Quienes desde puntos de vista socialistas estudiamos y definimos el
problema del indio, empezamos por declarar absolutamente superados los
puntos de vista humanitarios o filantrópicos, en que, como una
prolongación de la apostólica batalla del padre de Las Casas, se apoyaba
la antigua campaña pro-indígena. Nuestro primer esfuerzo tiende a
establecer su carácter de problema fundamentalmente económico. Insurgimos
primeramente, contra la tendencia instintiva
–y defensiva– del criollo o "misti",
a reducirlo a un problema exclusivamente administrativo, pedagógico,
étnico o moral, para escapar a toda costa del plano de la economía. Por
esto, el más absurdo de los reproches que se nos pueden dirigir es el de
lirismo o literaturismo. Colocando en primer plano el problema
económico-social, asumimos la actitud menos lírica y menos literaria
posible. No nos contentamos con reivindicar el derecho del indio a la
educación, a la cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comenzamos por
reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra. Esta reivindicación
perfectamente materialista, debería bastar para que no se nos confundiese
con los herederos o repetidores del verbo evangélico del gran fraile
español, a quien, de otra parte, tanto materialismo no nos impide admirar
y estimar fervorosamente.
Y este problema de la tierra -cuya solidaridad con el problema del indio
es demasiado evidente-, tampoco nos avenimos a atenuarlo o adelgazarlo
oportunistamente. Todo lo contrario. Por mi parte, yo trato de plantearlo
en términos absolutamente inequívocos y netos.
El problema agrario se presenta, ante todo, como el problema de la
liquidación de la feudalidad en el Perú. Esta liquidación debía haber sido
realizada ya por el régimen demo-burgués formalmente establecido por la
revolución de la independencia. Pero en el Perú no hemos tenido en cien
años de república, una verdadera clase burguesa, una verdadera clase
capitalista. La antigua clase feudal –camuflada
o disfrazada de burguesía republicana–
ha conservado sus posiciones. La política de desamortización de la
propiedad agraria iniciada por la revolución de la Independencia
–como una consecuencia lógica de su
ideología–, no condujo al
desenvolvimiento de la pequeña propiedad. La vieja clase terrateniente no
había perdido su predominio. La supervivencia de un régimen de
latifundistas produjo, en la práctica, el mantenimiento del latifundio.
Sabido es que la desamortización atacó más bien a la comunidad. Y el hecho
es que durante un siglo de república, la gran propiedad agraria se ha
reforzado y engrandecido a despecho del liberalismo teórico de nuestra
Constitución y de las necesidades prácticas del desarrollo de nuestra
economía capitalista.
Las expresiones de la feudalidad sobreviviente son dos: latifundio y
servidumbre. Expresiones solidarias y consustanciales, cuyo análisis nos
conduce a la conclusión de que no se puede liquidar la servidumbre, que
pesa sobre la raza indígena, sin liquidar el latifundio.
Planteado así el problema agrario del Perú, no se presta a deformaciones
equívocas. Aparece en toda su magnitud de problema económico-social
–y por tanto político–
del dominio de los hombres que actúan en este plano de hechos e ideas. Y
resulta vano todo empeño de convertirlo, por ejemplo, en un problema
técnico-agrícola del dominio de los agrónomos.
Nadie ignora que la solución liberal de este problema sería, conforme a la
ideología individualista, el fraccionamiento de los latifundios para crear
la pequeña propiedad. Es tan desmesurado el desconocimiento, que se
constata a cada paso, entre nosotros, de los principios elementales del
socialismo, que no será nunca obvio ni ocioso insistir en que esta fórmula
–fraccionamiento de los latifundios en
favor de la pequeña propiedad– no es
utopista, ni herética, ni revolucionaria, ni bolchevique, ni vanguardista,
sino ortodoxa, constitucional, democrática, capitalista y burguesa. Y que
tiene su origen en el ideario liberal en que se inspiran los Estatutos
constitucionales de todos los Estados demo-burgueses. Y que en los países
de la Europa Central y Oriental –donde
la crisis bélica trajo por tierra las últimas murallas de la feudalidad,
con el consenso del capitalismo de Occidente que desde entonces opone
precisamente a Rusia este bloque de países anti-bolcheviques–,
en Checoslovaquia, Rumania, Polonia, Bulgaria, etc., se ha sancionado
leyes agrarias que limitan, en principio, la propiedad de la tierra, al
máximum de 500 hectáreas.
Congruentemente con mi posición ideológica, yo pienso que la hora de
ensayar en el Perú el método liberal, la fórmula individualista, ha pasado
ya. Dejando aparte las razones doctrinales, considero fundamentalmente
este factor incontestable y concreto que da un carácter peculiar a nuestro
problema agrario: la supervivencia de la comunidad y de elementos de
socialismo práctico en la agricultura y la vida indígenas.
Pero quienes se mantienen dentro de la doctrina demo-liberal
–si buscan de veras una solución al
problema del indio, que redima a éste, ante todo, de su servidumbre–,
pueden dirigir la mirada a la experiencia checa o rumana, dado que la
mexicana, por su inspiración y su proceso, les parece un ejemplo
peligroso. Para ellos es aún tiempo de propugnar la fórmula liberal. Si lo
hicieran, lograrían, al menos, que en el debate del problema agrario
provocado por la nueva generación, no estuviese del todo ausente el
pensamiento liberal, que, según la historia escrita, rige la vida del Perú
desde la fundación de la República.
El problema de la tierra esclarece la actitud
vanguardista o socialista, ante las supervivencias del Virreinato. El "perricholismo"
literario no nos interesa sino como signo o reflejo del colonialismo
económico. La herencia colonial que queremos liquidar no es,
fundamentalmente, la de "tapadas" y celosías, sino la del régimen
económico feudal, cuyas expresiones son el gamonalismo, el latifundio y la
servidumbre. La literatura colonialista –evocación
nostálgica del Virreinato y de sus fastos–,
no es para mí sino el mediocre producto de un espíritu engendrado y
alimentado por ese régimen. El Virreinato no sobrevive en el "perricholismo"
de algunos trovadores y algunos cronistas. Sobrevive en el feudalismo, en
el cual se asienta, sin imponerle todavía su ley, un capitalismo larvado e
incipiente. No renegamos, propiamente, la herencia española; renegamos la
herencia feudal.
España nos trajo el Medioevo: inquisición, feudalidad, etc. Nos trajo
luego, la Contrarreforma: espíritu reaccionario, método jesuítico,
casuismo escolástico. De la mayor parte de estas cosas, nos hemos ido
liberando, penosamente, mediante la asimilación de la cultura occidental,
obtenida a veces a través de la propia España. Pero de su cimiento
económico, arraigado en los intereses de una clase cuya hegemonía no
canceló la revolución de la independencia, no nos hemos liberado todavía.
Los raigones de la feudalidad están intactos. Su subsistencia es
responsable, por ejemplo, del retardamiento de nuestro desarrollo
capitalista.
El régimen de propiedad de la tierra determina el régimen político y
administrativo de toda nación. El problema agrario
–que la República no ha podido hasta
ahora resolver– domina todos los
problemas de la nuestra. Sobre una economía semifeudal no pueden prosperar
ni funcionar instituciones democráticas y liberales.
En lo que concierne al problema indígena, la subordinación al problema de
la tierra resulta más absoluta aún, por razones especiales. La raza
indígena es una raza de agricultores. El pueblo inkaico era un pueblo de
campesinos, dedicados ordinariamente a la agricultura y el pastoreo. Las
industrias, las artes, tenían un carácter doméstico y rural. En el Perú de
los Inkas era más cierto que en pueblo alguno el principio de que "la vida
viene de la tierra". Los trabajos públicos, las obras colectivas más
admirables del Tawantinsuyo, tuvieron un objeto militar, religioso o
agrícola. Los canales de irrigación de la sierra y de la costa, los
andenes y terrazas de cultivo de los Andes, quedan como los mejores
testimonios del grado de organización económica alcanzado por el Perú
inkaico. Su civilización se caracterizaba, en todos sus rasgos dominantes,
como una civilización agraria. "La tierra –escribe
Valcárcel estudiando la vida económica del Tawantinsuyo–
en la tradición regnícola, es la madre común: de sus entrañas no sólo
salen los frutos alimenticios, sino el hombre mismo. La tierra depara
todos los bienes. El culto de la Mama Pacha es par de la heliolatría, y
como el sol no es de nadie en particular, tampoco el planeta lo es.
Hermanados los dos conceptos en la ideología aborigen, nació el agrarismo,
que es propiedad comunitaria de los campos y religión universal del astro
del día" (l).
Al comunismo inkaico –que no puede ser
negado ni disminuido por haberse desenvuelto bajo el régimen autocrático
de los Inkas–, se le designa por esto
como comunismo agrario. Los caracteres fundamentales de la economía
inkaica –según César Ugarte, que
define en general los rasgos de nuestro proceso con suma ponderación–,
eran los siguientes: "Propiedad colectiva de la tierra cultivable por el
'ayllu' o conjunto de familias emparentadas, aunque dividida en lotes
individuales intransferibles; propiedad colectiva de las aguas, tierras de
pasto y bosques por la marca o tribu, o sea la federación de ayllus
establecidos alrededor de una misma aldea; cooperación común en el
trabajo; apropiación individual de las cosechas y frutos"
(2).
La destrucción de esta economía -y por ende de la cultura que se nutría de
su savia- es una de las responsabilidades menos discutibles del coloniaje,
no por haber constituido la destrucción de las formas autóctonas, sino por
no haber traído consigo su sustitución por formas superiores. El régimen
colonial desorganizó y aniquiló la economía agraria inkaica, sin
reemplazarla por una economía de mayores rendimientos. Bajo una
aristocracia indígena, los nativos componían una nación de diez millones
de hombres, con un Estado eficiente y orgánico cuya acción arribaba a
todos los ámbitos de su soberanía; bajo una aristocracia extranjera, los
nativos se redujeron a una dispersa y anárquica masa de un millón de
hombres, caídos en la servidumbre y el "felahísmo".
El dato demográfico es, a este respecto, el más fehaciente y decisivo.
Contra todos los reproches que –en el
nombre de conceptos liberales, esto es modernos, de libertad y justicia–
se puedan hacer al régimen inkaico, está el hecho histórico
–positivo, material–
de que aseguraba la subsistencia y el crecimiento de una población que,
cuando arribaron al Perú los conquistadores, ascendía a diez millones y
que, en tres siglos de dominio español, descendió a un millón. Este hecho
condena al coloniaje y no desde los puntos de vista abstractos o teóricos
o morales –o como quiera
calificárseles– de la justicia, sino
desde los puntos de vista prácticos, concretos y materiales de la
utilidad.
El coloniaje, impotente para organizar en el Perú al menos una economía
feudal, injertó en ésta elementos de economía esclavista.
LA POLÍTICA DEL COLONIAJE: DESPOBLACIÓN
Y ESCLAVITUD
Que el régimen colonial español resultara incapaz de organizar en el Perú
una economía de puro tipo feudal se explica claramente. No es posible
organizar una economía sin claro entendimiento y segura estimación, si no
de sus principios, al menos de sus necesidades. Una economía indígena,
orgánica, nativa, se forma sola. Ella misma determina espontáneamente sus
instituciones. Pero una economía colonial se establece sobre bases en
parte artificiales y extranjeras, subordinada al interés del colonizador.
Su desarrollo regular depende de la aptitud de éste para adaptarse a las
condiciones ambientales o para transformarlas.
El colonizador español carecía radicalmente de esta aptitud. Tenía una
idea, un poco fantástica, del valor económico de los tesoros de la
naturaleza, pero no tenía casi idea alguna del valor económico del hombre.
La práctica de exterminio de la población indígena y de destrucción de sus
instituciones -en contraste muchas veces con las leyes y providencias de
la metrópoli- empobrecía y desangraba al fabuloso país ganado por los
conquistadores para el Rey de España, en una medida que éstos no eran
capaces de percibir y apreciar. Formulando un principio de la economía de
su época, un estadista sudamericano del siglo XIX debía decir más tarde,
impresionado por el espectáculo de un continente semidesierto: "Gobernar
es poblar". El colonizador español, infinitamente lejano de este criterio,
implantó en el Perú un régimen de despoblación.
La persecución y esclavizamiento de los indios deshacía velozmente un
capital subestimado en grado inverosímil por los colonizadores: el capital
humano. Los españoles se encontraron cada día más necesitados de brazos
para la explotación y aprovechamiento de las riquezas conquistadas.
Recurrieron entonces al sistema más antisocial y primitivo de
colonización: el de la importación de esclavos. El colonizador renunciaba
así, de otro lado, a la empresa para la cual antes se sintió apto el
conquistador: la de asimilar al indio. La raza negra traída por él le
tenía que servir, entre otras cosas, para reducir el desequilibrio
demográfico entre el blanco y el indio.
La codicia de los metales preciosos -absolutamente lógica en un siglo en
que tierras tan distantes casi no podían mandar a Europa otros productos-,
empujó a los españoles a ocuparse preferentemente en la minería. Su
interés pugnaba por convertir en un pueblo minero al que, bajo sus inkas y
desde sus más remotos orígenes, había sido un pueblo fundamentalmente
agrario. De este hecho nació la necesidad de imponer al indio la dura ley
de la esclavitud. El trabajo del agro, dentro de un régimen naturalmente
feudal, hubiera hecho del indio un siervo vinculándolo a la tierra. El
trabajo de las minas y las ciudades, debía hacer de él un esclavo. Los
españoles establecieron, con el sistema de las mitas, el trabajo forzado,
arrancando al indio de su suelo y de sus costumbres.
La importación de esclavos negros que abasteció de braceros y domésticos a
la población española de la costa, donde se encontraba la sede y corte del
Virreinato, contribuyó a que España no advirtiera su error económico y
político. El esclavismo se arraigó en el régimen, viciándolo y
enfermándolo.
El profesor Javier Prado, desde puntos de vista que no son naturalmente
los míos, arribó en su estudio sobre el estado social del Perú del
coloniaje a conclusiones que contemplan precisamente un aspecto de este
fracaso de la empresa colonizadora: "Los negros -dice- considerados como
mercancía comercial, e importados a la América, como máquinas humanas de
trabajo, debían regar la tierra con el sudor de su frente; pero sin
fecundarla, sin dejar frutos provechosos. Es la liquidación constante
siempre igual que hace la civilización en la historia de los pueblos: el
esclavo es improductivo en el trabajo como lo fue en el Imperio Romano y
como lo ha sido en el Perú; y es en el organismo social un cáncer que va
corrompiendo los sentimientos y los ideales nacionales. De esta suerte ha
desaparecido el esclavo en el Perú, sin dejar los campos cultivados; y
después de haberse vengado de la raza blanca, mezclando su sangre con la
de ésta, y rebajando en ese contubernio el criterio moral e intelectual,
de los que fueron al principio sus crueles amos, y más tarde sus padrinos,
sus compañeros y sus hermanos"
(3).
La responsabilidad de que se puede acusar hoy al coloniaje, no es la de
haber traído una raza inferior -éste era el reproche esencial de los
sociólogos de hace medio siglo-, sino la de haber traído con los esclavos,
la esclavitud, destinada a fracasar como medio de explotación y
organización económicas de la colonia, a la vez que a reforzar un régimen
fundado sólo en la conquista y en la fuerza.
El carácter colonial de la agricultura de la costa, que no consigue aún
librarse de esta tara, proviene en gran parte del sistema esclavista. El
latifundista costeño no ha reclamado nunca, para fecundar sus tierras,
hombres sino brazos. Por esto, cuando le faltaron los esclavos negros, les
buscó un sucedáneo en los culis chinos. Esta otra importación típica de un
régimen de "encomenderos" contrariaba y entrababa como la de los negros la
formación regular de una economía liberal congruente con el orden político
establecido por la revolución de la independencia. César Ugarte lo
reconoce en su estudio ya citado sobre la economía peruana, afirmando
resueltamente que lo que el Perú necesitaba no era "brazos" sino "hombres"(4).
La incapacidad del coloniaje para organizar la economía peruana sobre sus
naturales bases agrícolas, se explica por el tipo de colonizador que nos
tocó. Mientras en Norteamérica la colonización depositó los gérmenes de un
espíritu y una economía que se plasmaban entonces en Europa y a los cuales
pertenecía el porvenir, a la América española trajo los efectos y los
métodos de un espíritu y una economía que declinaban ya y a los cuales no
pertenecía sino el pasado. Esta tesis puede parecer demasiado simplista a
quienes consideran sólo su aspecto de tesis económica y, supérstites,
aunque lo ignoren, del viejo escolasticismo retórico, muestran esa falta
de aptitud para entender el hecho económico que constituye el defecto
capital de nuestros aficionados a la histo-ria. Me complace por esto
encontrar en el reciente libro de José Vasconcelos Indología, un
juicio que tiene el valor de venir de un pensador a quien no se puede
atribuir ni mucho marxismo ni poco hispanismo. "Si no hubiese tantas otras
causas de orden moral y de orden físico -escribe Vasconcelos- que explican
perfectamente el espectáculo aparentemente desesperado del enorme progreso
de los sajones en el Norte y el lento paso desorientado de los latinos del
Sur, sólo la comparación de los dos sistemas, de los dos regímenes de
propiedad, bastaría para explicar las razones del contraste. En el Norte
no hubo reyes que estuviesen disponiendo de la tierra ajena como de cosa
propia. Sin mayor gracia de parte de sus monarcas y más bien en cierto
estado de rebelión moral contra el monarca inglés, los colonizadores del
norte fueron desarrollando un sistema de propiedad privada en el cual cada
quien pagaba el precio de su tierra y no ocupaba sino la extensión que
podía cultivar. Así fue que en lugar de enco-miendas hubo cultivos. Y en
vez de una aristocracia guerrera y agrícola, con timbres de turbio
abolengo real, abolengo cortesano de abyección y homicidio, se desarrolló
una aristocracia de la aptitud que es lo que se llama democracia, una
democracia que en sus comienzos no reconoció más preceptos que los del
lema francés: libertad, igualdad, fraternidad. Los hombres del norte
fueron conquistando la selva virgen, pero no permitían que el general
victorioso en la lucha contra los indios se apoderase, a la manera antigua
nuestra, 'hasta donde alcanza la vista'. Las tierras recién conquistadas
no quedaban tampoco a merced del soberano para que las repartiese a su
arbitrio y crease nobleza de doble condición moral: lacayuna ante el
soberano e insolente y opresora del más débil. En el Norte, la República
coincidió con el gran movimiento de expansión y la República apartó una
buena cantidad de las tierras buenas, creó grandes reservas sustraídas al
comercio privado, pero no las empleó en crear ducados, ni en premiar
servicios patrióticos, sino que las destinó al fomento de la instrucción
popular. Y así, a medida que una población crecía, el aumento del valor de
las tierras bastaba para asegurar el servicio de la enseñanza. Y cada vez
que se levantaba una nueva ciudad en medio del desierto no era el régimen
de concesión, el régimen de favor el que privaba, sino el remate público
de los lotes en que previamente se subdividía el plano de la futura urbe.
Y con la limitación de que una sola persona no pudiera adquirir muchos
lotes a la vez. De este sabio, de este justiciero régimen social procede
el gran poderío norte-americano. Por no haber procedido en forma
semejante, nosotros hemos ido caminando tantas veces para atrás"(5).
La feudalidad es, como resulta del juicio de Vasconcelos, la tara que nos
dejó el coloniaje. Los países que, después de la Independencia, han
conseguido curarse de esa tara son los que han progresado; los que no lo
han logrado todavía, son los retardados. Ya hemos visto cómo a la tara de
la feudalidad, se juntó la tara del esclavismo.
El español no tenía las condiciones de colonización del anglosajón. La
creación de los EE. UU. se presenta como la obra del pioneer.
España después de la epopeya de la conquista no nos mandó casi sino
nobles, clérigos y villanos. Los conquistadores eran de una estirpe
heroica; los colonizadores, no. Se sentían señores, no se sentían
pioneers. Los que pensaron que la riqueza del Perú eran sus metales
preciosos, convirtieron a la minería, con la práctica de las mitas, en un
factor de aniquilamiento del capital humano y de decadencia de la
agricultura. En el propio repertorio civilista encontramos testimonios de
acusación. Javier Prado escribe que "el estado que presenta la agricultura
en el virreinato del Perú es del todo lamentable debido al absurdo sistema
económico mantenido por los españoles", y que de la despoblación del país
era culpable su régimen de explotación
(6).
El colonizador, que en vez de establecerse en los campos se estableció en
las minas, tenía la psicología del buscador de oro. No era, por
consiguiente, un creador de riqueza. Una economía, una sociedad, son la
obra de los que colonizan y vivifican la tierra; no de los que
precariamente extraen los tesoros de su subsuelo. La historia del
florecimiento y decadencia de no pocas poblaciones coloniales de la
sierra, determinados por el descubrimiento y el abandono de minas
prontamente agotadas o relegadas, demuestra ampliamente entre nosotros
esta ley histórica.
Tal vez las únicas falanges de verdaderos colonizadores que nos envió
España fueron las misiones de jesuitas y dominicos. Ambas congregaciones,
especialmente la de jesuitas, crearon en el Perú varios interesantes
núcleos de producción. Los jesuitas asociaron en su empresa los factores
religioso, político y económico, no en la misma medida que en el Paraguay,
donde realizaron su más famoso y extenso experimento, pero sí de acuerdo
con los mismos principios.
Esta función de las congregaciones no sólo se conforma con toda la
política de los jesuitas en la América española, sino con la tradición
misma de los monasterios en el Medioevo. Los monasterios tuvieron en la
sociedad medioeval, entre otros, un rol económico. En una época guerrera y
mística, se encargaron de salvar la técnica de los oficios y las artes,
disciplinando y cultivando elementos sobre los cuales debía constituirse
más tarde la industria burguesa. Jorge Sorel es uno de los economistas
modernos que mejor remarca y define el papel de los monasterios en la
economía europea, estudiando a la orden benedictina como el prototipo del
monasterio-empresa industrial. "Hallar capitales -apunta Sorel-era en ese
tiempo un problema muy difícil de resolver; para los monjes era asaz
simple. Muy rápidamente las donaciones de ricas familias les prodigaron
grandes cantidades de metales preciosos; la acumulación primitiva
resultaba muy facilitada. Por otra parte los conventos gastaban poco y la
estricta economía que imponían las reglas recuerda los hábitos
parsimoniosos de los primeros capitalistas. Durante largo tiempo los
monjes estuvieron en grado de hacer operaciones excelentes para aumentar
su fortuna". Sorel nos expone, cómo "después de haber prestado a Europa
servicios eminentes que todo el mundo reconoce, estas instituciones
declinaron rápidamente" y cómo los benedictinos "cesaron de ser obreros
agrupados en un taller casi capitalista y se convirtieron en burgueses
retirados de los negocios, que no pensaban sino en vivir en una dulce
ociosidad en la campiña"
(7).
Este aspecto de la colonización, como otros muchos de nuestra economía, no
ha sido aún estudiado. Me ha correspondido a mí, marxista convicto y con-feso,
su constatación. Juzgo este estudio, fundamental para la justificación
económica de las medidas que, en la futura política agraria, concernirán a
los fun-dos de los conventos y congregaciones, porque establecerá
concluyentemente la caducidad práctica de su dominio y de los títulos
reales en que reposaba.
LA "COMUNIDAD" BAJO EL COLONIAJE
Las Leyes de Indias amparaban la propiedad indígena y reconocían su
organización comunista. La legislación relativa a las "comunidades"
indígenas, se adaptó a la necesidad de no atacar las instituciones ni las
costumbres indiferentes al espíritu religioso y al carácter político del
Coloniaje. El comunismo agrario del "ayllu", una vez destruido el Estado
Inkaico, no era incompatible con el uno ni con el otro. Todo lo contrario.
Los jesuitas aprovecharon precisamente el comunismo indígena en el Perú,
en México y en mayor escala aún en el Paraguay, para sus fines de
catequización. El régimen medioeval, teórica y prácticamente, conciliaba
la propiedad feudal con la propiedad comunitaria.
El reconocimiento de las comunidades y de sus costumbres económicas por
las Leyes de Indias, no acusa simplemente sagacidad realista de la
política colonial sino se ajusta absolutamente a la teoría y la práctica
feudales. Las disposiciones de las leyes coloniales sobre la comunidad,
que mantenían sin inconveniente el mecanismo económico de ésta,
reformaban, en cambio, lógicamente, las costumbres contrarias a la
doctrina católica (la prueba matrimonial, etc.) y tendían a convertir la
comunidad en una rueda de su maquinaria administrativa y fiscal. La
comunidad podía y debía subsistir, para la mayor gloria y provecho del Rey
y de la Iglesia.
Sabemos bien que esta legislación en gran parte quedó únicamente escrita.
La propiedad indígena no pudo ser suficientemente amparada, por razones
dependientes de la práctica colonial. Sobre este hecho están de acuerdo
todos los testimonios. Ugarte hace las siguientes constataciones: "Ni las
medidas previsoras de Toledo, ni las que en diferentes oportunidades
trataron de ponerse en práctica, impidieron que una gran parte de la
propiedad indígena pasara legal o ilegalmente a manos de los españoles o
criollos. Una de las instituciones que facilitó este despojo disimulado
fue la de las 'Encomiendas'. Conforme al concepto legal de la institución,
el encomendero era un encargado del cobro de los tributos y de la
educación y cristianización de sus tributarios. Pero en la realidad de las
cosas, era un señor feudal, dueño de vidas y haciendas, pues dis-ponía de
los indios como si fueran árboles del bosque y muertos ellos o ausentes,
se apoderaba por uno u otro medio de sus tierras. En resumen, el régimen
agrario colonial determinó la sustitución de una gran parte de las
comunidades agrarias indígenas por latifundios de propiedad individual,
cultivados por los indios bajo una organización feudal. Estos grandes
feudos, lejos de dividirse con el transcurso del tiempo, se concentraron y
consolidaron en pocas manos a causa de que la propiedad inmueble estaba
sujeta a innumerables trabas y gravámenes perpetuos que la inmovilizaron,
tales como los mayorazgos, las capellanías, las fundaciones, los
patronatos y demás vinculaciones de la propiedad"
(8).
La feudalidad dejó análogamente subsistentes las comunas rurales en Rusia,
país con el cual es siempre interesante el paralelo porque a su proceso
histórico se aproxima el de estos países agrícolas y semifeudales mucho
más que al de los países capitalistas de Occidente. Eugéne Schkaff,
estudiando la evolución del mir en Rusia, escribe: "Como los
señores respondían por los impuestos, quisieron que cada campesino tuviera
más o menos la misma superficie de tierra para que cada uno contribuyera
con su trabajo a pagar los impuestos; y para que la efectividad de éstos
estuviera asegurada, establecieron la responsabilidad solidaria. El
gobierno la extendió a los demás campesinos. Los repartos tenían lugar
cuando el número de siervos había variado. El feudalismo y el absolutismo
transformaron poco a poco la organización comunal de los campesinos en
instrumento de explotación. La emancipación de los siervos no aportó, bajo
este aspecto, ningún cambio"(9).
Bajo el régimen de propiedad señorial, el mir ruso, como la
comunidad peruana, experimentó una completa desnaturalización. La
superficie de tierras disponibles para los comuneros resultaba cada vez
más insuficiente y su repartición cada vez más defectuosa. El mir
no garantizaba a los campesinos la tierra necesaria para su sustento; en
cambio garantizaba a los propietarios la provisión de brazos
indispensables para el trabajo de sus latifundios. Cuando en 1861 se
abolió la servidumbre, los propietarios encontraron el modo de subrogarla
reduciendo los lotes concedidos a sus campesinos a una extensión que no
les consintiese subsistir de sus propios productos. La agricultura rusa
conservó, de este modo, su carácter feudal. El latifundista empleó en su
provecho la reforma. Se había dado cuenta ya de que estaba en su interés
otorgar a los campesinos una parcela, siempre que no bastara para la
subsistencia de él y de su familia. No había medio más seguro para
vincular el campesino a la tierra, limitando al mismo tiempo, al mínimo,
su emigración. El campesino se veía forzado a prestar sus servicios al
propietario, quien contaba para obligarlo al trabajo en su latifundio -si
no hubiese bastado la miseria a que lo condenaba la ínfima parcela- con el
dominio de prados, bosques, molinos, aguas, etc.
La convivencia de comunidad y latifundio en el Perú, está, pues, perfectamente
explicada, no sólo por las características del régimen del Coloniaje sino
también por la experiencia de la Europa feudal. Pero la comunidad, bajo
este régimen, no podía ser verdaderamente amparada sino apenas tolerada.
El latifundista le imponía la ley de su fuerza despótica sin control
posible del Estado. La comunidad sobrevivía, pero dentro de un régimen de
servidumbre. Antes había sido la célula misma del Estado que le aseguraba
el dinamismo necesario para el bienestar de sus miembros. El coloniaje la
petrificaba dentro de la gran propiedad, base de un Estado nuevo, extraño
a su destino.
El liberalismo de las leyes de la República, impotente para destruir la
feudalidad y para crear el capitalismo, debía, más tarde, negarle el
amparo formal que le había concedido el absolutismo de las leyes de la
Colonia.
LA REVOLUCIÓN DE LA INDEPENDENCIA Y LA
PROPIEDAD AGRARIA
Entremos a examinar ahora cómo se presenta el problema de la tierra bajo
la República. Para precisar mis puntos de vista sobre este período, en lo
que concierne a la cuestión agraria, debo insistir en un concepto que ya
he expresado respecto al carácter de la revolución de la independencia en
el Perú. La revolución encontró al Perú retrasado en la formación de su
burguesía. Los elementos de una economía capitalista eran en nuestro país
más embrionarios que en otros países de América donde la revolución contó
con una burguesía menos larvada, menos incipiente.
Si la revolución hubiese sido un movimiento de las masas indígenas o
hubiese representado sus reivindicaciones, habría tenido necesariamente
una fisonomía agrarista. Está ya bien estudiado cómo la revolución
francesa benefició particularmente a la clase rural, en la cual tuvo que
apoyarse para evitar el retorno del antiguo régimen. Este fenómeno,
además, parece peculiar en general así a la revolución burguesa como a la
revolución socialista, a juzgar por las consecuencias mejor definidas y
más estables del abatimiento de la feudalidad en la Europa central y del
zarismo en Rusia. Dirigidas y actuadas principalmente por la burguesía
urbana y el proletariado urbano, una y otra revolución han tenido como
inmediatos usufructuarios a los campesinos. Particularmente en Rusia, ha
sido ésta la clase que ha cosechado los primeros frutos de la revolución
bolchevique, debido a que en ese país no se había operado aún una
revolución burguesa que a su tiempo hubiera liquidado la feudalidad y el
absolutismo e instaurado en su lugar un régimen demo-liberal.
Pero, para que la revolución demo-liberal haya tenido estos efectos, dos
premisas han sido necesarias: la existencia de una burguesía consciente de
los fines y los intereses de su acción y la existencia de un estado de
ánimo revolucionario en la clase campesina y, sobre todo, su
reivindicación del derecho a la tierra en términos incompatibles con el
poder de la aristocracia terrateniente. En el Perú, menos todavía que en
otros países de América, la revolución de la independencia no respondía a
estas premisas. La revolución había triunfado por la obligada solidaridad
continental de los pueblos que se rebelaban contra el dominio de España y
porque las circunstancias políticas y económicas del mundo trabajaban a su
favor. El nacionalismo continental de los revolucionarios
hispanoamericanos se juntaba a esa mancomunidad forzosa de sus destinos,
para nivelar a los pueblos más avanzados en su marcha al capitalismo con
los más retrasados en la misma vía.
Estudiando la revolución argentina y por ende, la americana, Echeverría
clasifica las clases en la siguiente forma: "La sociedad americana -dice-
estaba dividida en tres clases opuestas en intereses, sin vínculo alguno
de sociabilidad moral y política. Componían la primera los togados, el
clero y los mandones; la segunda los enriquecidos por el monopolio y el
capricho de la fortuna; la tercera los villanos, llamados 'gauchos' y
'compadritos' en el Río de la Plata, 'cholos' en el Perú, 'rotos' en
Chile, 'leperos' en México. Las castas indígenas y africanas eran esclavas
y tenían una existencia extrasocial. La primera gozaba sin producir y
tenía el poder y fuero del hidalgo. Era la aristocracia compuesta en su
mayor parte de españoles y de muy pocos americanos. La segunda gozaba,
ejerciendo tranquilamente su industria o comercio, era la clase media que
se sentaba en los cabildos; la tercera, única productora por el trabajo
manual, componíase de artesanos y proletarios de todo género. Los
descendientes americanos de las dos primeras clases que recibían alguna
educación en América o en la Península, fueron los que levantaron el
estandarte de la revolución"
(10).
La revolución americana, en vez del conflicto entre la nobleza
terrateniente y la burguesía comerciante, produjo en muchos casos su
colaboración, ya por la impregnación de ideas liberales que acusaba la
aristocracia, ya porque ésta en muchos casos no veía en esa revolución
sino un movimiento de emancipación de la corona de España. La población
campesina, que en el Perú era indígena, no tenía en la revolución una
presencia directa, activa. El programa revolucionario no representaba sus
reivindicaciones.
Mas este programa se inspiraba en el ideario liberal. La revolución no
podía prescindir de principios que consideraban existentes
reivindicaciones agrarias, fundadas en la necesidad práctica y en la
justicia teórica de liberar el dominio de la tierra de las trabas
feudales. La República insertó en su estatuto estos principios. El Perú no
tenía una clase burguesa que los aplicase en armonía con sus intereses
económicos y su doctrina política y jurídica. Pero la República -porque
este era el curso y el mandato de la historia- debía constituirse sobre
principios liberales y burgueses. Sólo que las consecuencias prácticas de
la revolución en lo que se relacionaba con la propiedad agraria, no podían
dejar de detenerse en el límite que les fijaban los intereses de los
grandes propietarios.
Por esto, la política de desvinculación de la propiedad agraria, impuesta
por los fundamentos políticos de la República, no atacó al latifundio. Y
-aunque en compensación las nuevas leyes ordenaban el reparto de tierras a
los indígenas- atacó, en cambio, en el nombre de los postulados liberales,
a la "comunidad".
Se inauguró así un régimen que, cualesquiera que fuesen sus principios,
empeoraba en cierto grado la condición de los indígenas en vez de
mejorarla. Y esto no era culpa del ideario que inspiraba la nueva política
y que, rectamente aplicado, debía haber dado fin al dominio feudal de la
tierra convirtiendo a los indígenas en pequeños propietarios.
La nueva política abolía formalmente las "mitas", encomiendas, etc.
Comprendía un conjunto de medidas que significaban la emancipación del
indígena como siervo. Pero como, de otro lado, dejaba intactos el poder y
la fuerza de la propiedad feudal, invalidaba sus propias medidas de
protección de la pequeña propiedad y del trabajador de la tierra.
La aristocracia terrateniente, si no sus privilegios de principio,
conservaba sus posiciones de hecho. Seguía siendo en el Perú la clase
dominante. La revolución no había realmente elevado al poder a una nueva
clase. La burguesía profesional y comerciante era muy débil para gobernar.
La abolición de la servidumbre no pasaba, por esto, de ser una declaración
teórica. Porque la revolución no había tocado el latifundio. Y la
servidumbre no es sino una de las caras de la feudalidad, pero no la
feudalidad misma.
Durante el período de caudillaje militar que siguió a la revolución de la
independencia, no pudo lógicamente desarrollarse, ni esbozarse siquiera,
una política liberal sobre la propiedad agraria. El caudillaje militar era
el producto natural de un período revolucionario que no había podido crear
una nueva clase dirigente. El poder, dentro de esta situación, tenía que
ser ejercido por los militares de la revolución que, de un lado, gozaban
del prestigio marcial de sus laureles de guerra y, de otro lado, estaban
en grado de mantenerse en el gobierno por la fuerza de las armas. Por
supuesto, el caudillo no podía sustraerse al influjo de los intereses de
clase o de las fuerzas históricas en contraste. Se apoyaba en el
liberalismo inconsistente y retórico del demos urbano o el
conservantismo colonialista de la casta terrateniente. Se inspiraba en la
clientela de tribunos y abogados de la democracia citadina o de literatos
y rétores de la aristocracia latifundista. Porque, en el conflicto de
intereses entre liberales y conservadores, faltaba una directa y activa
reivindicación campesina que obligase a los primeros a incluir en su
programa la redistribución de la propiedad agraria.
Este problema básico habría sido advertido y apreciado de todos modos por
un estadista superior. Pero ninguno de nuestros caciques militares de este
período lo era.
El caudillaje militar, por otra parte, parece orgánicamente incapaz de una
reforma de esta envergadura que requiere ante todo un avisado criterio
jurídico y económico. Sus violencias producen una atmósfera adversa a la
experimentación de los principios de un derecho y de una economía nuevos.
Vasconcelos observa a este respecto lo siguiente: "En el orden económico
es constantemente el caudillo el principal sostén del latifundio. Aunque a
vcces se proclamen enemigos de la propiedad, casi no hay caudillo que no
remate en hacendado. Lo cierto es que el poder militar trae fatalmente
consigo el delito de apropiación exclusiva de la tierra; llámese el
soldado, caudillo, Rey o Emperador: despotismo y latifundio son términos
correlativos. Y es natural, los derechos económicos, lo mismo que los
políticos, sólo se pueden conservar y defender dentro de un régimen de
libertad. El absolutismo conduce fatalmente a la miseria de los muchos y
al boato y al abuso de los pocos. Sólo la democracia a pesar de todos sus
defectos ha podido acercarnos a las mejores realizaciones de la justicia
social, por lo menos la democracia antes de que degenere en los
imperialismos de las repúblicas demasiado prósperas que se ven rodeadas de
pueblos en decadencia. De todas maneras, entre nosotros el caudillo y el
gobierno de los militares han cooperado al desarrollo del latifundio. Un
examen siquiera superficial de los títulos de propiedad de nuestros
grandes terratenientes, bastaría para demostrar que casi todos deben su
haber, en un principio, a la merced de la Corona española, después a
concesiones y favores ilegítimos acordados a los generales influyentes de
nuestras falsas repúblicas. Las mercedes y las concesiones se han
acordado, a cada paso, sin tener en cuenta los derechos de poblaciones
enteras de indígenas o de mestizos que carecieron de fuerza para hacer
valer su dominio"
(11).
Un nuevo orden jurídico y económico no puede ser, en todo caso, la obra de
un caudillo sino de una clase. Cuando la clase existe, el caudillo
funciona como su intérprete y su fiduciario. No es ya su arbitrio
personal, sino un conjunto de intereses y necesidades colectivas lo que
decide su política. El Perú carecía de una clase burguesa capaz de
organizar un Estado fuerte y apto. El militarismo representaba un orden
elemental y provisorio, que apenas dejase de ser indispensable, tenía que
ser sustituido por un orden más avanzado y orgánico. No era posible que
comprendiese ni considerase siquiera el problema agrario. Problemas
rudimentarios y momentáneos acaparaban su limitada acción. Con Castilla
rindió su máximo fruto el caudillaje militar. Su oportunismo sagaz, su
malicia aguda, su espíritu mal cultivado, su empirismo absoluto, no le
consintieron practicar hasta el fin una política liberal. Castilla se dio
cuenta de que los liberales de su tiempo constituían un cenáculo, una
agrupación, mas no una clase. Esto le indujo a evitar con cautela todo
acto seriamente opuesto a los intereses y principios de la clase
conservadora. Pero los méritos de su política residen en lo que tuvo de
reformadora y progresista. Sus actos de mayor significación histórica, la
abolición de la esclavitud de los negros y de la contribución de
indígenas, representan su actitud liberal.
Desde la promulgación del Código Civil se entró en el Perú en un período
de organización gradual. Casi no hace falta remarcar que esto acusaba
entre otras cosas la decadencia del militarismo. El Código, inspirado en
los mismos principios que los primeros decretos de la República sobre la
tierra, reforzaba y continuaba la política de desvinculación y
movilización de la propiedad agraria. Ugarte, registrando las
consecuencias de este progreso de la legislación nacional en lo que
concierne a la tierra, anota que el Código "confirmó la abolición legal de
las comunidades indígenas y de las vinculaciones de dominio; innovando la
legislación precedente, estableció la ocupación como uno de los modos de
adquirir los inmuebles sin dueño; en las reglas sobre sucesiones, trató de
favo-recer la pequeña propiedad"
(12).
Francisco García Calderón atribuye al Código Civil efectos que en verdad
no tuvo o que, por lo menos, no revistieron el alcance radical y absoluto
que su optimismo les asigna: "La constitución -escribe- había destruido
los privilegios y la ley civil dividía las propiedades y arruinaba la
igualdad de derecho en las familias. Las consecuencias de esta disposición
eran, en el orden político, la condenación de toda oligarquía, de toda
aristocracia de los latifundios; en el orden social, la ascensión de la
burguesía y del mestizaje". "Bajo el aspecto económico, la partición
igualitaria de las sucesiones favoreció la formación de la pequeña
propiedad antes entrabada por los grandes dominios señoriales"
(13).
Esto estaba sin duda en la intención de los codificadores del derecho en
el Perú. Pero el Código Civil no es sino uno de los instrumentos de la
política liberal y de la práctica capitalista. Como lo reconoce Ugarte, en
la legislación peruana "se ve el propósito de favorecer la democratización
de la propiedad rural, pero por medios puramente negativos
aboliendo las trabas más bien que prestando a los agricultores una
protección positiva"(14).
En ninguna parte la división de la propiedad agraria, o mejor, su
redistribución, ha sido posible sin leyes especiales de expropiación que
han transferido el dominio del suelo a la clase que lo trabaja.
No obstante el Código, la pequeña propiedad no ha prosperado en el Perú.
Por el contrario, el latifundio se ha consolidado y extendido. Y la
propiedad de la comunidad indígena ha sido la única que ha sufrido las
consecuencias de este liberalismo deformado.
Los dos factores que se opusieron a que la revolución de la independencia
planteara y abordara en el Perú el problema agrario -extrema incipiencia
de la burguesía urbana y situación extrasocial, como la define Echeverría,
de los indígenas-, impidieron más tarde que los gobiernos de la República
desarrollasen una política dirigida en alguna forma a una distribución
menos desigual e injusta de la tierra.
Durante el período del caudillaje militar, en vez de fortalecerse el demos
urbano, se robusteció la aristocracia latifundista. En poder de
extranjeros el comercio y la finanza, no era posible económicamente el
surgimiento de una vigorosa burguesía urbana. La educación española,
extraña radicalmente a los fines y necesidades del industrialismo y del
capitalismo, no preparaba comerciantes ni técnicos sino abogados,
literatos, teólogos, etc. Estos, a menos de sentir una especial vocación
por el jacobinismo o la demagogia, tenían que constituir la clientela de
la casta propietaria. El capital comercial, casi exclusivamente
extranjero, no podía a su vez hacer otra cosa que entenderse y asociarse
con esta aristocracia que, por otra parte, tácita o explícitamente,
conservaba su predominio político. Fue así como la aristocracia
terrateniente y sus ralliés resultaron usufructuarios de la
política fiscal y de la explotación del guano y del salitre. Fue así
también como esta casta, forzada por su rol económico, asumió en el Perú
la función de clase burguesa, aunque sin perder sus resabios y prejuicios
coloniales y aristocráticos. Fue así, en fin, como las categorías
burguesas urbanas -profesionales, comerciantes- concluyeron por ser
absorbidas por el civilismo.
El poder de esta clase -civilistas o "neogodos"- procedía en buena cuenta
de la propiedad de la tierra. En los primeros años de la Independencia, no
era precisamente una clase de capitalistas sino una clase de propietarios.
Su condición de clase propietaria -y no de clase ilustrada- le había
consentido solidarizar sus intereses con los de los comerciantes y
prestamistas extranjeros y traficar a este título con el Estado y la
riqueza pública. La propiedad de la tierra, debida al Virreinato, le había
dado bajo la República la posesión del capital comercial. Los privilegios
de la Colonia habían engendrado los privilegios de la República.
Era, por consiguiente, natural e instintivo en esta clase el criterio más
conservador respecto al dominio de la tierra. La subsistencia de la
condición extrasocial de los indígenas, de otro lado, no oponía a los
intereses feudales del latifundismo las reivindicaciones de masas
campesinas conscientes.
Estos han sido los factores principales del mantenimiento y desarrollo de
la gran propiedad. El liberalismo de la legislación republicana, inerte
ante la propiedad feudal, se sentía activo sólo ante la propiedad
comunitaria. Si no podía nada contra el latifundio, podía mucho contra la
"comunidad". En un pueblo de tradición comunista, disolver la "comunidad"
no servía a crear la pequeña propiedad. No se transforma artificialmente a
una sociedad. Menos aún a una sociedad campesina, profundamente adherida a
su tradición y a sus instituciones jurídicas. El individualismo no ha
tenido su origen en ningún país ni en la Constitución del Estado ni en el
Código Civil. Su formación ha tenido siempre un proceso a la vez más
complicado y más espontáneo. Destruir las comunida-des no significaba
convertir a los indígenas en pequeños propietarios y ni siquiera en
asalariados libres, sino entregar sus tierras a los gamonales y a su
clientela. El latifundista encontraba así, más fácilmente, el modo de
vincular el indígena al latifundio.
Se pretende que el resorte de la concentración de la propiedad agraria en
la costa ha sido la necesidad de los propietarios de disponer
pacíficamente de suficiente cantidad de agua. La agricultura de riego, en
valles formados por ríos de escaso caudal, ha determinado, según esta
tesis, el florecimiento de la gran propiedad y el sofocamiento de la media
y la pequeña. Pero esta es una tesis especiosa y sólo en mínima parte
exacta. Porque la razón técnica o material que superestima, únicamente
influye en la concentración de la propiedad desde que se han establecido y
desarrollado en la costa vastos cultivos industriales. Antes de que estos
prosperaran, antes de que la agricultura de la costa adquiriera una
organización capitalista, el móvil de los riegos era demasiado débil para
decidir la concentración de la propiedad. Es cierto que la escasez de las
aguas de regadío, por las dificultades de su distribución entre múltiples
regantes, favorece a la gran propiedad. Mas no es cierto que ésta sea el
origen de que la propiedad no se haya subdividido. Los orígenes del
latifundio costeño se remontan al régimen colonial. La despoblación de la
costa, a consecuencia de la práctica colonial, he ahí, a la vez que una de
las consecuencias, una de las razones del régimen de gran propiedad. El
problema de los brazos, el único que ha sentido el terrateniente costeño,
tiene todas sus raíces en el latifundio. Los terratenientes quisieron
resolverlo con el esclavo negro en los tiempos de la colonia, con el culi
chino en los de la república. Vano empeño. No se puebla ya la tierra con
esclavos. Y sobre todo no se la fecunda. Debido a su política, los grandes
propietarios tienen en la costa toda la tierra que se puede poseer; pero
en cambio no tienen hombres bastantes para vivificarla y explotarla. Esta
es la defensa de la gran propiedad. Mas es también su miseria y su tara.
La situación agraria de la sierra demuestra, por otra parte, lo
artificioso de la tesis antecitada. En la sierra no existe el problema del
agua. Las lluvias abundantes permiten, al latifundista como al comunero,
los mismos cultivos. Sin embargo, también en la sierra se constata el
fenómeno de concentración de la propiedad agraria. Este hecho prueba el
carácter esencialmente político-social de la cuestión.
El desarrollo de cultivos industriales, de una agricultura de exportación,
en las haciendas de la costa, aparece íntegramente subordinado a la
colonización económica de los países de América Latina por el capitalismo
occidental. Los comerciantes y prestamistas británicos se interesaron por
la explotación de estas tierras cuando comprobaron la posibilidad de
dedicarlas con ventaja a la producción de azúcar primero y de algodón
después. Las hipotecas de la propiedad agraria las colocaban, en buena
parte, desde época muy lejana, bajo el control de las firmas extranjeras.
Los hacendados, deudores a los comerciantes, prestamistas extranjeros,
servían de intermediarios, casi de yanacones, al capitalismo anglosajón
para asegurarle la explotación de campos cultivados a un costo mínimo por
braceros esclavizados y miserables, curvados sobre la tierra bajo el
látigo de los "negreros" coloniales.
Pero en la costa el latifundio ha alcanzado un grado más o menos avanzado
de técnica capitalista, aunque su explotación repose aún sobre prácticas y
principios feudales. Los coeficientes de producción de algodón y caña
corresponden al sistema capitalista. Las empresas cuentan con capitales
poderosos y las tierras son trabajadas con máquinas y procedimientos
modernos. Para el beneficio de los productos funcionan poderosas plantas
industriales. Mientras tanto, en la sierra las cifras de producción de las
tierras de latifundio no son generalmente mayores a las de tierras de la
comunidad. Y, si la justificación de un sistema de producción está en sus
resultados, como lo quiere un criterio económico objetivo, este solo dato
condena en la sierra de manera irremediable el régimen de propiedad
agraria.
Hemos visto ya cómo el liberalismo formal de la legislación republicana no
se ha mostrado activo sino frente a la "comunidad" indígena. Puede decirse
que el concepto de propiedad individual casi ha tenido una función
antisocial en la República a causa de su conflicto con la subsistencia de
la "comunidad". En efecto, si la disolución y expropiación de ésta hubiese
sido decretada y realizada por un capitalismo en vigoroso y autónomo
crecimiento, habría aparecido como una imposición del progreso económico.
El indio entonces habría pasado de un régimen mixto de comunismo y
servidumbre a un régimen de salario libre. Este cambio lo habría
desnaturalizado un poco; pero lo habría puesto en grado de organizarse y
emanciparse como clase, por la vía de los demás proletariados del mundo.
En tanto, la expropiación y absorción graduales de la "comunidad" por el
latifundismo, de un lado lo hundía más en la servidumbre y de otro
destruía la institución económica y jurídica que salvaguardaba en parte el
espíritu y la materia de su antigua civilización
(15).
Durante el período republicano, los escritores y legisladores nacionales
han mostrado una tendencia más o menos uniforme a condenar la "comunidad"
como un rezago de una sociedad primitiva o como una supervivencia de la
organización colonial. Esta actitud ha respondido en unos casos al interés
del gamonalismo terrateniente y en otros al pensamiento individualista y
liberal que dominaba automáticamente una cultura demasiado verbalista y
estática.
Un estudio del doctor M. V. Villarán, uno de los intelectuales que con más
aptitud crítica y mayor coherencia doctrinal representa este pensamiento
en nuestra primera centuria, señaló el principio de una revisión prudente
de sus conclusiones respecto a la "comunidad" indígena. El doctor Villarán
mantenía teóricamente su posición liberal, propugnando en principio la
individualización de la propiedad, pero prácticamente aceptaba la
protección de las comunidades contra el latifundismo, reconociéndoles una
función a la que el Estado debía su tutela.
Mas la primera defensa orgánica y documentada de la comunidad indígena
tenía que inspirarse en el pensamiento socialista y reposar en un estudio
concreto de su naturaleza, efectuado conforme a los métodos de
investigación de la sociología y la economía modernas. El libro de
Hildebrando Castro Pozo, Nuestra Comunidad Indígena, así lo
comprueba. Castro Pozo, en este interesante estudio, se presenta exento de
preconceptos liberales. Esto le permite abordar el problema de la
"comunidad" con una mente apta para valorarla y entenderla. Castro Pozo,
no sólo nos descubre que la "comunidad" indígena, malgrado los ataques del
formalismo liberal puesto al servicio de un régimen de feudalidad, es
todavía un organismo viviente, sino que, a pesar del medio hostil dentro
del cual vegeta sofocada y deformada, manifiesta espontáneamente evidentes
posibilidades de evolución y desarrollo.
Sostiene Castro Pozo, que "el ayllu o comunidad, ha conservado su natural
idiosincrasia, su carácter de institución casi familiar en cuyo seno
continuaron subsistentes, después de la conquista, sus principales
factores constitutivos"(16).
En esto se presenta, pues, de acuerdo con Valcárcel, cuyas proposiciones
respecto del ayllu, parecen a algunos excesivamente dominadas por su ideal
de resurgimiento indígena.
¿Qué son y cómo funcionan las "comunidades" actualmente? Castro Pozo cree
que se les puede distinguir conforme a la siguiente clasificación:
"Primero.p;Comunidades agrícolas; Segundo.p; Comunidades agrícolas
ganaderas; Tercero.p; Comunidades de pastos y aguas; y Cuarto.p;
Comunidades de usufructuación. Debiendo tenerse en cuenta que en un país
como el nuestro, donde una misma institución adquiere diversos caracteres,
según el medio en que se ha desarrollado, ningún tipo de los que en esta
clasificación se presume se encuentra en la realidad, tan preciso y
distinto de los otros que, por sí solo, pudiera objetivarse en un modelo.
Todo lo contrario, en el primer tipo de las comunidades agrícolas se
encuentran caracteres correspondientes a los otros y en éstos, algunos
concernientes a aquél; pero como el conjunto de factores externos ha
impuesto a cada uno de estos grupos un determinado género de vida en sus
costumbres, usos y sistemas de trabajo, en sus propiedades e industrias,
priman los caracteres agrícolas, ganaderos, ganaderos en pastos y aguas
comunales o sólo los dos últimos y los de falta absoluta o relativa de
propiedad de las tierras y la usufructuación de éstas por el "ayllu" que,
indudablemente, fue su único propietario"(17).
Estas diferencias se han venido elaborando no por evolución o degeneración
natural de la antigua "comunidad", sino al influjo de una legislación
dirigida a la individualización de la propiedad y, sobre todo, por efecto
de la expropiación de las tierras comunales en favor del latifundismo.
Demuestran, por ende, la vitalidad del comunismo indígena que impulsa
invariablemente a los aborígenes a variadas formas de cooperación y
asociación. El indio, a pesar de las leyes de cien años de régimen
republicano, no se ha hecho individualista. Y esto no proviene de que sea
refractario al progreso como pretende el simplismo de sus interesados
detractores. Depende, más bien, de que el individualismo, bajo un régimen
feudal, no encuentra las condiciones necesarias para afirmarse y
desarrollarse. El comunismo, en cambio, ha seguido siendo para el indio su
única defensa. El individualismo no puede prosperar, y ni siquiera existe
efectivamente, sino dentro de un régimen de libre concurrencia. Y el indio
no se ha sentido nunca menos libre que cuando se ha sentido solo.
Por esto, en las aldeas indígenas donde se agrupan familias entre las
cuales se han extinguido los vínculos del patrimonio y del trabajo
comunitarios, subsisten aún, robustos y tenaces, hábitos de cooperación y
solidaridad que son la expresión empírica de un espíritu comunista. La
comunidad corresponde a este espíritu. Es su órgano. Cuando la
expropiación y el reparto parecen liquidar la comunidad, el socialismo
indígena encuentra siempre el medio de rehacerla, mantenerla o subrogarla.
El trabajo y la propiedad en común son reemplazados por la cooperación en
el trabajo individual. Como escribe Castro Pozo: "la costumbre ha quedado
reducida a las "mingas" o reuniones de todo el ayllu para hacer
gratuitamente un trabajo en el cerco, acequia o casa de algún comunero, el
cual quehacer efectúan al son de arpas y violines, consumiendo algunas
arrobas de aguardientes de caña, cajetillas de cigarros y mascadas de
coca". Estas costumbres han llevado a los indígenas a la práctica
-incipiente y rudimentaria por supuesto- del contrato colectivo de
trabajo, más bien que del contrato individual. No son los individuos
aislados los que alquilan su trabajo a un propietario o contratista; son
mancomunadamente todos los hombres útiles de la "parcialidad".
La defensa de la "comunidad" indígena no reposa en principios abstractos
de justicia ni en sentimentales consideraciones tradicionalistas, sino en
razones concretas y prácticas de orden económico y social. La propiedad
comunal no representa en el Perú una economía primitiva a la que haya
reemplazado gradualmente una economía progresiva fundada de la propiedad
individual. No; las comunidades han sido despojadas de sus tierras en
provecho del latifundio feudal o semifeudal, constitucionalmente incapaz
de progreso técnico (18).
En la costa, el latifundio ha evolucionado -desde el punto de vista de los
cultivos-, de la rutina feudal a la técnica capitalista, mientras la
comunidad indígena ha desaparecido como explotación comunista de la
tierra. Pero en la sierra, el latifundio ha conservado íntegramente su
carácter feudal, oponiendo una resistencia mucho mayor que la "comunidad"
al desenvolvimiento de la economía capitalista. La "comunidad", en efecto,
cuando se ha articulado, por el paso de un ferrocarril, con el sistema
comercial y las vías de transporte centrales, ha llegado a transformarse
espontáneamente, en una cooperativa. Castro Pozo, que como jefe de la
sección de asuntos indígenas del Ministerio de Fomento acopió abundantes
datos sobre la vida de las comunidades, señala y destaca el sugestivo caso
de la parcialidad de Muquiyauyo, de la cual dice que presenta los
caracteres de las cooperativas de producción, consumo y crédito. "Dueña de
una magnífica instalación o planta eléctrica en las orillas del Mantaro,
por medio de la cual proporciona luz y fuerza motriz, para pequeñas
industrias a los distritos de Jauja, Concepción, Mito, Muqui, Sincos,
Huaripampa y Muquiyauyo, se ha transformado en la institución comunal por
excelencia; en la que no se han relajado sus costumbres indígenas, y antes
bien han aprove-chado de ellas para llevar a cabo la obra de la empresa;
han sabido disponer del dinero que poseían empleándolo en la adquisición
de las grandes maquinarias y ahorrado el valor de la mano de obra que la
parcialidad ha ejecutado, lo mismo que si se tratara de la construcción de
un edificio comunal: por mingas en las que hasta las mujeres y niños han
sido elementos útiles en el acarreo de los materiales de construcción"
(19).
La comparación de la "comunidad" y el latifundio como empresa de
producción agrícola, es desfavorable para el latifundio. Dentro del
régimen capitalista, la gran propiedad sustituye y desaloja a la pequeña
propiedad agrícola por su aptitud para intensificar la producción mediante
el empleo de una técnica avanzada de cultivo. La industrialización de la
agricultura, trae aparejada la concentración de la propiedad agraria. La
gran propiedad aparece entonces justificada por el interés de la
producción, identificado, teóricamente por lo menos, con el interés de la
sociedad. Pero el latifundio no tiene el mismo efecto, ni responde, por
consiguiente, a una necesidad económica. Salvo los casos de las haciendas
de caña -que se dedican a la producción de aguardiente con destino a la
intoxicación y embrutecimiento del campesino indígena-, los cultivos de
los latifundios serranos son generalmente los mismos de las comunidades. Y
las cifras de la producción no difieren. La falta de estadística agrícola
no permite establecer con exactitud las diferencias parciales; pero todos
los datos disponibles autorizan a sostener que los rendimientos de los
cultivos de las comunidades, no son, en su promedio, inferiores a los
cultivos de los latifundios. La única estadística de producción de la
sierra, la del trigo, sufraga esta conclusión. Castro Pozo, resumiendo los
datos de esta estadística en 1917p;18, escribe lo siguiente: "La cosecha
resultó, término medio, en 450 y 580 kilos por cada hectárea para la
propiedad comunal e individual, respectivamente. Si se tiene en cuenta que
las mejores tierras de producción han pasado a poder de los
terratenientes, pues la lucha por aquéllas en los departamentos del Sur ha
llegado hasta el extremo de eliminar al poseedor indígena por la violencia
o masacrándolo, y que la ignorancia del comunero lo lleva de preferencia a
ocultar los datos exactos relativos al monto de la cosecha, disminuyéndola
por temor de nuevos impuestos o exacciones de parte de las autoridades
políticas subalternas o recaudadores de éstos; se colegirá fácilmente que
la diferencia en la producción por hectárea a favor del bien de la
propiedad individual no es exacta y que razonablemente, se la debe dar por
no existente, por cuanto los medios de producción y de cultivo, en una y
otras propiedades, son idénticos"(20).
En la Rusia feudal del siglo pasado, el latifundio tenía rendimientos
mayores que los de la pequeña propiedad. Las cifras en hectolitros y por
hectárea eran las siguientes: para el centeno: 11.5 contra 9.4; para el
trigo: 11 contra 9.1; para la avena: 15.4 contra 12.7; para la cebada:
11.5 contra 10.5; para las patatas: 92.3 contra 72
(2l).
El latifundio de la sierra peruana resulta, pues, por debajo del execrado
latifundio de la Rusia zarista como factor de producción.
La "comunidad", en cambio, de una parte acusa capacidad efectiva de
desarrollo y transformación y de otra parte se presenta como un sistema de
producción que mantiene vivos en el indio los estímulos morales necesarios
para su máximo rendimiento como trabajador. Castro Pozo hace una
observación muy justa cuando escribe que "la comunidad indígena
conserva dos grandes principios económico sociales que hasta el presente
ni la ciencia sociológica ni el empirismo de los grandes industrialistas
han podido resolver satisfactoriamente: el contrato múltiple del trabajo y
la realización de éste con menor desgaste fisiológico y en un ambiente de
agradabilidad, emulación y compañerismo"
(22).
Disolviendo o relajando la "comunidad", el régimen del latifundio feudal,
no sólo ha atacado una institución económica sino también, y sobre todo,
una institución social que defiende la tradición indígena, que conserva la
función de la familia campesina y que traduce ese sentimiento jurídico
popular al que tan alto valor asignan Proudhon y Sorel
(23).
EL RÉGIMEN DE TRABAJO. -SERVIDUMBRE
Y SALARIADO
El régimen de trabajo está determinado principalmente, en la agricultura,
por el régimen de propiedad. No es posible, por tanto, sorprenderse de que
en la misma medida en que sobrevive en el Perú el latifundio feudal,
sobreviva también, bajo diversas formas y con distintos nombres, la
servidumbre. La diferencia entre la agricultura de la costa y la
agricultura de la sierra, aparece menor en lo que concierne al trabajo que
en lo que respecta a la técnica. La agricultura de la costa ha
evolucionado con más o menos prontitud hacia una técnica capitalista en el
cultivo del suelo y la transformación y comercio de los productos. Pero,
en cambio, se ha mantenido demasiado estacionaria en su criterio y
conducta respecto al trabajo. Acerca del trabajador, el latifundio
colonial no ha renunciado a sus hábitos feudales sino cuando las
circunstancias se lo han exigido de modo perentorio.
Este fenómeno se explica, no sólo por el hecho de haber conservado la
propiedad de la tierra los antiguos señores feudales, que han adoptado,
como intermediarios del capital extranjero, la práctica, mas no el
espíritu del capitalismo moderno. Se explica además por la mentalidad
colonial de esta casta de propietarios, acostumbrados a considerar el
trabajo con el criterio de esclavistas y "negreros". En Europa, el señor
feudal encarnaba, hasta cierto punto, la primitiva tradición patriarcal,
de suerte que respecto de sus siervos se sentía naturalmente superior,
pero no étnica ni nacionalmente diverso. Al propio terrateniente
aristócrata de Europa le ha sido dable aceptar un nuevo concepto y una
nueva práctica en sus relaciones con el trabajador de la tierra. En la
América colonial, mientras tanto, se ha opuesto a esta evolución, la
orgullosa y arraigada convicción del blanco, de la inferioridad de los
hombres de color.
En la costa peruana el trabajador de la tierra, cuando no ha sido el
indio, ha sido el negro esclavo, el culi chino, mirados, si cabe, con
mayor desprecio. En el latifundista costeño, han actuado a la vez los
sentimientos del aristócrata medioeval y del colonizador blanco, saturados
de prejuicios de raza.
El yanaconazgo y el "enganche" no son la única expresión de la
subsistencia de métodos más o menos feudales en la agricultura costeña. El
ambiente de la hacienda se mantiene íntegramente señorial. Las leyes del
Estado no son válidas en el latifundio, mientras no obtienen el consenso
tácito o formal de los grandes propietarios. La autoridad de los
funcionarios políticos o administrativos, se encuentra de hecho sometida a
la autoridad del terrateniente en el territorio de su dominio. Este
considera prácticamente a su latifundio fuera de la potestad del Estado,
sin preocuparse mínimamente de los derechos civiles de la población que
vive dentro de los confines de su propiedad. Cobra arbitrios, otorga
monopolios, establece sanciones contrarias siempre a la libertad de los
braceros y de sus familias. Los transportes, los negocios y hasta las
costumbres están sujetos al control del propietario dentro de la hacienda.
Y con frecuencia las rancherías que alojan a la población obrera, no
difieren grandemente de los galpones que albergaban a la población
esclava.
Los grandes propietarios costeños no tienen legalmente este orden de
derechos feudales o semifeudales; pero su condición de clase dominante y
el acaparamiento ilimitado de la propiedad de la tierra en un territorio
sin industrias y sin transportes les permite prácticamente un poder casi
incontrolable. Mediante el "enganche" y el yanaconazgo, los grandes
propietarios resisten al establecimiento del régimen del salario libre,
funcionalmente necesario en una economía liberal y capitalista. El
"enganche", que priva al bracero del derecho de disponer de su persona y
su trabajo, mientras no satisfaga las obligaciones contraídas con el
propietario, desciende inequívocamente del tráfico semiesclavista de culis;
el "yanaconazgo" es una variedad del sistema de servi-dumbre a través del
cual se ha prolongado la feudalidad hasta nuestra edad capitalista en los
pueblos política y económicamente retardados. El sistema peruano del
yanaconazgo se identifica, por ejemplo, con el sistema ruso del
polovnischestvo dentro del cual los frutos de la tierra, en unos casos, se
dividían en partes iguales entre el propietario y el campesino y en otros
casos este último no recibía sino una tercera parte
(24).
La escasa población de la costa representa para las empresas agrícolas una
constante amenaza de carencia o insuficiencia de brazos. El yanaconazgo
vincula a la tierra a la poca población regnícola, que sin esta mínima
garantía de usufructo de tierra, tendería a disminuir y emigrar. El
"enganche" asegura a la agricultura de la costa el concurso de los
braceros de la sierra que, si bien encuentran en las haciendas costeñas un
suelo y un medio extraños, obtienen al menos un trabajo mejor remunerado.
Esto indica que, a pesar de todo y aunque no sea sino aparente o
parcialmente (25), la
situación del bracero en los fundos de la costa es mejor que en los feudos
de la sierra, donde el feudalismo mantiene intacta su omnipotencia. Los
terratenientes costeños se ven obligados a admitir, aunque sea restringido
y atenuado, el régimen del salario y del trabajo libres. El carácter
capitalista de sus empresas los constriñe a la concurrencia. El bracero
conserva, aunque sólo sea relativamente, su libertad de emigrar así como
de rehusar su fuerza de trabajo al patrón que lo oprime demasiado. La
vecindad de puertos y ciudades; la conexión con las vías modernas de
tráfico y comercio, ofrecen, de otro lado, al bracero, la posibilidad de
escapar a su destino rural y de ensayar otro medio de ganar su
subsistencia.
Si la agricultura de la costa hubiera tenido otro carácter, más
progresista, más capitalista, habría tendido a resolver de manera lógica,
el problema de los brazos sobre el cual tanto se ha declamado.
Propietarios más avisados, se habrían dado cuenta de que, tal como
funciona hasta ahora, el latifundio es un agente de despoblación y de que,
por consiguiente, el problema de los brazos constituye una de sus más
claras y lógicas consecuencias
(26).
En la misma medida en que progresa en la agricultura de la costa la
técnica capitalista, el salariado reemplaza al yanaconazgo. El cultivo
científico -empleo de máquinas, abonos, etc.- no se aviene con un régimen
de trabajo peculiar de una agricultura rutinaria y primitiva. Pero el
factor demográfico -el "problema de los brazos"-, opone una resistencia
seria a este proceso de desarrollo capitalista. El yanaconazgo y sus
variedades sirven para mantener en los valles una base demográfica que
garantice a las negociaciones el mínimo de brazos necesarios para las
labores permanentes. El jornalero inmigrante no ofrece las mismas
seguridades de continuidad en el trabajo que el colono nativo o el yanacón
regnícola. Este último representa, además, el arraigo de una familia
campesina, cuyos hijos mayores se encontrarán más o menos forzados a
alquilar sus brazos al hacendado.
La constatación de este hecho, conduce ahora a los propios grandes
propietarios a considerar la conveniencia de establecer muy gradual y
prudentemente, sin sombra de ataque a sus intereses, colonias o núcleos de
pequeños propietarios. Una parte de las tierras irrigadas en el Imperial
han sido reservadas así a la pequeña propiedad. Hay el propósito de
aplicar el mismo principio en las otras zonas donde se realizan trabajos
de irrigación. Un rico propietario inteligente y experimentado que
conversaba conmigo últimamente, me decía que la existencia de la pequeña
propiedad, al lado de la gran propiedad, era indispensable a la formación
de una población rural, sin la cual la explotación de la tierra, estaría
siempre a merced de las posibilidades de la inmigración o del "enganche".
El programa de la Compañía de Subdivisión Agraria, es otra de las
expresiones de una política agraria tendiente al establecimiento paulatino
de la pequeña propiedad
(27).
Pero, como esta política evita sistemáticamente la expropiación, o, más
precisamente, la expropiación en vasta escala por el Estado, por razón de
utilidad pública o justicia distributiva, y sus restringidas posibilidades
de desenvolvimiento, están por el momento circunscritas a pocos valles, no
resulta probable que la pequeña propiedad reemplace oportuna y ampliamente
al yanaconazgo en su función demográfica. En los valles a los cuales el
"enganche" de braceros de la sierra no sea capaz de abastecer de brazos,
en condiciones ventajosas para los hacendados, el yanaconazgo subsistirá,
pues, por algún tiempo, en sus diversas variedades, junto con el
salariado.
Las formas de yanaconazgo, aparcería o arrendamiento, varían en la costa y
en la sierra según las regiones, los usos o los cultivos. Tienen también
diversos nombres. Pero en su misma variedad se identifican en general con
los métodos precapitalistas de explotación de la tierra observados en
otros países de agricultura semifeudal. Verbigracia, en la Rusia zarista.
El sistema del otrabotki ruso presentaba todas las variedades del
arrendamiento por trabajo, dinero o frutos existentes en el Perú. Para
comprobarlo no hay sino que leer lo que acerca de ese sistema escribe
Schkaff en su documentado libro sobre la cuestión agraria en Rusia: "Entre
el antiguo trabajo servil en que la violencia o la coacción juegan un rol
tan grande y el trabajo libre en que la única coacción que subsiste es una
coacción puramente económica, aparece todo un sistema transitorio de
formas extremadamente variadas que unen los rasgos de la barchtchina
y del salariado. Es el otrabototschnaia sistema. El salario es pagado sea
en dinero en caso de locación de servicios, sea en productos, sea en
tierra; en este último caso (otrabotki en el sentido estricto de la
palabra) el propietario presta su tierra al campesino a guisa de salario
por el trabajo efectuado por éste en los campos señoriales". "El pago del
trabajo, en el sistema de otrabotki, es siempre inferior al salario
de libre alquiler capitalista. La retribución en productos hace a los
propietarios más independientes de las variaciones de precios observadas
en los mercados del trigo y del trabajo. Encuentran en los campesinos de
su vecindad una mano de obra más barata y gozan así de un verdadero
monopolio local". "El arrendamiento pagado por el campesino reviste formas
diversas: a veces, además de su trabajo, el campesino debe dar dinero y
productos. Por una deciatina que recibirá, se comprometerá a trabajar una
y media deciatina de tierra señorial, a dar diez huevos y una gallina.
Entregará también el estiércol de su ganado, pues todo, hasta el
estiércol, se vuelve objeto de pago. Frecuentemente aún el campesino se
obliga 'a hacer todo lo que exigirá el propietario', a transportar las
cosechas, a cortar la leña, a cargar los fardos"
(28).
En la agricultura de la sierra se encuentran particular y exactamente
estos rasgos de propiedad y trabajo feudales. El régimen del salario libre
no se ha desarrollado ahí. El hacendado no se preocupa de la productividad
de las tierras. Sólo se preocupa de su rentabilidad. Los factores de la
producción se reducen para él casi únicamente a dos: la tierra y el indio.
La propiedad de la tierra le permite explotar ilimitadamente la fuerza de
trabajo del indio. La usura practicada sobre esta fuerza de trabajo -que
se traduce en la miseria del indio-, se suma a la renta de la tierra,
calculada al tipo usual de arrendamiento. El hacendado se reserva las
mejores tierras y reparte las menos productivas entre sus braceros indios,
quienes se obligan a trabajar de preferencia y gratuitamente las primeras
y a contentarse para su sustento con los frutos de las segundas. El
arrendamiento del suelo es pagado por el indio en trabajo o frutos, muy
rara vez en dinero (por ser la fuerza del indio lo que mayor valor tiene
para el propietario), más comúnmente en formas combinadas o mixtas. Un
estudio del doctor Ponce de León, de la Universidad del Cuzco, que entre
otros informes tengo a la vista, y que revista con documentación de
primera mano todas las variedades de arrendamiento y yanaconazgo en ese
vasto departamento, presenta un cuadro bastante objetivo -a pesar de las
conclusiones del autor, respetuosas a los privilegios de los propietarios-
de la explotación feudal. He aquí algunas de sus constataciones: "En la
provincia de Paucartambo el propietario concede el uso de sus terrenos a
un grupo de indígenas con la condición de que hagan todo el trabajo que
requiere el cultivo de los terrenos de la hacienda, que se ha reservado el
dueño o patrón. Generalmente trabajan tres días alternativos por semana
durante todo el año. Tienen además los arrendatarios o 'yanaconas' como se
les llama en esta provincia, la obligación de acarrear en sus propias
bestias la cosecha del hacendado a esta ciudad sin remuneración; y la de
servir de pongos en la misma hacienda o más comúnmente en el Cuzco, donde
preferentemente residen los propietarios". "Cosa igual ocurre en
Chumbivilcas. Los arrendatarios cultivan la extensión que pueden, debiendo
en cambio trabajar para el patrón cuantas veces lo exija. Esta forma de
arrendamiento puede simplificarse así: el propietario propone al
arrendatario: utiliza la extensión de terreno que 'puedas', con la
condición de trabajar en mi provecho siempre que yo lo necesite". "En la
provincia de Anta el propietario cede el uso de sus terrenos en las
siguientes condiciones: el arrendatario pone de su parte el capital
(semilla, abonos) y el trabajo necesario para que el cultivo se realice
hasta sus últimos momentos (cosecha). Una vez concluido, el arrendatario y
el propietario se dividen por partes iguales todos los productos. Es decir
que cada uno de ellos recoge el 50 por ciento de la producción sin que el
propietario haya hecho otra cosa que ceder el uso de sus terrenos sin
abonarlos siquiera. Pero no es esto todo. El aparcero está obligado a
concurrir personalmente a los trabajos del propietario si bien con la
remuneración acostumbrada de 25 centavos diarios"(29).
La confrontación entre estos datos y los de Schkaff, basta para persuadir
de que ninguna de las sombrías faces de la propiedad y el trabajo
precapitalistas falta en la sierra feudal.
"COLONIALISMO" DE NUESTRA AGRICULTURA COSTEÑA
El grado de desarrollo alcanzado por la industrialización de la
agricultura, bajo un régimen y una técnica capitalistas, en los valles de
la costa, tiene su principal factor en el interesamiento del capital
británico y norteamericano en la producción peruana de azúcar y algodón.
De la extensión de estos cultivos no es un agente primario la aptitud
industrial ni la capacidad capitalista de los terratenientes. Estos
dedican sus tierras a la producción de algodón y caña financiados o
habilitados por fuertes firmas exportadoras.
Las mejores tierras de los valles de la costa están sembradas de algodón y
caña, no precisamente porque sean apropiadas sólo a estos cultivos, sino
porque únicamente ellos importan, en la actualidad, a los comerciantes
ingleses y yanquis. El crédito agrícola -subordinado absolutamente a los
intereses de estas firmas, mientras no se establezca el Banco Agrícola
Nacional-, no impulsa ningún otro cultivo. Los de frutos alimenticios,
destinados al mercado interno, están generalmente en manos de pequeños
propietarios y arrendatarios. Sólo en los valles de Lima, por la vecindad
de mercados urbanos de importancia, existen fundos extensos dedicados por
sus propietarios a la producción de frutos alimenticios. En las haciendas
algodoneras o azucareras, no se cultiva estos frutos, en muchos casos, ni
en la medida necesaria para el abastecimiento de la propia población
rural.
El mismo pequeño propietario, o pequeño arrendatario, se encuentra
empujado al cultivo del algodón por esta corriente que tan poco tiene en
cuenta las necesidades particulares de la economía nacional. El
desplazamiento de los tradicionales cultivos alimenticios por el del
algodón en las campiñas de la costa donde subsiste la pequeña propiedad,
ha constituido una de las causas más visibles del encarecimiento de las
subsistencias en las poblaciones de la costa.
Casi únicamente para el cultivo del algodón, el agricultor encuentra
facilidades comerciales. Las habilitaciones están reservadas, de arriba a
abajo, casi exclusivamente al algodonero. La producción de algodón no está
regida por ningún criterio de economía nacional. Se produce para el
mercado mundial, sin un control que prevea en el interés de esta economía,
las posibles bajas de los precios derivados de períodos de crisis
industrial o de superproducción algodonera.
Un ganadero me observaba últimamente que, mientras sobre una cosecha de
algodón el crédito que se puede conseguir no está limitado sino por las
fluctuaciones de los precios, sobre un rebaño o un criadero, el crédito es
completamente convencional o inseguro. Los ganaderos de la costa no pueden
contar con préstamos bancarios considerables para el desarrollo de sus
negocios. En la misma condición, están todos los agricultores que no
pueden ofrecer como garantía de sus empréstitos, cosechas de algodón o
caña de azúcar.
Si las necesidades del consumo nacional estuviesen satisfechas por la
producción agrícola del país, este fenómeno no tendría ciertamente tanto
de artificial. Pero no es así. El suelo del país no produce aún todo lo
que la población necesita para su subsistencia. El capítulo más alto de
nuestras importaciones es el de "víveres y especias": Lp. 3'620,235, en el
año 1924. Esta cifra, dentro de una importación total de dieciocho
millones de libras, denuncia uno de los problemas de nuestra economía. No
es posible la supresión de todas nuestras importaciones de víveres y
especias, pero sí de sus más fuertes renglones. El más grueso de todos es
la importación de trigo y harina, que en 1924 ascendió a más de doce
millones de soles.
Un interés urgente y claro de la economía peruana exige, desde hace mucho
tiempo, que el país produzca el trigo necesario para el pan de su
población. Si este objetivo hubiese sido alcanzado, el Perú no tendría ya
que seguir pagando al extranjero doce o más millones de soles al año por
el trigo que consumen las ciudades de la costa.
¿Por qué no se ha resuelto este problema de nuestra economía? No es sólo
porque el Estado no se ha preocupado aún de hacer una política de
subsistencias. Tampoco es, repito, porque el cultivo de la caña y el de
algodón son los más adecuados al suelo y al clima de la costa. Uno solo de
los valles, uno solo de los llanos interandinos -que algunos kilómetros de
ferrocarriles y caminos abrirían al tráfico- puede abastecer
superabundantemente de trigo, cebada, etc., a toda la población del Perú.
En la misma costa, los españoles cultivaron trigo en los primeros tiempos
de la colonia, hasta el cataclismo que mudó las condiciones climáticas del
litoral. No se estudió posteriormente, en forma científica y orgánica, la
posibilidad de establecer ese cultivo. Y el experimento practicado en el
Norte, en tierras del "Salamanca", demuestra que existen variedades de
trigo resistentes a las plagas que atacan en la costa este cereal y que la
pereza criolla, hasta este experimento, parecía haber renunciado a vencer
(30).
El obstáculo, la resistencia a una solución, se encuentra en la estructura
misma de la economía peruana. La economía del Perú es una economía
colonial. Su movimiento, su desarrollo, están subordinados a los intereses
y a las necesidades de los mercados de Londres y de Nueva York. Estos
mercados miran en el Perú un depósito de materias primas y una plaza para
sus manufacturas. La agricultura peruana obtiene, por eso, créditos y
transportes sólo para los productos que puede ofrecer con ventaja en los
grandes mercados. La finanza extranjera se interesa un día por el caucho,
otro día por el algodón, otro día por el azúcar. El día en que Londres
puede recibir un producto a mejor precio y en cantidad suficiente de la
India o del Egipto, abandona instantáneamente a su propia suerte a sus
proveedores del Perú. Nuestros latifundistas, nuestros terratenientes,
cualesquiera que sean las ilusiones que se hagan de su independencia, no
actúan en realidad sino como intermediarios o agentes del capitalismo
extranjero.
A las proposiciones fundamentales, expuestas ya en este estudio, sobre los
aspectos presentes de la cuestión agraria en el Perú, debo agregar las
siguientes:
1º- El carácter de la propiedad agraria en el Perú se presenta como una de
las mayores trabas del propio desarrollo del capitalismo nacional. Es muy
elevado el porcentaje de las tierras, explotadas por arrendatarios grandes
o medios, que pertenecen a terratenientes que jamás han manejado sus
fundos. Estos terratenientes, por completo extraños y ausentes de la
agricultura y de sus problemas, viven de su renta territorial sin dar
ningún aporte de trabajo ni de inteligencia a la actividad económica del
país. Corresponden a la categoría del aristócrata o del rentista,
consumidor improductivo. Por sus hereditarios derechos de propiedad
perciben un arrendamiento que se puede considerar como un canon feudal. El
agricultor arrendatario corresponde, en cambio, con más o menos propiedad,
al tipo de jefe de empresa capitalista. Dentro de un verdadero sistema
capitalista, la plusvalía obtenida por su empresa, debería beneficiar a
este industrial y al capital que financiase sus trabajos. El dominio de la
tierra por una clase de rentistas, impone a la producción la pesada carga
de sostener una renta que no está sujeta a los eventuales descensos de los
productos agrícolas. El arrendamiento no encuentra, generalmente, en este
sistema, todos los estímulos indispensables para efectuar los trabajos de
perfecta valorización de las tierras y de sus cultivos e instalaciones. El
temor a un aumento de la locación, al vencimiento de su escritura, lo
induce a una gran parsimonia en las inversiones. La ambición del
agricultor arrendatario es, por supuesto, convertirse en propietario; pero
su propio empeño contribuye al encarecimiento de la propiedad agraria en
provecho de los latifundistas. Las condiciones incipientes del crédito
agrícola en el Perú impiden una más intensa expropiación capitalista de la
tierra para esta clase de industriales. La explotación capitalista e
industrialista de la tierra, que requiere para su libre y pleno
desenvolvimiento la eliminación de todo canon feudal, avanza por esto en
nuestro país con suma lentitud. Hay aquí un problema, evidente no sólo
para un criterio socialista sino, también, para un criterio capitalista.
Formulando un principio que integra el programa agrario de la burguesía
liberal francesa, Edouard Herriot afirma que "la tierra exige la
presencia real"
(31).
No está demás remarcar que a este respecto el Occidente no aventaja por
cierto al Oriente, puesto que la ley mahometana establece, como lo observa
Charles Gide, que "la tierra pertenece al que la fecunda y vivifica".
2º- El latifundismo subsistente en el Perú se acusa, de otro lado, como la
más grave barrera para la inmigración blanca. La inmigración que podemos
esperar es, por obvias razones, de campesinos provenientes de Italia, de
Europa Central y de los Balcanes. La población urbana occidental emigra en
mucha menor escala y los obreros industriales saben, además, que tienen
muy poco que hacer en la América Latina. Y bien. El campesino europeo no
viene a América para trabajar como bracero, sino en los casos en que el
alto salario le consiente ahorrar largamente. Y éste no es el caso del
Perú. Ni el más miserable labrador de Polonia o de Rumania aceptaría el
tenor de vida de nuestros jornaleros de las haciendas de caña o algodón.
Su aspiración es devenir pequeño propietario. Para que nuestros campos
estén en grado de atraer esta inmigración es indis-pensable que puedan
brindarle tierras dotadas de viviendas, animales y herramientas y
comunicadas con ferrocarriles y mercados. Un funcionario o pro-pagandista
del fascismo, que visitó el Perú hace aproximadamente tres años, declaró
en los diarios locales que nuestro régimen de gran propiedad era
incompatible con un programa de colonización e inmigración capaz de atraer
al campesino italiano.
3º- El enfeudamiento de la agricultura de la costa a los intereses de los
capitales y los mercados británicos y americanos, se opone no sólo a que
se organice y desarrolle de acuerdo con las necesidades específicas de la
economía nacional -esto es asegurando primeramente el abastecimiento de la
población- sino también a que ensaye y adopte nuevos cultivos. La mayor
empresa acometida en este orden en los últimos años -la de las
plantaciones de tabaco de Tumbes- ha sido posible sólo por la intervención
del Estado. Este hecho abona mejor que ningún otro la tesis de que la
política liberal del laisser faire, que tan pobres frutos ha dado
en el Perú, debe ser definitivamente reemplazada por una política social
de nacionalización de las grandes fuentes de riqueza.
4º- La propiedad agraria de la costa, no obstante los tiempos prósperos de
que ha gozado, se muestra hasta ahora incapaz de atender los problemas de
la salubridad rural, en la medida que el Estado exige y que es, desde
luego, asaz modesta. Los requerimientos de la Dirección de Salubridad
Pública a los hacendados no consiguen aún el cumplimiento de las
disposiciones vigentes contra el paludismo. No se ha obtenido siquiera un
mejoramiento general de las rancherías. Está probado que la población
rural de la costa arroja los más altos índices de mortalidad y morbilidad
del país. (Exceptúase naturalmente los de las regiones excesivamente
mórbidas de la selva). La estadística demográfica del distrito rural de
Pativilca acusaba hace tres años una mortalidad superior a la natalidad.
Las obras de irrigación, como lo observa el ingeniero Sutton a propósito
de la de Olmos, comportan posiblemente la más radical solución del
problema de las paludes o pantanos. Pero, sin las obras de aprovechamiento
de las aguas sobrantes del río Chancay realizadas en Huacho por el señor
Antonio Graña, a quien se debe también un interesante plan de
colonización, y sin las obras de aprovechamiento de las aguas del subsuelo
practicadas en Chiclín y alguna otra negociación del Norte, la acción del
capital privado en la irrigación de la costa peruana resultaría
verdaderamente insignificante en los últimos años.
5º- En la sierra, el feudalismo agrario sobreviviente se muestra del todo
inepto como creador de riqueza y de progreso. Excepción hecha de las
negociaciones ganaderas que exportan lana y alguna otra, en los valles y
planicies serranos el latifundio tiene una producción miserable. Los
rendimientos del suelo son ínfimos; los métodos de trabajo, primitivos. Un
órgano de la prensa local decía una vez que en la sierra peruana el
gamonal aparece relativamente tan pobre como el indio. Este argumento -que
resulta completamente nulo dentro de un criterio de relatividad- lejos de
justificar al gamonal, lo condena inapelablemente. Porque para la economía
moderna -entendida como ciencia objetiva y concreta- la única
justificación del capitalismo y de sus capitanes de industria y de finanza
está en su función de creadores de riqueza. En el plano económico, el
señor feudal o gamonal es el primer responsable del poco valor de sus
dominios. Ya hemos visto cómo este latifundista no se preocupa de la
productividad sino de la rentabilidad de la tierra. Ya hemos visto también
cómo, a pesar de ser sus tierras las mejores, sus cifras de producción no
son mayores que las obtenidas por el indio, con su primitivo equipo de
labranza, en sus magras tierras comunales. El gamonal, como factor
económico, está, pues, completamente descalificado.
6º- Como explicación de este fenómeno se dice que la situación económica
de la agricultura de la sierra depende absolutamente de las vías de
comunicación y transporte. Quienes así razonan no entienden sin duda la
diferencia orgánica, fundamental, que existe entre una economía feudal o
semifeudal y una economía capitalista. No comprenden que el tipo
patriarcal primitivo de terrateniente feudal es sustancialmente distinto
del tipo del moderno jefe de empresa. De otro lado el gamonalismo y el
latifundismo aparecen también como un obstáculo hasta para la ejecución
del propio programa vial que el Estado sigue actualmente. Los abusos e
intereses de los gamonales se oponen totalmente a una recta aplicación de
la ley de conscripción vial. El indio la mira instintivamente como una
arma del gamonalismo. Dentro del régimen inkaico, el servicio vial
debidamente establecido sería un servicio público obligatorio, del todo
compatible con los principios del socialismo moderno; dentro del régimen
colonial de latifundio y servidumbre, el mismo servicio adquiere el
carácter odioso de una "mita".
REFERENCIAS
1. Luis E. Valcárcel, Del Ayllu al Imperio, p. 166.
2. César Antonio Ugarte, Bosquejo de la Historia Económica del Perú,
p. 9.
3. Javier Prado, "Estado Social del Perú durante la dominación española",
en Anales Universitarios del Perú, tomo XXII, pp. 125 y 126.
4. Ugarte, ob. citada, p. 64.
5. José Vasconcelos, Indología.
6. Javier Prado, ob. citada, p. 37.
7. Georges Sorel, Introduction à l'economie moderne, pp. 120 y 130.
8. Ugarte, ob. citada, p. 24.
9. Eugéne Schkaff, La Question Agraire en Russie, p. 118.
10. Esteban Echeverría, Antecedentes y primeros pasos de la revolución
de Mayo.
11. Vasconcelos, conferencia sobre "El Nacionalismo en la América Latina",
en Amauta Nº 4, p. 15. Este juicio, exacto en lo que respecta a las
relaciones entre caudillaje militar y propiedad agraria en América, no es
igualmente válido para todas las épocas y situaciones históricas. No es
posible suscribirlo sin esta precisa reserva.
12. Ugarte, ob. citada, p. 57.
13. Le Pérou Contemporain, pp. 98 y 99.
14. Ugarte, ob. citada, p. 58
15. Si la evidencia histórica del comunismo inkaico no apareciese
incontestable, la comunidad, órgano específico de comunismo, bastaría para
despejar cualquier duda. El "despotismo" de los inkas ha herido sin
embargo, los escrúpulos liberales de algunos espíritus de nuestro tiempo.
Quiero reafirmar aquí la defensa que hice del comunismo inkaico objetando
la tesis de su más reciente impugnador, Augusto Aguirre Morales, autor de
la novela El Pueblo del Sol.
El comunismo moderno es una cosa distinta del comunismo inkaico. Esto es
lo primero que necesita aprender y entender, el hombre de estudio que
explora el Tawantinsuyo. Uno y otro comunismo son un producto de
diferentes experiencias humanas. Pertenecen a distintas épocas históricas.
Constituyen la elaboración de disímiles civilizaciones. La de los inkas
fue una civilización agraria. La de Marx y Sorel es una civilización
industrial. En aquélla el hombre se sometía a la naturaleza. En ésta la
naturaleza se somete a veces al hombre. Es absurdo, por ende, confrontar
las formas y las instituciones de uno y otro comunismo. Lo único que puede
confrontarse es su incorpórea semejanza esencial, dentro de la diferencia
esencial y material de tiempo y de espacio. Y para esta confrontación hace
falta un poco de relativismo histórico. De otra suerte se corre el riesgo
cierto de caer en los clamorosos errores en que ha caído Víctor Andrés
Belaunde en una tentativa de este género.
Los cronistas de la conquista y de la colonia miraron el panorama indígena
con ojos medioevales. Su testimonio indudablemente no puede ser aceptado,
sin beneficio de inventario.
Sus juicios corresponden inflexiblemente a sus puntos de vista españoles y
católicos. Pero Aguirre Morales es, a su turno, víctima del falaz punto de
vista. Su posición en el estudio del Imperio Inkaico no es una posición
relativista. Aguirre considera y examina el Imperio con apriorismos
liberales e individualistas. Y piensa que el pueblo inkaico fue un pueblo
esclavo e infeliz porque careció de libertad.
La libertad individual es un aspecto del complejo fenómeno liberal. Una
crítica realista puede definirla como la base jurídica de la civilización
capitalista, (Sin el libre arbitrio no habría libre tráfico, ni libre
concurrencia, ni libre industria). Una crítica idealista puede definirla
como una adquisición del espíritu humano en la edad moderna. En ningún
caso, esta libertad cabía en la vida inkaica. El hombre del Tawantinsuyo
no sentía absolutamente ninguna necesidad de libertad individual. Así como
no sentía absolutamente, por ejemplo, ninguna necesidad de libertad de
imprenta. La libertad de imprenta puede servirnos para algo a Aguirre
Morales y a mí; pero los indios podían ser felices sin conocerla y aun sin
concebirla. La vida y el espíritu del indio no estaban atormentados por el
afán de especulación y de creación intelectuales. No estaban tampoco
subordinados a la necesidad de comerciar, de contratar, de traficar. ¿Para
qué podría servirle, por consiguiente, al indio esta libertad inventada
por nuestra civilización? Si el espíritu de la libertad se reveló al
quechua, fue sin duda en una fórmula o, más bien, en una emoción diferente
de la fórmula liberal, jacobina e individualista de la libertad. La
revelación de la libertad, como la revelación de Dios, varía con las
edades, los pueblos y los climas. Consustanciar la idea abstracta de la
libertad con las imágenes concretas de una libertad con gorro frigio -hija
del protestantismo y del renacimiento y de la revolución francesa- es
dejarse coger por una ilusión que depende tal vez de un mero, aunque no
desinteresado, astigmatismo filosófico de la burguesía y de su democracia.
La tesis de Aguirre, negando el carácter comunista de la sociedad inkaica,
descansa íntegramente en un concepto erróneo. Aguirre parte de la idea de
que autocracia y comunismo son dos términos inconciliables. El régimen
inkaico -constata- fue despótico y teocrático; luego -afirma- no fue
comunista. Mas el comunismo no supone, históricamente, libertad individual
ni sufragio popular. La autocracia y el comunismo son incompatibles en
nuestra época; pero no lo fueron en sociedades primitivas. Hoy un orden
nuevo no puede renunciar a ninguno de los progresos morales de la sociedad
moderna. El socialismo contemporáneo -otras épocas han tenido otros tipos
de socialismo que la historia designa con diversos nombres- es la
antítesis del liberalismo; pero nace de su entraña y se nutre de su
experiencia. No desdeña ninguna de sus conquistas intelectuales. No
escarnece y vilipendia sino sus limitaciones. Aprecia y comprende todo lo
que en la idea liberal hay de positivo: condena y ataca sólo lo que en
esta idea hay de negativo y temporal.
Teocrático y despótico fue, ciertamente, el régimen inkaico. Pero este es
un rasgo común de todos los regímenes de la antigüedad. Todas las
monarquías de la historia se han apoyado en el sentimiento religioso de
sus pueblos. El divorcio del poder temporal y del poder espiritual es un
hecho nuevo. Y más que un divorcio es una separación de cuerpos. Hasta
Guillermo de Hohenzollern los monarcas han invocado su derecho divino.
No es posible hablar de tiranía abstractamente. Una tiranía es un hecho
concreto. Y es real sólo en la medida en que oprime la voluntad de un
pueblo o en que contraría y sofoca su impulso vital. Muchas veces, en la
antigüedad, un régimen absolutista y teocrático ha encarnado y
representado, por el contrario, esa voluntad y ese impulso. Este parece
haber sido el caso del imperio inkaico. No creo en la obra taumatúrgica de
los Inkas. Juzgo evidente su capacidad política, pero juzgo no menos
evidente que su obra consistió en construir el Imperio con los materiales
humanos y los elementos morales allegados por los siglos. El ayllu -la
comunidad-, fue la célula del Imperio. Los Inkas hicieron la unidad,
inventaron el Imperio; pero no crearon la célula. El Estado jurídico
organizado por los Inkas reprodujo, sin duda, el Estado natural pre-existente.
Los Inkas no violentaron nada. Está bien que se exalte su obra; no que se
desprecie y disminuya la gesta milenaria y multitudinaria de la cual esa
obra no es sino una expresión y una consecuencia.
No se debe empequeñecer, ni mucho menos negar, lo que en esa obra
pertenece a la masa. Aguirre, literato individualista, se complace en
ignorar en la historia a la muchedumbre. Su mirada de romántico busca
exclusivamente al héroe.
Los vestigios de la civilización inkaica declaran unánimemente, contra la
requisitoria de Aguirre Morales. El autor de El Pueblo del Sol
invoca el testimonio de los millares de huacos que han desfilado ante sus
ojos. Y bien. Esos huacos dicen que el arte inkaico fue un arte popular. Y
el mejor documento de la civilización inkaica es, acaso, su arte. La
cerámica estilizada sintetista de los indios no puede haber sido producida
por un pueblo grosero y bárbaro.
James George Frazer -muy distante espiritual y físicamente de los
cronistas de la colonia-, escribe: "Remontando el curso de la historia, se
encontrará que no es por un puro accidente que los primeros grandes pasos
hacia la civilización han sido hechos bajo gobiernos despóticos y
teocráticos como los de la China, del Egipto, de Babilonia, de México, del
Perú, países en todos los cuales el jefe supremo exigía y obtenía la
obediencia servil de sus súbditos por su doble carácter de rey y de dios.
Sería apenas una exageración decir que en esa época lejana el despotismo
es el más grande amigo de la humanidad y por paradojal que esto parezca,
de la libertad. Pues después de todo, hay más libertad, en el mejor
sentido de la palabra -libertad de pensar nuestros pensamientos y de
modelar nuestros destinos-, bajo el despotismo más absoluto y la tiranía
más opresora que bajo la aparente libertad de la vida salvaje, en la cual
la suerte del individuo, de la cuna a la tumba, es vaciada en el molde
rígido de las costumbres hereditarias" (The Golden Bough, Part. I
).
Aguirre Morales dice que en la sociedad inkaica se desconocía el robo por
una simple falta de imaginación para el mal. Pero no se destruye con una
frase de ingenioso humorismo literario un hecho social que prueba,
precisamente, lo que Aguirre se obstina en negar: el comunismo inkaico. El
economista francés Charles Gide piensa que más exacta que la célebre
fórmula de Proudhon, es la siguiente fórmula: "El robo es la propiedad".
En la sociedad inkaica no existía el robo porque no existía la propiedad.
O, si se quiere, porque existía una organización socialista de la
propiedad.
Invalidemos y anulemos, si hace falta, el testimonio de los cronistas de
la colonia. Pero es el caso que la teoría de Aguirre busca amparo,
justamente, en la interpretación, medioeval en su espíritu, de esos
cronistas de la forma de distribución de las tierras y de los productos.
Los frutos del suelo no son atesorables. No es verosímil, por
consiguiente, que las dos terceras partes fuesen acaparadas para el
consumo de los funcionarios y sacerdotes del Imperio. Mucho más verosímil
es que los frutos que se supone reservados para los nobles y el Inka,
estuviesen destinados a constituir los depósitos del Estado.
Y que representasen, en suma, un acto de providencia social, peculiar y
característico en un orden socialista.
16. Castro Pozo, Nuestra Comunidad Indígena.
17. Ibíd., pp. 16 y 17.
18. Escrito este trabajo, encuentro en el libro de Haya de la Torre Por
la emancipación de la América Latina, conceptos que coinciden
absolutamente con los míos sobre la cuestión agraria en general y sobre la
comunidad indígena en particular. Parti-mos de los mismos puntos de vista,
de manera que es forzoso que nuestras conclusiones sean también las
mismas.
19. Castro Pozo, ob. citada, pp. 66 y 67.
20. Ibíd., p. 434.
21. Schkaff, ob. citada, p. 188.
22. Castro Pozo, ob. citada, p. 47. El autor tiene observaciones muy
interesantes sobre los elementos espirituales de la economía comunitaria.
"La energía, perseverancia e interés -apunta- con que un comunero siega,
gavilla el trigo o la cebada, quipicha (Quipichar: cargar a
la espalda. Costumbre indígena extendida en toda la sierra. Los
cargadores, fleteros y estibadores de la costa, cargan sobre el hombro) y
desfila, a paso ligero, hacia la era alegre, corriéndole una broma al
compañero o sufriendo la del que va detrás halándole el extremo de la
manta, constituyen una tan honda y decisiva diferencia, comparados con la
desidia, frialdad, laxitud del ánimo y, al parecer, cansancio, con que
prestan sus servicios los yanaconas, en idénticos trabajos u otros de la
misma naturaleza; que a primera vista salta el abismo que diversifica el
valor de ambos estados psico-físicos, y la primera interrogación que se
insinúa al espíritu, es la de ¿qué influencia ejerce en el proceso del
trabajo su objetivación y finalidad concreta e inmediata?"
23. Sorel, que tanta atención ha dedicado a los conceptos de Proudhon y Le
Play sobre el rol de la familia en la estructura y el espíritu de la
sociedad, ha considerado con buida y sagaz penetración "la parte
espiritual del medio económico". Si algo ha echado de menos en Marx, ha
sido un insuficiente espíritu jurídico, aunque haya convenido en que este
aspecto de la producción no escapaba al dialéctico de Tréveris. "Se sabe
-escribe en su Introduction a l'economie moderne- que la
observación de las costumbres de las familias de la plana sajona
impresionó mucho a Le Play en el comienzo de sus viajes y ejerció una
influencia decisiva sobre su pensamiento. Me he preguntado si Marx no
había pensado en estas antiguas costumbres cuando ha acusado al
capitalismo de hacer del proletario un hombre sin familia". Con relación a
las observaciones de Castro Pozo, quiero recordar otro concepto de Sorel:
"El trabajo depende, en muy vasta medida, de los sentimientos que
experimentan los obreros ante su tarea".
24. Schkaff, ob. citada, p. 135.
25. No hay que olvidar, por lo que toca a los braceros serranos, el efecto extenuan-te de la costa cálida e insalubre en el organismo del indio de la
sierra, presa segura del paludismo, que lo amenaza y predispone a la
tuberculosis. Tampoco hay que olvidar el profundo apego del indio a sus
lares y a su naturaleza. En la costa se siente un exiliado, un mitimae.
26. Una de las constataciones más importantes a que este tópico conduce es
la de la íntima solidaridad de nuestro problema agrario con nuestro
problema demográfico. La concentración de las tierras en manos de los
gamonales constituye un freno, un cáncer de la demografía nacional. Sólo
cuando se haya roto esa traba del progreso peruano, se habrá adoptado
realmente el principio sudamericano: "Gobernar es poblar".
27. El proyecto concebido por el Gobierno con el objeto de crear la
pequeña propiedad agraria se inspira en el criterio económico liberal y
capitalista. En la costa su aplicación, subordinada a la expropiación de fundos y a la irrigación de tierras eriazas, puede corresponder aún a
posibilidades más o menos amplias de colonización. En la sierra sus
efectos serían mucho más restringidos y dudosos. Como todas las tentativas
de dotación de tierras que registra nuestra historia republicana, se
caracteriza por su prescindencia del valor social de la "comunidad" y por
su timidez ante el latifundista cuyos intereses salvaguarda con expresivo
celo. Estableciendo el pago de la parcela al contado o en 20 anualidades,
resulta inaplicable en las regiones de sierra donde no existe todavía una
economía comercial monetaria. El pago, en estos casos, debería ser
estipulado no en dinero sino en productos. El sistema del Estado de
adquirir fundos para repartirlos entre los indios manifiesta un extremado
miramiento por los latifundistas, a los cuales ofrece la ocasión de vender
fundos poco productivos o mal explotados, en condiciones ventajosas.
28. Schkaff, ob. citada, pp. 133, 134 y 135.
29. Francisco Ponce de León, Sistemas de arrendamiento de terrenos de
cultivo en el departamento del Cuzco y el problema de la tierra.
30. Los experimentos recientemente practicados, en distintos puntos de la
costa por la Comisión Impulsora del Cultivo del Trigo, han tenido, según
se anuncia, éxito satisfactorio. Se ha obtenido apreciables rendimientos
de la variedad "Kappli Emmer" -inmune a la "roya"-, aun en las "lomas".
31. Herriot, Créer.
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