Ernest Mandel

Los amargos frutos del “socialismo en un solo país”


Escrito: 1 de septiembre. 1977
Esta edición: Marxists Internet Archive, septiembre de 2013.
Traducción: Emilio Olcina Aya
Digitalización: Martin Fahlgren, 2013.



Las raíces históricas e ideológicas del eurocomunismo

En vísperas de la primera guerra mundial, la II Internacional representó una fuerza política impresionante. Reagrupó a millones de miembros en Europa. Estaba representada por cientos de diputados en los parlamentos. Movilizó a inmensas muchedumbres en mítines y manifestaciones públicas, principalmente contra el militarismo y las amenazas de guerra. Encarnó social, política y moralmente la resistencia contra el cataclismo que se perfiló en el horizonte.

Ya en el congreso de Stuttgart, en 1907, la II Internacional adoptó, tras fuertes debates, una fórmula no desprovista de claridad:

“Si la guerra estallara a pesar de todo, es un deber de los socialistas actuar por su pronta conclusión y operar con todas sus fuerzas para utilizar la crisis económica y política provocada por la guerra para levantar a los pueblos y acelerar de ese modo la abolición de la dominación capitalista de clase.”

Los congresos de Copenhague y de Basilea (1912) readoptaron fórmulas análogas.[1] De hecho, hasta el 27 de julio de 1914, los principales partidos socialdemócratas repitieron el juramento de oponerse a la guerra por todos los medios. Luego, el 1.° de agosto de 1914, se produjo el brusco viraje en los principales países (con la excepción de Italia, neutral). Bajo el pretexto de “defensa nacional”, la socialdemocracia se hundió en un sostenimiento, prácticamente sin matices, de la empresa de pillaje de su propia burguesía imperialista que representó objetivamente la guerra para todas y cada una de las potencias comprometidas en ella. El choque traumático provocado por este viraje en toda la izquierda revolucionaria del movimiento obrero fue profundo y duradero. No adquirió tan sólo la forma de un ajuste de cuentas, llevado más a fondo, con la corriente oportunista, reformista y revisionista que había preparado objetivamente, en el seno de la socialdemocracia, el paso a la abierta colaboración de clases y a la “Unión Sagrada” desde hacía muchos años. Adquirió también la forma de una profunda reacción internacionalista. Los marxistas no ignoraron, desde luego, ni entonces ni después, que el paso abierto de la socialdemocracia al campo de la burguesía imperialista tenía raíces sociales múltiples. No puede explicarse tan sólo por una degeneración ideológica y política, que no hacía más que acompañar una integración creciente de los aparatos burocratizados de los partidos y sindicatos de masas en la sociedad burguesa.

La multiplicación de las prebendas de las que gozaban los mandatarios de los partidos socialdemócratas en el seno del estado democrático-burgués acabó por crear una comunidad de intereses entre esos mandatarios y la burguesía. El considerable aumento del nivel de vida de las capas privilegiadas de la clase obrera favoreció un clima político en el que el programa mínimo (las reivindicaciones inmediatas) estuvo cada vez más separado del programa máximo (el derrocamiento del régimen capitalista). La ausencia de una comprensión global de la naturaleza de la era imperialista; el rechazo de una orientación hacia grandes movilizaciones extraparlamentarias de masas (defendida en vano por Rosa Luxemburg a partir de 1910); la ausencia de perspectivas revolucionarias y la incapacidad para modificar la táctica gradualista en función de la comprensión de que iban a convertirse en inevitables las convulsiones violentas, todas esas debilidades políticas y teóricas habían preparado también, indudablemente, el terreno a la catástrofe de agosto de 1914.

Pero aun sin considerarse decisivas, la ausencia de disciplina internacional y la ausencia de hábitos prácticos en la aplicación de las resoluciones adoptadas mayoritariamente por los congresos de la Internacional se clasificaron entre los principales factores que habían contribuido al viraje espectacular de los principales partidos socialistas a finales de julio de 1914.

No fue Lenin el único en proclamar: la II Internacional ha muerto, hay que construir la III Internacional sobre una base doctrinal y organizativa mucho más firme. También Rosa Luxemburg, y buena parte de la mayoría “centrista” de la conferencia de Zimmerwald, aceptaron la idea de que “la Internacional es nuestra única patria” y de que convenía imponer la disciplina internacional en el seno del movimiento obrero revolucionario, al menos en cuanto a las grandes cuestiones internacionales.[2] Este concepto no fue producto de la victoria de la revolución de Octubre, de la predominancia adquirida por los bolcheviques tras la fundación del Comintern, o de una supuesta inclinación de Lenin a extender al mundo entero sus “concepciones organizativas rusas”. Fue patrimonio común de todos los internacionalistas, bolcheviques o no, a partir de 1915. Fue la reacción casi unánime frente a la catástrofe que había golpeado al movimiento obrero internacional en agosto de 1914.

Fue también más que esto: fue un concepto organizativo ajustado a una visión teórica más correcta de las tendencias hacia la internacionalización de la lucha de clases en la época imperialista. La noción de revolución mundial, que, antes de 1914, había flotado vagamente en el segundo plano del “marxismo ortodoxo”, como reminiscencia de lo que había ocurrido en 1848, o, todo lo más, como una tendencia de las revoluciones a extenderse a varios países,[3] adquirió una actualidad candente en el marco de la toma de conciencia de la unidad orgánica y contradictoria de la economía mundial, tal como el imperialismo la había forjado.

Casi la totalidad de los marxistas revolucionarios rechazaron, muy justificadamente, la idea utópica de una revolución que debiera estallar simultáneamente en todos los principales países del mundo (idea que, tras su apariencia radical, proporcionaba un pretexto al rechazo reformista y centrista a luchar por la conquista del poder por el proletariado en cada país, en todo momento en que las relaciones de fuerza político-sociales lo permitieran). Pero comprendieron el inevitable entretejimiento de revoluciones que conquistaran primero el poder, chocando luego con la intervención internacional de la burguesía, incluyendo su intervención militar; de contrarrevoluciones temporalmente triunfantes en otros países, que agravarían considerablemente las contradicciones a las que se enfrentaría el proletariado victorioso, momentáneamente aislado; de la radicalización y exacerbación internacional de la lucha de clases como resultado de las repercusiones internacionales de las revoluciones y contrarrevoluciones victoriosas; de las incidencias económicas de esta lucha de clases en el desarrollo, a medio y largo plazo, de la coyuntura de la economía capitalista internacional, y de las repercusiones de esta coyuntura sobre la propia lucha de clases; integrándose además todo ello en el complejo de los conflictos entre naciones oprimidas (sobre todo, aunque no solamente, las de los países coloniales y semicoloniales) y el imperialismo.

Fue en función de los problemas estratégicos y tácticos específicos que se desprenden de esta compleja realidad de la lucha internacional de clases, es decir, de esta realidad de la revolución mundial, que se creó la Internacional Comunista, sobre la base de una disciplina internacional aceptada en común. La idea de una Internacional centralizada democráticamente es un concepto esencialmente político, es parte integrante de una teoría global de la realidad social del mundo en la era imperialista, y no un subproducto de la “extrapolación internacional de las concepciones organizativas de Lenin.” Nada de lo que se haya producido a escala mundial durante los sesenta años transcurridos desde la revolución de Octubre permite, por lo demás, impugnar en lo esencial la validez de esta teoría. Fue la base granítica sobre la que se fundó el movimiento comunista después de 1917. Sigue siendo la base granítica del marxismo revolucionario de hoy. Trotsky no tuvo otro mérito que el de explicitarla más sistemáticamente en el segundo panel de su teoría de la revolución permanente.[4]

Stalin y su fracción, mayoritaria en el CC y entre los cuadros dirigentes del PCUS, colocaron una tremenda carga explosiva bajo esa base granítica cuando desarrollaron bruscamente, a partir de 1924, su teoría sobre la posibilidad de llevar a término la construcción del socialismo en un solo país.[5]

Una vez más, el origen, en última instancia, de ese giro no es, evidentemente, ideológico. No debe buscarse en la debilidad de la capacidad teórica de determinado individuo o en la poca clarividencia política de un grupo de cuadros. Su origen es social, y está vinculado a intereses materiales precisos. Ese viraje teórico encuentra su explicación, en último análisis, en el ascenso y consolidación, en el seno de la sociedad soviética, de una nueva capa social privilegiada materialmente, la burocracia soviética, y en la simbiosis progresiva entre esa capa y el aparato del partido. La teoría staliniana del “socialismo en un solo país” expresó, ante todo, el conservadurismo pequeñoburgués de esa burocracia, así como el creciente deseo del aparato del partido de disfrutar las prebendas del poder. La idea, desarrollada por innumerables comentadores, de que esta teoría fue aceptada porque ofrecía “una perspectiva concreta de desarrollo económico del país” ante el fracaso real de la revolución mundial, es profundamente anacrónica.[6] No explica en lo más mínimo el encadenamiento real entre las peripecias de la lucha de clases internacional, la política económica de la URSS, las luchas sociales en ese país, los conflictos políticos y debates teóricos en el seno del PCUS y la evolución del Comintern.

La transformación del Comintern

Aunque las revisiones teóricas deban explicarse, en última instancia, por cambios socioeconómicos (de otro modo se rompe con el materialismo histórico, basado en la tesis de que la existencia social es lo que determina la conciencia), esto no significa que esta revisión, una vez efectuada, no tenga una dinámica propia y, hasta cierto punto, autónoma. De hecho, la adopción de la teoría sobre la posibilidad de llevar a término “el socialismo en un solo país” tuvo profundas repercusiones que sacudieron a todo el movimiento comunista internacional. El hecho de que la inmensa mayoría de los cuadros comunistas convencidos y sinceros no tuvieran conciencia de ello, ni en 1924, ni en 1928, ni en 1934, demuestra lo difícil que resulta para el pensamiento humano, aun dotado de un instrumento analítico tan excepcional como el método marxista, comprender inmediatamente una conmoción radical de las coordenadas del terreno social en que se mueve. Lo cual no hace sino aumentar el mérito de la minoría comunista agrupada en torno a León Trotsky, que comprendió casi instantáneamente cuáles serían sus desastrosos efectos a largo plazo.

La adopción de la teoría del “socialismo en un solo país” conducía a cinco transformaciones que iban a conmocionar, de un extremo al otro, la base teórica y estratégica, así como la práctica política y la estructura organizativa, de los partidos comunistas y de la Internacional Comunista, modificando radicalmente su función objetiva en el mundo contemporáneo.

— Implicaba revisar el concepto mismo de revolución mundial y la actualidad de esa revolución mundial en la época imperialista, cosa que, por lo demás, tuvo como consecuencia la revisión de la totalidad de la teoría de la época imperialista.

— De ahí se desprendía una modificación no menos fundamental de la relación entre la defensa del estado proletario aislado (y el inicio de construcción socialista en el seno de ese estado), por una parte, y la revolución internacional por otra. Se proclamó que la defensa del “bastión” era la primera tarea del movimiento comunista y del proletariado mundial, lo cual llevaba progresivamente a una creciente subordinación de los intereses de la revolución internacional a los (pretendidos) intereses de la defensa del “bastión”.

— Esta subordinación desembocaba en que los PC dejaran de ser fuerzas que operaban por el derrocamiento revolucionario del capitalismo en sus países respectivos (y la IC un instrumento para el derrocamiento revolucionario del sistema imperialista y del capitalismo a escala mundial) para convertirse en instrumentos prioritarios de la defensa del “bastión soviético”, lo cual llevó, de forma creciente, a la adaptación automática de esos partidos y de la IC a los zigzags de la diplomacia del Kremlin.

— Semejante adaptación no podía sino desembocar en un “mesianismo nacional” soviético (en realidad, mesianismo nacionalista pequeñoburgués de la burocracia soviética),[7] puesto que esta subordinación sistemática no se justificaba más que en función de la importancia decisiva atribuida a la Unión Soviética, al proletariado soviético y al PC de la URSS en relación a la humanidad entera. Los conceptos de estado-guía y de partido-guía, que desempeñaron un papel tan fundamental en la época staliniana, y que Kruschev y Brezhnev han intentado salvar del naufragio del stalinismo, encuentran su origen en este mesianismo pequeñoburgués. Su corolario organizativo inevitable fue el monolitismo en el seno de la IC y de los PC, la supresión de todo debate o reflexión críticos, que amenazaban con trastornar la tranquilidad y los intereses de los dirigentes del “estado-guía”, la burocratización de la IC como subproducto de la burocratización del PCUS y del estado soviético.

— En la misma medida en que toda esa degeneración teórica, política y organizativa minaba las bases en que se fundaban el programa y la existencia de la Internacional Comunista, no podía a la larga sino descomponerla. Las burocracias de los partidos comunistas no se sometieron ciegamente a las órdenes del Kremlin — que dejaron de corresponder, de forma cada vez más manifiesta, a los intereses del proletariado de sus países respectivos— más que en la medida en que no vieron otra salida, ya fuera en función de su dependencia material, ya en función de la visión que tenían de las perspectivas políticas nacionales e internacionales a medio plazo.[8]

Cuando esta situación se modificó, ya sólo era cuestión de tiempo el que el “monolitismo férreo” cayera como un castillo de naipes. El “mesianismo nacional” del PCUS iba a producir tantos “mesianismos” como PC poderosos y materialmente independientes del Kremlin hubiera. El “centro único” iba a producir el policentrismo. El “internacionalismo proletario”, identificado con la “defensa del bastión soviético”, iba a desembocar en una proliferación de “nacionalcomunismos”. En este sentido, el eurocomunismo estaba inscrito en filigrana en el devenir del movimiento comunista mundial desde la adopción de la teoría del “socialismo en un solo país”. Trotsky, con su genio profético, lo comprendió y lo proclamó ya a partir de entonces:

“El marxismo ha enseñado siempre a los obreros que incluso la lucha por los salarios y la limitación de la jornada de trabajo no puede tener éxito si no es una lucha internacional. Y he aquí que actualmente, de golpe, nos encontramos con que el ideal de la sociedad socialista puede realizarse con las solas fuerzas de una nación. Es un golpe mortal asestado a la Internacional. La convicción inquebrantable de que el objetivo fundamental de clase puede alcanzarse aún menos que los objetivos parciales, por medios nacionales, o en el marco de una nación, constituye la médula del internacionalismo revolucionario. Si se puede llegar al objetivo final en el interior de las fronteras nacionales por los esfuerzos del proletariado de una nación, entonces desaparece la razón de ser del internacionalismo. La teoría de la posibilidad de realizar el socialismo en un solo país rompe la relación interior que existe entre el patriotismo del proletariado vencedor y el derrotismo del proletariado de los países burgueses. Hasta ahora, el proletariado de los países capitalistas progresivos no hace otra cosa que avanzar hacia el porvenir. ¿Cómo marchará hacia él, qué caminos seguirá en su marcha? Todo esto depende por completo, enteramente, de cómo considere la organización de la sociedad socialista: es decir, de que la considere como un problema nacional o internacional.

En general, si es posible realizar el socialismo en un solo país se puede admitir esta teoría no solamente después de la conquista del poder, sino también antes. Si el socialismo es realizable en el marco nacional de la URSS atrasada, lo será mucho más en el de la Alemania progresiva. Mañana, los directores del partido comunista alemán desarrollarán esta teoría. El proyecto de programa les da ese derecho. Pasado mañana le tocará el turno al partido comunista francés. Eso será el comienzo de la descomposición de la Internacional Comunista, que seguirá la línea política del socialpatriotismo. El partido comunista de cualquier país capitalista, después de haberse penetrado de la idea de que hay en el seno de su estado todas las premisas “necesarias y suficientes” para organizar por sus propias fuerzas la “sociedad socialista integral” no se distinguirá, en el fondo, en nada de la socialdemocracia revolucionaria, que tampoco había comenzado por Noske, pero que ha fracasado definitivamente al tropezar con esta cuestión el 4 de agosto de 1914.

Cuando se dice que el hecho mismo de la existencia de la URSS es una garantía contra el socialpatriotismo, pues el patriotismo hacia la república obrera es un deber revolucionario, se expresa justamente el espíritu nacional limitado por esta utilización unilateral de una idea justa: sólo se mira a la URSS y se cierran los ojos ante el proletariado mundial. No se puede orientar a éste por el derrotismo hacia el estado burgués sino abordando en el programa el problema esencial desde el punto de vista internacional, rechazando sin piedad el contrabando socialpatriota que se oculta aún, tratando de hacer su nido en el dominio teórico del programa de la Internacional ’leninista’“[9]

El viraje del séptimo congreso del Comintern

La transformación de la Internacional Comunista de instrumento de la revolución socialista en instrumento de la diplomacia de la burocracia soviética contenía en germen la posibilidad de su transformación periódica en instrumento de la contrarrevolución burguesa, es decir, de defensa de la propiedad privada. El carácter conservador de la burocracia, su miedo a las repercusiones internacionales de cualquier avance de la revolución en cualquier parte del mundo, la conciencia que tiene de que la pasividad y la despolitización del proletariado soviético constituyen el fundamento de su poder y de sus privilegios y el peligro de ver esta pasividad y esta despolitización cuestionadas de nuevo en función de un gran progreso de la revolución mundial, todo ello la inclina a una política de coexistencia pacífica con el imperialismo, de búsqueda del reparto del mundo en esferas de influencia, de defensa encarnizada del statu quo.[10]

El viraje hacia una política de defensa del estado burgués y del statu quo social en el seno de los países imperialistas, que implicaba la defensa de la propiedad privada en los casos de grave crisis social y la defensa nacional en caso de guerra imperialista, se realizó en el séptimo congreso del Comintern en los países imperialistas llamados “democráticos”. Lo había precedido un viraje inicial en este sentido del PCF, a raíz del pacto militar Stalin-Laval. La política llamada de frente popular fue su traducción más nítida, y su aplicación en el curso de la guerra civil española su traducción más radical. En contra de las colectivizaciones realizadas espontáneamente por los trabajadores y los campesinos pobres de la España republicana, en contra de los órganos de poder creados por el proletariado, y en particular de aquellos comités y milicias que infligieron una derrota decisiva a los insurrectos militar-fascistas en junio de 1936 en casi todas las ciudades importantes del país, el PC se erigió como el defensor más encarnizado, consecuente y sanguinario del restablecimiento del orden burgués.

No lo hizo, desde luego, como agente de la burguesía, sino como agente del Kremlin, obsesionado por el miedo a que una revolución victoriosa en España y en Francia condujera a una “gran alianza” de todas las potencias imperialistas contra la Unión Soviética. No se trataba, claro está, más que de un viraje táctico. En cuanto la diplomacia soviética se cambió de chaqueta y concluyó el pacto Hitler-Stalin, los PC empezaron a acusar de belicistas a los “imperialistas anglosajones”, se hicieron otra vez “derrotistas” en los países imperialistas “democráticos” y no vacilaron siquiera en apoyar, en otoño de 1939, la ofensiva de paz de la diplomacia nazi, reclamando la detención de las hostilidades sin restablecimiento de la independencia de Polonia y Checoslovaquia.

Estas dos consideraciones son importantes para comprender que ocasionalmente, y dentro de unos estrechos límites, la burocracia soviética, cuyos privilegios tienen por base material un modo de producción resultante de la abolición de la propiedad privada y del capitalismo, puede tratar de extender su poder extendiendo la zona en la que funciona este nuevo modo de producción. Así lo hizo ya en 1939-40 en Polonia oriental, los países bálticos y Besarabia. Así lo hizo, a mayor escala, en 1947-49, en los países de su “glacis” militar, conquistados al final de la segunda guerra mundial en Europa oriental. Pero cada vez lo hizo con medios militar-burocráticos bajo su control estricto, sin dirigir ninguna verdadera revolución popular de masas, en unas condiciones tales que de ello no podía resultar una repolitización entusiasta del proletariado soviético y siempre con previo acuerdo con el imperialismo en cuanto al reparto del mundo en zonas de influencia. Hay que descartar que esto pueda reproducirse en Europa o en Asia en un futuro previsible. Estas excepciones confirman, pues, la apreciación global de la política exterior de la burocracia como contrarrevolucionaria, después de haberse transformado esta burocracia en una capa osificada en la URSS, imposible de eliminar si no es por medio de una revolución política.

Los PC realizaron el viraje de 1935 por fidelidad a la Unión Soviética, tal como la entendían (es decir, fidelidad a la burocracia soviética, de la que dependieron cada vez más, material y políticamente). Pero el viraje del séptimo congreso del Comintern, con todo lo que implicó, desencadenó otro mecanismo autónomo cuyo control iba a perder el Kremlin. Al integrarse cada vez más en el estado burgués, apropiándose de las prebendas de la democracia parlamentaria burguesa como resultado de sus éxitos electorales y sindicales, los aparatos de los PC de los países imperialistas “democráticos” quedaban en adelante sometidos a una presión material independiente, y en cierta medida antagónica, de la del Kremlin. Así como el “socialismo en un solo país” desemboca en el nacionalcomunismo, la teoría y la práctica del frente popular desembocan en una línea política que alimenta un proceso gradual de socialdemocratización. He ahí dos de las principales raíces históricas del eurocomunismo.

La mayoría de los dirigentes eurocomunistas más lúcidos son perfectamente conscientes de ello. Constantemente se refieren a los “grandes precedentes históricos” de la política de frente popular y de la “unión antifascista de la resistencia”, en el curso e inmediatamente después de la segunda guerra mundial, como a etapas preparatorias del eurocomunismo. No se equivocan al recordar de este modo, a su manera, a los maoístas, en parte ignorantes, en parte deshonestos, que el verdadero precursor del eurocomunismo es el mismísimo José Stalin. Basta con examinar los documentos del PCF, del PCI, del PCE, y de otros muchos PC, de las épocas 1935-38 y 1941-47, para encontrar, escritas por sus líderes de entonces, por los más fieles lugartenientes de Stalin en la misma URSS y fuera de ella, incluso por el propio Stalin, las mismas fórmulas revisionistas acerca del estado burgués, la “nueva democracia” y la “democracia avanzada” de las que nuestros maostalinistas fingen hoy indignarse, olvidando, por lo demás, que el propio Mao las había copiado fielmente en 1941.[11]

La desagradable sorpresa del Kremlin resulta del hecho de que creyó poder controlar todos los movimientos de esta mecánica: “¡Derecha! ¡Izquierda! ¡Firmes!” Su suficiencia burocrática se vio ya quebrantada cuando se concluyó el pacto Hitler-Stalin. Los acontecimientos posteriores han hecho que se olvide la grave crisis que atravesó entonces, en particular, el PCF; no menos de un 40 % de su grupo parlamentario, incluyendo a varios miembros del BP, desaprobaron a Moscú en aquella ocasión; parte de ellos se pasaron al campo de su propia burguesía.[12] A pesar de todo, el grueso del aparato permaneció fiel al Kremlin.

Lo mismo se produjo tras el inicio de la “guerra fría” que sucedió a la “gran alianza antifascista”. Todos los PC de la Europa capitalista dieron obedientemente un giro de 180 grados. Afirmaron, como un solo hombre, que si “persiguiendo al agresor imperialista” el Ejército Rojo llegara a las fronteras del propio país, sería recibido en él con los brazos abiertos, como fuerza liberadora. No era ése, indudablemente, el lenguaje de un partido socialdemócrata.

En distintos momentos, en los años 60 (en algunos casos ya en el curso de los años 50), algunos PC de la Europa capitalista volvieron a realizar el viraje hacia la adaptación a la socialdemocracia, lo cual coincidía más o menos con algún viraje paralelo del Kremlin: viaje de Kruschev a los Estados Unidos; “el espíritu de Camp David”; encuentro Kruschev-Kennedy en Viena, etcétera. Esta vez, sin embargo, el mecanismo no sólo era más difícil de controlar que en 1935-38 o en 1941-47, sino que además estaba bastante descompuesto.

La razón fundamental de ello está en los efectos acumulativos de los sucesivos virajes, la duración del nuevo viraje reformista, la modificación en la composición del aparato de los PC, la distinta naturaleza del reclutamiento de los PC en base a su política neorreformista a largo plazo. Los virajes que se sucedían cada tres años, cosa que daba una gran flexibilidad y diversidad a la experiencia de los burócratas y cuadros de los PC, han sido sustituidos por una práctica reformista aplicada sin interrupción desde hace cerca de veinte años, y a veces más. Una generación entera de cuadros eurocomunistas no ha aprendido ya nada más que a preparar unas buenas elecciones y a conducir acciones reivindicativas inmediatas. La desaparición progresiva de toda la generación comunista que se formó en los años anteriores de 1935, durante la resistencia, o incluso durante los años de la “guerra fría”, y que conoció una práctica política muy distinta a la de hoy, desempeña en esto un papel muy importante.

No es menos significativo otro proceso acumulativo: el de la instalación casi permanente del aparato de los PC en la cercanía de los pesebres del estado democrático-burgués. En cuanto a esto, se repite, más o menos, un proceso de degeneración análogo al que conoció la socialdemocracia clásica entre 1900 y 1914. Esto es aplicable sobre todo a los grandes partidos comunistas en los países capitalistas, ante todo el PCI y el PCF. Largos años de clandestinidad han preservado hasta ahora al PC portugués y al español de los efectos directos de esta corrupción (cosa que puede cambiar rápidamente); la línea derechista de esos partidos está determinada, por el momento, por factores ideológicos y de orientación estratégica. Pero incluso PC más pequeños, como los de Suecia, Bélgica, Suiza, los Países Bajos, Finlandia o Gran Bretaña, se ven parcialmente arrastrados por este movimiento, ya sea a nivel municipal, ya a nivel sindical. A veces, gracias al ejemplo del vecino, la ideología se anticipa a la realidad. El deseo de acceder al pesebre precede al acceso mismo y dicta a partir de entonces la línea política.

Pero el acento hay que ponerlo ante todo en el cambio del contexto internacional. La crisis conjunta del imperialismo y el stalinismo mina los conceptos en que se basaba la ideología staliniana. La revolución china rompió el cerco capitalista de la URSS. Junto con las revoluciones yugoslava, vietnamita, cubana, ha roto el mito de “la Unión Soviética, único bastión de la revolución mundial”. El conflicto chino-soviético permite a Togliatti desarrollar una actitud de Poncio Pilatos (“ambos tienen algo de culpa”) y mina todavía más el concepto de un “bastión central” que debe defenderse. Además, identificar los progresos de la revolución mundial con la sola defensa del “campo socialista” — sobre todo cuando Yugoslavia, en primer lugar, y luego China, se han visto proyectadas fuera de ese “campo”, y cuando ese “campo” ha permitido el bombardeo de Hanoi socialista prácticamente sin reaccionar— es algo cada vez menos creíble. Paradójicamente, el fortalecimiento militar e industrial de la misma URSS destruye uno de los principales resortes con los que funcionaba la mecánica staliniana de los años treinta y cuarenta. Nadie se cree seriamente que pese hoy sobre la Unión Soviética una amenaza mortal de aniquilación, cosa que muchos comunistas creían, naturalmente, y con razón, en la época de Hitler (otra cosa es que optaran o no por la réplica correcta ante esa amenaza). La idea de “competición pacífica entre los dos campos”, que debería ser ganada por el “campo socialista” antes de que el socialismo pueda triunfar en Occidente, es el nuevo mito que sustituye al viejo. Pero su fuerza de persuasión está muy mermada.

En estas condiciones, deja de ser evidente la necesidad implacable de la subordinación a las órdenes del Kremlin, incluso según la estrecha lógica del “socialismo en un solo país”. Los intereses de los aparatos de los PC “nacionales” se autonomizan cada vez más de los de la burocracia soviética. Esta autonomía tiene su propia lógica, conlleva sus propias consecuencias. Conseguir votos en las elecciones, conquistar alcaldías y escaños parlamentarios, mantener o conquistar el control sobre los sindicatos o las cooperativas de masas, son cosas que progresivamente pasan por delante de los imperativos de la “defensa de la URSS”, o incluso de la del “campo socialista”. El que estos dos imperativos pueden colusionar es algo que, para todo burócrata de cualquier PC de la Europa capitalista capaz de ver y oír, quedó confirmado con las reacciones de los militantes comunistas de base, de la clase obrera y de las masas trabajadoras de la Europa capitalista ante el aplastamiento de la revolución húngara de 1956 o ante la invasión de la República Socialista de Checoslovaquia en 1968.

Las etapas de la crisis del stalinismo

En este sentido, la aparición gradual del fenómeno del eurocomunismo — ya que se trata de una formación gradual y no de una transformación radical de un día para otro, como fingen creer muchos observadores— está vinculada inextricablemente a la crisis progresiva del stalinismo, que se va transformando poco a poco en una crisis de descomposición.[13]

Como ya hemos dicho, la crisis de descomposición del stalinismo resulta inevitablemente de la conquista, por parte de cierto número de PC, de bases materiales y políticas independientes del Kremlin, una vez aceptada universalmente la doctrina del “socialismo en un solo país” por el conjunto de esos partidos. Los casos más claros son, evidentemente, los de los PC yugoslavo y chino. Ambos conquistaron el poder encabezando una gran revolución popular[14] que movilizaba a millones (en el caso de China, decenas de millones) de trabajadores y de campesinos, por mucho que fuera una revolución burocratizada desde sus orígenes y una movilización controlada y manipulada burocráticamente en amplia medida. Como consecuencia de ello, esos partidos y sus direcciones gozaron de un enorme prestigio ante las masas trabajadoras de sus respectivos países y adquirieron tanto una base material como una base política autónomas para resistirse victoriosamente a los ukases del Kremlin, cosa que no había podido hacer ninguna dirección comunista que quisiera permanecer en el marco del Comintern antes de 1946.

El caso del PC checoslovaco va en el mismo sentido. Este partido había recibido el poder de manos del Kremlin en febrero de 1948, desempeñando en esta ocasión un papel mucho más decisivo la presión militar-burocrática que la movilización de una fracción de la clase obrera controlada por el PC. A consecuencia de su imitación de los métodos stalinistas y de su infeudación a la burocracia soviética, disminuyeron sensiblemente sus cimientos populares entre 1949 y 1967. Pero la decisión de su fracción “centrista” de iniciar el proceso que iba a conducir a la primavera de Praga de 1968, el apoyo popular a esta nueva orientación, la rápida conquista de la autonomía de acción y la politización progresiva de la clase obrera le proporcionaron un apoyo masivo en el seno de las masas trabajadoras cuando defendió estas primeras conquistas (que representaron objetivamente conquistas de los pogromos de la revolución política) frente a la presión creciente del Kremlin. Este apoyo hizo posible el apogeo del 14° congreso del PCCh, congreso clandestino y obrero de resistencia a la imposición del Kremlin. Pero esta imposición se apoyó en los carros de combate, y la fracción “centrista” fue barrida por los “normalizadores” por mediación de esos carros de combate y de sus propias vacilaciones.

El caso del equipo fidelista cubano es una confirmación en negativo de la misma regla. Este equipo tomó el poder encabezando una formidable movilización obrera y campesina de masas, mucho menos burocratizada y manipulada que en los casos de Yugoslavia o China. Barrió las objeciones, la resistencia y el sabotaje de los stalinistas cubanos y llevó a término un proceso de revolución permanente mediante la destrucción del orden burgués y la creación de un estado obrero, adquiriendo de este modo una independencia política casi total, en un comienzo, en relación al Kremlin. Pero el aislamiento de la revolución cubana en el hemisferio occidental, el bloqueo y la agresión por parte del imperialismo americano, la creciente fragilidad de la situación militar y económica a lo largo de los años 60, las derrotas sufridas por la revolución latinoamericana, tuvieron como resultado una dependencia material cada vez más total en relación a la burocracia soviética. De ahí la regresión política del equipo fidelista.

La burocracia soviética, acostumbrada a tratar sólo con sirvientes a los que se dan órdenes o con “trotskistas enemigos del pueblo” que deben exterminarse, se desconcertó ante la imprevista resistencia con que se topó bruscamente dentro de su propia órbita. Su primer reflejo fue el de la violencia transpuesta al plano de las relaciones de estado: excomunión de Tito, bloqueo de Yugoslavia, movilización de los ejércitos en las fronteras con Yugoslavia, llamamientos a la insurrección, o incluso al asesinato.

El método brutal fracasó. Kruschev cambió el rumbo hacia la conciliación. Los “bandidos trotskistas y fascistas de la camarilla Tito-Rankovic” se transformaron de un día para otro en “los queridisimos camaradas yugoslavos”.[15] La llegada al aeródromo de Belgrado de Kruschev en persona para dar un abrazo a esos “queridos camaradas” reencontrados fue un golpe tan fuerte para el mito de la infalibilidad del PCUS y de la subordinación de todos los PC a las órdenes del Kremlin como lo había sido siete años antes la excomunión de Tito.

El mismo Kruschev, y Brezhnev a continuación, arremetieron también brutalmente contra la dirección china cuando ésta se negó a doblegarse: bloqueo económico, negativa de ayuda militar, movilización y concentración del ejército en la frontera china, escaramuzas ocasionales que podían degenerar a veces en choques armados de mayor envergadura, como los del Usuri. El fracaso volvió a ser total. La dirección china, lejos de doblegarse bajo la presión y la excomunión, afirmó cada vez más su autonomía política y organizativa.

A estas dos confrontaciones debe añadirse, naturalmente, la del XX congreso del PCUS y el comienzo de la destalinización. No sólo el mito de la infalibilidad fue ahí destruido — sin duda definitivamente — , sino que, además, la manifiesta incapacidad de la burocracia para explicar las razones profundas de la degeneración staliniana, la insuficiencia flagrante de la fórmula del “culto de la personalidad”, la impotencia del aparato soviético para realizar ninguna reforma institucional capaz de ofrecer unas mínimas garantías contra el retorno a crímenes y errores tan monstruosos, todo ello despojó de cualquier credibilidad al “modelo soviético” como “modelo de construcción del socialismo” y minó así, irremediablemente, el principio del “estado-guía” y del “partido-guía”. Togliatti fue el primero en comprenderlo, estableciendo en su “Testamento de Yalta” un vinculo causal entre la insuficiencia de la teoría del “culto de la personalidad”, las “imperfecciones” del modelo soviético del socialismo” y un ascenso inevitable del “policentrismo” en el seno del movimiento comunista internacional.[16] El Kremlin estaba perdiendo el control de todo lo que no podía ya controlar con los medios militares y económicos más directos.

La invasión de la República Socialista de Checoslovaquia fue la gota que colmó el vaso. ¡Qué largo era el camino recorrido entre el aplastamiento de la revolución húngara por los carros de combate soviéticos en noviembre de 1956, sin que ninguna dirección de ningún PC — con la excepción del PC yugoslavo — formulara la menor crítica pública, y las múltiples protestas que siguieron a la invasión de la CSSR, provenientes de los PC eurocomunistas! No puede explicarse este vuelco tan sólo por el verdadero entusiasmo que había provocado la “primavera de Praga” entre las filas de los PC europeos, sino también por el provocado entre las del proletariado europeo en su conjunto. Los múltiples vínculos tejidos por la dirección dubcekista con los eurocomunistas cuentan, evidentemente, para algo. La manifiesta impopularidad del hecho a los ojos de las masas trabajadoras de Europa, el temor a una nueva oleada de anticomunismo y a graves retrocesos electorales, desempeñaron igualmente un papel en ese asunto.

Pero lo que había, más que nada, era una sorda inquietud político-histórica:

“Y si mañana estuviéramos en el poder nosotros, comunistas italianos, franceses, británicos, y si nuestra política disgustara al “hermano mayor”, ¿qué le impediría tratar a “nuestro” país como ha tratado a Checoslovaquia, qué le impediría zurrarnos la badana o “hacernos” algo peor, como “hizo” con Frantisek Kriegel y sus camaradas, secuestrados en cuanto llegaron a Praga los carros de combate?”

Esta capacidad de imaginar lo inimaginable, que no se había adquirido aún en 1936 o en 1949, existía ahora incuestionablemente. El tiempo había hecho su trabajo. La experiencia del stalinismo, al menos en sus peores aspectos, había sido asimilada. Hubo como un grito unánime salido del corazón: “¿Eso, a nosotros? ¡Jamás!” La Internacional staliniana había muerto. O, por lo menos, se redujo cada vez más a organizaciones esqueléticas que vivían directamente de los subsidios del Kremlin. Ya no había lugar en su seno para partidos de masa con raíces propias en su clase obrera, en la misma medida en que la clase obrera internacional había ahora asimilado lo esencial de la naturaleza del stalinismo.

Eurocomunismo y coexistencia pacífica

El viraje del séptimo congreso del Comintern había sido justificado, en lo esencial, por la necesidad para la URSS de “maniobrar entre las potencias imperialistas”. Esta necesidad es un hecho objetivo. También la Rusia de Lenin y Trotsky tuvo que concluir el tratado de Brest-Litovsk y el tratado de Rapallo. En cambio, lo que no constituye una necesidad, sino un abandono de los principios elementales del marxismo, es que las partidos obreros modifiquen su curso de oposición irrevocable a la burguesía imperialista en función de estos tratados y coloquen su táctica en línea con las maniobras, forzosamente coyunturales y pasajeras, de la diplomacia del estado obrero.

La “división de las potencias imperialistas” abre un terreno de maniobras tanto después como antes de la segunda guerra mundial. No se orienta tan sólo en base a la oposición de las potencias imperialistas entre ellas. Se orienta también, y cada vez más, en base al apoyo (pasajero) a tal o cual fracción interna de la burguesía imperialista de un mismo país contra tal o cual otra fracción. Cualquier partido comunista que se deje arrastrar por esta vía añade, al abandono de la independencia de clase del proletariado y de los principios elementales del comunismo, un peligro creciente de abandonar incluso la defensa de los intereses materiales más inmediatos de la clase obrera.

Recuerda alguien el apoyo concedido por el PCF a la “defensa de la independencia nacional” de de Gaulle y los gaullistas contra los “atlantistas” que apoyaban la CED? Ya se sabe lo que pasó luego. De Gaulle llega al poder en 1958 gracias a un golpe de estado militar e instaura un “estado fuerte” que hace retroceder hasta muy lejos a la clase obrera francesa durante casi un decenio. Fue necesario Mayo del 68 para permitirle recobrar el terreno perdido.

Pero de nuevo nos encontramos en presencia de una mecánica cada vez más imposible de controlar por el Kremlin. ¿Quién será quien juzgue, y con qué criterios, cuál es la fracción imperialista y cuál la variante de política burguesa más favorable “para la paz”? Antes, la elección era sencilla. Stalin tenía siempre razón, incluso cuando proclamó de repente, en 1940, a los trabajadores alemanes que su enemigo principal ya no era Hitler, sino “la fracción belicista de Fritz Thyssen”, que pretendía romper el pacto germano-soviético de no agresión. Puesto que la infalibilidad queda eliminada para siempre con la rehabilitación de Tito y con el XX congreso, están abiertas las taquillas para apostar por uno u otro caballo para el “gran premio de la paz”.

¿Son los “atlantistas” el enemigo número 1 de la paz y de la distensión? Eso parece seguir creyendo Georges Marcháis. (El Kremlin, por lo que a él respecta, no está muy de acuerdo con este juicio. No se sentía nada descontento de los “atlantistas” Nixon y Kissinger, ni mucho menos.) ¿Acaso el peligro de un arma nuclear independiente alemana (o germano-británica, o franco-germano-británica) transforma quizá a la OTAN en un mal menor? Las preferencias de Segré parecen ir más bien por ahí (y no nos sorprendería que hubiera recibido la discreta bendición de Gromyko). ¿Puede convertirse a la OTAN en una cosa menos nociva poniendo un dedo “socialista” en el gatillo? Marcháis y Berlinguer se inclinan prudentemente hacia esta solución “intermedia”. ¿No sería quizá mejor proclamar una posición de “neutralismo positivo”? Esa parece ser la posición adoptada por Santiago Carrillo. En cuanto a Cunhal, que se atiene a las vociferaciones de antaño contra la OTAN, con gran satisfacción del PC de los Estados Unidos, observa con inquietud que la “Pravda” reproduce cada vez más raramente sus ardorosas profesiones de fe. El DKP es el único que no tiene problemas: repite como un loro lo que se dice en Berlín Este.

Con todo esto, cuando nos encontramos a maoístas semiortodoxos tratando de levantar un acta de acusación contra la política exterior de los eurocomunistas, la acrobacia que se ven obligados a ejecutar para lograr introducir la complejidad de las posiciones en su sistema simplista resulta un penoso espectáculo: los eurocomunistas, esos anticomunistas modernos (sic), demuestran su sometimiento al socialimperialismo soviético negándose a oponerse resueltamente al imperialismo americano, y sacrificando la independencia nacional, que no puede realizarse más que por medio de una lucha irreductible contra las dos superpotencias, que se han puesto de acuerdo para someter a Europa, y cuyo acuerdo mutuo implica una lucha feroz e implacable por la hegemonía, que las llevará mañana a degollarse entre sí (y a degollarnos a todos los demás) en el curso de la inevitable tercera guerra mundial. Por eso no debe excluirse a priori una alianza táctica con el imperialismo norteamericano, menos agresivo por estar debilitado...[17]

¿Favorece el eurocomunismo “la distensión” o hace que incrementen “las tensiones”? ¿Favorece la hegemonía del imperialismo americano o afianza, por el contrario, la afirmación de la Europa imperialista frente a los EEUU? Estas preguntas, planteadas de esta manera vulgar, hacen imposible cualquier respuesta razonable.

El eurocomunismo constituye un fenómeno de regresión política e ideológica de una fracción del movimiento obrero europeo, en unas condiciones de exacerbación de las tensiones y de las luchas de clases. Es esta exacerbación, y no la política cada vez más reformista de los dirigentes eurocomunistas, la que provoca la evasión de capitales de Portugal, de Italia, de Francia y de España sucesivamente. De la misma forma, si la perspectiva de una participación gubernamental de los PC eurocomunistas asusta a fracciones de la burguesía europea no es precisamente por los golpes que esos ministros bonachones se dispongan a asestar a la propiedad privada: todo el mundo sabe que sus planes son más moderados que los del ejecutivo del Labour Party de 1945 o de 1977. Además, como demuestra este ejemplo, ¡hay una distancia entre la copa y los labios, y entre los planes y la política gubernamental! Es en función de las perspectivas de ascenso revolucionario de las masas, difícilmente controlable por los PC, aunque estimulado, a su pesar, por la llegada al poder de un gobierno “de izquierda” y las reacciones que provocaría por parte de la gran burguesía, que el imperialismo los alienta.

No hay ninguna razón para suponer que los dirigentes eurocomunistas se hayan convertido en agentes directos del imperialismo americano, aunque algunas de sus maniobras puedan favorecer tal o cual operación de la administración Cárter. No puede aportarse ninguna explicación materialista a semejante hipótesis estrafalaria. Su integración creciente al aparato del estado burgués los convertiría, como posibilidad límite, en agentes de su propia burguesía, es decir, la burguesía europea, aliada, sin duda, pero también competidora (y una competidora cada vez más feroz, cada vez más afianzada) del imperialismo americano. ¿Que el eurocomunismo entorpece sus maniobras frente a Washington? Sí, si se le atribuye la responsabilidad de la fuga de capitales, de la huelga de inversiones, del estancamiento prácticamente total de la economía, lo cual es absolutamente injustificado. No, si se ve en él un elemento suplementario de reestabilización del orden burgués en la Europa capitalista; de hecho, el último dique que deberá derribar la revolución socialista antes de su triunfo.

Durante dos decenios, toda la fracción militante de la clase obrera de la Europa del sudoeste era ferozmente hostil a “su” estado burgués, con “su” ejército y “su” policía. Si el “compromiso histórico” tiene algún sentido, ése es precisamente el de eliminar esta hostilidad.[18] El paralelismo con la socialdemocracia de 1914 a 1929 vuelve a ser chocante. En el caso (poco probable, en nuestra opinión) de que esta maniobra se viera coronada por el éxito, la burguesía europea se vería reforzada y no debilitada en relación al imperialismo americano. Paradójicamente, los sustentadores más convencidos de la teoría maoísta de las dos “superpotencias” deberían conceder un prejuicio favorable a la estrategia eurocomunista, por cuanto se orienta en el sentido de reforzar “la independencia (y la fuerza) de Europa (la Europa imperialista)” frente a los EEUU. ¿Y cómo no darse cuenta de que la transformación de unos grandes partidos obreros de agencia de la burocracia soviética en fuerzas políticas autónomas que se inclinan hacia una alianza “histórica” con una fracción de su burguesía imperialista refuerza a esa misma Europa imperialista también frente a la URSS?

Está fuera de duda el que los partidos eurocomunistas sean partidarios sinceros de la distensión. Están convencidos de que sus proyectos reformistas, y no hablemos ya de su proyecto de participación gubernamental, no tienen la menor posibilidad de realizarse en el caso de una recaída en la guerra fría, por no hablar ya de la guerra a secas. Sería absurdo acusarlos de belicismo. Si algo hay que reprocharles es que expanden la peligrosa ilusión pacifista de que la paz puede salvarse a la larga tan sólo mediante la “presión” sobre el capitalismo, sin abolirlo. Pero esta ilusión pacifista la han heredado de “la ortodoxia staliniana”, de la que era y sigue siendo parte integrante. Es otro corolario lógico del “socialismo en un solo país”.

El temor expresado por determinados medios burgueses de que, independientemente de la “buena fe” con que los dirigentes eurocomunistas tomen sus distancias frente a Moscú, el aumento de su peso en la vida política y, llegado el caso, en los gobiernos de la Europa capitalista, implique “objetivamente” el peligro de una “finlandización”, de una “neutralización” de esa Europa, es doblemente infundado. En primer lugar, porque los dirigentes del PCF y del PCI han afirmado ya claramente que dejan de plantear la ruptura con la Alianza Atlántica como condición previa para una participación gubernamental (es interesante subrayar que el PC portugués, a pesar de su fiel “seguidismo” respecto al Kremlin, ha actuado igual durante los gobiernos provisionales en los que participó en 1974-75). En segundo lugar, porque, a diferencia de la situación finlandesa, los dirigentes eurocomunistas se han manifestado a favor de un fortalecimiento, y no de un debilitamiento, de la “defensa nacional” de sus respectivas burguesías. Y estas burguesías son cualquier cosa menos “neutrales”.

Partiendo de ahí, el único elemento realista en esos miedos de los burgueses más osificados es que las mismas transformaciones en las relaciones de fuerzas sociopolíticas que podrían desembocar en la entrada al gobierno de los eurocomunistas puedan conllevar rupturas de la Alianza Atlántica. Esto es incuestionablemente cierto. Todavía habría que añadir, para no caer en sofismas, que el objetivo político de los dirigentes euro-comunistas es precisamente la limitación de estas transformaciones, su canalización hacia vías compatibles con el mantenimiento del orden burgués (y, en último extremo, con el mantenimiento de la Alianza Atlántica). Si alguna vez llega a producirse la ruptura con la OTAN de tal o cual país de Europa occidental, no será por culpa, sino a pesar, de los esfuerzos políticos de los eurocomunistas.

Queda por saber si, desde el punto de vista de la burocracia soviética, no son preferibles la OTAN y la situación actual al nuevo reparto de cartas que resultaría de un reforzamiento militar autónomo del imperialismo europeo, al que el eurocomunismo hubiera contribuido a su manera. Es perfectamente posible, como lo es el que los guiños cómplices del Kremlin a Giscard, que vienen repitiéndose desde antes de las últimas elecciones presidenciales, y a los que Marcháis reprocha — justificadamente, desde su punto de vista — “la ausencia de internacionalismo proletario”, reflejan una sorda inquietud respecto a una Europa “tripolar”, con un rearme autónomo germano-franco-italo-británico (por no hablar de una Europa “tetrapolar”, con una revolución socialista victoriosa en uno o varios países de la Europa del sudoeste).

Para el movimiento obrero internacional y la clase obrera europea, éstos no son sino juegos en gran medida gratuitos y a la vez demasiado peligrosos. La clase obrera no tiene por qué elegir entre distintas variantes de política internacional burguesa. Ahora bien, de esto es de lo que se trata en todas esas especulaciones. La clase obrera debe combatir por una política internacional obrera, es decir, una política independiente de clase, opuesta a toda alianza con una determinada fracción del imperialismo en contra de otra. Esto se traduce hoy en dos fórmulas: ¡Contra el armamento (ante todo el armamento nuclear) y contra los preparativos de guerra de toda burguesía imperialista! ¡por los Estados Unidos socialistas de Europa!

¿Hay lugar para un “verdadero reformismo” en la Europa capitalista de hoy?

Cuando hablamos de un proceso de socialdemocratización de los PC de Europa occidental, los representantes del eurocomunismo reaccionan airados: no tenemos nada en común con la socialdemocracia de hoy, afirman. Nunca hemos dicho que los PC estén transformándose en la misma cosa que la miserable socialdemocracia de Helmut Schmidt, de Wilson-Healy-Callaghan o de Mario Soares. Hemos subrayado el evidente paralelismo con la evolución de la socialdemocracia de los años 1910-1930, que era, a pesar de todo, una cosa distinta a la de hoy. Los dirigentes eurocomunistas no han respondido aún seriamente a esta comparación.

Ahora bien, nosotros hablamos de un proceso. La socialdemocracia de hoy es producto de la de los años 1920, pero es muy diferente de ella. De la misma forma, la socialdemocracia de los años 20 era producto de la capitulación de 1914, pero por eso mismo había sufrido transformaciones importantes respecto a la de antes de agosto de 1914. Y la capitulación de agosto de 1914 era a su vez producto de los cambios que se habían producido en el seno de la socialdemocracia clásica con anterioridad a la primera guerra mundial.

Análogamente, el eurocomunismo, que aún no ha transformado a los PC en partidos socialdemócratas, sino que tan sólo ha acelerado su evolución en este sentido, es producto de una opción cada vez más sistemática y a largo plazo desde el final de la “guerra fría”, opción que a su vez es resultado de las transformaciones introducidas en el Comintern por el séptimo congreso, el frente popular y la política de “unión antifascista” del período 1941-47, transformaciones inconcebibles sin el viraje hacia el “socialismo en un solo país” en la URSS y en el Comintern a partir de 1924.

Describiendo los orígenes de la traición socialpatriota en el seno de la socialdemocracia internacional, Trotsky subraya el rasgo siguiente:

“El patriotismo de los socialdemócratas alemanes ha comenzado por ser el patriotismo muy legítimo que sentían hacia su Partido, el más poderoso de la Segunda Internacional. La socialdemocracia alemana tenía la intención de erigir 'su' sociedad socialista basándose en la alta técnica alemana y en las cualidades superiores de organización del pueblo alemán. Si se deja de lado a los burócratas empedernidos, a los arribistas, a los negociantes parlamentarios y a los estafadores políticos en general, el socialpatriotismo del socialdemócrata de filas se derivaba precisamente de la esperanza de organizar el socialismo alemán. No se puede pensar que los centenares de millares de militantes que formaban los cuadros socialdemócratas (sin hablar de los millones de obreros de filas) tratasen de defender a los Hohenzollern o a la burguesía. No, querían proteger la industria alemana, la técnica y la cultura alemanas y, sobre todo, las organizaciones de la clase obrera alemana como premisas nacionales 'necesarias y suficientes' del socialismo.” [19]

La analogía con la evolución del PCF, y sobre todo del PCI, resulta soprendente. En los escritos de los eurocomunistas se repite como un leit-motiv que toda crisis “catastrófica” del “estado democrático” pondría en peligro “las conquistas de la clase obrera”. He ahí la razón profunda por la que los PC se transforman en “factor de orden”.[20] Lograrán la gratitud de las “capas medias” por su abnegación, su “sentido de estado”, su negativa a “explotar las dificultades con fines partidarios”. Así es como consolidarán lo conquistado, y luego, poco a poco, lo extenderán...

Volveremos más adelante sobre las contradicciones manifiestas contenidas en la estrategia que se funda en razonamientos semejantes.[21] Lo indiscutible es que éstos repiten textualmente otros razonamientos análogos de la socialdemocracia: la tercera raíz histórica del eurocomunismo es la “estrategia de desgaste” de Kautsky. Y está condenado a llevar a las mismas derrotas y bancarrotas en las que desembocó la socialdemocracia clásica.

Y es que todo eso hace abstracción del factor decisivo de la política en la sociedad burguesa: la lucha de clases elemental. A fuerza de sucesivas mediaciones introducidas entre el análisis socioeconómico y el análisis político, este último acaba por desligarse por completo de su base y por ser considerado como un juego totalmente autónomo en el que la astucia, la táctica, la maniobra, el compromiso, la sicología, lo son todo, mientras que el interés material de clase ya no es nada. Pero toda la historia del siglo XX testimonia en contra de semejantes concepciones burocráticas, maniobreras y manipuladoras de la política, que no son esencialmente stalinistas en la medida en que son comunes a la burocracia socialdemócrata y a la burocracia stalinista. La burguesía europea es indudablemente demasiado instruida y experta para que se la paralice con “astucias”. En cuanto a la clase obrera, políticamente menos experimentada, puede, sin duda, verse engañada ocasionalmente por maniobras hábiles. Pero el engaño desemboca en la desmoralización que conduce al debilitamiento de la clase obrera. Y este debilitamiento hace que se incline la balanza en un sentido contrario a los designios reformistas (y eurocomunistas).

Dos características esenciales de la actual coyuntura hacen que la “transformación gradual del capitalismo” perseguida por los eurocomunistas sea aún menos realizable que los proyectos similares de Kautsky y compañía antes de la primera guerra mundial.

Ante todo, la Europa capitalista evoluciona hoy en un clima de crisis económica y social de larga duración, que ha restringido al máximo los márgenes de maniobra de la burguesía imperialista y su posibilidad de conceder reformas. De hecho, de lo que se habla en todos lados es de austeridad y no de reformas. La mayor parte de los proyectos eurocomunistas (empezando por el “Programa Común” francés) estaban condicionados por una proyección a medio y largo plazo de una tasa de crecimiento económico del 5 % anual. En el marco del régimen capitalista, incluso “acondicionado”, esto se ha convertido en algo totalmente utópico para los años próximos. Toda orientación reformista es una orientación de gestión de la crisis y no una orientación “profundamente transformadora”. Seguirá siéndolo en la Europa capitalista de los años 70 y 80. Sólo rompiendo con la burguesía, sólo aboliendo el régimen capitalista, puede abrirse una salida hacia un crecimiento acelerado.

En segundo lugar, la internacionalización de las fuerzas productivas, del capital y de la lucha de clases está hoy mucho más avanzada que en 1914, en 1936 o en 1945. La interpenetración internacional de los capitales en el seno del Mercado Común es un hecho, aunque siga siendo un fenómeno que se desarrolla de forma desigual y contradictoria. En estas condiciones, cualquier proyecto de “transformación gradual del capitalismo” sobre una base nacional, que mantenga al mismo tiempo las estructuras fundamentales de la economía capitalista, es totalmente utópico, si no reaccionario. No puede implicar más que una elección desgarradora entre dos males de los que la clase obrera debe huir como de la peste: o bien una capitulación en cadena ante las imposiciones del capital financiero internacional (¡ver a Wilson-Healy-Callaghan!), o bien un creciente recurrir al proteccionismo. Ambas opciones se saldarán con regresiones del nivel de vida de la clase obrera. Ambas la encierran en una situación política sin salida.

Los dirigentes del PCI lo intuyen, por lo demás, confusamente. Insisten en el hecho de que no pretenden en absoluto recaer en el proteccionismo. Acaban incluso por valorizar al Mercado Común, a la Europa del capital. Pero esto convierte al proyecto político eurocomunista en algo aún más irrealista. ¿A quién se quiere hacer creer que podría introducirse “gradualmente” el socialismo en Italia o en Francia, sin dejar de estar asociado al gran capital alemán federal y británico?

El “socialismo en un solo país” traducido en “comunismo nacional” a realizar gradualmente en cada país de Europa aisladamente conduce a un callejón sin salida alguna. El comunismo, como cualquier política y cualquier proyecto de clase del proletariado, es internacional o no es nada. No existe ningún sucedáneo de la orientación hacia los Estados Unidos socialistas de Europa, única respuesta históricamente válida y superior a la integración capitalista de Europa. No hay más derrocamiento concebible del capitalismo en Europa que el que se oriente hacia este objetivo y esté sustentado por él.

El “centro único”, el internacionalismo proletario y el destino del eurocomunismo

El internacionalismo proletario está basado en la comunidad de intereses de clase del proletariado de todos los países, en oposición a la competencia capitalista estructurada en mercados y estados separados entre ellos por la lógica de la propiedad privada de los medios de producción. Implica la solidaridad indispensable con toda lucha obrera compatible con el interés de clase.[22] Esto no se puede negar, en la teoría y en la práctica, más que si se niega esta comunidad de intereses, rechazándose así las principales premisas de la teoría marxista sobre la posibilidad de una emancipación socialista de la humanidad. Esta negativa implica, en el mejor de los casos, un repliegue hacia la utopía, hacia un socialismo surgido del adoctrinamiento y la propaganda y no basado en la toma de conciencia de intereses materiales y sociales comunes. En el peor de los casos, implica el abandono de toda perspectiva socialista, es decir, la caída en el pesimismo o la indiferencia en cuanto al destino del género humano.

Pero el internacionalismo proletario, como cualquier panel de la conciencia de clase del proletariado, no puede ser otra cosa que una conquista progresiva de la masa de los asalariados, basada en la experiencia efectiva de lucha y solidaridad. Creer que será resultado automático de órdenes desde arriba o de la difusión de discursos, artículos, folletos y libros — por importante que sea, por lo demás, esta educación — equivale a no comprender nada de la formación concreta de la conciencia de clase entre amplias masas, a recaer en el idealismo histórico.

Ahora bien, la única práctica que puede desembocar en una difusión cada vez más amplia del internacionalismo proletario es una práctica de solidaridad recíproca. Al desviar a la IC de sus objetivos iniciales, al desnaturalizarla convirtiéndola en un instrumento dócil de sus maniobras diplomáticos y de la defensa de sus privilegios particulares, la burocracia stalinista asestó un golpe mortal al internacionalismo proletario en las filas del movimiento que controló a escala mundial.

Los trabajadores alemanes, españoles, franceses; los PC polaco y yugoslavo (disueltos); los comunistas alemanes y austríacos refugiados en la URSS, luego librados a Hitler por Stalin; el pueblo tártaro, “borrado del mapa”, han figurado entre los que han sufrido en carne propia la alimentación forzosa en base a esos amargos frutos del “socialismo en un solo país”. El conflicto Stalin-Tito, el conflicto chino-soviético, el conflicto con la dirección del PC checoslovaco en 1968, la disputa del eurocomunismo, son los sucesivos bumerangs que a la postre han golpeado a la burocracia soviética como consecuencia de ese pecado original.

Cuando los portavoces de esta burocracia y sus dóciles loritos de los PC búlgaro, checoslovaco “normalizado”, alemán, austríaco, norteamericano, acusan hoy a los dirigentes llamados eurocomunistas de “traicionar el internacionalismo proletario”, su cinismo sólo es comparable a su torpeza casi ingenua. Aquellos que han traicionado y siguen traicionando innumerables revoluciones, huelgas, movimientos económicos y políticos de los trabajadores en cien países de todas las partes del mundo, ¿con qué derecho pueden invocar hoy este principio, que sólo tiene un valor aceptable si está basado en la estricta reciprocidad y universalidad? Un minero español de Asturias, que ha visto debilitados varios de sus movimientos reivindicativos bajo el régimen franquista por importaciones de carbón proveniente de “los países socialistas”, ¿tiene por qué recibir lecciones de “internacionalismo proletario” de aquellos que se comportaron entonces como unos vulgares rompehuelgas? Los militantes británicos del Labour Party, que recuerdan que por miedo a estorbar la “gran alianza antifascista” el Kremlin les aconsejó mantener, en 1945, una alianza con sus explotadores capitalistas tories, Churchill y Eden, ¿pueden tomarse en serio los llamamientos al internacionalismo proletario que procedan de esta fuente sospechosa? Los militantes obreros indios que saben que el Kremlin obligó a la dirección del PC indio a combatir abiertamente el movimiento por la independencia nacional de ese país colonial en agosto de 1942, ¿pueden tomarse en serio las referencias al internacionalismo proletario proferidas por Brezhnev y Dange?[23]

Está sobrentendida en toda esta campaña la brillante fórmula de Maurice Thorez: “El internacionalismo proletario es la solidaridad con la Unión Soviética”.[24] Pues no, el internacionalismo proletario es la defensa conjunta de los intereses de los proletarios de todos los países (entre los cuales están también, naturalmente, los de la Unión Soviética, incluyendo la defensa de lo que subsiste de las conquistas de Octubre). Cualquiera que no comprenda que esta fórmula de Thorez es hoy inaceptable para la inmensa mayoría de los militantes de los PC, y por la casi totalidad del proletariado mundial, no ha comprendido nada de todo lo que ha cambiado en el mundo en el curso de los últimos treinta años.

Al rechazar el “centro único” director del movimiento comunista internacional, los dirigentes eurocomunistas se imaginan rechazar la subordinación a las instrucciones procedentes del Kremlin, la subordinación de sus partidos a unos intereses que no son los suyos (no decimos: que no son los de su proletariado, porque hace mucho que ellos mismos han dejado de defender estos intereses de forma consecuente). Los militantes comunistas se imaginan reencontrar una “autonomía”, una “independencia” desde hace tanto tiempo deseada. Pero la dialéctica de la lucha de clases es implacable. Escapando a la tutela de la burocracia soviética, caerán fatalmente bajo la de su propia burguesía, por cuanto que no vuelven a encontrar la línea de la lucha anticapitalista intransigente.

Ahora bien, no es posible ninguna lucha anticapitalista intransigente en la época imperialista si no es una lucha internacional. No es posible ninguna lucha internacional consecuente sin una organización internacional. El célebre “centro único”, que tan profundamente desacreditaron Stalin y el stalinismo al identificarlo con las órdenes burocráticas al servicio de una fracción de la clase (la burocracia privilegiada de la URSS), es la única solución de recambio que espera a los militantes comunistas que deseen realmente reencontrar la independencia de clase ante la burguesía y ante la burocracia soviética.

Todo “nacionalcomunismo” en un país capitalista está condenado a ser un “comunismo” que se integra al estado burgués. Toda negativa a la integración en el estado burgués sólo puede, a la larga, encontrar coherencia y credibilidad si está subtendida por un proyecto internacional de lucha de clase y de organización proletaria. No es posible oponerse a la propia burguesía en el plano de la política interior y ser neutral o consentidor respecto a ella en el plano internacional y militar. La indiferencia o la traición respecto a las luchas de clase internacionales acabarán tarde o temprano por transformarse en indiferencia o traición respecto a la lucha de clase nacional. Así es la dialéctica objetiva de la sociedad burguesa, confirmada por innumerables precedentes históricos.

Cuando un puñado de marxistas revolucionarios agrupados en torno a León Trotsky pusieron manos a la obra para reconstruir la Internacional, sabían, desde luego, perfectamente que su empresa no hacía sino anticiparse a lo que sería mañana la nueva Internacional comunista de masas. Sólo constituían su primer núcleo. Aunque hoy sean diez o veinte veces más fuertes que en la época de la conferencia fundacional o que inmediatamente después de la segunda guerra mundial, siguen siendo tan sólo esto: el núcleo que ha asegurado la continuidad y el enriquecimiento del programa comunista y que ha educado a millares de cuadros sobre esta base. Lo restante, la fusión de estos cuadros y de este programa con las amplias masas, será producto combinado de su capacidad política y de los desarrollos de la lucha de clase (provocando, aunque no automáticamente, saltos hacia adelante de la conciencia de clase).

Los marxistas revolucionarios, nadando resueltamente contra la corriente, reafirman hoy enérgicamente: ¡No a los comunismos nacionales, sí al “centro único”! Desde luego, no un “centro” burocrático que dé órdenes por vía administrativa. No un “centro” que designe y destituya a las direcciones nacionales independientemente de la maduración y la comprensión de la mayoría de los miembros de los partidos nacionales. Ni mucho menos un centro que dicte unas “tácticas” únicas, sin tomar en cuenta la evolución desigual de las relaciones de fuerza entre las clases en los distintos países (eso que los eurocomunistas llaman pudorosamente “no tomar en cuenta las particularidades históricas de cada nación”). Y, menos que nada, un “centro” que dé órdenes, subordinando los intereses de la lucha de clase del proletariado de un país cualquiera a los intereses de una fracción del proletariado de otro país, o a las maniobras diplomáticas de un estado determinado.

Sino un “centro único” que permita centralizar las experiencias, la práctica y las enseñanzas que de ella se desprenden, de los proletarios de todos los países. Un “centro” que, sobre esta base y a través de la discusión abierta y la persuasión, elabore una orientación común de todos los comunistas ante los grandes problemas internacionales. Un “centro” que permita por ello superar el estadio de la “solidaridad” verbal y de los insípidos “intercambios de experiencias” y alcanzar un número creciente de acciones comunes de los proletarios a escala mundial. Un “centro” que contraponga a la centralización internacional de la contrarrevolución burguesa una centralización progresiva de la iniciativa revolucionaria internacional.

En la época de las “multinacionales”, de la internacionalización cada vez más avanzada del capital, la creciente internacionalización de la lucha de clase es una tendencia objetiva e irreversible. Tan sólo acciones de clase coordinadas internacionalmente pueden constituir una réplica eficaz a las maniobras internacionales del capital. Negarse a una centralización internacional de la política y de la organización de clase significa quedarse atrás respecto a las tendencias objetivas y espontáneas de la lucha de clase en vez de ir por delante de ellas. ¿Cómo podía actuarse eficazmente contra el apoyo del imperialismo al putsch militar-fascista de Pinochet sino mediante una réplica a escala internacional? ¿Cómo ayudar a los esclavos coloniales rebelados y agredidos por el imperialismo, sino con una réplica a escala internacional? ¿Cómo podía neutralizarse el bloqueo de Portugal mientras se desarrolló el proceso revolucionario de 1975 sino mediante una réplica obrera coordinada internacionalmente? Entretanto, el eurocomunismo llegaba a los resultados tragicómicos del PCF defendiendo “el vino francés” contra el “vino italiano”, sostenido por el PCI.

En la época de las guerras, de las revoluciones y las contrarrevoluciones, el dilema “revolución permanente o socialismo en un solo país”, “internacionalismo proletario o nacionalcomunismo”, “centro único”, es decir, organización internacional, o dispersión socialpatriota, tiene implicaciones terribles, a las que Lenin, Trotsky, Rosa y sus compañeros eran ya sensibles en 1914, pero que tantos comunistas (y no únicamente los aún recientemente ligados al Kremlin) parecen haber olvidado. Ante la multiplicación de los conflictos armados en el mundo, toda negativa a la disciplina internacional en relación a cuestiones internacionales puede desembocar tarde o temprano en la situación invocada por Rosa en la fórmula acerba con que refutaba los sofismas centristas contra la disciplina internacional: “Proletarios de todos los países, uníos en tiempo de paz y degollaos los unos a los otros en tiempo de guerra”.

Ya se han dado casos de proletarios invocando, todos ellos, el comunismo, e inscribiendo todos ellos en sus banderas “proletarios de todos los países”, y degollándose entre ellos, en Hungría en 1956, y luego en el Usuri. Ya han luchado a bayonetazos en Angola. Pueden hacerlo mañana en el Ogadem y en otras partes.

No hay, por lo demás, más solución de recambio a estas catástrofes que una verdadera Internacional comunista centralizada democráticamente, que trate a todos los partidos en pie de igualdad, que no reconozca el “mesianismo nacional” de ningún país, de ningún proletariado nacional ni de ningún partido, que se esfuerce, constante, paciente y obstinadamente en despejar los intereses de clase comunes de la maraña de los intereses parciales, fragmentarios, y de la conciencia fragmentaria que los refleja.

El querer construir una organización mundial semejante es sin duda la tarea más difícil que se haya propuesto la humanidad. Lo demuestra el que Marx, Engels, Lenin, Trotsky, no pudieran en vida realizarla hasta el final. Pero sabemos que la humanidad no se propone nunca tareas que no pueda realizar. Y estamos convencidos de que ninguno de los problemas vitales con que se enfrenta hoy la humanidad — ¡problemas de supervivencia en el sentido literal del término!— se resolverá sin la creación de esta Internacional comunista de masas y sin la difusión de la conciencia proletaria internacionalista entre las grandes masas del mundo, que deben sustentarla.

1° de septiembre de 1977


Notas:

[1] Y Jaurès, sin embargo, ni izquierdista ni revolucionario, proclamó en Basilea: ”¡No iremos a la guerra contra nuestros hermanos! ¡No dispararemos contra ellos! Si a pesar de todo estallara la conflagración, habrá entonces guerra en otro frente, habrá la revolución.”

[2] En las ”Tesis sobre las tareas de la socialdemocracia internacional” que redactó Rosa Luxemburg y que fueron adoptadas en la primera conferencia del grupo ”Die Internationale” (posteriormente grupo ”Spartakus”) en la primavera de 1915, leemos, en particular: ”El centro de gravedad de la organización de clase del proletariado reside en la Internacional. La Internacional decide, en tiempo de paz, sobre la táctica de las secciones y nacionales respecto al militarismo, a la política colonial, a la política comercial, a las celebraciones de mayo, y decide además sobre la táctica a adoptar en tiempo de guerra. El deber de aplicar las decisiones de la Internacional precede a todos los demás deberes de la organización. Las secciones nacionales que contravienen sus decisiones se excluyen por sí mismas de la Internacional.” Y más adelante: ”La patria de los proletarios, cuya defensa pasa por delante de todo, es la Internacional socialista.” (En: Rosa Luxemburg: La crisis de la socialdemocracia, Editions La Taupe, Bruselas, 1970, pp. 224, 225.)

[3] Así, Kautsky había previsto correctamente que la revolución rusa de 1905 abriría un ciclo revolucionario en los países de Oriente.

[4] ”El triunfo de la revolución socialista es inconcebible dentro de las fronteras nacionales de un país. Una de las causas fundamentales de la crisis de la sociedad burguesa consiste en que las fuerzas productivas creadas por ella no pueden conciliarse ya con los límites del Estado nacional. De aquí se originan las guerras imperialistas, de una parte, y la utopía burguesa de los Estados Unidos de Europa, de otra. La revolución socialista empieza en la palestra nacional, se desarrolla en la internacional y llega a su término y remate en la mundial. Por lo tanto, la revolución socialista se convierte en permanente en un sentido nuevo y más amplio de la palabra: en el sentido de que sólo se consuma con la victoria definitiva de la nueva sociedad en todo el planeta.” ”El capitalismo, al crear un mercado mundial, una división mundial del trabajo y fuerzas productivas mundiales, se encarga por sí solo de preparar la economía mundial en su conjunto para la transformación socialista.” (León Trotsky: La revolución permanente, trad. Andreu Nin, Fontamara, Barcelona, 1976, p. 218.)

[5] Hasta principios de 1924, es decir, hasta la primera edición de Lenin y el leninismo, el propio Stalin escribe: ”Para derrocar a la burguesía, bastan los esfuerzos de un solo país, la historia de nuestra revolución lo demuestra. Para la victoria definitiva del socialismo, para la organización de la producción socialista, los esfuerzos de un solo país, sobre todo de un país campesino como Rusia, no son ya suficientes: son necesarios los esfuerzos de los proletarios de varios países avanzados... Estos son en términos generales los rasgos característicos de la teoría leninista de la revolución proletaria.” En las ediciones ulteriores de Cuestiones del leninismo, este pasaje fue modificado.

[6] Ver, entre otros, Jean Ellenstein: Historie du phénomène stalinien, Grasset, París, pp. 64-65.

[7] La fórmula fue utilizada por Trotsky en La revolución permanente.

[8] La llegada de Hitler al poder y la inevitabilidad de una guerra entre la Alemania nazi y la Unión Soviética desempeñaron a este respecto un papel determinante entre numerosos cuadros de los PC de los años 30.

[9] León Trotsky: La Internacional Comunista después de Lenin. Ediciones V, México, 1972, trad. de Andreu Nin, pp. 178-180.

[10] Los maoístas que hacen remontar la política de coexistencia pacífica a Kruschev actúan con ignorancia o con mala fe. ¿Habrá que recordarles la célebre entrevista concedida por Stalin al periodista norteamericano Howard en 1934, en la que el ”padre de los pueblos” trató de ”malentendido tragicómico” la idea de que la Unión Soviética intentara servir la causa de la revolución mundial?

[11] Cfr. ”Acerca de la nueva democracia”: ”La República de nueva democracia será distinta de la vieja forma euroamericana de república,. capitalista bajo dictadura burguesa... Será también distinta de la república socialista de tipo soviético bajo la dictadura del proletariado... Para un determinado período (!) histórico, esta forma no es aplicable a las revoluciones de los países coloniales y semicoloniales. Durante este período, las revoluciones de todos (!) los países coloniales y semicoloniales adoptarán una tercera forma de estado, es decir, la república de la nueva democracia... una forma de estado transitoria... bajo la dictadura común (!) de distintas (!) clases antiimperialistas.” (Mao Tse-tung: On New Democracy, pp. 350-351 de ”Selected Works of Mao Tse-tung”, vol. II, Foreign Language Press, Pekín, 1965.)

[12] A. Rossi: Physiologie du PCF, Editions Self, París, 1948. A. Rossi: Les communistes français pendant la “dróle de guerre”, Ed. Albatros París, 1951.

[13] Trotsky define el séptimo congreso del Comintern como congreso de liquidación. (Artículo del 23 de agosto de 1935.) ”Writings of León Trotsky” 1935-36, Pathfinder Press, New York, 1977, pp. 84 y fol.) Formalmente, la fórmula se reveló exacta a partir de 1943. Y nunca se realizó un octavo congreso. Sustancialmente, la fórmula se verificó correcta después de la segunda guerra mundial, durante la crisis progresiva del stalinismo.

[14] Se utiliza aquí este término no en el sentido de una revolución con un sentido de clase específico distinto a una revolución burguesa o una revolución proletaria, sino en el sentido descriptivo de una revolución en la que las masas populares participan mayoritariamente de forma activa.

[15] Los maoístas no se comportaron mucho mejor. Después de haber arrastrado por el fango durante un decenio a los comunistas yugoslavos como a los peores ”revisionistas” o hasta ”fascistas” ”restauradores del capitalismo”, suspendieron repentinamente cualquier crítica pública a la LCY a partir de agosto de 1968. Los maoístas tampoco han explicado nunca en qué difieren las relaciones de producción y la estructura socioeconómica de Rumania de las de Bulgaria o la URSS. Ahora bien, por la sola razón de que Ceausescu no ha atacado nunca al PC chino, siguen tratando como ”socialista” a Rumania, mientras que la URSS es ”socialimperialista” y en Bulgaria, según parece, ha sido restaurado el capitalismo...

[16] Ver, sobre este célebre ”Testamento de Yalta” de Togliatti, así como sobre sus antecedentes: Giorgio Napolitano: La politique du Partí Communiste italien, Editions Sociales, París, 1976.

[17] ¿Pensará alguien que exageramos? Léase el artículo de José Sanromá Aldea, secretario general de la ORT española, publicado en el diario ”El País” el 6 de agosto de 1977 bajo el título elocuente de ”El eurocomunismo, una forma del anticomunismo moderno”.

[18] Ver el interesante debate entre el PC italiano y los ”intelectuales de izquierda”, en el cual el primero proclama con orgullo que su tarea consiste en salvar y defender ”el estado democrático”. (”Le Monde Diplomatique” de agosto de 1977 da cuenta de este debate.)

[19] L. Trotsky: La Internacional Comunista después de Lenin. Ed. cit., pp. 177-178.

[20] Cf. la aceptación por el PC italiano de las medidas destinadas a ”reforzar el orden público” propuestas por el gobierno Andreotti durante el verano de 1977.

[21] Ver capítulo VIII del presente libro: ”La estrategia del eurocomunismo”.

[22] Hay, desde luego, luchas obreras reaccionarias, como por ejemplo las huelgas contra el empleo de trabajadores de otra raza u otra nacionalidad. Pero un solo instante de reflexión indica que se trata de conflictos entre unos obreros y otros, y no de conflictos entre obreros y capitalistas.

[23] Un ejemplo reciente y particularmente chocante. El PC japonés ha tomado posición a favor de la devolución de las islas Kuriles al Japón, después de su anexión a la URSS en 1945. El PC soviético lo acusa de chovinismo, y con razón. Pero qué decir de la posición chovinista de Stalin, identificándose cínicamente con el zarismo imperialista, cuando escribe, al final de la segunda guerra mundial: ”La derrota de las tropas rusas en 1904 dejó recuerdos amargos en el espíritu del pueblo (!). Era como una mancha negra para nuestro país (!). Nuestro pueblo ha creído y esperado que llegará el día en que el Japón sea aplastado y esta mancha borrada. Nosotros (!), los de la vieja generación, hemos esperado este día durante cuarenta años”.

[24] La fórmula procede del mismo Stalin. Según este autor, un comunista se define como ”aquél que, sin evasiones, incondicional, abierta y honestamente” convierte la causa de la revolución mundial en sinónimo de los intereses y de la defensa de la URSS. (Sochineniya, tomo X, p. 61 de la edición de 1949.)