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Escrito: En alemán, entre el 15 y el 22 de noviembre de 1894.
Primera edición: En la revista Die Neue Zeitm Bd. 1, No. 10, 1894-1895.
Digitalización: Juan R. Fajardo, para el MIA, 2001.
Fuente: Marx & Engels, Obras Escogidas en tres tomos (Editorial Progreso, Moscú, 1974), t. III.
Esta edición: Marxists Internet Archive, 2001.
Los partidos burgueses y reaccionarios se asombran extraordinariamente de que, de pronto, los socialistas pongan ahora y en todas partes a la orden del día el problema campesino. En realidad, debieran asombrarse de que esto no se haya hecho ya desde hace mucho tiempo. Desde Irlanda hasta Sicilia, desde Andalucía hasta Rusia y Bulgaria, el campesino es un factor esencialísimo de la población, de la producción y de poder político. Sólo dos territorios del occidente de Europa constituyen una excepción. En la Gran Bretaña propiamente dicha, la gran propiedad territorial y la agricultura en gran escala han desplazado totalmente al campesino que cultiva la tierra para sí; en la Prusia del este del Elba se viene desarrollando este mismo proceso desde hace varios siglos, y también aquí vemos al campesino cada vez más eliminado, o por lo menos relegado económica y políticamente a segundo plano.
Como factor de poder político, hasta hoy el campesino sólo se ha venido manifestando, en la mayoría de los casos, por su apatía, basada en el aislamiento de la vida rural. Esta apatía de la gran masa de la población es el más fuerte apoyo no sólo de la corrupción parlamentaria de París y de Roma, sino también del despotismo ruso. Pero no es, ni mucho menos, insuperable. Desde que comenzó el movimiento obrero, sobre todo en los lugares en que predomina la propiedad campesina parcelaria, a los burgueses de la Europa Occidental les ha sido bastante fácil inculcar a los campesinos la desconfianza y el odio hacia los obreros socialistas, presentando a éstos, ante la fantasía campesina, como unos partageux, como defensores del «reparto», como ávidos zánganos de la ciudad, que especulan buscando el modo de quedarse con la propiedad de los campesinos. Las confusas aspiraciones socialistas de la revolución de febrero de 1848 fueron descartadas rápidamente por los votos reaccionarios de los campesinos franceses; el campesino, que quería que le dejasen tranquilo, sacó del tesoro de sus recuerdos la leyenda del emperador de los campesinos, Napoleón, y creó el Segundo Imperio. Todos sabemos lo que esta sola hazaña campesina ha costado al pueblo francés: éste está pagando todavía hoy sus consecuencias.
Pero, de entonces acá, han cambiado muchas cosas. El desarrollo de la forma capitalista de producción ha seccionado el nervio vital de la pequeña explotación en la agricultura; la pequeña explotación agrícola decae y marcha irremisiblemente hacia la ruina. La competencia de los EE.UU., de Sudamérica y la India ha inundado el mercado europeo de trigo barato, tan barato que no hay productor indígena capaz de competir con él. Grandes terratenientes y pequeños campesinos están abocados por igual a la ruina. Y como ambos son propietarios y hombres del campo, el gran terrateniente se proclama campeón de los intereses del pequeño labrador, y el pequeño labrador lo acepta —en términos generales— como tal.
Pero entretanto se ha ido desarrollando en el Occidente un poderoso partido obrero socialista. Los oscuros presentimientos e intuiciones de los tiempos de la revolución de febrero se han ido aclarando, desenvolviéndose, han ido ahondando, hasta convertirse en un programa que satisface todas las exigencias científicas y en el que hay reivindicaciones tangibles y concretas; estas reivindicaciones son defendidas en el parlamento alemán, en el francés, en el belga, por un número cada vez mayor de diputados socialistas. La conquista del poder político por el partido socialista se ha ido dibujando como una meta próxima. Pero, para conquistar el poder político, este partido tiene antes que ir de la ciudad al campo y convertirse aquí en una potencia. Este partido, que lleva a todos los demás la ventaja de tener una visión clara de la concatenación existente entre las causas económicas y los efectos políticos y que, por esa razón, hace ya mucho tiempo que ha adivinado el lobo que se esconde debajo de la piel de cordero del gran terrateniente disfrazado de amigo importuno de los campesinos, ¿va este partido a dejar tranquilamente al campesino, condenado a la ruina, en manos de sus falsos protectores, hasta que se convierta de adversario pasivo en un adversario activo de los obreros industriales? Con esto, hemos entrado de lleno en el problema campesino.
La población campesina a la que nosotros podemos dirigirnos está formada por elementos muy diversos, que a su vez varían mucho según las diversas regiones.
En el occidente de Alemania, al igual que en Francia y en Bélgica, predomina el pequeño cultivo de los campesinos parcelistas, que son en su mayoría propietarios y en su minoría arrendatarios de las parcelas que cultivan.
En el noroeste —Baja Sajonia y Schleswig-Holstein— existen predominantemente grandes y medianos campesinos que no pueden cultivar sus tierras sin criados de campo y plaza e incluso sin jornaleros. Otro tanto acontece en una parte de Baviera.
En la Prusia del este del Elba y en Mecklemburgo nos encontramos con la zona de los grandes terratenientes y del cultivo en gran escala, con criados de campo y plaza, peones y jornaleros, y de vez en cuando pequeños y medianos campesinos, pero en una proporción relativamente débil y en constante descenso.
En el centro de Alemania, todas estas formas de producción y de posesión aparecen mezcladas en distintas proporciones según la localidad, sin que predomine concretamente ni una ni otra en una gran extensión.
Hay, además, comarcas de diferente extensión en que la tierra propia o arrendada no alcanza para el sustento de la familia, sirviendo solamente de base para la explotación de una industria casera y asegurando a ésta los bajos jornales, inconcebibles en otras condiciones, que procuran a los productos una salida constante frente a toda competencia exterior.
¿Cuáles de estas categorías de la población campesina se pueden ganar para el partido socialdemócrata? Aquí sólo investigamos esta cuestión, naturalmente, muy a grandes rasgos; nos limitamos a destacar las formas más acusadas, pues no disponemos de espacio para tener en cuenta los grados intermedios ni la población rural mixta.
Comencemos por el pequeño campesino. Este no sólo es el más importante de todos los campesinos en el occidente de Europa en general, sino que además nos suministra el caso critico de todo nuestro problema. Una vez que veamos clara nuestra actitud ante el pequeño campesino, tendremos todos los puntos de apoyo necesarios para determinar nuestra posición ante las demás categorías de la población campesina.
Por pequeño campesino entendemos aquí el propietario o arrendatario —principalmente el primero— de un pedazo de tierra no mayor del que pueda cultivar, por regla general, con su propia familia, ni menor del que pueda sustentar a ésta. Este pequeño campesino es, por tanto, como el pequeño artesano, un obrero que se distingue del proletario moderno por el hecho de hallarse todavía en posesión de sus medios de trabajo; es, por consiguiente, un vestigio de un modo de producción propio de tiempos pretéritos. De su antepasado, el campesino siervo, vasallo o, muy excepcionalmente, del campesino libre sujeto a tributos y prestaciones, le distinguen tres circunstancias. La primera es que la revolución francesa lo ha liberado de las cargas y tributos feudales que adeudaba al dueño de la tierra, entregándole en la mayoría de los casos, por lo menos en la orilla izquierda del Rin, la libre propiedad de la tierra que cultiva. La segunda es que ha perdido la protección de la comunidad autónoma de la que era miembro y ha dejado de formar parte de ella, con lo cual perdió también su participación en el usufructo de los bienes de esta antigua comunidad. Los bienes comunales son escamoteados, en parte por el antiguo señor feudal y en parte por la docta legislación burocrática, inspirada en el Derecho romano, con lo que el pequeño campesino moderno se ve privado de la posibilidad de alimentar a su ganado de labor sin comprar el forraje. Económicamente, la pérdida del disfrute de los bienes comunales supera con creces la desaparición de las cargas feudales; el número de campesinos que no pueden sostener ganado de labor aumenta constantemente. La tercera circunstancia que distingue al campesino actual es la pérdida de la mitad de su actividad productiva anterior. Antes, el campesino, con su familia, producía de la materia prima de su propia cosecha la mayor parte de los productos industriales que necesitaba; los demás artículos necesarios se los suministraban otros vecinos del pueblo que explotaban un oficio al mismo tiempo que la agricultura y a quienes se pagaba generalmente en artículos de cambio o en servicios recíprocos. La familia, y más aún la aldea, se bastaba a sí misma, producía casi todo lo necesario. Era casi una economía natural pura, en la que apenas se sentía la necesidad del dinero. La producción capitalista puso fin a esto mediante la economía monetaria y la gran industria. Pero, si el disfrute de los bienes comunales era una de las condiciones fundamentales para la existencia de estos pequeños campesinos, otra era la producción industrial accesoria. Y así vemos cómo el campesino va decayendo más y más. Los impuestos, las malas cosechas, las particiones hereditarias, los pleitos echan a un campesino tras otro en brazos del usurero, el agobio de deudas se generaliza cada vez más, y cada campesino individual se hunde más y más en él. En una palabra, nuestro pequeño campesino, como todo lo que es vestigio de un modo de producción caduco, esta condenado irremisiblemente a perecer. El pequeño labrador es un futuro proletario.
Como futuro proletario, debiera prestar oído a la propaganda socialista. Pero hay algo que se lo impide, por el momento y es el instinto de propiedad que lleva en la masa de la sangre. Cuanto más difícil se le hace la lucha por su jirón de tierra en peligro, más violenta es la desesperación con que se aferra a él y más tiende a ver en el socialdemócrata, que habla de entregar la propiedad del suelo a la colectividad, un enemigo tan peligroso como el usurero y el abogado. ¿Cómo debe la socialdemocracia vencer este prejuicio? ¿Qué puede ofrecer al pequeño campesino llamado a desaparecer, sin ser desleal para consigo misma?
Aquí encontramos un punto práctico de apoyo en el programa agrario de los socialistas franceses de tendencia marxista, tanto más digno de ser tenido en cuenta por proceder del país clásico de las pequeñas haciendas campesinas.
En el Congreso de Marsella de 1892 fue aprobado el primer programa agrario del Partido. En este programa se exige para los obreros agrícolas sin tierra (es decir, para los jornaleros y los criados de campo y plaza) lo siguiente: salarios mínimos fijados por los sindicatos y los ayuntamientos; tribunales industriales rurales, cuya mitad deberá estar integrada por obreros; prohibición de vender los terrenos comunales y arriendo de los terrenos del Estado a los municipios, quienes a su vez deberán dar en arriendo todos sus terrenos propios y arrendados a asociaciones de familias de obreros agrícolas sin tierras para que los cultiven en común, con prohibición de emplear obreros asalariados y bajo la fiscalización de los municipios; pensiones de vejez e invalidez, sostenidas mediante un impuesto especial sobre la gran propiedad del suelo.
Para los pequeños campesinos, entre los cuales se tiene en cuenta de un modo especial los arrendatarios, se exige: adquisición de maquinaria agrícola por los municipios, para dejarla en alquiler a precio de coste a los campesinos; creación de cooperativas campesinas para la compra de abonos, cañerías de drenaje, simiente, etc., y para la venta de los productos; supresión de los derechos reales en las transmisiones de tierras cuando su valor no exceda de 5.000 francos; comisiones de arbitraje según el modelo irlandés, para rebajar las rentas excesivas de la tierra y para indemnizar a los colonos y aparceros (métayers) cedentes por el incremento de valor de la finca logrado por ellos; derogación del artículo 2.102 del Código Civil[2], que concede al propietario del suelo el derecho de embargar la cosecha, y abolición del derecho de los acreedores a aceptar en prenda la cosecha no arrancada; fijación de un fondo inembargable de aperos, cosecha, simientes, abonos, ganado de labor, en una palabra, de cuanto le es indispensable al campesino para la explotación de su economía; la revisión del catastro general de fincas rústicas, anticuado desde hace ya mucho tiempo, y entretanto revisión local en cada municipio; y, por último, cursos agrícolas de perfeccionamiento gratuitos y estaciones agrícolas de experimentación.
Como se ve, las reivindicaciones establecidas en interés de los campesinos —las que se refieren a los obreros no nos interesan, por el momento, aquí— no tienen un alcance muy grande. Una parte de ellas están ya realizadas en otros países. Los tribunales de arbitraje para arrendatarios se remiten expresamente al precedente irlandés. Las cooperativas de campesinos existen ya en la región del Rin. La revisión catastral es, en todo el occidente de Europa, un pío deseo constante de todos los liberales y hasta de la burocracia. Los demás puntos pueden ser llevados también a la práctica sin inferir ningún daño esencial al orden capitalista existente. Y decimos esto simplemente para caracterizar el programa. No hay en ello reproche alguno; antes al contrario.
El Partido hizo con este programa tantos progresos entre los campesinos de las más diversas regiones de Francia, que —como el apetito se abre comiendo— se vio movido a adaptarlo todavía más al gusto de los campesinos. Se advirtió, ciertamente, que al hacer esto, se pisaba terreno peligroso. En efecto, ¿cómo era posible ayudar al campesino, concebido no como futuro proletario, sino como campesino propietario actual, sin infringir los principios fundamentales del programa general socialista? Para salir al paso de esta objeción, se encabezaron las nuevas propuestas prácticas con una fundamentación teórica encaminada a demostrar que en los principios del socialismo va implícito el proteger a la propiedad de los pequeños campesinos contra la ruina que significa para ella el modo de producción capitalista, aunque se comprenda perfectamente que esta ruina es inevitable. Esta fundamentación, al igual que las reivindicaciones mismas, aprobadas en septiembre de este año en el Congreso de Nantes, son las que queremos examinar aquí de cerca.
La fundamentación comienza del modo siguiente:
«Considerando que, según el texto dei programa general del partido los productores sólo pueden ser libres en tanto se hallen en posesión de los medios de produccion;
«considerando que, si bien en el terreno industrial estos medios de producción han llegado a tal grado de centralización capitalista que sólo se pueden restituir a los productores bajo forma colectiva o social, en el terreno de la agricultura —por lo menos, en la Francia de hoy— no ocurre ni mucho menos así, sino que los medios de producción, y principalmente la tierra, se hallan todavía en muchisimos sitios, como propiedad individual, en manos de los mismos individuos productores;
«considerando que, aunque este estado de cosas caracterizado por la propiedad parcelaria está fatalmente llamado a desaparecer (est fatalement appelé a disparaître), el socialismo no tiene por qué acelerar esta desaparición, ya que su misión no consiste en divorciar la propiedad del trabajo, sino, por el contrario, en reunir en las mismas manos estos dos factores de toda la producción, factores cuyo divorcio tiene como consecuencia la esclavización y la miseria de los obreros degradados a proletarios;
«considerando que, si de una parte es deber del socialismo volver a poner a los proletarios agrícolas —bajo la forma colectiva o social— en posesión de los latifundios, después de expropiar a sus actuales propietarios ociosos, de otra parte es deber suyo no menos imperioso mantener a los campesinos que cultivan su tierra en posesión de sus pequeñas parcelas y protegerlos frente al fisco, a la usura y a los atentados de los recién surgidos grandes terratenientes;
«considerando que es conveniente hacer extensiva esta protección a los productores que cultivan tierras ajenas bajo el nombre de arrendatarios o aparceros (métayers) y que si explotan a jornaleros es porque se ven forzados en cierto modo a hacerlo por la explotación de que se les hace objeto a ellos mismos;
«el Partido Obrero —que, a diferencia de los anarquistas, no aspira a transformar el orden social aumentando y extendiendo la miseria, sino que sólo espera la liberación del trabajo y de la sociedad mediante la organización y los esfuerzos colectivos de los obreros tanto del campo como de las ciudades, mediante la toma de posesión del gobierno y la legislación por parte de éstos— ha aprobado el siguiente programa agrario, para unir con él a todos los elementos de la producción agrícola a todas las actividades que bajo diferentes títulos juridicos, tienden a valorizar el suelo nacional, en la misma lucha contra el enemigo común: el feudalismo latifundista».
Analicemos un poco más de cerca estos considerandos.
Ante todo, la tesis del programa francés de que la libertad de los productores presupone la propiedad de los medios de producción, debe completarse con las que le siguen inmediatamente, a saber: que la propiedad de los medios de producción sólo puede revestir dos formas: la de propiedad individual, forma que no ha existido nunca ni en parte alguna con carácter general para los productores, haciéndose cada día más imposible por el progreso industrial, o la de propiedad colectiva, forma cuyas premisas materiales e intelectuales han sido ya creadas por el desarrollo de la misma sociedad capitalista; y que, por tanto, la apropiación colectiva de los medios de producción debe arrancarse por todos los recursos de que dispone el proletariado.
Por consiguiente, aquí se establece la propiedad colectiva de los medios de producción como único objetivo principal a que debe aspirarse. No solo para la industria, donde se halla ya preparado el terreno, sino con carácter general, y por tanto también para la agricultura. Según este programa, la propiedad individual no ha regido nunca ni en parte alguna con carácter general para todos los productores; por esto precisamente, y además porque el progreso industrial la descarta ya de suyo, el socialismo no tiene interés alguno en su conservación, sino que, por el contrario, está interesado en que se la elimine, ya que allí donde existe y en la medida en que existe hace imposible la propiedad colectiva. Y, puestos a invocar el programa, debemos invocar el programa íntegro, que modifica muy considerablemente la tesis citada en Nantes, al enfocar la verdad histórica general por ella proclamada en las condiciones fuera de las cuales no puede seguir siendo hoy tal verdad, ni en la Europa Occidental ni en Norteamérica.
Hoy día, la propiedad de los medios de producción en manos de los productores individuales no confiere a estos productores ninguna libertad real. El artesanado de las ciudades está ya arruinado; en las grandes ciudades, como en Londres, ha desaparecido ya totalmente, sustituido por la gran industria, por el sistema de feroz explotación del trabajo y por deplorables chapuceros que viven de la bancarrota. El pequeño labrador que cultiva su tierra, ni se halla en posesión segura de su pedazo de tierra, ni es libre. Lo mismo él que su casa, su hacienda y su par de tierras pertenecen al usurero; su existencia es más insegura que la del proletario, quien por lo menos vive de vez en cuando días tranquilos, cosa que no conoce el atormentado esclavo de sus deudas. Suprimid el artículo 2.102 del Código Civil, garantizad al campesino, por la ley, un fondo inembargable de aperos, ganado, etc.; contra lo que no podréis garantizarle es contra una situación forzosa en que tiene que vender por sí mismo, «voluntariamente», su ganado, en que se ve obligado a entregarse en cuerpo y alma al usurero con tal de poder conseguir un pequeño respiro. Vuestro intento de proteger al pequeño labrador en su propiedad no protege su libertad, sino sólo la forma específica de su esclavitud; no hace más que prolongar una situación en que no puede ni vivir ni morir; por tanto, la invocación que hacéis al primer apartado de vuestro programa está aquí por completo fuera de lugar.
La fundamentación dice que en la Francia de hoy el medio de producción, o sea, la tierra, se halla todavía en muchísimos sitios como propiedad individual en manos de los individuos productores y que la misión del socialismo no es divorciar la propiedad del trabajo, sino, por el contrario, reunir en las mismas manos estos dos factores de toda producción. Como ya hemos apuntado, no es ésta, ni mucho menos, con este alcance tan general, la misión del socialismo; su misión se reduce más bien a transferir los medios de producción a los productores como propiedad colectiva. Si perdemos de vista esto, la tesis anterior mueve directamente a engaño, haciéndonos creer que el socialismo está llamado a convertir en propiedad real la actual propiedad aparente del pequeño labrador sobre sus tierras; es decir, a convertir al pequeño colono en propietario y al propietario cargado de deudas en un propietario libre de ellas. El socialismo está, ciertamente, interesado en que desaparezca esa falsa apariencia de la propiedad campesina, pero no de este modo.
En todo caso, hemos llegado al extremo de que la fundamentación pueda declarar redondamente como deber del socialismo, y además como deber imperioso,
«mantener a los campesinos que cultivan su tierra en posesión de sus pequeñas parcelas y protegerlos frente al fisco, a la usura y a los atentados de los nuevos grandes terratenientes».
Con esto, la fundamentación confiere al socialismo el deber imperioso de llevar a cabo algo que en el apartado anterior había declarado imposible. Le encomienda «proteger» la propiedad parcelaria de los campesinos, a pesar de que ella misma dice que esta propiedad está «fatalmente llamada a desaparecer». ¿Qué son el fisco, la usura y los nuevos grandes terratenientes más que los instrumentos mediante los cuales la producción capitalista lleva a cabo esta inevitable desaparición? Por qué medios debe el «socialismo» proteger al campesino contra esta trinidad, lo veremos más abajo.
Pero no es sólo el pequeño campesino el que debe ser amparado en su propiedad. Es también
«conveniente hacer extensiva esta protección a los productores que cultivan tierras ajenas bajo el nombre de arrendatarios o aparceros (métayers) y que si explotan a jornaleros es porque se ven forzados en cierto modo a hacerlo por la explotación de que se les hace objeto a ellos mismos».
Aquí, entramos ya en un terreno completamente peregrino. El socialismo se dirige de un modo especialísimo contra la explotación del trabajo asalariado. ¡Y aquí se declara como deber imperioso del socialismo amparar a los arrendatarios franceses que —así dice literalmente— «explotan a jornaleros»! ¡Y esto, porque se ven forzados en cierto modo a hacerlo «por la explotación de que se les hace objeto a ellos mismos»!
¡Qué fácil y qué agradable es dejarse ir cuesta abajo, una vez que se pone el pie en la pendiente! Supongamos que se presenten los labradores grandes y medianos de Alemania y que pidan a los socialistas franceses que intercedan cerca de la dirección del partido alemán para que el Partido Socialdemócrata de Alemania los ampare en la explotación de sus criados, invocando para ello «la explotación de que les hacen objeto a ellos mismos» los usureros, los recaudadores de contribuciones, los especuladores de cereales y los tratantes de ganado, ¿cuál sería su respuesta? ¿Y quién les garantiza que nuestros grandes terratenientes del partido agrario no les enviarán también a un conde Kanitz (que ha presentado, en efecto, una propuesta de nacionalización de las importaciones de trigo semejante a la suya), demandando también el amparo de los socialistas para su explotación de los obreros agrícolas en vista de la «explotación de que les hacen objeto a ellos mismos» la Bolsa, los usureros y los especuladores de trigo?
Digamos aquí que nuestros amigos franceses no abrigan, ni mucho menos, tan mala intención como pudiera parecer. En efecto, el párrafo indicado sólo quiere referirse a un caso especialísimo, que es el siguiente: en el norte de Francia, al igual que en nuestras comarcas remolacheras, al campesino se le da en arriendo tierra con la obligación de cultivar remolacha y bajo condiciones extraordinariamente gravosas. Los arrendatarios tienen que vender la remolacha a una determinada fábrica y al precio fijado por ésta, tienen que comprar determinada simiente y emplear una cantidad fija del abono prescrito, y además se les estafa vergonzosamente cuando entregan la cosecha. Todo esto lo conocemos también en Alemania. Pero, si se trataba de amparar a esta clase de campesinos, se debió decir directa y expresamente. Tal como aparece formulada la tesis con tan ilimitada generalidad, es una infracción directa no sólo del programa francés, sino del principio básico del socialismo en general, y sus autores no podrán quejarse si esta descuidada redacción es explotada desde los lados más diversos contra la intención que la anima.
De la misma interpretación equívoca son susceptibles las palabras finales de la fundamentación, según las cuales el partido obrero socialista tiene la misión de
«unir a todos los elementos de la producción agrícola, a todas las actividades que, bajo diferentes títulos jurídicos, tienden a valorizar el suelo nacional, en la misma lucha contra el enemigo común: el feudalismo latifundista».
Niego redondamente que el partido obrero socialista de ningún país tenga la misión de recoger en su regazo, además de los proletarios agrícolas y de los pequeños campesinos, a los campesinos medianos y grandes, y menos aún, a los arrendatarios de grandes fincas, a los ganaderos capitalistas y demás explotadores capitalistas del suelo nacional. Todos ellos podrán ver en el feudalismo latifundista a su enemigo común, podremos marchar de acuerdo con ellos en ciertas cuestiones y luchar a su lado durante algún tiempo para determinados fines. Pero en nuestro partido, en el que caben individuos de todas las clases sociales, no puede tener cabida en modo alguno ningún grupo que represente intereses capitalistas de la burguesía media ni de la categoría de los campesinos medianos. Tampoco aquí la intención es tan mala como la apariencia; es indudable que los autores del programa no han pensado ni remotamente en nada de esto; pero es de lamentar que se hayan dejado llevar del impulso de la generalización, y no deberán extrañarse si se les coge por la palabra.
Tras la fundamentación, vienen las nuevas adiciones al programa. Estas delatan el mismo descuido en la redacción que aquélla.
El artículo según el cual los municipios deben adquirir maquinaria agrícola para alquilarla a los campesinos a precio de coste, se modifica en el sentido de que, en primer lugar, los municipios deberán obtener la ayuda del Estado para ese fin, y en segundo lugar, habrán de poner la maquinaria gratis a disposición de los pequeños campesinos. Es indudable que esta nueva concesión no representará ninguna ayuda eficaz para los pequeños campesinos, cuyas tierras y cuyos métodos de explotación dejan poco margen para el empleo de maquinaria.
Otra:
«Sustitución de todos los impuestos indirectos y directos existentes por un solo impuesto progresivo sobre todas las rentas de más de 3.000 francos».
Una reivindicación parecida figura desde hace años en casi todos los programas de la socialdemocracia. Lo nuevo, y lo que demuestra cuán poco se ha medido su verdadero alcance, es que esta reivindicación se establezca específicamente en interés de los pequeños campesinos. Tomemos a Inglaterra. En este país, el presupuesto del Estado asciende a 90 millones de libras esterlinas. De ellos, el impuesto sobre la renta rinde de 13,5 a 14 millones; los 76 millones restantes se reúnen en una pequeña parte mediante los impuestos a las empresas (correos, telégrafos, timbre) y en su inmensa mayoría mediante las cargas impuestas sobre los artículos de amplio consumo, quitando constantemente pequeñas e insensibles cantidades, pero que en conjunto suman muchos millones, a la renta de todos los habitantes, principalmente a la de los más pobres. Y en la sociedad actual, apenas es posible cubrir de otro modo los gastos del Estado. Supongamos que en Inglaterra se quisieran sacar los 90 millones del impuesto directo y progresivo sobre las rentas, desde 120 libras esterlinas (3.000 francos) en adelante. De 1865 a 1875, la acumulación anual media, el aumento anual de toda la riqueza nacional ascendió, según Giffen, a 240 millones de libras esterlinas. Suponiendo que hoy sea de unos 300 millones anuales, una carga de impuestos de 90 millones absorbería casi un tercio de toda la acumulación. Dicho en otros términos, no hay ningún gobierno capaz de afrontar esto, como no sea un gobierno socialista; y cuando los socialistas gobiernen, llevarán a la práctica cosas en las cuales aquella reforma fiscal sólo figure como un anticipo insignificante y que abrirán a los pequeños campesinos perspectivas muy distintas.
Parece comprenderse también que los campesinos tendrían que esperar demasiado tiempo a esta reforma fiscal, y se les presenta, por tanto, como perspectiva, «por el momento» (en attendant)
«abolición del impuesto territorial para todos los campesinos que trabajan ellos mismos sus tierras y rebaja de este impuesto para todas las fincas gravadas con hipotecas».
La segunda parte de esta reivindicación sólo puede referirse a fincas mayores de las que la familia puede cultivar por sí misma y es, por tanto, otro beneficio que se solicita para los campesinos que «explotan a jornaleros».
Otra:
«Libertad de caza y pesca, sin más limitaciones que las que imponga la necesidad de velar por la conservación de la caza y de la pesca y por las sementeras».
Esto suena a algo muy popular, pero la segunda parte destruye la primera. ¿Cuántas liebres, perdices, truchas y carpas corresponden hoy, en toda la demarcación de la aldea, a cada familia campesina? ¿Acaso más de las que pudiera cazar o pescar cada campesino concediéndole un día libre al año para la caza y la pesca?
«Reducción del tipo legal y usual de interés»;
es decir, nuevas leyes contra la usura, nueva tentativa para llevar a la práctica una medida de policía que ha fracasado siempre y en todas partes desde hace dos mil años. Si el pequeño campesino se encuentra en una situación en que el mal menor para él es ir al usurero, éste encontrará siempre los medios para chuparle la sangre sin incurrir en la ley contra la usura. Esta medida podría servir, a lo sumo, para apaciguar al pequeño campesino, pero sin ofrecerle ningún provecho; por el contrario, le dificultaría el crédito precisamente cuando más lo necesita.
«Asistencia médica gratuita y suministro de medicinas a precio de coste»:
ésta no es, en todo caso, ninguna medida específica de protección de los campesinos; el programa alemán va más allá y exige también medicinas gratuitas.
«Indemnización a las familias de los reservistas llamados a filas, durante su permanencia en éstas»:
esto existe ya, aunque bajo una forma sumamente defectuosa, en Alemania y Austria, y no es tampoco ninguna reivindicación específica para los campesinos.
«Reducción de las tarifas de transporte para abonos, maquinaria y productos agrícolas»:
esta medida se halla ya, sustancialmente, establecida en Alemania y en interés primordial... de los grandes terratenientes.
«Preparación inmediata para elaborar un plan de obras públicas para mejorar el suelo y elevar la producción agrícola»:
lo deja todo en el amplio campo de las vaguedades y bellas promesas, favoreciendo además, sobre todo, el interés de los grandes terratenientes.
En una palabra, después de aquella formidable arremetida teórica de la fundamentación, las propuestas prácticas del nuevo programa agrario no nos permiten inferir nada acerca de cómo el partido obrero francés se las quiere arreglar para mantener a los pequeños campesinos en posesión de una propiedad parcelaria que está, según su propia confesión, fatalmente llamada a desaparecer.
Un punto hay en que nuestros camaradas franceses tienen, indiscutiblemente, razón: contra la voluntad de los pequeños campesinos no cabe, en Francia, ninguna transformación revolucionaria duradera. Pero, me parece que, si quieren ganar a los campesinos, no abordan el asunto acertadamente.
Se proponen, a lo que parece, ganar a los pequeños campesinos, de la noche a la mañana y, a ser posible, para las primeras elecciones generales. Para conseguir esto, tienen que hacer promesas generales muy arriesgadas, en defensa de las cuales no tienen más remedio que aventurar consideraciones teóricas mas arriesgadas todavía. Luego, analizando la cosa de cerca, se ve que las afirmaciones generales se contradicen unas a otras (afirmación de querer mantener un estado de cosas que se declara fatalmente llamado a perecer) y que las medidas concretas son, unas veces completamente ineficaces (leyes contra la usura), otras veces reivindicaciones obreras generales, otras veces medidas que favorecen también a los grandes terratenientes, y otras veces, por fin, reivindicaciones cuyo alcance en interés de los pequeños campesinos no es, ni mucho menos, considerable; por donde la parte directamente práctica del programa se encarga de corregir por sí misma el primer arranque en falso, reduciendo a términos verdaderamente innocuos las grandes frases de la fundamentación, con su peligrosa apariencia.
Digámoslo francamente: dados los prejuicios que les infunden toda su situación económica, su educación, el aislamiento de su vida y que nutren en ellos la prensa burguesa y los grandes terratenientes, no podemos ganar de la noche a la mañana a la masa de los pequeños campesinos más que prometiéndoles cosas que nosotros mismos sabemos que no hemos de poder cumplir. Tenemos que prometerles, en efecto, no sólo proteger su propiedad a todo evento contra el empuje de todos los poderes económicos, sino también liberarles de las cargas que ya hoy los oprimen: convertir al arrendatario en un propietario libre y pagar sus deudas al propietario agobiado por las hipotecas. Si pudiésemos hacerlo, volveríamos a encontrarnos en la situación que ha sido el punto de partida de donde se ha venido a parar forzosamente al estado de cosas actual. No habríamos liberado al campesino; no habríamos hecho más que concederle un respiro en la horca.
Nosotros no tenemos ningún interés en ganar al campesino de la noche a la mañana, para que luego, si no podemos concederle lo prometido, nos vuelva otra vez la espalda de la mañana a la noche. En nuestro partido no hay lugar para el campesino que quiere que le eternicemos su propiedad parcelaria, como no lo hay tampoco para el pequeño maestro artesano que quiere eternizarse como maestro. Esas gentes tienen su puesto entre los antisemitas. Que vayan a ellos y que ellos les prometan la salvación de sus pequeñas explotaciones; una vez que vean allí lo que hay detrás de estas frases brillantes y qué melodías tocan los violines de que está lleno el cielo antisemita, irán comprendiendo cada vez en mayor medida que nosotros, que prometemos menos y que buscamos la salvación en un sentido muy distinto, somos, después de todo, los más seguros. Si los franceses tuviesen una ruidosa demagogia antisemita como nosotros, difícilmente habrían cometido el error de Nantes.
¿Cuál es, pues, nuestra posición ante los pequeños campesinos? ¿Y cómo deberemos proceder con ellos el día en que subamos al poder?
En primer lugar, es absolutamente exacta la afirmación, concebida en el programa francés, de que, aun previendo la inevitable desaparición de los pequeños campesinos, no somos nosotros, ni mucho menos, los llamados a acelerarla con nuestras ingerencias.
Y, en segundo lugar, es asimismo evidente que cuando estemos en posesión del poder del Estado, no podremos pensar en expropiar violentamente a los pequeños campesinos (sea con indemnización o sin ella) como nos veremos obligados a hacerlo con los grandes terratenientes. Nuestra misión respecto a los pequeños campesinos consistirá ante todo en encauzar su producción individual y su propiedad privada hacia un régimen cooperativo, no por la fuerza, sino por el ejemplo y brindando la ayuda social para este fin. Y aquí tendremos, ciertamente, medios sobrados para presentar al pequeño campesino la perspectiva de ventajas que ya hoy tienen que parecerle evidentes.
Hace ya cerca de veinte años que los socialistas dinamarqueses, que sólo cuentan en su país con una verdadera ciudad —Copenhague— y que, por tanto, fuera de ésta, tienen que atenerse casi exclusivamente a la propaganda campesina, han trazado planes semejantes. Los campesinos de una aldea o parroquia —en Dinamarca hay muchos grandes caseríos campesinos— reunirán sus tierras en una gran finca, cultivando ésta por cuenta de la colectividad y repartiendo los frutos en proporción a las tierras puestas en común, al dinero anticipado y al trabajo rendido. En Dinamarca, la pequeña propiedad sólo desempeña un papel accesorio. Pero si aplicamos esta idea a una región parcelaria, veremos que, con la reunión de las parcelas en común y el cultivo en gran escala del área total, queda sobrante una parte de las fuerzas de trabajo que antes se aplicaban, y este ahorro de trabajo es precisamente una de las principales ventajas del gran cultivo. Para estas fuerzas de trabajo puede encontrarse aplicación por dos caminos: poniendo a disposición de la cooperativa de campesinos nuevas tierras, desglosadas de las grandes fincas vecinas, o procurándoles los medios y la ocasión para un trabajo industrial accesorio, preferentemente y dentro de lo posible para uso propio. En ambos casos, se las coloca en una situación económica mejor, a la par que se asegura a la dirección social general la influencia necesaria para encauzar poco a poco la cooperativa campesina hacia una forma superior, nivelando los derechos y deberes de la cooperativa en conjunto y de sus miembros individuales con los de las demás ramas de la gran comunidad. El modo como se lleve esto a la práctica en concreto y en cada caso especial dependerá de las circunstancias del caso y de las circunstancias en que tomemos posesión del poder público. Así, es posible que estemos en condiciones de ofrecer a estas cooperativas más ventajas todavía: la de que el Banco Nacional se haga cargo de todas sus deudas hipotecarias, con una fuerte rebaja de intereses, la de que se les proporcionen subsidios sacados de los fondos públicos para organizar la explotación en gran escala (anticipos que no consistirán precisa o preferentemente en dinero, sino en los productos necesarios mismos: máquinas, abonos artificiales, etc.) y otras ventajas más.
Lo primordial en todo esto es y sigue siendo el hacer comprender a los campesinos que sólo podremos salvarles, conservarles la propiedad de su casa y de sus tierras convirtiéndola en propiedad y explotación colectivas. Es la explotación individual, condicionada por la propiedad individual, la que empuja precisamente a los campesinos a la ruina. Si se aferran a la explotación individual, serán inevitablemente desalojados de su casa y de su tierra, y su método anticuado de producción será desplazado por la gran explotación capitalista. Así está planteado el problema, y nosotros venimos a ofrecer a los campesinos la posibilidad de que implanten ellos mismos la gran explotación, no por cuenta del capitalista, sino por su propia cuenta, colectivamente. ¿No será posible hacer comprender a los campesinos que esto va en su propio interés, que es su único medio de salvación?
Ni ahora ni nunca podremos prometer a los campesinos parcelistas la conservación de la propiedad individual y de la explotación individual de la tierra contra el empuje arrollador de la producción capitalista. Lo único que podemos prometerles es que no nos entrometeremos violentamente en su régimen de propiedad contra la voluntad de ellos. Podemos abogar también por conseguir que la lucha de los capitalistas y grandes terratenientes contra los pequeños campesinos se libre ya hoy con la menor cantidad posible de medios ilícitos, evitando en lo posible el robo y la estafa directos, que se dan con tanta frecuencia. Esto sólo se conseguirá en casos excepcionales. En el modo de producción capitalista desarrollado, nadie sabe dónde acaba la honradez y empieza la estafa. Pero el que el poder público se ponga de parte del estafador o de parte del estafado, supone siempre una diferencia considerable. Y nosotros estamos resueltamente de parte del pequeño campesino; haremos todo cuanto sea admisible para hacer más llevadera su suerte, para hacerle más fácil el paso al régimen cooperativo, caso de que se decida a él, e incluso para facilitarle un plazo más largo para que lo piense en su parcela, sino se decide a tomar todavía esta determinación. Y lo haremos así, no sólo porque consideramos al pequeño campesino que trabaja su tierra como alguien que virtualmente nos pertenece, sino además por un interés directo de partido. Cuanto mayor sea el número de campesinos a quienes ahorremos su caída efectiva en el proletariado, a quienes podamos ganar ya para nosotros como campesinos, más rápida y fácilmente se llevará a cabo la transformación social. No está en nuestro interés el tener que esperar, para esta transformación, a que se desarrolle en todas partes, hasta sus últimas consecuencias, la producción capitalista, a que hayan caído víctimas de la gran explotación capitalista hasta el último pequeño artesano y el último pequeño campesino. Los sacrificios materiales que haya que hacer en este sentido en interés de los campesinos, a costa de los fondos públicos, podrán ser considerados desde el punto de vista de la economía capitalista como dinero tirado, pero serán, a pesar de eso, una excelente inversión, pues ahorrarán, tal vez, una cantidad decuplicada en los gastos de la reorganización de la sociedad en general. Por tanto, en este sentido podremos proceder con los campesinos muy generosamente. No es éste lugar adecuado para entrar en detalles, ni para formular proposiciones concretas en este sentido: aquí tenemos que limitarnos a enfocar el problema en sus rasgos generales.
Según esto, no podemos prestar, no ya al partido, sino tampoco a los mismos pequeños campesinos, peor servicio que el de hacerles promesas que despierten en ellos aunque sólo sea la apariencia de que nos proponemos mantener de un modo permanente la propiedad parcelaria. Esto equivaldría a cerrar directamente a los campesinos la senda de su liberación y a hacer descender al partido al nivel de la chabacanería antisemita. Por el contrario, es deber de nuestro partido hacer ver constantemente sin cesar a los campesinos que su situación es absolutamente desesperada mientras domine el capitalismo, hacerles ver la absoluta imposibilidad de mantener su propiedad parcelaria como tal, la absoluta certeza de que la gran producción capitalista pasará por encima de su impotente y anticuada pequeña explotación, como un tren por encima de un carrito de mano. Si lo hacemos así, obraremos como lo exige la inevitable evolución económica, y ésta se encargará de hacer que los pequeños campesinos presten oído a nuestras palabras.
Por lo demás, no puedo abandonar este tema sin expresar la convicción de que los autores del programa de Nantes coinciden también conmigo en lo esencial. Son demasiado perspicaces para no saber que las tierras que se hallan actualmente en propiedad parcelaria están también destinadas a convertirse en propiedad colectiva. Ellos mismos reconocen que la propiedad parcelaria está llamada a desaparecer. El informe del Consejo Nacional presentado en el Congreso de Nantes y redactado por Lafargue confirma también plenamente esta opinión. Este informe ha sido publicado en alemán, en el "Sozialdemokrat" de Berlín, el 18 de octubre del presente año [3] Lo que hay de contradictorio en el modo de expresarse del programa de Nantes delata ya que lo que dicen realmente los autores no es lo que quieren decir. Y si no se les comprende y se abusa de sus manifestaciones, como ya se ha hecho en efecto, la culpa es, indudablemente, suya. En todo caso, deberán explicar más en detalle su programa, y el próximo congreso francés tendrá que revisarlo a fondo.
Pasemos ahora a la categoría de los campesinos más acomodados. Aquí, por efecto principalmente de las particiones hereditarias y también del agobio de deudas y de las subastas forzosas de tierras, nos encontramos con toda una escala de grados intermedios que va desde el campesino parcelista hasta el labrador rico, poseedor de toda su hacienda patrimonial, a la que incluso ha agregado nuevas tierras. Allí donde el campesino medio vive entre campesinos parcelarios, no se distingue sustancialmente de éstos por sus intereses ni por sus ideas; su propia experiencia se encarga, en efecto, de advertirle cuántos de los de su categoría han descendido ya al nivel de los pequeños campesinos. Pero la cosa cambia completamente allí donde predominan los campesinos medios y ricos y donde el tipo de explotación requiere con carácter general la ayuda de peones. Naturalmente, un partido obrero tiene que defender en primer término los intereses de los obreros asalariados, y por tanto, los de los peones y de los jornaleros. Le está vedado de suyo, por consiguiente, hacer a los campesinos ningún género de promesas que llevan consigo la persistencia de la esclavitud asalariada del obrero. Pero, mientras siga habiendo campesinos grandes y medianos, éstos no podrán prescindir de los obreros asalariados. Y así, si por nuestra parte es una simple necedad el presentar a los campesinos parcelistas la perspectiva de que han de seguir viviendo constantemente como tales, el prometer otro tanto a los campesinos grandes y medianos sería ya algo rayano en la traición.
Nuevamente vuelve a salirnos al paso aquí el paralelo con los artesanos de las ciudades. Aunque éstos están ya más arruinados que los campesinos, hay todavía algunos que emplean no sólo aprendices, sino también oficiales, o aprendices que ejecutan el trabajo de oficiales. Los maestros artesanos que se encuentren en esta situación y pretendan eternizarse como tales pueden ir a los antisemitas, hasta que se convenzan de que tampoco allí han de resolverles nada. Los demás, los que se han dado cuenta de que su modo de producción está llamado inevitablemente a desaparecer, acuden a nosotros y están dispuestos, además, a compartir en lo futuro la suerte que esté deparada a todos los demás obreros. Lo mismo acontece con los campesinos grandes y medianos. Sus peones y sus jornaleros nos interesan, naturalmente, más que ellos mismos. Si estos campesinos quieren que se les garantice la persistencia de sus haciendas, nos piden algo que nosotros no podemos, en absoluto, concederles. Su puesto estará entre los antisemitas, en la Liga campesina y demás partidos que se complacen en prometerlo todo para no cumplir nada. Nosotros tenemos la certeza económica de que también los campesinos grandes y medianos tendrán que sucumbir infaliblemente ante la competencia de las haciendas capitalistas y de la producción barata de cereales de ultramar, como lo demuestra el creciente agobio de deudas y la decadencia, visible por doquier, de que son víctimas también estos campesinos. Contra esta decadencia, lo único que podemos hacer es recomendar también aquí la reunión de las fincas en haciendas cooperativas, en las que se pueda ir descartando cada vez más la explotación del trabajo asalariado, para poder convertirlas poco a poco en ramas iguales en derechos y en deberes de la gran cooperativa nacional de producción. Si estos campesinos se dan cuenta de que la desaparición de su modo de producción actual es inevitable y sacan las consecuencias necesarias de esto, que vengan a nosotros, y ya nos encargaremos de facilitarles también a ellos, a medida de nuestras fuerzas, el paso al nuevo modo de producción. En otro caso, tendremos que abandonarlos a su suerte y dirigirnos a sus obreros asalariados, de los que conseguiremos hacernos escuchar. Es probable que también aquí tendremos que prescindir de una expropiación violenta, contando, por lo demás, con que la evolución económica se encargue de hacer entrar también en razón a estas cabezas, más obstinadas.
La única categoría en que el problema se presenta sencillísimo es la de los grandes terratenientes. Aquí, estamos ante explotaciones capitalistas manifiestas, y no valen escrúpulos de ninguna clase. Aquí, nos enfrentamos con proletarios agrícolas en masa, y nuestra misión es clara. Tan pronto como nuestro partido tome posesión del poder del Estado, procederá a expropiar sin rodeos a los grandes terratenientes, exactamente lo mismo que a los fabricantes industriales. El que esta expropiación se lleve a cabo con indemnización o sin ella, no dependerá en gran parte de nosotros, sino de las circunstancias en que subamos al poder, y sobre todo de la actitud que adopten los señores grandes terratenientes. La indemnización no es considerada por nosotros, ni mucho menos, como inadmisible en todas las circunstancias. Marx apuntó ante mí —¡muchas veces!— su opinión de que lo más barato para nosotros sería el poder deshacernos por dinero de toda esa cuadrilla. Pero esto no interesa aquí. Las grandes fincas restituidas así a la colectividad serán entregadas por nosotros en disfrute a los obreros agrícolas que ya las cultivan ahora, que deberán organizarse en cooperativas, bajo el control de la colectividad. En qué condiciones, es cosa que no se puede determinar todavía. En todo caso, aquí la transformación del sistema de explotación capitalista en un sistema de explotación colectiva está ya plenamente preparada y puede llevarse a cabo de la noche a la mañana, exactamente lo mismo, por ejemplo, que en una fábrica del señor Krupp o del señor von Stumm. Y el ejemplo de estas cooperativas agrícolas persuadiría también a los últimos campesinos parcelistas todavía reacios que pudieran quedar, y asimismo, seguramente, a no pocos grandes campesinos, de las ventajas de la gran producción colectiva.
Por tanto, aquí podemos abrir a los proletarios agrícolas una perspectiva tan brillante como la que aguarda a los obreros industriales. De este modo, la conquista de los obreros agrícolas prusianos del este del Elba sólo puede ser, para nosotros, una cuestión de tiempo, y de un tiempo muy corto. Y tan pronto como tengamos con nosotros a los obreros agrícolas del este del Elba, empezarán a soplar otros vientos en toda Alemania. La semiservidumbre en que se mantiene de hecho a los obreros agrícolas del este del Elba es la base principal en que se asienta la dominación de los junkers en Prusia y, por tanto, la base fundamental en que descansa la supremacía prusiana específica en Alemania. Son los junkers del este del Elba, hundidos cada vez más en deudas, cada vez más empobrecidos y entregados al parasitismo a costa del Estado y de los particulares, y que por ello mismo se aferran con tanta mayor fuerza a su dominación, los que han creado y mantienen el carácter específicamente prusiano de la burocracia y de la oficialidad deI ejército; son su soberbia, su cerrazón y su arrogancia las que han hecho que el Imperio Germánico Prusiano [4] sea tan odiado dentro del país —aunque se reconozca que, de momento, es inevitable, por ser, hoy, la única forma asequible de la unidad nacional— y tan poco respetado en el extranjero, a pesar de todas sus brillantes victorias. El poder de estos junkers descansa en el hecho de disponer de la propiedad del suelo en el territorio cerrado de las siete provincias de la antigua Prusia —es decir, en una tercera parte aproximadamente de todo el territorio del imperio—, propiedad del suelo, que aquí lleva anejo el Poder social y político, y no sólo de la propiedad territorial, sino también por medio de las fábricas de azúcar de remolacha y de las destilerías de aguardiente, de las industrias más importantes de este territorio. Ni los grandes terratenientes del resto de Alemania ni los grandes industriales gozan de una situación tan favorable; ni unos ni otros disponen de un reino cerrado. Estos y aquéllos se hallan dispersos sobre grandes territorios y compiten entre sí y con otros elementos sociales circundantes por la supremacía económica y política. Pero este poderío de los junkers prusianos va perdiendo cada vez más la base económica en que descansa. El agobio de deudas y el empobrecimiento van extendiéndose también aquí inconteniblemente, pese a toda la ayuda del Estado (y, desde Federico II, ésta no falta en ningún presupuesto de junkers en regla); la semiservidumbre de hecho, sancionada por la legislación y la costumbre, así como las posibilidades que ella ofrece para ]a explotación ilimitada de los obreros agrícolas es lo único que todavía mantiene a flote el régimen de los junkers, a punto de naufragar. Echad la semilla de la socialdemocracia entre estos obreros, dadles ánimos y espíritu de solidaridad para que luchen por sus derechos, y las glorias de los junkers se habrán acabado. La gran potencia reaccionaria, que representa para Alemania el mismo elemento bárbaro de conquista que el zarismo ruso para toda Europa, se desinflará como una vejiga pinchada. Los «regimientos selectos» del ejército prusiano se harán socialdemócratas y con ello se operará un desplazamiento de poder que alberga en su seno toda una revolución. Por eso, el ganar a los proletarios agrícolas del este del Elba tiene una importancia muchísimo mayor que el atraer a los pequeños campesinos del occidente de Alemania, sin hablar ya de los campesinos medios del Sur. Aquí, en la Prusia del este del Elba, está nuestro campo de batalla decisivo; por eso, el gobierno y los junkers harán cuanto puedan para cerrarnos el paso aquí. Y si se acude —como se nos amenaza— a nuevas medidas de violencia para impedir la expansión de nuestro partido, se hará sobre todo para que nuestra propaganda no llegue al proletariado agrícola del este del Elba. A nosotros, esto no debe importarnos. Lo conquistaremos, a pesar de todo.
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NOTAS
[1] La obra El problema campesino en Francia y en Alemania es un importantísimo documento del marxismo sobre el problema agrario. El motivo directo que impulsó a Engels a escribir este trabajo fue el intento de Vollmar y otros oportunistas de aprovecharse de la discusión del proyecto de programa agrario en el Congreso de la socialdemocracia alemana de Francfort (1894) para embocar las teorías antimarxistas de la integración gradual de los elementos burgueses rurales en el socialismo, etc. Engels intervino sobre este problema en la prensa, además, movido por el propósito de corregir los errores de los socialistas franceses, que se habían apartado del marxismo y habían hecho concesiones al oportunismo en su programa agrario aprobado en el Congreso de Marsella en 1892 y completado en el Congreso de Nantes de 1894.
[2] Aquí y en adelante, Engels no entiende por "Código de Napoleón" únicamente el "Code civil" (Código civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia del Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.
[3] "Sozialdemokrat" («El socialdemócrata»): semanario del Partido Socialdemócrata Alemán; se publicó en Berlín en 1894-1895.
El informe de Lafargue "La propiedad campesina y el desarrollo económico", a que se refiere Engels, fue publicado en el suplemento del periódico del 18 de octubre de 1894.
[4] Al hablar del Sacro Imperio Romano Prusiano, Engels parafrasea el nombre del Sacro Imperio Romano Germánico (véase la nota 208), subrayando que la unificación de Alemania se produjo bajo la hegemonía de Prusia e iba acompañada de la prusificación de las tierras alemanas.