OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

LA ESCENA CONTEMPORANEA

  

     

EBERT Y LA SOCIAL-DEMOCRACIA ALEMANA

 

 

Ebert representa toda una época de la social­democracia alemana. La época de desarrollo y de envejecimiento de la Segunda Internacional. Dentro del régimen capitalista, arribado a su plenitud, la organización obrera no tendía sino a conquistas prácticas. El proletariado usaba la fuerza de sus sindicatos y de sus sufragios para obtener de la burguesía ventajas inmediatas. En Francia y en otras naciones de Europa apareció el sindicalismo revolucionario como unja reacción contra este socialismo domesticado y parlamenta­rio. Pero. en Alemania no encontró el sindicalis­mo revolucionario un clima favorable. El movimiento socialista alemán se insertaba cada vez más dentro del orden y del Estado burgueses.

La social-democracia alemana no carecía de figuras revolucionarias. Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Franz Mehring, Kautsky y otros mantenían viva la llama del marxismo. Mas la burocracia del Partido Socialista y de los sindicatos obreros estaba compuesta de mesurados ideólogos y de prudentes funcionarios, impregnados de la ideología de la clase burguesa: El proletariado creía ortodoxamente en los mismos mitos que la burguesía: la Razón, la Evolución, el Progreso. El magro bienestar del proletariado se sentía solidario del pingüe bienestar del capitalismo. El fenómeno era lógico. La función re­formista había creado un órgano reformista. La experiencia y la practica de una política oportunista habían desadaptado, espiritual e intelectual­mente, a la burocracia del socialismo para un tra­bajo revolucionario.

La personalidad de Ebert se formó dentro de este ambiente: Ebert, enrolado en un sindicato ascendió de su rango modesto de obrero ma­nual al rango conspicuo de alto funcionario de la social-democracia. Todas sus ideas y todos sus actos, estaban rigurosamente dosificados a la temperatura política de la época. En su temperamento se adunaban las cualidades y los defectos del hombre del pueblo rutinario, realista y práctico. Desprovisto de genio y de elan, dotado sólo de buen sentido popular, Ebert, era un condottiere perfectamente adecuado a la actividad prebélica de la social-democracia. Ebert conocía y comprendía la pesada maquinaria de la social­democracia que, orgullosa de sus dos millones de electores, de sus ciento diez diputados; de sus cooperativas y de sus sindicatos; se contentaba con el rol que el régimen monárquico-capitalista le había dejado asumir en la vida del Estado ale­mán. El puesto de Bebel, en la dirección del partido socialista, quizá por esto permanecía va­cante. La social democracia no necesitaba en su dirección un líder. Necesitaba, más bien, un me­cánico. Ebert no era un mecánico, era un tala­bartero. Pero para el caso un talabartero era lo mismo, si no más apropiado. Los viejos teóricos de la social-democracia  —Kautsky, Bernstein, etc.— no tenían talla de conductores. El partido socialista los miraba como a ancianos oráculos, como a venerables depositarios, de la erudición socialista; pero no como a capitanes o caudillos. Y las figuras de la izquierda del partido, Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Franz Mehring, no correspondían al estado de ánimo de una mayo­ría que rumiaba mansamente sus reformas.

La guerra reveló a la social-democracia todo el alcance histórico de sus compromisos con la burguesía y el Estado. El pacifismo de la social­democracia no era sino una inocua frase, un platónico voto de los congresos de la Segunda In­ternacional. En realidad, el movimiento socialista alemán, estaba profundamente permeado de sentimiento, nacional. La política reformista y parlamentaria había hecho de la social-democra­cia una, rueda del Estado. Los ciento diez dipu­tados socialistas votaron en el Reichstag1 a fa­vor del primer crédito de guerra. Catorce de estos diputados, con Haase, Liebknecht y Ledebour a la cabeza, se pronunciaron en contra, dentro del grupo; pero en el parlamento, por razón de disciplina, votaron con la mayoría. El voto del grupo parlamentario socialista se amparaba en el concepto de que la guerra era una guerra de defensa. Más tarde, cuando el verdadero carácter de la, guerra empezó a precisarse, la minoría se negó a seguir asociándose a la responsabilidad de la mayoría. Veinte diputados socialistas se opusieron en el Reichstag a la tercera demanda de créditos de guerra, Los líderes mayoritarios, Ebert y Scheideman, reafirmaron entonces su solidaridad con el Estado. Y, desde ese voto, pusieron su autoridad al servicio, de la política im­perial. La minoría fue expulsada del partido.

La derrota obligó a la burocracia del socialismo alemán a jugar un papel superior a sus aptitudes espirituales. Sobrevino un acontecimiento histórico que jamás habían supuesto tan cercano sus pávidas previsiones: la revolución. Las masas obreras, agitadas por la, guerra, animadas por el ejemplo ruso, se movieron resueltamente a la conquista" del poder. Los líderes social-democráticos, los funcionarios de los sindicatos, empujados por la marea popular, tuvieron que asumir el gobierno.

Walter Rathenau ha escrito que "la revolución alemana fue la huelga general de un ejército vencido". Y la frase es exacta. El proletariado alemán no se encontraba espiritualmente preparado para la revolución. Sus líderes, sus burócratas, durante largos años, no habían hecho otra cosa que extirpar de su acción y de su ánima todo impulso revolucionario. La derrota inauguraba un período revolucionario antes que los instrumentos de la revolución estuviesen forjados. Ha­bía en Alemania, en suma, una situación revolucionaria; pero no había casi líderes revolucionarios ni conciencia revolucionaria. Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Mehring, Joguisches, Leviné, disidentes de la minoría que, convertida en Partido Socialista Independiente, se mantenía en una actitud hamlética, indecisa, vacilante reunieron en la Spartacusbund2 a los elementos más combativos del socialismo. Las muchedumbres comenzaron a reconocer en la Spartacusbund el núcleo de una verdadera fuerza revolucionaria y a sostener, insurreccionalmente, sus reivindicaciones.

Le tocó entonces a Ebert y a la social-democracia ejercer la represión de esta corriente revo­lucionaria. En las batallas revolucionarias de ene­ro y marzo de 1919 cayeron todos los jefes de la Spartacusbund. Los elementos reaccionarios y monárquicos, bajo la sombra del gobierno social­democrático, se organizaron marcial y fascísticamente con el pretexto de combatir al comunis­mo. La república los dejó hacer. Y, naturalmente, después de haber abatido a los hombres de la revolución, las balas reaccionarias empezaron a abatir a los hombres de la democracia. Al ase­sinato de Kurt Eisner, líder de la revolución bá­vara, siguió el de Haase, líder socialista indepen­diente. Al asesinato de Erzberger, líder del par­tido católico, siguió el de Walter Rathenau, líder del partido demócrata.

La política social-demócrata ha tenido en Alemania resultados que descalifican el método reformista. Los socialistas han perdido, poco a poco, sus posiciones en el gobierno. Después dé haber acaparado íntegramente el poder, han concluido por abandonarlo del todo, desalojados por las maniobras reaccionarias. El último gabinete se ha constituido sin su visto bueno. Y ha señalado el principio de una revancha de la Reacción.

El fuerte partido de la revolución de noviembre es hoy un partido de oposición. Sus efectivos no han disminuido, Los diputados socialistas al Reichstag son ahora ciento treinta. Ningún otro partido tiene una representación tan numerosa en el parlamento. Pero esta fuerza parlamentaria no consiente a los socialistas controlar el poder. La defensa de la democracia burguesa es, presentemente, todo el ideal de los hombres que en noviembre de 1918 creyeron fundar una democracia socialista.

La responsabilidad de está política no pertenece, por supuesto, totalmente, a Friedrich Ebert. Como se ha comportado Ebert en la Presidencia de la República se habría comportado, sin duda, cualquier otro hombre de la vieja guardia social-democrática; Ebert ha personificado en el gobierno el espíritu de su burocracia.

El sino de Ebert no era un sino heroico. No era un sino romántico. Ebert, no estaba hecho del paño de los grandes reformadores. Nació para tiempos normales; no para tiempos de excepción. Ha usado todas sus fuerzas en su jornada. No podía ser sino el Kerensky de la revolución alemana. Y, no es culpa suya si la revolución alemana, después de un Kerensky, no ha tenido un Lenin.


NOTAS:

 

1 Antiguo nombre del Parlamento alemán.

2 Spartacusbund: Liga de Espartaco. Nombre del Parti­do Comunista Alemán fundado por Carlos Llebknecht.