La noche del 9 de marzo de 1917 yo tenía una tristeza espantosa. Este día lo había visto yo todo negro. No había salido de mi habitación. Estaba tendido en mi cama, sin fuego, y no abrí a nadie. Ya tarde, se oyeron pasos rápidos, seguidos de golpes repetidos contra la puerta. Sin esperar a que le respondiese, el deportado político Goborek, que no vivía en nuestra aldea, me anunció con voz agitada que la revolución acababa de estallar en Rusia. Le pedí que me dejase tranquilo, que no tenía humor para bromas. Viendo que yo lo tomaba así, me aseguró que la mujer de un deportado de Potchpt, que regresaba de Kansk, había visto allá un gran mitin, al cual asistían los mismos soldados. Los habitantes se felicitaban los unos a los otros con ocasión del advenimiento de la libertad y las casas estaban engalanadas con banderas rojas.
Convocamos en seguida a todos los deportados y examinamos de qué manera podríamos saber lo que pasaba en Rusia y en las grandes ciudades de Siberia. Decidimos enviar deportados a todos los caminos a fin de preguntar a los campesinos que iban de paso sobre lo que ellos habían visto en Kansk o en Aban, y de enterarse por los periódicos, si ellos los llevaban consigo. Si durante la noche no conseguíamos enterarnos de algo, se convino que Foma se dirigiera a Kansk para enterarse con detalles.
Por la tarde, un manifiesto publicado por los socialistas revolucionarios y los socialdemócratas libertados de la prisión cayó en mis manos. Estos invitaban a agruparse alrededor del Comité de salud pública. El manifiesto indicaba que el zarismo había sido derrocado y que el Poder estaba en las manos del Comité de la Duma del Imperio.
Aquella noche ni un deportado durmió. Se discutió el desarme de los gendarmes, la detención del jefe de la Policía del distrito, ya que desde hacía más de una semana el gendarme y los campesinos esperaban día y noche, y de lo que convenía hacer en la asamblea de la aldea. Pero la cuestión más candente era saber cómo salir lo más pronto posible de este agujero para unirse en Rusia al movimiento revolucionario. Todas estas cuestiones dieron lugar a las más absurdas proposiciones. Algunos proponían ir a las aldeas para detener y degollar a los gendarmes que había. Lo más curioso es que estas proposiciones eran hechas por camaradas que antes de la revolución retrocedían ante el menor conflicto con nuestro inofensivo pandora.
Por la mañana llegaron manifiestos que indicaban la composición del Gobierno provisional. En seguida, el aislamiento del “socialista” Kerenski, perdido en medio de filibusteros, cadetes y optimistas del género Goutchkov y Milioukov, me saltó a la vista. Me dije que Kerenski era llamado a desempeñar entre nosotros el papel de pararrayos contra las masas revolucionarias, papel que Luis Blanc había desempeñado en Francia durante la revolución de 1848.
No pude creer que los obreros revolucionarios de Petersburgo hubiesen puesto por delante a Kerenski, a quien ellos conocían muy poco. Para mí era claro que en lo sucesivo era necesario combatir, no ya el zarismo, sino a la burguesía. La única cosa de que yo no me daba cuenta bien en ese momento era hasta qué punto la burguesía había conseguido fortificarse durante la guerra y si se podría organizar rápidamente nuestro partido bolchevique, ya que sólo él era capaz de agrupar a su alrededor a las grandes masas del proletariado y de guiarlos por buen camino en la lucha contra la burguesía. La principal cuestión que yo me proponía era saber quién se organizaría más pronto: ¿el partido, y alrededor de él, el proletariado o la burguesía? No concebía que los socialistas revolucionarios hicieran de primeros violines después de la revolución de febrero, y que los mencheviques harían bloque con ellos. Por tanto, era necesario esperar a que la cuestión de la hegemonía del proletariado o de la burguesía en nuestra revolución fuese planteada de nuevo ante la socialdemocracia.
Nuestro partido se organizó más pronto; su táctica agrupó alrededor de él, no solamente a los obreros, sino, además, a los campesinos. Venció no solamente a la burguesía, sino también a la pequeña burguesía, que personificaba a los mencheviques, los socialistas revolucionarios, los populistas y otros “socialistas”.
En Fédino estábamos tan separados del mundo que ignorábamos cuál era la situación real en los frentes. De ahí el porqué muchos deportados políticos no se daban muy exactamente cuenta de la manera cómo se terminaría la guerra después de la revolución de febrero. Pero, aun después de esta revolución, continué siendo un adversario de la guerra. A medida que me aproximaba a Kansk veía que los soldados se iban para su casa por todos los caminos. De Kansk a Moscú, las estaciones y los trenes estaban repletos de soldados que desertaban del frente. Escuchaban con avidez a los deportados políticos de regreso de Siberia que hablaban contra la guerra; se iban tan pronto como un orador hablaba de continuarla hasta un final victorioso. Comprendí entonces que la masa tenía bastante de guerra, que ésta se había vuelto odiosa y que desde entonces no duraría más tiempo.
El 10 de marzo pedí prestado dinero para el camino y dejé la aldea de Fédino. Toda la aldea me acompañó. Cuando llegué a Potchett encontré allí dos telegramas, uno de Penza y otro de Moscú, informándome que la amnistía había sido acordada y pidiéndome venir para ponerme al trabajo. Un giro venía con estos telegramas. Fuí a caballo hasta Kansk, adonde llegué en la mañana del 12 de marzo. En Kansk había ya un Soviet de diputados y soldados. El Soviet de diputados obreros debía reunirse la tarde de mi llegada. En Kansk la ciudad estaba revuelta. Los soldados, conducidos por comisarios, penetraban por todos lados, registraban y llevaban gente detenida. En el Soviet era el barullo más completo. El Comité ejecutivo del Soviet de diputados-soldados actuaba de la mañana a la noche. Me dije: Si en este rincón perdido la efervescencia podía llegar a este grado, ¿qué no debía pasar en Petrogrado y Moscú? Decidí dirigirme a Moscú. Sin esperar más, tomé un tren lleno de amnistiados que salía por la noche. Durante el camino escribí al Comité Central para preguntarle a dónde debía dirigirme y a qué trabajo debía consagrarme.
El 18 de marzo, el día de mi llegada a Moscú, me dirigí al Soviet, donde encontré en seguida a antiguos camaradas: Smidovitch, Noguin y muchos otros; en el Comité del partido encontré a Zemliachka y a la oficina regional del Comité Central. Todas estas organizaciones se encontraban en el mismo edificio: la escuela de Kaptsov. Cuando recibí la respuesta del Comité Central que me invitaba a ir a Petrogrado, yo militaba ya entre los ferroviarios de Moscú. Decidí no partir, con el fin de continuar la acción que yo había comenzado.
La revolución de febrero marcó el principio de una nueva etapa en la lucha que tuvo que sostener nuestro partido para combatir la influencia de los mencheviques y de los socialistas revolucionarios sobre la clase obrera, para instaurar la dictadura del proletariado y poner fin a la guerra mundial. Con todas mis fuerzas y con toda mi energía cooperé a la realización de la tarea que la revolución acababa de asignar a nuestro partido y a la clase obrera.