Escrito: 28 de septiembre, 1954
Esta edición: Marxists Internet Archive, deciembre de 2011.
Traducción: Emilio Olcina Aya
Digitalización: Martin Fahlgren, 2011.
”No ha sido la Internacional la que ha empujado a los obreros a la huelga; son las huelgas las que empujan a los obreros a la Internacional.”
K. Marx
La nación es creación de la burguesía. El mercado nacional es el marco necesario para el despliegue productivo del capital. Cierto que el modo de producción capitalista crea, al mismo tiempo que las naciones modernas, el mercado mundial que arrebata a las naciones toda posibilidad de desarrollo independiente. Pero el antagonismo entre la base de partida nacional del capitalismo y su tendencia inexorable a desbordar los límites de la nación en su expansión económica sigue siendo un antagonismo insoluble en el marco del sistema capitalista. El modo de apropiación privada de la plusvalía convierte a la competencia en motor del sistema, y todas las tentativas de ”organización” capitalista se limitan a reprimir esta competencia en un plano determinado para hacerla renacer con mayor acuidad en otro plano. Incluso en la época en que su superioridad económica es aplastante, la burguesía americana sigue defendiendo ”su” producción relojera por medio de tarifas aduaneras que la protegen contra la competencia suiza. Las burguesías francesa y alemana, aun en la época de la amenaza mortal común que pesa sobre ellas debido al fortalecimiento de las potencias anticapitalistas, siguen disputándose encarnizadamente las minas y altos hornos del Sarre.
El proletario moderno, producto del capital, nace, como éste, bajo el signo de la competencia. Pero así como la competencia tiene sus raíces en la naturaleza íntima de la burguesía, el proletariado, en cambio, pronto se da cuenta de que resulta vital para él eliminar esta competencia en su propio seno. Ante el poder concentrado del capital, encarnado, a ojos del obrero, por cada capitalista individual, los trabajadores no pueden defenderse más que coligándose entre ellos, organizándose, oponiendo su solidaridad colectiva al dinero de la burguesía. Las coaliciones obreras y su forma permanente, los sindicatos, son productos espontáneos, automáticos, de la lucha de clases entre capitalistas y proletarios.
Para que una huelga tenga oportunidad de triunfar, los obreros en lucha deben unir a la mayoría de sus compañeros de trabajo. Para romper esta huelga, el capital acude a las ”reservas de mano de obra” que, debido a la miseria y a la falta de experiencia, no han podido todavía superar la competencia elemental entre proletarios en busca de trabajo. Pero estas reservas disminuyen, al menos en lo que se refiere a los obreros cualificados, gracias a que la experiencia de la lucha de clase tiende aceleradamente a establecer entre ellos, en todos los países, un nivel medio de conciencia. Las reservas de mano de obra que el capital moviliza, en estas condiciones, son reservas extranjeras. La réplica a estos intentos patronales la constituye la tentativa de englobar a los obreros de todos los países en un solo movimiento de solidaridad. Este es el origen del internacionalismo proletario en cuanto producto espontáneo, automático, de la lucha de la clase, al mismo título que las cajas de resistencia o los sindicatos obreros.
La organización sindical de la clase obrera conoció su primer auge serio en el país que fue también el primero en conocer el auge de la gran industria moderna: Gran Bretaña. Las trade-unions británicas, que se desarrollaron rápidamente en Gran Bretaña a comienzos de los años sesenta del siglo pasado, padecieron especialmente la acción de los rompehuelgas importados del otro lado del canal de la Mancha por los patronos. Soportaron igualmente un continuo esfuerzo de la patronal por presionar sobre los salarios apoyándose en la mano de obra extranjera. Así, cuando el 5 de agosto de 1862 los representantes de las trade-unions dieron un banquete en honor de la delegación de obreros parisinos enviada por iniciativa del gobierno de Napoleón III a la exposición universal de Londres, incluyeron en el comunicado que se leyó en aquella ocasión los pasajes siguientes:
”Mientras haya patronos y obreros, mientras haya competencia entre patronos y conflictos salariales, la unión mutua de los trabajadores será para éstos su único medio de salvación... Esperemos que ahora, tras habernos estrechado la mano, y viendo que como hombres, como ciudadanos y como obreros tenemos las mismas aspiraciones y los mismos intereses, no permitiremos que nuestra alianza fraterna sea rota por aquellos que podrían estar interesados en vernos desunidos; esperemos que podamos encontrar algún medio internacional de comunicación, y que cada día se forme un nuevo eslabón de la cadena de amor que unirá a los trabajadores de todos los países.”
Los dirigentes de las trade-unions de Londres, al redactar este comunicado, reanudaron una vieja tradición de solidaridad plebeya anglofrancesa cuyo origen, en el curso de la revolución francesa, fue Riazanov el primero en descubrir (”La clase obrera inglesa y la guerra contra los jacobinos”, Neue Zeit, número del 1.° de enero de 1915). Un zapatero escocés, Thomas Hardy, había fundado, en 1792, la London Corresponding Society, la cual, oponiéndose a la guerra contrarrevolucionaria emprendida por Pitt contra la revolución francesa, envió un mensaje a la Convención Nacional, y organizó en toda Gran Bretaña la propaganda de solidaridad con la revolución francesa hasta que la represión se abatió sobre ella a finales de 1793 y comienzos de 1794. La London Corresponding Society estaba casi exclusivamente compuesta de obreros; con pocas excepciones, casi todos los dirigentes obreros de los años 1820-1830 habían sido miembros de esta organización. Hardy fue considerado, hasta los años 1840, como un precursor del movimiento obrero británico. Y la casualidad quiso que el comunicado a los obreros franceses de 1862 pueda atribuirse también a un zapatero, Odger, que desempeñará un papel eminente en la Asociación Internacional de Trabajadores.
Pero el comunicado a los obreros franceses de 1862 se encadenaba, sin duda inadvertidamente, también con otra tradición. En sus palabras finales, ”... que unirá a los trabajadores de todos los países”, encontramos el eco del inmortal llamamiento que dos jóvenes alemanes habían lanzado al mundo quince años antes, en 1847: ”¡Proletarios de todos los países, uníos!”
Y es que el internacionalismo proletario no sólo representa una necesidad de la lucha de la clase obrera comprendida empíricamente a través de las luchas reales desarrolladas por las organizaciones sindicales. El internacionalismo proletario representa también el elemento básico de la conciencia de la clase obrera, formulada teóricamente en el programa comunista, mucho antes de que la experiencia infundiera esta conciencia a la vanguardia obrera.
Cuando Marx y Engels escribieron el Manifiesto comunista, se habían convertido en internacionalistas en la acción gracias a su pertenencia a la Asociación de los Comunistas, que Engels calificó, a justo título, de ”primera organización obrera internacional”, y que existió de 1836 a 1852. En su origen, era un pequeño grupo de obreros alemanes, sobre todo sastres, que se desplazaban regularmente por toda Europa occidental y que habían estado vinculados con la Asociación de las Estaciones, de Blanqui, antes de caer bajo la influencia del comunismo utópico del obrero Weitling, y, luego, bajo la de Marx y Engels. Fue para ese grupo, que, por lo demás, tuvo también a Londres por sede central, que Marx y Engels redactaron el Manifiesto comunista.
Pero antes incluso de su entrada en contacto con una organización obrera internacional, Marx y Engels habían llegado, en el plano de la teoría, a la conclusión inexorable, inscrita desde 1845 en La ideología alemana, de que, por su misma naturaleza, la sociedad comunista no puede ser más que una sociedad mundial, por tener por punto de partida el desarrollo de las fuerzas productivas realizado por el capitalismo en el mercado mundial. Ya en 1846, Marx había organizado un comité de correspondencia y dirigido cartas a los principales socialistas de la época para que ”el movimiento social saliera de los límites de la nacionalidad”, tal como escribe en su carta a Proudhon del 5 de mayo de 1846.
Fue de la fusión entre estas dos corrientes internacionalistas, la corriente empírica, encarnada por las trade-unions británicas, y la corriente consciente, encarnada por Marx y su pequeña cohorte de amigos, de donde nació la Primera Internacional.
Desde la misma reunión del 28 de septiembre de 1864 en que se creó formalmente la Asociación Internacional de Trabajadores, y que había sido convocada como resultado de los repetidos esfuerzos de los sindicatos londinenses por mantener contactos con los obreros parisinos, Marx reconoció la doble función que la Primera Internacional iba a tener, efectivamente, en la evolución del movimiento obrero internacional: por un lado, agrupar a todas las organizaciones obreras reales existentes en el mundo; por otro, infundirles una más clara conciencia comunista en cuanto a sus objetivos y en cuanto a los medios de acción que debían emplearse para alcanzar dichos objetivos.
El hecho de que la AIT no fuera fundada por un puñado de sectas, sino que representara el movimiento real de los trabajadores, tal como existía en aquel momento, tenía, para Marx, una importancia capital. El mismo dice, en una carta a Engels del 4 de noviembre de 1864, que ésta fue la condición para su participación en la reunión del 28 de septiembre de 1864 y su integración al consejo general elegido en esa reunión. El 23 de noviembre de 1871, escribe a Boite:
”La internacional fue fundada para reemplazar las sectas socialistas o semisocialistas por la organización real de la clase obrera para la lucha. Los estatutos originales y el comunicado inaugural así lo revelan a la primera ojeada.”
Para realizar esta tarea, Marx se impuso una severa autodisciplina. Se esforzó conscientemente por formular las ideas comunistas de tal forma que resultaran ”aceptables desde el punto de vista actual del movimiento obrero” (carta a Engels ya citada). Basta con comparar la audacia del pensamiento y del lenguaje del Manifiesto comunista con la demostración paciente y aparentemente moderada del Comunicado inaugural, que fue aceptado unánimemente por todas las corrientes del movimiento obrero de la época, para darse cuenta del tiento con que Marx llevó a cabo esta delicada tarea.
Sin embargo, aun velando cuidadosamente por la forma del lenguaje para no tener disgustos, sobre todo, con los dirigentes trade-unionistas comprometidos en una campaña política al lado de liberales librecambistas tipo Cobden y Bright, no por ello dejó Marx de ser extremadamente riguroso con el contenido, negándose a admitir ideas confusas, pequeñoburguesas o, sencillamente, sentimentales, insignificantes, en los documentos de la AIT. Para que el agrupamiento de las tendencias ideológicamente diversas en una sola organización obrera internacional no terminara como una experiencia negativa, había que educar, pacientemente, desde luego, pero educar al fin y al cabo, a los mejores elementos de todas estas tendencias en el espíritu de la conciencia de clase llevada a su más alta expresión, es decir, en el espíritu del marxismo. En este sentido, el comportamiento de Marx en el consejo general de la AIT se inspiró en el lema en latín que cita en su carta-informe de la fundación de la Internacional que dirigió a Engels el 4 de noviembre de 1864: suaviter in modo, fortiter in re: suave en cuanto a forma, pero valiente, fuerte, en cuanto a fondo.
A estas dos funciones objetivas de la Primera Internacional en la evolución del movimiento obrero internacional, a este doble objetivo que en su seno perseguía la vanguardia marxista, correspondieron dos etapas de desarrollo de la misma Internacional, en las que adquirieron una importancia preponderante, alternativamente, uno u otro aspecto de su actividad.
Durante la primera fase, la actividad de reagrupamiento, de organización, es decir, la acción dirigida al exterior, fue claramente prioritaria respecto a la actividad interna de diferenciación ideológica. Este fue el período durante el cual la Internacional obtuvo sus más sorprendentes éxitos. Casi todas las organizaciones obreras que existían en el mundo entero entraron en contacto y fueron aglutinadas por ella: la mayor parte de las trade-unions británicas, los partidos obreros alemanes — el partido lassalleano, al que la legislación prusiana prohibía adherirse directamente, a la AIT, se solidarizó públicamente con su programa —, las corrientes socialistas-proudhonianas francesa y belga, las organizaciones surgidas del trabajo febril de Bakunin y sus amigos en Suiza, Italia y España.
De hecho, la Internacional sólo conoció dos fracasos en esta fase. En los Estados Unidos, pese a unos contactos inicialmente prometedores, la organización nacional obrera, la National Labor Union, se negó a entrar en la AIT, y pronto se desagregó bajo los efectos de una variante americana del proudhonismo, el ”greenbackismo”. En Gran Bretaña, a pesar del dictamen favorable emitido por dos congresos de las trade-unions, el de Sheffield (1866) y el de Birmingham (1869), algunos sindicatos importantes, sobre todo el consejo sindical de Londres, se negaron a adherirse a la organización internacional.
Sin embargo, ¡qué pueden representar estos dos fracasos ante los sorprendentes resultados que se lograron! La Internacional adquiere una influencia real sobre el movimiento sindical en Londres, que representa más de 100.000 obreros organizados. Dirige la gran agitación por el sufragio universal, que alcanza su punto culminante, en verano de 1866, con una asamblea de 60.000 personas en Hyde Park. Interviene en la política mundial, envía un comunicado de simpatía a Abraham Lincoln con ocasión de la emancipación de los esclavos, pone en guardia, en 1869, a los trabajadores ingleses y a los trabajadores americanos ante la amenaza de guerra entre ambos países, protesta contra el asesinato de obreros por el ejército en Bélgica, organiza una protesta internacional contra la guerra francoalemana de 1870-71.
Sus éxitos internacionales más importantes se deben, sin duda, a su actividad de solidaridad y de coordinación de las luchas obreras.
Desde el momento en que los obreros de los países de Europa occidental se familiarizaron con la existencia de la Internacional, no hubo huelga en que los huelguistas dejaran de dirigirse a ella en petición de ayuda y solidaridad. En este sentido, la AIT fue a la vez una Internacional política, una federación sindical internacional y una alianza de federaciones profesionales internacionales; o, al menos, tuvo que desempeñar a la vez todos estos papeles en la medida de lo posible. Un breve extracto de los informes del consejo general dará idea de las múltiples peticiones ante las que se encuentra la AIT:
El 23 de mayo de 1865, lectura de una carta de los obreros de las fábricas de tul de Lyon relacionada con la ofensiva contra los salarios. El 20 de junio de 1865, el consejo escucha un comunicado anunciando que la asociación de tejedores de Lille desea adherirse a la AIT. También se da lectura a una carta que llega de Lyon: los obreros de Lyon han tenido que retroceder por falta de medios de existencia. El 30 de enero de 1866, se delibera acerca del sindicato de Londres que discute la cuestión de las cámaras de arbitraje. El 27 de marzo de 1866, comunicado que anuncia una huelga de sastres en Londres y el proyecto de traer a esta ciudad a amarillos del continente.
El consejo general decide advertir a los países vecinos, para impedir que durante el período de lucha lleguen obreros continentales. El 4 de abril de 1866, un delegado de los obreros trefiladores da las gracias al consejo, que ha intentado evitar que la patronal pudiera reemplazar a los huelguistas por obreros del continente. El 22 de mayo, carta de Ginebra que se refiere al comienzo de una huelga de zapateros, con ruego de informar a todos los obreros.
El éxito más brillante que la Internacional obtuvo en el terreno de la acción fue, igualmente, el más inesperado de todos ellos, y el menos preparado conscientemente: el advenimiento de la Comuna de París. Si bien es cierto que la Internacional no desempeñó ningún papel decisivo en la preparación y la dirección de la Comuna, también lo es que el auge del movimiento obrero francés, especialmente en París, durante los años y los meses que precedieron a la Comuna, estuvo lo bastante influido por la Internacional como para que pueda considerarse objetivamente que la primera revolución proletaria victoriosa fue la coronación lógica de su trabajo.
Paradojalmente, fue la Comuna de París la que inauguró la segunda fase de la existencia de la Internacional, la de la lucha ideológica intensa, que pronto se convirtió en la fase de su decadencia organizativa. Existen, sin embargo, distintas explicaciones posibles de esta paradoja.
La Primera Internacional fue, desde un comienzo, un ”matrimonio de conveniencia” (Franz Mehring) entre las trade-unions británicas y el movimiento obrero continental, mucho más débil, pero mucho más politizado. Al impulsar la Reform League por el sufragio universal, Marx supo, de forma genial, utilizar una coyuntura pasajera para hacer que cristalizara el interés político acrecentado de los sindicalistas británicos, y para fijarlo en la participación en la Primera Internacional. Pero cuando Disraeli tuvo que conceder al pueblo británico una ley electoral notablemente avanzada, las eminencias de las trade-unions trataron de utilizar al partido liberal para entrar en el parlamento, exactamente de la misma forma en que se comportaron los sindicatos americanos, a partir de 1936, con el partido demócrata. La Comuna de París fue excesivamente revolucionaria para unos dirigentes obreros comprometidos en aquella vía. Odger, el presidente del consejo general y el dirigente más influyente de los sindicatos londinenses, dimitió en cuanto se publicó el inolvidable folleto de Marx en defensa de la Comuna, y el ”matrimonio de conveniencia” no tardó en romperse.
Las trade-unions habían sido la verdadera base — material y popular — de la Primera Internacional. Entre los primeros resultados de la Comuna de París no sólo estuvo la destrucción de esta base, sino también el reinado de la reacción en el continente, que hizo imposible la adquisición de una nueva base de masas para una Internacional obrera. Entre la ruptura con las trade-unions y el auge de la socialdemocracia alemana hay un vacío de quince años durante el cual el movimiento político de la clase obrera conoció (salvo en Alemania) un indudable retroceso respecto al período 1864-1871.
El reflujo del movimiento real de la clase acentuó y envenenó rápidamente las relaciones internas de la AIT. Unas tendencias centrífugas ya difíciles de contener en el período de éxitos organizativos tenían que estallar inevitablemente a partir de los primeros fracasos importantes. La llegada a Londres de una masa de refugiados de la Comuna, con sus discusiones apasionadas sobre la responsabilidad de la derrota, y con sus ilusiones, en muchos casos ingenuas, de un relanzamiento del movimiento, enmarañaba aún más la situación, y, en palabras de Engels, transformó al consejo general en un verdadero parlamento.
Finalmente, la importancia repentina y desmesurada que adquirió cada una de las acciones de la Internacional ante la opinión pública mundial a partir del momento en que la reacción le atribuyó la paternidad de la Comuna exacerbó, a su vez, los conflictos ideológicos internos de la Internacional.
Desde el comienzo de su colaboración con la Internacional, Marx había tenido la obsesión de aquello que él llamaba ”escándalos”. Conocía, por su propia experiencia de emigrado alemán, los efectos desastrosos de las disputas públicas, frecuentemente emponzoñadas por disputas personales, en una clase obrera aún escéptica y escasamente convencida de su propia fuerza. Al principio, había intentado retrasar el primer congreso de la Internacional por miedo a tales escándalos. A partir del advenimiento de la Comuna, consideró inadmisible que los partidarios de Bakunin pudieran publicar su literatura irresponsable o, incluso, desencadenar peligrosas aventuras, como la revolución española de 1873, en nombre de la Internacional. La ruptura con Bakunin fue, a partir de entonces, inevitable. Posteriormente, han habido filisteos y moralistas que han acusado a Marx de haber ”sacrificado” la Internacional a consideraciones tácticas. Pero la historia le dio espectacularmente la razón. La tradición establecida por la Internacional durante el breve período de su existencia fue la base del auge del movimiento obrero a finales del siglo XIX. Permitir que los bakuninistas hablaran en nombre de la Internacional hubiera desorganizado por mucho tiempo la vanguardia obrera y retrasado la organización de la clase durante un largo período.
La rápida desagregación que conoció la Primera Internacional tras la derrota de la Comuna de París, bajo el efecto de la lucha de tendencias entre marxistas y bakuninistas, no aminora en absoluto la capital importancia teórica de esta lucha. Si es cierto que el programa general del movimiento obrero, como expresión consciente del proceso histórico inconsciente, fue formulado, de una vez por todas, por el Manifiesto comunista, no resulta exagerado decir que no fue sino a través de la traducción de dicho manifiesto en los documentos, comunicados y resoluciones de la Primera Internacional que el proletariado de los principales países de Europa adquirió las primeras nociones generales de este programa.
La lucha ideológica entre el marxismo y las corrientes no marxistas de la Primera Internacional fue, esencialmente, una lucha entre el pasado sectario, utópico, pequeñoburgués, del movimiento obrero socialista, y el futuro comunista del movimiento político. Bastará con recordar que el primer gran debate de los primeros congresos de la AIT giraba en torno a la cuestión de la utilidad de las huelgas y de los sindicatos, que los proudhonianos y los futuros aliados de Bakunin negaban, ¡sin que ello les impidiera convertirlos en una panacea universal algunos años más tarde! En el tercer congreso de la Internacional, hubo una decisión favorable a la propiedad colectiva del suelo y el subsuelo, con la oposición encarnizada, una vez más, de los proudhonianos.
La influencia proudhoniana pudo eliminarse más fácilmente que la influencia bakuninista porque los proudhonianos representaban una tendencia pequeñoburguesa en los países ya industrializados, mientras que los bakuninistas se apoyaban en países en los que el modo de producción capitalista apenas había alcanzado la etapa de la industria doméstica y de la manufactura (España, Italia, Suiza francesa). En el primer caso, fue la misma realidad objetiva la que marginó las utopías pequeñoburguesas. En el segundo, la realidad objetiva aún no había creado las bases del verdadero movimiento obrero moderno.
El resultado más positivo de la acción ideológica de Marx y sus amigos en el seno de la AIT fue unificar a escala internacional las concepciones políticas y doctrinales de la vanguardia obrera. Cuando se constituyó la Primera Internacional, los pequeños grupos — o tendencias más amplias— que se desarrollaban en distintos países entraron en el movimiento con un montón de prejuicios particulares, nacidos de las tradiciones nacionales particulares del movimiento obrero de cada país. No puede decirse que estos prejuicios hubieran desaparecido cuando la Internacional dejó de existir. Pero a partir de entonces existió en cada país una corriente ideológica marxista consciente y determinada que, con la posible excepción de España, iba pronto a asumir la dirección de la vida política obrera en el marco nacional. Antes de 1864, en torno a Marx y Engels había tan sólo amigos personales. Después de 1872, existían núcleos marxistas organizados en casi todos los países de Europa.
Este balance es aún más notable si se tiene en cuenta que, con la excepción del partido lassalleano en Alemania, no existía en Europa ni un solo partido obrero nacional en el momento en que se fundó la Primera Internacional.
Aquellos que abordan el desarrollo del movimiento obrero con un buen sentido un tanto vulgar han emitido el dogma de que ”para constituir una Internacional hay que constituir, ante todo, partidos nacionales sólidos”. Con el ejemplo de la Primera Internacional, puede verse de inmediato cómo el movimiento dialéctico de la vida desorienta siempre a los aficionados a la lógica formal. Para resumir el significado organizativo de la Primera Internacional, puede decirse que fue gracias a la constitución de la Internacional que pudieron luego constituirse partidos nacionales.
En el caso de algunos países, como Francia, es una legislación particular, anticoalicionista, la que explica el hecho de que la adhesión a la Internacional no se produjera por parte de una organización nacional, sino de secciones locales que tardaron largo tiempo en agruparse nacionalmente. Pero en la mayoría de los casos la causa del fenómeno es mucho más profunda. En realidad, el movimiento obrero de estos países o bien era inexistente, o bien estaba en trance de muerte en el momento en que se fundó la Primera Internacional. Fue la actividad practica y teórica de la Internacional la que dio el impulso necesario para que se organizara una acción política a escala nacional.
Es cierto que la Internacional se desagregó en cuanto se hubieron desarrollado partidos obreros nacionales, o, más bien, es cierto que esos dos fenómenos coincidieron más o menos, en numerosos países, a mediados de los años setenta. Pero de ahí no puede surgir ningún argumento contra la eficacia de la organización internacional. Esto tan sólo pone en evidencia los límites de la eficacia de una Internacional ideológicamente heterogénea. Semejante organización podía preparar los principios generales de la acción obrera política concretamente emprendida por partidos obreros de masa. En cuanto éstos se desarrollaron en los principales países, la Internacional tenía que renacer, pero bajo una nueva forma, en un plano superior, como Internacional situada consciente y resueltamente en el terreno del marxismo.
Esto lo previó Engels ya en 1874; el 12 de septiembre de ese año, le escribía a Sorge, tomando nota de la desaparición de la Internacional:
”Pienso que la próxima Internacional será — cuando los escritos de Marx hayan producido su efecto durante algunos años — netamente comunista, y que enarbolará indudablemente nuestros principios...”
No significa subestimar la obra de Marx, sino constatar una sencilla verdad histórica, decir que las decisiones y la tradición de la Primera Internacional hicieron más para la consecución de este resultado que la lectura, por desgracia siempre infrecuente e incompleta, de El capital.
La revolución rusa y la Tercera Internacional desempeñaron, en amplia medida, un papel comparable al de la Primera Internacional, suscitando un nuevo auge del movimiento obrero político tras el terrible hundimiento de la Internacional en 1914. Como resultado de circunstancias totalmente nuevas, el aislamiento y la degeneración burocrática del primer estado obrero se han convertido, a su vez, objetivamente, en obstáculos, durante un período determinado, para la formación de partidos revolucionarios que estén a la altura de sus tareas en los principales países del mundo. La tarea que Engels resolvió, con núcleos marxistas, en los principales países, es decir, el mantenimiento de la continuidad del movimiento teórico y político de la vanguardia entre la decadencia de la Primera Internacional y el auge de la Segunda, la han cumplido León Trotsky y el movimiento trotskista internacional entre la decadencia de la Tercera Internacional y el futuro auge de la Cuarta Internacional de masas. Gracias al trabajo teórico y político de la Cuarta Internacional de vanguardia de hoy, los núcleos revolucionarios de los distintos países están mejor armados que en el pasado para resolver a la vez sus tareas nacionales particulares y las tareas internacionales del proletariado en nuestra época. Y puesto que este trabajo se lleva a cabo en el marco de una época de ascenso sin precedentes del movimiento de masas en todo el planeta, podemos hoy decir, con más justificación que Engels en 1874: la Internacional revolucionaria de masas de mañana — cuando haya producido todos sus resultados nuestro trabajo de integración en las masas y de educación de estas masas— será netamente trotskista y enarbolará resueltamente nuestros principios.