurès había ingresado en el partido, en la madurez, con una filosofía idealista enteramente formada... Pero eso no le impidió inclinar su poderoso cuello (era de complexión atlética) bajo el yugo de la disciplina orgánica y tuvo muchas ocasiones para demostrar que no sólo sabía mandar sino también obedecer. A su regreso del Congreso Internacional de Amsterdam que había condenado la política de disolución del partido obrero en el Bloque de Izquierdas y la participación de los socialistas en el Gobierno, Jaurès rompió abiertamente con la política del Bloque. El presidente del Consejo, el anticlerical Combres, previno a Jaurès que la ruptura de la coalición le obligaría a dimitir. Eso no detuvo a Jaurès. Combes presentó su renuncia. La unidad del partido, donde se fundieron partidarios de Jaurès y Guesde, estaba asegurada. Desde entonces la vida de Jaurès se identificó con la del partido unificado, cuya dirección había asumido.
El asesinato de Jaurès no fue producto de la casualidad. Fue el último eslabón de una confusa campaña de odio, mentiras y calumnias que mantenían contra él todos sus enemigos. Los ataques y las calumnias contra Jaurès ocuparían una biblioteca entera. "Le Temps" publicaba diariamente uno o dos artículos contra el tribuno. Pero debían limitarse a atacar sus ideas y sus métodos de acción: como personalidad era casi invulnerable, incluso en Francia, donde las insinuaciones personales son una de las armas más poderosas de la lucha política. Mientras se hacían insinuaciones sobre el poder de corrupción del oro alemán... Jaurès murió pobre. El 2 de agosto de 1914, "Le Temps" se vio obligado a reconocer "la absoluta honestidad" de su enemigo abatido.
En 1915 visité el ya célebre "Cafe du Croissant", situado a unos pasos de "L´Humanité". Es un típico café parisino: suelo sucio cubierto de aserrín, banquetas de cuero, sillas usadas, mesas de mármol, techo bajo, vinos y platos especiales, en una palabra aquello que sólo se encuentra en París. Me mostraron un pequeño canapé junto a la ventana: allí fue abatido de un tiro el más genial de los hijos de la Francia actual.
Familia burguesa, universidad, diputación, matrimonio burgués, una hija cuya madre hace tomar la comunión, redacción del periódico, dirección de un partido parlamentario: con este marco externo que no tiene nada de heroico se desarrolló una vida de una tensión extraordinaria, de una pasión excepcional.
En repetidas ocasiones se ha dicho que Jaurès era el dictador del socialismo francés, incluso a veces la derecha lo presentó como el dictador de la República. No se puede negar que Jaurès jugó un papel incomparable en el socialismo francés. Pero su "dictadura" no tenía nada de tiránica. Dominaba fácilmente: de complexión poderosa, espíritu enérgico, temperamento genial, trabajador infatigable, orador de maravilloso verbo, Jaurès ocupaba siempre de forma natural el primer plano, a tan gran distancia de sus rivales que no podía sentir necesidad alguna de conciliar sus posiciones por medio de intrigas o maquinaciones, en las que Pierre Renaudel, actual "jefe" del social-patriotismo, era maestro.
De temperamento tolerante, Jaurès sentía una repulsión física por todo sectarismo. Tras algunas vacilaciones descubría el punto que le parecía decisivo en cada momento. Entre este punto de partida práctico y sus construcciones idealistas, él mismo utilizaba fácilmente las opiniones que completaban o matizaban su punto de vista personal, conciliaba los matices opuestos y fundía los argumentos contradictorios en una unidad que estaba lejos de ser irreprochable. Por ello dominaba no sólo las asambleas populares y parlamentarias, en las que su extraordinaria pasión dominaba al auditorio, sino también los congresos del partido en los que disolvía los conflictos entre tendencias en perspectivas vagas y fórmulas flexibles. En el fondo era un ecléctico, pero un ecléctico genial.
"Nuestro deber es grande y claro: propagar siempre la idea, estimular y organizar las energías, esperar, luchar con perseverancia hasta la victoria final..." Jaurès se entrega por entero en esta lucha dinámica. Su energía creadora se agita en todas direcciones, exalta y organiza las energías, las empuja al combate.
Como bien dijo Rappoport, Jaurès emanaba bondad y magnanimidad. Pero al mismo tiempo poseía en sumo grado el talento de la cólera concentrada. No de la cólera que ciega, nubla el entendimiento y provoca convulsiones políticas, sino la cólera que templa la voluntad y le inspira las caracterizaciones más adecuadas, los epítetos más expresivos que dan directamente en el blanco. Más arriba se ha visto cómo caracterizó a los Périer. Sería necesario releer todos sus discursos y artículos contra los tenebrosos héroes del "affaire" Dreyfus. He aquí lo que decía de uno de ellos, el menos responsable: "Tras haberse entretenido en vacías construcciones sobre la historia de la literatura, en sistematizaciones frágiles e inconsistentes, el señor Brunetiere encontró por fin refugio entre los gruesos muros de la Iglesia; intentó entonces disimular su bancarrota personal proclamando la quiebra de la ciencia y la libertad. Tras haber intentado en vano sacar de su interior algo que se asemejara a un pensamiento, glorifica ahora la autoridad con una especie de admirable humillación. Y perdiendo, a los ojos de las nuevas generaciones, todo el crédito del que abusó en cierto momento, por su aptitud para las generalizaciones vacías, quiere destruir el pensamiento libre que se le escapa." ¡Desgraciado aquél sobre el que se abatía su pesada mano!
Cuando en 1885 Jaurès entró en el parlamento se sentó en los bancos de la izquierda moderada. Pero su tránsito al socialismo no fue ni un cataclismo ni una pirueta. Su primitiva "moderación" ocultaba inmensas reservas de un humanismo social activo que más adelante se transformaría de forma natural en socialismo. Por otra parte, su socialismo no tuvo jamás un neto carácter de clase y nunca rompió con los principios humanitarios y las concepciones del derecho natural tan profundamente impresos en el pensamiento político francés de la época de la gran revolución.
En 1889 Jaurès pregunta a los diputados: "¿Se ha agotado, pues, el genio de la Revolución francesa? ¿Es posible que ustedes no puedan encontrar en las ideas de la Revolución la respuesta a todas las cuestiones actuales, a todos los problemas que tenemos ante nosotros? ¿Acaso la Revolución no ha conservado su virtud inmortal, no puede ofrecer una respuesta a todas las dificultades siempre renovadas que flanquean nuestro camino?" El idealismo del demócrata, evidentemente, aún no se ha visto afectado por la crítica materialista. Más adelante Jaurès asimilará buena parte del marxismo, pero el fondo democrático de su pensamiento le acompañará hasta el fin.
Jaurès se estrenó en la arena política en el período más oscuro de la Tercera República, cuando ésta contaba apenas quince años y, sin una sólida tradición social, tenía en su contra poderosos enemigos. Luchar por la República, por su conservación, por su "depuración", fue la principal idea de Jaurès, la que inspiró toda su acción. Intentaba dotar a la República de una base social más amplia, acercarla al pueblo organizándolo en ella y hacer del Estado republicano el instrumento de la economía socialista. Para el demócrata Jaurès, el socialismo era el único medio para consolidar y consumar la República. El no concebía la contradicción entre la política burguesa y el socialismo, una contradicción que refleja la ruptura histórica entre el proletariado y la burguesía democrática. En su incansable aspiración a la síntesis idealista, Jaurès era, en su primera época, un demócrata dispuesto a aceptar el socialismo; en su última época se convirtió en un socialista que se sentía responsable de toda la democracia.
No fue una casualidad que Jaurès denominara "L'Humanité" al periódico que fundó. Para él el socialismo no era la expresión teórica de la lucha de clases del proletariado. Por el contrario, en su opinión el proletariado era una fuerza histórica al servicio del derecho, de la libertad y de la humanidad. Por encima del proletariado le reservaba un lugar prominente a la idea de "la humanidad" en sí. Pero al contrario que para la mayoría de los oradores franceses, que no ven en ello más que una frase hueca, Jaurès demostraba respecto a ella un idealismo sincero y activo.
En política Jaurès unía una gran capacidad de abstracción idealista a una viva intuición de la realidad. Ello se puede constatar en toda su actividad. En él la idea material de la Justicia y el Bien va acompañada de una apreciación empírica incluso de las realidades secundarias. A pesar de su optimismo moral, Jaurès comprendía perfectamente a los hombres y las circunstancias y sabía utilizar muy bien a unos y otras. Era muy sensato. Muchas veces se dijo de él que era un campesino astuto. Pero por el sólo hecho de la envergadura de Jaurès, su sensatez no tenía nada de vulgar. Y lo que es más importante aún, estaba al servicio de "la idea".
Jaurès era un ideólogo, un heredero de la idea tal y como la definiera Alfred Fouillé cuando se refirió a las ideas-fuerzas de la historia. Napoleón sólo sentía desprecio por los "ideólogos" (el término es suyo), y sin embargo él fue precisamente el ideólogo del nuevo militarismo. El ideólogo no se limita a adaptarse a la realidad, deduce de ella "la idea" y la lleva hasta sus últimas consecuencias. Cuando el momento es favorable conoce los triunfos que jamás podría obtener el pragmático vulgar. Pero cuando las condiciones objetivas se ponen en su contra conoce también fracasos estrepitosos.
El "doctrinario" se aferra a una teoría a la que ha desprovisto de todo espíritu. El "oportunista-pragmático" asimila los tópicos del oficio político, pero cuando sobreviene un transtorno inesperado se encuentra en la posición de un peón desplazado por la adaptación de una máquina. El "ideólogo" de envergadura no se encuentra impotente más que en el momento en que la historia lo desarma ideológicamente, e incluso entonces a veces es capaz de rearmarse rápidamente, asimilar la idea de la nueva época y continuar jugando un papel de primera fila.
Jaurès era un ideólogo. Deducía de la situación política la idea que implicaba y, en su servicio, no se detenía jamás a mitad de camino. Así, cuando se produjo el "affaire Dreyfuss" llevó hasta sus últimas consecuencias la idea de la colaboración con la burguesía de izquierda y apoyó vehementemente a Millerand, político empirista y vulgar que no tenía nada, y jamás lo tuvo, del ideólogo, de su coraje y su grandeza de espíritu. Jaurés se metió en un callejón sin salida y lo hizo con la ceguera voluntaria y desinteresada del ideólogo que está dispuesto a cerrar los ojos ante los hechos para no renunciar a la idea-fuerza.
Jaurés combatía el peligro de la guerra europea con una pasión ideológica sincera. A veces aplicó en esta lucha, como lo hizo en todos las que participó, métodos que estaban en profunda contradicción con el carácter de clase de su partido y que muchos de sus camaradas consideraban cuanto menos arriesgados. Tenía mucha confianza en sí mismo, en su empuje, en su ingenio, en su capacidad de improvisación. En los pasillos del Parlamento, sobrevalorando su influencia, apostrofaba a los ministros y diplomáticos abrumándolos con sólidas argumentaciones. Pero las conversaciones y conspiraciones de pasillo no casaban con la naturaleza de Jaurès y no las utilizaba por sistema pues él era un ideólogo político y no un doctrinario oportunista. Para servir a la idea que le arrebataba, estaba dispuesto a poner en práctica los medios más oportunistas y los más revolucionarios, y si la idea se correspondía con el carácter de la época era capaz como ningún otro de lograr espléndidos resultados. Pero también era el primero en las catástrofes. Como Napoleón, también tuvo en su política sus Austerlitz y sus Waterloo.
La guerra mundial hubiera enfrentado a Jaurès con las cuestiones que dividieron al socialismo europeo en dos campos enemigos. ¿Qué posición habría adoptado? Indudablemente, la posición patriótica. Pero jamás se hubiera resignado a la humillación que sufrió el partido socialista francés bajo la dirección de Guesde, Renaudel, Sembat y Thomas... Y tenemos perfecto derecho a creer que en el momento de la futura revolución el gran tribuno habría encontrado su sitio y desplegado sus fuerzas hasta el final.
Pero un trozo de plomo negó a Jaurès la más grande de las pruebas políticas.
Jaurès era la encarnación del empuje personal. En él lo moral se correspondía con lo físico: en sí mismas, la elegancia y la gracia le eran ajenas. En cambio sus discursos y actos estaban adornados por ese tipo de belleza superior que distingue a las manifestaciones de la fuerza creadora segura de sí misma. Si se consideran la limpieza y la búsqueda de la forma como uno de los rasgos típicos del espíritu francés, Jaurès puede no parecer francés. Pero en realidad él era francés en grado sumo. Paralelamente a los Voltaire, a los Boileau, los Anatole France en literatura, a los héroes de la Gironda o a los Viviani y Deschanel actuales en política, Francia ha producido a los Rabelais, Balzac, Zola, los Mirabeau, los Danton y los Jaurès. Es esta una raza de hombres de potente musculatura física y moral, de una intrepidez sin igual, de una pasión superior, de una voluntad concentrada. Es este un tipo atlético. Bastaba oír tronar a Jaurès y contemplar su rostro iluminado por un resplandor interior, su nariz imperiosa, su cuello de toro inaccesible al yugo para decirse: he ahí un hombre.
La principal baza del Jaurès orador era la misma que la del Jaurès político: una pasión vibrante exteriorizada, la voluntad de acción. Para Jaurès el arte oratorio carecía de valor intrínseco, él no era un orador, era más que un orador: el arte de la palabra no era para él un fin sino un medio. Por ello, el orador más grande de su tiempo -y puede de todos los tiempos- estaba "por encima" del arte oratorio, siempre superior a su discurso como el artesano lo es a su herramienta.
Zola era un artista -había comenzado por la imposibilidad moral del naturalismo- y de repente se reveló por el trueno de su carta "J'accuse". Su naturaleza ocultaba una potente fuerza moral que se manifestó en su gigantesca obra, pero que era en realidad más grande que el arte: una fuerza humana que destruía y construía. Igual sucedía con Jaurès. Su arte oratorio, su política, a pesar de las inevitables convenciones, revelaban una personalidad regia con una verdadera musculatura moral y una voluntad entregada íntegramente a la victoria. Él no subía a la tribuna para presentar las visiones que lo obsesionaban o por dar perfecta expresión a una serie de razonamientos encadenados, sino para unir a las voluntades dispersas en la unidad de un objetivo: su discurso influenciaba simultáneamente la inteligencia, el sentimiento estético y la voluntad, pero toda la fuerza de su genio oratorio, político, humano está subordinada a su principal fuerza: la voluntad de acción.
He oído a Jaurès en las asambleas populares de París, en los Congresos internacionales, en las comisiones de los Congresos. Y siempre me parecía oírlo por primera vez. En él no había sitio para la rutina: buscándose, encontrándose a sí mismo, siempre e incansablemente movilizando los múltiples recursos de su espíritu, se renovaba incesantemente y no se repetía nunca. Su empuje natural iba acompañado de una resplandeciente suavidad que era como un reflejo de la más alta cultura moral. Podía derribar montañas, tronar o estremecer, pero no se venía abajo jamás, siempre estaba vigilante, se aprovechaba admirablemente del eco que provocaba en la asamblea, preparaba las objeciones, a veces barría como un huracán cualquier resistencia que se interponía en su camino, otras hacía a un lado los obstáculos con magnanimidad y dulzura, como un maestro o un hermano mayor. Este gigantesco martillo-pilón podía reducir al polvo un bloque enorme o hundir con precisión un corcho en una botella sin romperla.
Paul Lafargue, marxista y adversario de Jaurès, decía que era un diablo hecho hombre. Su diabólica fuerza, o diríamos mejor "divina", se imponía a todos, amigos o enemigos. Y frecuentemente, fascinados y admirados como ante un fenómeno de la naturaleza, sus adversarios escuchaban expectantes el torrente de su discurso, que fluía irresistible despertando las energías, arrastrando y subyugando las voluntades.
Hace tres años que este genio, raro regalo de la naturaleza a la humanidad, murió tras haberse mostrado en toda su plenitud. ¿Acaso la estética de su fisonomía exigía tal fin? Los grandes hombres saben desaparecer a tiempo. Cuando sintió la muerte, Tolstoi tomó un bastón y huyó de la sociedad que despreciaba para morir como peregrino en una oscura aldea. Lafargue, un epicúreo con algo de estoico, vivió en una atmósfera de paz y meditación hasta los 70 años, decidió que ya era suficiente y se envenenó. Jaurès, atleta de la idea, cayó en la arena combatiendo el más terrible azote de la humanidad: la guerra. Y pasará a la historia como el precursor, el prototipo del hombre superior que nacerá de los sufrimientos y las caídas, de las esperanzas y la lucha.