Escrito: Originalmente en
inglés.
Fuente digital de la version al español:
En Como era Carlos Marx, Visto por quienes lo conocieron (Seleccion de
textos), compilacion publicada digitalmente, sin fecha, con el sello
editorial de Omegalfa.es.
Conversion a HTML: Rodrigo Cisterna, 2014
Mis amigos austríacos me piden que les envíe algunos recuerdos de mi padre. No podían haberme pedido nada más difícil. Pero los hombres y mujeres de Austria están realizando una lucha tan espléndida por la causa en favor de la cual vivió y trabajó Karl Marx, que no es posible negarse. Y por eso trataré de enviarles algunas notas dispersas y desorganizadas acerca de mi padre.
Muchas historias se han contado sobre Karl Marx, sobre sus "millones" (en libras esterlinas, por supuesto, ya que no podía ser moneda de menor denominación), hasta una subvención pagada por Bismarck, al que supuestamente visitaba constantemente en Berlín en los días de la Internacional (¡). Pero, después de todo, para los que conocieron a Karl Marx ninguna leyenda es más divertida que esa muy difundida que lo pinta como un hombre moroso, amargado, inflexible, inaborda- ble, una especie de Júpiter Tonante, lanzando siempre truenos, incapaz de una sonrisa, aposentado indiferente y solitario en el Olimpo. Este retrato del ser más alegre y jubiloso que haya existido, de un hombre rebosante de buen humor, cuya cálida risa era contagiosa e irresistible, del más bondadoso, gentil, generoso de los compañeros es algo que no deja de sorprender -y divertir- a quienes lo conocieron.
En su vida hogareña, lo mismo que en las relaciones con sus ami- gos e inclusive con los simples conocidos, creo que podría afirmarse que las principales características de Karl Marx fueron su perdurable buen humor y su generosidad sin límites. Su bondad y paciencia eran realmente sublimes. Un hombre de temperamento menos amable se hubiera desesperado ante las interrupciones constantes, las exigencias continuas que recibía de toda clase de personas. Que un refugiado de la Comuna -un viejo terriblemente monótono, por cierto- que había retenido a Marx durante tres horas mortales, cuando se le dijo por fin que el tiempo urgía y que todavía había mucho trabajo por hacer, le respondiera: "Mon cher Marx, je vous excuse" es característico de la cortesía y la gentileza de Marx.
Lo mismo que con aquel aburrido señor, con cualquier hombre o mujer al que creyera honesto (y prestaba su precioso tiempo a muchos que abusaban lamentablemente de su generosidad), Marx fue siempre el más amistoso y bondadoso de los hombres. Su facultad para "atraer" a la gente, para hacerles sentir que estaba interesado en ellos era maravillosa.
He oído hablar, a hombres de las más diversas ideas y posiciones, de su capacidad peculiar para comprenderlos y para comprender sus posturas. Cuando creía que alguien era realmente honesto su paciencia era ilimitada. Ninguna pregunta le parecía demasiado trivial y ningún argumento demasiado infantil para una discusión seria. Su tiempo y sus vastos conocimientos estaban siempre al servicio de cualquier hombre o mujer que se mostrara ansioso de aprender.
Pero era en su relación con los niños donde Marx era quizás más encantador. No ha habido compañero de juegos más agradable para los niños. El recuerdo más antiguo que tengo de él data de mis tres años de edad, y "Mohr" (tengo que usar el viejo apodo familiar) me llevaba cargada sobre sus hombros alrededor de nuestro pequeño jardín en Grafton Terrace poniéndome flores en mis cabellos castaños.
Mohr era, en opinión de todos nosotros, un espléndido caballo. Antes -yo no recuerdo aquellos días pero me lo han contado- mis herma- nas y mi hermanito -cuya muerte poco después de mi nacimiento fue una pena de toda la vida para mis padres- "arreaban" a Mohr, atado a unas sillas sobre las que se "montaban" y que él tenía que arrastrar… Personalmente -quizás porque no tenía hermanas de mi edad- pre- fería a Mohr como caballo de montar. Sentada sobre sus hombros, agarrada a su gran crin de pelo, negro por aquella época, apenas con un poco de gris, me dio magníficos paseos por nuestro pequeño jardín y por los terrenos -ahora construidos- que rodeaban nuestra casa de Grafton Terrace. Debo decir algo sobre el nombre de "Mohr". En la casa todos teníamos apodos. (Los lectores de El capital saben lo hábil que era Marx para poner nombres.) "Mohr" era el nombre habitual, casi oficial, por el que Marx era llamado, no sólo por nosotros, sino por todos los amigos más íntimos. Pero también era nuestro "Challey" (supongo que se trataba, originalmente, de una corrupción de Charley) y nuestro "Old Nick". Mi madre era siempre nuestra "Mohme". Nuestra vieja amiga Héléne Demuth -amiga de toda la vida de mis padres- se convirtió, después de pasar por una serie de nombres, en "Nym". Engels, después de 1870, era nuestro "General". Una amiga muy íntima -Lina Scholer- nuestra "Old Mole". Mi hermana Jenny era "Qui Qui, Emperador de la China" y "Di". Mi hermana Laura (la esposa de Lafargue) era "el Hotentote" y "Kakadou". Yo era "Tussy" -apodo que he conservado- y "Quo Quo, Sucesor del Emperador de la China" y, durante mucho tiempo, fui también "Getwerg Alberich" (de losNiebelungen Lied).
Pero si Mohr era un excelente caballo, tenía otra cualidad supe- rior. Era un narrador único, sin rival. He oído decir a mis tías que, cuando era niño, era un terrible tirano con sus hermanas a las que "guiaba" por el Markusberg en Treveris a gran velocidad, sirviéndole de caballos y, lo que era peor, insistía en que comieran los "pasteles" que hacía con una sucia masa y con manos más sucias todavía. Pero ellas soportaban el "paseo" y comían los "pasteles" sin un murmullo, para escuchar las historias que Karl les contaba como premio por sus virtudes. Y así, muchos años después, Marx les contaba historias a sus hijas. A mis hermanas -yo era entonces demasiado pequeña- les contaba cuentos cuando iban de paseo, y aquellos cuentos se medían por millas no por capítulos.
"Cuéntanos otra milla", era la petición de las dos niñas. Por mi parte, de los muchos cuentos maravillosos que Mohr me contó, el más delicioso era "Hans Röckle". Duró meses y meses; era toda una serie de cuentos. ¡Lástima que nadie pudo escribir aquellos cuentos tan llenos de poesía, de ingenio, de humor! Hans Röckle era un mago al esti- lo de Hoffmann, que tenía una tienda de juguetes y que siempre estaba "a la cuarta pregunta". Su tienda estaba llena de las cosas más maravillosas -hombres y mujeres de madera, gigantes y enanos, reyes y reinas, trabajadores y señores, animales y pájaros tan numerosos como los del Arca de Noé, mesas y sillas, carruajes, cajas de todas especies y tamaños.
Y, aunque era un mago, Hans no podía cumplir nunca con sus obligaciones ni con el diablo ni con el carnicero y por eso -muy en contra de su voluntad- se veía obligado siempre a vender sus juguetes al diablo. Éstos atravesaban entonces por maravillosas aventuras -que terminaban siempre en el regreso a la tienda de Hans Rockle. Algunas de estas aventuras eran tan tristes y terribles como cualquiera de las de Hoffmann; algunas eran cómicas; todas narradas con inago- table inspiración, ingenio y humor.
Y Mohr también les leía a sus hijas. A mí, y a mis hermanas antes, me leyó todo Homero, todos los Niebelungen Lied, Gudrun, Don Qui- jote, Las mil y una noches, etcétera. Shakespeare era la Biblia de nues- tra casa, siempre en boca de alguien y en manos de todos. Cuando cumplí seis años me sabía de memoria todas las escenas de Shakespeare.
Al cumplir los seis años, Mohr me regaló mi primera novela: la inmortal Peter Simple. A ésta siguió toda una serie de Marryat y Coo- per. Y mi padre leía cada uno de los cuentos al mismo tiempo que yo y los discutía seriamente con su hijita. Y cuando esa niñita, entusiasmada por los relatos marinos de Marryat, declaró que sería "Post-Captain" (fuera lo que fuera lo que esto significara) y consultó a su papá si no podría "vestirse como niño" y "marcharse para unirse a un guerrero" le aseguró que muy bien podría hacerse, sólo que no había que decir nada de ello a nadie mientras los planes no hubieran sido bien madurados. Pero antes de madurar aquellos planes surgió una nueva manía, la de Scott, y la niñita se enteró para su horror que ella misma pertenecía, en parte, al detestado clan de los Campbell. Enton- ces empezaron los proyectos para levantar a los Highlands y revivir a los "cuarenta y cinco". Debo añadir que Scott era un autor al que Marx volvía una y otra vez, al que admiraba y conocía tan bien como a Bal- zac y a Fielding. Y mientras hablaba de éstos y otros muchos libros mostraba a su hijita, aunque ella no se daba plena cuenta de esto, cómo buscar lo mejor de cada obra, enseñándole -aunque ella nunca pensó que le estaban enseñando, porque se habría opuesto a ello- a tratar de pensar, a tratar de entender por sí misma.
Y de la misma manera, este hombre "amargo" y "amargado" hablaba de "política" y de "religión" con su pequeña hija. Recuerdo perfectamente que, cuando tenía quizás unos cinco o seis años, al sen- tir ciertas inquietudes religiosas (habíamos ido a una iglesia católica a oír una bellísima música) se las confié por supuesto a Mohr y enton- ces él me explicó todo con gran claridad y directamente, de tal modo que desde entonces hasta ahora jamás una duda volvió a cruzar mi mente. Y cómo recuerdo su relato de la historia -no creo que jamás haya sido narrada de esa manera, antes o después- del carpintero a quien mataron los ricos, diciéndome una y otra vez: "Después de todo, podemos perdonar mucho al cristianismo, porque nos enseñó el culto del niño."
Y el mismo Marx pudo haber dicho "Dejad que los niños se acer- quen a mí" porque, a dondequiera que iba, aparecían de alguna manera los niños. Si se sentaba en el Heath en Hampstead -un gran espacio abierto en el Norte de Londres, cerca de nuestra antigua casa-, si se sentaba en un banco en algún parque, pronto se veía rodeado de un grupo de niños, que entablaban las más amistosas e íntimas relaciones con aquel hombre corpulento, de largos cabellos y barba, con bondadosos ojos castaños. Niños totalmente desconocidos se le acercaban, lo detenían en la calle... Recuerdo que una vez un pequeño escolar de unos diez años, detuvo sin ninguna ceremonia al temido "jefe de la Internacional" en Maitland Park, pidiéndole que "hicieran cambalache de navajas". Tras una corta y necesaria explicación de que "cambalache" era, en lenguaje escolar, "cambio", los dos sacaron sus navajas y las compararon. La del niño sólo tenía una hoja; la del hombre tenía dos, pero no había duda de que estaban gastadas. Después de larga discusión se llegó a un acuerdo y se intercambiaron las navajas, aña- diendo un penique el terrible "jefe de la Internacional", en consideración de lo gastado de sus navajas.
Cómo recuerdo, también, la infinita paciencia y dulzura con que, una vez que la guerra norteamericana y los Blue Books desplazaron por el momento a Marryat y a Scott, respondía a todas las preguntas y nunca se quejaba de una interrupción. Y, sin ambargo, no debe haber sido pequeña molestia el tener al lado a una niña conversando mientras él trabajaba en su gran libro. Pero nunca permitió que la niña sin- tiera que estaba molestando. Recuerdo que, por entonces, me sentía absolutamente convencida de que Abraham Lincoln necesitaba urgen- temente de mis consejos respecto de la guerra y le dirigía largas cartas que Mohr, por supuesto, tenía que leer y poner en el correo. Muchos años después me mostró aquellas cartas infantiles, que había conser- vado porque le habían divertido.
Y así, en los años de mi niñez y mi adolescencia, Mohr fue el amigo ideal. En la casa todos éramos buenos camaradas y él era siem- pre el más bondadoso y de mejor humor. Aun durante los años de su- frimiento, cuando estaba constantemente enfermo, cuando sufría de carbunclos, aún hasta el final...
He anotado estos recuerdos dispersos, pero estarían incompletos si no añadiera unas palabras acerca de mi madre. No es una exageración decir que Karl Marx no habría sido jamás lo que fue sin Jenny von Westphalen. Jamás las vidas de dos seres -ambos notables- se iden- tificaron tanto, fueron tan complementarias una de otra. De extraordi- naria belleza -una belleza que a él le produjo goce y orgullo hasta el final y que había despertado admiración en hombres como Heine y Herwegh y Lasalle-, de una mente y un ingenio tan brillantes como su belleza, Jenny von Wetsphalen era una mujer como sólo se encuen- tra una en un millón. De niños, Jenny y Karl jugaron juntos; de jóve- nes -él de diecisiete años, ella de veintiuno- se comprometieron en matrimonio y, como Jacobo por Raquel, él hizo méritos por ella siete años antes de casarse. Después, a través de los años de tormentas y dificultades, de exilio, tremenda pobreza, calumnias, dura lucha y es- forzada batalla, los dos, con su fiel amiga Héléne Demuth, se enfrenta- ron al mundo, sin titubear, sin retroceder, siempre en el sitio del deber y del peligro. En verdad pudo decir de ella, con las palabras de Browning:
Es, inmortalmente, mi desposada.
Ni la suerte puede variar mi amor
ni el tiempo deteriorarlo.
Y pienso algunas veces que un lazo casi tan fuerte entre ellos co- mo su devoción a la causa de los trabajadores era su inmenso sentido del humor. No hay duda de que nadie ha gozado más de un buen chiste que ellos dos. Una y otra vez -especialmente si la ocasión exigía decoro y compostura-, los he visto reír hasta que las lágrimas corrían por sus mejillas y, aun aquellos inclinados a molestarse por tan terri- ble ligereza, no podían hacer más que reírse con ellos. Y con cuánta frecuencia los he visto sin osar mirarse mutuamente, sabiendo los dos que si intercambiaban una mirada no podrían contener la risa. Ver a los dos con los ojos fijos en cualquier otra cosa, para todo el mundo como dos niños de escuela, sofocados de una risa contenida que por fin, a pesar de todos los esfuerzos, habría de estallar, es un recuerdo que no cambiaría por todos los millones que suele decirse que he heredado. Sí, a pesar de todos los sufrimientos, la lucha, las decepciones, era una alegre pareja y el amargado Júpiter Tonante no pasa de ser una ficción de la imaginación burguesa. Y, si en los años de lucha hubo muchas desilusiones, si tropezaron con una extraña ingratitud, tuvieron lo que pocos poseen: verdaderos amigos. Donde se conoce el nombre de Marx se conoce también el de Frederick Engels. Y los que conocieron a Marx en su hogar recuerdan también el nombre de la más noble mujer que haya existido, el honrado nombre de Héléle Demuth.
Para los que estudian la naturaleza humana no parecerá extraño que este hombre, que era tan gran luchador, fuera al mismo tiempo el más bondadoso y gentil de los hombres. Entenderán que sólo podía odiar tan ferozmente porque era capaz de amar con esa profundidad; que si su afilada pluma podía encerrar a un alma en el infierno como el propio Dante era porque se trataba de un hombre leal y tierno; que si su humor sarcástico podía atacar como un ácido corrosivo, ese mismo humor podía ser un bálsamo para los preocupados y afligidos. Mi madre murió en diciembre de 1881. Quince meses después, él, que nunca se había separado de ella en vida, fue a reunirse con ella en la muerte. Después de la caprichosa fiebre de la vida, los dos reposan. Si ella fue una mujer ideal, él, bueno, él "era un hombre, en todo y por todo, como no espero hallar otro semejante".