OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

EL ALMA MATINAL

     

     

VALORES DE LA CULTURA ITALIANA MODERNA

LA CULTURA ITALIANA1

No me siento totalmente desprovisto de título o, por lo menos, de pretexto para excitar a nuestros estudiosos y estudiantes a dirigir la mirada a la cultura italiana. En el Perú, como en toda la América española, se habla con frecuencia de nuestra latinidad. Ya he dicho, en más de un artículo, lo que pienso de esta latinidad postiza2. No es ésta una ocasión de insistir sobre el tema. Quiero únicamente remarcar que el latinismo de uso corriente en la retórica criolla no nos ha servido siquiera para reconocer en la cultura italiana una cultura netamente latina y, por lo tanto, una cultura de nuestra supuesta estirpe.

Entre nosotros, el libro italiano ha tenido muy escasa, casi ninguna difusión. Me parece que las excepciones evidentes, a este respecto, son rarísimas. La más notoria y la más importante, en nuestro tiempo, —o mejor dicho en el suyo— es la del doctor Deustua, quien, como profesor de la Universidad y como Director de la Biblioteca Nacional, se muestra en contacto con el pensamiento italiano.

A D'Annunzio lo hemos conocido y admirado en las mediocres, cuando no pésimas, traducciones españolas. Lo mismo está ocurriendo con Pirandello y Papini. D'Annunzio ha influido en un instante de nuestra literatura. Como alguna vez lo he dicho, considero el período colónida como un período de un cierto d'annunzianismo. Pero este d'annunzianismo —espiritual y no formal— no fue aprendido por los literatos colónidas en su trato con los libros de D'Annunzio. Los pobres no conocían en la mayoría de los casos sino las versiones baratas de Máucci. El d'annunzianismo tuvo un vehículo vivo. Lo trajo de Italia en su alma snobista, original y espiritual, Abraham Valdelomar. Valdelomar podía haber sido declarado en su época, por la dirección de salubridad, un "portador de gérmenes". Y D'Annunzio nos llegó, en Valdelomar, con mucho retardo. Como fenómeno literario, aunque no como fenómeno espiritual, D'Annunzio estaba en decadencia, desde hacía muchos años, en el mundo intelectual italiano. Era justamente la época en que en la literatura de Italia, se abrían paso los más ardientes anti-d'annunzianos.

Los literatos, los estudiosos peruanos, cuando han salvado los confines del idioma, han buscado el libro francés y han adoptado, a veces, su espíritu y sus ideas. La metrópoli de la inteligencia hispano-americana, en general, ha sido España o Francia. Y a Francia, sin duda, le debe mucho la literatura del continente. El galicismo nos ha libertado, eficazmente, de algunos defectos y de algunos excesos de la espesa y sonora retórica española. Los escritores ibero-americanos, gracias en parte al galicismo, escriben una prosa menos engolada, más sencilla, que la mayoría de los escritores peninsulares.

Pero el descubrimiento de Francia nos ha hecho olvidar demasiado que existe para nosotros otra cultura próxima y asequible: la cultura italiana. Francia nos ha impuesto sus propias fronteras después de inducirnos a escapar de las pesadas fronteras españolas. Y el yugo francés, desde el punto de vista de los gustos exclusivos a que obliga, resulta peor que el yugo hispano. El pensamiento francés es vanidosamente nacionalista. Y, más que todo, la literatura francesa está organizada de manera de convencer a su público que, si no es la única, es en todo caso la primera.

La vida intelectual italiana —aunque los literatos de Italia sean en su estilo y en su tema menos internacionales, menos cosmopolitas que los literatos de París— se presenta mucho más abierta a las corrientes y a las tendencias europeas. La filosofía alemana, como es notorio, ha encontrado en Italia no sólo traductores y propagadores sino también —v. g. Benedetto Croce— verdaderos e interesantes continuadores. En Italia, se traduce mucho, esmerada y directamente del ruso, del noruego, etc. Las más exóticas y lejanas culturas tienen en Italia estudiosos y traductores. (Me ha sido dado conocer en Roma a un erudito americanista que sabía quechua: el difunto conde Perrone di San Martino, autor de un libro sobre el Perú, magníficamente editado en italiano por Alfieri Lacroix).

En pro del estudio de la cultura italiana, abogan, además de las razones de orden intelectual, algunas razones de orden práctico. La primera de todas es, naturalmente, la razón de la afinidad de los idiomas español e italiano. El dominio del italiano, si no es tan fácil como lo imaginan superficialmente casi todos, es siempre mucho más fácil que el dominio de cualquier idioma latino. Y leer italiano —por el motivo que señalo en líneas anteriores— consiste al mismo tiempo que penetrar en una cultura original y sustanciosa como la italiana, en acercarse a otras literaturas, más pronto y concienzudamente vertidas al italiano que al español. El estudio del italiano, sobre todo cuanto complementa el del francés, constituye por otra parte un excelente ejercicio filológico. Otra razón no insignificante, a favor del italiano, me parece la de que el libro italiano es más barato que el libro español y que el mismo libro francés, mientras que el alemán y el inglés alcanzan precios prohibitivos para el lector no favorecido por el curso del cambio.

Un mayor interés por la cultura italiana no sería de otro lado un gesto exclusivamente nuestro. Las comunicaciones entre la inteligencia hispánica y la inteligencia italiana tienden a aumentar. Unamuno es apreciado en Italia casi tanto como Pirandello en España e Hispanoamérica. La inteligencia española desde hace algún tiempo quiere sentirse y mostrarse más europea que antes. El título y el espíritu de la Revista de Occidente no son un capricho de Ortega y Gasset: son más bien el síntoma de un estado de ánimo de los intelectuales de España. En la Revista de Occidente han aparecido comentarios inteligentes de Juan Chabás sobre autores y libros italianos. Y en las revistas de Hispano-América no faltan notas análogas. He leído recientemente en una revista, un penetrante estudio de Samuel Ramos sobre Benedetto Croce; y en otra revista, estudios sobre Soficci, sobre Carrá, sobre Pea, etc.

Un libro de Giuseppe Prezzolini, arribado a mi mano con un poco de retardo —desde que dejé Europa mi contacto con las ideas y libros de Italia se ha debilitado enormemente— representa un amable guía para los estudiosos que se internen por los caminos actuales de la cultura italiana. La cultura italiana se titula, precisamente, este libro de Prezzolini.

En la intelectualidad italiana tan dividida, tan escindida por la lucha política, Prezzolini es el escritor que con mayor éxito podía intentar una explicación de los diversos movimientos, escuelas y manifestaciones del pensamiento y de la literatura de su patria. Prezzolini procede de un grupo que encarnó y resumió un período de ese pensamiento y esa literatura. Fue el animador máximo de La Voce, revista florentina que reunió en sus páginas las firmas de escritores y artistas de diverso temperamento, pero movidos todos por parecido empeño de suscitar un renacimiento artístico y filosófico. En La Voce escribieron Croce y Papini, Gentile y Salvemini, Amendola y Murri. Pero como movimiento renovador, el de La Voce es un movimiento liquidado hace mucho tiempo. Cada escritor del grupo disperso ha buscado y seguido su propio camino. Papini, después de romper lanzas contra todos los dogmas, se ha convertido al catolicismo. Soffici, exfuturista, marca espiritual e intelectualmente un ritorno all'antico. Croce, ministro de Giolitti en 1921, ha aguardado la hora undécima del liberalismo para inscribirse en el desvaído partido liberal. El propio Prezzolini de ahora está muy distanciado del Prezzolini de La Voce. El tiempo, la madurez, el desencanto, lo han domesticado. Lo han vuelto relativista, tolerante, ecuánime. Es, justamente, a causa de este cambio, que Prezzolini resulta particularmente apto para revisar y explicar, con cierta objetividad, a sus contemporáneos. En otro tiempo, su actividad habría sido demasiado combativa, demasiado apasionada para consentirle discurrir tan pacífica y ponderadamente por todos los sectores y todos los planos de la inteligencia italiana. Ahora su gesto y su posición son muy distintos. Prezzolini considera las ideas, los hombres y los hechos con un ánimo optimista e indulgente. Se siente en su libro un esfuerzo dulcemente escéptico por suponerse en el mejor de los mundos posibles. A ratos saca las uñas con vivacidad; pero en seguida las guarda con una sonrisa fatigada que parece decir: a quoi bon?

Mas de este eclecticismo, un poco irónico, que no degenera en superficialidad, se beneficia el lector que averigüe los senderos de la cultura italiana. Un crítico de parte, le daría del pensamiento de la Italia contemporánea una versión más profunda; pero menos detallada e informativa y, bibliográficamente, menos completa.

Prezzolini no llega a ser un cicerone agnóstico. Sus filias y sus fobias se han temperado, se han atenuado; pero no se han borrado del todo. (Lo que a mí no me parece mal desde el punto de vista de la personalidad del escritor, aunque me parezca inconveniente, en este caso, para el interés egoísta de los lectores a quienes su libro sirva de introducción en la cultura italiana). Algunos juicios denuncian sus viejas antipatías. He aquí uno que, refiriéndose a la nueva mentalidad, niega exageradamente que del positivismo haya sobrevivido algo: "¿Quién recuerda ahora a Lombroso, si no es con una sonrisa? ¿Quién tiene el coraje de leer a Ardigó? ¿Quién cita todavía la autoridad de Spencer? Quien lo hiciese hoy día en Italia parecería un espectro, un Lázaro resucitado después de un sueño de muchos años, y todos lo mirarían con maravilla. Todo ese modo de considerar la vida, entre materialista y positivista, que entonces dominaba, (después de 1900), ha desaparecido casi sin rastros y sin residuos". No es necesario ningún esfuerzo para demostrar que esta afirmación resulta demasiado absoluta e inexacta. Giuseppe Renssi, autor de estudios filosóficos, muy interesantes y valiosos, aunque Prezzolini no los cite, no sólo tiene "el coraje de leer a Ardigó", sino también el de dedicarle un capítulo en uno de sus últimos libros. Y a propósito, ¿por qué Prezzolini, que se detiene en su libro en más de una figura secundaria y terciaria de la intelectualidad italiana, no menciona siquiera al autor de los Lineamenti di una Filosofía Scettica? El mismo Prezzolini se ve obligado a rectificar su aserción, páginas más adelante, cuando ocupándose del derecho penal constata la victoria de la escuela positiva. "Hemos asistido —escribe— a la decadencia de esta escuela que sin embargo había vencido a la clásica; los nombres de sus maestros se encuentran ahora desacreditados; ninguna influencia ejercita sobre el espíritu del país y no es ya corriente la jerga positivista, puesta por ella en boga. Pero aquí se revela todo el buen sentido italiano: mientras esa escuela teóricamente andaba perdiendo terreno y formaba un artículo de exportación para las repúblicas de Sudamérica, a donde frecuentemente van los cantantes cansados y los académicos entontecidos, lo que había sostenido en materia de reformas prácticas, por ser plausible y útil, era aceptado y asimilado aun por sus negadores teóricos como Gentile; y he aquí que la reforma del Código Penal y la reforma carcelaria son confiados en 1919 por el Ministro Mortara a una comisión sobre la base de los criterios de la escuela positivista que obtiene así su máximo triunfo". No se puede decir, por ende, que el positivismo haya tramontado sin haber dejado huella. Lo que el positivismo tenía de sólido y durable ha sobrevivido. Prezzolini sostiene que "la reacción idealista ha destrozado todo, sin encontrar resistencia". Es demasiado evidente que la filosofía de Croce y Gentile ha ganado la batalla. Pero conviene entenderse respecto al idealismo crociano y gentiliano. El pensamiento de Croce y el de Gentile, después de haber hecho juntos una larga jornada, han empezado a diferenciarse. Su trayectoria desde hace algún tiempo no es la misma. El disenso se ha manifestado en toda su significación en el último diálogo político Croce-Gentile. Gentile se siente y se confiesa fascista; Croce se siente y se confiesa liberal. Y en verdad el pensamiento de Croce ha sido siempre menos independiente de lo que se supone, de la mentalidad, "entre positivista y materialista" de la Italia de 1900. Puede decirse que ningún pensador italiano ha dependido tanto de su época como Croce y que esta dependencia no ha sido nunca más evidente que cuando Croce ha reaccionado y contrastado sus consecuencias y sus hombres. El idealismo de Croce ha sido, en el fondo, solidario con el realismo de Giolitti, aunque en apariencia la teoría del filósofo de Nápoles haya contradicho o se haya opuesto a la praxis del estadista piamontés. Prezzolini es uno de los que se dan cuenta del parentesco histórico entre Giolitti y Croce, aunque no lo conciba tan íntimo y tan próximo. "Se ha hecho un paralelo —escribe— entre Croce y D'Annunzio pero creo que más razonable sería hacerlo con, Giolitti, con el cual Croce tiene más de un punto de contacto y con el cual ha trabajado de acuerdo durante un año de ministerio, encontrando en él un fuerte apoyo contra la impopularidad de que gozaba en la opinión pública y en la Cámara de Diputados".

Otro juicio deficiente del libro de Prezzolini me parece su juicio sobre Pirandello. Prezzolini confina la figura y la obra de Pirandello dentro del teatro. No las alude siquiera en los otros largos capítulos en que revista los fenómenos y corrientes de la literatura italiana. El simple hecho de haber escrito más novela y cuento que teatro daba derecho, en tanto a Pirandello, para no ser visto sólo como un comediógrafo. No se puede decir por otra parte, que la obra de Pirandello no haya tenido influencia en las letras italianas. Pirandello ha hecho escuela. Esto no era tal vez tan evidente como ahora, cuando Prezzolini escribió su libro; pero, de toda suerte, Pirandello tenía ya derecho a un estudio más atento. En la literatura italiana contemporánea, la individualidad más interesante, actualmente, es la del extraordinario escritor siciliano. Prezzolini le antepone, sin duda, Papini. El libro de Prezzolini está lleno de esta predilección: "Papini —afirma— es el verdadero hombre de genio de la literatura italiana con todos sus claroscuros". Sin regatear ni disminuir ninguno de los méritos de Papini, debo declarar mi convicción de que el caso Pirandello representa en este período de la literatura italiana algo más que el caso Papini. En Pirandello se condensa un estado de ánimo no sólo italiano sino occidental. Pirandello, mucho más que Papini, marca una tendencia; señala una época. Pirandello, en fin, es un fenómeno de hoy, mientras quizá Papini empieza a ser un fenómeno de ayer.

Pero ni éstas ni otras rectificaciones quitan nada al interés del libro de Prezzolini. Más objetivo no podía ser ningún otro escritor de su talento y de su época. Revistando la cultura política, por ejemplo, Prezzolini no olvida ninguno de sus sectores. Su libro enfoca, sucesivamente el socialismo, la democracia, el republicanismo mazziniano, el sindicalismo, el social-catolicismo. Se detiene con atención, en el sector comunista, aunque, de acuerdo con la intención de toda su obra, tratando de descubrir ahí, antes que nada, los ecos del idealismo crociano y gentiliano. "Los comunistas del Ordine Nuovo —anota—, son asaz inclinados al idealismo, citan en sus escritos a Gentile y a Croce, tratan de dar a los obreros una cultura más escogida, inclusive de arte. Su revista está llena de escritos literarios y revolucionarios, mejores que aquéllos que estábamos habituados a hallar en los periódicos y revistas socialistas".

La opinión más aguda del libro me parece ésta: "La literatura italiana no es popular porque no es del pueblo. Es, en el pasado, una literatura de clases superiores: de literatos, de nobles, de cortesanos, de curas y de frailes. Hoy es una literatura de burgueses, pero conserva todavía la tendencia antigua". De la tendencia y de la clase no se exceptúa, por supuesto, ni el propio Prezzolini. El inteligente supérstite de La Voce lo sabe demasiado bien.


NOTAS:

1 Publicado en Boletín Bibliográfico, de la Universidad Mayor de San Marcos, Vol. II, Nº 1 (págs. 56-61); Lima, Marzo de 1925. Desde el segundo párrafo de la segunda parte ("En la intelectualidad italiana tan dividida...") trascribe, con algunas enmiendas formales, un artículo aparecido en Variedades —Lima, 11 de Junio de 1927—, bajo el epígrafe de "Giuseppe Prezzolini y la Inteligencia Italiana".

2  Se refiere, particularmente, a sus "Divagaciones sobre el tema de la latinidad".