OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL II

  

EL VATICANO Y EL QUIRINAL*

 

El cable anuncia la proximidad o, al menos, la probabilidad de una reconciliación oficial entre la Iglesia Católica y el Estado italiano. O sea la probabilidad de una liquidación definitiva de la vieja "cuestión romana". Y la política oportunísticamente filocatólica del fascismo podría autorizar esta vez la esperanza de un acuerdo entre el Vaticano y el Quirinal. Pero son demasiado sólidas y concretas las razones que aconsejan acoger el presuroso anuncio con escéptica reserva. Se trata de una noticia que, desde hace algún tiempo, erra de vez en cuando por la plana cablegráfica de los rotativos. Los observadores del tiempo y del espacio políticos pueden definirla como un cometa de la post-guerra. 

¿Cuál sería la fórmula del arreglo? Un telegrama ha hablado de una mediación de la Liga de las Naciones destinada a dar al Papado un mandato sobre un pedazo de territorio. Pero el Vaticano se ha apresurado a demostrar lo absurda de esta fórmula. Ni el Vaticano puede someterse al fallo de una Sociedad de Naciones, en la cual la Iglesia no está representada y en la cual la suspicacia de los nacionalismos latinos sospecha y denuncia una criatura del espíritu protestante y de la finanza judía. Ni el Estado italiano que, desde el advenimiento del fascismo al poder, se muestra hiperestésicamente celoso de su soberanía, puede encargar a la Sociedad de las Naciones, por la cual manifiesta tan poca estimación, que resuelva un problema en el que el fascismo no puede ver sino un problema interno. 

Claro está que el gobierno fascista no se considera vinculado a los conceptos que inspiraron invariablemente, a este respecto, la política de los anteriores gobiernos de Italia. Frente a la "cuestión romana", como frente a todas las otras cuestiones de Italia, el fascismo se siente libre o, en todo caso, no se siente responsable del pasado. El fascismo pregona, cada día con más fuerza, su voluntad de construir el Estado fascista sobre bases y principios absolutamente diversos de los que durante tantos años han sostenido al Estado liberal. El Estado fascista aspira a ser la antítesis y la negación del Estado liberal, calificado acerba y lapidariamente por la prosa agresiva de los "camisas negras". 

El fascismo, sobre todo, —aunque sus gregarios hayan creído necesario muchas veces administrar una buena dosis de aceite de ricino o de cachiporrazos a los milites demasiado ardorosos e intransigentes del partido católico—, desenvuelve en el gobierno una política de simpatía y de amistad a la Iglesia. Bien se puede afirmar que el fascismo, en materia religiosa, —actitud del Estado ante la Iglesia—, ha realizado el programa del partido popular o católico fundado hace siete años por Don Sturzo en defensa de los intereses de la religión. Lo ha realizado a tal punto que ha hecho inútil la existencia de un partido católico. "El Papa puede despedir a Don Sturzo", escribía hace dos años y medio Mario Missiroli constatando el clericalismo de la política gubernamental de Mussolini. Y los hechos han venido a demostrar que no se equivocaba en esta afirmación que a no pocos pudo parecer entonces excesiva. 

El acercamiento del fascismo a la Iglesia, por otra parte, no sólo se ha operado en el orden práctico, mediante una restauración más o menos política del catolicismo en la escuela, antes irreductiblemente laica. También ha habido una remarcable aproximación en el orden teórico. Los intelectuales fascistas, de Gentile a Pellizzi, se han complacido en el elogio de la Iglesia. Lorenzo Giusso, comentando precisamente el libro de Missiroli a que pertenece la frase que acabo de citar, decía en diciembre de 1924 lo siguiente: "El Estado abstracto masónico, que declaraba la guerra a la religión, ha sido sustituido por un Estado concreto que ha exaltado todos los valores del espíritu, entre los cuales la religión tiene su sitio. Acusar al fascismo de anticlericalismo significa pronunciar su elogio. El fascismo ha instaurado una era nueva en las relaciones de la Iglesia con el Estado, curando la herida que impedía al católico ser ciudadano. El fascismo ha remediado este tremendo dualismo y ha liquidado todas las supervivencias posibles de las abstracciones setecentistas". Y, más recientemente, otros teóricos del fascismo, afanosamente empeñados en la destilación de una doctrina fascista, han encontrado en el tomismo los fundamentos filosóficos de esta doctrina. 

Nadie puede tomar en serio el sofístico esfuerzo de los que pretenden probar que, en el fondo, el fascismo no reniega ni contrasta de ningún modo al cristianismo. El conflicto espiritual y filosófico entre el nacionalismo fascista y el universalismo cristiano es demasiado patente. Lo es también la oposición entre la violencia fascista y el evangelio de Jesús. Las divergencias aparecen insanables hasta en este terreno político en que, con un poco de ductilidad y hermenéutica jesuitas, devienen posibles todos los entendimientos. "No obstante ciertas solidaridades prácticas del instante —observa acertadamente Mario Missiroli— la concepción del Estado propia del fascismo, del nacionalismo, del liberalismo gentiliano, es la negación radical del catolicismo, como aquélla que tiende, en último análisis, a resolver la Iglesia en el Estado, reconociendo en el Estado la capacidad de interpretar el elemento divino de la vida. ¡Qué lejos estamos del tranquilo liberalismo cavouriano o de las pacíficas tolerancias de la democracia y del mismo socialismo reformista! El Estado "fuerte", el Estado "ético", el Estado panteísta, no tolera supremacías ni paridad. Puede conceder en las escuelas el Crucifijo y el catecismo; pero detrás de este catecismo espían Lutero y Machiavello. Los católicos, que tienen un vivo sentido de las posiciones teóricas, lo saben, y advierten en tal concepción del Estado un enemigo peligrosísimo. Y cuando Don Sturzo habla de nación "deificada" y De Gasperi recuerda a los pensadores clásicos del Estado moderno, —que contrastaron todos la doctrina católica—, no tienen una sino mil razones". 

El hecho es, sin embargo, que, —doctrina y praxis aparte—, el Estado fascista trata de apoyarse en el catolicismo. Y que, de acuerdo con este interés, actúa un programa de restauración del catecismo y del culto católicos que ya le ha ganado la adhesión de ortodoxos doctores de la Iglesia. Todo lo cual confiere, en verdad a Mussolini una aptitud única para afrontar la famosa "cuestión romana". 

Si cabe dudar de la probabilidad de un arreglo, es por otras razones. Es, verbi gratia, porque el fascismo, que tanto ha hablado de robustecer y valorizar la autoridad del Estado, no puede absolutamente, sin grave daño para su política, llevar. al Estado a una abdicación, por muy atenuada que ésta aparezca a los ojos de Italia. 

Desde este punto de vista, la solución del vie­jo entredicho entre la Iglesia Católica y el Estado italiano no se presenta hoy menos difícil que antes. Mussolini y el fascismo saben que pueden permitirse cualquier desmán verbal, cualquiera licencia oratoria, contra el tundido Estado de­mo-liberal-masónico, tratado de claudicante y abúlico. Pero que una cosa es renegar la heren­cia de Giolitti, de Nitti y de Orlando y otra sería renegar, en su sentido nacionalista y patrió­tico, el Risorgimento


NOTA: 

* Publicado en Variedades, Lima, 23 de Enero de 1926. Con este mismo título, aunque ciertamente con distinto contenido, publicó J.C.M. un artículo en El Tiempo, el 30 de Agosto de 1921, recopilado en Cartas de Italia, Vol. 15 de esta serie popular de Obras Completas. (N. de los E.)