OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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LA ESCENA CONTEMPORANEA |
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EL GRUPO CLARTE1
LOS dolores y los horrores de la gran guerra han producido una eclosión de ideas revolucionarias y pacifistas. La gran guerra no ha tenido sino escasos y mediocres cantores. Su literatura es pobre, ramplona y oscura. No cuenta con un solo gran monumento. Las mejores páginas que se han escrito sobre la guerra mundial no son aquéllas que la exaltan, sino aquéllas que la detractan. Los más altos escritores, los más hondos artistas han sentido, casi unánimemente, una aguda necesidad de denunciarla y maldecirla cómo un crimen monstruoso, como un pecado terrible de la humanidad occidental. Los héroes de las trincheras no han encontrado cantores ilustres. Los portavoces de su gloria, desprovistos de todo gran acento poético, han sido periodistas y funcionarios. Poincaré —un abogado, un burócrata— ¿no es acaso el cantor máximo de la victoria francesa? La contienda última —contrariamente a, lo que dicen los escépticos— no ha significado un revés para el pacifismo. Sus electos y sus influencias han sido, antes bien, útiles a las tesis pacifistas. Esta amarga prueba, no ha disminuido al pacifismo; lo ha aumentado. Y, en vez de desesperarlo, lo ha exasperado. (La guerra, además, fue ganada por un predicador de la paz: Wilson. La victoria tocó a aquellos pueblos que creyeron batirse porque esta guerra fuese la última de las guerras). Puede afirmarse que se ha inaugurado un período de decadencia de la guerra y de decadencia del heroísmo bélico, por lo menos en la historia del pensamiento y del arte. Etica y estéticamente, la guerra ha perdido mucho terreno en los últimos años. La humanidad ha cesado de considerarla bella. El heroísmo bélico no interesa como antes a los artistas. Los artistas contemporáneos prefieren un tema opuesto y antitético: los sufrimientos y los horrores bélicos. El Fuego quedará, probablemente, como la más verídica crónica de la contienda. Henri Barbusse como el mejor cronista de sus trincheras y sus batallas. La inteligencia ha adquirido en suma, una actitud pacifista. Pero este pacifismo no tiene en todos, sus adherentes las mismas consecuencias. Muchos intelectuales creen que se puede asegurar la paz al mundo a través de la ejecución del programa de Wilson. Y aguardan resultados mesiánicos de la Sociedad de las Naciones. Otros intelectuales piensan que el viejo orden social, dentro del cual son fatales la paz armada y la diplomacia nacionalista, es impotente e inadecuado para la realización del ideal pacifista. Los gérmenes de la guerra están alojados en el organismo de la sociedad capitalista. Para vencerlos es necesario, por consiguiente, destruir este régimen cuya misión histórica, de otro lado, está ya agotada. El núcleo central de esta tendencia es el grupo clartista que acaudilla, o, mejor dicho, representa Henri Barbusse. Clarté, en un principio, atrajo a sus rangos no sólo a los intelectuales revolucionarios sino también a algunos intelectuales estacionados en el ideario liberal y democrático. Pero éstos no pudieron seguir la marcha de aquéllos. Barbusse y sus amigos se solidarizaron cada vez más con el proletariado revolucionario. Se mezclaron, por ende, a su actividad política. Llevaron a la Internacional del Pensamiento hacia el camino de la Internacional Comunista. Esta era la trayectoria fatal de Clarté. No es posible entregarse a medias a la Revolución. La revolución es una obra política. Es una realización concreta. Lejos de las muchedumbres que la hacen, nadie puede servirla eficaz y válidamente. La labor revolucionaria no puede ser aislada, individual, dispersa. Los intelectuales de verdadera filiación revolucionaria no tienen más remedio que aceptar un puesto en una acción colectiva. Barbusse es hoy un adherente, un soldado del Partido Comunista Francés. Hace, algún tiempo presidió en Berlín un congreso de antiguos combatientes. Y desde la tribuna de este congreso dijo a los soldados franceses del Ruhr que, aunque sus jefes se lo ordenasen no debían disparar jamás contra los trabajadoras alemanes Estas palabras le costaron un proceso y habría podido costarle una condena. Pero pronunciarlas era para él un deber político. Los intelectuales son, generalmente, reacios a la disciplina, al programa y al sistema. Su psicología es individualista y su pensamiento es heterodoxo: En ellos, sobre todo, el sentimiento de la individualidad es excesivo y desbordante. La individualidad del intelectual se siente casi siempre superior a las reglas comunes. Es frecuente, en fin, en los Intelectuales el desdén por la política. La política les parece una actividad de burócratas y de rábulas: Olvidan que así es tal vez en los períodos quietos de la historia, pero no en los períodos revolucionarios, agitados, grávidos, en que se gesta un nuevo, estado social y una nueva forma política. En estos períodos la política deja de ser oficio de una rutinaria casta profesional. En estos períodos la política rebasa los niveles vulgares e invade y domina todos los ámbitos de la vida de la humanidad. Una revolución representa un grande y vasto interés humano. Al triunfo de ese interés superior no se oponen nunca sino los prejuicios y los privilegios amenazados de una minoría egoísta. Ningún espíritu libre, ninguna mentalidad sensible, puede ser indiferente a tal conflicto. Actualmente, por ejemplo, no es concebible un hombre de pensamiento para el cual no exista la cuestión social. Abundan la insensibilidad y la sordera de los intelectuales a los problemas de su tiempo; pero esta insensibilidad y esta sordera no son normales. Tienen que ser clasificadas como excepciones patológicas. "Hacer política —escribe Barbusse— es pasar del sueño a las cosas, de lo abstracto a lo concreto. La política es el trabajo efectivo del pensamiento social; la política es la vida. Admitir una solución de continuidad entre la teoría y la práctica, abandonar a sus propios esfuerzos a los realizadores, aunque sea concediéndoles una amable neutralidad, es desertar de la causa humana". Tras de una aparente repugnancia estética de la política se disimula y se esconde, a veces, un vulgar sentimiento conservador. Al escritor y al artista no les gusta confesarse abierta y explícitamente reaccionarios. Existe siempre cierto pudor intelectual para solidarizarse con lo viejo y lo caduco. Pero, realmente, los intelectuales no son menos dóciles ni accesibles a los prejuicios y a los intereses conservadores que los hombres comunes. No sucede, únicamente, que el poder dispone de academias, honores y riquezas suficientes para asegurarse una numerosa clientela de escritores y artistas. Pasa, sobre todo, que a la revolución no se llega sólo por una vía fríamente conceptual. La revolución más que una idea, es un sentimiento. Más que un concepto, es una pasión. Para comprenderla se necesita una espontánea actitud espiritual, una especial capacidad psicológica. El intelectual, como cualquier idiota, está sujeto a la influencia de su ambiente, de su educación y de su interés. Su inteligencia no funciona libremente. Tiene una natural inclinación a adaptarse a las ideas más cómodas; no a las ideas más justas. El reaccionarismo de un intelectual, en una palabra, nace de los mismos móviles y raíces que el reaccionarismo de un tendero. El lenguaje es diferente; pero el mecanismo de la actitud es idéntico. Clarté no existe ya como esbozo o como principio de una Internacional del Pensamiento. La Internacional de la Revolución es una y única. Barbusse lo ha reconocido dando su adhesión al comunismo. Clarté subsiste en Francia como un núcleo de intelectuales de vanguardia, entregado a un trabajo de preparación de una cultura proletaria. Su proselitismo crecerá a medida que madure una nueva generación. Una nueva generación que no se contente con simpatizar en teoría con las reivindicaciones revolucionarias, sino que sepa, sin reservas mentales, aceptarlas, quererlas y actuarlas. Los clartistas, decía antes Barbusse, no tienen lazos oficiales con el comunismo; pero constatan que el comunismo internacional es la encarnación viva de un sueño social bien concebido. Clarté ahora no es sino una faz, un sector del partido revolucionario. Significa un es fuerzo de la inteligencia, por entregarse a la revolución y un esfuerzo de la revolución por apoderarse de la inteligencia. La idea revolucionaria tiene que desalojar ala idea conservadora no sólo de las instituciones sino también de la mentalidad y del espíritu de la humanidad, Al mismo tiempo que la conquista del poder; la Revolución acomete la conquista del pensamiento. NOTAS: 1 Claridad. |
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