Escrito: 1762
Publicado por primera vez: en frances, en la ciudad de Amsterdan
Fuente de esta edicion: omegalfa.es
Html: Rodrigo Cisterna, Marzo de 2015.
Portada de la obra, El Contrato social en frances.
Me he propuesto buscar si puede existir en el orden civil alguna regla de administración legítima y segura, considerando los hombres como son en sí y las leyes como pueden ser. En este examen procuraré unir siempre lo que permite el derecho con lo que dicta el interés, á fin de que no estén separadas la utilidad y la justicia.
Empiezo á desempeñar mi objeto sin probar la importancia de semejante asunto. Se me preguntará si soy acaso príncipe ó legislador para escribir sobre política. Contestaré que no, y que este es el motivo porque escribo sobre este punto. Si fuese príncipe ó legislador, no perdería el tiempo en decir lo que es conveniente hacer; lo haría, ó callaría.
Siendo por nacimiento ciudadano de un [4] estado libre y miembro del soberano, por poca influencia que mi voz pueda tener en los negocios públicos me basta el derecho que tengo de votar para imponerme el deber de enterarme de ellos: mil veces dichoso, pues siempre que medito sobre los gobiernos, hallo en mis investigaciónes nuevos motivos para amar el de mi país!
El hombre ha nacido libre, y en todas partes se halla entre cadenas. Créese alguno señor de los demás sin dejar por esto de ser más esclavo que ellos mismos. Como ha tenido efecto esta mudanza? Lo ignoro. Que cosas pueden legitimarla? Me parece que podré resolver esta cuestión.
Si no considero más que la fuerza y el efecto que produce, diré: mientras que un pueblo se ve forzado á obedecer, hace bien, si obedece; tan pronto como puede sacudir el yugo, si lo sacude, obra mucho mejor; pues recobrando su libertad por el mismo derecho con que se la han quitado, ó tiene motivos para recuperarla, ó no tenían ninguno para privarle de ella los que tal hicieron. Pero el orden social es un derecho sagrado que sirve de base á todos los demás. Este derecho, sin embargo, no viene de la naturaleza; luego se funda en convenciónes. Trátase pues de saber [5] qué convenciónes son estas. Más antes de llegar á este punto, será menester que funde lo que acabo de enunciar.
La sociedad más antigua de todas, y la única natural, es la de una familia; y aun en esta sociedad los hijos solo perseveran unidos á su padre todo el tiempo que le necesitan para su conservación. Desde el momento en que cesa esta necesidad, el vínculo natural se disuelve. Los hijos, libres de la obediencia que debían al padre, y el padre, exento de los cuidados que debía á los hijos, recobran igualmente su independencia. Si continúan unidos, ya no es naturalmente, sino por su voluntad; y la familia misma no se mantiene sino por convención. Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su principal deber es procurar su propia conservación, sus principales cuidados los que se debe á sí mismo; y luego que está en estado de razón, siendo él solo el juez de los medios propios para conservarse, llega á ser por este motivo su propio dueño.
Es pues la familia, si así se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, y el pueblo es la imagen de los hijos; y habiendo nacido todos [6] iguales y libres, solo enajenan su libertad por su utilidad misma. Toda la diferencia consiste en que en una familia el amor del padre hacia sus hijos le paga el cuidado que de ellos ha tenido; y en el estado, el gusto de mandar suple el amor que el jefe no tiene á sus pueblos. Grocio niega que todo poder humano se haya establecido en favor de los gobernados, y pone por ejemplo la esclavitud. La manera de discurrir, que más constantemente usa, consiste en establecer el derecho por el hecho. (1) Bien podría emplearse un método más consecuente, pero no se hallaría uno que fuese más favorable á los tiranos. Dudoso es pues, según Grocio, si el género humano pertenece á un centenar de hombres, ó si este centenar de hombres pertenecen al género humano; y según se deduce de todo su libro, él se inclina á lo primero: del mismo parecer es Hobbes. De este modo tenemos el género humano dividido en hatos de ganado, cada uno con su jefe, que le guarda para devorarle.
Así como un pastor de ganado es de una [7] naturaleza superior á la de su rebaño, así también los pastores de hombres, que son sus jefes, son de una naturaleza superior á la de sus pueblos. Así discurría, según cuenta Filon, el emperador Calígula, deduciendo con bastante razón de esta analogía que los reyes eran dioses, ó que los pueblos se componían de bestias.
Este argumento de Calígula se da las manos con el de Hobbes y con el de Grocio. Aristóteles había dicho antes que ellos que los hombres no son naturalmente iguales, sino que los unos nacen para la esclavitud y los otros para la dominación.
No dejaba de tener razón; pero tomaba el efecto por la causa. Todo hombre nacido en la esclavitud, nace para la esclavitud; nada más cierto. Viviendo entre cadenas los esclavos lo pierden todo, hasta el deseo de librarse de ellas; quieren su servidumbre como los compañeros de Ulises querían su brutalidad (2) . Luego solo hay esclavos por naturaleza, porque los ha habido contra ella. La fuerza ha hecho los primeros esclavos, su cobardía los ha perpetuado.
Nada he dicho del rey Adán ni del emperador Noé, padre de los tres grandes monarcas que se dividieron el universo, como hicieron los hijos de Saturno, á quienes se ha creido reconocer en ellos. Espero que se me tenga á bien esta moderación; pues descendiendo [8] directamente de unos de estos príncipes, y quizás de la rama primogénita, quien sabe si, hecha la comprobación de los títulos, me encontraría legítimo rey del género humano? Sea lo que fuere, no se puede dejar de confesar que Adán fue soberano del mundo, como Robinson de su isla, mientras que le habitó solo; y lo que tenia de cómodo este imperio era que el monarca, seguro sobre su trono, no tenia que temer ni rebeliones, ni guerras, ni conspiraciónes.
El más fuerte nunca lo es bastante para dominar siempre, sino muda su fuerza en derecho y la obediencia en obligación. De aquí viene el derecho del más fuerte; derecho que al parecer se toma irónicamente, pero que en realidad está erigido en principio. ¿Habrá empero quien nos explique que significa esta palabra? La fuerza no es más que un poder físico; y no sé concebir que moralidad pueda resultar de sus efectos. Ceder á la fuerza es un acto de necesidad y no de voluntad; cuando más es un acto de prudencia. En que sentido pues se considerará como derecho?
Supongamos por un momento este pretendido derecho. Tendremos que solo resultará de él una confusión inexplicable; pues admitiendo que la fuerza es la que constituye el derecho, el efecto muda mudando su causa: cualquiera [9] fuerza que supera á la anterior sucede al derecho de esta. Luego que impunemente se puede desobedecer, se hace legítimamente: y teniendo siempre razón el más fuerte, solo se trata de hacer de modo que uno llegue á serlo. Según esto, en que consiste un derecho que se acaba cuando la fuerza cesa? Si se ha de obedecer por fuerza, no hay necesidad de obedecer por deber; y cuando á uno no le pueden forzar á obedecer, ya no está obligado á hacerlo. Se ve pues que esta palabra derecho nada añade á la fuerza, ni tiene aquí significación alguna. Obedeced al poder. Si esto quiere decir, ceded á la fuerza, el precepto es bueno, aunque del todo inútil; yo fiador que no será violado jamás. Todo poder viene de Díos, es verdad: también vienen de él las enfermedades; se dice por esto que esté prohibido llamar al médico? Si un bandido me sorprende en medio de un bosque, ¿se pretenderá acaso que no solo le dé por fuerza mi bolsillo, sino que, aun cuando pueda ocultarlo y quedarme con él, esté obligado en conciencia á dárselo? pues al cabo la pistola que el ladrón tiene en la mano no deja de ser también un poder.
Convengamos pues en que la fuerza no constituye derecho, y en que solo hay obligación de obedecer á los poderes legítimos. De este modo volvemos siempre á mi primera cuestión. [10]
Ya que por naturaleza nadie tiene autoridad sobre sus semejantes y que la fuerza no produce ningún derecho, solo quedan las convenciónes por base de toda autoridad legítima entre los hombres.
Si un particular, dice Grocio, puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de un dueño, porqué todo un pueblo no ha de poder enajenar la suya y hacerse súbdito de un rey? Hay en esta pregunta muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; pero atengámonos á la palabra enajenar. Enajenar es dar ó vender. Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro, no se da á este; se vende á lo menos por su subsistencia: pero con que objeto un pueblo se vendería á un rey? Lejos este de procurar la subsistencia á sus súbditos, saca la suya de ellos, y según Rabelais no es poco lo que un rey necesita para vivir. Será que los súbditos den su persona con condición de que se les quiten sus bienes? Que les quedará después por conservar?
Se me dirá que el déspota asegura á sus súbditos la tranquilidad civil. Bien está; pero ¿que ganan los súbditos en esto, si las guerras que les atrae la ambición de su señor, si la insaciable codicia de este, si las vejaciónes del ministerio que les nombra, les causan más [11] desastres de los que experimentarían abandonados á sus disensiones? Que ganan en esto, si la misma tranquilidad es una de sus desdichas? también hay tranquilidad en los calabozos: es esto bastante para hacer su mansión agradable? Tranquilos vivían los griegos encerrados en la caverna del Cíclope aguardando que les llegara la vez para ser devorados. Decir que un hombre se da gratuitamente, es decir un absurdo incomprehensible; un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que el que lo hace no está en su cabal sentido. Decir lo mismo de todo un pueblo, es suponer un pueblo de locos: la locura no constituye derecho.
Aun cuando el hombre pudiese enajenarse á sí mismo, no puede enajenar á sus hijos, estos nacen hombres y libres; su libertad les pertenece; nadie más puede disponer de ella. Antes que tengan uso de razón, puede el padre, en nombre de los hijos, estipular aquellas condiciónes que tenga por fin la conservación y bienestar de los mismos; pero no darlos irrevocablemente y sin condiciónes, pues semejante donación es contraría á los fines de la naturaleza y traspasa los límites de los derechos paternos. Luego para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, seria preciso que el pueblo fuese en cada generación dueño de admitirle ó de desecharle á su antojo; más entonces este gobierno ya dejaría de ser arbitrario.
Renunciar á la libertad es renunciar á la [12] calidad de hombre, á los derechos de la humanidad y á sus mismos deberes. No hay indemnización posible para el que renuncia á todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre; y quitar toda clase de libertad á su voluntad, es quitar toda moralidad á sus acciónes. Por último es una convención vana y contradictoria la que consiste en estipular por una parte una autoridad absoluta, y por la otra una obediencia sin límites. ¿No es evidente que á nada se está obligado con respecto á aquel de quien puede exigirse todo? Y esta sola condición sin equivalente, sin cambio, ¿no lleva consigo la nulidad del acto? Por qué, que derecho tendrá contra mí un esclavo mío, siendo así que todo lo que tiene me pertenece, y que siendo mío su derecho, este derecho mío contra mí mismo es una palabra que carece de sentido? Grocio y los demás deducen de la guerra otro origen del pretendido derecho de esclavitud. Según ellos, teniendo el vencedor el derecho de matar al vencido, puede este rescatar su vida á costa de su libertad; convención tanto más legítima cuanto se convierte en utilidad de ambos.
Pero es evidente que este pretendido derecho de matar al vencido de ningún modo proviene del estado de guerra. Por cuanto los hombres, viviendo en su primitiva independencia, no tienen entre sí una relación bastante continua para constituir ni el estado de paz, ni el estado de guerra; por la misma razón [13] no son enemigos por naturaleza. La relación de las cosas y no la de los hombres es la que constituye la guerra; y no pudiendo nacer este estado de simples relaciónes personales, sino de relaciónes reales, la guerra de particulares ó de hombre á hombre no puede existir, ni en el estado natural, en el cual no hay propiedad constante, ni en el estado social, en el cual todo está bajo la autoridad de las leyes.
Los combates particulares, los desafíos, las luchas son actos, que no constituyen un estado: y por lo que mira á las guerras entre particulares, autorizadas por las instituciónes de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, no son sino abusos del gobierno feudal, sistema absurdo como el que más, contrario á los principios del derecho natural y á toda buena política.
Luego la guerra no es una relación de hombre á hombre, sino de estado á estado, en la cual los particulares son enemigos solo accidentalmente, no como á hombres ni como á ciudadanos (3) , sino como á soldados: no [14] como á miembros de la patria, sino como á sus defensores. Por último un estado solo puede tener por enemigo á otro estado, y no á los hombres, en atención á que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna verdadera relación.
No es menos conforme este principio con las máximás establecidas en todos los tiempos y con la práctica constante de todos los pueblos cultos. Una declaración de guerra no es tanto una advertencia á las potencias, como á sus súbditos. El extranjero, bien sea rey, bien sea particular, bien sea pueblo, que roba, mata ó prende á un súbdito sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo; es un salteador. Hasta en medio de la guerra, el príncipe que es justo se apodera en país enemigo de todo lo perteneciente al público; pero respeta la persona y los bienes de los particulares; respeta unos derechos, sobre los cuales se fundan los suyos. Siendo el fin de la guerra la destrucción del estado enemigo, existe el derecho de matar á sus defensores mientras [15] que tienen las armás en la mano; pero luego que las dejan y se rinden, dejando de ser enemigos ó instrumentos del enemigo, vuelven de nuevo á ser solamente hombres; cesa pues entonces el derecho de quitarles la vida. Á veces se puede acabar con un estado sin matar á uno solo de sus miembros, y la guerra no da ningún derecho que no sea indispensable para su fin. Estos principios no son los de Grocio, no se apoyan en autoridades de poetas sino que derivan de la naturaleza de las cosas y se fundan en la razón.
En cuanto al derecho de conquista, no tiene más fundamento que el derecho del más fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de degollar á los pueblos vencidos; este derecho, que no tiene, no puede establecer el de esclavizarlos. No hay derecho para matar al enemigo sino en el caso de no poderle hacer esclavo: luego el derecho de hacerle esclavo no viene del derecho de matarle; luego es un cambio inicuo hacerle comprar á costa de su libertad una vida sobre la cual nadie tiene derecho. Fundar el derecho de vida y de muerte en el derecho de esclavitud y el derecho de esclavitud en el de vida y de muerte, no es caer en un círculo vicioso?
Aun suponiendo el terrible derecho de matarlo todo, un hombre hecho esclavo en la guerra ó un pueblo conquistado, solo está obligado á obedecer á su señor mientras que este pueda precisarle á ello á la fuerza. Tomando un equivalente á su vida, el vencedor no le ha [16] hecho merced de ella; en vez de matarle sin ningún fruto, le ha matado utilmente. Lejos pues de haber adquirido sobre él alguna autoridad unida á la fuerza, el estado de guerra subsiste entre los dos como antes, la relación misma que hay entre los dos es un efecto de este estado; y el uso del derecho de la guerra no supone ningún tratado de paz. Han hecho una convención, está bien; pero esta convención, lejos de destruir el estado de guerra supone que este continúa.
Así pues, de cualquier modo que las cosas se consideren, el derecho de esclavitud es nulo, no solo porque es ilegítimo, si que también porque es absurdo y porque nada significa. Las dos palabras esclavitud y derecho son contradictorias y se excluyen mutuamente. Bien sea de hombre á hombre, bien sea de hombre á pueblo, siempre será igualmente descabellado este discurso: hago contigo una convención, cuyo gravamen es todo tuyo, y mío todo el provecho; convención, que observaré mientras me diere la gana y que tú observarás mientras me diere la gana.
Aun cuando diésemos por sentado cuanto he refutado hasta aquí, no por eso estarían más adelantados los factores del despotismo. [17] Siempre habrá una diferencia no pequeña entre sujetar una muchedumbre y gobernar una sociedad. Si muchos hombres dispersos se someten sucesivamente á uno solo; por numerosos que sean, solo veo en ellos á un dueño y á sus esclavos, y no á un pueblo y á su jefe: será, si así se quiere, una agregación, pero no una asociación; no hay allí bien público ni cuerpo político. Por más que este hombre sujete á la mitad del mundo, nunca pasa de ser un particular; su interés, separado del de los demás, siempre es un interés privado. Si llega á perecer, su imperio queda después de su muerte diseminado y sin vínculo que lo conserve, á la manera con que una encina se deshace y se reduce á un montón de cenizas después que el fuego la ha consumido.
Un pueblo, dice Grocio, puede darse á un rey: luego, según él mismo, un pueblo es pueblo antes de darse á un rey. Esta misma donación es un acto civil, que supone una deliberación pública: antes pues de examinar el acto por el cual un pueblo elige un rey, seria conveniente examinar el acto por el cual un pueblo es pueblo; pues siendo este acto por necesidad anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.
En efecto, sino existiese una convención anterior, porque motivo, á menos de ser la elección unánime, tendría obligación la minoría de sujetarse al elegido por la mayoría? Y porque razón ciento que quieren tener un señor, tienen el derecho de votar por diez que [18] no quieren ninguno? La misma ley de la pluralidad de votos se halla establecida por convención y supone, una vez á lo menos, la unanimidad.
Supongamos que los hombres hayan llegado á un punto tal, que los obstáculos que dañan á su conservación en el estado de la naturaleza, superen por su resistencia las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en este estado. En tal caso su primitivo estado no puede durar más tiempo, y perecería el género humano sino varíase su modo de existir.
Más como los hombres no pueden crear por sí solos nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que ya existen, solo les queda un medio para conservarse, y consiste en formar por agregación una suma de fuerzas capaz de vencer la resistencia, poner en movimiento estas fuerzas por medio de un solo móvil y hacerlas obrar de acuerdo.
Esta suma de fuerzas solo puede nacer del concurso de muchas separadas; pero como la fuerza y la libertad de cada individuo son los principales instrumentos de su conservación, ¿qué medio encontrará para obligarlas sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe á sí mismo? Esta dificultad, [19] reducida á mi objeto, puede expresarse en estos términos: "Encontrar una forma de asociación capaz de defender y proteger con toda la fuerza común la persona y bienes de cada uno de los asociados, pero de modo que cada uno de estos, uniéndose á todos, solo obedezca á sí mismo, y quede tan libre como antes." Este es el problema fundamental, cuya solución se encuentra en el contrato social. Las cláusulas de este contrato están determinadas por la naturaleza del acto de tal suerte, que la menor modificación las haría vanas y de ningún efecto, de modo que aun cuando quizás nunca han sido expresadas formalmente, en todas partes son las mismás, en todas están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, por la violación del pacto social, recobre cada cual sus primitivos derechos y su natural libertad, perdiendo la libertad convenciónal por la cual renunciara á aquella.
Todas estas cláusulas bien entendidas se reducen á una sola, á saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos hecha á favor del común: porque en primer lugar, dándose cada uno en todas sus partes, la condición es la misma para todos; siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa á los demás. Á más de esto, haciendo cada cual la enajenación sin reservarse nada; la unión es tan perfecta como puede serlo, sin que ningún socio pueda reclamar; pues si quedasen algunos [20] derechos á los particulares, como no existiría un superior común que pudiese fallar entre ellos y el público, siendo cada uno su propio juez en algún punto, bien pronto pretendería serlo en todos; subsistiría el estado de la naturaleza, y la asociación llegaría á ser precisamente tiránica ó inútil.
En fin, dándose cada cual á todos, no se da á nadie en particular; y como no hay socio alguno sobre quien no se adquiera el mismo derecho que uno le cede sobre sí, se gana en este cambio el equivalente de todo lo que uno pierde, y una fuerza mayor para conservar lo que uno tiene.
Si quitamos pues del pacto social lo que no es de su esencia, veremos que se reduce á estos términos: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; recibiendo también á cada miembro como parte indivisible del todo.
En el mismo momento, en vez de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como voces tiene la asamblea; cuyo cuerpo recibe del mismo acto su unidad, su ser común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que de este modo es un producto de la unión de todas las otras, tomaba antiguamente el nombre de Civitas (4) , y ahora el de República [21] ó de cuerpo político, al cual sus miembros llaman estado cuando es pAsívo, soberano cuando es activo, y potencia comparándole con sus semejantes. Por lo que mira á los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo y en particular se llaman ciudadanos, como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, como sometidos á las leyes del estado. Pero estas voces se confunden á menudo y se toma [22] la una por la otra; basta que sepamos distinguirlas cuando se usan en toda su precisión.
Por esta fórmula se ve que el acto de asociación encierra una obligación recíproca del público para con los particulares, y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo está obligado bajo dos respectos, á saber, como miembro del soberano hacia los particulares, y como miembro del estado hacia el soberano. Sin que pueda tener aquí aplicación la máxima del derecho civil de que nadie está obligado á cumplir lo que se ha prometido á si mismo; pues hay mucha diferencia entre obligarse uno hacia sí mismo y obligarse hacia un todo del cual uno forma parte.
También debe advertirse que la deliberación pública, que puede obligar á todos los súbditos hacia el soberano, á causa de los diversos respectos bajo los cuales cada uno de ellos es considerado, no puede, por la razón contraría, obligar al soberano hacia sí mismo, y que por consiguiente es contra la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir. No pudiendo ser considerado sino bajo un solo y único respecto, está en el caso de un particular que contrata consigo mismo: por lo tanto se ve claramente que no hay ni puede haber [23] ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni aun el mismo contrato social. No quiere decir esto que semejante cuerpo político no se pueda obligar hacia otro diferente en aquellas cosas que no derogan el contrato; pues con respecto al extranjero, no es más que un ser simple, un individuo.
Pero el cuerpo político ó el soberano, como que reciben su ser de la santidad del contrato, jamás pueden obligarse, ni aun con respecto á otro, á cosa alguna que derogue este primitivo acto, como seria enajenar alguna porción de sí mismo, ó someterse á otro soberano. Violar el acto en virtud del cual existe seria anonadarse; y la nada no produce ningún efecto.
Desde el instante en que esta muchedumbre se halla reunida en un cuerpo, no es posible agraviar á uno de sus miembros sin atacar el cuerpo, ni mucho menos agraviar á este sin que los miembros se resientan. De este modo el deber y el interés obligan por igual á las dos partes contratantes á ayudarse mutuamente, y los hombres mismos deben procurar reunir bajo este doble aspecto todas las ventajas que produce.
Componiéndose pues el soberano de particulares, no tiene ni puede tener algún interés contrario al de estos; por consiguiente el poder soberano no tiene necesidad de ofrecer garantías á los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar á sus miembros, [24] y más adelante veremos que tampoco puede dañar á nadie en particular. El soberano, en el mero hecho de existir, es siempre todo lo que debe ser.
Más no puede decirse lo mismo de los súbditos con respecto al soberano, á quien, no obstante el interés común, nadie respondería de los empeños contraídos por aquellos, sino encontrase los medios de estar seguro de su fidelidad.
En efecto, puede cada individuo, como hombre, tener una voluntad particular contraría ó diferente de la voluntad general que como ciudadano tiene; su interés particular puede hablarle muy al revés del interés común; su existencia aislada y naturalmente independiente puede hacerle mirar lo que debe á la causa pública como una contribución gratuita, cuya pérdida seria menos perjudicial á los demás de lo que le es onerosa su prestación; y considerando la persona moral que constituye el estado como un ente de razón, por lo mismo que no es un hombre, disfrutaría así de los derechos de ciudadano sin cumplir con los deberes de súbdito; injusticia, que sí progresase, causaría la ruina del cuerpo político. A fin pues de que el pacto social no sea un formulario inútil, encierra tácitamente la obligación, única que puede dar fuerza á las demás, de que al que rehúse obedecer á la voluntad general, se le obligará á ello por todo el cuerpo: lo que no significa nada más sino que se le obligará á ser libre; pues esta [25] y no otra es la condición por la cual, entregándose cada ciudadano á su patria, se libra de toda dependencia personal; condición que produce el artificio y el juego de la máquina política, y que es la única que legitima las obligaciónes civiles; las cuales sin esto, serian absurdas, tiránicas y sujetas á los más enormes abusos.
Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, sustituyendo en su conducta la justicia al instinto y dando á sus acciónes la moralidad que antes les faltaba. Solo entonces es cuando sucediendo la voz del deber al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre que hasta aquel momento solo se mirara á sí mismo, se ve precisado á obrar según otros principios y á consultar con su razón antes de escuchar sus inclinaciónes. Aunque en este estado se halle privado de muchas ventajas que le da la naturaleza, adquiere por otro lado algunas tan grandes, sus facultades se ejercen y se desarrollan, sus ideas se ensanchan, se ennoblecen sus sentimientos, toda su alma se eleva hasta tal punto, que si los abusos de esta nueva condición no le degradasen á menudo haciéndola inferior á aquella de que saliera, debería bendecir sin cesar el dichoso [26] instante en que la abrazó para siempre, y en que de un animal estúpido y limitado que era, se hizo un ser inteligente y un hombre.
Reduzcamos toda esta balanza á términos fáciles de comparar. Lo que el hombre pierde por el contrato social, es su libertad natural y un derecho ilimitado á todo lo que intenta y que puede alcanzar; lo que gana, es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no engañarse en estas compensaciónes se ha de distinguir la libertad natural, que no reconoce más límites que las fuerzas del individuo, de la libertad civil que se halla limitada por la voluntad general; y la posesión, pues es solo el efecto de la fuerza, ó sea, el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no se puede fundar sino en un título positivo. Además de todo esto, se podría añadir á la adquisición del estado civil la libertad moral, que es la única que hace al hombre verdaderamente dueño de sí mismo; pues el impulso del solo apetito es esclavitud, y la obediencia á la ley que uno se ha impuesto es libertad. Pero demásiado he hablado sobre este artículo, y el sentido filosófico de la palabra libertad no pertenece al objeto que me he propuesto.
En el mismo momento en que se forma el [27] cuerpo político, cada uno de sus miembros se da á él, tal como á la sazón se encuentra: da pues al común tanto su persona, como todas sus fuerzas, de las cuales son parte los bienes que posee. No quiere decir esto que por semejante acto la posesión mude de naturaleza pasando á otras manos, y se convierta en propiedad en las del soberano; sino que como las fuerzas del cuerpo político son sin comparación mayores que las de un particular, la posesión pública es también de hecho más fuerte y más irrevocable, sin ser más legítima, á lo menos con respecto á los extranjeros; pues el estado, con respecto á sus miembros, es dueño de todos los bienes de estos por el contrato social, que sirve en el estado de base á todos los derechos; pero con respecto á las demás potencias solo lo es por el derecho del primer ocupante, que recibe de los particulares.
El derecho del primer ocupante, aunque más real que el del más fuerte, no llega á ser un verdadero derecho sino después de establecido el de propiedad. Cualquier hombre tiene naturalmente derecho á todo lo que necesita; pero el acto positivo que le hace propietario de algunos bienes, le excluye de todo el resto. Hecha ya su parte, debe limitarse á ella y no le queda ningún derecho contra el común. He aquí porque el derecho del primer ocupante, tan débil en el estado natural, es tan respetable para todo hombre civil. Acatando este derecho no tanto respetamos lo que es de otros, como lo que no es nuestro. [28]
Generalmente hablando, para autorizar el derecho del primer ocupante sobre un terreno cualquiera, se necesitan las condiciónes siguientes: primeramente, que nadie le habite aun; en segúndo lugar, que se ocupe tan solo la cantidad necesaría para subsistir; y en tercer lugar, que se tome posesión de él, no por medio de una vana ceremonia, sino con el trabajo y el cultivo, únicas señales de propiedad, que á falta de títulos jurídicos deben ser respetadas de los demás.
En efecto, conceder á la necesidad y al trabajo el derecho del primer ocupante, no es darle toda la extensión posible? Acaso no se han de poner límites á este derecho? Bastará entrar en un terreno común para pretender desde luego su dominio? Bastará tener la fuerza necesaría para arrojar de él por un momento á los demás hombres, para quitarles el derecho de volver allí? Como puede un hombre ó un pueblo apoderarse de una inmensa porción de terreno y privar de ella á todo el género humano sin cometer una usurpación digna de castigo, puesto que quita al resto de los hombres la morada y los alimentos que la naturaleza les da en común? Cuando Nuñez Bilbao desde la costa tomaba posesión del mar del Sud y de toda la América meridional en nombre de la corona de Castilla, ¿era esto bastante para desposeer á todos los habitantes y excluir á todos los príncipes del mundo? De este modo estas ceremonias se multiplicaban inútilmente; y S. M. Católica podía de una [29] vez desde su gabinete tomar posesión de todo el universo, pero quitando en seguida de su imperio lo que antes poseyesen los demás príncipes.
Se concibe fácilmente de que modo las tierras de los particulares reunidas y contiguas se hacen territorio público; y de que modo el derecho de soberanía, extendiéndose de los súbditos al terreno que ocupan, llega á ser á la vez real y personal, y esto pone á los poseedores en mayor dependencia y hasta hace que sus propias fuerzas sean garantes de su fidelidad; ventaja que al parecer no conocieron los antiguos monarcas, que llamándose tan solo reyes de los Persas, de los Escitas, de los Macedonios, parecía que se consideraban más bien como jefes de los hombres que como dueños del país. Los actuales reyes se llaman con mayor habilidad reyes de Francia (5) , de España, de Inglaterra, &c. Dueños por este medio del terreno, están seguros de serlo de los habitantes.
Lo que hay de singular en esta enajenación es que, aceptando el común los bienes de los particulares, está tan lejos de despojarlos de ellos que aun les asegura su legítima posesión, muda la usurpación en un verdadero derecho, y el goce en propiedad. Considerados entonces los poseedores como depositarios del bien público, siendo sus derechos respetados de todos los miembros del estado, [30] y sostenidos con todas las fuerzas de este contra el extranjero por una cesión ventajosa para el público, y más ventajosa aun para los particulares, han adquirido, por decirlo así, todo lo que han dado; paradoja que se explica fácilmente distinguiendo los derechos que el soberano y el propietario tienen sobre una misma cosa, como se verá más adelante.
También puede suceder que empiecen á juntarse los hombres antes de poseer algo, y que apoderándose en seguida de un terreno suficiente para todos, disfruten de él en común, ó se lo partan entre sí, ya sea igualmente, ya según la proporción que establezca el soberano. Pero de cualquiera manera que se haga esta adquisición, siempre el derecho que tiene cada particular sobre su propio fundo está subordinado al derecho que el común tiene sobre todos; sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social, ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía.
Concluiré este capítulo y este libro con una observación que ha de servir de base á todo el sistema social; y es que en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye al contrario una igualdad moral y legítima á la desigualdad física que la naturaleza pudo haber establecido entre los hombres, quienes pudiendo ser desiguales en fuerza ó en talento, se hacen iguales por convención y por derecho. (6) [31]
La primera y más importante consecuencia de los principios hasta aquí establecidos es que solo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del estado según el fin de su institución, que es el bien común; pues si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, la conformidad de estos mismos intereses le ha hecho posible. Lo que hay de común entre estos diferentes intereses es lo que forma el vínculo social; y sino hubiese algún punto en el que todos los intereses estuviesen conformes, ninguna sociedad podría existir: luego la sociedad debe ser gobernada únicamente conforme á este interés común. [32]
Digo según esto, que no siendo la soberanía más que el ejercicio de la voluntad general nunca se puede enajenar; y que el soberano, que es un ente colectivo, solo puede estar representado por sí mismo: el poder bien puede transmitirse, pero la voluntad no. En efecto, si bien no es imposible que una voluntad particular convenga en algún punto con la voluntad general, lo es á lo menos que esta conformidad sea duradera y constante; pues la voluntad particular se inclina por su naturaleza á los privilegios, y la voluntad general á la igualdad. Todavía es más imposible tener una garantía de esta conformidad, aun cuando hubiese de durar siempre; ni seria esto un efecto del arte, sino de la casualidad. Bien puede decir el Soberano: actualmente quiero lo que tal hombre quiere ó á lo menos lo que dice querer; pero no puede decir: lo que este hombre querrá mañana, yo también lo querré: pues es muy absurdo que la voluntad se esclavice para lo venidero y no depende de ninguna voluntad el consentir en alguna cosa contraría al bien del mismo ser que quiere. Luego si el pueblo promete simplemente obedecer, por este mismo acto se disuelve y pierde su calidad de pueblo; apenas hay un señor, ya no hay soberano, y desde luego se halla destruido el cuerpo político.
No es esto decir que las órdenes de los jefes no puedan pasar por voluntades generales mientras que el soberano, libre de oponerse á ellas, no lo hace. En este caso el silencio universal [33] hace presumir el consentimiento del pueblo. Pero esto ya se explicará con mayor detención.
Por la misma razón que la soberanía no se puede enajenar, tampoco se puede dividir; pues ó la voluntad es general, (7) ó no lo es: ó es la voluntad de todo el pueblo, ó tan solo la de una parte. En el primer caso, la declaración de esta voluntad es un acto de soberanía, y hace ley: en el segúndo, no es más que una voluntad particular, ó un acto de magistratura y cuando más un decreto.
Más no pudiendo nuestros políticos dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto: divídenla en fuerza y en voluntad, en poder legislativo y en poder ejecutivo; en derecho de impuestos, de justicia y de guerra, en administración interior y en poder de tratar con el extranjero: tan pronto unen todas estas partes, como las separan. Hacen del soberano un ser quimérico, formado de diversas partes reunidas, lo mismo que si formásen un hombre con varios cuerpos, de los cuales el uno tuviese [34] ojos, el otro brazos, el otro pies, y nada más. Se cuenta que los charlatanes del Japón despedazan un niño en presencia de los espectadores, y arrojando después en el aire todos sus miembros el uno después del otro, hacen caer el niño vivo y unido enteramente. Como estos son á corta diferencia los juegos de manos de nuestros políticos: después de haber desmembrado el cuerpo social, unen sus piezas sin que se sepa como, por medio de un prestigio digno de una feria. Proviene este error de no haberse hecho una noción exacta de la autoridad soberana, y de haber considerado como partes de esta autoridad lo que solo era una derivación de ella. Por ejemplo, se han mirado el acto de declarar la guerra y el de hacer la paz como actos de soberanía; lo que no es así, pues cada uno de estos actos no es una ley, sino una aplicación de ella; es un acto particular que aplica el caso de la ley, como se verá claramente cuando se fije la idea anexa á esta palabra.
Siguiendo de la misma manera las demás divisiones, hallaríamos que se engaña quien crea ver dividida la soberanía; que los derechos que considera ser partes de esta soberanía le están del todo subordinados, y que son solamente ejecutores de voluntades supremás, que por necesidad han de existir con anterioridad á ellos.
No es fácil decir cuanta oscuridad esta falta de exactitud ha producido en las decisiónes [35] de los autores en materias de derecho político, cuando han querido juzgar los derechos respectivos de los reyes y de los pueblos según los principios que habían establecido. Cualquiera puede ver, en los capítulos III y IV del libro primero de Grocio cuanto este sabio y su traductor Barbeirac se enredan y se embarazan con sus sofismás, por temor de hablar demásiado ó de no decir lo bastante según sus miras, y de chocar con los intereses que habían de conciliar. Grocio, refugiado en Francia, descontento de su patria y con ánimo de hacer la corte á Luis XIII, á quien dedicó el libro, no perdona medio para despojar á los pueblos de todos sus derechos y para revestir con ellos á los reyes con toda la habilidad posible. Lo mismo hubiera querido hacer Barbeirac, que dedicaba su traducción á Jorge I, rey de Inglaterra. Pero desgraciadamente la expulsión de Jacobo II, que él llama abdicación, le obligó á ser reservado, á buscar efugios y á tergiversar, para que no se dedujese de su obra que Guillermo era un usurpador. Si estos dos escritores hubiesen adoptado los verdaderos principios, todas las dificultades hubieran desaparecido y no se les podría tachar de inconsecuentes; pero hubieran dicho simplemente la verdad sin adular más que al pueblo. La verdad empero no guía á la fortuna, y el pueblo no da embajadas, ni obispados, ni pensiones. [36]
De lo dicho se infiere que la voluntad general siempre es recta, y siempre se dirige á la utilidad pública; pero de aquí no se sigue que las deliberaciónes del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Queremos siempre nuestra felicidad pero á veces no sabemos conocerla: el pueblo no puede ser corrompido, más se le engaña á menudo, y solo entonces parece querer lo malo.
Hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: esta solo mira al interés común; la otra mira al interés privado, y no es más que una suma de voluntades particulares, pero quítense de estas mismás voluntades el más y el menos, que se destruyen mutuamente, (8) y quedará por suma de las diferencias la voluntad general. Sí, cuando el pueblo suficientemente informado delibera, no tuviesen los ciudadanos ninguna [37] comunicación entre sí, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general, y la deliberación seria siempre buena. Pero cuando se forman facciónes y asociaciónes parciales á expensas de la grande, la voluntad de cada asociación se hace general con respecto á sus miembros, y particular con respecto al estado: se puede decir entonces que ya no hay tantos votos como hombres, sino tantos como asociaciónes.
Las diferencias son en menor número, y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de estas asociaciónes es tan grande que supera á todas las demás, ya no tenemos por resultado una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única; ya no hay entonces voluntad general y el parecer que prevalece no es ya más que un parecer particular.
Conviene pues para obtener la expresión de la voluntad general, que no haya ninguna sociedad parcial en el estado, y que cada ciudadano opine según él solo piensa (9) . Esta fue la única y sublime institución del gran Licurgo. Y en el caso de que haya sociedades parciales, conviene multiplicar su número y [38] prevenir su desigualdad, como hicieron Solon, Numa y Servio. Estas son las únicas precauciónes capaces de hacer que la voluntad general sea siempre ilustrada, y que el pueblo no se engañe.
Si el estado no es más que una persona moral, cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si su cuidado más importante es el de su propia conservación, necesita una fuerza universal y compulsiva para mover y disponer todas las partes del modo más conveniente al todo. así como la naturaleza da á cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, así también el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos; y á este mismo poder, dirigido por la voluntad general se le da, como tengo dicho, el nombre de soberanía.
Pero á más de la persona pública, hemos de considerar á los particulares, que la componen, cuya vida y libertad son naturalmente independientes de aquella. Trátase pues de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y los del soberano (10) , y los deberes [39] que los primeros han de cumplir en calidad de súbditos, del derecho natural de que han de disfrutar en calidad de hombres.
Se confiesa generalmente que la parte de poder, de bienes y de libertad que cada cual enajena por el pacto social, es solamente aquella cuyo uso importa al común; pero es preciso confesar también que solo el soberano puede juzgar esta importancia. Todos los servicios que un ciudadano puede prestar al estado, se los debe luego que el soberano se los pide; pero este por su parte no puede imponer á los súbditos ninguna carga inútil al común; ni aun puede querer esto, pues en el imperio de la razón, del mismo modo que en el imperio de la naturaleza, nada se hace sin motivo.
Las promesas que nos unen al cuerpo social solo son obligatorias porque son mutuas; y son de tal naturaleza que cumpliéndolas, no podemos trabajar para los demás sin que trabajemos también para nosotros mismos. ¿Por qué razón la voluntad general es siempre recta, y por que quieren todos constantemente la dicha de cada uno de ellos, sino porque no hay nadie que deje de apropiarse esta palabra cada uno y que no piense en sí mismo votando por todos? Lo que prueba que la igualdad de derechos y la noción de justicia que esta igualdad produce, derivan de la preferencia que cada cual se da, y por consiguiente de la naturaleza del hombre; que la voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo [40] en su objeto del mismo modo que en su esencia; que debe salir de todos para aplicarse á todos, y que pierde su rectitud natural cuando se inclina á algún objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando lo que nos es ajeno, no tenemos ningún principio de equidad que nos guié.
En efecto, luego que se trata de un hecho particular sobre un punto, que no ha sido determinado por una convención general y anterior, el asunto se hace contencioso: es un proceso en el cual los particulares interesados son una de las partes, y el público la otra, y en el cual no veo ni la ley que se ha de seguir, ni al juez que debe pronunciar. Seria hasta ridículo querer atenerse entonces á una expresa decisión de la voluntad general, que solo puede ser la determinación de una de las partes, y que por consiguiente no es con respecto á la otra más que una voluntad ajena, particular, llevada en esta ocAsíón hasta la injusticia y sujeta á error. Así pues, de la misma manera que una voluntad particular no puede representar la voluntad general; esta muda á su vez de naturaleza, teniendo un objeto particular, y tampoco puede como general pronunciar ni sobre un hombre, ni sobre un hecho. Cuando, por ejemplo, el pueblo de Atenas nombraba ó deponía sus jefes, concedía honores al uno, imponía penas al otro, y por una multitud de decretos particulares ejercía indistintamente todos los actos del gobierno, entonces el pueblo no tenia ya voluntad [41] general propiamente dicha, ya no obraba como soberano, sino como magistrado. Esto parecerá contrario á las ideas comunes; pero es preciso darme tiempo para exponer las mías.
De aquí resulta que lo que generaliza la voluntad no es tanto el número de votos, como el interés común que los une; pues en esta institución cada cual se somete precisamente á las condiciónes que él impone á los demás; unión admirable del interés y de la justicia, que da á las deliberaciónes comunes un carácter de equidad, que se desvanece en la discusión de todo asunto particular, á falta de un interés común que una é identifique la regla del juez con la de la parte.
De cualquier modo que se suba al principio, se encuentra siempre la misma conclusión; á saber, que el pacto social establece entre los ciudadanos tal igualdad, que todos se obligan bajo unas mismás condiciónes y deben disfrutar de unos mismos derechos. Así es que, según la naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, esto es, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga ó favorece igualmente á todos los ciudadanos; de modo que el soberano solo conoce el cuerpo de la nación sin distinguir á ninguno de los que la componen. Que cosa es pues con propiedad un acto de soberanía? No es una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es [42] común á todos; útil, porque solo tiene por objeto el bien general, y sólida, porque tiene las garantías de la fuerza pública y del supremo poder. Mientras que los súbditos se sujetan tan solo á estas convenciónes, no obedecen á nadie más que á su propia voluntad; y preguntar hasta donde alcanzan los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos, es preguntar hasta que punto pueden estos obligarse consigo mismos, cada uno hacia todos, y todos hacia cada uno de ellos.
Según esto es evidente que el poder soberano, por más absoluto, sagrado é inviolable que sea, no traspasa ni puede traspasar los límites de las convenciónes generales, y que todo hombre puede disponer libremente de los bienes y de la libertad, que estas convenciónes le han dejado; de modo que el soberano no tiene facultad para gravar á un súbdito más que á otro, porque, haciéndose entonces el asunto particular, su poder ya no es competente. Una vez admitidas estas distinciónes, es tan falso que en el contrato social haya alguna renuncia verdadera por parte de los particulares, que su situación, por efecto de este contrato, es preferible en realidad á lo que era antes, y que en lugar de una enajenación no han hecho más que un cambio ventajoso de un modo de vivir incierto y precario con otro mejor y más seguro, de la independencia natural con la libertad, del poder de dañar á otro con su propia seguridad, y de su fuerza, [43] que otros podían superar, con un derecho que la unión social hace invencible. Su misma vida, que han consagrado al estado, está protegida continuamente por este; y cuando la exponen en defensa de la patria, ¿qué otra cosa hacen sino devolverle lo que han recibido de ella? Que otra cosa hacen, que no hubiesen hecho con más frecuencia y con más peligro en el estado de la naturaleza, en el cual entregados á combates inevitables, habrían de defender con peligro de la vida lo que les sirve para conservarla? Todos deben combatir por la patria en caso de necesidad, es cierto; más también de este modo nadie ha de combatir por sí. ¿No se gana mucho en correr, para conservar nuestra seguridad, una parte de los riesgos, que deberíamos correr para conservarnos á nosotros mismos, luego que la perdiésemos?
Se pregunta, ¿cómo los particulares, no teniendo el derecho de disponer de su propia vida pueden transmitir al soberano un derecho que no tienen? Esta cuestión tan solo me parece difícil de resolver, porque está mal sentada. Todo hombre puede arriesgar su propia vida para conservarla. ¿Hay quien diga que el que se arroja por una ventana para escapar de un incendio sea reo de [44] suicidio? Se ha imputado jamás este crimen al que perece en una tempestad, cuyo peligro no ignoraba cuando se embarcó?
El fin del contrato social es la conservación de los contratantes. Quien quiere el fin, quiere también los medios, y estos son inseparables de algunos riesgos y hasta de algunas pérdidas. El que quiere conservar su vida á costa de los demás debe también darla por ellos cuando convenga: y como el ciudadano no es juez del peligro al cual quiere la ley que se exponga; cuando el príncipe le dice, conviene al estado que tu mueras , debe morir, pues solo con esta condición ha vivido con seguridad hasta entonces, y su vida no es ya solamente un beneficio de la naturaleza, sino también un don condiciónal del estado.
La pena de muerte impuesta á los criminales puede considerarse cAsí bajo el mismo punto de vista: para no ser víctima de un asesino, consiente uno en morir si llega á serlo. En este convenio, lejos uno de disponer de su propia vida, solo piensa en conservarla, y no se ha de presumir que alguno de los contratantes premedite entonces hacerse ahorcar. Por otra parte, cualquier malhechor, atacando el derecho social, se hace por sus maldades rebelde y traidor á la patria; violando sus leyes deja de ser uno de sus miembros; y aun se puede decir que le hace la guerra. En tal caso la conservación del estado es incompatible con la suya; fuerza es que uno [45] de los dos perezca; y cuando se hace morir al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. El proceso y la sentencia son las pruebas y la declaración de que ha roto el pacto social y de que por consiguiente ya no es un miembro del estado. Más como ha sido reputado tal, á lo menos por su residencia, se le debe excluir por medio del destierro como infractor del pacto, ó por la muerte como enemigo público; pues semejante enemigo no es una persona moral, es un hombre, y en este caso el derecho de la guerra es de matar al vencido.
Se me dirá empero, que el condenar á un criminal es un acto particular. En horabuena: por esto la condenación no pertenece al soberano; es un derecho que puede conferir sin poder ejercer por sí mismo. Todas mis ideas son consecuentes, pero no puedo exponerlas á la vez.
Por lo demás, la frecuencia de los suplicios siempre es una señal de debilidad ó de pereza en el gobierno. No hay hombre, por malvado que sea, á quien no pueda hacerse bueno para alguna cosa. No hay derecho para hacer morir, ni aun para que sirva de escarmiento, sino á aquel, á quien no se puede conservar sin peligro.
En cuanto al derecho de indultar ó de eximir á un culpable de la pena impuesta por la ley y pronunciada por el juez, solo pertenece al que es superior al juez y á la ley, esto es, al soberano; y aun su derecho en este [46] punto no es del todo evidente, y los casos en que puede usar de él son muy raros. En un estado bien gobernado hay muy pocos castigos, no porque se perdone mucho, sino porque hay pocos criminales: la multitud de crímenes asegura su impunidad cuando el estado marcha á su ruina. En la república romana, nunca el senado ni los cónsules intentaron perdonar á un delincuente; el mismo pueblo no lo hacia, á pesar de que algunas veces revocaba su propio juicio. Los frecuentes indultos anuncian que bien pronto los crímenes no tendrán necesidad de ellos, y todo el mundo ve á lo que esto conduce. Pero siento que mi corazón murmura, y detiene la pluma; dejemos disentir estas cuestiones al hombre justo que nunca ha faltado, y que jamás tuvo necesidad de perdón.
Por medio del pacto social hemos dado la existencia y la vida al cuerpo político; tratase ahora de darle el movimiento y la voluntad por medio de la legislación. Pues el acto primitivo, por el cual este cuerpo se forma y se une, no determina aun nada de lo que debe hacer para conservarse.
Lo que es bueno y conforme al orden lo es por la naturaleza de las cosas é independientemente de las convenciónes humanas. Toda [47] justicia viene de Dios: él solo es su origen; pero si nosotros supiésemos recibirla de tan alto, no tendríamos necesidad ni de gobierno ni de leyes. Existe sin duda una justicia universal emanada de la sola razón; pero esta justicia para que esté admitida entre nosotros, debe ser recíproca. Considerando las cosas humanamente, á falta de sanción natural, las leyes de la justicia son inútiles entre los hombres; solo producen el bien del malvado y el mal del justo, cuando este las observa para con todos sin que nadie las observe con él. Luego es preciso que haya convenciónes y leyes para unir los derechos á los deberes y dirigir la justicia hacia su objeto. En el estado natural, en que todo es común, nada debo á aquellos á quienes no he prometido nada, y solo reconozco ser de los demás lo que á mi me es inútil. No así en el estado civil, en el cual todos los derechos están determinados por la ley.
Más en fin, que es una ley? Mientras esta palabra solo se explique con ideas metafísicas, se continuará discurriendo sin que nadie se entienda; y cuando se habrá dicho lo que es una ley de la naturaleza, no por esto se sabrá mejor lo que es una ley del estado.
He dicho ya que no había voluntad general sobre un objeto particular. En efecto, este objeto particular ó está en el estado, ó fuera del estado. Si está fuera del estado, una voluntad que le es extraña, no es general con respecto á él; y si este objeto está en el estado, [48] hace parte de este: se forma entonces entre el todo y su parte una relación que produce dos seres distintos, el uno de los cuales es la parte, y el otro el todo, menos esta misma parte. Empero el todo menos una parte no es el todo; y mientras que dura esta relación, ya no hay más todo, sino dos partes desiguales; de lo que se sigue que la voluntad de la una no es tampoco general con respecto á la otra.
Pero cuando el pueblo delibera sobre todo el pueblo, no considera más que á sí mismo; y si entonces se forma alguna relación, es del objeto entero bajo un punto de vista al objeto entero bajo otro punto de vista, sin que haya alguna división del todo. En este caso la materia sobre la que se determina es general como la voluntad que delibera. Este acto es el que yo llamo una ley.
Cuando digo que el objeto de las leyes siempre es general, quiero decir que la ley considera los súbditos como un cuerpo y las acciónes en abstracto, nunca un hombre como individuo ni una acción particular. Así es que puede la ley determinar que haya privilegios, pero no concederlos señaladamente á nadie; puede dividir á los ciudadanos en muchas clases; y aun señalar las calidades que para cada una se necesiten, pero no puede nombrar los individuos que deban componerlas, puede establecer un gobierno real y una sucesión hereditaría, pero no elegir á un rey ni nombrar una familia real: en una palabra, cualquiera [49] acción que se dirija á un objeto individual no pertenece al poder legislativo. Esto supuesto, fácil es de conocer que ya no hay necesidad de preguntar á quien pertenece hacer las leyes, en atención á que estas son actos de la voluntad general; ni si el príncipe es superior á ellas, sabiendo que es miembro del estado; ni si la ley puede ser injusta, supuesto que nadie es injusto consigo mismo; ni como uno puede ser libre y sometido á las leyes, supuesto que estas no son más que los registros de nuestra voluntad.
De aquí se deduce también que siendo la ley universal tanto por parte de la voluntad como por parte del objeto, no es ley lo que un hombre, sea quien fuere, manda por propia autoridad: hasta aquello que manda el soberano sobre un objeto particular, no es una ley, sino un decreto: ni un acto de soberanía, sino de magistratura. Llamo pues república á cualquier estado gobernado por leyes, bajo cualquiera forma de administración que fuere; pues solo entonces el interés público gobierna, y la causa pública es tenida en algo. Todo gobierno legítimo es republicano (11) : más tarde explicaré lo que entiendo por gobierno. [50]
Las leyes propiamente no son más que las condiciónes de la asociación civil. El pueblo, sometido á las leyes, debe ser su autor; solo pertenece á los que se asocian el determinar las condiciónes de la sociedad. Más de que manera las determinarán? Será de común acuerdo, por medio de una súbita inspiración? Tiene el cuerpo político algún órgano para expresar sus voluntades? Quien le dará la previsión necesaría para formar las actas de estas, y para publicarlas de antemano? ó bien, de que manera las expresará en el momento en que sea necesario? Como es posible que una multitud ciega, que á menudo ni lo que quiere sabe, porque raras veces conoce lo que le conviene; ¿como es posible, repito, que pueda ejecutar por sí sola una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación? Por si solo el pueblo quiere siempre lo bueno, pero por si solo no lo ve siempre. La voluntad general siempre es recta, pero el juicio que la guía no siempre es ilustrado. Es preciso hacerle ver los objetos tales cuales son y algunas veces tales cuales deben parecerle, mostrarle el buen camino que ella busca, preservarla de la seducción de las voluntades particulares, ponerle á la vista los lugares y los tiempos, equilibrar el atractivo de las ventajas presentes y sensibles con el peligro de los males lejanos y ocultos. Los particulares ven el bien que desechan; el público quiere el bien que no sabe ver. Todos tienen igual necesidad de guías. A los unos se les ha de enseñar á conformar [51] su voluntad con su razón; al otro se le ha de enseñar á conocer lo que quiere. Entonces es cuando de los conocimientos públicos resulta en el cuerpo social la unión del entendimiento con la voluntad; de aquí el exacto concurso de las partes, y en fin la mayor fuerza del todo: y de aquí nace la necesidad de un legislador.
Para encontrar las mejores reglas de sociedad que convengan á las naciónes, seria menester una inteligencia superior, que viese todas las pAsíones de los hombres sin estar sujeta á ellas; que no tuviese ninguna relación con nuestra naturaleza y que la conociese á fondo; cuya dicha no dependiese de nosotros, y que sin embargo quisiese ocuparse en la nuestra; en fin que procurándose para futuros tiempos una lejana gloria, pudiese trabajar en un siglo y disfrutar en otro (12) . Seria necesario que hubiese dioses para poder dar leyes á los hombres.
El mismo raciocinio que hacia Calígula en cuanto al hecho, lo hacia Platón en cuanto al derecho para definir al hombre civil ó real que [52] busca en su libro del Reinado. Pero si es verdad que un gran príncipe es un hombre raro, cuanto no lo será un gran legislador! El primero solo debe seguir el modelo que el otro debe proponer. Este es el mecánico que inventa la máquina; aquel, el operario que la arregla y la hace obrar. En el origen de las sociedades, dice Montesquieu, los caudillos de las repúblicas son los que hacen la institución, y después la institución es la que hace los jefes de las repúblicas. Aquel que se atreve á instituir un pueblo, debe sentirse con fuerzas para mudar, por decirlo así, la naturaleza humana; para transformar á cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de otro todo mayor, del cual reciba en cierto modo la vida y el ser; para alterar la constitución del hombre á fin de vigorarla; para sustituir una existencia parcial y moral á la existencia física é independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, debe quitar al hombre sus propias fuerzas para darle otras que le sean ajenas, y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de los demás. Cuanto más muertas y anonadadas están las fuerzas naturales, tanto mayores y más duraderas son las adquiridas, y tanto más sólida y perfecta es la institución; de modo que si cada ciudadano no es nada sino ayudado de los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual ó superior á la suma de las fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir [53] que la legislación se halla en el más alto grado de perfección á que puede llegar. El legislador es por todos respectos un hombre extraordinario en el estado. Si lo ha de ser por su talento, no lo es menos por su empleo. Este no es ni magistratura, ni soberanía. Este empleo, que constituye la república, no entra en su constitución: es un ministerio particular y superior que nada tiene de común con el imperio humano; porque si el que manda á los hombres no debe mandar á las leyes, tampoco el que manda á las leyes debe mandar á los hombres; de lo contrario sus leyes, instrumentos de sus pAsíones, no harían más que perpetuar sus injusticias, y nunca podría evitar que sus miras particulares alterasen la santidad de su obra.
Cuando Licurgo dio leyes á su patria, empezó por abdicar el trono. La mayor parte de las ciudades griegas acostumbraban confiar á extranjeros el establecimiento de las suyas. Las modernas repúblicas de Italia imitaron con frecuencia esta costumbre; la de Ginebra hizo lo mismo, y no tuvo de que arrepentirse (13) . [54] Roma, en la época más hermosa que hay en su historia, vio renacer en su seno todos los crímenes de la tiranía, y estuvo á pique de perecer, por haber reunido en unas mismás cabezas la autoridad legislativa y el poder soberano.
Sin embargo, los mismos decemviros no se arrogaron jamás el derecho de sanciónar alguna ley por su propia autoridad. Nada de lo que os proponemos, decían al pueblo, puede pasar á ser ley sin vuestro consentimiento. Romanos, sed vosotros mismos los autores de las leyes que han de hacer vuestra felicidad.
El que redacta las leyes no tiene pues, ó no debe tener ningún derecho legislativo; y el pueblo mismo, aunque quiera, no puede despojarse de este derecho incomunicable, porque, según el pacto fundamental, solo la voluntad general obliga á los particulares, y no se puede estar cierto de que una voluntad particular sea conforme á la voluntad general hasta que se haya sometido á la libre votación del pueblo: ya he dicho esto en otra parte; pero no considero inútil repetirlo.
De este modo se encuentran á la vez en la obra de la legislación dos cosas que parecen incompatibles; una empresa superior á las fuerzas humanas, y viniendo á la ejecución, una autoridad que no es nada.
Aun hay otra dificultad que merece nuestra atención. Los sabios que quieren hablar al vulgo en un lenguaje diferente del que este [55] usa, no pueden hacerse comprender; y con todo hay cierta clase de ideas que es imposible traducir en el idioma del pueblo. Las miras demásiado generales y los objetos demásiado remotos están igualmente fuera de sus alcances: cada individuo, no hallando bueno otro plan de gobierno sino el que conduce á su interés particular, comprende con dificultad las ventajas que debe sacar de las continuas privaciónes, que las buenas leyes imponen. Para que un pueblo que se forma pudiese querer las sanas máximás de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de estado, seria menester que el efecto se convirtiera en causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiera á la institución misma; y que los hombres fuesen antes de las leyes lo que han de llegar á ser por medio de ellas. Así pues, no pudiendo el legislador emplear ni la fuerza ni la razón, es indispensable que recurra á una autoridad de un orden diferente, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer.
Esto es lo que obligó en todos tiempos á los padres de las naciónes á recurrir á la intervención del cielo y á honrar á los dioses con su propia sabiduría, á fin de que los pueblos, sometidos á las leyes del estado como á las de la naturaleza y reconociendo la misma poderosa mano en la formación del hombre que en la del estado, obedeciesen con libertad y llevasen dócilmente el yugo de la felicidad pública. [56]
Esta razón sublime, que se eleva sobre el alcance de los hombres vulgares, es aquella cuyas decisiónes pone el legislador en boca de los inmortales para arrastrar por medio de la autoridad divina á los que no podría conmover la prudencia humana (14) . Pero no todos los hombres pueden hacer hablar á los dioses ni ser creídos, cuando se declaran sus intérpretes.
El alma grande del legislador es el verdadero milagro, que debe justificar su misión. Á cualquier hombre le es dado gravar tablas de piedra, ó sobornar algún oráculo, ó fingir un comercio secreto con alguna divinidad, ó erigir un ave para hablarle al oído, ó encontrar otros medios groseros para engañar al pueblo. El que no sepa más que esto podrá tal vez juntar por casualidad una cuadrilla de locos; pero nunca fundará un imperio, y su disparatada obra perecerá bien pronto con su persona. Los vanos prestigios forman un vínculo momentáneo; solo la sabiduría le hace duradero. La ley judaica siempre permanente, la del hijo de Ismael, que gobierna la mitad del mundo diez siglos ha, nos anuncian aun hoy á los grandes hombres que las han dictado; y [57] mientras que la orgullosa filosofía ó el ciego espíritu de partido no ven en ellos más que á unos impostores afortunados, el verdadero político admira en sus instituciónes aquel grande y poderoso talento que preside á los establecimientos duraderos.
De todo lo dicho no se ha de deducir con Warburton que la política y la religión tengan entre nosotros el mismo objeto, sino que, en el origen de las naciónes, la una sirve de instrumento á la otra.
así como un arquitecto, antes de construir un edificio, observa y profundiza el suelo para ver si puede sostener su peso, así también un legislador sabio no empieza por redactar leyes buenas en sí mismás, sino que examina antes si el pueblo al cual las destina está en el caso de soportarlas. Por este motivo Platón no quiso dar leyes á los Arcadios y á los Cirenios, porque sabía que estos dos pueblos eran ricos, y que no podían sufrir la igualdad: por este mismo motivo hubo en Creta buenas leyes y hombres perversos, pues el pueblo que Minos había disciplinado era un pueblo cargado de vicios.
Mil naciónes han florecido en la tierra que jamás hubieran podido sufrir buenas leyes; y aun aquellas que lo hubieran podido solo han [58] tenido, en todo el tiempo de su duración, un espacio muy corto para ello. CAsí todos los pueblos, lo mismo que los hombres, solo son dóciles en su juventud, y se hacen incorregibles á medida que van envejeciendo. Cuando las costumbres están ya establecidas y las preocupaciónes arraigadas, es empresa peligrosa é inútil querer reformarlas; el pueblo no puede ni aun sufrir que se toquen sus males para destruirlos, semejante á aquellos enfermos estúpidos y sin valor que tiemblan al aspecto del médico.
No quiero decir con esto que, así como algunas enfermedades trastornan la cabeza de los hombres y les quitan la memoria de lo pasado, no haya también á veces en la duración de los estados épocas violentas, en las cuales las revoluciónes produzcan en los pueblos lo que ciertas crisis en los individuos; épocas en que el horror á lo pasado sirva de olvido, y en las que el estado, abrasado por las guerras civiles, renazca, por decirlo así, de sus cenizas y recobre el vigor de la juventud al salir de los brazos de la muerte. Tal se mostró Esparta en tiempo de Licurgo, tal se mostró Roma después de los Tarquinos, y tales han sido entre nosotros la Holanda y la Suiza después de la expulsión de los tiranos.
Pero estos acontecimientos son raros; son excepciónes cuya razón se encuentra siempre en la constitución particular del estado exceptuado. Ni pueden suceder dos veces para el mismo pueblo; pues este bien puede hacerse [59] libre mientras no es sino bárbaro, pero ya no lo puede cuando el resorte civil se ha gastado. En este caso los desórdenes pueden destruirle, sin que las revoluciónes puedan regenerarle, y tan pronto como se rompen sus cadenas, se desquicia y deja de existir: necesita desde entonces un señor, no un libertador. Pueblos libres, acordaos de esta máxima: la libertad puede adquirirse, pero no recobrarse. La juventud no es lo mismo que la niñez. Tienen las naciónes, del mismo modo que los hombres, un tiempo de juventud, ó si así se quiere, de madurez, que es necesario aguardar antes de sujetarlos á las leyes: pero no siempre es fácil conocer la madurez de un pueblo; y si uno se anticipa á ella, se frustra la obra. Un pueblo es disciplinable desde su nacimiento, y otro pueblo no lo es aun al cabo de diez siglos. Nunca los Rusos serán verdaderamente civilizados, porque lo han sido demásiado pronto. Pedro tenía un talento imitador, pero no el verdadero talento, aquel que crea y lo hace todo con la nada. Algunas de las cosas que hizo fueron bien hechas, la mayor parte no venían al caso. Vio que su pueblo era bárbaro, y no conoció que no estaba en estado de ser civilizado; quiso hacerle tal, cuando solo debía haberle aguerrido. Quiso desde luego formar Alemanes é Ingleses, cuando debía haber empezado por formar Rusos: ha impedido á sus súbditos que lleguen á ser jamás lo que podrían ser, [60] persuadiéndoles de que eran lo que no son. No de otra suerte un preceptor francés educa á su discípulo para que brille un momento en la niñez y para que no sea nada jamás. El imperio de Rusia querrá sujetar á la Europa, y será él el sujetado. Los Tártaros, súbditos y vecinos suyos, llegarán á dominarlos y á dominarnos: esta revolución me parece infalible. Todos los reyes de Europa trabajan de consuno para apresurarla.
Así como la naturaleza ha señalado términos á la estatura de los hombres bien formados, fuera de los cuales solo produce gigantes ó enanos; así también, para la mejor constitución de un estado, hay ciertos límites á la extensión que puede tener, á fin de que no sea ni demásiado grande para poder ser gobernado, ni demásiado pequeño para poderse sostener por sí solo. Hay en todo cuerpo político un maximum de fuerza del que no debe pasar, y del cual se aleja muchas veces á fuerza de engrandecerse. Cuanto más se extiende el vínculo social, tanto más se debilita; y generalmente un estado pequeño es proporciónalmente más fuerte que uno mayor.
Esta máxima se demuestra con mil razones. En primer lugar, la administración es más dificultosa en las grandes distancias, así como [61] un peso es más pesado puesto al extremo de una gran palanca. Á medida que los grados de distancia se multiplican, la administración se hace Asímismo más onerosa; porque cada ciudad tiene desde luego la suya, pagada también por el pueblo; y también la tiene cada provincia: añádanse á esto los gobiernos superiores, las satrapías, los virreinatos, que se han de pagar más á medida que se sube, y siempre á costa del desgraciado pueblo; y en fin la administración suprema que todo lo arruina. Tantos gravámenes agotan continuamente los recursos de los súbditos: lejos de estar mejor gobernados por todas estas clases, no lo están tanto como si solo hubiese una de ellas que fuese superior. Con tanto dispendio apenas quedan recursos para los casos extraordinarios; y cuando hay necesidad de ellos, el estado se halla siempre cerca de su ruina.
Aun hay más; no solo tiene el gobierno menos vigor y prontitud para hacer observar las leyes, impedir las vejaciónes, corregir los abusos, anticiparse á las sediciónes que pueden estallar en parajes remotos; sino que el pueblo tiene menos amor á sus jefes, á quienes jamás ve, á su patria, que es á sus ojos como todo el mundo, y á sus conciudadanos, cuya mayor parte mira como extranjeros. Las mismás leyes no pueden convenir á tan diversas provincias, que tienen costumbres diferentes, que viven bajo opuestos climás, y que no pueden sufrir la misma forma de gobierno. [62] Diferentes leyes solo pueden engendrar desórdenes y confusión entre unos pueblos, que viviendo sujetos á los mismos jefes y en una continua comunicación, van á vivir y á casarse los unos en los distritos de los otros, y sometidos á otras costumbres, jamás saben si su patrimonio es del todo suyo. Los talentos están ocultos, las virtudes ignoradas, los vicios impunes, entre esta multitud de hombres desconocidos los unos á los otros, y á quienes el sitio de la suprema administración reúne en un mismo lugar. Los jefes abrumados de negocios, no ven nada por sí mismos; y los subalternos gobiernan el estado. En fin las medidas que se han de tomar para sostener la autoridad general, á la cual tantos empleados lejanos quieren sustraerse ó engañar, absorben todos los cuidados públicos; no se toman las convenientes á la felicidad del pueblo, y apenas se pueden tomar las necesarías para su defensa en caso de necesidad, y así es como un cuerpo demásiado grande por su constitución se desploma y perece oprimido por su propio peso.
Por otra parte, el estado debe darse cierta base para tener solidez, para resistir á los sacudimientos que no dejará de experimentar, y á los esfuerzos que se verá precisado á hacer para sostenerse; pues todos los pueblos tienen una especie de fuerza centrífuga, por medio de la cual obran continuamente los unos contra los otros, y tienden á engrandecerse á expensas de sus vecinos, como los torbellinos de Descartes. Así es que los débiles están expuestos [63] á ser arrastrados muy pronto; y ninguno puede conservarse sino poniéndose con todos en una especie de equilibrio, que haga la compresión cAsí igual en todas partes.
De aquí se infiere que hay razones para extenderse y razones para reducirse; y que para lo que un político necesita mayor talento es para saber encontrar entre las unas y las otras la proporción más ventajosa á la conservación del estado. Puede decirse generalmente que las primeras, siendo solo exteriores y relativas, deben estar subordinadas á las otras, que son internas y absolutas. Lo que debe buscarse en primer lugar es una constitución robusta y fuerte, y más se puede contar con el vigor que nace de un buen gobierno, que con los recursos que ofrece un vasto territorio. Por lo demás, ha habido estados constituidos de tal modo, que la necesidad de hacer conquistas entraba en su misma constitución, y que para mantenerse debían engrandecerse sin cesar. Quizás se daban el parabien por esta dichosa necesidad; la cual con todo les enseñaba, en el término de su grandeza, el inevitable momento de su caída.
Un cuerpo político puede medirse de dos maneras: á saber, por la extensión de su territorio y por el número de sus habitantes; y entre [64] una y otra de estas medidas hay una relación muy á propósito para dar al estado su verdadera grandeza. Los hombres son los que componen el estado, y el terreno el que alimenta á los hombres: luego dicha relación consiste en que la tierra pueda mantener á sus habitantes y en que haya tantos habitantes cuantos la tierra pueda mantener. En esta proporción se encuentra el maximum de fuerza de un determinado número de pueblo; porque si hay terreno de sobras, su defensa es onerosa, su cultivo insuficiente, su producto supérfluo; y esta es la causa próxima de las guerras defensivas: si no hay bastante terreno, el estado se encuentra por lo que le falta expuesto al arbitrio de sus vecinos; y esta es la causa próxima de las guerras ofensivas. Cualquier pueblo que por su posición no tenga otra alternativa que el comercio ó la guerra, es débil en sí mismo; depende de sus vecinos y de los acontecimientos, y solo disfruta de una existencia incierta y corta. Sujeta á los demás, y muda de situación; ó es sujetado, y perece. Solo puede conservarse libre á fuerza de pequeñez ó de grandeza.
No es posible calcular la relación fija entre la extensión del terreno y el número de hombres que deben habitar en él, tanto á causa de las diferencias que se encuentran en las calidades del terreno, en sus grados de fertilidad, en la naturaleza de sus producciones, en la influencia de los climás, cuanto á causa de las que se notan en los temperamentos de [65] los hombres que los habitan, de los cuales los unos consumen poco en un pais fértil, los otros mucho en un suelo ingrato. También se han de tener presentes la mayor ó menor fecundidad de las mujeres, las cosas que puede haber en un pais más ó menos favorables á la populación, y la cantidad con que el legislador puede esperar que contribuirá á ella por medio de sus establecimientos: de modo que no ha de fundar su juicio sobre lo que vé, sino sobre lo que prevé; ni detenerse tanto en el actual estado de la población, como en aquel á que debe llegar naturalmente. En fin, mil ocasiones hay, en las cuales las circunstancias particulares del lugar exigen ó permiten que se abarque más terreno del que parece necesario. Así es que puede un pueblo estenderse más en un pais montañoso, en donde las producciones naturales, como los bosques y los pastos piden menos trabajo, en donde enseña la esperiencia que las mujeres son más fecundas que en las llanuras, y en donde un ancho suelo inclinado solo da una pequeña base horizontal, que es la única que debe tenerse en cuenta para la vejetación. Al contrario, puede estrecharse más en la orilla del mar, aunque haya muchos peñascos y arenas cAsí estériles, porque puede la pesca suplir en gran parte las producciones de la tierra, deben los hombres estar más juntos para rechazar á los piratas, y hay por otra parte mayor facilidad de librar al pais, por medio de colonias, de los habitantes que le sobren. [66]
Para instituir un pueblo se debe añadir á estas condiciónes otra, que no puede suplir á ninguna, pero sin la cual todas las demás son inútiles; y es que se disfrute de la abundancia y de la paz: pues el tiempo en que un estado se ordena, del mismo modo que aquel en que se forma un batallon, es el instante en que el cuerpo es menos capaz de resistencia y más facil de ser destruido. Mejor se puede resistir en un momento de desórden absoluto que en uno de fermentación, en el cual cada uno está distraido con su rango y olvidado del peligro. Si en este momento de crisis sobreviene una guerra, una carestía, una sedición, el estado está destruido sin falta.
No por esto deja de haber muchos gobiernos, establecidos durante estas tormentas; pero en este caso los mismo gobiernos destruyen el estado. Los usurpadores acarrean ó escogen siempre estos tiempos de trastornos para hacer pasar, ayudados del público espanto, leyes destructoras que el pueblo jamás adoptaría si conservase su serenidad. La elección del momento de la institución es uno de los caracteres más seguros para distinguir la obra del legislador de la del tirano.
Que pueblo pues es apto para la legislación? Aquel que encontrándose ya unido por el orígen, por el interés ó por la convención, no ha llevado aun el verdadero yugo de las leyes; aquel que no tiene ni costumbres ni supersticiónes muy arraigadas; aquel que no teme ser oprimido por una invAsíon súbita; el [67] que sin mezclarse en las disputas de sus vecinos, puede resistir por sí solo á cada uno de ellos, ó recibir auxilios del uno para rechazar al otro; aquel cuyos miembros pueden conocerse todos mútuamente, y en el cual no se obliga á un hombre á cargar con un peso mayor del que puede llevar; el que puede subsistir sin los demás pueblos, y del cual ningun pueblo tiene necesidad (15) ; el que ni es rico, ni es pobre y que puede bastarse á sí mismo; en fin, aquel que reune la consistencia de un pueblo antiguo á la docilidad de un pueblo nuevo. Lo que hace penosa una obra de legislación no es tanto lo que se ha de hacer como lo que se ha de destruir; y lo que hace que el éxito sea tan raro es la imposibilidad de encontrar la sencillez de la naturaleza unida á las necesidades de la sociedad. Como todas estas condiciónes con dificultad se encuentran reunidas, por eso vemos tan pocos estados bien constituidos. [68]
Hay todavía en Europa un pais capaz de legislación, y es la isla de Córcega. El denuedo y la constancia con que este valeroso pueblo ha sabido recobrar y defender su libertad, merecerian que algun sabio le enseñase á conservarla. Tengo cierto presentimiento de que algun dia esta isla tan pequeña ha de admirar á la Europa.
Si buscamos en que consiste precisamente el mayor de todos los bienes, que debe ser el fin de todo sistema de legislación, encontrarémos que se reduce á estos dos objetos principales, la libertad y la igualdad: la libertad, porque toda sujeción particular es otra tanta fuerza quitada al cuerpo del estado: la igualdad, porque sin ella no puede haber libertad.
He esplicado ya en que consiste la libertad civil: en cuanto á la igualdad, no se ha de entender por esta palabra que los grados de poder y de riqueza sean absolutamente los mismos, sino que el poder esté siempre exento de toda violencia y se ejerza solo en virtud del rango y de las leyes; y en cuanto á la riqueza, que ningun ciudadano sea tan opulento que pueda comprar á otro, y ninguno tan pobre que se vea precisado á venderse (16) : [69] lo que supone moderación de bienes y de crédito por parte de los grandes, y por la de los débiles moderación de avaricia y de codicia.
Esta igualdad, se dirá, es una quimera especulativa, que no puede existir en la práctica. Acaso de que el abuso sea inevitable, se sigue que no se le deba poner coto? Cabalmente por la misma razon de que la fuerza de las cosas se inclina siempre á destruir la igualdad, es necesario que la fuerza de la legislación tienda siempre á mantenerla.
Pero estos objetos generales de toda buena institución deben modificarse en cada pais según las relaciónes que nacen, ya de la situación local, ya del carácter de los habitantes; y según estas relaciónes se debe señalar á cada pueblo un sistema particular de institución, que sea el mejor, no tal vez en si mismo, sino para el estado al cual está destinado. Si el suelo, por ejemplo, es ingrato y estéril, ó el pais demásiado limitado para los habitantes, inclinaos á la industria y á las artes, cuyos productos cambiareis con los artículos que os falten. Si por el contrario, ocupais [70] ricas llanuras y fértiles riberas, si en un buen terreno os faltan habitantes; proteged con cuidado la agricultura, que multiplica los hombres, y desterrad las artes, que solo servirian para acabar de despoblar el pais, reuniendo en algunos puntos del territorio los pocos habitantes que tiene (17) . Si ocupais costas dilatadas y cómodas; cubrid el mar de buques, cultivad el comercio y la navegación, y tendreis una existencia brillante y pasajera. Pero si el mar solo baña en vuestras costas peñascos cAsí inaccesibles; permaneced bárbaros é ictiófagos, que así vivireis más tranquilos, quizás sereis mejores y seguramente más dichosos. En una palabra, además de las máximás comunes á todos, cada pueblo encierra en sí alguna causa que le constituye de un modo particular y hace que su legislación le sea peculiar. Este es el motivo porque en otro tiempo los Hebreos y poco ha los Árabes han tenido por principal objeto la religion; los Ateníenses, la erudición; Cartago y Tiro, el comercio; Rodas, la marina; Esparta, la guerra; y Roma la virtud. El autor del Espíritu de las leyes ha demostrado con una multitud de ejemplos el arte con que el legislador dirije [71] la institución hácia cada uno de estos objetos.
La constitución de un estado podrá decirse verdaderamente sólida y durable cuando las conveniencias de las cosas estén tan estrictamente observadas, que las relaciónes naturales y las leyes se hallen siempre de acuerdo sobre los mismos puntos, y que estas no hagan, por decirlo Así, más que asegurar, acompañar y rectificar las otras. Pero si el legislador, engañándose en su objeto, elije un principio diverso del que nace de la naturaleza de las cosas; de modo que el uno se incline á la esclavitud, y el otro á la libertad; el uno á las riquezas, y el otro á la población; el uno á la paz, y el otro á las conquistas; sucederá que las leyes se debilitarán insensiblemente, se alterará la constitución, y el estado no dejará de estar en agitación continua hasta que quede destruido ó admita varíación y que la invencible naturaleza haya recobrado su imperio.
Para ordenar el todo, y dar la mejor forma posible á la causa pública, se han de considerar varías relaciónes. En primer lugar, la acción del cuerpo entero obrando sobre sí mismo, es decir, la relación del todo al todo, ó del soberano al estado; y esta relación se [72] compone de la de los términos íntermedios, como verémos más adelante.
Las leyes que determinan esta relación tienen el nombre de leyes políticas, y se llaman También leyes fundamentales, no sin algun motivo, si son sabias. Porque si solo hay en cada estado una buena manera de constituirle, el pueblo que la ha encontrado debe sujetarse á ella; pero si el orden establecido es malo, porque se tendrán por fundamentales unas leyes que no le permiten ser bueno? Por otra parte, de cualquier modo que se mire, el pueblo siempre es dueño de mudar sus leyes, hasta las mejores; porque si le place hacerse daño á sí mismo, quien tiene derecho para privárselo?
La segúnda relación es la de los miembros entre sí, ó con el cuerpo entero; y esta relación con respecto á los primeros debe ser tan pequeña, y con respecto al segúndo tan grande como sea posible; de manera que cada individuo esté en una perfecta independencia de todos los demás, y en una escesiva dependencia del comun; lo que se logra siempre por los mismos medios, puesto que solo la fuerza del estado produce la libertad de sus miembros. De esta segúnda relación nacen las leyes civiles. Podemos considerar que hay una tercera especie de relación entre el hombre y la ley; á saber, la de la desobediencia á la pena, y esta da lugar á establecer leyes criminales, las cuales en el fondo no tanto son una [73] especie particular de leyes, como la sanción de todas las demás.
Á estas tres clases de leyes debe añadirse otra que es la más importante, grabada no en mármoles ni en bronces, sino en el corazon de los ciudadanos; ley que hace la verdadera constitución del estado, que cada dia adquiere nuevas fuerzas; que cuando las otras se hacen viejas ó caducan, las reanima ó las suple; que mantiene á un pueblo en el espíritu de su institución, y sustituye insensiblemente la fuerza de la costumbre á la de la autoridad. Hablo de los usos, de las costumbres, y sobre todo de la opinion; parte desconocida de nuestros políticos, y de la cual depende el éxito de todas las demás; parte en la cual un sabio legislador se ocupa en secreto, mientras parece limitarse á reglamentos particulares, que no son más que la cimbra de la bóveda, cuya inmoble clave se forma de las costumbres que tardan más en nacer.
Entre estas diversas clases, las leyes políticas que constituyen la forma del gobierno, son las únicas relativas á mi objeto. [74]
Antes de hablar de las diferentes formás de gobierno, procurarémos fijar el sentido exacto de esta palabra, que todavía no ha sido muy bien esplicada.
Advierto al lector que este capítulo debe leerse con reflexion, y que ignoro el arte de ser claro para los que no quisieren estar atentos.
En toda acción libre hay dos causas, que concurren á producirla: la una moral, á saber, la voluntad que determina el acto; la otra física, á saber, el poder que lo ejecuta. Cuando voy hácia un objeto, se necesita en primer lugar que yo quiera ir; y en segúndo lugar que mis piés me lleven á él. Tanto si quiere correr un paralítico, como si un hombre agil no lo quiere, los dos se quedarán en el mismo puesto. El cuerpo político tiene los mismos móviles: se distinguen en él la fuerza y la voluntad: esta, con el nombre de poder legislativo, la otra, con el de poder ejecutivo. No hace ó no debe hacer nada sin el concurso de ambos. [75]
Hemos visto ya que el poder legislativo pertenece al pueblo y que á nadie más puede pertenecer. Fácil es conocer siguiendo los principios hasta aqui establecidos, que, al contrario, el poder ejecutivo no puede pertenecer á la generalidad como legisladora ó soberana, porque este poder solo consiste en actos particulares que no pertenecen á la ley ni por consiguiente al soberano, cuyos actos no pueden ser sino leyes.
Luego es preciso dar á la fuerza pública un agente que la reuna y la haga obrar según las direcciónes de la voluntad general, que sirva de comunicación entre el estado y el soberano, y que haga en cierto modo en la persona pública lo que hace en el hombre la union del alma con el cuerpo. Este es, en el estado, el verdadero punto de vista del gobierno, malamente confundido hasta ahora con el soberano de quien no es más que el ministro.
Que se entiende pues por gobierno? Un cuerpo intermedio establecido entre los súbditos y el soberano para su mútua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y de la conservación de la libertad, tanto civil como política.
Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados ó reyes, esto es, gobernantes; y el cuerpo entero lleva el nombre de principe (18) . Así es que tienen muchisima razon los [76] que pretenden que el acto por el cual un pueblo se somete á algunos gefes no es un contrato. En efecto, no es más que una comisión ó un empleo, en cuyo desempeño, siendo los gefes unos meros oficiales del soberano, ejercen en nombre de este el poder, del cual los ha hecho depositarios, y que puede limitar, modificar y volver á tomar siempre que le dé la gana; pues la enagenación de este derecho es incompatible con la naturaleza del poder social y contraría al fin de la asociación.
Llamo pues gobierno ó administración suprema al legítimo ejercicio del poder ejecutivo, y príncipe ó magistrado al hombre ó cuerpo encargado de esta administración.
En el gobierno es donde se encuentran las fuerzas intermedias, cuyas relaciónes componen la del todo al todo ó del soberano al estado. Esta última relación puede estar representada por la de los estremos de una proporción continua, cuyo medio proporciónal es el gobierno. Este recibe del soberano las órdenes que da al pueblo; y para que el estado esté en un buen equilibrio, es necesario que compensado todo, haya igualdad entre el producto ó el poder del gobierno considerado en sí mismo, y el producto ó el poder de los ciudadanos, que son soberanos por una parte y súbditos por otra.
Además de esto, no se puede alterar ninguno de los tres términos sin romper al instante la proporción. Si el soberano quiere gobernar, ó si quiere el magistrado dictar leyes, [77] ó si los súbditos reusan la obediencia; el desórden sucede al arreglo, la fuerza y la voluntad ya no obran de acuerdo, y disuelto de este modo el estado cae en el despotismo ó en la anarquía. En fin, de la misma manera que solo hay un medio proporciónal entre cada relación, tampoco hay más que un buen gobierno posible en cada estado: pero como mil acontecimientos pueden hacer varíar las relaciónes de un pueblo: no solo diferentes gobiernos pueden ser buenos para diversos pueblos, si que También para el mismo pueblo en tiempos distintos.
Para dar una idea de las diferentes relaciónes que pueden existir entre estos dos estremos, tomaré por ejemplo el número del pueblo, como la relación más fácil de esplicar. Supongamos que el estado se componga de diez mil ciudadanos. El soberano tan solo puede considerarse colectivamente y en un cuerpo; pero cada particular, en calidad de súbdito, es considerado como individuo: Así pues el soberano es al súbdito como diez mil es á uno; es decir que cada miembro del estado solo tiene la diez-milésima parte de la autoridad soberana, mientras que por su parte está enteramente sometido á esta. Démos que el pueblo se componga de cien mil hombres; el estado de los súbditos no muda, y cada uno está igualmente sujeto á todo el imperio de las leyes, mientras que su voto reducido á una cien-milésima parte tiene diez veces menos de influencia [78] en la redacción de aquellas. En este caso siendo siempre el súbdito uno, la relación del soberano aumenta en razon del número de los ciudadanos. De lo que se sigue que cuanto más se engrandece un estado, tanto más disminuye la libertad.
Cuando digo que la relación aumenta, entiendo que se aleja de la igualdad. Así pues, cuanto mayor es la relación en el sentido vulgar: en el primero, considerada la relación según la cantidad, se mide por el esponente; y en el segúndo, considerada según la identidad, se estima por la similitud.
Según esto, cuanto menor es la relación de las voluntades particulares á la voluntad general, esto es, de las costumbres á las leyes, tanto mayor debe ser la fuerza que reprima. Luego el gobierno para ser bueno debe proporciónalmente ser más fuerte á medida que el pueblo es más numeroso.
Por otra parte, dando el engrandecimiento del estado á los depositarios de la autoridad pública más tentaciónes y más medios para abusar de su poder, cuanto más fuerte debe ser el gobierno para contener al pueblo, tanto más lo debe ser á su vez el soberano para contener al gobierno. No hablo aqui de una fuerza absoluta, sino de la fuerza relativa de las diversas partes del estado.
De esta doble relación se sigue que la proporción contínua entre el soberano, el príncipe y el pueblo, no es una idea arbitraría, [79] sino una consecuencia necesaría de la naturaleza del cuerpo político. Síguese También que como uno de los estremos, á saber, el pueblo, en calidad de súbdito, está fijo y representado por la unidad, siempre que aumenta ó disminuye la razon duplicada, También aumenta ó disminuye la razon simple, y que por consiguiente cambia el término medio. Lo que demuestra que no hay una constitución de gobierno única y absoluta, sino que puede haber tantos gobiernos de diferente naturaleza, cuantos estados haya de diferente magnitud.
Sí, poniendo este sistema en ridículo, se me dijese que para encontrar este medio proporciónal y formar el cuerpo del gobierno, solo se necesita, según lo que he dicho, sacar la raiz cuadrada del número del pueblo; contestaría que solo he puesto aqui este número por ejemplo, que las relaciónes de que hablo no se miden tan solamente por el número de hombres, sino en general por la cantidad de acción, la cual se combina por medio de una multitud de causas, y que por lo demás, si para esplicarme en menos palabras, me valgo de términos de geometría, no por eso ignoro que la exactitud geométrica no tiene lugar en las cantidades morales.
El gobierno es en pequeño lo que el cuerpo político, dentro del cual está contenido, es en grande. Es una persona moral dotada de ciertas facultades, activa como el soberano, pAsíva como el estado, y que se puede descomponer [80] en otras relaciónes semejantes; de donde nace por consiguiente una nueva proporción, y aun otra dentro de esta última, según el orden de los tribunales, hasta que se llega á un término medío indivisible, esto es, á un solo gefe ó magistrado supremo, que puede ser representado, en medio de esta progresion, como la unidad entre la serie de las fracciónes y la de los números.
Sin que nos detengamos en esta multiplicación de términos, contentémonos con considerar el gobierno como un cuerpo nuevo en estado, distinto del pueblo y del soberano, é intermedio entre el uno y el otro.
Entre estos dos cuerpos hay la esencial diferencia de que el estado existe por sí solo y el gobierno no existe sino por el soberano. Así es que la voluntad dominante del príncipe no es ó no debe ser más que la voluntad general ó la ley; su fuerza es tan solo la fuerza pública reconcentrada en él: luego que quiere obrar absoluta é independientemente, el enlace del todo empieza á debilitarse. Si por último llegase á suceder que el príncipe tuviese una voluntad particular más activa que la del soberano, y que para seguir esta voluntad particular, se valiese de la fuerza pública que está á sus órdenes, de modo que hubiese, por decirlo Así, dos soberanos, el uno de derecho y el otro de hecho; se desvaneceria al instante la union social y quedaría disuelto el cuerpo político.
Sin embargo, paraque el cuerpo del gobierno [81] tenga una existencia, una vida real que le distinga del cuerpo del estado; paraque todos sus miembros puedan obrar de acuerdo y corresponder al fin para el cual ha sido instituido, es preciso que tenga un ser particular, una sensibilidad comun á sus miembros, una fuerza, una voluntad propia, cuyo objeto sea su conservación. Esta existencia particular supone asambleas, consejos, facultad de deliberar y de resolver, derechos, títulos, privilegios, que pertenezcan esclusivamente al príncipe, y que hagan la condición del magistrado más honrosa á proporción del trabajo que su puesto le acarrea. La dificultad consiste en la manera de arreglar, dentro del todo, este todo subalterno, de modo que no altere la constitución general asegurando la suya; que siempre distinga su fuerza particular destinada á su propia conservación, de la fuerza pública destinada á la conservación del estado; y que, en una palabra, esté siempre dispuesto á sacrificar el gobierno al pueblo, y no el pueblo al gobierno.
Por otra parte, si bien es cierto que el cuerpo artificial del gobierno es la obra de otro cuerpo artificial y que no tiene en cierto modo más que una vida prestada y subordinada, esto no impide que pueda obrar con mayor ó menor vigor ó celeridad, y disfrutar, por decirlo Así, de una salud más ó menos robusta. En fin, sin alejarse directamente del fin de su institución, puede separarse de él más ó menos, según el modo con que esté constituido. [82]
De todas estas diferencias nacen las diversas relaciónes que el gobierno debe tener con el cuerpo del estado, según las relaciónes accidentales y particulares que modifican este mismo estado. Pues á veces el gobierno que en si sea el mejor, llegará á ser el más vicioso, si sus relaciónes no se alteran según los defectos del cuerpo político al cual pertenece.
Para esponer la causa general de estas diferencias, el príncipe se ha de distinguir ahora del gobierno, como antes el estado se ha distinguido del soberano. El cuerpo del magistrado se puede componer de un mayor ó menor número de miembros. He dicho ya que la relación del soberano á los súbditos es tanto mayor cuanto más numeroso es el pueblo; y por una evidente analogía, puedo decir lo mismo del gobierno con respecto á los magistrados.
Más como la fuerza total del gobierno es la del estado, no sufre varíación; de lo que se sigue que cuanta más fuerza emplee para obrar sobre sus propios miembros, menos le quedará para obrar sobre todo el pueblo.
Luego cuanto más numerosos son los magistrados, tanto más débil es el gobierno. Como [83] esta máxima es fundamental, dediquémonos á ilustrarla mejor. Podemos distinguir en la persona del magistrado tres voluntades esencialmente distintas: primeramente, la voluntad propia del individuo, que solo se inclina á su interés particular; en segúndo lugar, la voluntad comun de los magistrados, que se dirige unicamente al provecho del príncipe y que se puede llamar voluntad de corporación, la cual es general con respecto al estado del cual este es parte; y en tercer lugar, la voluntad del pueblo ó la voluntad soberana, que es general, tanto respecto al estado considerado como el todo, cuanto respecto al gobierno considerado como parte del todo. En una legislación perfecta, la voluntad particular ó individual debe ser nula; la voluntad de corporación propia del gobierno muy subordinada; y por consiguiente la voluntad general ó soberana siempre debe descollar y ser la única regla de todas las demás. Según el orden natural, estas diferentes voluntades se hacen por el contrario más activas á medida que se concentran. Por esto la voluntad general siempre es la más débil, la voluntad de corporación ocupa el segúndo lugar, y la voluntad particular el primero de todos: de suerte que en el gobierno, cada miembro es en primer lugar él mismo, luego después magistrado, y ultimamente ciudadano; gradación directamente opuesta á lo que exige el orden social. [84]
Esto supuesto; cuando todo el gobierno está en manos de un solo hombre, la voluntad particular y la de corporación se hallan perfectamente reunidas, y por consiguiente esta última está llevada al más alto grado de intensidad posible. Y como de los grados de voluntad depende el uso de la fuerza, y la fuerza absoluta del gobierno no varía, de aqui se sigue que el gobierno de un solo hombre es el más activo de todos.
Unamos, por el contrario, el gobierno á la autoridad legislativa, formémos el príncipe con el soberano y hagamos de todos los ciudadanos otros tantos magistrados: en tal caso la voluntad de corporación, confundida con la voluntad general, no tendrá más actividad que esta, y dejará en toda su fuerza la voluntad particular. Así es que teniendo siempre el gobierno la misma fuerza absoluta, estará en su minimum de fuerza relativa ó de actividad.
Estas relaciónes son incontestables, y no faltan otras consideraciones que sirven para confirmarlas. Se observa por ejemplo, que cada magistrado es más activo en su corporación que cada ciudadano en la suya, y que por consiguiente la voluntad particular tiene más influencia en los actos del gobierno que en los del soberano, porque cada magistrado cAsí siempre está encargado de alguna comisión del gobierno, cuando por el contrario cada ciudadano aisladamente no ejerce ninguna función de la soberanía. Por otra parte, cuanto más se estiende el estado, tanto más se aumenta [85] su fuerza real, si bien esta no se aumenta en razon de su extensión; pero si queda el estado del mismo modo, por más que se aumente el número de magistrados, no por esto adquiere el gobierno mayor fuerza real, porque esta fuerza es la del estado, cuya medida siempre es la misma. De esta manera la fuerza relativa ó la actividad del gobierno se disminuye, sin que pueda aumentarse su fuerza absoluta ó real.
No es menos cierto que el despacho de los negocios se entorpece á medida que mayor número de gentes está encargado de ellos; que concediendo demásiado á la prudencia, no se fia lo bastante á la fortuna; que se deja escapar la ocAsíon favorable, y que á fuerza de deliberar se pierde á menudo el fruto de deliberación.
Acabo de probar que el gobierno se debilita á medida que los magistrados se aumentan; y ya antes he probado que cuanto más numeroso es el pueblo, tanto mayor debe ser la fuerza que reprima. De lo que se sigue que la relación de los magistrados debe estar en razon inversa de la de los súbditos; es decir, que cuanto más se engrandezca el estado, tanto más debe estrecharse el gobierno, de modo que el número de gefes disminuya en razon del aumento del pueblo.
Por lo demás, solo hablo aqui de la fuerza relativa del gobierno, y no de su rectitud; porque, al contrario, cuanto más numerosos son los magistrados, tanto más la voluntad de [86] corporación se aproxima á la voluntad general; en vez de que, habiendo un solo magistrado, esta misma voluntad de corporación no es más, según tengo dicho, que una voluntad particular. Así es que se pierde por una parte lo que por otra se gana, y la habilidad del legislador consiste en saber fijar el punto, en el cual la fuerza y la voluntad del gobierno, que siempre están en proporción recíproca, se combinen produciendo la relación más ventajosa para el estado.
Se ha visto en el capítulo precedente, porque razon se distinguen las diferentes especies ó formás de gobiernos según el número de miembros que los componen; falta ver en este de que modo se ejecuta esta division.
En primer lugar, puede el soberano encomendar el gobierno á todo el pueblo ó á la mayor parte del pueblo, de suerte que haya más ciudadanos magistrados que ciudadanos meros particulares. Á esta forma de gobierno se le da el nombre de democracia. Puede También el soberano poner el gobierno en manos de un corto número, de modo que haya más simples ciudadanos que magistrados; y esta forma se llama aristocracia. En fin, puede concentrar todo el gobierno en un solo magistrado, de quien todos los [87] demás reciban el poder. Esta tercera forma es la más comun, y se llama monarquia ó gobierno real.
Debe advertirse que todas estas formás, ó al menos las dos primeras, son susceptibles de más y de menos, y que tienen mucha latitud; puesto que la democracia puede abrazar á todo el pueblo, ó estrecharse hasta la mitad. La aristocracia puede También reducirse desde la mitad del pueblo hasta el número más corto indeterminadamente. La misma monarquía es susceptible de alguna division. Esparta tuvo constantemente dos reyes en virtud de su constitución, y en el imperio romano ha habido hasta ocho emperadores á un mismo tiempo, sin que se pudiese decir que estaba dividido el imperio. De aqui resulta que hay un punto en el cual cada forma de gobierno se confunde con la siguiente; y se vé que con tres solas denominaciónes el gobierno es susceptible en realidad de tantas formás diferentes como ciudadanos tiene el estado.
Aun hay más: pudiendo este mismo gobierno, bajo ciertos respectos, subdividirse en otras partes, la una administrada de un modo, y la otra de otro, pueden resultar de estas tres formás combinadas una multitud de formás mistas, cada una de las cuales se puede multiplicar por todas las formás simples.
En todos tiempos se ha disputado mucho sobre la mejor forma de gobierno, sin considerar que cada una de ellas es la mejor en algunos casos y la peor en otros. [88]
Sí, en los diversos estados, el número de magistrados supremos debe estar en razon inversa del de los ciudadanos, se sigue que en general el gobierno democrático conviene á los estados pequeños, el aristocrático á los medianos y el monárquico á los grandes. Esta regla se deduce inmediatamente de dicho principio. Más como es posible enumerar las muchas circunstancias que pueden sugerirnos escepciónes?
El que hace la ley sabe mejor que nadie de que manera se ha de ejecutar é interpretar. Parece pues que no se puede encontrar una constitución mejor que aquella, en que el poder ejecutivo está unido al legislativo: pero esto mismo hace que este gobierno sea insuficiente bajo ciertos respectos, porque las cosas que han de estar separadas no lo están, y el príncipe y el soberano, siendo una sola persona, no forman, por decirlo Así, más que un gobierno sin gobierno.
No conviene que el que hace las leyes, las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo separe su atención de las miras generales para fijarla en objetos particulares. Nada más peligroso que la influencia de los intereses particulares en los negocios públicos; y el abuso que el gobierno puede hacer de las leyes, es un [89] mal menor que la corrupción del legislador, consecuencia indispensable de las miras particulares. Alterandose entonces el estado en su substancia, toda reforma llega á ser imposible. Un pueblo tan perfecto que no abusase jamás del gobierno, tampoco abusaría de la independencia; un pueblo que siempre gobernase bien, no tendria necesidad de ser gobernado.
Tomando el término en todo el rigor de la acepción, jamás ha existido una verdadera democracia, ni es posible que jamás exista. Es contrario al orden natural que gobierne la mayoría, y que la minoría sea gobernada. No se puede concebir que esté el pueblo continuamente reunido para dedicarse á los negocios públicos, y se vé facilmente que no puede establecer comisiónes á este fin, sin varíar la forma de la administración.
En efecto, creo poder asentar el principio de que, cuando las diferentes funciónes entre muchos tribunales, los menos numerosos adquieren tarde ó temprano la mayor autoridad, aun cuando no hubiese otra causa que la facilidad de despachar los negocios, la cual les conduce naturalmente á ello.
Por otra parte, cuantas cosas, todas difíciles de reunir, no supone este gobierno! Primeramente, un estado muy pequeño, paraque se pueda juntar el pueblo sin dificultad, y pueda cada ciudadano conocer facilmente á los demás: en segúndo lugar, una muy grande sencillez de costumbres, á fin de [90] evitar la multitud de negocios y las discusiones espinosas: luego después mucha igualdad, en los rangos y en las fortunas, pues sin esto no puede subsistir largo tiempo la igualdad en los derechos ni en la autoridad: finalmente, poco ó ningun lujo, porque el lujo ó es efecto de las riquezas, ó las hace necesarías; corrompe á la vez al rico y al pobre, al uno por la posesion, al otro por la codicia; vende la patria á la molicie y á la vanidad, y priva al estado de todos sus ciudadanos para sujetarlos los unos á los otros, y todos á la opinion.
Por esta razon un célebre autor ha designado la virtud por principio á toda república, pues sin ella no pueden subsistir todas estas condiciónes; pero, por no haber hecho las distinciónes necesarías, este hombre de talento ha escrito á menudo sin exactitud, y á veces sin claridad, y no ha visto que siendo la autoridad soberana en todas partes la misma, debe regir el mismo principio en todo estado bien constituido; si bien es cierto que con mayor ó menor extensión según fuere la forma del gobierno.
Añádase á esto que no hay gobierno tan expuesto á las guerras civiles y á las agitaciónes interiores como el democrático ó popular, porque no hay ninguno que tienda con tanto ímpetu y con tanta frecuencia á mudar de forma, ni que exija más vigilancia y valor para ser mantenido en la suya. En esta constitución es donde el ciudadano debe armarse de mayor fuerza y constancia, y repetir [91] todos los dias de su vida en el fondo de su corazon lo que decia un virtuoso palatino (19) en la dieta de Polonia: Malo periculosam libertatem quam quietum servitium.
Si existiese un pueblo de dioses, sin duda se gobernaría democraticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene á los hombres.
Hay en este gobierno dos personas morales muy distintas, á saber, el gobierno y el soberano; y por consiguiente dos voluntades generales, la una con respecto á todos los ciudadanos, y la otra solo con respecto á los miembros de la administración. Así pues, aunque pueda el gobierno arreglar su policía interior como le acomode, jamás puede hablar al pueblo sino en nombre del soberano, esto es, en nombre del mismo pueblo, lo que se ha de tener siempre presente.
Las primeras sociedades se gobernaron aristocraticamente. Los que eran cabezas de familia deliberaban entre sí sobre los negocios públicos. Los jóvenes cedian sin dificultad á la autoridad de la esperiencia. De aqui provienen los nombres de presbiteros, ancianos, senado, gerontes. Los salvages de la América [92] septentrional se gobiernan todavía Así, y están muy bien gobernados.
Pero á medida que la desigualdad de institución pudo más que la desigualdad natural, la riqueza y el poder (20) fueron preferidos á la edad, y la aristocracia llegó á ser electiva. Por último, pasando el poder juntamente con los bienes de padres á hijos, y creando Así el patriciado en algunas familias, convirtióse el gobierno en hereditario, y hubo senadores de veinte años.
Hay según esto tres especies de aristocracia; natural, electiva y hereditaría. La primera conviene solamente á los pueblos sencillos; la tercera es el peor gobierno imaginable; y la segúnda es el mejor, es la aristocracia propiamente dicha.
Además de la utilidad de la distinción de los dos poderes, tiene la de la elección de sus miembros; porque en un gobierno popular todos los ciudadanos nacen magistrados, empero este gobierno los limita á un pequeño número, que solo llega á serlo por medio de la elección (21) ; medio por el cual la honradez, [93] los conocimientos, la esperiencia y todos los otros motivos de preferencia y de pública estimación, son otros tantos fiadores de que habrá quien gobierne con sabiduría.
Á más de esto las asambleas se juntan con mayor comodidad, los asuntos se discuten mejor, y se despachan con mayor orden y diligencia: el crédito del estado está mejor sostenido en el estranjero por senadores dignos de veneración que no por una muchedumbre desconocida ó despreciada.
En una palabra, el mejor orden y el más natural consiste en que los más sabios gobiernen á la muchedumbre siempre que haya una seguridad de que la gobernarán según el provecho de esta, y no según el suyo. No se han de multiplicar en vano los resortes, ni hacer con veinte mil hombres lo que ciento bien escogidos pueden desempeñar mejor. Pero se ha de observar que el interés de corporación, al dirigir en este caso la fuerza pública, sigue menos la regla de la voluntad general, y que otra inclinación inevitable quita á las leyes una parte del poder ejecutivo.
En cuanto á las conveniencias particulares, no se necesita que el estado sea tan pequeño, ni el pueblo tan sencillo y tan recto, que la ejecución de las leyes tenga lugar inmediatamente después de la voluntad pública, como en una buena democracia. Tampoco se necesita una nación tan grande, que los gefes esparcidos para gobernarla puedan [94] obrar como soberanos cada uno en su distrito, y empezar por hacerse independientes para llegar á ser después los señores.
Pero si bien la aristocracia no exije tantas virtudes como el gobierno popular, También requiere otras que le son propias; pues exije moderación en los ricos, y ninguna ambición en los pobres, ni parece que viniese al caso en semejante gobierno una rigurosa igualdad, que ni aun en Esparta pudo ponerse en práctica.
Por lo demás si esta forma permite cierta desigualdad de fortunas, no es sino paraque la administración de los negocios públicos se confie generalmente á los que pueden dedicarse mejor á ellos; pero no, como pretende Aristóteles, paraque sean siempre preferidos los ricos. Al contrario, conviene que una elección contraría enseñe algunas veces al pueblo, que en el mérito de los hombres hay motivos de preferencia más relevantes que la riqueza.
Hasta aqui hemos considerado al principe como una persona moral y colectiva, unida por la fuerza de las leyes, y depositaría, en el estado, del poder ejecutivo. Ahora debemos considerar este poder reunido en manos de una persona natural, de un hombre real, [95] que sea el único que pueda disponer de él según las leyes. Á este hombre le llamamos monarca ó rey.
Muy al revés de las demás administraciónes, en las que un ente colectivo representa á un individuo, en esta un individuo representa un ente colectivo; de modo que la unidad moral, llamada príncipe, es al mismo tiempo una unidad física, en la cual se hallan naturalmente reunidas todas las facultades que la ley reune en la otra.
Así es que la voluntad del pueblo y la del príncipe, la fuerza pública del estado y la particular del gobierno, todo obedece al mismo móvil, todos los resortes de la máquina están en la misma mano, todo camina al mismo fin, no hay movimientos encontrados que se destruyan mutuamente, y no es posible imaginar ninguna especie de constitución en la que un esfuerzo tan pequeño produzca una acción más considerable. Arquímedes, sentado tranquilamente en la playa y botando sin fatiga al mar una grande nave, es la imágen de un hábil monarca que gobierna sus vastos estados desde su gabinete, y lo hace mover todo, permaneciendo él al parecer inmóvil.
Pero si bien es verdad que no hay gobierno más vigoroso, no lo es menos que no hay ninguno, en que la voluntad particular tenga mayor imperio y domine más facilmente á las demás: todo se dirije al mismo fin, es cierto; pero este fin no es el de la pública felicidad, y la fuerza misma de la administración [96] se convierte sin cesar en perjuicio del estado. Los reyes quieren ser absolutos y se les grita desde lejos que el mejor medio para serlo es el de hacerse amar de sus pueblos. Esta máxima es muy hermosa y aun verdadera bajo ciertos respectos: desgraciadamente siempre se hará burla de ella en las cortes. El poder que deriva del amor de los pueblos es sin duda alguna el mejor; pero es precario y condiciónal, y nunca satisfará á los príncipes. Los mejores reyes quieren poder ser malos si les acomoda, sin dejar por esto de ser los señores. Por más que un orador político les predique que, consistiendo su fuerza en la del pueblo, su principal interés está en que este sea floreciente, numeroso y respetable, no harán ningun caso: saben ellos mejor que nadie que no es verdad. Su interés personal consiste antes que todo en que el pueblo sea débil y miserable, y en que nunca les pueda hacer resistencia. Confieso, que suponiendo á los súbditos siempre enteramente sometidos, el interés del príncipe seria entonces que el pueblo fuese poderoso, pues siendo suyo el poder de este, se haría temer de sus vecinos; pero como este interés solo es secundario y subordinado, y las dos suposiciónes incompatibles, es natural que los principes dén siempre la preferencia á la máxima que les es inmediatamente más útil. Esto es lo que Samuel hacia presente con vigor á los Hebreos; esto es lo que Maquiavel ha demostrado con evidencia. [97] Fingiendo este último que daba lecciónes á los reyes, las ha dado muy grandes á los pueblos. El Principe de Maquiavel es el libro de los republicanos (22) .
Hemos visto por medio de las relaciónes generales, que la monarquía solo conviene á los grandes estados; y lo vemos aun examinándola en sí misma. Cuanto más numerosa es la administración pública, tanto más la relación del príncipe á los súbditos se disminuye y va acercándose á la igualdad; de modo que en la democracia esta relación es como uno, ó bien la misma igualdad.
Esta misma relación se aumenta á medida que el gobierno se estrecha, y está en su maximum cuando el gobierno se halla en manos de uno solo. Entonces se encuentra una distancia demásiado grande entre el príncipe y el pueblo, y el estado se halla falto de enlace. Para formarlo, se necesita pues que haya clases intermedias; y para llenar estas clases [98] debe haber príncipes, grandes y nobleza. Empero nada de esto conviene á un estado muy reducido, que se arruinaría á causa de todos estos grados. Pero si es dificil que un grande estado esté bien gobernado, aun lo es mucho más que lo esté por un hombre solo; y todo el mundo sabe lo que sucede cuando un rey se da sustitutos.
Un defecto esencial é inevitable, que hará que el gobierno monárquico sea siempre inferior al republicano, es que en este, la voz pública cAsí nunca eleva á los primeros puestos más que á hombres ilustrados y capaces de ocuparlos con honor; cuando por el contrario los que medran en las monarquías solo son las más de las veces unos enredadores, bribones é intrigantes, cuyo superficial talento, que en las cortes hace llegar á los grandes destinos, solo sirve para mostrar al público su ineptitud tan pronto como han llegado á ellos. El pueblo en las elecciónes se engaña mucho menos que el príncipe; y es tan difícil encontrar en el ministerio á un hombre de verdadero mérito, como á un ignorante al frente de un gobierno republicano. Por esto, cuando por una dichosa casualidad alguno de estos hombres nacidos para gobernar se encarga de dirijir el timon de los negocios en una monarquía cAsí arruinada por esa cáfila de lindos administradores, sorprende á todos con los recursos que encuentra, y su ministerio hace época en un pais. [99]
Paraque un estado monarquico pudiese estar bien gobernado, seria menester que su grandeza ó extensión se midiese por las facultades del que gobernase. Más facil es conquistar que gobernar. Teniendo una palanca suficiente, un dedo basta para hacer bambolear el mundo; pero para sostenerle se necesitan los hombros de Hércules. Por poco grande que sea un estado, cAsí siempre el príncipe es demásiado pequeño. Cuando, por el contrario, sucede que el estado es demásiado pequeño para su gefe, cosa muy rara, También está mal gobernado, porque siguiendo siempre el gefe la extensión de sus miras olvida los intereses de los pueblos, y no los hace menos desgraciados por el abuso del talento que le sobra, que un gefe de cortos alcances por su falta de capacidad. Seria menester, por decirlo Así, que en cada reinado se engrandeciese ó estrechase el reino, según los alcances del príncipe; en vez de que, teniendo los conocimientos de un senado medidas más fijas, el estado puede tener unos límites constantes sin que por esto la administración deje de marchar bien.
El inconveniente más palpable del gobierno de uno solo es la falta de esta sucesion continua, que en los otros dos forma un enlace no interrumpido. Muere un rey, al instante se necesita otro: las elecciónes dejan intervalos peligrosos y son además muy borrascosas; y á no ser que los ciudadanos tengan un desinterés y una integridad, incompatibles [100] con este gobierno, se mezclan en ellas la intriga y la corrupción. Muy difícil es que aquel, á quien el estado se ha vendido, no venda á su vez el mismo estado, y no se desquite con los débiles del dinero que le sacaron los poderosos. Tarde ó temprano todo llega á ser venal en una administración como esta, y la paz de que se goza con estos reyes es mil veces peor que el desorden de los interregnos.
¿Que se ha hecho para evitar estos males? Se ha establecido que la corona sea hereditaría en algunas familias y que se siga un orden de sucesion que evite las disputas cuando muera un rey, es decir que, sustituyendo el inconveniente de las regencias al de las elecciónes, se ha preferido una tranquilidad aparente á una sabia administración, y el riesgo de que los gefes sean niños, mónstruos ó mentecatos, al de tener que disputar sobre la elección de reyes buenos. No se ha pensado que esponiéndose de esta suerte á los riesgos de la alternativa, cAsí todas las probabilidades son contrarías. Muy juiciosa fué la respuesta que dió el jóven Denis á su padre, quien echándole en cara una acción vergonzosa, le decia: Son estos los ejemplos que te he dado? Ah! contestó el hijo, vuestro padre no era rey. Todo concurre para privar de justicia y de razon á un hombre educado para mandar á los demás. Mucho trabajo se emplea, según dicen, en enseñar á los príncipes jóvenes el arte de reinar; más no parece que les aproveche [101] esta clase de educación. Mejor seria empezar por enseñarles el arte de obedecer. Los mejores reyes que ha celebrado la historia no han sido educados para reinar: ciencia es esta, que nunca se posee menos que después de haberla aprendido demásiado, y que mejor se adquiere obedeciendo que mandando: Nam utilissimus idem ac brevissimus bonarum malarumque rerum delectus, cogitare quid aut nolueris sub alio principe, aut volueris (23) .
De esta falta de coherencia se sigue la inconstancia del gobierno real, el cual arreglandose ya sobre un plan, ya sobre otro, según el carácter del príncipe que reina ó de los que reinan por él, no puede tener por mucho tiempo ni un objeto fijo, ni una conducta consecuente: varíación, que hace continuamente fluctuar el estado de máxima en máxima y de proyecto en proyecto; lo que no sucede en los demás gobiernos, en los cuales el príncipe es siempre el mismo. Así vemos generalmente que si bien hay más astucia en una corte, También hay más sabiduría en un senado, y que las repúblicas marchan hácia su objeto por medios más constantes y más seguidos; en vez de que cada revolución en el ministerio produce otra en el estado, porque la máxima comun á todos los ministros y á cAsí todos los reyes es hacerlo siempre todo al revés de sus predecesores. [102]
En esta misma incoherencia encontramos También la solución de un sofisma muy comun á los políticos reales; y consiste no solo en comparar el gobierno civil con el doméstico, y el príncipe con el padre de familias, error que ya he refutado, sino También en atribuir generosamente á este magistrado todas las virtudes que necesitaría, y en suponer siempre que el príncipe es lo que debería ser: suposición, mediante la cual el gobierno real es evidentemente preferible á cualquier otro, por la razon de que sin disputa alguna es el más fuerte, y de que para ser También el mejor solo le falta una voluntad de corporación más conforme con la voluntad general.
Pero si, según Platon (24) , es tan raro encontrar un rey que lo sea por naturaleza, será facil que haya uno, en quien la naturaleza y la fortuna concurran para coronarle? Y si la educación real corrompe indispensablemente á los que la reciben; ¿que se debe esperar de una serie de hombres educados para reinar? Luego es querer hacerse ilusion confundir el gobierno real con el de un buen rey. Para ver lo que aquel gobierno es en sí mismo, es menester examinarle cuando haya príncipes de corto talento ó malvados; porque ó subirán al trono siéndolo ya, ó el trono los hará tales.
Estas dificultades no han escapado á nuestros autores; pero no por esto les han arredrado. [103] El remedio consiste, según ellos, en obedecer sin murmurar. Dios en su cólera, envia los malos reyes, y han de ser tolerados como unos castigos del cielo. Este modo de discurrir edifica, no hay duda; pero no sé si estaría mejor en un púlpito que en un libro de política. Que se diria de un médico que prometiese milagros, y cuya habilidad consistiese tan solo en ecsortar á su enfermo á tener paciencia? Cosa sabida es que es preciso sufrir un mal gobierno cuando le hay: la cuestion está en encontrar uno que sea bueno.
Propiamente hablando, no hay ningun gobierno simple. Un gefe único ha de tener magistrados subalternos; un gobierno popular ha de tener un gefe. Así pues, en la repartición del poder ejecutivo, hay siempre una gradación desde el número mayor al menor, con la diferencia de que á veces el número mayor depende del menor, y á veces al revés.
En algunos casos la repartición es igual, ya sea cuando las partes constitutivas están en una mutua dependencia, como en el gobierno de Inglaterra; ó ya cuando la autoridad de cada parte es independiente, pero imperfecta, como en Polonia. Esta última forma es mala, porque no hay unidad en el gobierno, ni enlace en el estado. [104]
Que gobierno es mejor, un gobierno simple ó uno misto? Cuestion muy ventilada entre los políticos, y á la cual se ha de dar la misma contestación que he dado á la que versaba sobre toda especie de gobierno.
El gobierno simple es en sí el mejor por la sola razon de ser simple. Pero cuando el poder ejecutivo no depende lo bastante del legislativo, esto es, cuando hay más relación del príncipe al soberano que del pueblo al príncipe; se ha de remediar esta falta de proporción dividiendo el gobierno, pues de esta suerte todas sus partes no tienen menos autoridad entre los súbditos, y su division las hace á todas juntas menos fuertes contra el soberano.
También se puede evitar el mismo inconveniente estableciendo magistrados intermedios, que dejando entero el gobierno, sirvan solo para equilibrar los dos poderes, y para conservar sus respectivos derechos. En este caso el gobierno no es misto, sino templado.
Por medios muy parecidos se puede remediar el inconveniente opuesto, y cuando el gobierno sea demásiado débil, erijir tribunales para concentrarle. Así está en uso en todas las democracias. En el primer caso, se divide el gobierno para debilitarle; y en el segúndo para darle más fuerza: pues el maximum de fuerza ó de debilidad se encuentra igualmente en los gobiernos simples, en vez de que las formás mistas producen una fuerza mediana. [105]
No siendo la libertad un fruto de todos los climás, no está al alcance de todos los pueblos. Cuanto más se medita este principio, establecido por Montesquieu, tanto más se conoce su verdad; y cuanto más se disputa contra él, tanta mayor ocAsíon se da para establecerle por medio de nuevas pruebas.
En todos los gobiernos del mundo, la persona pública consume sin producir nada. De donde saca pues la subsistencia consumida? Del trabajo de sus miembros. Lo que sobra á los particulares produce lo que el público necesita. De lo que se sigue que el estado civil no puede subsistir sino mientras que el trabajo de los hombres produzca más de lo que necesiten.
Más este sobrante no es el mismo en todos los paises del mundo. En muchos de ellos, es muy considerable; en otros, mediano; en otros, no le hay; y en otros, es negativo. Esta relación depende de la fertilidad del clima, de la clase de trabajo que exige la tierra, de la naturaleza de sus producciones, de la fuerza de sus habitantes, del mayor ó menor consumo que necesitan, y de una multitud de relaciónes semejantes propias de cada pais. Por otra parte, todos los gobiernos no son [106] de la misma naturaleza: hay unos más ó menos consumidores que otros; y las diferencias se fundan en estotro principio, á saber, que cuanto más se apartan de su orígen las contribuciónes públicas, tanto más onerosas son. No se ha de medir esta carga por la cantidad de los impuestos, sino por el camino que han de hacer para volver á las manos de donde salieron. Cuando esta circulación se hace en poco tiempo y está bien establecida, poco importa que se pague poco ó mucho: el pueblo siempre es rico, y la hacienda está siempre en buen estado. Al contrario, aun cuando el pueblo pague muy poco, si este poco no vuelve á sus manos, dando continuamente, bien pronto quedará exhausto, el estado nunca será rico y el pueblo siempre será miserable.
De aqui se sigue que los tributos se van haciendo onerosos á medida que se aumenta la distancia entre el gobierno y el pueblo; Así es, que en una democracia es cuando el pueblo está menos cargado; en una aristocracia, ya lo está más, y en una monarquía es cuando lleva mayor carga. Luego la monarquía solo conviene á las naciónes opulentas, la aristocracia á los estados de una riqueza y de una extensión medianas, y la democracia á los estados pequeños y pobres.
En efecto, cuanto más se reflexiona, mayor diferencia se encuentra en esta parte entre los estados libres y los monárquicos. En los primeros todo se emplea para la comun [107] utilidad; en los otros las fuerzas públicas y las particulares son recíprocas, y las unas se aumentan por la diminución de las otras: en fin en vez de gobernar á los súbditos para hacerlos felices, el despotismo los hace miserables para gobernarlos.
Hé aqui en cada pais varías causas naturales, según las cuales se puede determinar la forma de gobierno á la cual le arrastra el clima, y la clase de habitantes que debe tener. Los lugares ingratos y estériles, en los que el producto no vale el trabajo, deben permanecer incultos y desiertos ó estar solamente poblados de salvages: los paises, en que el trabajo de los hombres solo da con exactitud lo necesario, deben ser habitados por pueblos bárbaros, pues toda policía seria en ellos imposible: los parages, en que el esceso del producto sobre el trabajo es regular, convienen á los pueblos libres: aquellos terrenos abundantes y fértiles, que producen mucho con poco trabajo, deben ser gobernados monárquicamente, á fin de que el lujo del príncipe consuma lo superfluo de los súbditos; pues más conviene que el gobierno absorva este esceso que no los particulares. Hay algunas escepciónes, no lo ignoro; pero ellas mismás confirman la regla, pues tarde ó temprano originan revoluciónes que vuelven á poner las cosas en el orden de la naturaleza.
Distingamos siempre las leyes generales de las causas particulares que pueden modificar su efecto. Aun cuando todo el mediodia estuviese [108] cubierto de repúblicas y todo el norte de estados despóticos; no por eso dejaría de ser cierto que, por el efecto del clima, el despotismo conviene á los paises calurosos, la barbarie á los paises frios, y una buena policía á las regiones intermedias. Veo También que aun concediendo el principio, se podrá disputar sobre su aplicación; que se podrá decir que hay paises frios muy fértiles, y que los hay meridionales muy ingratos. Pero esta dificultad solo lo es para los que no examinan las cosas bajo todas sus relaciónes. Es preciso, como ya he dicho, contar con las de los trabajos, las de las fuerzas, las del consumo, &c.
Supongamos pues que de dos terrenos iguales, el uno produzca cinco y el otro diez. Si los habitantes del primero consumen cuatro y los del último nueve, el esceso del primer producto será de una quinta parte y el del segúndo de una décima. Siendo pues la relación de estos escesos inversa á la de los productos, el terreno que solo produce cinco dará un sobrante doble del del terreno que produce diez.
Pero no se trata aqui de un producto doble, y no creo que haya quien compare en general la fertilidad de los paises frios con la de los cálidos. Con todo, supongamos en ambos paises igualdad de productos; coloquemos, si Así se quiere, la Inglaterra al nivel de la Sicilia, y la Polonia al del Egipto: yendo más hácia el sur encontrarémos el África y las Indias; [109] más hácia el norte no encontrarémos nada. Paraque haya esta igualdad en los productos, cuanta diferencia no ha de haber en el cultivo! En Sicilia no se necesita más que remover la tierra; en Inglaterra, cuantos cuidados no son menester para cultivarla! Siendo esto Así, en el pais en que se necesita un número mayor de brazos para dar el mismo producto, el sobrante ha de ser por precision menor.
Considérese, además de esto, que el mismo número de hombres consume mucho menos en los paises cálidos. El clima exige sobriedad para poder disfrutar de buena salud, y los Europeos que quieren vivir en ellos como en su pais, perecen todos de disenteria y de indigestion. Nosotros , dice Chardin, somos animales carnivoros, somos lobos en comparación de los Asíáticos. Algunos atribuyen la sobriedad de los Persas al poco cultivo que hay en su pais; y yo creo por el contrario que si su pais no produce muchos más viveres, es porque sus habitantes no necesitan muchos. Si su frugalidad, continua, fuese efecto de la carestia del pais, tan solo comerian poco los pobres, cuando es sabido que generalmente todos hacen lo mismo; y se comeria más ó menos en cada provincia, según la fertilidad del terreno, en vez de que la misma sobriedad rige en todo el reino. Alábanse mucho de su modo de vivir, diciendo que basta mirar su tez para conocer cuanto más sana es que la de los cristianos. En [110] efecto, la tez de los Persas es seguida, su cútis hermoso, fino y pulido; cuando al contrario el cútis de los Armenios, sus súbditos, que viven á la europea, es grosero y barroso, y sus cuerpos gordos y pesados.
Cuanto más cerca de la línea, tanto menos necesitan los pueblos para vivir. CAsí no comen viandas: el arroz, el maiz, el cuzcuz, el mijo, el cazabe son sus alimentos ordinarios. Hay en la India millones de hombres, cuyo sustento apenas cuesta algunos maravedises al dia. También vemos en Europa algunas notables diferencias en cuanto al apetito entre los pueblos del norte y los del mediodia. Un Español tendrá para ocho dias de la comida de un Aleman. En los paises donde los hombres son más voraces, se hace consistir el lujo También en los artículos de consumo. En Inglaterra se hace ostentación de una mesa cargada de manjares; en Italia os regalarán almíbares y flores.
El lujo en los vestidos ofrece También diferencias muy semejantes. En aquellos climás, en los cuales los cambios de las estaciónes son prontos y violentos, se viste mejor y con más sencillez: en los paises, en donde los vestidos sirven solo para adornarse, se busca más la brillantez que la utilidad, y hasta los mismos vestidos son una especie de lujo. En Nápoles todos los dias se pasean por el Posílipo hombres con trajes bordados en oro y sin medias. Lo mismo puede decirse de los edificios: solo se busca en ellos la magnificencia, cuando no hay [111] que temer las injurias del aire. En Paris y en Londres se necesitan habitaciónes calientes y cómodas; en Madrid hay salones suntuosísimos, pero sin ventanas que cierren bien, y hay que dormir en nidos de ratones.
Los alimentos son mucho más sustanciosos y suculentos en los paises cálidos; tercera diferencia, que no puede dejar de influir en la segúnda. Porque razon se consumen tantas legumbres en Italia? porque son muy buenas, nutritivas y de escelente sabor. En Francia en donde solo se nutren de agua, no sirven para alimentar y cAsí no se les hace caso en las mesas; con todo eso, no dejan de ocupar el mismo terreno, y hay que emplear por lo menos el mismo trabajo para cultivarlas. Se ha esperimentado que el trigo de Barberia, inferior por otra parte al de Francia, produce mayor cantidad de harina, y que el francés á su vez produce más que el del norte. De lo que se puede inferir que se observa generalmente una gradación semejante, siguiendo la misma dirección del ecuador al polo. Ahora bien, ¿no es una inferioridad visible, el que un producto igual dé menor cantidad de alimentos? A todas estas diferentes consideraciones puede añadirse una que se deriva de ellas y que las robustece; y es que los paises cálidos no necesitan tantos habitantes como los frios y pueden mantener muchos más; lo que produce un sobrante doble, siempre á favor del despotismo. Si el mismo número de habitantes [112] ocupa una superficie mayor, las sublevaciónes se hacen más difíciles, porque no es fácil ponerse de acuerdo con prontitud ni en secreto, y puede siempre el gobierno desbaratar los proyectos y cortar las comunicaciónes. Pero cuanto más se estrecha un numeroso pueblo, menos facilidad tiene el gobierno de usurpar los derechos del soberano: los gefes deliberan en sus aposentos con tanta seguridad como el rey en su consejo, y la muchedumbre se junta en las plazas con la misma prontitud que las tropas en sus cuarteles. La ventaja de un gobierno tiránico consiste según esto en obrar á grandes distancias. Con la ayuda de los puntos de apoyo que busca, su fuerza aumenta á lo lejos como la de las palancas (25) . Por el contrario, la del pueblo solo obra si está concentrada: se evapora y se pierde cuando se estiende, Así como la pólvora esparcida por el suelo solo se inflama de grano en grano. Por consiguiente los paises menos poblados son los más á propósito para la tiranía: las fieras solo reinan en los desiertos. [113]
Según esto, cuando se pregunta cual es el mejor gobierno, se hace una pregunta que no tiene solución y que es además indeterminada; ó, si se quiere, tiene tantas buenas soluciónes como combinaciónes hay posibles en las posiciónes absolutas y relativas de los pueblos.
Pero si se preguntase cuales son las señales, que hacen conocer que tal pueblo, por ejemplo, está bien ó mal gobernado, ya seria otra cosa, y esta cuestion de hecho podría resolverse.
Vemos con todo que no se resuelve porque cada cual quiere hacerlo á su modo. Los súbditos ensalzan la tranquilidad pública, los ciudadanos la libertad individual; el uno prefiere la seguridad de las posesiones, y el otro la de las personas; el uno asegura que el mejor gobierno es el más severo, el otro defiende que lo es el más suave; este quiere que se castiguen los delitos, y aquel que se prevengan; el uno cree que le conviene que sus vecinos le teman, el otro prefiere no ser conocido de ellos; el uno está contento cuando circula el dinero, el otro exije que el pueblo tenga pan. Y aun cuando todos estuviesen de acuerdo sobre estos y otros puntos semejantes, estaríamos por esto más adelantados? No teniendo las cantidades morales una medida determinada, [114] aunque conviniesemos en la señal, como convendríamos en la estimación?
Por lo que á mí toca, siempre me admiro de que se desconozca, ó de que se tenga la mala fé de no convenir en una señal tan sencilla. Cual es el fin de toda asociación política? la conservación y la prosperidad de sus miembros. Y cual es la señal más segura para saber si se conservan y prosperan? su número y su población. No busqueis pues en otra parte esta señal tan disputada. Suponiendo en todo una igualdad, aquel gobierno en el cual sin medios estranjeros, sin naturalizaciónes, sin colonias, los ciudadanos pueblan y se multiplican más, es infaliblemente el mejor. Aquel en el cual un pueblo se disminuye y se va acabando, es el peor. Calculadores, ahora os toca á vosotros; contad, medid y comparad (26) . [115]
Así como la voluntad particular obra sin cesar contra la voluntad general, Así También el gobierno hace un continuo esfuerzo contra la soberanía. Cuanto más crece este esfuerzo, [116] tanto más se altera la constitución; y como aqui no hay otra voluntad de corporación que resistiendo á la del príncipe, se equilibre con ella, tarde ó temprano debe el príncipe indispensablemente oprimir al soberano y romper el contrato social. Este es el vicio inherente é inevitable, que desde el orígen del cuerpo político, tiende sin descanso á su destrucción, á la manera con que la vejez y la muerte destruyen al fin el cuerpo del hombre.
Hay dos conductos generales, por los cuales un gobierno degenera; á saber, cuando se reduce, ó cuando el estado se disuelve.
Se reduce el gobierno, cuando pasa de un número mayor á otro menor, esto es, de la democracia á la aristocracia, y de la aristocracia á la dignidad real. Esta es su natural inclinación (27) . Si retrogradase de un número [117] pequeño á otro mayor, podría decirse que se debilita; pero este progreso inverso es imposible. [118]
En efecto, el gobierno no muda jamás de forma sino cuando su resorte gastado le deja demásiado debilitado para poder conservar la que tiene. Según esto, si aun se debilitase estendiéndose, su fuerza llegaría á ser del todo nula y aun subsistiria menos. Luego se ha de arreglar y estrechar el resorte á medida que cede; de otra suerte, el estado, al cual sostiene, se arruinaría.
La disolución de un estado puede suceder de dos maneras. En primer lugar, cuando el príncipe deja de administrar el estado según las leyes y usurpa el poder soberano. Entonces sucede un cambio notable; y es, que no se reduce el gobierno, sino el estado: quiero decir, que se disuelve el grande estado y que se forma otro dentro de este, compuesto tan solo de los miembros del gobierno, y que para el resto del pueblo ya no es más que un señor y un tirano. De suerte que al punto que el gobierno usurpa la soberanía, se rompe el pacto social; y todos los simples ciudadanos, recobrando de derecho su libertad natural, pueden verse forzados á obedecer, pero no están obligados á ello.
Lo mismo sucede También cuando los miembros del gobierno usurpan separadamente el poder que solo deben ejercer en cuerpo; lo cual es una infracción de las leyes no pequeña, y produce También un desorden muy grande. Hay entonces, por decirlo Así, tantos príncipes cuantos magistrados; y el estado, no menos dividido que el gobierno, perece ó muda de forma. [119]
Cuando el estado se disuelve, el abuso del gobierno, sea el que fuere, toma el nombre comun de anarquia. Distinguiendo los gobiernos, la democracia degenera en ochlocracia, la aristocracia en oligarquia, y aun podría añadir que la monarquía degenera en tirania; pero esta palabra es equívoca y necesita esplicación.
Según la significación vulgar, un tirano es un rey que gobierna con violencia y sin respeto á la justicia ni á las leyes. Según el sentido exacto, un tirano es un particular que se arroga la autoridad real sin tener derecho á ella. De este modo entendian los Griegos esta palabra tirano: llamaban Así indiferentemente á los buenos y á los malos príncipes, cuya autoridad no era legítima (28) . Según esto tirano y usurpador son dos palabras enteramente sinónimás.
Para dar diferentes nombres á cosas que son distintas, llamo tirano al usurpador de la autoridad real, y déspota al usurpador del poder [120] soberano. Un tirano es aquel que se pone contra las leyes á gobernar según ellas; un déspota, el que se hace superior á las mismás leyes. Así es que un tirano puede no ser déspota, pero todo déspota siempre es tirano.
Tal es la inclinación natural é inevitable de los gobiernos mejor constituidos. Si Esparta y Roma perecieron, que estado puede esperar una eterna duración? Si queremos fundar un establecimiento duradero, no pensemos en hacerlo eterno. Para acertar no debemos intentar lo imposible, ni lisongearnos de dar á las obras de los hombres una solidez de que no son capaces. El cuerpo político, del mismo modo que el cuerpo del hombre, empieza á morir desde su nacimiento, y lleva en sí mismo, las causas de su destrucción. Pero tanto el uno como el otro pueden tener una constitución más ó menos robusta, y propia para conservarse más ó menos tiempo. La constitución del hombre es obra de la naturaleza, la del estado es obra del arte. No depende de los hombres el alargar su vida; pero depende de ellos el prolongar la del estado tanto como sea posible, dándole la mejor constitución que pueda tener. El estado mejor constituido tendrá su fin, pero más tarde que los otros, si algun [121] accidente imprevisto no acarrea su ruina antes de tiempo.
El principio de la vida política está en la autoridad soberana. El poder legislativo es el corazon del estado, el ejecutivo es su cérebro, que da el movimiento á todas las partes. El cérebro puede ser atacado de parálisis, y vivir no obstante el individuo. Un hombre queda imbecil y vive; pero luego que el corazon ha dejado de ejercer sus funciónes, muere el animal.
No subsiste el estado por las leyes, sino por el poder legislativo. La ley de ayer no obliga hoy; pero el silencio hace presumir el consentimiento tácito, y se considera que el soberano confirma sin cesar las leyes que no deroga. Todo lo que una vez ha declarado querer, lo quiere siempre, á no ser que lo revoque.
Porque pues se tiene tanto respeto á las leyes antiguas? Por esta misma razon. Es creible que solo ha podido conservarlas tanto tiempo la perfección de las voluntades antiguas: si el soberano no las hubiese constantemente reconocido saludables, las hubiera revocado mil veces. Hé aquí porque las leyes, lejos de debilitarse, adquieren sin cesar una nueva fuerza en todo estado bien constituido: la preocupación de la antigüedad las hace más venerables cada dia; y por el contrario en cualquiera parte en que las leyes se debilitan envejeciendo, es prueba de que ya no hay más poder legislativo, y de que el estado ha dejado de existir. [122]
No teniendo el soberano más fuerza que el poder legislativo, solo obra por medio de leyes; y no siendo estas más que los actos auténticos de la voluntad general, solo puede obrar el soberano cuando el pueblo se halla congregado. Congregado el pueblo, se dirá; que quimera! Es verdad que hoy lo es, pero no lo era ciertamente dos mil años atrás. Si habrán mudado los hombres de naturaleza?
Los límites de lo posible, en las cosas morales, no son tan reducidos como creemos: nuestras debilidades, nuestros vicios, nuestras preocupaciónes son las que los estrechan. Las almás bajas no creen en los grandes hombres: los viles esclavos sonrien con un aire de befa al oir la palabra libertad.
Calculemos lo que puede hacerse por lo que se ha hecho ya. No hablaré de las antiguas repúblicas de Grecia; pero la Romana era, á lo que me parece, un grande estado, y la ciudad de Roma una ciudad populosa. El último censo dió en Roma cuatrocientos mil ciudadanos armados; y la última enumeración del imperio más de cuatro millones de ciudadanos, sin contar los vasallos, los estranjeros, las mujeres, los niños y los esclavos.
Cuantas dificultades no se encontrarían para juntar con frecuencia el inmenso pueblo [123] de esta capital y de sus contornos! Sin embargo, pocas semanas transcurrian sin que se congregara el pueblo romano, y esto no una sola vez. No solamente ejercia los derechos de la soberania, si que También parte de los del gobierno. Entendia en algunos negocios, juzgaba ciertas causas, y todo este pueblo era en la plaza pública tan pronto magistrado como ciudadano.
Remontándonos á los primeros tiempos de las naciónes, encontraríamos que la mayor parte de los antiguos gobiernos, y aun los monárquicos, como los de los Macedonios y de los Francos, tenian consejos por este estilo. Sea lo que fuere, este solo hecho incontestable responde á todas las dificultades: de lo existente á lo posible me parece buena la consecuencia.
No basta que el pueblo congregado haya una vez fijado la constitución del estado sanciónando un cuerpo de leyes; no basta que haya establecido un gobierno perpetuo, ó que haya proveido una vez por todas á la elección de los magistrados: además de las asambleas estraordinarías que los casos imprevistos pueden exijir, es preciso que haya También algunas fijas y periódicas que de ningun modo puedan ser abolidas ó prorogadas, de manera que en [124] el dia señalado esté el pueblo legítimamente convocado por la ley, sin que para esto tenga necesidad de ninguna otra convocación formal.
Pero, á escepción de estas asambleas jurídicas por su sola data, cualquiera asamblea del pueblo que no haya sido convocada por los magistrados señalados para este efecto, y según las formás prescritas, debe tenerse por ilegítima y todo lo que se hace en ella por nulo, porque hasta la misma orden de congregarse debe dimanar de la ley. En cuanto á los intervalos más ó menos largos de las asambleas legítimás, dependen de tantas consideraciones que no se pueden dar sobre esto reglas fijas. Solamente puede decirse en general que, cuanto más fuerte es el gobierno, tanto más á menudo debe mostrarse el soberano.
Todo esto, se me dirá, puede ser bueno para una ciudad sola, pero que se hará cuando el estado comprende muchas? Se dividirá entonces la autoridad soberana? ó acaso se ha de concentrar en una sola ciudad y sujetar á esta todas las demás? Respondo que no se ha de hacer ni lo uno ni lo otro. En primer lugar, la autoridad soberana es simple y una, y no se puede dividir sin que se destruya. En segúndo lugar, una ciudad no menos que una nación, no puede legítimamente estar sujeta á otra, porque la esencia del cuerpo político consiste en la conciliación de la obediencia y de la libertad, y estas [125] palabras súbdito y soberano son correlaciónes idénticas, cuya idea se reune en la sola palabra ciudadano.
Añado También que siempre es un mal juntar muchas ciudades en un solo cuerpo político, y que queriendo hacer semejante union, no es dable evitar los inconvenientes naturales. No se deben objetar los abusos de los grandes estados á quien solo los quiere pequeños. Pero de que manera se dará á los estados pequeños la fuerza necesaría para resistir á los grandes? Del modo con que las ciudades de la Grecia resistieron en otro tiempo al gran rey, y del modo con que más recientemente la Holanda y la Suiza han resistido á la casa de Austria.
De todos modos, si no se puede reducir el estado á unos justos límites, queda todavía un recurso; y es el de no sufrir que haya capital, hacer que el gobierno resida alternativamente en cada ciudad, y convocar en ella sucesivamente los estados del país. Poblad igualmente el territorio, estended por todas partes los mismos derechos, llevad á todas ellas la abundancia y la vida; y de este modo el estado llegará á ser juntamente el más fuerte y el mejor gobernado de todos. Acordaos de que los muros de las ciudades no se forman sino con las ruinas de las casas de campo. Por cada palacio que veo edificar en la capital, se me figura ver arruinar una comarca. [126]
En el mismo instante en que el pueblo se halla legítimamente reunido en cuerpo soberano, cesa toda jurisdicción del gobierno, se suspende el poder ejecutivo, y la persona del último ciudadano es tan sagrada é inviolable como la del primer magistrado; porque allá en donde se encuentra el representado, ya no hay más representante. La mayor parte de los tumultos que hubo en Roma en los comicios provinieron de haber ignorado ó despreciado esta regla. Los cónsules no eran entonces más que los presidentes del pueblo; los tribunos, simples oradores (29) ; y el senado, nada absolutamente.
Siempre ha tenido el príncipe estos intervalos de suspension, en los que reconoce ó debe reconocer un actual superior; y estas asambleas populares, que son el escudo del cuerpo político y el freno del gobierno, en todos tiempos han causado horror á los gefes; Así es que jamás ahorran cuidados, objeciónes, dificultades ni promesas, paraque los ciudadanos las [127] descuiden. Cuando estos son avaros, desidiosos, pusilánimes, más amantes del reposo que de la libertad, no resisten mucho tiempo á los esfuerzos redoblados del gobierno: de este modo, aumentándose continuamente la fuerza que se le opone, se desvanece al fin la autoridad soberana, y la mayor parte de los estados caen y perecen antes de tiempo.
Pero entre la autoridad soberana y el gobierno arbitrario, se introduce á veces un poder medio, del que es preciso decir algo.
Tan pronto como el servicio público deja de ser la principal ocupación de los ciudadanos, y que estos quieren servir con su bolsa antes que con su persona, se encuentra ya el estado muy cerca de su ruina. Es preciso ir á la guerra? pagan tropas y se quedan en casa: es preciso ir al consejo? nombran diputados y se quedan en casa. A fuerza de pereza y de dinero, tienen en fin soldados para esclavizar la patria y representantes para venderla. El bullicio del comercio y de las artes, la interesada codicia de la ganancia, la molicie y el amor á las comodidades son las causas de que se muden en dinero los servicios personales. Se cede una parte del provecho para aumentarle libremente. Dad dinero, y bien pronto tendreis cadenas. La palabra hacienda es [128] una palabra de esclavos, que no se conoce en los estados libres. En estos, los ciudadanos lo hacen todo con sus brazos y nada con dinero; lejos de pagar para eximirse de sus deberes, pagarían para desempeñarlos por sí mismos. Estoy bien lejos de seguir las ideas comunes; creo que los servicios corporales son menos contrarios á la libertad que las contribuciónes.
Cuanto mejor constituido está un estado, tanta más preferencia tienen en el espíritu de los ciudadanos los negocios públicos que los privados. Y hay También menos negocios de esta clase, porque como la suma de la dicha comun proporcióna una porción más considerable á la de cada individuo, no debe buscar tanta en los cuidados particulares. En un estado bien arreglado cada cual corre á las asambleas; bajo un mal gobierno, nadie quiere dar un paso para ir á ellas, porque nadie toma interés en lo que se hace, pues se prevé que la voluntad general no será la que domine, y en fin porque los cuidados domésticos ocupan toda la atención. Las buenas leyes hacen dictar otras mejores, las malas son seguidas de otras peores. En el momento en que, hablando de los negocios del estado, diga alguno, que me importa?, se ha de contar que el estado está perdido.
La tibieza del amor á la patria, la actividad del interés privado, la inmensidad de los estados, las conquistas, el abuso del gobierno, han hecho imaginar el medio de los diputados ó representantes del pueblo en las asambleas [129] de la nación. Esto es lo que en algunos paises se atreven á llamar tercer-estado ó bien estado llano. De este modo el interés particular de dos clases ocupa el primero y segúndo puesto, y el interés público el tercero.
La soberanía no puede ser representada, por la misma razon por la que no puede ser enagenada: consiste en la voluntad general, y la voluntad no se representa, porque ó es ella misma, ó es otra; en esto no hay medio. Luego los diputados del pueblo no son ni pueden ser sus representantes: son tan solo sus comisarios, y no pueden determinar nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no haya ratificado es nula, y ni aun puede llamarse ley. El pueblo Inglés cree ser libre, y se engaña; porque tan solo lo es durante la elección de los miembros del parlamento, y luego que estos están elejidos, ya es esclavo, ya no es nada. El uso que hace de su libertad en los cortos momentos en que la posee, merece por cierto que la pierda.
La idea de representantes es moderna, y se deriva del gobierno feudal, de este gobierno inicuo y absurdo, en el que se halla degradada la especie humana y deshonrado el dictado de hombre. En las repúblicas antiguas y aun en las monarquías jamás tuvo el pueblo representantes; esta palabra era desconocida. Es cosa muy particular que en Roma, en donde los tribunos eran tan sagrados, no se haya ni tan solo imaginado que pudiesen usurpar las funciónes del pueblo, y que en medio [130] de una muchedumbre tan numerosa no hayan intentado jamás hacer pasar de propia autoridad un solo prebiscito. Sin embargo puede juzgarse de la confusion que causaba á veces la multitud, por lo que sucedió en tiempo de los Gracos, en el cual una parte de los ciudadanos daba su voto desde los tejados. En donde el derecho y la libertad lo son todo, para nada hay inconvenientes. En este sabio pueblo, todo estaba en su justa medida; dejaba hacer á sus lictores lo que no se hubieran atrevido á hacer sus tribunos; no temia que los lictores quisiesen representarle.
Con todo, para esplicar de que modo los tribunos le representaban á veces, basta concebir de que modo el gobierno representa al soberano. No siendo la ley otra cosa más que la declaración de la voluntad general, claro está que en cuanto al poder legislativo el pueblo no puede ser representado; pero puede y debe serlo en cuanto al poder ejecutivo, que no es más que la fuerza aplicada á la ley. Esto hace conocer que examinando bien las cosas, se encontraría que son muy pocas las naciónes que tienen leyes. Sea lo que fuere, es muy cierto que no teniendo los tribunos ninguna parte del poder ejecutivo, nunca pudieron representar al pueblo romano por los derechos de sus cargos, sino solamente usurpando los del senado.
Entre los Griegos, todo lo que el pueblo tenia que hacer, lo hacia por sí mismo; y Así continuamente se hallaba reunido en las plazas. [131] Verdad es que vivian en un clima templado, no tenian codicia, los esclavos trabajaban por ellos, y su principal negocio era su libertad. No teniendo las mismás ventajas; como se pueden conservar los mismos derechos? Vuestros climás más rigurosos, os originan más necesidades (30) ; durante seis meses del año no podeis permanecer en la plaza pública; vuestras lenguas sordas no se dejan oir al aire libre; os dedicais más á vuestras ganancias que á vuestra libertad, y temeis mucho menos la esclavitud que la miseria.
Pues que! La libertad solo se mantiene con el apoyo de la esclavitud? Puede ser. Los dos escesos se tocan. Todo lo que no está en el orden de la naturaleza tiene sus inconvenientes, y la sociedad civil mucho más. Hay ciertas situaciónes desgraciadas, en las que se puede conservar la libertad sino á espensas de la de los demás, y en las que el ciudadano no puede ser enteramente libre sin que el esclavo sea sumamente esclavo. Tal era la situación de Esparta. Vosotros, pueblos modernos, es verdad que no teneis esclavos, pero lo sois vosotros mismos; pagais su libertad con la vuestra. Por más que alabeis esta preferencia, yo encuentro en ella más cobardía que humanidad. [132]
No entiendo por esto que haya de haber esclavos, ni que sea legítimo el derecho de esclavitud, supuesto que he probado lo contrario: indico tan solo los motivos porque los pueblos modernos, que se creen libres, tienen representantes, y hago ver porque razon los pueblos antiguos no los tenian. De todos modos, en el instante en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre; deja de existir.
Examinado todo perfectamente, no veo que sea posible ya al soberano conservar entre nosotros el ejercicio de sus derechos, si el estado no es muy pequeño. Pero en este caso, será sojuzgado facilmente? No por cierto. Más adelante (31) haré ver de que suerte se puede reunir el poder esterior de un pueblo grande con la cómoda policía y el buen orden de un pequeño estado.
Una vez bien establecido el poder legislativo, trátase de establecer de la misma manera el ejecutivo; porque este último, que solo obra [133] por medio de actos particulares, no siendo de la esencia del otro, está naturalmente separado de él. Si fuese posible que el soberano, considerado como tal, tuviese el poder ejecutivo, el derecho y el hecho se hallarían confundidos de tal suerte, que no se podría saber lo que es ley y lo que no lo es; y el cuerpo político, apartado de este modo de su naturaleza, se veria muy pronto expuesto á la violencia contra la cual fué instituido.
Siendo todos los ciudadanos iguales por el contrato social, todos pueden mandar lo que todos deben hacer, pero nadie tiene derecho de exijir que otro haga lo que él no hace. Este es propiamente el derecho, que el soberano da al príncipe cuando se instituye el gobierno; derecho indispensable para hacer vivir y mover el cuerpo político. Muchos han pretendido que el acto de este establecimiento era un contrato entre el pueblo y los gefes que se da; contrato por el cual se estipulaban entre las dos partes las condiciónes, bajo las cuales el uno se obligaba á mandar y el otro á obedecer. Á la verdad semejante manera de contratar es bien estraña. Veamos empero si se puede sostener esta opinion.
En primer lugar, la suprema autoridad Así como no puede enagenarse, tampoco puede modificarse; ponerle límites es lo mismo que destruirla. Cosa es muy absurda y contradictoria que el soberano se dé un superior; obligarse á obedecer á un señor es volver á ponerse en entera libertad. [134]
Además, es evidente que este contrato del pueblo con tales ó tales personas seria un acto particular, de lo que se sigue que no puede ser ni una ley, ni un acto de soberanía, y que por consiguiente seria ilegítimo.
Añádase á esto que las partes contratantes obrarían entre sí bajo la sola ley de la naturaleza, sin ninguna garantía de sus recíprocas obligaciónes, lo que repugna enteramente al estado civil. siendo siempre el que tuviese la fuerza en la mano el árbitro de la ejecución, seria lo mismo que dar el nombre de contrato al acto por el cual un hombre dijese á otro: Te doy todo lo que tengo, con la condición de que me devolverás lo que te diere la gana. En el estado no hay más que un contrato, el de asociación; y este escluye cualquier otro. No se puede imaginar ningun contrato público, que no sea una violación del primero.
¿Que idea hemos de tener pues del acto por el cual el gobierno es instituido? Haré observar desde luego que este acto es complexo ó compuesto de otros dos: á saber, el establecimiento de la ley, y su ejecución.
Por el primero, establece el soberano que haya un cuerpo de gobierno bajo tal ó cual forma, y es claro que este acto es una ley. [135] Por el segúndo, el pueblo nombra los gefes que se encargarán del gobierno establecido. Siendo este nombramiento un acto particular, no es una segúnda ley, sino una consecuencia de la primera y una función del gobierno.
La dificultad consiste en entender de que manera puede haber un acto de gobierno antes que este exista, y de que modo el pueblo, que no es más que soberano ó súbdito, puede ser en algunas circunstancias príncipe ó magistrado. Aqui es donde se descubre También una de estas admirables propiedades del cuerpo político, por las cuales concilia operaciónes contradictorias en apariencia. Esta se ejecuta por una súbita conversion de la soberanía en democracia; de modo que sin ningun cambio sensible, y tan solo por medio de una nueva relación de todos á todos, los ciudadanos, convertidos en magistrados, pasan de los actos generales á los particulares, y de la ley á la ejecución.
Este cambio de relación no es una sutileza especulativa sin ejemplar en la práctica: vemos que sucede todos los dias en el parlamento de Inglaterra, en donde la cámara baja, en ciertas ocAsíones, se convierte en grande comisión para discutir mejor los negocios, y llega á ser de este modo simple comisión, de consejo soberano que era un momento antes: de suerte que se da en seguida cuenta á sí misma como cámara de los comunes, de lo que [136] acaba de determinar como grande comisión, y delibera nuevamente bajo un título sobre lo que ya ha resuelto bajo de otro.
Tal es la ventaja propia del gobierno democrático, á saber, el poder ser establecido en el hecho por un simple acto de la voluntad general. Despues de lo cual este gobierno provisional queda en posesion, si es esta la forma adoptada, o establece en nombre del soberano el gobierno prescrito por la ley; y todo se encuentra de este modo arreglado. No es posible instituir el gobierno de ningun otro modo legítimo y sin contraríar los principios hasta aqui establecidos.
De estas aclaraciónes resulta, en confirmación del capítulo XVI, que el acto de institución del gobierno no es un contrato, sino una ley; que los depositarios del poder ejecutivo no son los señores del pueblo, sino sus oficiales; que este puede nombrarlos y destituirlos cuando le acomode; que no se trata de que ellos contraten, sino de que obedezcan; y que encargándose de las funciónes que el estado les impone, no hacen más que cumplir con los deberes de ciudadanos, sin tener en manera alguna el derecho de disputar sobre las condiciónes. [137]
Según esto, cuando el pueblo instituye un gobierno hereditario, bien sea monárquico en una familia, bien sea aristocrático en una clase de ciudadanos, no se entiende que se haya obligado; sino que da una forma provisional á la administración, hasta que le acomode mandar otra cosa.
Verdad es que estos cambios siempre son peligrosos, y que jamás se debe mudar el gobierno establecido, sino cuando llega á ser incompatible con el bien público: pero esta circunspección es una máxima de política, y no una regla de derecho; y el estado no está más obligado á dejar la autoridad civil á sus gefes, que la autoridad militar á sus generales. También es cierto que en semejante caso nunca estará de más todo el cuidado que se ponga en observar todas las formalidades que se requieren para distinguir un acto regular y legítimo de un tumulto sedicioso, y la voluntad de todo un pueblo de los clamores de una facción. En estos lances sobre todo es cuando no se debe dar á los casos odiosos más de lo que no se les puede negar en todo el rigor del derecho; y También es de esta obligación de la que saca el príncipe una ventaja muy grande para conservar su poder á pesar del pueblo, sin que pueda decirse que lo haya usurpado: pues haciendo ver que no hace más que usar de sus derechos, le es muy fácil estenderlos é impedir bajo el pretesto de la pública tranquilidad, las asambleas destinadas [138] á restablecer el buen orden; de modo que se prevale de un silencio que no deja romper ó de las irregularidades que hace cometer, para suponer en favor suyo el consentimiento de aquellos á quienes hace callar el temor, y para castigar á los que se atreven á hablar. No de otra suerte los decemviros, elejidos primeramente para un año y continuados después para otro, intentaron perpetuar su poder no permitiendo que se juntaran los comicios; y por este medio tan fácil, todos los gobiernos del mundo, una vez revestidos de la fuerza pública, usurpan tarde ó temprano la autoridad soberana.
Las asambleas periódicas de que he hablado antes, son las más á propósito para evitar ó diferir esta desgracia, sobre todo cuando no hay necesidad de que sean convocadas formalmente, porque en tal caso no puede el príncipe impedirlas sin declararse abiertamente infractor de las leyes y enemigo del estado.
La abertura de estas asambleas, que solo tienen por objeto la conservación del pacto social, debe hacerse siempre por dos proposiciónes, que no se puedan suprimir jamás, y que pasen á votarse por separado.
La primera: Si quiere el soberano conservar la actual forma de gobierno.
La segúnda: Si quiere el pueblo dejar la administración del gobierno de los que en la actualidad están encargados de ella.
Doy aqui por supuesto lo que creo haber [139] demostrado; á saber, que no hay en el estado ninguna ley fundamental que no pueda revocarse, aunque sea el mismo pacto social; porque si todos los ciudadanos se juntasen para romper este pacto de comun acuerdo, no se puede dudar que estaría legítimamente roto. Grocio piensa además que cada uno puede renunciar al estado de que es miembro, y recobrar su libertad natural y sus bienes, saliéndose del pais (32) . Seria pues muy absurdo que no pudiesen todos los ciudadanos reunidos lo que cada uno de ellos puede separadamente. [140]
Mientras que muchos hombres reunidos se consideran como un solo cuerpo, no tienen más que una voluntad que se dirije á la comun conservación y al bienestar general. Entonces todos los resortes del estado son vigorosos y simples, sus máximás claras y luminosas, no tiene intereses confusos ni contradictorios, el bien comun se echa de ver con evidencia en todas partes, y cualquiera que tenga buen discernimiento sabrá distinguirle. La paz, la union y la igualdad son enemigas de las sutilezas políticas. Es difícil engañar á los hombres rectos y sencillos á causa de su simplicidad: las astucias, los sutiles pretextos no pueden nada con ellos, y ni aun son bastante astutos para poder ser engañados. Cuando vemos en el pueblo más dichoso del mundo, que los aldeanos en cuadrillas arreglan los negocios del estado á la sombra de una encina, y que siempre obran con juicio; podemos dejar de despreciar las sutilezas de las demás naciónes, que se hacen ilustres y miserables con tanto arte y con tantos misterios? [141]
Un estado gobernado de esta suerte necesita muy pocas leyes, y cuando se hace preciso promulgar algunas nuevas, se vé generalmente su necesidad. El primero que las propone no hace más que decir lo que todos han conocido ya; y no son necesarías las intrigas ni la elocuencia para hacer pasar por ley lo que cada cual ha determinado hacer, apenas esté seguro de que los demás lo harán como él.
Lo que engaña á los que discurren sobre esto es que viendo tan solo estados mal constituidos desde su origen, les aturde la imposibilidad de mantener en ellos una policía semejante. Se echan á reir al imaginar todas las necedades que un pícaro diestro y un hablador que sepa insinuarse, pueden persuadir al pueblo de Paris ó al de Londres. Ignoran que el pueblo de Berna hubiera encerrado á Cromwel con los mentecatos, y que los Ginebrinos hubieran puesto en la casa de corrección al duque de Beaufort. Pero cuando el nudo social empieza á ceder y el estado á relajarse, cuando los intereses particulares empiezan á hacerse sentir y las pequeñas sociedades á influir en la grande, el interés comun se altera y encuentra oposición; ya no hay unanimidad en los votos; la voluntad general ya no es la de todos; se escitan contradicciónes y debates; y el mejor parecer no se adopta sin disputas.
En fin cuando el estado, cercano á su ruina, [142] subsiste solamente por una forma ilusoria y vana, cuando el vínculo social se rompe en todos los corazones, cuando el más vil interés se adorna con descaro con el nombre sagrado del bien público, la voluntad general enmudece entonces; guiados todos por motivos secretos, no opinan ya como ciudadanos, sino como si jamás hubiese existido el estado; y se hacen pasar falsamente con el nombre de leyes los inicuos decretos, que solo tienen por fin el interés particular. ¿Acaso de aqui se sigue que la voluntad general esté anonadada ó corrompida? No por cierto esta siempre es constante, inalterable y pura; pero está subordinada á otras que pueden más que ella. Cada cual, separando, su interés del interés comun, vé bien claro que no puede separarle de él enteramente; pero su parte de mal público no le parece nada en comparación del bien esclusivo que pretende apropiarse. Esceptuando este bien particular, quiere el bien general por su propio interés tan ardientemente como cualquiera otro. Aun vendiendo su voto por dinero, no estingue en sí la voluntad general, sino que la elude. La falta que comete consiste en mudar el estado de la cuestion y en contestar una cosa diferente de lo que le preguntan, de modo que en vez de decir por medio de su voto: conviene al estado, dice: conviene á tal hombre ó á tal partido que pase este ó el otro parecer. Así pues la ley del orden público en las asambleas no tanto consiste en mantener en ellas la voluntad [143] general, como en hacer que siempre sea esta preguntada y que responda siempre.
Muchas reflecsiones podría hacer aqui sobre el simple derecho de votar en todo acto de soberanía, derecho que nadie puede quitar á los ciudadanos, y sobre el de opinar, proponer, dividir y discutir, que el gobierno tiene mucho cuidado en no dejar más que á sus miembros; pero esta importante materia exijiria un tratado á parte, y no es posible decirlo todo en este.
Hemos visto en el precedente capítulo el modo de tratar los negocios generales, puede dar un indicio bastante seguro del estado actual de las costumbres y de la salud del cuerpo político. Cuanta más conformidad reine en las asambleas; esto es, cuanto más se acerquen las decisiónes á la unanimidad, tanto más dominante será También la voluntad general; y al contrario, los largos debates, las disensiones y el tumulto anuncian el ascendiente de los intereses particulares y la decadencia del estado.
No parece esto tan evidente cuando dos ó más clases entran en su constitución, como en Roma los patricios y los plebeyos, cuyas contiendas perturbaron á menudo los comicios, aun en los tiempos más prósperos de la república: [144] pero esta escepción más bien es aparente que real; porque entonces, á causa del vicio inherente al cuerpo político, hay, por decirlo Así, dos estados en uno, y lo que no es cierto de los dos juntos lo es de cada uno en particular. Y en efecto, hasta en los tiempos más borrascosos, los plebiscitos del pueblo, cuando no se metia en ellos el senado, pasaban siempre tranquilamente y por una gran pluralidad de votos: no teniendo los ciudadanos más que un solo interés, tampoco el pueblo tenia más que una voluntad.
En la otra estremidad del círculo se halla También la unanimidad; y es cuando los ciudadanos, habiendo caido en la esclavitud, ya no tienen libertad ni voluntad. Entonces el miedo y la adulación mudan los votos en aclamación; ya no se delibera, sino que se adora ó se maldice. Tal era el vil modo de opinar del senado en tiempo de los emperadores. Hacíase esto á veces con precauciónes ridículas. Tácito observa que en el reinado de Othon, los senadores, llenando de ecsecraciónes á Vitelio, procuraban hacer al mismo tiempo un ruido espantoso, á fin de que si por casualidad llegaba este al imperio, no pudiese saber lo que cada uno de ellos habia dicho.
De estas diferentes consideraciones nacen las máximás que han de determinar el modo de contar los votos y de comparar las opiniones, según se pueda con más ó menos facilidad conocer la voluntad general y según [145] la mayor ó menor decadencia del estado. Una sola ley ecsije por su naturaleza un consentimiento unánime, y es el pacto social; porque la asociación civil es el acto más voluntario de todos: habiendo nacido todos los hombres libres y dueños de sí mismos, nadie puede, bajo ningun pretexto, sujetarlos sin su consentimiento. Decidir que el hijo de una esclava nace esclavo, es decidir que no nace hombre.
Luego sí, cuando se hace el pacto social, encuentra opositores, esta oposición no anula el contrato; solo impide que los que se han opuesto estén comprendidos en él; hace que estos sean unos estranjeros en medio de los ciudadanos. Cuando el estado se halla constituido, la residencia prueba el consentimiento, y habitar el terreno, es someterse á la soberanía (33) . Á escepción de este primitivo contrato, la voz de la pluralidad obliga siempre á todos los demás, lo que es una consecuencia del mismo contrato. Pregúntase empero, como puede un hombre ser libre, y verse al mismo tiempo obligado á conformarse con una voluntad que no es la suya? ¿Como los que se [146] oponen son libres, si han de sujetarse á leyes que no consintieron?
Respondo á esta cuestion diciendo que está mal sentada. El ciudadano accede á todas las leyes, aun á las que se aprueban á pesar suyo, y hasta á las que le castigan cuando se atreve á violar alguna. La voluntad constante de todos los miembros del estado es la voluntad general, y por esta son ciudadanos y libres (34) . Cuando se propone una ley en la asamblea popular, lo que se pide al pueblo no es precisamente si aprueba ó desecha la proposición, sino si es ó no conforme con la voluntad general que es la suya: cada cual, al dar su voto, dice su parecer sobre el particular, y del cálculo de los votos se saca la declaración de la voluntad general. Luego cuando prevalece un dictamen contrario al mio, esto no prueba sino que yo me habia engañado, y que lo que creia que era la voluntad general, no lo era en realidad. Si mi parecer particular hubiese ganado, hubiera yo hecho en este caso una cosa contraría á la que habia querido hacer; entonces es cuando no hubiera sido libre. [147] Esto supone, es verdad, que todos los caractéres de la voluntad general se hallan aun en la pluralidad: cuando deja de ser Así, cualquiera que sea el partido que uno tome, ya no hay libertad.
Cuando he demostrado como se sustituyen las voluntades particulares á la general en las deliberaciónes públicas, he indicado suficientemente los medios que se pueden practicar para evitar este abuso, y todavía hablaré de ellos más adelante. En cuanto al número proporciónal de votos para declarar esta voluntad, he indicado También los principios sobre los que puede fijarse. La diferencia de una sola voz rompe la igualdad, y un solo opositor destruye la unanimidad: pero entre la unanimidad y la igualdad hay muchas divisiones desiguales, á cada una de las cuales puede fijarse este número según el estado y las necesidades del cuerpo político.
Dos máximás generales pueden servir para determinar estas relaciónes: la una, que cuanto más importantes y graves sean las deliberaciónes, tanto más debe acercarse á la unanimidad el parecer que prevalezca; y la otra, que cuanto más celeridad exija el negocio de que se trata, tanto más debe limitarse la diferencia prescrita en el repartimiento de los votos: en las deliberaciónes que se han de concluir al instante, el esceso de un solo voto debe bastar. La primera de estas máximás parece que conviene más á las leyes, y la segúnda á los negocios. De todos modos, por [148] una prudente combinación se deben establecer las mejores relaciónes que se pueden dar á la pluralidad para pronunciar.
En cuanto á las elecciónes del príncipe y de los magistrados, que, como he dicho, son actos complexos, hay dos medios para proceder á ellas; á saber, la elección y la suerte. Ambos han sido empleados en diversas repúblicas, y aun en la actualidad vemos una mezcla muy complicada de ambos en la elección del dux de Venecia.
La elección por la suerte, dice Montesquieu, es propia de la democracia. Convengo en ello; pero cual es el motivo? La suerte, continua, es una manera de elegir que á nadie ofende, pues deja á cada ciudadano una razonable esperanza de servir á la patria. No creo que estas sean razones.
Si se atiende á que la elección de los gefes es una función del gobierno y no de la soberanía, verémos el motivo porque el medio de la suerte es el más acomodado á la naturaleza de la democracia, en la cual es tanto mejor la administración, cuanto menos multiplicados son sus actos.
En toda verdadera democracia la magistratura no es una ventaja, sino una carga onerosa [149] que no puede imponerse con justicia á un particular con preferencia á otro. Solo la ley puede imponer esta carga á aquel á quien designe la suerte. Porque siendo entonces la condición igual para todos y no dependiendo la elección de voluntad humana, no hay ninguna aplicación particular que altere la universalidad de la ley. En la aristocracia el príncipe elije al príncipe, el gobierno se conserva por si solo, y aqui es donde está bien servirse de los votos.
El ejemplo de la elección del dux de Venecia confirma esta distinción lejos de destruirla: esta forma compuesta conviene á un gobierno mixto; porque es una equivocación tener al gobierno de Venecia por una verdadera aristocracia. Si el pueblo no tiene parte en el gobierno, la nobleza hace alli de pueblo. Una multitud de pobres barnabotes no obtienen jamás ninguna magistratura, y su nobleza no les da más que el inútil título de escelencia y el derecho de Asístir al gran consejo. Siendo este tan numeroso como nuestro consejo general de Ginebra, sus ilustres miembros no tienen más privilegios que nuestros simples ciudadanos. Es muy cierto que quitando la suma desigualdad de las dos repúblicas, el vecindario de Ginebra representa ecsactamente al patriciado veneciano; nuestros nalurales y habitantes representan á los ciudadanos y al pueblo de Venecia; nuestros paisanos representan á los vasallos de tierra-firme: en fin, de cualquier modo que se considere esta república, [150] prescindiendo de su grandeza, su gobierno no es más aristocrático que el nuestro. Toda la diferencia consiste en que, no teniendo ningun gefe vitalicio, no tenemos nosotros la misma necesidad de la suerte.
Las elecciónes por suerte tendrian pocos inconvenientes en una verdadera democracia, en la cual, siendo todo igual tanto por las costumbres y por los talentos como por las máximás y por la fortuna, la elección seria cAsí indiferente. Pero ya he dicho que no ecsiste una verdadera democracia.
Cuando la elección y la suerte se encuentran mezcladas, la primera debe recaer sobre los destinos que ecsijen un talento particular, como son los empleos militares; la otra conviene á aquellos destinos que solo requieren buen discernimiento, justicia é integridad, tales como los cargos de la judicatura; porque en un estado bien constituido estas cualidades son comunes á todos los ciudadanos.
Ni la suerte ni los votos tienen lugar en un gobierno monárquico. Siendo el monarca de derecho el solo príncipe y el único magistrado que hay, la elección de sus lugartenientes le pertenece esclusivamente. Cuando el abad de St. Pierre proponia multiplicar los consejos del rey de Francia y elejir sus miembros por escrutinio, no veia que su proposición mudaba la forma de gobierno.
Queda aun por decir la manera de dar y de recoger los votos en las asambleas populares; pero tal vez la historia de la policía [151] romana en este punto, esplicará con más claridad todas las máximás que yo podría establecer. No es indigno de un lector juicioso ver circunstanciadamente de que modo se trataban los negocios públicos y particulares en un consejo de doscientos mil hombres.
No ecsisten monumentos bien positivos de los primeros tiempos de Roma; es además muy probable que la mayor parte de las cosas que de ellos nos cuentan son fabulosas (35) ; y en general la parte más instructiva de los anales de los pueblos, que es la historia de su fundación, es la de que más carecemos. La esperiencia nos enseña todos los dias las causas de las revoluciónes de los imperios; pero como ya no se forman más pueblos, solo podemos esplicar por conjeturas el modo como se han formado.
Las costumbres que encontramos establecidas prueban por lo menos que han tenido un orígen. De las tradiciónes que remontan á estos orígenes, las que están apoyadas en grandes [152] autoridades, y confirmadas por razones todavía más poderosas, deben pasar por las más cierta. Estas son las máximás que he procurado seguir para buscar de que manera el pueblo más libre y más poderoso de la tierra ejercia su poder supremo.
Después de la fundación de Roma, la república naciente, esto es, el ejército del fundador, compuesto de Albanos, de Sabinos y de estranjeros, fué dividido en tres clases, que, según esta división, tomaron el nombre de tribus. Cada una de estas se dividió en diez curias, y cada curia en decurias, á cuyo frente se pusieron gefes llamados curiones y decuriones.
A más de esto se sacó de cada tribu un cuerpo de cien soldados de á caballo ó caballeros, llamado centuria; por lo que se vé que estas divisiones, poco necesarías en una villa, solo eran por de pronto militares. Más no parece sino que un instinto de grandeza guiaba la pequeña ciudad de Roma á que de antemano se diera una policía digna de la capital del mundo.
De esta primera division resultó bien pronto un inconveniente; y fué que quedando siempre en el mismo estado la tribu de los Albanos (36) y la de los Sabinos (37) , mientras que la de los estranjeros (38) crecia sin cesar [153] con la continua llegada de estos, no tardó esta última en sobrepujar á las otras dos. El remedio que encontró Servio para este peligroso abuso, fué el de mudar la division, y al repartimiento por linages que fué abolido, sustituyó otro sacado de los diferentes parages de la ciudad que cada tribu ocupaba. En vez de tres tribus formó cuatro, cada una de las cuales ocupaba una colina de Roma y tomaba de ella su nombre. Remediando de este modo la desigualdad presente, la supo prevenir También para lo venidero; y para que esta division no solamente lo fuese en cuanto á los lugares, si que También en cuanto á los hombres, prohibió á los habitantes de un cuartel que pasáran á otro; lo que hizo que no se confundiesen los linajes. Duplicó Asímismo las tres antiguas centurias de caballería, y añadió otras doce, conservando siempre los mismos nombres; medio sencillo y juicioso, por el cual acabó de separar el cuerpo de caballeros del cuerpo del pueblo, sin dar lugar á que este último murmurase.
Á estas cuatro tribus urbanas añadió Servio otras quince, llamadas rústicas, porque se compusieron de los habitantes del campo, divididos en otros tantos distritos. Con el tiempo se crearon otras tantas; y estuvo finalmente el pueblo Romano dividido en treinta y cinco tribus, cuyo número duró hasta el fin de la república.
De esta distinción en tribus urbanas y rústicas resultó un efecto digno de ser notado, [154] porque no hay otro ejemplo igual, y porque á él debió Roma tanto la conservación de sus costumbres como el engrandecimiento de su imperio. Nadie diria sino que las tribus urbanas se arrogaron bien pronto el poder y los honores, y que no tardaron en envilecer á las rústicas: pues sucedió todo lo contrario. Bien sabida es la afición de los primeros Romanos á la vida campestre; afición que les vino del sabio fundador de la república, que juntó los trabajos rústicos y militares á la libertad, y desterró, digámoslo Así, á la ciudad las artes, los oficios, la intriga, la fortuna y la esclavitud.
Así pues, viviendo lo más ilustre de Roma en el campo y cultivando las tierras, se acostumbraron los Romanos á buscar alli solo el apoyo de la república. Siendo este estado, el de los más dignos patricios, fué honrado por todos; fué preferida la vida sencilla y laboriosa de los aldeanos á la vida ociosa y poltrona de los vecinos de Roma; y el que tal vez no hubiera sido más que un desdichado proletario en la ciudad, llegaba á ser, trabajando la tierra, un ciudadano respetado. No sin motivo, decia Varron, nuestros magnánimos mayores establecieron en el campo el semillero de estos hombres robustos y valientes, que los defendian en tiempo de guerra y los alimentaban en tiempo de paz. Plinio afirma que á las tribus del campo se las honraba mucho á causa de los hombres que las componian; mientras que los cobardes á quienes se queria envilecer eran transportados por ignominia á las [155] de la ciudad. Habiendo ido á establecerse en Roma el Sabino Apio Claudio, fué colmado de honores é inscrito en una tribu rústica, que con el tiempo tomó el nombre de su familia. Finalmente todos los libertos entraban en las tribus urbanas, jamás en las rústicas; y en todo el tiempo de la república no hay un solo ejemplar de que alguno de estos libertos hubiese llegado á ser magistrado, á pesar de que todos eran ciudadanos.
Esta máxima era escelente; pero se llevó hasta tal estremo, que produjo por último un cambio, y sin duda alguna un abuso en la policía.
En primer lugar, habiéndose los censores arrogado por largo tiempo el derecho de trasladar arbitraríamente á los ciudadanos de una tribu á otra, permitieron á la mayor parte el hacerse inscribir en la que más les acomodase; permiso que ciertamente para nada era bueno, y que quitaba uno de los grandes resortes de la censura. Además, haciéndose inscribir todos los grandes y todos los poderosos en las tribus del campo, y quedándose los libertos, al adquirir la libertad, con el populacho en las de la ciudad, perdieron generalmente las tribus su lugar y su territorio, y se encontraron mezcladas de tal suerte, que ya no fué posible distinguir los miembros de cada una por medio de los registros; de modo que la idea de la palabra tribu pasó Así de real á personal, ó por mejor decir, llegó á ser cAsí una quimera. [156]
Sucedió También que hallándose las tribus urbanas más á la mano, fueron á menudo las más poderosas en los comicios, y vendieron el estado á los que querian comprar los votos de la canalla que las componia.
En cuanto á las curias, habiendo el fundador puesto diez en cada tribu, todo el pueblo romano, encerrado entonces dentro de las murallas de la ciudad, se halló compuesto de treinta curias, cada una de las cuales tenia sus templos, sus dioses, sus oficiales, sus sacerdotes y sus fiestas, llamadas compitalia, semejantes á las paganalia que tuvieron después las tribus rústicas.
Cuando la nueva division de Servio, aunque este número de treinta no podia repartirse igualmente entre las cuatro tribus, no quiso varíarlo; y las curias, independientes de las tribus, vinieron á ser otra division de los habitantes de Roma: pero no se habló de curias ni en las tribus rústicas ni en el pueblo que las componia, porque habiendo llegado á ser las tribus un establecimiento meramente civil, y habiéndose introducido otra policía para el alistamiento de las tropas, las divisiones militares de Rómulo vinieron á ser superfluas. Así es que aunque todo ciudadano estaba inscrito en una tribu, no por esto lo estaba en una curia.
Hizo además Servio una tercera division, que no tenia ninguna relación con las dos precedentes, y que por sus efectos llegó á ser la más importante de todas. Distribuyó todo el [157] pueblo romano en seis clases, distinguiéndolas no por el lugar ni por los hombres, sino por los bienes; de modo que las primeras clases se componian de los ricos, las últimás de los pobres, y las intermedias de aquellos que disfrutaban de una mediana fortuna. Estas seis clases se subdividian en otros ciento noventa y tres cuerpos llamados centurias; y estos cuerpos estaban distribuidos de tal suerte, que la primera clase comprendia por sí sola más de la mitad y la última solo formaba uno. De aqui resultó que la clase menos numerosa en hombres era la más numerosa en centurias, y que toda la última clase solo era contada por una subdivision, á pesar de contener ella sola más de la mitad de los habitantes de Roma. Para que el pueblo no penetrase las consecuencias de esta última forma, procuró Servio darle cierto aire militar: colocó en la segúnda clase dos centurias de armeros, y dos de instrumentos bélicos en la cuarta: en todas las clases, á escepción de la última, separó los jóvenes de los ancianos, esto es, los que estaban obligados á tomar las armás de los que estaban esentos por las leyes á causa de su edad; distinción, que más bien que la de los bienes, produjo la necesidad de volver á hacer á menudo el censo ó padron: quiso por último que se celebrase la asamblea en el campo de Marte, y que todos los que estuviesen en edad de servir Asístiesen á ella armados. [158]
El motivo porque no siguió en la última clase esta misma division de jóvenes y de ancianos, fué porque no se concedia al populacho, de que esta clase se componia, el honor de llevar las armás en defensa de la patria; era necesario tener hogares para conseguir el derecho de defenderlos; y entre estas innumerables tropas de miserables, que componen hoy los brillantes ejércitos de los reyes, quizás no hay un solo hombre, que no hubiese sido despedido con desden de una cohorte romana, cuando los soldados eran los defensores de la libertad.
Sin embargo, aun se distinguieron en la última clase los proletarios de los que se llamaban capíte censi. Los primeros, no reducidos del todo á la nada, daban al menos al estado ciudadanos, y algunas veces soldados en los casos más apurados. Por lo que toca á los que nada absolutamente tenian y que solo podian ser contados por sus cabezas, eran mirados como no ecsistentes; y Mario fué el primero que permitió alistarlos. Sin decidir aqui si esta tercera division era en sí misma buena ó mala, creo poder asegurar que solo las sencillas costumbres de los primeros Romanos, su desinterés, su afición á la agricultura y el desprecio con que miraban el comercio y el afan de la ganancia, pudieron hacerla practicable. ¿En donde ecsiste un pueblo moderno, en el cual la voraz codicia, el carácter inquieto, la intriga, las continuas mudanzas, las perpetuas revoluciónes de las [159] fortunas, puedan dejar durar veinte años un establecimiento semejante sin trastornar del todo el estado? También se ha de observar con cuidado que las costumbres y la censura, más fuertes que esta institución, corrigieron en Roma los defectos de esta, y que hubo rico que se vió relegado á la clase de los pobres por haber hecho demásiada ostentación de su riqueza.
De todo lo dicho se puede deducir con facilidad el motivo porque cAsí nunca se hace mención más que de cinco clases, aunque en realidad hubiese seis. No dando la sexta ni soldados al ejército ni votantes al campo de Marte (39) , y no siendo cAsí de ningun uso en la república, raras veces era contada por algo.
Estas fueron las diferentes divisiones del pueblo romano. Veamos ahora que efecto producian en las asambleas. Estas asambleas, legítimamente convocadas, se llamaban comicios: regularmente se reunian en la plaza de Roma ó en el campo de Marte, y se dividian en comicios por curias, comicios por centurias y comicios por tribus, según la forma con que se mandaban convocar. Los comicios por curias [160] fueron instituidos por Rómulo; los comicios por centurias, por Servio; y los por tribus, por los tribunos del pueblo. Ninguna ley recibia la sanción, ningun magistrado era elejido sino en los comicios; y como no habia ningun ciudadano que no estuviese inscrito en una curia, en una centuria ó en una tribu, de aqui es que ningun ciudadano estaba escluido del derecho de votar, y que el pueblo romano era verdaderamente soberano de derecho y de hecho.
Para que los comicios estuviesen legítimamente convocados y lo que se hacia en ellos tuviese fuerza de ley, se requerian tres condiciónes: la primera, que el cuerpo ó magistrado que los convocaba estuviese revestido á este fin de la autoridad necesaría; la segúnda, que tuviese lugar la asamblea en uno de los dias permitidos por la ley; y la tercera, que los agüeros fuesen favorables.
El motivo del primer reglamento no tiene necesidad de ser esplicado. El segúndo es una medida de policía; Así es que no era permitido reunir los comicios en los dias feriados y de mercado, en los cuales los campesinos, que iban á Roma á sus negocios, no tenian tiempo para pasar el dia en la plaza pública. Por el tercero, el senado refrenaba á un pueblo arrogante y bullicioso, y templaba á propósito el ardor de los tribunos sediciosos; pero estos supieron hallar más de un medio para librarse de esta sujeción.
Las leyes y la elección de los gefes no [161] eran los únicos puntos sometidos al juicio de los comicios: habiendo usurpado el pueblo romano las funciónes más importantes del gobierno, puede decirse que se determinaba en sus asambleas la suerte de la Europa. Esta variedad de objetos daba lugar á las diversas formás que tomaban estas asambleas, según las materias sobre las que se habia de deliberar.
Para formarse un concepto de estas diferentes formás, basta compararlas. Rómulo, instituyendo las curias, se propuso contener al senado por medio del pueblo, y al pueblo por medio del senado, dominandolos á todos igualmente. Por esta forma dió al pueblo toda la autoridad del número para equilibrarla con la del poder y de las riquezas que dejó á los patricios. Pero, siguiendo el espíritu de la monarquía, concedió sin embargo mayores ventajas á los patricios por la influencia de sus clientes en la pluralidad de los votos. Esta admirable institución de patronos y clientes fué una obra maestra de política y de humanidad, sin la cual el patriciado, tan contrario al espíritu de la república, no hubiera podido subsistir. Roma ha sido la única que ha tenido el honor de dar al mundo este hermoso ejemplo, del cual jamás se siguió abuso alguno y que sin embargo nadie ha seguido.
Habiendo subsistido la misma forma de curias en tiempo de los reyes hasta Servio, y no contandose por lejítimo el reino del último Tarquino, esto hizo distinguir generalmente [162] las leyes reales con el nombre de leges curiatae.
En tiempo de la república, limitadas siempre las curias á las cuatro tribus urbanas y conteniendo tan solo el populacho de Roma, no podian convenir ni al senado, que estaba á la cabeza de los patricios, ni á los tribunos, que aunque plebeyos, estaban á la cabeza de los ciudadanos pudientes. Por esto cayeron en descrédito, y su envilecimiento llegó á tanto que sus treinta lictores reunidos hacian lo que los comicios por curias debieran haber hecho.
La division por centurias era tan favorable á la aristocracia, que no se puede comprender desde luego como es que el senado no ganaba siempre las votaciónes en los comicios de este nombre, en los cuales se elejian los cónsules, los censores y los otros magistrados curales. En efecto, de las ciento noventa y tres centurias que formaban las seis clases del pueblo romano, conteniendo la primera clase noventa y ocho, y contandose los votos por centurias, esta primera clase superaba por sí sola á todas las demás en número de votos. Cuando todas estas centurias estaban de acuerdo, ni aun se continuaba á recoger los votos; lo que habia decidido el número menor pasaba por una decisión de la multitud; y se puede decir que en los comicios por centurias se decidian los negocios á pluralidad de escudos más bien que á pluralidad de votos.
Pero esta escesiva autoridad se moderaba por dos medios: primeramente, hallandose por [163] lo regular los tribunos y siempre un gran número de plebeyos en la clase de los ricos, equilibraban el crédito de los patricios en esta primera clase.
El segúndo medio consistia en que, en vez de hacer que las centurias votasen desde el principio según su orden, lo que hubiera hecho que se empezase siempre por la primera, se sorteaba una, y esta sola (40) procedia á la elección; después de lo cual, todas las centurias convocadas para otro dia según su puesto, repetian la misma elección y por lo regular la confirmaban. De este modo se quitaba al rango la autoridad del ejemplo para darla á la suerte, según el principio de la democracia.
Otra ventaja resultaba También de esta costumbre, y era que los ciudadanos del campo tenian tiempo, entre las dos elecciónes, para informarse del mérito del candidato nombrado provisionalmente, á fin de no dar sus votos sin conocimiento de causa. Pero, á pretexto de la prontitud, se logró abolir esta costumbre, y ambas elecciónes se hicieron en un mismo dia.
Los comicios por tribus eran propíamente el consejo del pueblo romano. Solo se convocaban por los tribunos, los cuales eran elejidos en dichos comicios y en ellos hacian pasar sus plebiscitos. No solamente el senado carecia [164] de voto en ellos, sino que ni aun tenia el derecho de Asístir; y los senadores, obligados á obedecer á unas leyes sobre las cuales no habian podido dar su voto, eran en este particular menos libres que los últimos ciudadanos. Esta injusticia era del todo mal entendida, y por sí sola bastaba para anular los decretos de un cuerpo en el cual no eran admitidos todos sus miembros. Aun cuando todos los patricios hubiesen Asístido á estos comicios en virtud del derecho que como ciudadanos tenian; reducidos entonces á la clase de simples particulares, hubiera sido nula su influencia en una forma de votos que se recogian por cabezas, y en los que tanto podia el simple proletario como el príncipe del senado.
Vemos pues que á más del orden que resultaba de estas diversas distribuciónes para recoger los votos de un pueblo tan numeroso, estas distribuciónes no se reducian á unas formás indiferentes en sí mismás, sino que cada una tenia efectos relativos á las miras que la hacian preferir.
Sin entrar sobre el particular en más largos pormenores, resulta de las precedentes aclaraciónes que los comicios por tribus eran los más favorables al gobierno popular, y los comicios por centurias á la aristocracia. En cuanto á los comicios por curias, en los que solo el populacho de Roma formaba la pluralidad, como solo servian para favorecer la tiranía y los malos designios, cayeron necesaríamente en [165] descrédito, pues hasta los mismos sediciosos se abstuvieron de un medio que ponia demásiado á las claras sus proyectos. Es muy cierto que toda la magestad del pueblo romano se hallaba tan solo en los comicios por centurias, que eran los únicos completos; en atención á que en los comicios por curias faltaban las tribus rústicas, y en los comicios por tribus, el senado y los patricios. En cuanto al modo de recoger los votos, era entre los primeros Romanos tan sencillo como sus costumbres, aunque menos sencillo todavia que en Esparta. Cada cual daba su voto en alta voz, y un escribano lo iba apuntando; la pluralidad de votos en cada tribu determinaba el voto de esta; la pluralidad de votos entre las tribus determinaba el voto del pueblo; y lo mismo era en las curias y en las centurias. Esta costumbre era buena mientras que reinó la honradez entre los ciudadanos, y mientras que cada uno se avergonzó de dar publicamente su voto á un parecer injusto ó á un objeto indigno; pero cuando el pueblo se corrompió y cuando se compraron los votos, convino que se diesen en secreto, para contener á los compradores por la desconfianza, y proporciónar á los bribones el medio de no ser traidores.
Bien sé que Ciceron condena esta mudanza y que á ella atribuye en parte la ruina de la república. Más, aunque conozco de cuanto peso debe ser en esta materia la autoridad de Ciceron, no puedo ser de su dictámen: [166] al contrario, creo que por no haber hecho muchas mudanzas por este estilo, se aceleró la pérdida del estado. Del mismo modo que no conviene á los enfermos el regímen de los sanos, tampoco se ha de querer gobernar á un pueblo corrompido con las mismás leyes que convienen á un buen pueblo. Nada prueba tanto esta máxima como la duración de la república de Venecia, cuyo simulacro ecsiste en la actualidad, por la única razon de que sus leyes no convienen sino á hombres malvados. Distribuyeronse pues á los ciudadanos tablillas, por cuyo medio cada cual podia votar sin que se supiese cual era su parecer: establecieronse También nuevas formalidades para recoger las tablillas, para contar los votos, para comparar los números, etc.; lo que no impidió que fuese sospechosa muchas veces la fidelidad de los oficiales encargados de estas funciónes (41) . Por último, para impedir la intriga y el tráfico de los votos, se dieron varios edictos, cuya multitud es una prueba de su inutilidad.
Hácia los últimos tiempos era preciso recurrir á menudo á espedientes estraordinarios para suplir la insuficiencia de las leyes: unas veces se suponian prodigios; pero este medio que podia engañar al pueblo, no engañaba á los que le gobernaban: otras veces se convocaba [167] repentinamente una asamblea antes de que los candidatos hubiesen tenido tiempo para intrigar: otras se pasaba toda una sesion en hablar, si se veia que el pueblo corrompido iba á tomar un mal partido. Pero finalmente la ambición lo eludió todo; y lo que hay de más increible es que en medio de tantos abusos, este pueblo inmenso, á favor de sus antiguos reglamentos, no dejaba de elejir sus magistrados, de aprobar las leyes, de juzgar las causas, y de despachar los negocios públicos y particulares, cAsí con tanta facilidad como hubiera podido hacer el mismo senado.
Cuando no se puede establecer una ecsacta proporción entre las partes constitutivas del estado, ó cuando algunas causas indestructibles alteran sin cesar sus relaciónes, se instituye entonces una magistratura particular que no haga un cuerpo con las demás, que vuelva á colocar á cada término en su respectiva relación y que forme una union ó término medio, ya sea entre el príncipe y el pueblo, ya entre el príncipe y el soberano, ó bien entre ambas partes á la vez, si es necesario.
Este cuerpo, al cual llamaré tribunado, es el conservador de las leyes y del poder legislativo. Sirve á veces para proteger al soberano contra el gobierno, como hacian en Roma [168] los tribunos del pueblo; á veces para sostener el gobierno contra el pueblo, como en la actualidad en Venecia el consejo de los diez; y á veces para mantener el equilibrio por una y otra parte, como hacian los eforos en Esparta.
El tribunado, no es una parte constitutiva del estado, y no debe tener ninguna porción del poder legislativo ni del ejecutivo: pero por esto mismo es mayor su poderío; porque sin poder hacer nada, puede impedirlo todo; y es más sagrado y reverenciado, como defensor de las leyes, que el príncipe que las ejecuta y que el soberano que las da. Vióse esto con evidencia en Roma, cuando estos orgullosos patricios, que siempre despreciaron á todo el pueblo, se vieron precisados á humillarse delante de un simple oficial del pueblo, que no tenia ni auspicios ni jurisdicción.
El tribunado, atemperado sabiamente, es el más firme apoyo de una buena constitución; pero por poca fuerza que le sobre, todo lo trastorna: en cuanto á la debilidad, no le es natural; y con tal que sea algo, nunca es menos de lo que debe ser.
El tribunado degenera en tiranía cuando usurpa el poder ejecutivo, del cual solo es moderador, y cuando quiere ser autor de las leyes que solo debe proteger. El enorme poder de los eforos, nada peligroso mientras que Esparta conservó sus costumbres, aceleró la corrupción de estas una vez comenzada. La sangre de Agis, derramada por estos tiranos, fué [169] vengada por su sucesor: el crímen y el castigo de los eforos apresuraron igualmente la pérdida de la república; y después de Cleomenes, ya Esparta no fué nada. Roma pereció También por la misma causa: el escesivo poderio de los tribunos, usurpado por grados, sirvió en fin, con la ayuda de las leyes establecidas en favor de la libertad, de salvaguardia á los emperadores que la destruyeron. En cuanto al consejo de los diez en Venecia, es un tribunal sanguinario, detestado tanto de los patricios como del pueblo, y que lejos de protejer decididamente las leyes, solo sirve, después de envilecerlas, para descargar tenebrosamente unos golpes que nadie se atreve á percibir.
El tribunado, del mismo modo que el gobierno, se debilita por la multiplicación de sus miembros. Cuando los tribunos del pueblo romano, en número de dos al principio, y después de cinco, quisieron doblar este número, el senado se lo permitió, seguro de contener á los unos por medio de los otros; lo que no dejó de suceder.
El mejor medio para prevenir las usurpaciónes de un cuerpo tan temible, medio de que hasta ahora ningun gobierno se ha valido, seria el de no hacer este cuerpo permanente, sino determinar los intervalos durante los cuales debería quedar suprimido. Estos intervalos, que no deben ser tan grandes que dejen tiempo para que se arraiguen los abusos, pueden ser establecidos por la ley, de modo que [170] se puedan abreviar en caso de necesidad por medio de comisiónes estraordinarías.
Este medio me parece que no tiene inconvenientes, porque, como tengo dicho, no siendo el tribunado parte de la constitución, puede ser suprimido sin que esta se resienta: y me parece También eficaz, porque un magistrado restablecido de nuevo no funda su poder en el que tenia su predecesor, sino en el que le da la ley.
La inflexibilidad de las leyes, que no permita que se modifiquen según las circunstancias, puede hacerlas perjudiciales en ciertos casos, y causar de este modo la pérdida del estado en una crísis. El orden y la lentitud de las formalidades exijen un espacio de tiempo que las circunstancias á veces no permiten. Pueden presentarse mil casos para los cuales nada ha determinado el legislador; y es necesario tener la prevision de que no es posible preveerlo todo.
No debe pues intentarse el afianzar las instituciónes políticas hasta el punto de renunciar á la facultad de suspender su efecto. Hasta la misma Esparta dejó dormir sus leyes. Pero solamente los mayores peligros pueden [171] compensar el de alterar el orden público, y jamás se ha de suspender el poder sagrado de las leyes sino cuando se trata de la salud de la patria. En estos casos raros y manifiestos, se afianza la seguridad pública por medio de un acto particular que pone este encargo en manos del más digno. Esta comisión puede encargarse de dos maneras, según sea la especie del peligro. Sí, para poner el debido remedio, basta que se aumente la actividad del gobierno, se le puede concentrar en uno ó dos de sus miembros: de este modo no se altera la autoridad de las leyes, sino tan solo la forma de su administración. Más si es tal el peligro que el aparato de las leyes sea uno de los obstáculos que impidan preservarse de él, se nombra entonces un gefe supremo, que haga callar todas las leyes y que suspenda por un momento la autoridad soberana. En semejante caso no es dudosa la voluntad general, y es evidente que la principal intención del pueblo es que el estado no perezca. De esta suerte, aunque se suspende la autoridad legislativa, no por eso se estingue: el magistrado que la hace callar, no puede hacerla hablar; la domina sin poder representarla; todo puede hacerlo, menos leyes.
El primer medio se empleaba por el sentado romano, cuando encargaba á los cónsules, por medio de una fórmula consagrada, que mirasen por la salud de la república. El segúndo tenia lugar cuando uno de los dos [172] cónsules nombraba un dictador (42) ; costumbre que Roma habia adoptado de la ciudad de Alba.
En el principio de la república se recurrió con frecuencia á la dictadura, porque no tenia el estado bastante estabilidad para poder sostenerse con la sola fuerza de su constitución. Como las costumbres hacian entonces superfluas muchas precauciónes que hubieran sido necesarías en otro tiempo, no se temia ni que abusase un dictador de su autoridad, ni que intentase guardarla más tiempo del señalado. Parecia por el contrario que tan grande poder fuese insoportable, tanta era la priesa que el que lo tenia se daba en dejarlo, como si hubiese sido demásiado pesado y peligroso el ocupar el puesto de las leyes.
Así que, no es el peligro del abuso, sino el del envilecimiento el que me hace reprobar el uso indiscreto de esta suprema magistratura en los primeros tiempos; pues mientras que la empleaban para hacer elecciónes, dedicaciónes y otras cosas de mera formalidad, era de temer que se hiciese menos terrible en caso de necesidad, y que se acostumbrasen á mirarla como un título vano, empleado tan solo para ceremonias inútiles.
Hácia el fin de la república, los Romanos, que eran ya más circunspectos, economizaron la [173] dictadura con tan poco motivo como en otro tiempo la habían prodigado. Fácil era de ver que sus temores carecian de fundamento; que la debilidad de la capital constituia entonces su seguridad contra los magistrados que tenia en su seno; que podia un dictador en ciertos casos defender la libertad pública sin poder atentar á ella; y que las cadenas de Roma no se fabricarían dentro de la misma Roma, sino en sus ejércitos. La débil resistencia, que Mario hizo á Sila y Pompeyo á Cesar, demostró claramente lo que se podia esperar de la autoridad de la ciudad contra la fuerza esterior.
Este error les hizo cometer grandes faltas: una de estas fué, por ejemplo, la de no haber nombrado un dictador en la causa de Catilina; porque, como si solo se hubiese tratado de la ciudad y cuando más de alguna provincia de Italia, con la autoridad ilimitada que las leyes daban al dictador, hubiera este disipado facilmente la conjuración, que solo se frustró por un concurso de dichosas casualidades que la prudencia humana jamás debia esperar. En vez de esto, se contentó el senado con entregar todo su poder á los cónsules: de lo que resultó que Ciceron, para obrar eficazmente, se vió precisado á traspasar este poder en un punto capital; y si bien los primeros arrebatos de alegría hicieron que se aprobára su conducta, con justicia se le pidió más tarde cuenta de la sangre de los ciudadanos [174] derramada contra las leyes, reconvención que no se hubiera podido hacer á un dictador. Pero la elocuencia del consul lo arrastró todo; y él mismo, á pesar de ser Romano, prefiriendo su gloria á su patria, no tanto buscó el medio más lejítimo y más seguro para salvar el estado, como el de tener todo el honor de este negocio (43) . Por esto hubo justicia en honrarle como libertador de Roma y en castigarle como infractor de las leyes. Por más gloriosa que haya sido su vuelta del destierro, siempre es cierto que fué una gracia. Por lo demás, de cualquier modo que se confiera esta importante comisión, conviene fijar su duración á un término muy corto, que no pueda prolongarse jamás. En las crísis, en que es preciso establecerla, el estado se halla bien pronto destruido ó salvado; y pasada la urgente necesidad, llega á ser la dictadura tiránica ó inútil. Á pesar de que en Roma los dictadores sola eran nombrados para seis meses, cAsí todos abdicaron antes de este término. Si el término hubiese sido más largo, quizás hubieran intentado prolongarle aun, como hicieron los decemviros con el de un año. El dictador solo tenia el tiempo preciso para remediar la necesidad que le habia hecho elejir; pero no le tenia para formar otros proyectos. [175]
Así como la declaración de la voluntad general se hace por medio de la ley, Así También la declaración del juicio público se hace por la censura, La opinion pública es una especie de ley cuyo ministro es el censor, y este no hace más que aplicarla á los casos particulares, á imitación del príncipe.
Lejos pues de que el tribunal del censor sea el árbitro de la opinion del pueblo, no es más que su declarador; y luego que se aparta de ella, sus decisiónes son vanas y de ningun efecto.
Inútil es distinguir las costumbres de una nación de los objetos de su estimación; porque todo esto proviene del mismo principio, y se confunde por necesidad. En todos los pueblos del mundo, no es la naturaleza, sino la opinion la que decide sobre la elección de sus gustos. Rectificad las opiniones de los hombres y sus costumbres se purificarán por sí mismás. Siempre se quiere lo bueno ó lo que se tiene por tal; pero al formar este juicio es cuando uno se engaña, y de consiguiente este es el juicio que debe ser arreglado. El que juzga de las costumbres, juzga del honor; y el que juzga del honor, toma su ley de la opinion.
Las opiniones de un pueblo nacen de su constitución. Aunque la ley no determine las [176] costumbres, la legislación las hace nacer: cuando se debilita la legislación, las costumbres degeneran: pero en tal caso el juicio de los censores no hará lo que no haya hecho antes la fuerza de las leyes.
De aqui se sigue que puede la censura ser útil para conservar las costumbres, jamás para restablecerlas. Estableced censores mientras las leyes conserven su vigor; luego que estas le han perdido, es un caso desesperado; nada legítimo tiene fuerza cuando las leyes ya no la tienen.
La censura mantiene las costumbres, impidiendo que las opiniones se corrompan, conservando la rectitud de estas por medio de sabias aplicaciónes, y á veces También fijándolas cuando todavía están inciertas. El uso de segúndos en los duelos, usado hasta con furor en el reino de Francia, quedó abolido por estas solas palabras de un edicto del rey: En orden á los que tienen la cobardía de buscar segúndos. Este juicio, anticipandose al del público, lo determinó de un golpe. Pero cuando los mismos edictos quisieron decidir que También era una cobardía el desafiarse, lo que es muy cierto, si bien contrario á la opinion general, el público se burló de esta decisión, sobre la cual habia ya formado su juicio. Ya en otra parte he dicho (44) que no estando [177] la opinion pública sujeta á la violencia, no debe haber ningun vestigio de esta en el tribunal establecido para representarla. Nunca admiraremos como se merece el arte con que este resorte, perdido enteramente entre los modernos, era puesto en planta por los Romanos, y aun mejor por los Lacedemonios.
Habiendo un hombre de malas costumbres dado un buen parecer en el consejo de Esparta, los eforos, sin hacer caso de él, hicieron proponer el mismo dictamen á un ciudadano virtuoso. Que honor para el uno, que borron para el otro, sin haber dado ni alabanza, ni vituperio á ninguno de los dos! Unos borrachos de Samos (45) ensuciaron el tribunal de los eforos: al dia siguiente, fué permitido á los Samnitas por un edicto público el ser sucios. Un verdadero castigo hubiera sido menos severo que semejante impunidad. Cuando Esparta habia decidido lo que era ó no honesto, la Grecia no apelaba de sus juicios.
Los hombres no tuvieron al principio más reyes que los dioses, ni más gobierno que el [178] teocrático. Hicieron el raciocinio de Calígula, y lo que es entonces raciocinaban bien. Se necesita una larga alteración de sentimientos y de ideas para poder resolverse á reconocer por señor á su semejante, y para lisonjearse de que se ganará en ello. Como se colocaba á Dios al frente de cada sociedad política, de aqui se siguió que hubo tantos dioses como pueblos. Dos pueblos distintos y cAsí siempre enemigos no pudieron reconocer por largo tiempo á un mismo señor: dos ejércitos que dán una batalla no es posible que obedezcan al mismo gefe. Así es que de las divisiones naciónales resultó el politeismo, y de aqui la intolerancia teológica y civil, que naturalmente es la misma, como se dirá más adelante.
El antojo que tuvieron los Griegos de encontrar sus dioses entre los pueblos bárbaros, provino del que También tenian de creerse los soberanos naturales de estos pueblos. Pero en nuestros tiempos seria una erudición muy ridícula la que buscase la identidad de los dioses de diferentes naciónes. Como si Molok, Saturno y Cronos pudiesen ser el mismo Dios! Como si el Baal de los Fenicios, el Zeos de los Griegos y el Júpiter de los Latinos pudiesen ser el mismo! Como si pudiese haber algo comun entre unos seres quiméricos que tienen diferentes nombres!
Y si se pregunta porque en el paganismo, en el que cada estado tenia su culto y sus dioses, no habia guerras de religion; contestaré [179] que, teniendo cada estado su culto propio del mismo modo que su gobierno, no hacia distinción entre sus dioses y sus leyes. La guerra política era También teológica: los departamentos de los dioses estaban señalados, por decirlo Así, por los límites de las naciónes. El dios de un pueblo no tenia ningun derecho sobre los otros pueblos. Los dioses de los paganos no eran envidiosos; se repartian el imperio del mundo: el mismo Moisés y el pueblo hebreo convenian á veces con esta idea hablando del dios de Israel. Verdad es que miraban como nulos los dioses de los Cananeos, pueblos proscritos, condenados á la destrucción, y cuyo puesto ellos debian ocupar: pero ved como hablaban de las divinidades de los pueblos vecinos á quienes no podian atacar: La posesion de lo que pertenece á vuestro dios Camos, decia Jefté á los Amonitas, no se os debe legitimamente? Nosotros poseemos con el mismo titulo las tierras que nuestro dios vencedor ha adquirido (46) . Me parece que esto era reconocer una paridad bien evidente entre los derechos de Camos y los del dios de Israel. [180] Pero cuando los judíos sujetos á los reyes de Babilonia, y más tarde á los de Siria, se obstinaron en no reconocer más dios que el suyo; esta obstinación mirada como una rebeldía contra el vencedor, les atrajo las persecucioues que se leen en su historia, y de las cuales no hay otro ejemplo antes del cristianismo (47) .
Estando pues cada religion unida á las leyes del estado que la mandaba observar, solo se conocia un modo de convertir á un pueblo, y era el de sujetarle, ni habia más misioneros que los conquistadores; y siendo la obligación de mudar de culto, la ley que se imponia á los vencidos, era menester vencerlos antes de hablarles de ello. Lejos de que los hombres peleasen por los dioses, sucedia, como en los poemás de Homero, que los dioses combatian por los hombres; cada uno pedia á su dios la victoria, y la pagaba con nuevos altares. Los Romanos, antes de tomar una plaza, intimaban á los dioses de esta que la abandonaran; y cuando permitieron que los Tarentinos conservasen sus dioses irritados, fué porque entonces consideraron á estos dioses como sometidos á los suyos y obligados á prestarles homenaje. Hacian que los vencidos reconociesen sus dioses, del mismo modo que les comunicaban [181] sus leyes. Una corona á Júpiter Capitolino era á menudo el único tributo que imponian.
En fin, habiendo los Romanos estendido con su imperio su culto y sus dioses, y habiendo á menudo adoptado Asímismos los de los vencidos, concediendo ya á unos, ya á otros el derecho de ciudadanos, sucedió que insensiblemente los pueblos de este vasto imperio se hallaron con una multitud de dioses y de cultos, cAsí los mismos en todas partes; y hé aqui de que suerte el paganismo llegó á ser en el mundo conocido una sola y misma religion.
En estas circunstancias fué cuando vino Jesus á establecer sobre la tierra un reino espiritual, que separando el sistema teológico del político, hizo que el estado dejase de ser uno, y causó las intestinas divisiones que jamás han dejado de tener en agitación á los pueblos cristianos. Más como esta idea nueva de un reino del otro mundo no pudiese jamás entrar en la cabeza de los paganos, miraron siempre á los cristianos como á unos verdaderos rebeldes, que, fingiendo una hipócrita sumision, solo buscaban el momento de hacerse independientes y señores, y de usurpar con maña el poder que en su debilidad fingian respetar. Esta fué la causa de las persecuciónes que sufrieron.
Lo que habian temido los paganos, al fin ha sucedido. Todo ha mudado de aspecto; los humildes cristianos han mudado de lenguaje, [182] y bien pronto se ha visto que este pretendido reino del otro mundo ha venido á parar en este, en el más violento despotismo, ejercido por un gefe visible.
Más como siempre ha habido un príncipe y leyes civiles, ha resultado de este doble poder una perpetua lucha de jurisdicción que ha hecho imposible toda buena policía en los estados cristianos; y todavía no se ha podido saber á quien habia obligación de obedecer, si al señor ó al sacerdote.
Sin embargo ha habido muchos pueblos, y hasta en Europa ó en su vecindad, que han querido conservar ó restablecer el antiguo sistema, pero ha sido en vano; el espíritu del cristianismo todo lo ha dominado. El culto sagrado ha permanecido siempre ó ha vuelto á hacerse independiente del soberano, sin tener la union necesaría con el cuerpo del estado. Mahomet tuvo miras muy sanas, coordinó bien su sistema político; y mientras que la forma de su gobierno subsistió bajo los califas sus sucesores, su gobierno tuvo exactamente unidad y fué bueno en esta parte. Pero habiendo los Árabes llegado á ser florecientes, literatos, cultos, afeminados y cobardes, fueron sujetados por los bárbaros; renació entonces la division entre los dos poderes, y aunque entre los mahometanos sea menos perceptible que entre los cristianos, ecsiste sin embargo, sobre todo en la secta de Ali; y estados hay, como el de Persia, en donde continuamente se sienten sus efectos. [183]
Entre nosotros, los reyes de Inglaterra, se han hecho cabezas de la Iglesia; otro tanto han hecho los Zares: pero con este título más bien han logrado ser ministros de ella que no sus señores; no han adquirido tanto el derecho de mudarla como el poder de sostenerla: no son en ella legisladores, sino tan solo príncipes. En todas partes en donde el clero forma un cuerpo (48) , es señor y legislador en lo que le concierne. Luego en Inglaterra y en Rusia, lo mismo que en otras partes, hay dos poderes, dos soberanos.
De todos los autores cristianos, solo el filósofo Hobbes ha visto claramente el mal y el remedio, solo él se ha atrevido á proponer la reunion de las dos cabezas del águila para llevarlo todo á la unidad política, sin la cual jamás puede estar bien constituido ningun estado ni gobierno alguno. Pero debia haber conocido que su sistema era incompatible con el espiritu dominante del cristianismo, y que siempre podría más el interés del clero que el del estado. Si su política se ha hecho odiosa, no [184] es tanto por lo horrible y falso, como por lo justo y verdadero que contiene (49) .
Estoy persuadido de que desenvolviendo bajo este punto de vista los hechos históricos, quedarían facilmente refutados los encontrados pareceres de Bayle y de Warburton, de los cuales el uno pretende que ninguna religion es útil al cuerpo político, y el otro defiende por el contrario que el cristianismo es su más firme apoyo. Se podría probar al primero que jamás se ha fundado ningun estado sin que le haya servido de base la religion; y al segúndo, que la ley de Cristo es en el fondo más perjudicial que útil á la fuerte constitución de un estado. Para que se me acabe de entender, solo falta dar un poco más de precision á las ideas demásiado vagas de religion, que tienen relación con el objeto que me he propuesto. La religion, considerada con relación á la sociedad, que es general ó particular, puede dividirse También en dos especies; á saber, la religion del hombre, y la del ciudadano. La primera, sin templos, sin altares, sin ritos, limitada al culto puramente interior del Dios supremo y á los eternos deberes de la moral, es la pura y sencilla religion del Evangelio, es el verdadero teismo, y puede muy bien [185] llamarse derecho divino natural. La segúnda, inscrita en un solo pais, le da sus dioses, sus patrones propios y tutelares: tiene dogmás, ritos y un culto esterior prescrito por las leyes: escepto de nación que la profesa, todo lo demás es para ella infiel, estranjero y bárbaro; y no estiende los derechos y deberes del hombre sino hasta donde alcanzan sus altares. Tales fueron todas las religiones de los primeros pueblos, á las que se puede dar el nombre de derecho divino, civil ó positivo. Hay otra especie de religion más estravagante, que dando á los hombres dos legislaciónes, dos gefes y dos patrias, los somete á deberes contradictorios, é impide que sean á la vez devotos y ciudadanos. Tales son la religion de los Lamás, la de los pueblos del Japon y el cristianismo romano. Este último puede llamarse la religion del sacerdote.
Resulta de ella una especie de derecho mixto é insociable que no tiene nombre. Considerando estas tres especies de religiones politicamente, todas ellas tienen sus defectos. La tercera es tan evidentemente mala, que seria perder el tiempo querer entretenerse en demostrarlo. Todo lo que rompe la unidad social no vale nada, y todas las instituciónes que ponen al hombre en contradicción consigo mismo son pésimás. La segúnda es buena porque reune el culto divino y el amor á las leyes, y porque haciendo de la patria el objeto de la adoración de los ciudadanos, les enseña que servir [186] al estado, es servir al dios tutelar de este. Es una especie de teocracia, en la que no ha de haber más pontífice que el príncipe, ni más sacerdotes que los magistrados. En ella, morir por su pais, es ir al martirio; violar las leyes, es ser impío; y someter un culpable á la ecsecración pública, es abandonarle á la cólera de los dioses: Sacer esto. Pero tiene de malo que fundándose en el error y en la mentira, engaña á los hombres, los hace crédulos y supersticiosos, y denigra el culto de la Divinidad con un vano ceremonial. También es mala cuando, llegando á ser esclusiva y tiránica, hace á un pueblo sanguinario é intolerante; de modo que solo respira mortandad y destrucción, y cree hacer una acción santa matando á cualquiera que no admita sus dioses. Esto constituye á semejante pueblo en un estado natural de guerra con todos los demás; lo que es muy perjudicial á su propia seguridad.
Falta hablar de la religion del hombre ó sea del cristianismo, no del de nuestros tiempos, sino del del Evangelio, que es del todo diferente. Por esta religion santa, sublime, verdadera, los hombres, hijos del mismo Dios, se reconocen todos por hermanos; y la sociedad que los une no se disuelve ni aun por la muerte. Más esta religion, que no tiene ninguna relación particular con el cuerpo político, deja á las leyes la única fuerza que sacan de sí mismás sin añadirles ninguna otra; y de aqui [187] es que queda sin efecto uno de los grandes vínculos de la sociedad particular. Aun hay más; lejos de atraer los corazones de los ciudadanos al estado, los separa de este como de todas las cosas mundanas. No conozco nada más contrario al espíritu social. Se nos dice que un pueblo de verdaderos cristianos formaría la más perfecta sociedad que se pueda imaginar. Solo encuentro en esta suposición una gran dificultad; y es que una sociedad de verdaderos cristianos ya no seria una sociedad de hombres. Hasta me atrevo á decir que esta supuesta sociedad no seria, á pesar de toda su perfección, ni la más fuerte, ni la más duradera: á fuerza de ser perfecta, careceria de enlace; su vicio destructor consistiria en su misma perfección.
Todo el mundo cumpliria con su deber; el pueblo estaría sometido á las leyes, los gefes serian justos y moderados, los magistrados íntegros é incorruptibles, los soldados despreciarían la muerte, no habria vanidad ni lujo. Todo esto es muy bueno; sigamos empero adelante.
El cristianismo es una religion del todo espiritual, unicamente ocupada en las cosas del cielo; la patria del cristiano no está en este mundo. Hace este su deber, es verdad; pero lo hace con una profunda indiferencia sobre el buen ó mal éxito de sus cuidados. Mientras que no tenga nada que echarse en cara, poco le importa que todo marche bien ó [188] mal aqui en la tierra. Si el estado está floreciente, apenas se atreve á disfrutar de la felicidad pública; teme ensoberbecerse con la gloria de su pais: si el estado va en decadencia, bendice la mano de Dios que envia calamidades á su pueblo.
Para que fuese pacífica la sociedad y la armonía se mantuviese, seria menester que todos los ciudadanos sin escepción fuesen igualmente buenos cristianos; pues si por desgracia se hallase entre ellos un solo ambicioso un solo hipócrita, un Catilina, por ejemplo, un Cromwell, se aprovecharía sin duda de la buena fé de sus piadosos compatriotas. La caridad cristiana no permite facilmente pensar mal de su prójimo. Apenas por medio de alguna astucia encontrase el arte de engañarlos y de apoderarse de una parte de la autoridad pública, ya le tendríamos constituido en dignidad; Dios quiere que se le respete: pronto seria un poder; Dios quiere que se le obedezca. Si como depositario de este poder abusase de él; dirian que es el azote con que Dios castiga á sus hijos. Se haría caso de conciencia el arrojar al usurpador: para ello seria preciso perturbar el reposo público, usar de violencia, derramar sangre; todo esto se aviene mal con la dulzura del cristiano: y finalmente, ¿que importa que uno sea libre ó siervo en este valle de miserias? lo que importa es ir al paraiso, y la resignación es un medio más para conseguirlo.
Sobreviene alguna guerra estranjera? Los [189] ciudadanos van sin pena al combate; nadie piensa en huir; todos cumplen con su deber, pero sin pAsíon por la victoria; mejor saben morir que vencer. Que importa que sean vencedores ó vencidos? No sabe la Providencia mejor que ellos lo que les conviene? Cuanto partido no sacará de este estoicismo un enemigo arrogante, impetuoso, y entusiasmado! Ponedlos en frente de estos pueblos magnánimos, á quienes devoraba el ardiente amor de la gloria y de la patria, suponed á vuestra república cristiana cara á cara con Esparta ó Roma; los piadosos cristíanos serán vencidos, arrollados, destruidos, antes de tener tiempo para ponerse sobre sí, ó solo deberán su salvación al desprecio que por ellos conciba su enemigo. Hermoso fué por cierto el juramento de los soldados de Fabio, los cuales no juraron morir ó vencer, sino que juraron volver vencedores y cumplieron su juramento. Jamás los cristianos hubieran hecho semejante juramento, pues hubieran creido que tentaban á Dios.
Pero me equivoqué cuando dije una república cristiana; estas son dos palabras, que se escluyen mutuamente. El cristianismo predica tan solo esclavitud y dependencia. Su espíritu es demásiado favorable á la tiranía para que esta deje de sacar partido de él. Los verdaderos cristianos son propios para ser esclavos: no lo ignoran y no les hace mucha mella; esta corta vida tiene muy poco precio á sus ojos. [190]
Las tropas cristianas son escelentes, se nos dice. Es falso; ó sino que me enseñen algunas que lo sean. Por lo que á mi toca, no conozco tropas cristianas. Se me citarán los cruzados. Sin disputar sobre su valor, haré observar que lejos de ser cristianos, eran soldados del sacerdote y ciudadanos de la iglesia, que combatian por el pais espiritual de esta, que se habia convertido en temporal sin saber como. Hablando propiamente, esto es volver á entrar en el paganismo: como el Evangelio no establece una religion naciónal, toda guerra sagrada es imposible entre los cristianos.
En tiempo de los emperadores paganos, los soldados cristianos eran valientes: todos los autores cristianos lo aseguran, y yo lo creo, porque habia una emulación honrosa con las tropas paganas. Apenas los emperadores fueron cristianos, dejó de ecsistir esta emulación; y cuando la cruz hubo reemplazado al águila, todo el valor romano desapareció. Más dejando á parte las consideraciones políticas, volvamos al derecho, y establezcamos los principios acerca de este importante objeto. El derecho que el pacto social da al soberano sobre sus súbditos no traspasa, como tengo dicho, los límites de la pública utilidad (50) . Luego los súbditos no deben dar cuenta al soberano de sus opiniones, sino en cuanto [191] estas interesan al comun. Es cierto que conviene al estado que tenga cada ciudadano una religion que le haga amar sus deberes; más los dogmás de esta religion no interesan ni al estado ni á sus miembros, sino en cuanto tienen relación con la moral y con los deberes que el que la profesa ha de cumplir hácia los demás. Por lo demás, cada cual puede tener todas las opiniones que quiera, sin que pertenezca al soberano mezclarse en ellas, porque como no tiene autoridad en el otro mundo, sea cual fuere la suerte de sus súbditos en la vida venidera, nada le importa, con tal que sean buenos ciudadanos en esta.
Hay según esto una profesion de fé meramente civil, cuyos artículos puede fijar el soberano, no precisamente como dogmás de religion, sino como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni fiel súbdito (51) . Sin poder obligar á [192] nadie á creerlos, puede desterrar del estado á cualquiera que no los crea; puede desterrarle, no como impío, sino como insociable, como incapaz de amar con sinceridad las leyes y la justicia, y de inmolar, en caso de necesidad, la vida al deber. Y si alguno, después de haber reconocido publicamente estos mismos dogmás, obrase como si no los creyese, sea castigado con pena de muerte; porque ha cometido el mayor de los crímenes, que es mentir delante de las leyes.
Los dogmás de la religion civil deben ser sencillos, pocos y enunciados con precision, sin esplicaciónes ni comentarios. La ecsistencia de una divinidad poderosa, inteligente, benéfica, previsora y próvida, la vida venidera, la dicha de los justos, el castigo de los malvados, la santidad del contrato social y de las leyes; hé aqui los dogmás positivos. En cuanto á los negativos, los limito á uno solo, á saber, la intolerancia: pertenece esta á los cultos que hemos escluido.
Los que distinguen la intolerancia civil de la teológica, se equivocan, á lo que me parece, pues estas dos especies de intolerancia son inseparables. Es imposible vivir en paz con aquellos á quienes uno cree condenados; amarlos seria aborrecer á Dios que los castiga, y se hace indispensable convertirlos ó atormentarlos. En todos aquellos estados en donde está admitida la intolerancia teológica, es imposible que no tenga algun efecto civil (52) ; [193] y tan pronto como lo tiene, ya el soberano no es más, ni aun en lo temporal: desde entonces los sacerdotes son los verdaderos señores, y los reyes no son más que sus oficiales.
Ahora que ya no hay ni puede haber una religion naciónal esclusiva, se deben tolerar todas las que sean tolerantes con las demás, con tal que sus dogmás no contengan principios contrarios á los deberes del ciudadano. Pero el que se atreva á decir, fuera de la [194] Iglesia no hay salvación, debe ser desterrado del estado, á no ser que el estado sea la Iglesia, y el príncipe el pontífice. Semejante dogma solo es bueno en un gobierno teocrático; en cualquier otro, es pernicioso. El motivo porque, según dicen, Henrique IV abrazó la religion romana, debería hacerla abandonar á todo hombre de bien, y sobre todo á un príncipe que supiese raciocinar.
Después de haber establecido los verdaderos principios del derecho político, y de haber procurado fundar el estado sobre su base, falta apoyarle por medio de sus relaciónes exteriores; lo que comprende el derecho de gentes, el comercio, el derecho de hacer la guerra y las conquistas, el derecho público, las alianzas, las negociaciónes, los tratados, &c. Pero todo esto forma un nuevo objeto demásiado vasto para mi corta capacidad, y conozco que hubiera debido fijar mi vista más cerca de mí. ●