Escrito: En, o antes de, 1936.
Primera vez publicado: En el libro de Morrow, La
Guerra Civil en España.
Versión digital: Marxismo.org,
abril de 2006.
Transcripción/HTML
para el MIA: Juan R. Fajardo, agosto de 2006.
La república burguesa se enfrentó a cinco grandes tareas; hablan de ser resueltas o el régimen daría paso a la reacción monárquica o fascista, o a una nueva revolución y a un estado de trabajadores.
Más de la mitad de la renta nacional, casi dos tercios de las exportaciones y la mayor parte de los ingresos fiscales internos, provenían de la agricultura; el 70 por 100 de la población era rural. La agricultura se convertía así en el problema clave para el futuro de España.
La distribución de la tierra es la más desigual de Europa. Los terratenientes poseen un tercio de la tierra, en algunos casos, con fincas que cubren la mitad de una provincia. El grupo de "medianos propietarios", más numeroso que el de los terratenientes, posee otro tercio, también en grandes extensiones cultivadas por aparceros y jornaleros. El tercio restante pertenece a los campesinos, la mayoría dividido en explotaciones equipadas de forma primitiva, de cinco hectáreas o menos de secano, tierra pobre, insuficiente para mantener a sus familias. Si el campesino dispone de buenas tierras -extensiones hortícolas en la costa mediterránea-, éstas están divididas en parcelas del tamaño de un pequeño jardín.
Cinco millones de familias campesinas pueden dividirse en tres categorías:
-Dos millones poseen extensiones insuficientes. Sólo en las provincias del Norte hay algunas familias campesinas que llevan una existencia moderadamente confortable. La gran mayoría de estos millones de "propietarios" se mueren de hambre igual que los que no poseen nada de tierra, teniendo que trabajar de jornaleros siempre que pueden.
-Un millón y medio de aparceros dividen la cosecha con el propietario de la tierra, sujetos a una triple opresión: la del propietario, la del usurero que financia la cosecha y la del comerciante que la compra.
-Un millón y medio de jornaleros venden su fuerza de trabajo a jornales increíblemente bajos y, en el mejor de los casos están en paro durante noventa a ciento cincuenta días por año. Un buen jornal es de seis pesetas por día.
La explotación del trabajo se complementa con el expolio impositivo. Del total de impuestos recaudados en el campo en el primer año de la república, más de la mitad provenían de los campesinos propietarios.
Las condiciones bajo las que viven millones de familias es indescriptible. Algo comparable se puede encontrar en Oriente, en las condiciones de vida del campesino chino e hindú. Morirse de hambre entre las cosechas es un proceso normal. La prensa española, en estas ocasiones, informa repetidas veces que en comarcas enteras los campesinos se alimentan de raíces y de hierbas silvestres cocidas. Revueltas desesperadas, saqueos de grano, ataques a almacenes de víveres y períodos de lucha semibandolera han formado parte de la historia de España durante un siglo. En cada ocasión se demostró, una vez mas, que el campesinado disperso, sin ayuda de las ciudades, no podía liberarse.
Las últimas décadas hostigaron al campesino. Los serenos años de la guerra mundial, 1914-1918, dieron a la agricultura española la oportunidad de entrar en el mercado mundial y de obtener altos precios. El alza resultante en el precio de los productos y de la tierra fue capitalizada en efectivo por los terratenientes a través de hipotecas. Los campesinos apenas obtuvieron beneficios. Sin embargo, el peso del hundimiento de la agricultura, al terminar la guerra, recayó sobre los campesinos. La crisis de la agricultura, parte de la crisis mundial, agravada por los obstáculos arancelarios establecidos por Inglaterra y Francia contra la agricultura española, llevó al campesino a tal estado que, en 1931, en regiones enteras había peligro de exterminación por hambre; y un ejército permanente de parados en el campo.
La única solución de esta situación deplorable era la inmediata expropiación de los dos tercios de tierra en manos de los propietarios (grandes y "medianos") y su distribución entre el campesinado. Aun esto no sería suficiente. Excepto en las regiones hortícolas del Mediterráneo, los métodos de cultivo utilizados son primitivos. El rendimiento por hectárea es el más bajo de Europa. Los métodos intensivos de agricultura, que requieren formación técnica, herramientas modernas, fertilizantes, etc., e implican una ayuda estatal sistemática a la agricultura, tendrían que completar la distribución de la tierra,
La propiedad feudal de la tierra en Francia fue destruida por los jacobinos, favoreciendo las relaciones de producción capitalistas. Pero en España, en 1931, la tierra ya se explotaba bajo relaciones capitalistas. Hacía tiempo que la tierra era enajenable, comprada y vendida en el mercado; por tanto, hipotecable y endeudable. Por consiguiente, confiscar la tierra significaría confiscar el capital bancario, e implicaría un golpe de muerte al capitalismo español, agrícola e industrial.
De este hecho evidente, la coalición gubernamental llegó a la conclusión de que entonces la tierra no podía confiscarse. En su lugar elaboró extensos e inútiles planes, de acuerdo con los cuales el gobierno, a través del Instituto de Reforma Agraria, debía comprar extensiones de tierra y parcelarlas para arrendárselas a los campesinos. Como España es un país empobrecido, con un estado de pocos recursos, este proceso sería necesariamente muy largo.
Los propios cálculos gubernamentales demostraron que este método de distribuir la tierra después de comprarla y arrendarla a su vez duraría, al menos, un siglo.
Si la coalición republicano socialista no podía resolver el problema agrario, ¿podía desarrollar las fuerzas productivas de la industria y el transporte?
Comparada con la industria de las grandes potencias imperialistas, España está muy atrasada. ¡Sólo 8.500 millas de vía férrea en un país más grande que Alemania! En 1930 suponía el 1,1 por 100 del comercio mundial, un poco menos de lo que suponía antes de la guerra.
La etapa de desarrollo de la industria española fue corta: 1898-1914. El desarrollo de la industria en los años de la gran guerra se transformó en una fuente de dificultades posteriores. El fin de la guerra provocó que la industria española, infantil y sin el respaldo de una potencia fuerte, pronto se quedará atrás en la carrera imperialista por los mercados. Ni siquiera el mercado interno pudo ser preservado para su propia industria. El control de precios de Primo de Rivera provocó represalias de Francia e Inglaterra contra la agricultura española. Como ésta suponía de un tercio a los dos tercios de las exportaciones, la medida conllevó una terrible crisis agrícola, seguida del derrumbe del mercado interior para la industria. Esta crisis, en 1931, fue el anuncio de la república.
Estos hechos saltaban a la vista, pero la coalición republicano-socialista repetía, como si fuera una fórmula mágica, que España estaba en el comienzo del desarrollo capitalista, que de alguna forma desarrollarían la industria y el comercio, que la crisis mundial se solucionaría, etc. La república encontró casi un millón de parados entre obreros y campesinos; antes de finales de 1933 eran un millón y medio que, junto con las personas que de ellos dependían, suponían el 25 por 100 de la población.
Con lógica de hierro los trotskistas demostraban que la débil industria española, bajo relaciones capitalistas, sólo puede desarrollarse en un mercado mundial en expansión, y el mercado mundial se ha reducido progresivamente; la industria española sólo puede desarrollarse bajo la protección de un monopolio del comercio exterior; pero la unión del capitalismo mundial en España y la amenaza de Francia e Inglaterra sobre las exportaciones agrícolas significaban que un gobierno burgués no podía crear un monopolio de comercio exterior.
Si el retraso de la industria española impidió su desarrollo posterior bajo el capitalismo, ese mismo retraso (como el de Rusia) ha provocado la concentración del proletariado en grandes empresas en unas pocas ciudades. Barcelona, el puerto y centro industrial más importante, junto a las ciudades industriales de Cataluña, concentran el 45 por 100 de la clase obrera española. Vizcaya, Asturias y Madrid, la mayor parte del resto. España, en conjunto, tiene menos de dos millones de obreros industriales, pero su peso específico, por su concentración, es comparable al del proletariado ruso.
La separación de la Iglesia y el estado no era una tarea meramente parlamentaria. Para lograr la separación, la Revolución francesa confiscó las tierras de la Iglesia, alentó a los campesinos a apoderarse de ellas, disolvió las órdenes religiosas, confiscó las iglesias y su riqueza y durante muchos años ¡legalizó y prohibió el ejercicio del sacerdocio, Sólo entonces la aún inadecuada separación de la Iglesia v el estado fue llevada a cabo en Francia.
En la España de 1931 el problema era todavía más urgente y acuciante. La Iglesia, por su pasado, sólo podía ser un mortal enemigo de la república. Durante siglos la Iglesia había impedido cualquier tipo de progreso. Hasta un rey tan católico como Carlos III se había visto obligado a expulsar a los jesuitas en 1767; José Bonaparte tuvo que disolver las órdenes religiosas y el liberal Mendizábal las suprimió en 1835. La Iglesia había aniquilado todas las revoluciones del siglo XIX; como respuesta, cada revolución, cada avance en la vida española, había sido necesariamente anticlerical. Incluso el rey Alfonso, después de las revueltas en Barcelona en 1909, tuvo que anunciar que "daría cauce a las aspiraciones populares de reducir y regular el excesivo número de órdenes religiosas" y que establecería la libertad religiosa. Sin embargo, Roma cambió la decisión de Alfonso. Cada intento de ampliar las bases del régimen fue frustrado por la Iglesia, la última vez en 1923, cuando vetó la propuesta del primer ministro, marqués de Alhucemas, de convocar Cortes Constituyentes, y apoyó la dictadura. No es extraño, entonces, que cada período de agitación desde 1912 haya sido seguido por quema de iglesias y matanzas de clérigos.
Se puede medir el poder económico de la Iglesia por la estimación, dada a las Cortes en 1931, de que la Orden de los jesuitas poseía un tercio de la riqueza nacional. Las tierras confiscadas después de la revolución de 1868, fueron indemnizadas por la reacción tan generosamente que la Iglesia emprendió una carrera en el mundo de la industria y las finanzas. Sus bancos monopolistas de "crédito agrícola" eran los usureros del campo y sus bancos urbanos los socios de la industria. Las órdenes religiosas eran dueñas de establecimientos industriales (molinos de harina, lavaderos, talleres de costura, vestidos, etc.) con fuerza de trabajo gratis (huérfanos, "estudiantes"), compitiendo, con gran ventaja, con la industria. Como era la religión oficial, recibía anualmente decenas de millones del presupuesto estatal, estaba libre de impuestos, incluso en la producción industrial, y recibía sustanciosos honorarios por bautizos, bodas, entierros, etc.
Su control oficial de la educación salvaguardaba al estudiante de radicalismos y mantenía al campesino analfabeto. La mitad de la población 'española en 1931 no sabía leer ni escribir.
Hasta hace poco las indulgencias papales se vendían por unas cuantas pesetas; firmadas por el obispo, se compraban en tiendas que exhibían el anuncio: "Las bulas están baratas hoy." Esto nos da una idea de la magnitud de la superstición originada por la Iglesia.
Sus "hordas ataviadas" eran un verdadero ejército que se enfrentaba a la república; de 80 a 90.000 en 4.000 casas de órdenes religiosas, y más de 25.000 curas párrocos. El número de religiosos sobrepasaba el total de los estudiantes de enseñanza media y doblaba el número de estudiantes de enseñanza superior en el país.
En los primeros meses de la república, la Iglesia actuó cautelosa y deliberadamente en su lucha contra el nuevo régimen: una carta pastoral aconsejando a los católicos votar a los candidatos católicos que no eran ni "republicanos ni monárquicos" fue contestada, en mayo, por la quema masiva de iglesias y de conventos. Sin embargo, para nadie era un secreto que el ejército innumerable de monjes, monjas y curas párrocos agitaban vigorosamente, de casa en casa. Como en cada período crucial de la historia española en que la Iglesia se sentía amenazada por el cambio, su actividad se centraba en propagar rumores supersticiosos de incidentes calificados como milagros -estatuas que lloraban, crucifijos que sangraban-, presagios de malos tiempos que hacían su aparición. ¿Qué podía hacer el gobierno republicano ante esta poderosa amenaza?
El problema con la Iglesia provocó la primera crisis gubernamental; Azaña formuló un compromiso que fue aceptado. Las órdenes religiosas no debían ser molestadas a no ser que se probase, como en el caso de cualquier otra organización, que eran nocivas al bien público. Hubo un pacto de caballeros de que esto se aplicaría sólo a los jesuitas, que fueron disueltos en enero de 1932, después de que se les brindó amplias oportunidades para transferir la mayor parte de su riqueza a particulares y a otras órdenes. La declaración de separación Iglesia-estado terminó formalmente con las subvenciones gubernamentales al clero, pero fueron recuperadas, en parte, por la Iglesia, en pagos por la educación; ya que la expulsión de la Iglesia de los colegios iba a ser un plan de "larga duración". Este fue todo el programa eclesial del gobierno. Aún esta legislación patéticamente insuficiente, provocó las iras de la burguesía; se opusieron, por ejemplo, no sólo los ministros católicos Alcalá Zamora y Maura, sino también Lerroux, republicano radical, que había hecho carrera, durante toda una vida en la política española, basándose en el anticlericalismo. Anticlerical de palabra y deseosa de un reparto más justo del botín, la burguesía republicana estaba tan unida a los intereses de los terratenientes-capitalistas que, a su vez, se apoyaban en la Iglesia, que era incapaz de un ataque serio a su poder político y económico.
La Izquierda Comunista declaró que ésta era una prueba más de la bancarrota del gobierno de coalición. Ni siquiera podía cumplir la tarea "democrático-burguesa" de controlar a la Iglesia. Los revolucionarios exigieron la confiscación de toda la riqueza eclesial, la disolución de todas las órdenes, la inmediata prohibición de profesores religiosos en los colegios, la utilización de los fondos de la Iglesia para ayudar al campesinado a cultivar la tierra y llamaron a los campesinos a apoderarse de las tierras de la Iglesia.
La Historia de España, durante el siglo XIX y el primer tercio del siglo xx, es una historia de complots y pronunciamientos militares. La monarquía acudió al ejército para terminar con la oposición; esto le otorgó un papel privilegiado y tuvo como consecuencia el mimo de una casta oficial. Los oficiales llegaron a ser tan numerosos que toda la administración colonial y gran parte de la nacional (incluida la Guardia Civil) les fue confiada. Los oficiales utilizaron la necesidad, cada vez mayor, de Alfonso de apoyo militar para atrincherarse. La Ley de Jurisdicciones de 1905, que otorgó a los tribunales militares el poder de juzgar y castigar los libelos civiles sobre el ejército, transformó la crítica de la prensa y de la clase trabajadora en crimen de lesa majestad. Incluso en 1917, el primer ministro de Alfonso, Maura, señaló que los oficiales estaban impidiendo el gobierno civil.
En 1919 la casta militar, en desacuerdo con las concesiones hechas a raíz de la huelga general, organizada en Juntas de Oficiales para presionar al gobierno y a la opinión pública, exigieron la destitución del jefe de Policía. El ministro de la Guerra era siempre uno de ellos. Había un oficial por cada seis soldados, y el presupuesto militar crecía junto con ellos. El presupuestó militar llegó a ser tan insoportable que incluso Primo de Rivera intentó reducir la oficialidad; las Juntas de Oficiales se vengaron, dejándolo caer sin protestar, a pesar de que lo habían apoyado cuando el golpe. Alfonso los defendió hasta el final.
La tradición de una casta independiente y privilegiada era un grave peligro para la república. En un país donde la clase media baja es tan insignificante, los oficiales tienen que ser reclutados entre las clases altas; así estarán unidos por lazos de parentesco, amistad, posición social, etc., con los terratenientes e industriales reaccionarios. Para evitar esto, los oficiales deberán ser reclutados entre el campesinado y los obreros. Este problema era acuciante: el control del ejército es una cuestión de vida o muerte para cualquier régimen.
La coalición republicano-socialista puso este grave problema en las manos de Azaña, ministro de Guerra. Azaña redujo el ejército por un sistema de retiro voluntario para los oficiales tan favorable, que en pocos días 7.000 oficiales se retiraron. El Cuerpo de Oficiales disminuido, continuó siendo lo que había sido bajo la monarquía.
La Izquierda Comunista denunció esto como una traición a la revolución democrática... Exigió la destitución de todo el Cuerpo de Oficiales y su sustitución por oficiales reclutados entre la tropa, elegidos por los soldados. Izquierda Comunista llamó a los soldados a tomar el asunto en sus manos, señalando que la república burguesa les trataba tan bárbaramente como la monarquía. Su meta era conducir a los soldados a confraternizar y formar consejos comunes con los obreros revolucionarios.
La democratización del ejército era considerada por los revolucionarios como una tarea necesaria, no para el derrocamiento revolucionario de la burguesía -otros órganos eran necesarios para esto- sino como medida de defensa contra el regreso de la reacción. El fracaso del gobierno de coalición en esta tarea elemental de la revolución democrática era, simplemente, otra prueba más de que sólo la revolución proletaria resolvería las tareas democrático-burguesas en la revolución española.
La monarquía "feudal" había sido no sólo moderna para alentar el origen, desarrollo y decadencia de la industria y finanzas burguesas, sino también ultramoderna, al embarcarse en la conquista y explotación de colonias en el estilo más reciente del capitalismo financiero.
El "renacimiento nacional" incluyó la conquista y pacificación de Marruecos (1912-1926).
Sólo en el desastre de Annual (1921) perdieron la vida 10.000 obreros y campesinos, obligados al Servicio Militar durante dos años. El coste de la campaña de Marruecos después de la guerra mundial fue de 700 millones de pesetas. El golpe de Primo de Rivera fue precedido de alborotos al llamamiento de reclutas y reservas y de motines al embarcarse. La alianza con el imperialismo francés al año siguiente llevó a la victoria decisiva sobre el pueblo marroquí. Una administración colonial cruel y asesina explotó a los campesinos y tribus marroquíes para beneficio del gobierno y de unos pocos capitalistas.
La coalición republicano-socialista gobernó las colonias españolas en Marruecos como lo había hecho la monarquía, a través de la Legión Extranjera y de los mercenarios nativos. Los socialistas argumentaban que cuando se diesen las condiciones extenderían la democracia y las mejoras de un régimen progresista a Marruecos.
Trotsky y sus partidarios calificaron la postura socialista de acto de traición a un pueblo oprimido. Incluso por la seguridad del pueblo español, Marruecos debía ser liberado. Los especialmente viciosos legionarios y mercenarios que allí se criaban serían la primera fuerza en ser utilizada por un golpe reaccionario y Marruecos su base militar. Los trabajadores debían luchar por la retirada inmediata de todas las tropas y la independencia de Marruecos, e incitar al pueblo marroquí en este sentido. La libertad de las masas españolas estaría en peligro mientras las colonias no fuesen liberadas.
La solución a la liberación nacional de los pueblos catalán y vasco era similar a la de la cuestión colonial. El fuerte partido pequeño-burgués Esquerra Catalana tenía su principal apoyo entre los aparceros militantes, que debían aliarse con los trabajadores revolucionarios, pero que sucumbieron al programa nacionalista de la pequeña burguesía, la cual encontró así el apoyo del campesinado contra el papel desnacionalizador del gran capital y la burocracia estatal española. En las provincias vascas la cuestión nacional, en 1931, tuvo consecuencias aún más serias; el movimiento nacionalista estaba controlado por los clericales y conservadores y se transformó en el bloque de los diputados más reaccionarios en las Cortes Constituyentes. Como las provincias vascas y catalanas son las regiones industriales más importantes, éste era un problema decisivo para el futuro del movimiento obrero. ¿Cómo liberar a estos obreros y campesinos del control de clases enemigas?
Los bolcheviques rusos dieron el modelo para la solución: inscribieron en su programa la liberación nacional y la llevaron a cabo después de la Revolución de Octubre. La autonomía más amplia para las regiones nacionales es perfectamente compatible con la unidad económica; las masas no tienen nada que perder con una medida de este tipo, que en una república de obreros permitirá a la economía y a la cultura desarrollarse libremente.
Cualquier otra postura que no sea el apoyo a la liberación nacional apoya, directa o indirectamente, la máxima centralización burocrática de España exigida por la clase dominante, y así será extendida por las nacionalidades oprimidas.
El nacionalismo catalán se había desarrollado bajo la opresión de la dictadura primorriverista. Así, un día antes de la proclamación de la república en Madrid, los catalanes habían ocupado los edificios del gobierno y proclamado una república catalana independiente. Una comisión de los líderes republicanos y socialistas se precipitaron a Barcelona y combinaron promesas de un estatuto de autonomía con amenazas extremas de represión; el arreglo final dio a Cataluña una autonomía muy restringida, que dejó a los políticos catalanes agraviados, hecho que podían utilizar provechosamente para mantener a sus seguidores obreros y campesinos. Bajo el pretexto de que el movimiento nacionalista vasco era reaccionario, la coalición republicano-socialista retrasó la solución de esta cuestión, y otorgó así a los clericales vascos, amenazados por la proletarización de la región, una nueva influencia entre las masas. Los socialistas, alegando liberarse de los prejuicios regionales, se identificaban con el punto de vista del imperialismo burgués español. Así, en todos los campos, la república burguesa demostró ser absolutamente incapaz de realizar las tareas "democrático-burguesas" de la revolución española. Esto significaba que la república no podía tener estabilidad; sólo podía ser una corta etapa de transición, que dejaría su lugar a la reacción militar, fascista o monárquica, o a una revolución social auténtica que diese a los obreros poder para construir una sociedad socialista. La lucha contra la reacción y por el socialismo era la única tarea y en el orden del día.