OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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CARTAS DE ITALIA |
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LA SOCIEDAD DE LAS NACIONES1
La Liga de las Naciones acaba de dirigir su primera palabra al mundo desde la cima ilustre del Capitolio. Su consejo supremo ha celebrado dos solemnes sesiones públicas en el Palacio de Campidoglio. Y, por supuesto, los prestigios del Campidoglio histórico, del Campidoglio inmortal, han inspirado copiosa y variadamente tanto la retórica de los delegados como la retórica de la prensa. El Campidoglio no ha sido sólo un plinto, una tribuna y un albergue digno de la Liga sino también una base de todas las metáforas de los discursos y de las crónicas del acontecimiento. Sin el Campidoglio se habría visto apurado el numen de oradores y cronistas. Esta reunión ha sido, sin duda alguna, un síntoma de vida. Un síntoma de vida recibido con alegría por todos los pueblos de buena voluntad que anhelan y esperan que la Liga eche raíces. Pero, por desgracia, un síntoma de vida aparente nomás. La realidad es que la Liga de las Naciones, la Liga de las Naciones del Tratado de Versailles, la Liga de las Naciones actual, está moribunda. No basta que su consejo supremo se reúna en el Capitolio, no que sus treinta y siete adherentes sean convocados a una próxima asamblea para probar su salud. Basta, en cambio, para probar su crisis una sola nota negativa de la reunión: la ausencia de los Estados Unidos. Que es de consuno, la ausencia de Wilson. Será ésta la nota más impresionante, probablemente, para el público de los países que, como el nuestro, asisten interesados a los episodios de la vida de la Liga. Nadie puede pensar en esos países que sin Wilson, sin el hombre que la concibió, que la propuso y que la convirtió en el objeto de la guerra, sea posible constituir seriamente la sociedad de las Naciones. En ninguno de los hombres que hoy representa a la Liga se encuentra el fervor, el entusiasmo. y la pasión que se encontraban en cada palabra y en cada gesto de Wilson. Y esto no es, únicamente, porque ninguno de ellos tiene la estatura mental de Wilson. Es, más bien, porque todos ellos son asaz inteligentes para advertir que el proyecto de la Liga de las Naciones no es realizable. Y los actos que en su nombre se efectúan no son sino ceremonias, convencionales ceremonias. Pero no es la actitud de los Estados Unidos el fracaso de la Liga de las Naciones. Se trataría, si así fuera, de una crisis susceptible de remedio. Cabría la esperanza de que las elecciones políticas de los Estados Unidos se pronunciaran, próximamente, en un sentido favorable al programa wilsoniano y de que, por consiguiente, los Estados Unidos acabasen por aportar a la Liga su fuerte y vital concurso. Al convencimiento de este fracaso nos conduce la contemplación de los hechos más graves y más profundos. De hechos, que, sobre todo, no son modificables. Procuraré resumirlos brevemente. Tenemos, en primer lugar, las modalidades del funcionamiento del Consejo Supremo de los aliados. Este Consejo Supremo, este "consejo de los tres", resuelve sin preocuparse de la Liga los problemas que interesan a Europa. Al lado de este Consejo, el Consejo de la Liga no desempeña sino un rol burocrático figurativo. La Entente toma las decisiones fuera de la Liga y, —no es preciso agregarlo—, fuera de su programa. A la Liga no le acuerda otro derecho que el muy modesto y accesorio de conocer y sancionar esas decisiones. Y, en algunos casos, de colaborar a su aplicación. Y tal procedimiento de la Entente, más que una de las causas para que la Liga no se formalice, es la demostración de que la Liga no existe y de que no puede existir. La Entente no cree en la Liga y se conduce de acuerdo con su convicción. ¿Por qué los gobiernos de la Entente no creen en la Liga? ¿Es que no quieren su existencia? Sería exagerado, y más aún, sería falso responder afirmativamente a esta segunda pregunta. Los gobiernos de la Entente quieren la existencia de la Liga de las Naciones; pero la quieren condicionalmente. La quieren inofensiva e importante respecto de sus intereses. Y, en esta forma, la existencia de la Liga sería cómoda para las grandes potencias, pero mala para el resto de la humanidad. Tenemos, en segundo lugar el sentimiento del proletariado de las grandes potencias: Si la actitud de estas potencias acerca de la Liga es tibia y platónica adhesión, la actitud del proletariado es de desdeñosa indiferencia cuando no de resuelta hostilidad. El proletariado socialista lucha por una "internacional" de clase, por una internacional netamente proletaria. Llámese segunda o tercera internacional, llámese de Ginebra o de Moscú, la internacional obrera es fundamentalmente una sola; en la Liga de las Naciones, el proletariado socialista no ve más que una asociación esencialmente burguesa, incapaz de evitar las guerras e incapaz de establecer la justicia en las relaciones internacionales de los pueblos. Y si no la combate, es porque no lo cree necesario. Es porque está persuadido de que la Liga sucumbirá sin que sea menester combatirla. La Liga no cuenta, pues, ni con las clases burguesas ni con las clases trabajadoras de las potencias aliadas. No es ni un ideal de los pueblos ni un ideal de los gobiernos. No apasiona a nadie ni favorable ni adversamente. Ningún interés sólido lo respalda ni lo apoya. Carece de ambiente. Está en el vacío. Podría decirse que perece por falta de aire y calor. Dentro de estas condiciones no es posible absolutamente aguardar que la Liga fructifique. Puede dar nuevos síntomas de vida, pero no serán menos aparentes que el que motiva el presente comentario. Y aún en el caso de que, por un milagro, concluyese la Liga por ser una asociación de todos los países del mundo, no serían mucho mayores sus probabilidades de vida eficaz y duradera. Se reproducirían dentro de ella el equilibrio europeo y el equilibrio mundial a cuya reconstitución nos aproximamos poco a poco. Unas naciones tomarían el partido de la "entente" actual, que es ya una "entente" sin "entente", y cuyo estado de crisis intermitente no se prevé todavía cómo se resolverá. Otras naciones tomarían el partido del bloque que se opondrá a esta "entente" y que establecerá así un nuevo equilibrio europeo. Nuevo equilibrio, dicho sea de paso, no menos peligroso que el anterior. La Liga de las Naciones sería el escenario de una lucha de intereses que ahogaría toda tendencia pura y elevadamente ideológica. Por otra parte, una nación, la Rusia —una nación de ciento veinte millones de habitantes— quedaría siempre fuera de la Liga. Esa nación hablaría en nombre del proletariado socialista del mundo. En nombre, en una palabra, de la internacional obrera que no estaría personificada, como antes, por el "bureau" de Bruselas o de Ginebra, sino por un estado vasto y poderoso, constituido conforme a su pauta doctrinaria. Cuando se tiene delante de los ojos hechos tan nítidos, tan exactos, tan elocuentes, no se puede esperar, sin engañarse vanamente, que la Liga de las Naciones se salve. Exhibiéndola sobre la cumbre del Capitolio, en medio de una apoteosis de banderas y discursos, no se ha hecho sino insuflarle un precario soplo de vida. No debemos dudarlo. La Liga ha sido una bella ilusión. Una bella ilusión de un grande y moderno Don Quijote, norteamericano, pedagogo y protestante, que ha tentado en balde el darle una justificación a la guerra y una finalidad a la victoria.
NOTA: 1 Fechado en Roma, 25 de mayo de 1920; publicado en El Tiempo, Lima, 17 de octubre de. 1920.
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