OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL II

  

LA NUEVA RUSIA Y LOS EMIGRADOS*

 

Hace tres años que Herriot, de regreso de una visita a los soviets, certificó en su libro La Russie Nouvelle, el deceso de la vieja Rusia zaris­ta. "La vieja Rusia ha muerto para siempre", de­claró Herriot categórica y rotundamente. Su tes­timonio no era recusable ni sospechoso para la familia demócrata. Provenía de uno de sus más voluminosos y autorizados líderes. Próximo al gobierno, cauto y ponderado por temperamento, no podía suponerse a Herriot capaz de una aser­ción imprudente respecto a Rusia. 

En el discurso de estos tres años la Rusia nue­va ha seguido creciendo. Después del de Herriot, otros testimonios burgueses han confirmado su vitalidad. 

Para reanimar su decaída campaña de pren­sa contra los soviets, la plutocracia francesa ha recurrido a un novelista y polemista, el señor Henri Beraud. Los novelistas no tienen ordina­riamente más imaginación que los políticos. Pero, aunque parezca imposible, tienen casi siem­pre menos escrúpulos. El señor Beraud, digno espécimen de una categoría venal y arribista, lo ha demostrado con un libro mendaz sobre Ru­sia, en cuya capital el obeso autor del Martyr de l'Obese ha pasado unos pocos días que le han parecido suficientes para fallar inapelablemente sobre la gran revolución. 

Pero el propio libro del señor Beraud —a cu­yo testimonio amoral podemos oponer el honesto testimonio de Julio Alvarez del Vayo— no se atre­ve a negar la nueva Rusia. (No se propone sino deformarla y difamarla). Y, por supuesto, menos aún se atreve a creer en la supervivencia o en la resurrección de la vieja Rusia de los grandes duques. 

Los únicos seres que osan, a este respecto, negar la evidencia, son los "emigrados" rusos. Claro está, que todos no. La mayoría se ha resignado, finalmente, con su derrota. La sabe de­finitiva desde hace mucho tiempo. Es una minoría de políticos desalojados y licenciados la que, inocua y dispersamente, protesta todavía contra el régimen establecido por la revolución de oc­tubre. 

Esta minoría se fracciona en diversas corrien­tes y obedece a distintos caudillos. El frente anti­bolchevique es abigarradamente pluricolor y he­teróclito. Se compone de zaristas ortodoxos, libe­rales monárquicos, demócratas constitucionales o "cadetes", mencheviques, socialistas revolucio­narios, anarquistas, etc. Agrupadas estas faccio­nes según sus afinidades teóricas, la oposición re­sulta dividida en tres tendencias: una tendencia que aspira a la restauración del zarismo, una ten­dencia que sueña con una monarquía constitucio­nal y una tendencia que propugna una repúbli­ca más o menos social-democrática. 

La más desvaída y gastada de estas fuerzas, la monárquica, es la que ha adunado reciente-mente en París a sus corifeos. Sus deliberaciones no tienen ninguna trascendencia. El mismo lenguaje tartarinesco de este congreso de mayordo­mos y tinterillos de los primos y tíos del último zar, carece absolutamente de novedad. Los resi­duos del zarismo se han reunido muchas veces en análogas asambleas para discurrir bizarramen­te sobre los destinos de Rusia. La amenaza de una expedición decisiva contra los soviets ha sido pronunciada con idéntico énfasis desde mu­chos otros escenarios. 

Los "emigrados" no logran engañarse, segu­ramente, a sí mismos. No es probable que logren engañar tampoco a los banqueros de Nueva York que, según sus planes, deben financiar la cam­paña. El pobre gran duque Nicolás que anuncia su intención de marchar marcialmente a Rusia, no ha tenido ánimo para marchar burguesamen­te a París a asistir a la asamblea. El cable dice que corría el peligro de ser asesinado por los agentes del bolchevismo. Pero el bolchevismo no tiene probablemente interés en suprimir a un personaje tan inofensivo y estólido. 

Los soberanos y los banqueros de Occidente, que han armado contra los soviets en el período 1918-1923 una serie de expediciones, conocen de­masiado a esta gente. Conocen, sobre todo, su incapacidad y su impotencia. Se dan cuenta cla­ra de que lo que los ejércitos de Denikin, Judenitch, Kolchak, Wrangel, Polonia, etc., bien abas­tecidos de armas y de dinero, no pudieron conseguir en días más propicios, menos todavía pue­de conseguirlo ahora un ejército del gran duque Nicolás. 

El caso Boris Savinkov esclarece muy bien el drama de los emigrados. (De los únicos emigrados que es dable tomar en cuenta). Savinkov, ministro del gobierno de Kerensky, socialista re­volucionario, con una larga foja de servicios de conspirador y terrorista, fue el adversario más frenético y encarnizado de los soviets. Desde la primera hora luchó sin tregua contra el bolche­vismo. Participó en todas las conspiraciones y todos los complots anti-sovietistas. Organizó atentados contra los jefes del régimen. Colabo­ró con monarquistas y extranjeros. Pero en estas campañas y fracasos acumuló una dolorosa ex­periencia. Y, después de obstinarse mil veces en su rencor rabioso contra los soviets, acabó por reconocer que éstos representaban realmente los dos ideales de su larga vida de conspirador: la Revolución y la Patria. Temerario, intrépido, Bo­ris Savinkov no se contentó con una constatación melancólica de su error. Quiso repararlo heroi­camente. Y se presentó en Rusia. Sabía que en Rusia no podía encontrar sino la muerte. Mas su destino lo empujaba implacablemente. 

El proceso de Savinkov es uno de los episo­dios más emocionantes y dramáticos de la revo­lución. El jefe terrorista, el líder revolucionario, confesó a sus jueces todas sus responsabilida­des. Pero reivindicó su derecho a renegar su error, a abjurar su herejía: "Ante el tribunal pro­letario de los representantes del pueblo ruso —dijo— yo declaro que me equivocaba. Yo reco­nozco el poder de los soviets. Yo digo a todos los emigrados: el que ame al pueblo ruso debe reconocer su gobierno. Esta declaración me es más penosa de lo que me será vuestro veredicto. He comprendido que el pueblo está con vosotros no ahora, cuando los fusiles me apuntan, sino hace un año, en París. Espero una condena a muerte. No demando piedad. Vuestra conciencia revolucionaria os recordará que fui revoluciona­rio". El tribunal condenó a muerte a Savinkov, pero gestionó, en seguida, la conmutación de la pena. El gobierno la conmutó por diez años de reclusión. Luego, convencido de la sinceridad de la conversión de su adversario, le acordó el in­dulto. Mas a Savinkov esto no le bastaba. Su vida de revolucionario incansable se resistía a con­cluir pasiva y oscuramente en la inacción. Savin­kov se había sentido siempre nacido para servir a la revolución social. Si la revolución lo repu­diaba, ¿para qué quería su perdón? La amnistía, el olvido, eran un castigo peor que la muerte. Demasiado impetuoso, demasiado impaciente para esperar silencioso e inerte, Boris Savinkoo se suicidó en la cárcel. 

La vida romancesca y tormentosa de este per­sonaje compendia y resume el drama de la con­tra-revolución. Las bufas baladronadas de los grandes duques son sólo su anécdota cómica.

  


NOTA: 

* Publicado en Variedades, Lima, 17 de Abril de 1926.