Andrés Nin

El marxismo y los movimientos nacionalistas


Escrito: Septiembre de 1934.
Primera vez publicado: En Leviatán, n.° 5. Septiembre de 1934, p. 39-47.
Digitalización: Martin Fahlgren, 2011.
Esta edición: Marxists Internet Archive, enero de 2012.


 

El pueblo que oprime a otro no puede ser libre. 
Karl Marx

Igualdad completa de derechos para todas las naciones; derecho de las naciones a disponer libremente de sus destinos; fusión de los obreros de todas las naciones. Éste es el programa que el marxismo y la experiencia de Rusia y de todo el mundo enseña a los obreros.  
V I Lenin

Planteamiento teórico del problema

La revolución social no se desarrolla en línea recta, no es el Grand Soir con que soñaban los revolucionarios ingenuos del siglo XIX, la caída espectacular del régimen capitalista en virtud de un acto de fuerza breve y certero y la sustitución casi automática del viejo orden de cosas por una sociedad más justa y más humana, surgida de la noche a la mañana, con todos los atributos de un mecanismo perfecto y regular.

Por asombroso que parezca, en nuestros días, a pesar de la experiencia decisiva de los últimos años, esa concepción ingenua y falsa sobrevive todavía en la conciencia de muchos militantes del movimiento obrero, lo cual les impulsa a rechazar todas aquellas acciones que no persigan como fin inmediato esa ”revolución” miraculosa que en veinticuatro horas ha de realizar la transformación catastrófica y radical de la sociedad. Los ”revolucionarios” de esa categoría — ni que decir tiene — reservan el mayor de los desprecios o la indiferencia más absoluta a problemas tales como el de la emancipación de las nacionalidades oprimidas.

Y, sin embargo, los movimientos nacionales desempeñan un papel de primer orden en el desarrollo de la revolución democráticoburguesa, arrastran a la lucha a masas inmensas y constituyen un factor revolucionario poderosísimo que el proletariado no puede dejar de tener en cuenta, sobre todo en países como el nuestro, en que dicha revolución no ha sido realizada todavía. Volver la espalda hacia esos movimientos, adoptar una actitud de indiferencia ante los mismos, es hacer el juego al nacionalismo opresor y reaccionario, aunque se pretenda cubrir dicha actitud con la capa del internacionalismo. La posición del proletariado ha de ser, a este respecto, clara y concreta e inspirarse en el propósito de estrechar los lazos de solidaridad entre los obreros de las distintas naciones que forman el estado e impulsar la revolución hacia adelante.

Qué es la cuestión nacional

El fundamento económico de la nación es el desarrollo del intercambio sobre la base de la economía capitalista. La existencia de relaciones económicas determinadas, la comunidad de territorio, de idioma y de cultura constituyen los rasgos característicos de la nación. Se puede afirmar, por consiguiente, que la nación, en el verdadero sentido de la palabra, es un producto directo de la sociedad capitalista. Las unidades políticas y territoriales de la antigüedad y de la edad media no eran más que naciones en germen. Los países que no han entrado todavía en el período de desarrollo capitalista no pueden ser considerados, propiamente, como naciones.

La burguesía tiende a constituirse en estado nacional porque es la forma que mejor responde a sus intereses y que garantiza un mayor desarrollo del capitalismo. Los movimientos de emancipación nacional expresan esta tendencia, y en los estados plurinacionales, en que el poder está ejercido por los grandes terratenientes, adquieren una amplitud y una virulencia particulares. En este sentido, se puede decir que no representan más que un aspecto de la lucha general contra las supervivencias feudales y por la democracia. La historia nos demuestra, en efecto, que la lucha nacional ha coincidido siempre con la lucha contra el feudalismo.

Cuando la creación de los grandes estados ha correspondido al desenvolvimiento capitalista, ha constituido un hecho progresivo. Alemania, para citar sólo uno de los casos más típicos, nos ofrece un ejemplo elocuente de ello. Cuando la formación de los grandes estados precede al desenvolvimiento capitalista, la unidad resultante es una unidad regresiva, despótica, de tipo asiático, que contiene, en vez de favorecer, el desarrollo de las fuerzas productivas. Los ejemplos más característicos de este tipo de unidad los hallamos en los ex imperios ruso y austrohúngaro y en España. Por ello, en estos países la lucha por la emancipación nacional ha adquirido caracteres tan agudos y una importancia tan enorme como factor revolucionario.

La burguesía industrial y la pequeña burguesía en la lucha nacional

En el transcurso de las revoluciones burguesas del siglo XX, los países capitalistas más importantes de Europa resolvieron su problema nacional; pero éste subsistió en los estados plurinacionales que no habían realizado todavía su revolución democraticoburguesa. En los movimientos de emancipación nacional las distintas clases sociales actúan con las mismas características que las distinguen en la lucha general por las reivindicaciones democráticas, de las cuales aquéllos no son más que un aspecto.

Los intereses de la economía capitalista impulsan a la burguesía a luchar contra las reminiscencias feudales que constituyen un obstáculo a su avance triunfal; pero esta lucha se desarrolla en condiciones históricas muy distintas de las que caracterizaron a las épocas de las revoluciones burguesas anteriores. La burguesía era entonces todavía una fuerza progresiva, cuya consolidación coincidía con los intereses generales de la humanidad. Hoy es una fuerza regresiva, cuya persistencia constituye un peligro para dichos intereses, con los cuales se halla en abierta contradicción. Entonces la burguesía realizaba su misión histórica, con la ayuda directa de las masas obreras y campesinas, sin la cual le hubiera sido imposible triunfar. Hoy, el proletariado tiene una conciencia de clase incomparablemente más elevada, numéricamente es mucho más fuerte, y si bien tiene un interés vital en resolver los problemas fundamentales de la revolución democráticoburguesa, considera esta revolución como etapa indispensable para seguir avanzando en el sentido de las realizaciones de carácter socialista y no está dispuesto a lanzarse al combate en provecho exclusivo de la dominación burguesa. En cuanto a los campesinos, los términos del problema han variado asimismo fundamentalmente. La cuestión de la tierra, como es sabido, puede ser considerada como la piedra angular de la revolución burguesa. En el período anterior, la burguesía capitalista podía atacar, sin consecuencias para su propia dominación, el derecho de propiedad de los grandes terratenientes, cuyo poderío tenía interés en destruir. Hoy, ante el miedo de que ese ataque estimule la ofensiva proletaria contra el derecho de propiedad privada en general, se vuelve precavida, y su actitud ante el problema de la tierra se convierte en conservadora y regresiva.

La burguesía, pues, en las circunstancias históricas actuales, no puede resolver los problemas fundamentales de su propia revolución y, por consiguiente, el de la emancipación nacional, y en los momentos decisivos, cuando entran en acción grandes masas populares, aterrorizada ante las posibles consecuencias de la misma, retrocede y se apresura a pactar con los elementos semifeudales. En la mayor parte de los casos, esta defección de la gran burguesía provoca una reacción popular que determina el desplazamiento de la dirección del movi­miento nacional hacia la pequeña burguesía. Su fraseología pomposa y radical, sus actitudes exteriormente revolucionarias, su intransigencia verbal, le atraen la simpatía y la confianza populares. Pero las fallas fundamentales de esa clase no tardan en manifestarse. Clase vacilante e indecisa, como reflejo de la situación intermedia que ocupa en la economía capitalista, su revolucionarismo se deshincha rápida y lamentablemente; presa de pánico ante las consecuencias y las responsabilidades de un alzamiento nacional, se agarra ansiosamente a la primera fórmula conciliatoria que se le ofrece, y el movimiento nacional, bajo la dirección de la pequeña burguesía, corre la misma suerte que la revolución democrática en general.

¿Cuál debe ser la actitud del proletariado?

Queda otro factor: el proletariado. Esta clase, por su naturaleza y por la misión que la historia le reserva, está llamada a realizar lo que ni la gran burguesía ni la pequeña son capaces de hacer: la revolución democráticoburguesa. Sólo él puede, por consiguiente, resolver radicalmente el problema nacional. Pero para ello es preciso que adopte una actitud clara y definida ante él. La tradición del marxismo le señala, en este sentido, una orientación precisa.

Marx y Engels subrayaron repetidamente el papel progresivo de los movimientos de emancipación nacional y, muy particularmente, la inmensa importancia revolucionaria de la lucha de Polonia e Irlanda. La indiferencia ante esos movimientos representaba, a su juicio, un apoyo directo al chovinismo opresor, fuente del poder de clase de la burguesía de la nación dominante. Por esto — afirmaba Marx —, ”la victoria del proletariado sobre la burguesía es al mismo tiempo la victoria sobre las rivalidades nacionales que actualmente oponen a unos pueblos contra otros. La victoria del proletariado sobre la burguesía es al mismo tiempo la señal de la emancipación de todas las naciones oprimidas”.

En la Internacional Socialista de antes de la guerra la cuestión nacional fue objeto de vivos y apasionados debates. El congreso de Londres de 1896 concretó en una resolución el criterio de la mayoría de la socialdemocracia. ”El Congreso se pronuncia — decía la mencionada resolución — por el derecho absoluto de todas las naciones a disponer de sus destinos y expresa su simpatía por los obreros de todos los países que sufren actualmente el yugo del absolutismo militar o nacional. El congreso invita a los obreros de todos estos países a entrar en las filas de los obreros conscientes de todo el mundo, a fin de luchar junto con ellos por la supresión del capitalismo internacional y la realización de los objetivos perseguidos por la socialdemocracia.” El congreso, al adoptar este punto de vista, rechazó, tanto el de los socialistas polacos del RPS, que preconizaban la inclusión de la independencia de Polonia en el programa de la Internacional, como el de Rosa Luxemburg, que consideraba que la socialdemocracia nada tenía que ver con la cuestión nacional. Esa posición fue la que fundamentalmente sostuvieron la mayoría del ala izquierda de la Internacional y, muy particularmente, los bolcheviques rusos, que la llevaron hasta sus últimas consecuencias con un inflexible rigor lógico.

La posición bolchevista

Marx y Engels se habían ocupado de la cuestión sólo de un modo episódico y accidental. Lenin nos ha legado, en cambio, una serie de trabajos teóricos que constituyen una doctrina bien trabada, y son una aplicación magistral del método marxista a las situaciones históricas concretas. Resumiremos sucintamente la posición clásica del bolchevismo, elaborada antes de la guerra y traducida en realización práctica después de la revolución de octubre.

Todo movimiento nacional tiene un contenido democrático que el proletariado ha de sostener sin reservas. Una clase que combate encarnizadamente todas las formas de opresión no puede mostrarse indiferente ante la opresión nacional; no puede, con ningún pretexto, desentenderse del problema. La posición seudointernacionalista, que niega el hecho nacional y preconiza la constitución de grandes unidades, sostiene prácticamente la absorción de las pequeñas naciones por las grandes, y, por lo tanto, la opresión. El proletariado no puede tener más que una actitud: apoyar el derecho indiscutible de los pueblos a disponer libremente de sus destinos y a constituirse en estado independiente si ésta es su voluntad.

”¡Ningún privilegio para ninguna nación, ningún privilegio para ningún idioma! ¡Ninguna opresión, ninguna injusticia hacia la minoría nacional! He aquí el programa de la democracia obrera” (Lenin).

Pero el reconocimiento del derecho indiscutible a la separación no implica, ni mucho menos, la propaganda en favor de la misma en todas las circunstancias, ni el considerarla invariablemente corno un hecho progresivo. El reconocimiento de este derecho disminuye los peligros de disgregación y cimenta la solidaridad indispensable entre los trabajadores de las distintas naciones que integran el estado. Al sotener este derecho, el proletariado no se identifica con la burguesía nacional, que quiere subordinar los intereses de clase a los intereses nacionales, ni con las clases privilegiadas de la nación dominante, que quieren convertir a los obreros en cómplices de la política de opresión nacional.

La lucha por el derecho de los pueblos a la independencia no presupone, ni mucho menos, la disgregación de los obreros de las distintas naciones que forman el estado, mediante la existencia de organizaciones independientes. El bolchevismo ha sostenido siempre la necesidad primordial de la unión de los trabajadores de dichas naciones para la lucha común por la democracia y ha combatido acerbamente toda tendencia conducente a dar al partido del proletariado una estructura federalista. Y así, el Partido Bolchevique, que practicó una política nacionalitaria consecuente, fue siempre una organización esencialmente centralista.

Esta política es la única susceptible de garantizar el derecho absoluto de las naciones a decidir de su suerte, de destruir los chovinismos unitario y nacionalista, de acabar con las rivalidades entre los pueblos, de sellar la unión del proletariado y de sentar las bases sólidas en que han de cimentarse las futuras confederaciones de pueblos libres. El ejemplo vivo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas es la demostración práctica más elocuente de la excelencia de dicha política. Pero este ejemplo ha venido precisamente a evidenciar que la cuestión de las nacionalidades, como todos los problemas de la revolución democraticoburguesa, no puede ser resuelta más que por la revolución social y la instauración de la dictadura del proletariado. Que no lo olviden las masas campesinas y semiproletarias de las naciones oprimidas que abrigan todavía la esperanza en una solución radical del problema en el marco de la democracia burguesa.

El carácter de la unidad española

Existen en España dos movimientos de emancipación nacional de vitalidad indudable: el de Cataluña y el de Euskadi. El de Galicia, por el momento, no es más que un balbuceo regionalista, falto del calor de las grandes masas, y refugiado, por ello, en los cenáculos literarios y en las academias. Para que se convierta en un movimiento nacional, en el verdadero sentido de la palabra, le faltan las premisas económicas necesarias. En todo caso, hoy no es todavía una realidad y, mientras no lo sea, carece de interés para los marxistas, los cuales deben operar siempre con hechos. De Euskadi hablaremos en otra ocasión. Por hoy, nos limitamos a examinar someramente, aplicándole el criterio teórico esbozado, el problema concreto de Cataluña.

España, como hemos indicado ya más arriba, pertenece a la categoría de los estados pluri­nacionales, cuya formación ha precedido al desenvolvimiento capitalista. En todos los grandes estados de Europa — como hace observar Marx en sus luminosos estudios sobre la revolución española — las grandes monarquías se crearon sobre las ruinas de las clases feudales, la aristocracia y las ciudades. En los demás países, ”la monarquía absoluta apareció como un centro de civilización, como un agente de unidad social. Fue como un laboratorio en el cual los distintos elementos de la sociedad se mezclaron y transformaron, hasta tal punto que les fue posible a las ciudades sustituir su independencia medieval por la superioridad y la dominación burguesa”.[1] En cambio, en España la monarquía absoluta ”hizo todo cuanto dependió de ella para entorpecer el aumento de los intereses sociales, que trae aparejada consigo la división natural del trabajo y una circulación industrial múltiple, y así suprimió la única base sobre la cual podía ser fundado un sistema unificado de gobierno y de legislación común. He aquí por qué la monarquía absoluta española puede ser más bien equiparada al despotismo asiático que comparada con los otros estados europeos”.[2].

La poderosa inteligencia de Marx señaló magistralmente, en estas líneas, el carácter regresivo de la unidad española, en el cual hay que buscar la causa de su inconsciencia y de la agudeza extraordinaria adquirida por los problemas de emancipación nacional. A la luz de esta interpretación y de las consideraciones expuestas en la primera parte de este estudio, aparecerán claramente los motivos por los cuales los focos más considerables del movimiento de liberación nacional se han concentrado, principalmente, en Cataluña y en Euskadi, es decir, en los dos centros industriales más importantes del país.

La lucha de Cataluña por su emancipación

Si los rasgos distintivos de una nación los constituyen la existencia de relaciones económicas determinadas, la comunidad de territorio, de idioma y de cultura, Cataluña es indudablemente una nación. Cataluña, cuna de una burguesía comercial poderosa, entra desde los primeros momentos en lucha con el estado unitario español, representado por las castas parasitarias y feudales. Y cuando, como consecuencia del descubrimiento de América, el Mediterráneo pierde su importancia comercial y se prohíbe a los catalanes comerciar con el Nuevo Mundo, la decadencia de la burguesía determina un colapso en el desarrollo económico y cultural del país.

Con la aparición de la industria y de la burguesía industrial, se acentúa el antagonismo con la oligarquía que rige los destinos de España y se inicia el movimiento de emancipación nacional, cuya intensidad aumenta en proporción directa con el desarrollo de la industria. La renaixença literaria que caracteriza los inicios del movimiento no es más que la envoltura externa, el medio de expresión inconsciente de ese antagonismo fundamental, que no tarda en manifestarse en toda su desnudez. En efecto, cuando el catalanismo empieza a tomar cuerpo como movimiento político, es para expresar las reivindicaciones de carácter económico de la burguesía industrial. Y cuando, con la pérdida de las colonias, Cataluña se ve privada de sus mercados más importantes y la incapacidad de la oligarquía gobernante aparece en toda su trágica magnitud, el catalanismo adquiere un nuevo y poderoso impulso. La protesta de la burguesía catalana se acentúa y se precisa. En la prensa de la época aparece reflejado el antagonismo de intereses entre la Cataluña industrial y la España agrariofeudal. La tesis de la burguesía catalana, expresada por uno de sus órganos más caracterizados, el Diario del Comercio, según un artículo que resumimos, es la siguiente: la industria catalana necesita importar algodón, lino, cáñamo, seda, lana, etcétera, con franquicia absoluta. A las demás regiones les conviene, en cambio, exportar sus frutos y sus primeras materias en las mejores condiciones posibles e importar, a bajo precio, los artículos manufacturados. ”Esta es la verdad escueta que, sin ambages ni rodeos, cabe expresar concisamente de esta manera: Cataluña, económicamente, es un pueblo independiente que se basta a sí mismo; el resto de España, salvo raras y honrosísimas excepciones, es una colonia.”[3] Añádase a esto el descontento por el expedienteo, las trabas administrativas opuestas al desarrollo económico y al establecimiento de las industrias, y se tendrá una idea clara de los orígenes del movimiento catalán, movimiento indudablemente progresivo frente al estado semifeudal y despótico.

En este sentido, como hemos hecho ya observar más arriba, el movimiento de emancipación nacional de Cataluña no es más que un aspecto de la revolución democraticoburguesa en general, que tiende a destruir, en interés del desarrollo de las fuerzas productivas, las reminiscencias de carácter feudal y se distingue por los mismos rasgos característicos. La emancipación nacional como la revolución democrática, no es posible más que con la participación de las masas obreras y campesinas, y esta participación, en las circunstancias históricas presentes, presupone la lucha contra los privilegios de la clase capitalista, el desbordamiento de los límites fijados por la burguesía. De aquí que ésta tienda al compromiso y a la alianza pura y simple con el poder central para aplastar el movimiento de las masas. Así, en 1899, en uno de los momentos más graves para el centralismo español, la burguesía catalana presta su apoyo a Polavieja, el asesino de Rizal; en 1917, aterrorizada por la huelga general de agosto, da dos ministros a la monarquía; en 1919-1922 colabora directamente en la sangrienta represión ejecutada por los representantes del poder central; en 1923 facilita el golpe de estado de Primo de Rivera, y, finalmente, intenta apuntalar a la monarquía tambaleante participando en su último gobierno.

La traición de la gran burguesía en el terreno de la lucha por la emancipación nacional la desplaza — exactamente igual como en la revolución democrática — de la dirección del movimiento. Y entonces aparece, en primer término, la pequeña burguesía, la cual, gracias, por una parte, a su radicalismo y a su programa demagógico — es el caso de Maciá y de la Esquerra Republicana de Catalunya — y, por otra, a la ausencia de un gran partido proletario, consigue arrastrar tras de sí a las grandes masas populares. Pero la pequeña burguesía manifiesta desde el primer momento las vacilaciones y la indecisión propias de una clase incapaz, por su propia naturaleza económica, de desempeñar un papel independiente. Llevada del impulso inicial, proclama la República catalana, para batirse en retirada dos días después y contentarse con un Estatuto que establece una autonomía limitadísima. Y cuando los campesinos obligan al Parlamento catalán a consagrar de derecho — mediante la ley de Contratos de Cultivo — lo que habían ya conquistado de hecho, adopta una actitud de rebeldía frente al poder central, que se transforma progresivamente en actitud defensiva y se transformará indefectiblemente en una claudicación o en un compromiso equívoco.

Y, sin embargo, el movimiento nacional de Cataluña, por su contenido y por la participación de las masas populares, es, en el momento actual, un factor revolucionario de primer orden, que contribuye poderosamente, con el movimiento obrero, a contener el avance victorioso de la reacción. De aquí se deduce claramente la actitud que ha de adoptar ante el mismo el proletariado revolucionario:

l.° Sostener activamente el movimiento de emancipación nacional de Cataluña, oponiéndose enérgicamente a toda tentativa de ataque por parte de la reacción.

2.° Defender el derecho indiscutible de Cataluña a disponer libremente de sus destinos, sin excluir el de separarse del estado español, si ésta es su voluntad.

3.° Considerar la proclamación de la República catalana como un acto de enorme trascendencia revolucionaria; y

4.° Enarbolar la bandera de la República catalana, con el fin de desplazar de la dirección del movimiento a la pequeña burguesía indecisa y claudicante, que prepara el terreno a la victoria de la contrarrevolución, y hacer de la Cataluña emancipada del yugo español el primer paso hacia la Unión de Repúblicas Socialistas de Iberia.

 


Noter:

[1] Karl Marx. La revolución española. Editorial Cenit, 1929, p. 78.

[2] Ibid., p. 80.

[3] Diario del Comercio, de Barcelona, del 14 de enero de 1899.