Redactado: Texto de
discurso pronunciado el 18 Pluvioso, año II (5 de febereo de 1794);
Fuente de la traducción: Omegalfa, con cuyo permiso
aparece aquí;
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Rodrigo Cisterna, 2013.
¡Ciudadanos, representantes del pueblo!
Hace algún tiempo expusimos los principios de nuestra política exterior; hoy desarrollaremos los principios de nuestra política interior. Después de haber actuado durante tanto tiempo al azar, y casi llevados por el movimiento de las acciones contrarias, los representantes del pueblo francés han mostrado finalmente un carácter y un gobierno. Un cambio repentino en la suerte de la nación anunció a Europa la regeneración que se había operado en la representación nacional.
Pero, hasta el momento preciso en que os hablo, hay que reconocer que, en circunstancias tan tempestuosas, hemos sido guiados por el amor al bien y por la intuición de las necesidades de la patria, y no por una reoría exacta o por reglas precisas de conducta, que ni siquiera teníamos tiempo disponible para trazar.
Es hora, pues, de determinar con exactitud los objetivos de la Revolución y el término al que queremos llegar. Es hora de que nos demos cuenta de los obstáculos que todavía nos alejan de esta meta y de los instrumentos que debemos emplear para alcanzarlo: es una idea simple pero importante y que me parece que todavía no ha sido muy definida.
Por otra parte, ¿cómo podría realizarla un gobierno vil y corrompido? Un rey, un senado orgulloso, un César, un Cromwell, deben ante todo, intentar cubrir sus proyectos con un velo religioso, transigir con todos los vicios posibles, halagar a todos los partidos y aplastar el de las personas que quieren hacer el bien; oprimir y engañar al pueblo con el fin de realizar su pérfida ambición.
Si no hubiéramos tenido otras tareas más importantes que realizar, si aquí no se hubiese tratado de nada más que de los intereses de una facción o de una nueva aristocracia, quizás hubiéramos podido creer —como creen algunos escritores más ignorantes que perversos., que el plan de la Revolución Francesa ya estaba trazado totalmente en los libros de Tácito y Maquiavelo; y hubiéramos buscado los deberes de los representantes del pueblo en la historia de Augusto, de Tiberio o de Vespasiano, o bien en la de ciertos legisladores franceses. Puesto que —excepto determinados matices de perfidia o de crueldad— todos los tiranos se asemejan entre sí.
En cuanto a nosotros, hoy confiaremos al mundo entero vuestros secretos, vuestra manera de conducir la política, a fin de que todos los amigos de la patria puedan sumarse a la voz de la razón y del interés público; a fin de que la nación francesa y sus representantes sean respetados en todos los países del mundo a los que puedan llegar sus principios; y a fin de que los intrigantes que siempre intentan reemplazar a otros intrigantes sean juzgados de acuerdo con reglas seguras y fáciles.
Es conveniente tomar precauciones con mucha antelación para poder poner la suerte de la libertad en manos de la verdad -que es eterna- antes que ponerla en las de los hombres -que pasan-; de manera que, si el gobierno olvida los intereses del pueblo, o si cae en manos de hombres corrompidos, según el curso natural de las cosas, la luz de los principios reconocidos pueda iluminar sus traiciones, y toda nueva facción encuentre la muerte al sólo pensamiento de su crimen.
¡Afortunado el pueblo que puede llegar hasta este punto, puesto que, cualesquiera que sean los nuevos ultrajes que se le preparen, un orden de cosas en el que la razón pública es la garantía de la libertad, le da infinitos recursos!
¿Hacia qué objetivo nos dirigimos? A1 pacífico goce de la libertad y de la igualdad; al reino de la justicia eterna cuyas leyes han sido escritas, no ya sobre mármol o piedra, sino en el corazón de todos los hombres, incluso en el del esclavo que las olvida y del tirano que las niega.
Queremos un orden de cosas en el que toda pasión baja y cruel sea encadenada; en el que toda pasión bienhechora y generosa sea estimulada por las leyes; en el que la ambición sea el deseo de merecer la gloria y de servir a la patria; en el que las distinciones no nazcan más que de la propia igualdad; en el que el ciudadano sea sometido al magistrado, y el magistrado al pueblo, y el pueblo a la justicia; en el que la patria asegure el bienestar a todos los in dividuos, y en el que todo individuo goce con orgullo de la prosperidad y de la gloria de la patria; en el que todos los ánimos se engrandezcan con la continua comunión de los sentimientos republicanos, y con la exigencia de merecer la estima de un gran pueblo; en el que las artes sean el adorno de la libertad que las ennoblece, el comercio sea la fuente de la riqueza pública y no la de la opulencia monstruosa de algunas casas.
En nuestro país queremos sustituir el egoísmo por la moral, el honor por la honradez, las costumbres por los principios, las conveniencias por los deberes, la tiranía de la moda por el dominio de la razón, el desprecio de la desgracia por el desprecio del vicio, la insolencia por el orgullo, la vanidad por la grandeza de ánimo, el amor al dinero por el amor a la gloria, la buena sociedad por las buenas gentes, la intriga por el mérito, la presunción por la inteligencia, la apariencia por la verdad, el tedio del placer voluptuoso por el encanto de la felicidad, la pequeñez de los “grandes” por la grandeza del hombre; y un pueblo “amable”, frívolo y miserable por un pueblo magnánimo, poderoso y feliz; es decir, todos los vicios y todas las ridiculeces de la Monarquía por todas las virtudes y todos los milagros de la República.
En una palabra, queremos realizar los deseos de la naturaleza, cumplir los destinos de la humanidad, mantener las promesas de la filosofía y liberar a la providencia del largo reinado del crimen y de la tiranía.
Que Francia, en otro tiempo ilustre en medio de países esclavos, eclipsando la gloria de todos los pueblos libres que jamás hayan existido, pueda convertirse en modelo de las naciones, en terror de los opresores, consuelo de los oprimidos, adorno del universo; y que, sellando nuestra obra con sangre, podamos ver brillar la aurora de la felicidad universal... Esta es nuestra ambición: este es nuestro objetivo.
¿Qué tipo de gobierno puede realizar estos prodigios? Solamente el gobierno democrático, o sea republicano. Estas dos palabras son sinónimos a pesar de los equívocos del lenguaje común, puesto que la aristocracia no es república, como no lo es la monarquía.
La democracia no es un Estado en el que el pueblo -constantemente reunido- regula por sí mismo los asuntos públicos; y todavía menos es un Estado en el que cien mil facciones del pueblo, con medidas aisladas, precipitadas y contradictorias, deciden la suerte de la sociedad entera. Tal gobierno no ha existido nunca, ni podría existir sino fuera para conducir al pueblo hacia el despotismo.
La democracia es un Estado en el que el pueblo soberano, guiado por leyes que son el fruto de su obra, lleva a cabo por sí mismo todo lo que está en sus manos, y por medio de sus delegados todo aquello que no puede hacer por sí mismo.
Debéis, pues, buscar las reglas de vuestra conducta política en los principios del gobierno democrático.
Pero, para fundar y para consolidar la democracia entre nosotros, para conseguir el pacifico reinado de las leyes constitucionales, es necesario llevar a término la guerra de la libertad contra la tiranía, y atravesar con éxito las tempestades de la Revolución. Tal es el objetivo del sistema revolucionario que habéis regularizado. Todavía debéis regular vuestra conducta de acuerdo con las circunstancias tempestuosas en que se encuentra la República; y el plan de vuestra administración debe ser el resultado del espíritu revolucionario combinado conjuntamente con los principios generales de la democracia.
Entonces, ¿cuál es el principio fundamental del gobierno democrático o popular, es decir, la fuerza esencial que lo sostiene y lo mueve? Es la virtud. Hablo de aquella virtud pública que tantos prodigios obró en Grecia y Roma y que en la Francia republicana deberá producir otros mucho más asombrosos, hablo de la virtud que es, en sustancia, el amor a la patria y a sus leyes.
Pero, dado que la esencia de la República, o sea de la democracia, es la igualdad, se deduce de ello que el amor a la patria implica, necesariamente, el amor a la igualdad.
Además, este sublime sentimiento presupone la prioridad del interés público sobre todos los intereses particulares; de ahí resulta que el amor a la patria presupone también -o produce- todas las virtudes. En efecto, ¿acaso las virtudes son otra cosa que la fuerza de ánimo que hace posibles tales sacrificios? ¿Acaso puede el esclavo de la avaricia o de la ambición sacrificar sus ídolos a la patria?
No sólo la virtud es el alma de la democracia, sino que ésta sólo puede existir en este tipo de gobierno. En efecto, en la Monarquía solamente conozco a un individuo que pueda amar a la patria pero que, precisamente por ello, no tiene ninguna necesidad de la virtud: el monarca. La razón de ello se debe a que —entre todos los habitantes de sus Estados— el monarca es el único que tiene una patria. ¿Acaso no es él el soberano, por lo menos de hecho? ¿Acaso no ocupa el lugar del pueblo? ¿Qué es la patria sino el país en que todo ciudadano es partícipe de la soberanía? Como consecuencia del mismo principio, en los Estados aristocráticos, la patria sólo significa algo para las familias patricias que han usurpado la soberanía. Únicamente en un régimen democrático el Estado es verdaderamente la patria de todos los individuos que lo componen y puede contar con tantos defensores interesados en su causa, como ciudadanos haya en su seno.
Este es el origen de la superioridad de los pueblos libres sobre los demás. Si Atenas y Esparta triunfaron sobre los tiranos de Asia, y los suizos sobre los tiranos de España y de Austria fue debido a esta superioridad de pueblos libres.
Pero los franceses son el primer pueblo del mundo que han instaurado la verdadera Democracia, concediendo a todas las personas la igualdad y la plenitud de los derechos del ciudadano. Esta es, en mi opinión, la verdadera razón por la cual todos los tiranos aliados contra la República serán vencidos.
Hay que sacar grandes consecuencias de los principios que hemos expuesto.
Dado que el alma de la República es la virtud, la igualdad, y dado que vuestro objetivo es fundar y consolidar la República, es evidente que la primera norma de vuestra conducta política debe ser dirigir todas las obras al mantenimiento de la igualdad y al desarrollo de la virtud; puesto que la principal preocupación del legislador debe ser la de fortificar el principio sobre el que se basa su poder de gobierno. Así pues, todo aquello que tienda a aumentar el amor a la patria, a purificar las costumbres, a elevar los espíritus, a dirigir las pasiones del corazón humano hacia el interés público, deben ser adoptadas e instauradas. Mientras que todas las cosas que tiendan a concentrar las pasiones en la abyección del yo personal, a resucitar el interés por las pequeñas causas y el desprecio por las grandes deben ser rechazadas o reprimidas.
En el sistema instaurado por la Revolución Francesa, todo lo inmoral es contrario a la política, todo acto corruptor es contrarrevolucionario.
La debilidad, los vicios, los prejuicios son el camino hacia la monarquía.
Quizá, arrastrados demasiado a menudo por el peso de nuestras antiguas costumbres, al igual que por la inclinación insensible de la debilidad humana hacia ideas falsas y hacia sentimientos pusilánimes, debemos defendernos, no tanto de los excesos de vigor como de los excesos de debilidad. Quizá el mayor escollo que debamos evitar no sea ya el fervor del celo, sino más bien el relajamiento en obrar el bien y el temor a nuestro propio valor.
Apoyad, pues, sin cesar, la sagrada fuerza del gobierno republicano en vez de dejarla de la mano.
No creo necesario deciros que no pretendo justificar ningún exceso. Se puede abusar de los principios más sagrados. Corresponde al gobierno saber consultar las circunstancias, escoger el momento propicio y los medios idóneos; pues la manera con que se preparan las grandes cosas es una parte esencial del talento de realizarlas, de la misma manera que la sensatez es una parte de la virtud.
No pretendemos modelar la República Francesa según el ejemplo de Esparta; no queremos darle ni la austeridad ni la corrupción de los claustros. Os hemos presentado con toda su pureza el fundamento moral y político del gobierno popular. Tenéis, pues, una brújula que puede indicaros la ruta en medio de las tempestades de todas las pasiones y en medio del torbellino de todas las intrigas que os rodea. Tenéis la piedra de toque con la que podéis ensayar todas vuestras leyes, todas las proposiciones que se os hagan.
Comparándolas sin cesar con ese principio, a partir de ahora podréis evitar el escollo ordinario de las grandes asambleas: el peligro de sorpresas y de medidas precipitadas, incoherentes y contradictorias. Podréis dar a todas vuestras obras la complejidad, la unidad y la dignidad que deben distinguir a los representantes del primer pueblo del mundo.
No son las consecuencias fáciles del principio de democracia las que hay que explicar detalladamente, sino el principio simple y fecundo el que merece ser desarrollado.
La virtud republicana puede ser considerada en relación al pueblo y en relación al gobierno. Es necesaria en ambos casos. Pues, cuando el gobierno está privado de ella, queda una válvula de seguridad en la del pueblo; pero cuando el pueblo se corrompe, entonces la libertad se pierde para siempre.
Afortunadamente, la virtud es innata en el pueblo, a pesar de todos los prejuicios de los aristócratas.
Una nación está realmente corrompida cuando —después de haber perdido gradualmente su carácter y su libertad— pasa de la democracia a la aristocracia o a la monarquía. Se produce entonces la muerte del cuerpo político por decrepitud.
Cuando, después de cuatrocientos años de gloria, la avaricia consigue desterrar de Esparta las buenas costumbres, junto con las leyes de Licurgo, Agis[2] muere en vano para restaurarlas. Y Demóstenes clama contra Filipo, pero Filipo encuentra en los vicios de la Atenas degenerada abogados más elocuentes que Demóstenes. Todavía existe en Atenas una población tan numerosa como en tiempos de Milcíades y Aristides: pero ya no existen verdaderos atenienses. ¿Qué importa que Bruto haya matado al tirano? La tiranía sobrevive en los corazones y Roma sólo existe en Bruto.
Cuando, con prodigiosos esfuerzos de valor y de razón, un pueblo sabe romper las cadenas del despotismo para ofrecerlas como trofeos a la libertad; cuando, con la fuerza de su temperamento moral, escapa de los brazos de la muerte para recobrar todo el vigor de su juventud; cuando, alternativamente, sensible y fiero, intrépido y dócil, no puede ser detenido ni con bastiones inexpugnables, ni con los innumerables ejércitos de los tiranos armados en contra suyo, y cuando se detiene ante la imagen de la ley; cuando un pueblo no se eleva rápidamente a la altura de sus destinos, será por culpa de los que lo gobiernan.
Por otra parte se puede decir, en cierto sentido, que para amar la justicia y la igualdad, el pueblo no necesita una gran virtud: le basta con amarse a sí mismo.
Pero el magistrado -por el contrario- está obligado a inmolar sus intereses al interés del pueblo; y el orgullo del poder a la virtud de la igualdad. Es necesario que la ley sepa hablar con autoridad a los que son sus ejecutores.
Es necesario que el gobierno tenga fuerza para mantener unidas todas sus partes en armonía con la ley.
Si existe un cuerpo representativo, una autoridad principal constituida por el pueblo, a ella corresponde el deber de vigilar y reprimir incesantemente a todos los funcionarios públicos. Pero, ¿quién reprimirá esta autoridad sino su virtud personal?
Cuanto más elevada es la fuente de donde deriva el poder público, más pura tiene que ser. Es necesario que el cuerpo representativo empiece sometiendo, en su interior, todas las pasiones individuales a la pasión general por el bien público.
¡Afortunados los representantes que están unidos a la causa de la libertad, tanto por su gloria e interés como por sus deberes!
De todo cuanto precede deducimos una gran verdad: que el carácter del gobierno popular consiste en tener fe en el pueblo y en ser severo consigo mismo.
Todo el desarrollo de nuestra teoría podría limitarse a esto último si sólo tuvierais que gobernar la nave de la República en medio de la calma. Pero la tempestad ruge: y el momento de la Revolución en el que os encontráis impone otra tarea.
La gran pureza de los fundamentos de la Revolución Francesa, la sublime condición de su objeto es precisamente lo que constituye nuestra fuerza y nuestra debilidad. Nuestra fuerza, porque nos da la superioridad de la verdad sobre la impostura, y de los derechos del interés público sobre los del interés particular. Nuestra debilidad, porque une contra nosotros a todos los hombres viciosos, a todos los que pretenden despojar al pueblo y a todos los que hubieran querido despojarlo impunemente; ya se trate de los que han rechazado la libertad como una calamidad personal, o bien de los que han abrazado la Revolución como un oficio y la República como una presa. De ahí la decepción de tantas personas ambiciosas o ávidas que, después del punto de partida, nos han abandonado en el camino porque no habían iniciado el viaje con nuestro mismo objetivo.
Se diría que los dos genios opuestos, que hemos representado disputándose el dominio de la naturaleza, combaten en esta gran época de la historia humana para fijar, definitivamente, el destino del mundo, y para que sea precisamente Francia el teatro de esta terrible lucha. En el exterior, los tiranos nos cercan; en el interior, los amigos de los tiranos conspiran: conspirarán hasta que al crimen le sea arrebatada toda esperanza.
Es necesario ahogar a los enemigos internos y externos de la República o perecer con ella. Así, en tal situación, la máxima principal de vuestra política deberá ser la de guiar al pueblo con la razón, y a los enemigos del pueblo con el terror.
Si la fuerza del gobierno popular es, en tiempo de paz, la virtud, la fuerza del gobierno popular en tiempo de revolución es, al mismo tiempo, la virtud y el terror. La virtud, sin la cual el terror es cosa funesta; el terror, sin el cual la virtud es impotente.
El terror no es otra cosa que la justicia expeditiva, severa inflexible: es, pues, una emanación de la virtud. Es mucho menos un principio contingente, que una consecuencia del principio general de la democracia aplicada a las necesidades más urgentes de la patria.
Se ha dicho que el terror era la fuerza del gobierno despótico. ¿Acaso vuestro terror se asemeja al del despotismo? Sí, como la espada que brilla en las manos de los héroes de la libertad se asemeja a la espada con la que están armados los esbirros de la tiranía. Que el déspota gobierne por el terror a sus súbditos embrutecidos. Como déspota, tiene razón. Domad con el terror a los enemigos de la libertad, y también vosotros, como fundadores de la República, tendréis razón.
El gobierno de la revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranía. La fuerza no está hecha solamente para proteger el crimen. Está hecha también para fulminar las cabezas orgullosas.
La naturaleza impone a todo ser físico o moral, la obligación de procurar su conservación. El crimen mata la inocencia para reinar, y la inocencia se debate con todas sus fuerzas en las manos del crimen.
Si la tiranía reinase un solo día, a la mañana siguiente no quedaría ni un solo patriota.
Pero, ¿hasta cuándo el furor de los déspotas seguirá siendo llamado justicia, y la justicia del pueblo barbarie o rebelión? ¡Cuánta ternura hay para con los opresores y cuánta inflexibilidad para con los oprimidos!
Nada más natural: quien no odie el crimen, no puede de amar la virtud., Sin embargo, sucede que uno u otro sucumbe. “¡Indulgencia para los realistas! -gritaban algunos-. ¡Gracia para los infames!” ¡No: gracia para los inocentes, gracia para los débiles, gracia para los infelices, gracia para la humanidad!
Sólo se debe protección social a los ciudadanos pacíficos. Y en la República sólo son ciudadanos los republicanos. Y los realistas, los conspiradores no son para ella más que extranjeros, o más bien enemigos.
¿Acaso esta guerra que la libertad está sosteniendo contra la tiranía es indivisible? ¿Acaso los enemigos del interior no están aliados con los enemigos del exterior? ¿Acaso son menos culpables todos los asesinos que laceran la patria en el interior, los intrigantes que compran la conciencia de los mandatarios del pueblo, los traidores que la venden, los libelistas mercenarios a sueldo para deshonrar la causa del pueblo, para hacer morir la virtud pública, para atizar el fuego de las discordias, para prepapar la contrarrevolución política por medio de la contrarrevolución moral, acaso todos estos individuos son menos culpables o menos peligrosos que los tiranos a cuyo servicio están?
Todos aquellos que interponen su dulzura parricida entre estos infames y la espada vengadora de la justicia nacional, se asemejan a quienes se interponen entre los esbirros de los tiranos y las bayonetas de nuestros soldados.
Todos los esfuerzos de su falsa sensibilidad me parecen sólo suspiros hacia Inglaterra y hacia Austria.
Y si no, ¿por quién iban a sentir ternura? ¿Acaso de los doscientos mil héroes, la flor de la nación, caídos bajo el hierro de los enemigos de la libertad, o bajo los puñales de los asesinos monárquicos o federalistas? No, ciertamente: sólo eran plebeyos, sólo eran patriotas. Para merecer su tierno interés hay que ser por lo menos la viuda de un general que haya traicionado veinte veces a la patria; para obtener su indulgencia es casi necesario probar que se han hecho inmolar diez mil franceses, igual que un general romano que, para obtener el triunfo debía haber matado diez mil enemigos.
Es necesario tener la sangre fría para escuchar el relato de los horrores cometidos por los tiranos contra los defensores de la libertad. Nuestras mujeres horriblemente mutiladas; nuestros hijos matados en el seno de sus madres; nuestros prisioneros obligados a expiar con horribles tormentos su conmovedor y sublime heroísmo. ¡Y se osa denominar horrible carnicería el castigo -demasiado lento- de algunos monstruos que se han cebado con la sangre más pura de nuestra patria!
Sufren con paciencia la miseria de las ciudadanas generosas que han sacrificado sus hermanos, sus hijos y sus esposos a la más hermosa de las causas; pero prodigan los más generosos consuelos a las mujeres de los conspiradores. Admiten que pueden seducir impunemente a la justicia, patrocinar, en contra de la libertad, la causa de sus parientes y de sus cómplices. La han convertido casi en una corporación privilegiada, acreedora y pensionada por el pueblo.
¡Con cuánta credulidad seguimos siendo víctimas de las palabras! ¡La aristocracia y el moderantismo nos gobiernan todavía con las máximas asesinas que nos han dado!
La aristocracia se defiende mejor con sus intrigas que el patriotismo con sus servicios. Se pretende gobernar las revoluciones con las argucias de palacio; se tratan las conspiraciones contra la República como si fuesen procesos contra individuos privados. La tiranía mata y la libertad se lamenta; y el código que han hecho los mismos conspiradores es la ley con la que se los juzga.
Cuando se trata de la salvación de la patria, el testimonio de todo el universo no puede suplir la prueba testimonial, ni la misma evidencia puede suplir la prueba literal.
La lentitud de los juicios equivale a la impunidad; la incertidumbre de la pena estimula a todos los culpables. Y todavía se lamentan de la severidad de la justicia: ¡se lamentan por la detención de los enemigos de la República!
Buscan ejemplos en la historia de los tiranos porque no quieren cogerlos de la de los pueblos, ni extraerlos del genio de la libertad amenazada. En Roma, cuando el cónsul descubrió la conjura y la ahogó al instante con la muerte de los cómplices de Catilina, fue acusado de haber violado las formas; ¿y sabéis quién le acusó? El ambicioso César, quequería aumentar su partido con la horda de los conjurados, con Pisón, con Clodio y con todos los perversos ciudadanos, los cuales temían la virtud de un verdadero romano y la severidad de las leyes.
Castigad a los opresores de la humanidad: ¡esto es clemencia! Perdonarles sería barbarie. El rigor de los tiranos tiene como fundamento solamente el rigor: el del gobierno republicano tiene, por el contrario, el bienestar. Así pues, ¡ay de aquel que ose dirigir contra el pueblo el terror que sólo debe dirigirse contra sus enemigos! ¡Ay de aquel que —confundiendo los errores inevitables de la virtud cívica con los errores calculados de la perfidia o con los atentados de los conspiradores— olvida al peligroso intrigante para perseguir al ciudadano pacífico! ¡Perezca el infame que osa abusar del sagrado nombre de la libertad, o de las terrible armas que ésta le ha confiado para llevar el luto o la muerte al corazón de los patriotas!
Es indudable que semejante abuso ha tenido lugar. Sin duda alguna, ha sido exagerado por la aristocracia; y, sin embargo, aunque en toda la República sólo existiera un hombre virtuoso perseguido por los enemigos de la libertad, el gobierno tendría el deber de buscarlo con solicitud y de vengarlo clamorosamente.
Pero, ¿es necesario, concluir de estas persecuciones suscitadas contra los patriotas por el celo hipócrita de los contrarrevolucionarios, que debemos devolver la libertad a estos últimos y renunciar a toda severidad? No: estos nuevos crímenes de la aristocracia no hacen más que demostrar la necesidad de dicha severidad.
¿Qué prueba la audacia de nuestros enemigos sino la debilidad con que han sido perseguidos? Es debido en gran parte a la relajada doctrina que se ha predicado en estos últimos tiempos para tranquilizarles. Y si escucháseis esos consejos, vuestros enemigos conseguirían su objetivo y recibirían de vuestras propias manos el premio al último de sus crímenes.
¡Cuánta ligereza si consideraseis algunas victorias obtenidas por el patriotismo como el fin de todos nuestros peligros! Considerar nuestra situación real: descubriréis que la vigilancia y la energía os son, hoy, más necesarias que nunca. En todas partes existe un odio sordo que se levanta contra las medidas del gobierno. La fatal influencia de las cortes extranjeras no es, por el hecho de estar más ocultas, menos activa ni menos funesta. Se advierte que el crimen, intimidado, no ha hecho más que cubrir sus movimientos con una mayor habilidad.
Los enemigos internos del pueblo francés se han dividido en dos facciones, como en dos cuerpos de ejército. Marchan bajo banderas de colores diversos y por distintos caminos; pero todavía caminan hacia el mismo objetivo: la desorganización del gobierno popular, la ruina de la Convención, es decir, el triunfo de la tiranía.
Una de estas facciones nos empuja a la debilidad, la otra a los excesos. Una quiere convertir la libertad en bacante, la otra en prostituta.
Algunos intrigantes subalternos, y a menudo incluso buenos ciudadanos engañados, se alinean en uno u otro partido: pero los jefes pertenecen a la causa del rey o de la aristocracia y siempre se unen contra los patriotas. Los bribones —aun cuando se hacen la guerra entre sí se odian mucho menos de lo que detestan a la gente honesta. La patria es su presa; se combaten para dividírsela: pero se alían contra aquellos que la defienden.
A unos se les ha dado el nombre de moderados; posiblemente hay más argucia que exactitud en la denominación de «ultrarrevolucionarios» con la que se ha designado a los otros. Es esta una denominación que, mientras no pueda aplicarse en ningún caso a los hombres de buena fe que puedan ser conducidos, por el celo o por la ignorancia más allá de la sana política de la revolución, no caracteriza con exactitud a los hombres pérfidos a quienes la tiranía paga para comprometer, con actuaciones falsas o funestas, los sagrados principios de nuestra Revolución.
El falso revolucionario se encuentra quizá más a menudo entre los citra que entre los ultra de la revolución. Es un moderado o un fanático del patriotismo, según las circunstancias. Lo que pensará mañana depende hoy de los comités prusianos, ingleses, austríacos o incluso moscovitas. Se opone a las medidas enérgicas, pero las exagera cuando no puede impedirlas. Es severo con la inocencia, pero indulgente con el crimen. Incluso llega a acusar a los culpables que no son suficientemente ricos para comprar su silencio, ni suficientemente importantes para merecer su devoción; pero guarda de comprometerse hasta el punto de defender la virtud calumniada. Tal vez, descubre complots ya descubiertos, arranca la máscara a traidores ya desenmascarados o incluso decapitados; pero encomia a los traidores vivos y todavía acreditados. Es solícito en aceptar la opinión del momento, y hace todo lo posible para no analizarla y sobre todo para no obstaculizarla. Está siempre dispuesto a adoptar las medidas más arriesgadas a condición de que no tengan demasiados inconvenientes; calumnia las que no presentan más que ventajas, o bien les añade enmiendas que puedan hacerlas nocivas. Dice la verdad con parsimonia, y solamente cuando puede conquistar el derecho de mentir impunemente después. Destila el bien gota a gota y derrama el mal a torrentes; está lleno de fuego por las grandes resoluciones que ya no significan nada; pero es más que indiferente con las que pueden honrar la causa del pueblo y salvar a la patria. Da mucha importancia a las formas exteriores del patriotismo: aficionadísimo -igual que los devotos de los que se declara enemigo- a las prácticas exteriores; preferiría usar cien gorros frigios antes que hacer una buena acción.
¿Qué diferencia existe entre estas personas y las que llamáis “moderados”? Todos son criados del mismo amo, o bien, si queréis, cómplices que fingen estar en discordia entre sí para mejor enmascarar sus crímenes. Juzgadles no ya por la diversidad de lenguaje sino por la identidad de los resultados.
¿Acaso no están de acuerdo los que atacan la Convención Nacional con discursos insensatos y los que la engañan para comprometerla? Aquel que —con injustos rigores obliga al patriotismo a temer por sí mismo, es el mismo que después invoca la amnistía en favor de la aristocracia y de la traición.
Éste[3] llamaba a Francia a la conquista del mundo, mientras que no tenía más objetivo que estimular a los tiranos a la conquista de Francia. Aquel extranjero hipócrita[4], que desde hace cinco años proclama París como capital del globo, no hacía sino traducir a otra jerga los anatemas de los viles federalistas que destinaban a París a la destrucción.
Predicar el ateísmo es solamente una manera de absolver la superstición y de acusar a la filosofía. Y la guerra declarada contra la divinidad no es otra cosa que una diversión en favor de la Monarquía[5].
¿Qué otro sistema queda para poder combatir a la libertad? ¿Seguir el ejemplo de los primeros campeones de la aristocracia, que alaban las dulzuras de la esclavitud y los beneficios de la monarquía, o bien el genio sobrenatural del rey y sus incomparables virtudes? ¿O se proclamará la vanidad de los derechos del hombre y de los principios de la justicia eterna?
¿O se exhumará quizás a la nobleza y al clero, o se reclamarán los derechos de la alta burguesía a la doble sucesión? ¡No! Es mucho más cómodo, por el contrario, adoptar la máscara del patriotismo para desfigurar, con insolentes parodias, el drama sublime de la Revolución, para comprometer la causa de la libertad con una hipócrita moderación o con estudiadas extravagancias.
También la aristocracia se constituye en sociedades populares; el orgullo contrarrevolucionario oculta bajo harapos sus complots y sus puñales; el fanatismo destroza sus propios altares; el realismo canta las victorias de la República; la nobleza, oprimida por los recuerdos, abraza tiernamente la libertad para ahogarla; la tiranía, teñida con la sangre de los defensores de la libertad, arroja flores sobre sus tumbas.
Si todos los corazones no han cambiado todavía, ¡cuántos rostros se han enmascarado! ¡Cuántos traidores se inmiscuyen en nuestros asuntos para arruinarlos!
¿Queréis ponerlos a prueba? Pues bien, pedidles servicios efectivos en lugar de juramentos y declaraciones.
¿Hay que actuar? Ellos declaman. ¿Hay que deliberar? Ellos empiezan a actuar. ¿Los tiempos son pacíficos? Ellos se oponen a todo cambio útil. ¿Son tiempos, por el contrario, tempestuosos? Ellos hablan de reformarlo todo para transtornarlo todo. ¿Queréis reprimir a los sediciosos? Ellos os recordarán la clemencia de César. ¿Queréis arrancar a los patriotas de la persecución? Ellos os propondrán la firmeza de Bruto como modelo. Revelan que tal ciudadano es noble precisamente sirviendo a la República; pero no lo recuerdan cuando la traicionó.
¿Es útil la paz? Ellos os muestran las palmas de la victoria. ¿Es necesaria la guerra? Os muestran las dulzuras de la paz. ¿Hay que defender el territorio? Pretenden castigar a los tiranos más allá de nuestros montes y mares. ¿Es necesario recobrar nuestras fortalezas? Quieren asaltar las iglesias y escalar el cielo. Incluso olvidan a los austriacos para hacer la guerra a los devotos. ¿Hay que sostener nuestra causa con la fidelidad de los aliados? Claman contra todos los gobiernos del mundo y se proponen acusar al Gran Mogol. ¿El pueblo se dirige al Capitolio para dar gracias por sus victorias a los dioses? Entonan lúgubres cánticos por nuestras pasadas derrotas. ¿Hay que obtener nuevas victorias? Siembran entre nosotros el odio, las divisiones, las persecuciones y el desaliento. ¿Hay que hacer realidad la soberanía del pueblo y concentrar su fuerza con un gobierno fuerte y respetado? Consideran que los principios del gobierno ofenden la soberanía del pueblo. ¿Hay que reclamar los derechos del pueblo oprimido por el gobierno? No hablan más que del respeto por las leyes y de la obediencia debida a las autoridades constituidas.
Han encontrado un maravilloso expediente para secundar los esfuerzos del gobierno republicano: desorganizarlo, degradarlo completamente, hacer la guerra a los patriotas que han contribuido a nuestros éxitos. ¿Buscáis los medios para abastecer vuestros ejércitos? ¿Os preocupáis de arrebatar a la avaricia y al temor las subsistencias que ellos restringen? Gimen patrióticamente sobre la miseria pública y anuncian la carestía. Nuestro deseo de prevenir el mal es siempre, para ellos, un motivo para aumentarlo. En el Norte se han matado aves y se nos ha privado de huevos con el pretexto de que las aves comen demasiado grano. En el Midi se ha hablado de destruir los naranjos y las moreras por el pretexto de que la seda es un objeto de lujo y las naranjas una fruta superflua.
Jamás podríais imaginar determinados excesos cometidos por el contrario-rrevolucionarios hipócritas para deshonrar la causa de la Revolución. ¿Creeríais que, en países en donde la superstición ha ejercido mayor influencia, no contentos con sobrecargar las operaciones relativas al culto con todas las formas que podían hacerlas odiosas, han sembrado el terror entre el pueblo, propagando el rumor de que se iba a matar a todos los niños menores de dieciséis años y a todos los viejos mayores de setenta? ¿Y que este rumor ha sido difundido particularmente en la antigua Bretaña y en los departamentos del Rin y del Mosela? Éste es uno de los crímenes imputados al antiguo acusador público del Tribunal Penal de Estrasburgo[6] Los tiránicos desvaríos de este hombre hacen verosímil todo lo que se cuenta de Calígula y de Heliogábalo; pero todavía no podemos darles crédito ni siquiera delante de las pruebas. Llevaba su delirio hasta el punto de requisar a las mujeres para su uso personal: se asegura que ha empleado este procedimiento para casarse.
¿De dónde ha salido -súbitamente- todo este enjambre de extranjeros, de curas, de intrigantes de toda clase, que se ha extendido simultáneamente por la superficie de la República para ejecutar, en nombre de la filosofía, un plan de contrarrevolución que sólo ha podido ser detenido por la fuerza de la razón pública? ¡Concepción execrable, digna del genio de las cortes extranjeras, aliadas contra la libertad, y de la corrupción propia de todos los enemigos internos de la República!
Así ocurre que la intriga mezcla siempre a los milagros continuos operados por la virtud de un gran pueblo, la bajeza de sus tramas criminales, una bajeza, ordenada por los tiranos, que la hacen después materia de sus ridículos manifiestos, a fin de mantener al pueblo ignorante en el fango del oprobio y en las cadenas de la esclavitud.
Pero ¿qué mal pueden hacer a la libertad los crímenes de sus enemigos? ¿Acaso el sol, cuando queda oculto por una nube pasajera, deja de ser el astro que anima la naturaleza? ¿Acaso la impura escoria que el océano arroja sobre sus propias orillas le hacen menos grandioso?
En manos pérfidas, todo remedio a nuestros males se convierte en veneno: y así, todo aquello que podáis hacer, todo aquello que podáis decir, se volverá contra vosotros por su causa: incluso las verdades que acabamos de desarrollar.
Así, por ejemplo, después de haber diseminado por todas partes el germen de la guerra civil con el violento ataque a los principios religiosos, intentaron armar el fanatismo y la aristocracia con las mismas medidas que la sana política os ha aconsejado usar en favor de la libertad de cultos.
Si hubieseis dejado libre curso a la conspiración, ésta habría producido -antes o después- una reacción terrible y universal. Y si la hubieseis detenido, todavía hubieran tratado de sacar provecho de ello, difundiendo que protegéis a los curas y a los moderados. No debéis, pues, maravillaros si los autores de este sistema son los propios curas, precisamente los que han confesado más osadamente su charlatanería.
Si los patriotas -guiados por un celo puro pero irreflexivo- hubiesen sido las víctimas de sus intrigas, ellos lanzarían todas sus censuras sobre los patriotas; porque el primer punto de su maquiavélica doctrina es el de perder a la República perdiendo a los republicanos, así como se somete a un país destruyendo el ejército que lo defiende.
Podremos apreciar, de esta manera, uno de sus principios predilectos: considerar a los hombres como si no fuesen nada. Una máxima de origen monárquico, que significa que debemos entregarles todos los amigos de la libertad.
Hay que observar que el destino de los hombres que sólo buscan el bien público es el de ser víctimas de los que sólo buscan su propio bien. Esto tiene su origen en dos causas: la primera es que los intrigantes atacan con todos los vicios del viejo régimen; la segunda que los patriotas sólo se defienden con las virtudes del nuevo.
Tal situación interna debe pareceros digna de toda vuestra atención, sobre todo si reflexionáis que debéis combatir al mismo tiempo a los tiranos de Europa -es decir, un millón doscientos mil hombres armados que hay que mantener-, y que el gobierno está obligado a reparar constantemente, a fuerza de energía y de vigilancia, todos los males que la infinita multitud de nuestros enemigos nos han inflingido en el curso de cinco años.
¿Cuál es el remedio para todos estos males? No conocemos más que el desarrollo de la fuerza general de la República, que es la virtud. La democracia perece a causa de dos excesos: la actitud aristocrática de los que gobiernan; o bien, el desprecio del pueblo por la autoridad que él mismo ha constituido, desprecio que hace que cada camarilla y cada individuo atraiga hacia sí el poder público, y conduzca al pueblo, a través de los excesos del desorden, hacia el aniquilamiento, o bien hacia el poder de una sola persona.
La empresa combinada de los moderados y de los falsos revolucionarios consiste en agitarse perpetuamente entre estos dos escollos.
Pero los representantes del pueblo tienen la posibilidad de evitarlos: porque el gobierno es siempre dueño de ser justo y sabio; y cuando posee estas características, está seguro de la confianza del pueblo. Es cierto que el objetivo de todos nuestros enemigos consiste en disolver la Convención; es cierto, también, que el tirano de Gran Bretaña y sus aliados prometen a sus parlamentos y a sus súbditos arrebataros vuestra energía y la confianza popular que os ha merecido: tal es la primera instrucción que se ha dado a todos sus agentes.
Existe una verdad que debe considerarse obvia en política: un gran cuerpo investido con la confianza de un gran pueblo sólo puede perderse por sí mismo.
Vuestros enemigos no lo ignoran, así pues, no dudéis que ellos se dedican especialmente a resucitar entre vosotros todas las pasiones que puedan secundar sus siniestros planes.
¿Qué podrían contra la representación nacional si no llegasen a sorprenderla en algunos actos políticamente inoportunos que puedan servir de pretexto para sus criminales protestas?
Deben, pues, desear dos categorías de emisarios: unos, que tratarán de degradar la representación nacional con sus discursos; otros, que, en su seno, se ingeniarán para engañarla a fin de comprometer su gloria y los intereses de la República.
Para atacarla con éxito, sería útil dar comienzo a la guerra civil contra los representantes de los departamentos que se habían hecho dignos de vuestra confianza y contra el Comité de Salud Pública. Y ya han sido atacados de esta manera por hombres que parecían combatir entre sí.
¿Qué mejor cosa podía hacer que paralizar el gobierno de la Convención y quebrantar todas sus fuerzas, precisamente en el momento decisivo para la suerte de la República y de los tiranos? ¡Alejemos de nosotros la idea de que pueda haber en nuestro seno un hombre tan vil como para servir a la causa de los tiranos! ¡Alejemos todavía más el crimen -que no será perdonado- deengañar a la Convención Nacional y de traicionar al pueblo francés con un culpable silencio! Porque existe algo bueno para un pueblo libre: la verdad -que es el azote de los déspotas-, es siempre su fuerza y su salvación.
Ahora bien, es cierto que todavía existe un peligro para nuestra libertad, el único peligro serio -quizá- que le queda por correr. Este peligro es un plan -que en verdad ha existido- de reunir a todos los enemigos de la República, resucitando el espíritu partidista; un plan de perseguir a los patriotas, de desmoralizar, de arruinar a todos los representantes fieles al gobierno republicano, de hacer que falten las partes más esenciales del servicio público. Se ha querido engañar a la Convención Nacional acerca de los hombres y de las cosas; se ha querido engañarla acerca de las causas de los abusos que se han exagerado con el fin de hacerlos irremediables; se ha intentado llenarla de falsos temores para desviarla o para paralizarla; se pretende dividirla. Se ha intentado, sobre todo, dividir a los representantes enviados a los departamentos y al Comité de Salud Pública; se ha querido inducir a los primeros a contrariar las medidas de la autoridad central para crear el desorden y la confusión; se ha querido irritarlos, a su regreso, con el fin de convertirlos, sin que se dieran cuenta, en instrumentos de una confabulación. Los extranjeros aprovechan todas las pasiones individuales y consiguen simular un patriotismo abusado.
Al principio decidieron ir derechos al objetivo, calumniando al Comité de Salud Pública: esperaban que dicho Comité se hundiese bajo el peso de sus penosas funciones.
Pero la victoria y la fortuna del pueblo francés lo impidieron. Después de aquella época decidieron adularlo, paralizándolo y destruyendo el fruto de sus trabajos.
Todas estas vagas protestas contra los representantes de derecho del Comité; todos los proyectos de producir la desorganización, disfrazados con el nombre de reformas -ya rechazadas por la Convención- y reproducidas hoy con extraña ostentación; toda esta prisa para encomiar a ciertos intrigantes que el Comité de Salud Pública debió alejar; todo este terror inspirado a los buenos ciudadanos; toda esta indulgencia hacia favoritos y conspiradores; todo este sistema de imposturas y de intrigas, cuyo autor principal es un hombre a quien habéis apartado de vuestro seno[7] está dirigido contra la Convención Nacional y tiende a realizar los proyectos de todos los enemigos de Francia.
Después de la época en que este sistema había sido anunciado en los libelos y llevado a cabo en actos públicos, la Aristocracia y la Monarquía empezaron a levantar con insolencia la cabeza, y como consecuencia el patriotismo fue perseguido de nuevo en una parte de la República; después de esta época la autoridad nacional encontró una resistencia desacostumbrada.
Por otra parte, tales ataques indirectos aunque no hubiesen tenido más inconveniente que el de dividir la atención y la energía de aquellos que debían cargar con el inmenso peso que les habíais destinado, y de distraerlos -¡demasiado a menudo!- de las grandes empresas de salud pública para que se ocuparan de intrigas peligrosas, podrían ser considerados todavía como una diversión útil a nuestros enemigos.
Pero tranquilicémonos: aquí está el santuario de la verdad, aquí residen los fundadores de la República, los vengadores de la humanidad y los destructores de los tiranos. Aquí, para poder destruir un abuso, basta con indicarlo. En cuanto a ciertos consejos inspirados por el amor propio o por la debilidad de los individuos, nos basta con llamarlos, en nombre de la patria, a la virtud y a la gloria de la Convención Nacional.
Provocamos una solemne discusión sobre todos los objetos de sus inquietudes y acerca de todo lo que puede influir en el camino de la Revolución; conjuramos a la Convención Nacional para que no permita que ningún interés particular y oculto pueda usurpar la preeminencia de la Asamblea y el poder indestructible de la razón.
Nos limitaremos -hoy- a proponeros que consagréis con vuestra formal aprobación las verdades morales y políticas sobre las cuales debe basarse vuestra administración interna y la estabilidad de la República, así como consagrasteis los principios de vuestra conducta con respecto a los pueblos extranjeros. Podréis reunir a todos los buenos ciudadanos alrededor de esos principios, y así quitaréis toda esperanza a los conspiradores. De tal modo aseguraréis vuestro camino y sabréis confundir las intrigas y las calumnias del rey. Honraréis vuestra causa y vuestro carácter a los ojos de todos los pueblos.
Dad al pueblo francés esta nueva prueba de vuestro celo en proteger el patriotismo, de vuestra inflexible justicia hacia los culpables y de vuestra devoción a la causa del pueblo.
Ordenad que los principios de la moral política que acabamos de desarrollar sean proclamados en vuestro nombre dentro y fuera de la República.
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[*] Maximilien de Robespierre (1758-1794) Abogado y político francés Nació en Arras (Francia). Hijo de un abogado que abandonó a la familia para marcharse a América, quedó huérfano de madre a los nueve años. Protegido por el obispo de su ciudad, pudo estudiar como becario en el colegio Luis el Grande de París y en la Escuela de Leyes. Tras graduarse en derecho, regresó a Arras dándose a conocer en los círculos ilustrados. Acérrimo defensor de las teorías sociales de Jean-Jacques Rousseau. Fue diputado de los Estados Generales que se convocaron en mayo de 1789, poco antes de que estallara la Revolución Francesa, y algún tiempo después sirvió en la Asamblea Nacional Constituyente, donde destacó por su brillante oratoria. Presidente del club jacobino, adquirió popularidad como defensor de las reformas democráticas. En agosto de 1792, fue elegido diputado de la Convención Nacional por París. Miembro del grupo de La Montaña, en mayo de 1793 y con el apoyo del pueblo de París consiguió que los girondinos fueran expulsados. En julio, ingresó en el Comité de Salvación Pública y no tardó en hacerse con el control del gobierno ante la falta de oposición. Secundado por el Comité, procedió a eliminar a todos aquéllos que consideraba enemigos de la revolución, tanto extremistas como moderados, con el propósito de restablecer el orden y reducir el peligro de una invasión exterior. Esta política creó el llamado Reinado del Terror. El 27 de julio de 1794 se le prohibió dirigirse a la Convención Nacional quedando bajo arresto, y el 28 de julio pasó por la guillotina junto con sus más próximos colaboradores, Louis Saint-Just, Georges Couthon y diecinueve de sus seguidores.
[1] El título completo de este discurso del 18 lluvioso, año II (5 de febrero de 1794), presentado en la sesión del 17 lluvioso, es: Sobre los principios de moral política que deben guiar a la Convención Nacional en la administración interna de la República.
[2] Rey de Esparta del siglo IV, que intentó restaurar las antiguas leyes de Licurgo.
[3] La persona a que se refiere es probablemente Danton.
[4] Se trata de Cloots.
[5] E1 ataque está dirigido contra Hébert y su propaganda de descristianización.
[6] El acusador del Tribunal Penal de Estrasburgo, a quien Robespierre se refiere, es Schneider.
[7] Se alude a Fabre d'Eglantine, cuya facción ya había sido acusada en la Convención Nacional