Escrito: Octubre de
1930.
Publicado por primera vez: La Nueva Era, Año
I, núm. 1, octubre de 1930
Fuente digital de la version al español:
Edición digital de la Fundación Andreu Nin, marzo 2002
Html: Rodrigo Cisterna, 2014
La crisis intelectual de España, su actual postración e impotencia se desarrollan paralelamente a la debacle general económico-política. La anemia mental de una burguesía en estado de descomposición se refleja en su decadencia intelectual, en el raquitismo de que da pruebas evidentes en la manifestación de sus actividades intelectuales.
Lo que comúnmente se llama la civilización, es decir, el arte, la ciencia, las grandes creaciones del espíritu, surge cuando una clase social llega al cenit de su desarrollo. A medida que la clase empieza a declinar, comienza asimismo su decadencia espiritual.
A cada clase corresponde su intelectualidad propia, su arte característico, cuya evolución se halla íntimamente ligada a las transformaciones sociales. La frase corriente "las letras siguen al Imperio" es una verdad histórica incontrovertible, si por Imperio se entiende el apogeo de una clase determinada. Con frecuencia una explosión artística puede ser el anuncio vital de una clase que todavía no ha conseguido conquistar totalmente el poder, pero que está en vísperas de ascender a él. La floración primaveral es el heraldo de un otoño fecundo. Lo que en la civilización moderna se llama "el siglo de oro" constituye el acto de presencia de la intelectualidad burguesa, bajo el dominio político del feudalismo.
La burguesía ha tenido dos momentos en su evolución artística: el primero cuando ella se lanza a la conquista del mundo -siglos XV, XVI y XVII- y el segundo -fines del siglo XVIII y siglo XIX- cuando aparece con todo el esplendor de su potencia. A la revolución burguesa le precede y le sigue una irradiación artística, como la aurora y el crepúsculo de un día de batalla.
La lucha entre la burguesía y la nobleza feudal, las alternativas de avance y de retroceso se manifiestan en el arte español del siglo XVI y mitad del XVII. El espíritu que le anima es la lucha formidable entre la Edad Media y la Edad Moderna, entre Dios y d Hombre, entre la religión y la realidad viviente, entre el feudalismo y la burguesía, en una palabra.
En la pintura, Zurbarán, Murillo, Ribera, Cano, Morales, son absorbidos por el torbellino religioso. El gran poder de la Iglesia en la esfera política, se refleja tanto en la pintura, como en la literatura de esa época. El Greco -especie de Dante del arte pictórico-, a pesar de su fuerza prodigiosa de creación cayó vencido por el misticismo del feudalismo religioso.
El espíritu de una clase social que empieza a imponerse, a triunfar, se expresa de una manera dinámica, cargado de ímpetus irresistibles. El alma encendida que vibra dentro de la clase que asciende, encuentra su expresi6n en el arte. La pintura española de los siglos XVI y XVII es atormentada por la inquietud religiosa. El terror de la Inquisici6n produce ese resultado.
En la literatura falta igualmente el sello peculiar de una burguesía en plena floración. Calderón, en El alcalde de Zalamea, y Lope de Vega, en Fuenteovejuna, pintaron los conflictos entre el rey y la burguesía. Fueron los dos únicos chispazos importantes de la lucha social recogidos por la literatura clásica española.
Solamente Cervantes supo sintetizar admirablemente esta época, de inmensa tragedia para la burguesía española. Cervantes, desde un plano burgués, quiso ridiculizar los esfuerzos del feudalismo para sobrevivirse. Don Quijote era la Edad Media, el señor feudal, que salía de su rinc6n olvidado y deambulaba por los caminos de España como un aparecido de leyenda. El hidalgo arruinado, el noble envejecido y loco, quería derrotar a la burguesía. Tiene un aliado: el campesino Sancho Panza. Don Quijote sale de Castilla, país de castillos feudales -Castilla es el plural de castelum- y se dirige, conquistador, a Barcelona, la villa burguesa. Antes de llegar a la ciudad, traba conocimiento y establece alianza con Roque Guinart, capitán de bandidos. He ahí el frente de guerra: el señor feudal, el campesino y el bandido. Don Quijote, Sancho Panza y Roque Guinart. El bloque formado quiere hacer su entrada triunfal en Barcelona y obtener plena victoria. Sin embargo, Don Quijote quedaba derrotado totalmente. Esa era la visión de Cervantes, genio de la burguesía española.
Pero de hecho, Don Quijote, Sancho y Roque Guinart triunfaron en Barcelona y gobernaron durante largo tiempo. La España posterior, la del siglo XVII y XVIII, oprimida por el feudalismo inquisitorial, fue una hechura del hidalgo manchego, hambriento, loco y cristiano, que erraba al azar combatiendo fantasmas y abatiendo molinos de viento.
Si en la literatura, Cervantes fue el genio encargado de convertir en símbolo la locura de un pueblo que se empeñaba en contener el avance de la burguesía, en la pintura Velázquez fue el primer gran artista español que recibió el soplo vivificante de la inspiraci6n burguesa. Cervantes modeló en la carne viva de Don Quijote y Sancho Panza la España de la decadencia feudal. Velázquez en sus cuadros sintetizó la época. El Bobo de Coria y Las Meninas retratan una España en putrefacción. En Velázquez había un impulso y una fortaleza de clase. Era el primer gran pintor burgués de España.
El período de esplendor intelectual de España que media entre la mitad del siglo XVI y fines del siguiente, existió como sombra del Imperio. Desaparecido éste -separación de los Países Bajos, de Italia, Portugal, etc.-, las actividades espirituales de España se esfumaron. El siglo XVIII, durante el cual, en toda Europa, la burguesía se entregó con pasión a la filosofía y a las ciencias económicas para descubrir el camino que la condujera a su predominio definitivo. España se lo pasó en silencio. Lo mismo aconteció durante todo el siglo XIX. Era fatal. La curva descendente que siguió el Estado feudal, el exterminio de la burguesía llevado a cabo por todos los medios, no dejó posibilidad alguna de expresión artística. España era un yermo medieval. El terror más implacable de la Inquisición se impuso durante tres siglos. La vida era destruida. Croce, en su Historia de la Estética, hace mención de los centenares de pensadores y artistas que en la historia han contribuido a la elaboraci6n del arte. España en esta revista universal ocupa un lugar ínfimo. Exceptuados Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Gracián y otros tres o cuatro ya no puede presentar a nadie más.
Después de Cervantes y Velázquez, Goya. Es en el orden cronológico, el tercer gran artista burgués de España. Vivió en los tiempos de la Revolución francesa a la que se adhirió. Era un revolucionario como artista y como hombre. En él latía profundamente el espíritu burgués de la época. En su pintura, Goya iba en busca del hombre. Había en él la palpitación de la carne y el genio psicológico. Los retratos de la corte de España, Carlos IV y Fernando VII, son un verdadero poema. La bestialidad y la degeneración de la aristocracia no han tenido jamás un pintor más implacable. De tal manera se ha ensañado con la ferocidad feudal que en vez de pincel se diría que ha empleado un bisturí o un cauterio.
La pintura de Goya es la caricatura mordaz cuando se trata de representar los restos del feudalismo. El misticismo religioso que había proyectado su sombra letal durante largos siglos, encontró en Goya un enemigo encarnizado. ¡Qué contraste entre el Cristo del Greco y el de Goya! Este último es más bien una burla del mito de la cruz. Da la impresión de un bailador de jota. En los Caprichos, la sátira goyesca bate el "record". Es Voltaire transformado en pintor. No hay nada que escape a su crítica implacable, brutal. La España de la descomposición feudal de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, ha tenido en
Goya un intérprete genial. En cambio, cuando se trata de representar el pueblo, la burguesía naciente, Goya es otro. Su realismo toma otras formas. Sus cuadros son entonces un canto a la vida. La actitud de su obra con respecto al feudalismo se troca en profunda simpatía, en adoración hacia la clase que asciende.
El siglo XIX, en España, fue agitado, tormentoso. La burguesía nacional empezaba a adquirir conciencia de su responsabilidad histórica. La invasión napoleónica de la Península produjo un verdadero cataclismo. El feudalismo se batía en retirada. La pérdida del imperio colonial, como consecuencia de la Revolución americana y de la Revolución francesa, contribuyó todavía más al debilitamiento de la autocracia. La Inquisición desapareció. La lucha entre liberales y retrógrados, es decir, entre la burguesía y los partidarios del feudalismo, tomó amplias proporciones. La guerra civil, durante muchos años ensangrentó el suelo nacional. Era el combate encarnizado entre el clero, la nobleza y los propietarios agrarios de un lado, y la burguesía y la clase trabajadora del otro. Derrotado políticamente el feudalismo, y la burguesía careciendo aún de una verdadera base económica, apareció el período de los "pronunciamientos" militares, época agitada, que va desde 1840 a 1874. En 1868 triunfa la revolución burguesa, que azarosamente logra vivir hasta 1874. La reacción se impone de nuevo. Propietarios agrarios, monarquía y clero asaltan nuevamente el poder, y España vive lo que ha sido llamado los "años bobos". El último cuarto del siglo XIX es de una pasividad completa por parte de la burguesía. Es que se ha producido la diferenciación de clase. La clase obrera se ha separado de la burguesía y ésta, entre los restos del feudalismo imperante y el proletariado, no se atreve a moverse.
El escritor que ha caracterizado toda esa época ha sido Pérez Galdós. Si Balzac recogió el espíritu de Francia de su tiempo en la Comedia Humana, Pérez Galdós, con una precisión más completa que Balzac todavía, ha hecho el retrato de la España en el siglo XIX. En su obra hay dos aspectos: la pintura real de la pequeña burguesía madrileña y la historia novelesca de todo el siglo XIX, en la vida española. Los Episodios Nacionales, son el reflejo de los acontecimientos políticos y militares ocurridos en España desde las vísperas de la invasión napoleónica hasta el triunfo de la contra-revolución, 1874. Las intrigas monárquicas, el salvajismo feudal, la brutalidad del clero, la estupidez de los generales, las interioridades de las camarillas militares, los "pronunciamientos", la corte y sus misterios, la agitación y la inquietud de la nación, el heroísmo del pueblo, las crisis políticas, las conspiraciones revolucionarias, constituyen la urdimbre de los Episodios Nacionales, de Pérez Galdós. Todo un siglo con sus guerras, con su barbarie, con sus costumbres, con sus características especiales, con sus relieves pintorescos y anecdóticos, con sus preocupaciones y nimiedades se halla reflejado en la obra de Pérez Galdós.
Pérez Galdós ha sido el novelista de la pequeña burguesía española. Su pluma ha sido brutal, como el pincel de Goya, cuando se trataba de pintar la España reaccionaria. El combate sostenido entre la pequeña burguesía y la Iglesia ha encontrado en las novelas de Pérez Galdós un amplio campo. Gloria, Electra, Casandra, son la opresión y el oscurantismo religiosos.
Pérez Galdós, genio netamente español, ha sido el creador de la novela burguesa contemporánea en España. No puede ser catalogado en las escuelas literarias de la época. Tiene, ciertamente, una semejanza con Balzac y Dickens, pero la fuerza de su individualidad le da contornos propios, inconfundibles. En la historia de las letras españolas, indiscutiblemente, Pérez Galdós es el escritor de más relieve después de Cervantes. El uno y el otro han pintado dos períodos de la vida española.
A la generación de Pérez Galdós pertenecen Valera, Palacio Valdés, Pardo Bazán, Pereda, Alarcón y Clarín, cuyas novelas son casi siempre cuadros de la vida provinciana. Exponen la mentalidad estrecha, reaccionaria, de la burguesía provinciana. Pérez Galdós a su lado era un revolucionario.
A últimos del siglo XIX, España vio el derrumbamiento final de lo que le quedaba de su imperio colonial. Las islas Filipinas y Cuba, después de una guerra encarnizada, consiguieron separarse de España. La literatura principal nacida de esta lucha fue la obra de José Martí, el poeta cubano, héroe principal de la independencia de las Antillas, y Noli me tangere y el Filibusterismo, de José Rizal, el alma de la insurrección filipina.
La pérdida de los restos de las colonias produjo una reacción psicológica que se manifestó en la literatura. La burguesía había heredado del feudalismo su ilusionismo ultramarino. Desde la independencia de América (1810-1824), hasta fines de siglo, el Estado español pudo seguir viviendo de la explotación de las dos colonias que le restaban: Cuba y Filipinas. Al quedar éstas fuera del campo de la piratería española, la burguesía nacional tuvo necesidad de mirar hacia el interior y contar con sus propias fuerzas. Esto se tradujo en una inquietud y en una actividad febril. La España burguesa, perdidas las colonias, tenia que trabajar para vivir. Era el despertar doloroso de un largo sueño. El nuevo estado de cosas se proyectó, como es natural, en la literatura. Surgió lo que ha sido llamada la "generación del 98", que ha ido manifestándose como reflejo de la burguesía española del primer cuarto del siglo xx. Sus hombres sobresalientes han sido Baroja, Valle-Inclán, Azorín, Pérez de Ayala, Benavente, Miró, Unamuno, Blasco Ibáñez. La característica general de todos ellos es un pesimismo intenso y una rebeldía anárquica que a la postre se traduce en sumisión total. Su espíritu corresponde completamente al de la burguesía española de esta época.
Baroja es indiscutiblemente el mejor novelista de la España actual. Si Stendhal, antes de ponerse a escribir leía unos fragmentos del Código para que su estilo se acostumbrara a una dicción precisa, sin giros literarios, de Baroja podría decirse lo mismo. Pío Baroja carece de estilo. Pero más que en la forma, hay en su espíritu un gran influjo stendhaliano que se une a un culto constante a la energía, a la acción persistente.
La obra de Baroja puede dividirse en tres partes. La primera es un intento de novela social -La lucha por la vida. Resucita la novela picaresca del siglo de oro. Recoge el hampa social y la retrata con todo lo que hay en ella de grande y de bajo. Baroja es el primer novelista español que se aventura en los medios obreros. Sin embargo, escoge el lumpen-proletariado -Aurora roja-, en el que hay una mezcla de bandidos, agentes provocadores y anarquistas.
El segundo aspecto de su obra es la novela histórica. Baroja deja el mundo en que vive y, como Pérez Galdós, se entusiasma describiendo la vida azarosa del siglo XIX. Esta parte de sus novelas titulada Memorias de un hombre de acción, es 1a más interesante, la más viva. Presenta el tipo de "guerrillero" de las guerras civiles del siglo pasado. Aviraneta, el conspirador liberal, y Martín Zalacain, el "guerrillero", son creaciones imperecederas. Baroja encuentra en la burguesía del siglo pasado, energía, pasión, audacia, afán de triunfar. Pero cuando se trata de la burguesía contemporánea -y ésta es la tercera parte de su obra-, ocurre todo lo contrario. En sus últimas novelas, El torbellino del mundo, pintura de la burguesía española de la post-guerra, Baroja es pesimista, conservador, profundamente escéptico.
Azorín es por excelencia el autor de la debácle burguesa. Su novela Voluntad representa la curva parabólica de la juventud española. Su protagonista empieza con gran impulso, con una gran fe de conquistador, para acabar vencido, incapaz de reaccionar, sin esperanza alguna.
Si en el arte buscamos la vida, la fuerza, la emoción, en la literatura de Azorín encontramos la ausencia de todo ello. Reina el silencio, la tranquilidad del sepulcro, la placidez del sueño. La creación literaria de Azorín puede compararse al monasterio del Escorial, obra de Herrera y de Felipe II. Los une un común denominador: la Castilla esteparia, el aislamiento, la muerte, la quietud absoluta. En sus novelas se ve a los pueblos españoles que calcinados por el sol, buscan protección en la sombra de la iglesia.
Miró es la continuación de Azorín. Su literatura está cargada de colores, henchida de luz, pero faltada de vida. El obispo leproso, su obra cumbre, presenta las preocupaciones de la clase media de una ciudad española. Curas, canónigos, beatas, procesiones, intrigas, sensualidad, constituye todo el cuadro. Leyendo a Miró y a Azorín se siente la inmensa tragedia de la existencia rural española.
Benavente, autor dramático, tiene un alto valor representativo. La banalidad de sus comedias es la de la burguesía ociosa que vive en Madrid, esa burguesía frívola y decadente que aprende el francés para estar en contacto con el París de Bourget, de donde recibe un soplo de espiritualidad gris. El teatro de Benavente presenta personajes con sentímentalidad enfermiza y con preocupaciones ñoñas. Sus protagonistas son los habitantes de los barrios ricos de Madrid, encarnación perfecta de la estupidez y de lo cursi.
La dramaturgía de Benavente ha constituido escuela, imitadores. Una gran parte del teatro español de hoy día es benaventiano, es decir, insulso, falto de grandeza y de pasión. Martínez Sierra y Linares Rivas son los dos discípulos sobresalientes.
Unamuno es, sin duda alguna, el escritor más típicamente español de los tiempos actuales. Se reúnen en él la España feudal y la burguesa. Unamuno es Don Quijote redivivo, combatiendo unas veces contra los leones, otras contra las ovejas.
Poeta, novelista, filósofo, historiador, crítico literario, autor dramático, político, periodista, agitador, Unamuno es un verdadero prodigio, en la mitad del páramo intelectual de España.
El arte de la época burguesa se aparta del misticismo feudal para ir en busca del hombre. Cuando la sociedad burguesa entra en decadencia su arte, a medida que va profundizando la personalidad humana, deviene psicólogo. De allí al retorno al misticismo religioso hay sólo un paso. Unamuno es un tipo representativo de esa convergencia. Hay en él a un mismo tiempo el tormento de la duda religiosa y el psicologismo más penetrante. No es posible diferenciar en él al poeta torturado por los misterios de ultratumba, del escritor psicológico a lo Dostoiewsky. La España actual, tan unida aún a la del siglo XVI, encuentra en la personalidad de Unamuno una síntesis admirable. Hace cuatrocientos años Unamuno hubiese sido gran inquisidor, como Torquemada. Hoy es un hereje. Pero en su espíritu anida aún la nostalgia de los autos de fe. Históricamente, Unamuno es el escritor feudal desplazado, que obligado a vivir en un medio que no es el suyo, se siente disconforme y expresa su descontento unas veces en versos al Cristo de Velázquez, otras en diatribas contra el rey.
La obra mejor de Unamuno es su Vida de Don Quijote y Sancho. Se trata de una interpretación personalísima de la novela de Cervantes. ¡El Don Quijote del siglo XVI comentado por el Don Quijote del siglo XX!
La personalidad de Blasco Ibáñez resulta altamente interesante. Es el tipo de la burguesía conquistadora, aventurera que no se resigna a la pasividad de la nación en que vive. Blasco Ibáñez, en su juventud, fue revolucionario. Pretendió cambiar el régimen, hacer una República democrática. Arrastró consigo a los obreros, campesinos y pequeña burguesía de la región de Valencia. Fracasado en su intento, se marchó a América, como un Hernán Cortés, como un Pizarro. Renacía en él la leyenda del "conquistador" del siglo XVI. En las inmensidades de la República Argentina fundó dos colonias: Cervantes y Nueva Valencia. Quiso trocarse en un pequeño rey, en un señor de vidas y haciendas. Malogrado también este propósito, él, brasseur d'affaires, buscó otras rutas. Se dedicó a la fabricación de films, a escribir folletones para los norteamericanos. Tampoco esto le daba plena satisfacción. Inquieto, dio la vuelta al mundo. En su espíritu renacía la aventura de Magallanes. Después de toda una existencia turbulenta volvió a su punto de partida: a luchar por la República. Ha sido uno de los escasísimos hombres de la burguesía española que se ha levantado contra la dictadura de Primo de Rivera. En sus últimos tiempos, Blasco Ibáñez soñaba con ser el presidente de la República democrática de España...
La fuerza artística de Blasco Ibáñez no encontraba marco suficiente en la clase dominadora española, a la cual él pertenecía, sin embargo. La burguesía de la península, resignada y pasiva, sin ímpetus, no cuadraba a su espíritu tempestuoso. Por eso se vio obligado a buscar otro medio que el suyo. Ha sido el precursor de la novela social, en nuestro país. Diferentes aspectos de una España ignorada hasta entonces, fueron presentados en la primera parte de su obra. El campesino, con su vida trágica y con su grandeza heroica, ha sido principalmente el motivo de la novela de Blasco Ibáñez, en sus comienzos. La barraca, Cañas y barro, son cuadros vivos de la huerta de Valencia. Las luchas del campesino han sido presentadas en La bodega. La Andalucía de los latifundios, el cortejo de crímenes que el régimen de opresión produce, la rebeldía de los explotados, todo ello es descrito de una manera magistral, con un fondo de color y de notas pintorescas que anima y resalta la impresión.
Blasco Ibáñez pretendió abrazar en su novela todas las manifestaciones de la vida nacional. Pero a medida que se va alejando de la lucha social, pierde en valor. Su obra deviene vulgar. Le falta la pasión y la fortaleza de la primera época de su labor. En los últimos tiempos de su vida, Blasco Ibáñez, se dedicó a la novela histórica. Habiéndose apartado del campo de las luchas sociales en donde había empezado a iniciarse, y no encontrando después de un largo ensayo en la novela burguesa horizontes suficientes, dejó el presente para volver la vista atrás. Es el fenómeno característico de la mayor parte de los novelistas españoles contemporáneos. La realidad se diría que es un inmenso vacío para ellos. La huyen. Prefieren vivir en el pasado. Los muertos mandan, como en la novela de Blasco Ibáñez que lleva este título.
Otro de los escritores españoles, precursor de la novela social, ha sido Dicenta, novelista y dramaturgo. Su drama Juan José representa al obrero madrileño que comete un crimen pasional. Juan José es el retrato fiel del trabajador de Madrid, en los comienzos del siglo, antes de que la lucha social hubiera adquirido gran virulencia. Otros dramas de Dicenta, El señor feudal, Daniel, la novela Los bárbaros, son asimismo matizaciones de la guerra a muerte entre opresores y oprimidos.
Dicenta ha sido, indiscutiblemente, el escritor más querido por el proletariado español, en el siglo XX. Su literatura hacía esfuerzos para acercarse lo más posible a los que sufren y luchan. El distintivo característico de la actual generación intelectual española es su alejamiento del pueblo, su encierro sistemático en la torre de marfil. Dicenta fue una reacción contra todo eso. Desgraciadamente ha tenido escasos continuadores.
Valle-Inclán recoge en su obra la España feudal, que queda en pie todavía. Como Baroja, como Pérez Galdós, se siente impulsado a resucitar las guerras civiles del siglo pasado, con una diferencia: que él combate al lado de la reacción. Valle-Inclán se troca en defensor del absolutismo monárquico y del señor feudal de horca y cuchillo.
Mas, ha habido una transformación inesperada en él. Mientras que Baroja y Azorín, anarquizantes al principio, acaban en el pesimismo más absoluto, en la humillación ante la tiranía, Valle-Inclán sigue un camino contrario. De la novela aristocrática, señorial, ha pasado a la producción revolucionaria. Sus últimas obras han causado verdadera sensación. Tirano Banderas, pretende ser la pincelada de una revolución americana. Se trata de una verdadera obra maestra. Hay un dinamismo revolucionario sorprendente. La caída del tirano, la victoria final de la plebe es un verdadero canto al optimismo, a la seguridad de triunfo de los de abajo. En el Ruedo Ibérico, Valle-Inclán, a la vez que ridiculiza la política burguesa que precedió a la revolución de 1868, hace una descripción notable de la vida del campo andaluz.
Pérez de Ayala, conservador en sus temas, ha logrado destacarse más que por el fondo, por la forma, por la perfección del estilo, por su español bien cincelado. Pérez de Ayala es el representante principal de un puñado de escritores españoles que nada tienen que decir, que sólo traducen ciertas manifestaciones baladíes de la vida burguesa, pero que consiguen una cierta importancia literaria merced a la pura forma. Cuando un arte para sostenerse necesita recurrir a un refinamiento de maneras porque no encuentra base firme en que apoyarse, es prueba evidente de que está en decadencia. A falta de vida que poder expresar, acude al ropaje exterior, a la parte puramente decorativa. Las obras de Pérez de Ayala y las de los estilistas españoles, entre los cuales el Valle-Inclán de los primeros tiempos, traducidos al lenguaje de Stendhal no quedaría nada. Sería un montón de ruinas. "Una cultura y una literatura -decía Croce- no decaen por causas externas, sino por razones íntimas, cuando agotados los pensamientos antiguos y seca la fuente de los viejos sentimientos sin que se formen otros nuevos que sean suficientemente enérgicos, se continúa trabajando sobre los ya caducos, en el vacío espiritual, substituyendo la espontaneidad intelectual y poética con la habilidad, el ingenio y el esfuerzo". Ese es el caso de Pérez de Ayala y compañía. Todo el valor de su literatura es esa habilidad, y esfuerzo formal de que habla el filósofo italiano.
En realidad, es trabajo difícil manejar bien el castellano. Se trata de un idioma que se seca, quedando rígido, sin facultades de flexibilidad. Mantener un enfermo en pie y obligarle a toda la serie de movimientos que se requiere para expresar los sentimientos y las inquietudes espirituales, no es tarea fácil. Los críticos literarios afirman que son escasísimos los escritores maestros en español. Es cierto. Valle-Inclán, Azorín y Pérez de Ayala son los únicos.
La lengua evoluciona como todo, siguiendo el curso de las transformaciones sociales. Durante la Edad Media el feudalismo poseyó en España su idioma propio: el latín, el sermo nobilis. La burguesía, al nacer y desarrollarse, fue creando su lengua, el sermo vulgaris. La lucha entre las dos lenguas, la de la nobleza y la del tercer estado, siguió las variaciones de los combates de clase. El ascenso del sermo vulgaris va de par con el crecimiento de la burguesía.
Se ha hecho observar que el idioma francés dio un gran salto al triunfar la gran Revolución. La burguesía al imponerse, acabó de pulir su idioma, le infundió la vida que había en la clase, le hizo carne de su carne. Por eso el francés es hoy día una lengua tan plástica, tan rica en matices, a la vez que fácil de emplear literariamente.
El español es todo lo contrario. Está faltado del soplo vivificante de una revolución burguesa. La imposición del feudalismo, de igual modo que ha destruido toda posibilidad de vida para que el arte pudiese florecer, destruye el idioma. Hoy el español es seco, duro, anquilosado, difícilmente moldeable. Decía Taine que para poseer bien un idioma se exigen quince años de trabajo intenso. Para dominar el español se requiere no una labor de quince o treinta años, sino ser verdaderamente un privilegiado.
El poder completo de la burguesía le hubiese transmitido energías y modalidades de que hoy carece. El español que se habla en América, precisamente porque está más ligado a la burguesía, posee una mayor facilidad de adaptación, es más vivo que el de España.
Si en España no sobreviene una revolución social que al cambiar completamente el orden existente, dé al idioma nueva vida, el español irá modificándose, hasta quedar muerto. Poseer bien el español entonces supondrá un trabajo ímprobo, con lo cual la literatura experimentará una nueva contrariedad.
Las lenguas viven con la clase que las produce. El español, se quedó estacionado en la mitad de su evolución precisamente porque la burguesía fue segada en flor, en el período de su juventud.
La escasa fuerza de atracción del español, es decir, su falta de potencialidad interna, se puede observar en la permanencia del catalán, del vasco y del galaico-portugués en la península. La formación de una fuerte burguesía catalana, el desarrollo económico de Cataluña, van acompañados de un incremento del catalán y de un descenso progresivo del castellano.
La poesía contemporánea es otra prueba de esta agonía del español. Los mejores poetas peninsulares hay que ir a buscarlos a Portugal: Guerra Junqueiro; a Galicia: Curros Enríquez; a Cataluña: Verdaguer, Maragall. Y si el español quiere hacer acto de presencia en la lírica, tiene que ir a la inmensidad de las inextricables selvas tropicales de América, a la captura de un indio indómito que llevaba dentro de sí toda la bravura y fuerza de creación de una burguesía triunfante: Rubén Darío, o José Martí, el héroe de la insurrección cubana. España nada puede presentar de notable de su propia cosecha.
Las manifestaciones artísticas de España, o son dominadas por la pura forma, o por el influjo del pasado. El peso de la historia es enorme. Los espectros de Felipe II y de Torquemada pasean aún por Madrid. Don Quijote sigue cabalgando por las estepas, ganando batallas.
Hay un horizonte inmenso que el arte podría aflorar, pero la burguesía nacional, que es tímida en exploraciones económicas, lo es también en la actividad espiritual. No se atreve a lanzarse a la conquista de un mundo nuevo. Es proverbial la pereza española. Existió ayer y perdura aún. Todo cambio le horroriza. Una clase tal no puede en manera alguna crear artistas de genio, movidos por un impulso de creación. La tragedia de los campesinos andaluces y gallegos, la vida sombría del emigrante que va a América a la conquista del pan, la lucha heroica del proletariado catalán, los bajos fondos terroristas y policíacos de Barcelona constituyen un manantial inagotable para un arte nuevo. Sin embargo, nadie se atreve a acercarse a esas regiones de una manera persistente. Baroja y Blasco Ibáñez no han sido más que meros ensayos.
La mina ha sido un motivo que ha dado las páginas hermosas del Germinal, de Zola, y King Coal, de Upton Sinclair, a través de las cuales desfilan los mineros como gigantes que aran las entrañas de la tierra. La literatura española se ha asomado a las minas, pero siempre de una manera pobre. La aldea perdida, de Palacio Valdés es un canto a la Arcadia feliz de los valles tranquilos antes de empezar la explotación minera, y a la vez el grito de odio al minero y a la transformación social que va unida a los avances industriales. Palacio Valdés hubiese preferido que Asturias prosiguiera tranquila, silenciosa, con sus bosquecillos y con sus aguas transparentes deslizándose susurrantes, como hace un siglo, como hace cinco. En la defensa de una España agraria, patriarcal contra los progresos de la industria. Concha Espina, en El metal de los muertos, pretende representar la huelga de los mineros de Riotinto, en 1920, en forma sentimental, llorona. En Palacio Valdés, los mineros son monstruos horripilantes; en Concha Espina, seres sin energía, doblegados como rebaño de suplicantes. Y, no obstante, en los mineros españoles hay una grandeza épica, que merece ser descrita mejor.
Plantear el problema de la decadencia intelectual de España significa abordar abiertamente las causas de su crisis económica-social.
Hay un hecho extraordinariamente importante que se agudizará aún: la vida intelectual de España existe gracias a la América latina. A medida que América vaya adquiriendo una personalidad propia, el papel de España irá decreciendo. Su decadencia se acentuará más aún.
La salvación de España en su aspecto cultural va íntimamente ligada a un cambio que modifique la situación política y económica presente.