Archivo Marx-Engels |
MIA - Sección en español
Índice de la Obra
La
concepción materialista de la historia parte de la tesis de que la
producción, y tras ella el cambio de sus productos, es la base de todo orden
social; de que en todas las sociedades que desfilan por la historia, la
distribución de los productos, y junto a ella la división social de los
hombres en clases o estamentos, es determinada por lo que la sociedad produce
y cómo lo produce y por el modo de cambiar sus productos. Según eso, las
últimas causas de todos los cambios sociales y de todas las revoluciones
políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres ni en la idea que
ellos se forjen de la verdad eterna ni de la eterna justicia, sino en las
transformaciones operadas en el modo de producción y de cambio; han de
buscarse no en la filosofía, sino en la economía de la época de que se
trata. Cuando nace en los hombres la conciencia de que las instituciones
sociales vigentes son irracionales e injustas, de que la razón se ha tornado
en sinrazón y la bendición en plaga[******],
esto no es mas que un indicio de que en los métodos de producción y en las
formas de cambio se han producido calladamente transformaciones con las que ya
no concuerda el orden social, cortado por el patrón de condiciones
económicas anteriores. Con ello queda que en las nuevas relaciones de
producción han de contenerse ya -más o menos desarrollados- los medios
necesarios para poner término a los males descubiertos. Y esos medios no han
de sacarse de la cabeza de nadie, sino que es la cabeza la que tiene
que descubrirlos en los hechos
materiales de la producción, tal y como los ofrece la realidad.
¿Cuál
es, en este aspecto, la posición del socialismo moderno?
El
orden social vigente -verdad reconocida hoy por casi todo el mundo- es
obra de la clase dominante de los tiempos modernos de la burguesía. El modo
de producción propio de la burguesía, al que desde Marx se da el nombre de
modo capitalista de producción, era incompatible con los privilegios locales
y de los estamentos, como lo era con los vínculos interpersonales del orden
feudal. La burguesía echó por tierra el orden feudal y levantó sobre sus
ruinas el régimen de la sociedad burguesa, el imperio de la libre
concurrencia, de la libertad de domicilio, de la igualdad de derechos de los
poseedores de las mercancías y tantas otras maravillas burguesas más. Ahora
ya podía desarrollarse libremente el modo capitalista de producción. Y al
venir el vapor y la nueva producción maquinizada y transformar la antigua
manufactura en gran industria, las fuerzas productivas creadas y puestas en
movimiento bajo el mando de la burguesía se desarrollaron con una velocidad
inaudita y en proporciones desconocidas hasta entonces. Pero, del mismo modo
que en su tiempo la manufactura y la artesanía, que seguía desarrollándose
bajo su influencia, chocaron con las trabas feudales de los gremios, hoy la
gran industria, al llegar a un nivel de desarrollo más alto, no cabe ya
dentro del estrecho marco en que la tiene cohibida el modo capitalista de
producción. Las nuevas fuerzas productivas desbordan ya la forma burguesa en
que son explotadas, y este conflicto entre las fuerzas productivas y el modo
de producción no es precisamente un conflicto planteado en las cabezas de los
hombres, algo así como el conflicto entre el pecado original del hombre y la
justicia divina, sino que existe en la realidad, objetivamente, fuera de
nosotros, independientemente de la voluntad o de la actividad de los mismos
hombres que lo han provocado. El socialismo moderno no es más que el reflejo
de este conflicto material en la mente, su proyección ideal en las cabezas,
empezando por las de la clase que sufre directamente sus consecuencias: la
clase obrera.
¿En
qué consiste este conflicto?
Antes
de sobrevenir la producción capitalista, es decir, en la Edad Media, regía
con carácter general la pequeña producción, basada en la propiedad privada
del trabajador sobre sus medios de producción: en el campo, la agricultura
corría a cargo de pequeños labradores, libres o siervos; en las ciudades, la
industria estaba en manos de los artesanos. Los medios de trabajo -la
tierra, los aperos de labranza, el taller, las herramientas- eran medios de
trabajo individual, destinados tan sólo al uso individual y, por tanto,
forzosamente, mezquinos, diminutos, limitados. Pero esto mismo hacía que
perteneciesen, por lo general, al propio productor. El papel histórico del
modo capitalista de producción y de su portadora, la burguesía, consistió
precisamente en concentrar y desarrollar estos dispersos y mezquinos medios de
producción, transformándolos en las potentes palancas de la producción de
los tiempos actuales. Este proceso, que viene desarrollando la burguesía
desde el siglo XV y que pasa históricamente por las tres etapas de la
cooperación simple, la manufactura y la gran industria, aparece
minuciosamente expuesto par Marx en la sección cuarta de "El
Capital". Pero la burguesía, como asimismo queda demostrado en dicha
obra, no podía convertir esos primitivos medios de producción en poderosas
fuerzas productivas sin convertirlas de medios individuales de producción en
medios sociales, sólo manejables
por una colectividad de hombres. La
rueca, el telar manual, el martillo del herrero fueron sustituidos por la
máquina de hilar, por el telar mecánico, por el martillo movido a vapor; el
taller individual cedió el puesto a la fábrica, que impone la cooperación
de cientos y miles de obreros. Y, con los medios de producción, se
transformó la producción misma, dejando de ser una cadena de actos
individuales para convertirse en una cadena de actos sociales, y los productos
individuales, en productos sociales. El hilo, las telas, los artículos de
metal que ahora salían de la fábrica eran producto del trabajo colectivo de
un gran número de obreros, por cuyas manos tenía que pasar sucesivamente
para su elaboración. Ya nadie podía decir: esto lo he hecho yo,
este producto es mío.
Pero
allí donde la producción tiene por forma cardinal esa división social del
trabajo creada paulatinamente, por impulso elemental, sin sujeción a plan
alguno, la producción imprime a los productos la forma de mercancía, cuyo intercambio, compra y venta, permite a los
distintos productores individuales satisfacer sus diversas necesidades. Y esto
era lo que acontecía en la Edad Media. El campesino, por ejemplo, vendía al
artesano los productos de la tierra, comprándole a cambio los artículos
elaborados en su taller. En esta sociedad de productores individuales, de
productores de mercancías, vino a introducirse más tarde el nuevo modo de
producción. En medio de aquella división espontánea del trabajo sin
plan ni sistema, que imperaba en el seno de toda la sociedad, el nuevo
modo de producción implantó la división planificada
del trabajo dentro de cada fábrica: al lado de la producción individual,
surgió la producción social. Los
productos de ambas se vendían en el mismo mercado, y por lo tanto, a precios
aproximadamente iguales. Pero la organización planificada podía más que la
división espontánea del trabajo; las fábricas en que el trabajo estaba
organizado socialmente elaboraban productos más baratos que los pequeños
productores individuales. La producción individual fue sucumbiendo poco a
poco en todos los campos, y la producción social revolucionó todo el antiguo
modo de producción. Sin embargo, este carácter revolucionario suyo pasaba
desapercibido; tan desapercibido, que, por el contrario, se implantaba con la
única y exclusiva finalidad de aumentar y fomentar la producción de
mercancías. Nació directamente ligada a ciertos resortes de producción e
intercambio de mercancías que ya venían funcionando: el capital comercial,
la industria artesana y el trabajo asalariado. Y ya que surgía como una nueva
forma de producción de mercancías, mantuviéronse en pleno vigor bajo ella
las formas de apropiación de la producción de mercancías.
En
la producción de mercancías, tal como se había desarrollado en la Edad
Media, no podía surgir el problema de a quién debían pertenecer los
productos del trabajo. El productor individual los creaba, por lo común, con
materias primas de su propiedad, producidas no pocas veces por él mismo, con
sus propios medios de trabajo y elaborados con su propio trabajo manual o el
de su familia. No necesitaba, por tanto, apropiárselos, pues ya eran suyos
por el mero hecho de producirlos. La propiedad de los productos basábase,
pues, en el trabajo personal. Y aún
en aquellos casos en que se empleaba la ayuda ajena, ésta era, por lo común,
cosa accesoria y recibía frecuentemente, además del salario, otra
compensación: el aprendiz y el oficial de los gremios no trabajaban tanto por
el salario y la comida como para aprender y llegar a ser algún día maestros.
Pero sobreviene la concentración de los medios de producción en grandes
talleres y manufacturas, su transformación en medios de producción realmente
sociales. No obstante, estos medios de producción y sus productos sociales
eran considerados como si siguiesen siendo lo que eran antes: medios de
producción y productos individuales. Y si hasta aquí el propietario de los
medios de trabajo se había apropiado de los productos, porque eran,
generalmente, productos suyos y la ayuda ajena constituía una excepción,
ahora el propietario de los medios de trabajo seguía apropiándose el
producto, aunque éste ya no era un producto suyo,
sino fruto exclusivo del trabajo ajeno.
De este modo, los productos, creados ahora socialmente, no pasaban a ser
propiedad de aquellos que habían puesto realmente en marcha los medios de
producción y que eran sus verdaderos creadores, sino del capitalista.
Los medios de producción y la producción se habían convertido esencialmente
en factores sociales. Y, sin embargo, veíanse sometidos a una forma de
apropiación que presupone la producción privada individual, es decir,
aquella en que cada cual es dueño de su propio producto y, como tal, acude
con él al mercado. El modo de producción se ve sujeto a esta forma de
apropiación, a pesar de que destruye el supuesto sobre que descansa[††††††].
En esta contradicción, que imprime al nuevo modo de producción su carácter
capitalista, se encierra, en germen,
todo el conflicto de los tiempos actuales. Y cuanto más el nuevo modo de
producción se impone e impera en todos los campos fundamentales de la
producción y en todos los países económicamente importantes, desplazando a
la producción individual, salvo vestigios insignificantes, mayor es la evidencia con que se revela la incompatibilidad entre la
producción social y la apropiación capitalista.
Los
primeros capitalistas se encontraron ya, como queda dicho, con la forma del
trabajo asalariado. Pero como excepción, como ocupación secundaria,
auxiliar, como punto de transición. El labrador que salía de vez en cuando a
ganar un jornal, tenía sus dos fanegas de tierra propia, de las que, en caso
extremo, podía vivir. Las ordenanzas gremiales velaban por que los oficiales
de hoy se convirtiesen mañana en maestros. Pero, tan pronto como los medios
de producción adquirieron un carácter social y se concentraron en manos de
los capitalistas, las cosas cambiaron. Los medios de producción y los
productos del pequeño productor individual fueron depreciándose cada vez
más, hasta que a este pequeño productor no le quedó otro recurso que
colocarse a ganar un jornal pagado por el capitalista. El trabajo asalariado,
que antes era excepción y ocupación auxiliar se convirtió en regla y forma
fundamental de toda la producción, y la que antes era ocupación accesoria se
convierte ahora en ocupación exclusiva del obrero. El obrero asalariado
temporal se convirtió en asalariado para toda la vida. Además, la
muchedumbre de estos asalariados de por vida se ve gigantescamente engrosada
por el derrumbe simultáneo del orden feudal, por la disolución de las
mesnadas de los señores feudales, la expulsión de los campesinos de sus
fincas, etc. Se ha realizado el completo divorcio entre los medios de
producción concentrados en manos de los capitalistas, de un lado, y de otro,
los productores que no poseían más que su propia fuerza de trabajo. La
contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista se
manifiesta como antagonismo entre el proletariado y la burguesía.
Hemos
visto que el modo de producción capitalista vino a introducirse en una
sociedad de productores de mercancías, de productores individuales, cuyo
vínculo social era el cambio de sus productos. Pero toda sociedad basada en
la producción de mercancías presenta la particularidad de que en ella los
productores pierden el mando sobre sus propias relaciones sociales. Cada cual
produce por su cuenta, con los medios de producción de que acierta a
disponer, y para las necesidades de su intercambio privado. Nadie sabe qué
cantidad de artículos de la misma clase que los suyos se lanza al mercado, ni
cuántos necesita éste; nadie sabe si su producto individual responde a una
demanda efectiva, ni si podrá cubrir los gastos, ni siquiera, en general, si
podrá venderlo. La anarquía impera en la producción social. Pero la
producción de mercancías tiene, como toda forma de producción, sus leyes
características, específicas e inseparables de la misma; y estas leyes se
abren paso a pesar de la anarquía, en la misma anarquía y a través de ella.
Toman cuerpo en la única forma de ligazón social que subsiste: en el cambio,
y se imponen a los productores individuales bajo la forma de las leyes
imperativas de la competencia. En un principio, por tanto, estos productores
las ignoran, y es necesario que una larga experiencia las vaya revelando poco
a poco. Se imponen, pues, sin los productores y aún en contra de ellos, como
leyes naturales ciegas que presiden esta forma de producción. El producto
impera sobre el productor.
En
la sociedad medieval, y sobre todo en los primeros siglos de ella, la
producción estaba destinada principalmente al consumo propio, a satisfacer
sólo las necesidades del productor y de su familia. Y allí donde, como
acontecía en el campo, subsistían relaciones personales de vasallaje,
contribuía también a satisfacer las necesidades del señor feudal. No se
producía, pues, intercambio alguno, ni los productos revestían, por lo
tanto, el carácter de mercancías. La familia del labrador producía casi
todos los objetos que necesitaba: aperos, ropas y víveres. Sólo empezó a
producir mercancías cuando consiguió crear un remanente de productos,
después de cubrir sus necesidades propias y los tributos en especie que
había de pagar al señor feudal; este remanente, lanzado al intercambio
social, al mercado, para su venta, se convirtió en mercancía. Los artesanos
de las ciudades, por cierto, tuvieron que producir para el mercado ya desde el
primer momento. Pero también obtenían ellos mismos la mayor parte de los
productos que necesitaban para su consumo; tenían sus huertos y sus pequeños
campos, apacentaban su ganado en los bosques comunales, que además les
suministraban la madera y la leña; sus mujeres hilaban el lino y la lana,
etc. La producción para el cambio, la producción de mercancías, estaba en
sus comienzos. Por eso el intercambio era limitado, el mercado reducido, el
modo de producción estable. Frente al exterior imperaba el exclusivismo
local; en el interior, la asociación local: la marca[‡‡‡‡‡‡]
en el campo, los gremios en las ciudades.
Pero
al extenderse la producción de mercancías y, sobre todo, al aparecer el modo
capitalista de producción, las leyes de producción de mercancías, que hasta
aquí apenas habían dado señales de vida, entran en funciones de una manera
franca y potente. Las antiguas asociaciones empiezan a perder fuerza, las
antiguas fronteras locales se vienen a tierra, los productores se convierten
más y más en productores de mercancías independientes y aislados. La
anarquía de la producción social sale a la luz y se agudiza cada vez más.
Pero el instrumento principal con el que el modo capitalista de producción
fomenta esta anarquía en la producción social es precisamente lo inverso de
la anarquía: la creciente organización de la producción con carácter
social, dentro de cada establecimiento de producción. Con este resorte, pone
fin a la vieja estabilidad pacífica. Allí donde se implanta en una rama
industrial, no tolera a su lado ninguno de los viejos métodos. Donde se
adueña de la industria artesana, la destruye y aniquila. El terreno del
trabajo se convierte en un campo de batalla. Los grandes descubrimientos
geográficos y las empresas de colonización que les siguen, multiplican los
mercados y aceleran el proceso de transformación del taller del artesano en
manufactura. Y la lucha no estalla solamente entre los productores locales
aislados; las contiendas locales van cobrando volumen nacional, y surgen las
guerras comerciales de los siglos XVII y XVIII. Hasta que, por fin, la gran
industria y la implantación del mercado mundial dan carácter universal a la
lucha, a la par que le imprimen una inaudita violencia. Lo mismo entre los
capitalistas individuales que entre industrias y países enteros, la posesión
de las condiciones -naturales o artificialmente creadas- de la
producción, decide la lucha por la existencia. El que sucumbe es arrollado
sin piedad. Es la lucha darvinista por la existencia individual,
transplantada, con redoblada furia, de la naturaleza a la sociedad. Las
condiciones naturales de vida de la bestia se convierten en el punto
culminante del desarrollo humano. La contradicción entre la producción
social y la apropiación capitalista se manifiesta ahora como antagonismo entre la organización de la producción dentro de cada
fábrica y la anarquía de la producción en el seno de toda la sociedad.
El
modo capitalista de producción se mueve en estas dos formas de manifestación
de la contradicción inherente a él por sus mismos orígenes, describiendo
sin apelación aquel «círculo vicioso» que ya puso de manifiesto Fourier.
Pero lo que Fourier, en su época, no podía ver todavía era que este
círculo va reduciéndose gradualmente, que el movimiento se desarrolla más
bien en espiral y tiene que llegar necesariamente a su fin, como el movimiento
de los planetas, chocando con el centro. Es la fuerza propulsora de la
anarquía social de la producción la que convierte a la inmensa mayoría de
los hombres, cada vez más marcadamente, en proletarios, y estas masas
proletarias serán, a su vez, las que, por último, pondrán fin a la
anarquía de la producción. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de
la producción la que convierte la capacidad infinita de perfeccionamiento de
las máquinas de la gran industria en un precepto imperativo, que obliga a
todo capitalista industrial a mejorar continuamente su maquinaria, so pena de
perecer. Pero mejorar la maquinaria equivale a hacer superflua una masa de
trabajo humano. Y así como la implantación y el aumento cuantitativo de la
maquinaria trajeron consigo el desplazamiento de millones de obreros manuales
por un número reducido de obreros mecánicos, su perfeccionamiento determina
la eliminación de un número cada vez mayor de obreros de las máquinas, y,
en última instancia, la creación de una masa de obreros disponibles que
sobrepuja la necesidad media de ocupación del capital, de un verdadero
ejército industrial de reserva, como yo hube de llamarlo ya en 1845[§§§§§§],
de un ejército de trabajadores disponibles para los tiempos en que la
industria trabaja a todo vapor y que luego, en las crisis que sobrevienen
necesariamente después de esos períodos, se ve lanzado a la calle,
constituyendo en todo momento un grillete atado a los pies de la clase
trabajadora en su lucha por la existencia contra el capital y un regulador
para mantener los salarios en el nivel bajo que corresponde a las necesidades
del capitalismo. Así pues, la maquinaria, para decirlo con Marx, se ha
convertido en el arma más poderosa del capital contra la clase obrera, en un
medio de trabajo que arranca constantemente los medios de vida de manos del
obrero, ocurriendo que el producto mismo del obrero se convierte en el
instrumento de su esclavización[*******].
De este modo, la economía en los medios de trabajo lleva consigo, desde el
primer momento, el más despiadado despilfarro de la fuerza de trabajo y un
despojo contra las condiciones normales de la función misma del trabajo[†††††††].
Y la maquinaria, el recurso más poderoso que ha podido crearse para acortar
la jornada de trabajo, se trueca en el recurso más infalible para convertir
la vida entera del obrero y de su familia en una gran jornada de trabajo
disponible para la valorización del capital; así ocurre que el exceso de
trabajo de unos es la condición determinante de la carencia de trabajo de
otros, y que la gran industria, lanzándose por el mundo entero, en carrera
desenfrenada, a la conquista de nuevos consumidores, reduce en su propia casa
el consumo de las masas a un mínimo de hambre y mina con ello su propio
mercado interior.
«La
ley que mantiene constantemente el exceso relativo de población o ejército
industrial de reserva en equilibrio con el volumen y la energía de la
acumulación del capital, ata al obrero al capital con ligaduras más fuertes
que las cuñas con que Hefestos clavó a Prometeo a la roca. Esto origina que
a la acumulación del capital corresponda una acumulación igual de miseria.
La acumulación de la riqueza en uno de los polos determina en el polo
contrario, en el polo de la clase que produce su propio producto como capital,
una acumulación igual de miseria, de tormentos de trabajo, de esclavitud, de
ignorancia, de embrutecimiento y de degradación moral». (Marx, "El
Capital", t. I, cap. XXIII.)
Y
esperar del modo capitalista de producción otra distribución de los
productos sería como esperar que los dos electrodos de una batería, mientras
estén conectados con ésta, no descompongan el agua ni liberen oxígeno en el
polo positivo e hidrógeno en el negativo.
Hemos
visto que la capacidad de perfeccionamiento de la maquinaria moderna, llevada
a su límite máximo, se convierte, gracias a la anarquía de la producción
dentro de la sociedad, en un precepto imperativo que obliga a los capitalistas
industriales, cada cual de por sí, a mejorar incesantemente su maquinaria, a
hacer siempre más potente su fuerza de producción. No menos imperativo es el
precepto en que se convierte para él la mera posibilidad efectiva de dilatar
su órbita de producción. La enorme fuerza de expansión de la gran
industria, a cuyo lado la de los gases es un juego de chicos, se revela hoy
ante nuestros ojos como una necesidad
cualitativa y cuantitativa de expansión, que se burla de cuantos obstáculos
encuentra a su paso. Estos obstáculos son los que le oponen el consumo, la
salida, los mercados de que necesitan los productos de la gran industria. Pero
la capacidad extensiva e intensiva de expansión de los mercados, obedece, por
su parte, a leyes muy distintas y que actúan de un modo mucho menos
enérgico. La expansión de los mercados no puede desarrollarse al mismo ritmo
que la de la producción. La colisión se hace inevitable, y como no puede dar
ninguna solución mientras no haga saltar el propio modo de producción
capitalista, esa colisión se hace periódica. La producción capitalista
engendra un nuevo «círculo vicioso».
En
efecto, desde 1825, año en que estalla la primera crisis general, no pasan
diez años seguidos sin que todo el mundo industrial y comercial, la
producción y el intercambio de todos los pueblos civilizados y de su séquito
de países más o menos bárbaros, se salga de quicio. El comercio se
paraliza, los mercados están sobresaturados de mercancías, los productos se
estancan en los almacenes abarrotados, sin encontrar salida; el dinero
contante se hace invisible; el crédito desaparece; las fábricas paran; las
masas obreras carecen de medios de vida precisamente por haberlos producido en
exceso, las bancarrotas y las liquidaciones se suceden unas a otras. El
estancamiento dura años enteros, las fuerzas productivas y los productos se
derrochan y destruyen en masa, hasta que, por fin, las masas de mercancías
acumuladas, más o menos depreciadas, encuentran salida, y la producción y el
cambio van reanimándose poco a poco. Paulatinamente, la marcha se acelera, el
paso de andadura se convierte en trote, el trote industrial, en galope y, por
último, en carrera desenfrenada, en un steeple-chase[‡‡‡‡‡‡‡]
de la industria, el comercio, el crédito y la especulación, para terminar
finalmente, después de los saltos más arriesgados, en la fosa de un crac. Y
así, una vez y otra. Cinco veces se ha venido repitiendo la misma historia
desde el año 1825, y en estos momentos (1877) estamos viviéndola por sexta
vez. Y el carácter de estas crisis es tan nítido y tan acusado, que Fourier
las abarcaba todas cuando describía la primera, diciendo que era una crise
pléthorique, una crisis nacida de la superabundancia.
En
las crisis estalla en explosiones violentas la contradicción entre la
producción social y la apropiación capitalista. La circulación de
mercancías queda, por el momento, paralizada. El medio de circulación, el
dinero, se convierte en un obstáculo para la circulación; todas las leyes de
la producción y circulación de mercancías se vuelven del revés. El
conflicto económico alcanza su punto de apogeo: el
modo de producción se rebela contra el modo de cambio.
El
hecho de que la organización social de la producción dentro de las fábricas
se haya desarrollado hasta llegar a un punto en que se ha hecho inconciliable
con la anarquía -coexistente con ella y por encima de ella- de la
producción en la sociedad, es un hecho que se les revela tangiblemente a los
propios capitalistas, por la concentración violenta de los capitales,
producida durante las crisis a costa de la ruina de muchos grandes y, sobre
todo, pequeños capitalistas. Todo el mecanismo del modo capitalista de
producción falla, agobiado por las fuerzas productivas que él mismo ha
engendrado. Ya no acierta a transformar en capital esta masa de medios de
producción, que permanecen inactivos, y por esto precisamente debe permanecer
también inactivo el ejército industrial de reserva. Medios de producción,
medios de vida, obreros disponibles: todos los elementos de la producción y
de la riqueza general existen con exceso. Pero «la superabundancia se
convierte en fuente de miseria y de penuria» (Fourier), ya que es ella,
precisamente, la que impide la transformación de los medios de producción y
de vida en capital, pues en la sociedad capitalista, los medios de producción
no pueden ponerse en movimiento más que convirtiéndose previamente en
capital, en medio de explotación de la fuerza humana de trabajo. Esta
imprescindible calidad de capital de los medios de producción y de vida se
alza como un espectro entre ellos y la clase obrera. Esta calidad es la que
impide que se engranen la palanca material y la palanca personal de la
producción; es la que no permite a los medios de producción funcionar ni a
los obreros trabajar y vivir. De una parte, el modo capitalista de producción
revela, pues, su propia incapacidad para seguir rigiendo sus fuerzas
productivas. De otra parte, estas fuerzas productivas acucian con intensidad
cada vez mayor a que se elimine la contradicción, a que se las redima de su
condición de capital, a que se
reconozca de hecho su carácter de fuerzas productivas sociales.
Es
esta rebelión de las fuerzas de producción cada vez más imponentes, contra
su calidad de capital, esta necesidad cada vez más imperiosa de que se
reconozca su carácter social, la que obliga a la propia clase capitalista a
tratarlas cada vez más abiertamente como fuerzas productivas sociales, en el
grado en que ello es posible dentro de las relaciones capitalistas. Lo mismo
los períodos de alta presión industrial, con su desmedida expansión del
crédito, que el crac mismo, con el desmoronamiento de grandes empresas
capitalistas, impulsan esa forma de socialización de grandes masas de medios
de producción con que nos encontramos en las diversas categorías de
sociedades anónimas. Algunos de estos medios de producción y de
comunicación son ya de por sí tan gigantescos, que excluyen, como ocurre con
los ferrocarriles, toda otra forma de explotación capitalista. Al llegar a
una determinada fase de desarrollo, ya no basta tampoco esta forma; los
grandes productores nacionales de una rama industrial se unen para formar un
trust, una agrupación encaminada a regular la producción; determinan la
cantidad total que ha de producirse, se la reparten entre ellos e imponen de
este modo un precio de venta fijado de antemano. Pero, como estos trusts se
desmoronan al sobrevenir la primera racha mala en los negocios, empujan con
ello a una socialización todavía más concentrada; toda la rama industrial
se convierte en una sola gran sociedad anónima, y la competencia interior
cede el puesto al monopolio interior de esta única sociedad; así sucedió ya
en 1890 con la producción inglesa de álcalis, que en la actualidad, después
de fusionarse todas las cuarenta y ocho grandes fábricas del país, es
explotada por una sola sociedad con dirección única y un capital de 120
millones de marcos.
En
los trusts, la libre concurrencia se trueca en monopolio y la producción sin
plan de la sociedad capitalista capitula ante la producción planeada y
organizada de la futura sociedad socialista a punto de sobrevenir. Claro está
que, por el momento, en provecho y beneficio de los capitalistas. Pero aquí
la explotación se hace tan patente, que tiene forzosamente que derrumbarse.
Ningún pueblo toleraría una producción dirigida por los trusts, una
explotación tan descarada de la colectividad por una pequeña cuadrilla de
cortadores de cupones.
De
un modo o de otro, con o sin trusts, el representante oficial de la sociedad
capitalista, el Estado, tiene que acabar haciéndose cargo del mando de la
producción[§§§§§§§][43].
La necesidad a que responde esta transformación de ciertas empresas en
propiedad del Estado empieza manifestándose en las grandes empresas de
transportes y comunicaciones, tales como el correo, el telégrafo y los
ferrocarriles.
A
la par que las crisis revelan la incapacidad de la burguesía para seguir
rigiendo las fuerzas productivas modernas, la transformación de las grandes
empresas de producción y transporte en sociedades anónimas, trusts y en
propiedad del Estado demuestra que la burguesía no es ya indispensable para
el desempeño de estas funciones. Hoy, las funciones sociales del capitalista
corren todas a cargo de empleados a sueldo, y toda la actividad social de
aquél se reduce a cobrar sus rentas, cortar sus cupones y jugar en la Bolsa,
donde los capitalistas de toda clase se arrebatan unos a otros sus capitales.
Y si antes el modo capitalista de producción desplazaba a los obreros, ahora
desplaza también a los capitalistas, arrinconándolos, igual que a los
obreros, entre la población sobrante; aunque por ahora todavía no en el
ejército industrial de reserva.
Pero
las fuerzas productivas no pierden su condición de capital al convertirse en
propiedad de las sociedades anónimas y de los trusts o en propiedad del
Estado. Por lo que a las sociedades anónimas y a los trusts se refiere, es
palpablemente claro. Por su parte, el Estado moderno no es tampoco más que
una organización creada por la sociedad burguesa para defender las
condiciones exteriores generales del modo capitalista de producción contra
los atentados, tanto de los obreros como de los capitalistas individuales. El
Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente
capitalista, es el Estado de los capitalistas, el capitalista colectivo ideal.
Y cuantas más fuerzas productivas asuma en propiedad, tanto más se
convertirá en capitalista colectivo y tanta mayor cantidad de ciudadanos
explotará. Los obreros siguen siendo obreros asalariados, proletarios. La
relación capitalista, lejos de abolirse con estas medidas, se agudiza, llega
al extremo, a la cúspide. Mas, al llegar a la cúspide, se derrumba. La
propiedad del Estado sobre las fuerzas productivas no es solución del
conflicto, pero alberga ya en su seno el medio formal, el resorte para llegar
a la solución.
Esta
solución sólo puede estar en reconocer de un modo efectivo el carácter
social de las fuerzas productivas modernas y por lo tanto en armonizar el modo
de producción, de apropiación y de cambio con el carácter social de los
medios de producción. Para esto, no hay más que un camino: que la sociedad,
abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas, que ya
no admite otra dirección que la suya. Haciéndolo así, el carácter social
de los medios de producción y de los productos, que hoy se vuelve contra los
mismos productores, rompiendo periódicamente los cauces del modo de
producción y de cambio, y que sólo puede imponerse con una fuerza y eficacia
tan destructoras como el impulso ciego de las leyes naturales, será puesto en
vigor con plena conciencia por los productores y se convertirá, de causa
constante de perturbaciones y de cataclismos periódicos, en la palanca más
poderosa de la producción misma.
Las
fuerzas activas de la sociedad obran, mientras no las conocemos y contamos con
ellas, exactamente lo mismo que las fuerzas de la naturaleza: de un modo
ciego, violento, destructor. Pero, una vez conocidas, tan pronto como se ha
sabido comprender su acción, su tendencia y sus efectos, en nuestras manos
está el supeditarlas cada vez más de lleno a nuestra voluntad y alcanzar por
medio de ellas los fines propuestos. Tal es lo que ocurre, muy señaladamente,
con las gigantescas fuerzas modernas de producción. Mientras nos resistamos
obstinadamente a comprender su naturaleza y su carácter -y a esta
comprensión se oponen el modo capitalista de producción y sus defensores-,
estas fuerzas actuarán a pesar de nosotros, contra nosotros, y nos
dominarán, como hemos puesto bien de relieve. En cambio, tan pronto como
penetremos en su naturaleza, esas fuerzas, puestas en manos de los productores
asociados, se convertirán, de tiranos demoníacos, en sumisas servidoras. Es
la misma diferencia que hay entre el poder destructor de la electricidad en
los rayos de la tormenta y la electricidad sujeta en el telégrafo y en el
arco voltaico; la diferencia que hay entre el incendio y el fuego puesto al
servicio del hombre. El día en que las fuerzas productivas de la sociedad
moderna se sometan al régimen congruente con su naturaleza, por fin conocida,
la anarquía social de la producción dejará el puesto a una reglamentación
colectiva y organizada de la producción acorde con las necesidades de la
sociedad y de cada individuo. Y el régimen capitalista de apropiación, en
que el producto esclaviza primero a quien lo crea y luego a quien se lo
apropia, será sustituido por el régimen de apropiación del producto que el
carácter de los modernos medios de producción está reclamando: de una
parte, apropiación directamente social, como medio para mantener y ampliar la
producción; de otra parte, apropiación directamente individual, como medio
de vida y de disfrute.
El
modo capitalista de producción, al convertir más y más en proletarios a la
inmensa mayoría de los individuos de cada país, crea la fuerza que, si no
quiere perecer, está obligada a hacer esa revolución. Y, al forzar cada vez
más la conversión en propiedad del Estado de los grandes medios socializados
de producción, señala ya por sí mismo el camino por el que esa revolución
ha de producirse. El proletariado toma
en sus manos el poder del Estado y comienza por convertir los medios de
producción en propiedad del Estado. Pero con este mismo acto se destruye
a sí mismo como proletariado, y destruye toda diferencia y todo antagonismo
de clases, y con ello mismo, el Estado como tal. La sociedad, que se había
movido hasta el presente entre antagonismos de clase, ha necesitado del
Estado, o sea, de una organización de la correspondiente clase explotadora
para mantener las condiciones exteriores de producción, y, por tanto,
particularmente, para mantener por la fuerza a la clase explotada en las
condiciones de opresión (la esclavitud, la servidumbre o el vasallaje y el
trabajo asalariado), determinadas por el modo de producción existente. El
Estado era el representante oficial de toda la sociedad, su síntesis en un
cuerpo social visible; pero lo era sólo como Estado de la clase que en su
época representaba a toda la sociedad: en la antigüedad era el Estado de los
ciudadanos esclavistas; en la Edad Media el de la nobleza feudal; en nuestros
tiempos es el de la burguesía. Cuando el Estado se convierta finalmente en
representante efectivo de toda la sociedad será por sí mismo superfluo.
Cuando ya no exista ninguna clase social a la que haya que mantener sometida;
cuando desaparezcan, junto con la dominación de clase, junto con la lucha por
la existencia individual, engendrada por la actual anarquía de la
producción, los choques y los excesos resultantes de esto, no habrá ya nada
que reprimir ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión que
es el Estado. El primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como
representante de toda la sociedad: la toma de posesión de los medios de
producción en nombre de la sociedad, es a la par su último acto
independiente como Estado. La intervención de la autoridad del Estado en las
relaciones sociales se hará superflua en un campo tras otro de la vida social
y cesará por sí misma. El gobierno sobre las personas es sustituido por la
administración de las cosas y por la dirección de los procesos de
producción. El Estado no es «abolido»; se extingue. Partiendo de esto es como hay que juzgar el valor de
esa frase del «Estado popular libre» en lo que toca a su justificación
provisional como consigna de agitación y en lo que se refiere a su falta de
fundamento científico. Partiendo de esto es también como debe ser
considerada la reivindicación de los llamados anarquistas de que el Estado
sea abolido de la noche a la mañana.
Desde
que ha aparecido en la palestra de la historia el modo de producción
capitalista ha habido individuos y sectas enteras ante quienes se ha
proyectado más o menos vagamente, como ideal futuro, la apropiación de todos
los medios de producción por la sociedad. Mas, para que esto fuese
realizable, para que se convirtiese en una necesidad histórica, era menester
que antes se diesen las condiciones efectivas para su realización. Para que
este progreso, como todos los progresos sociales, sea viable, no basta con que
la razón comprenda que la existencia de las clases es incompatible con los
dictados de la justicia, de la igualdad, etc.; no basta con la mera voluntad
de abolir estas clases, sino que son necesarias determinadas condiciones
económicas nuevas. La división de la sociedad en una clase explotadora y
otra explotada, una clase dominante y otra oprimida, era una consecuencia
necesaria del anterior desarrollo incipiente de la producción. Mientras el
trabajo global de la sociedad sólo rinde lo estrictamente indispensable para
cubrir las necesidades más elementales de todos; mientras, por lo tanto, el
trabajo absorbe todo el tiempo o casi todo el tiempo de la inmensa mayoría de
los miembros de la sociedad, ésta se divide, necesariamente, en clases. Junto
a la gran mayoría constreñida a no hacer más que llevar la carga del
trabajo, se forma una clase eximida del trabajo directamente productivo y a
cuyo cargo corren los asuntos generales de la sociedad: la dirección de los
trabajos, los negocios públicos, la justicia, las ciencias, las artes, etc.
Es, pues, la ley de la división del trabajo la que sirve de base a la
división de la sociedad en clases. Lo cual no impide que esta división de la
sociedad en clases se lleve a cabo por la violencia y el despojo, la astucia y
el engaño; ni quiere decir que la clase dominante, una vez entronizada, se
abstenga de consolidar su poderío a costa de la clase trabajadora,
convirtiendo su papel social de dirección en una mayor explotación de las
masas.
Vemos,
pues, que la división de la sociedad en clases tiene su razón histórica de
ser, pero sólo dentro de determinados límites de tiempo bajo determinadas
condiciones sociales. Era condicionada por la insuficiencia de la producción,
y será barrida cuando se desarrollen plenamente las modernas fuerzas
productivas. En efecto, la abolición de las clases sociales presupone un
grado histórico de desarrollo tal, que la existencia, no ya de esta o de
aquella clase dominante concreta, sino de una clase dominante cualquiera que
ella sea y, por tanto, de las mismas diferencias de clase, representa un
anacronismo. Presupone, por consiguiente, un grado culminante en el desarrollo
de la producción, en el que la apropiación de los medios de producción y de
los productos y, por tanto, del poder político, del monopolio de la cultura y
de la dirección espiritual por una determinada clase de la sociedad, no sólo
se hayan hecho superfluos, sino que además constituyan económica, política
e intelectualmente una barrera levantada ante el progreso. Pues bien; a este
punto ya se ha llegado. Hoy, la bancarrota política e intelectual de la
burguesía ya apenas es un secreto ni para ella misma, y su bancarrota
económica es un fenómeno que se repite periódicamente de diez en diez
años. En cada una de estas crisis, la sociedad se asfixia, ahogada por la
masa de sus propias fuerzas productivas y de sus productos, a los que no puede
aprovechar, y se enfrenta, impotente, con la absurda contradicción de que sus
productores no tengan qué consumir, por falta precisamente de consumidores.
La fuerza expansiva de los medios de producción rompe las ligaduras con que
los sujeta el modo capitalista de producción. Esta liberación de los medios
de producción es lo único que puede permitir el desarrollo ininterrumpido y
cada vez más rápido de las fuerzas productivas, y con ello, el crecimiento
prácticamente ilimitado de la producción. Mas no es esto solo. La
apropiación social de los medios de producción no sólo arrolla los
obstáculos artificiales que hoy se le oponen a la producción, sino que acaba
también con el derroche y la asolación de fuerzas productivas y de
productos, que es una de las consecuencias inevitables de la producción
actual y que alcanza su punto de apogeo en las crisis. Además, al acabar con
el necio derroche de lujo de las clases dominantes y de sus representantes
políticos, pone en circulación para la colectividad toda una masa de medios
de producción y de productos. Por vez primera, se da ahora, y se da de un
modo efectivo, la posibilidad de asegurar a todos los miembros de la sociedad,
por medio de un sistema de producción social, una existencia que, además de
satisfacer plenamente y cada día con mayor holgura sus necesidades
materiales, les garantiza el libre y completo desarrollo y ejercicio de sus
capacidades físicas y espirituales.[********]
Al
posesionarse la sociedad de los medios de producción, cesa la producción de
mercancías, y con ella el imperio del producto sobre los productores. La
anarquía reinante en el seno de la producción social deja el puesto a una
organización armónica, proporcional y consciente. Cesa la lucha por la
existencia individual y con ello, en cierto sentido, el hombre sale
definitivamente del reino animal y se sobrepone a las condiciones animales de
existencia, para someterse a condiciones de vida verdaderamente humanas. Las
condiciones de vida que rodean al hombre y que hasta ahora le dominaban, se
colocan, a partir de este instante, bajo su dominio y su control, y el hombre,
al convertirse en dueño y señor de sus propias relaciones sociales, se
convierte por primera vez en señor consciente y efectivo de la naturaleza.
Las leyes de su propia actividad social, que hasta ahora se alzaban frente al
hombre como leyes naturales, como poderes extraños que lo sometían a su
imperio, son aplicadas ahora por él con pleno conocimiento de causa y, por
tanto, sometidas a su poderío. La propia existencia social del hombre, que
hasta aquí se le enfrentaba como algo impuesto por la naturaleza y la
historia, es a partir de ahora obra libre suya. Los poderes objetivos y
extraños que hasta ahora venían imperando en la historia se colocan bajo el
control del hombre mismo. Sólo desde entonces, éste comienza a trazarse su
historia con plena conciencia de lo que hace. Y, sólo desde entonces, las
causas sociales puestas en acción por él, comienzan a producir
predominantemente y cada vez en mayor medida los efectos apetecidos. Es el
salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad.
* * *
Resumamos
brevemente, para terminar, nuestra trayectoria de desarrollo:
I.-
Sociedad medieval: Pequeña
producción individual. Medios de producción adaptados al uso individual, y,
por tanto, primitivos, torpes, mezquinos, de eficacia mínima. Producción
para el consumo inmediato, ya del propio productor, ya de su señor feudal.
Sólo en los casos en que queda un remanente de productos, después de cubrir
ese consumo, se ofrece en venta y se lanza al intercambio. Por tanto, la
producción de mercancías está aún en sus albores, pero encierra ya, en
germen, la anarquía de la producción social.
II.-
Revolución capitalista:
Transformación de la industria, iniciada por medio de la cooperación simple
y de la manufactura. Concentración de los medios de producción, hasta
entonces dispersos, en grandes talleres, con lo que se convierten de medios de
producción del individuo en medios de producción sociales, metamorfosis que
no afecta, en general, a la forma del cambio. Quedan en pie las viejas formas
de apropiación. Aparece el capitalista:
en su calidad de propietario de los medios de producción, se apropia también
de los productos y los convierte en mercancías. La producción se transforma
en un acto social; el cambio y, con él, la apropiación siguen siendo actos
individuales: el producto social es
apropiado por el capitalista individual. Contradicción fundamental, de la
que se derivan todas las contradicciones en que se mueve la sociedad actual y
que pone de manifiesto claramente la gran industria.
A.
El productor se separa de los medios de producción. El obrero se ve condenado
a ser asalariado de por vida. Antítesis
de burguesía y proletariado.
B.
Relieve creciente y eficacia acentuada de las leyes que presiden la
producción de mercancías. Competencia desenfrenada. Contradicción
entre la organización social dentro de cada fábrica y la anarquía social en
la producción total.
C.
De una parte, perfeccionamiento de la maquinaria, que la competencia convierte
en imperativo para cada fabricante y que equivale a un desplazamiento cada vez
mayor de obreros: ejército industrial
de reserva. De otra parte, extensión ilimitada de la producción, que la
competencia impone también como norma coactiva a todos los fabricantes. Por
ambos lados, un desarrollo inaudito de las fuerzas productivas, exceso de la
oferta sobre la demanda, superproducción, abarrotamiento de los mercados,
crisis cada diez años, círculo vicioso: superabundancia,
aquí de medios de producción y de productos, y allá de obreros sin trabajo
y sin medios de vida. Pero estas dos palancas de la producción y del
bienestar social no pueden combinarse porque la forma capitalista de la
producción impide a las fuerzas productivas actuar y a los productos
circular, a no ser que se conviertan previamente en capital, que es lo que
precisamente les veda su propia superabundancia. La contradicción se exalta
hasta convertirse en contrasentido: el
modo de producción se rebela contra la forma de cambio. La burguesía se
muestra incapaz para seguir rigiendo sus propias fuerzas sociales productivas.
D.
Reconocimiento parcial del carácter social de las fuerzas productivas,
arrancado a los propios capitalistas. Apropiación de los grandes organismos
de producción y de transporte, primero por
sociedades anónimas, luego por trusts, y más tarde por el Estado. La burguesía se revela como una clase superflua; todas sus
funciones sociales son ejecutadas ahora por empleados a sueldo.
III.-
Revolución proletaria, solución de
las contradicciones: el proletariado toma el poder político, y, por medio de
él, convierte en propiedad pública los medios sociales de producción, que
se le escapan de las manos a la burguesía. Con este acto, redime los medios
de producción de la condición de capital que hasta allí tenían y da a su
carácter social plena libertad para imponerse. A partir de ahora es ya
posible una producción social con arreglo a un plan trazado de antemano. El
desarrollo de la producción convierte en un anacronismo la subsistencia de
diversas clases sociales. A medida que desaparece la anarquía de la
producción social languidece también la autoridad política del Estado. Los
hombres, dueños por fin de su propia existencia social, se convierten en
dueños de la naturaleza, en dueños de sí mismos, en hombres libres.
La
realización de este acto que redimirá al mundo es la misión histórica del
proletariado moderno. Y el socialismo científico, expresión teórica del
movimiento proletario, es el llamado a investigar las condiciones históricas
y, con ello, la naturaleza misma de este acto, infundiendo de este modo a la
clase llamada a hacer esta revolución, a la clase hoy oprimida, la conciencia
de las condiciones y de la naturaleza de su propia acción.
Escrito
por F. Engels de enero de 1880 a la primera mitad de marzo del mismo año.
Publicado
en la revista "La Revue socialiste", NºNº 3, 4, 5, 20 de marzo, 20
de abril y 5 de mayo de 1880 y como folleto aparte en francés: F. Engels.
«Socialisme utopiqueet socialisme scientifique», Paris, 1880.
Se
publica de acuerdo con el texto de la edición alemana de 1891. Traducido del
alemán.
[******] Goethe, "Fausto",
parte I, escena IV ("Despacho de Fausto"). (N. de la Edit.)
[††††††] No necesitamos explicar que,
aun cuando la forma de
apropiación permanezca invariable, el carácter
de la apropiación sufre una revolución por el proceso que describimos, en
no menor grado que la producción misma. La apropiación de un producto
propio y la apropiación de un producto ajeno son, evidentemente, dos formas
muy distintas de apropiación. Y advertimos de pasada, que el trabajo
asalariado, que contiene ya el germen de todo el modo capitalista de
producción, es muy antiguo; coexistió durante siglos enteros, en casos
aislados y dispersos, con la esclavitud. Sin embargo, este germen sólo pudo
desarrollarse hasta formar el modo capitalista de producción cuando se
dieron las premisas históricas adecuadas.
[‡‡‡‡‡‡] Véase el apéndice al final.
[Engels se refiere aquí a su trabajo "La Marca" que no figura en
la presente edición.] (N. de la Edit..)
[§§§§§§] "La situación de la
clase obrera en Inglaterra". (N. de la Edit.)
[*******] Véase C. Marx, "El
Capital", tomo I. (N. de la Edit.)
[†††††††] Ibídem.
[‡‡‡‡‡‡‡] Carrera de obstáculos. (N.
de la Edit.)
[§§§§§§§] Y digo que tiene que hacerse cargo, pues, la nacionalización sólo
representará un progreso económico, un paso de avance hacia la conquista
por la sociedad de todas las fuerzas productivas, aunque esta medida sea
llevada a cabo por el Estado actual, cuando los medios de producción o de
transporte se desborden ya realmente
de los cauces directivos de una sociedad anónima, cuando, por tanto, la
medida de la nacionalización sea ya económicamente
inevitable. Pero recientemente, desde que Bismarck emprendió el camino de
la nacionalización, ha surgido una especie de falso socialismo, que
degenera alguna que otra vez en un tipo especial de socialismo, sumiso y
servil, que en todo acto de nacionalización, hasta en los dictados por Bismarck,
ve una medida socialista. Si la nacionalización de la industria del tabaco
fuese socialismo, habría que incluir entre los fundadores del socialismo a
Napoleón y a Metternich. Cuando el Estado belga, por razones políticas y
financieras perfectamente vulgares, decidió construir por su cuenta las
principales líneas férreas del país, o cuando Bismarck, sin que ninguna
necesidad económica le impulsase a ello, nacionalizó las líneas más
importantes de la red ferroviaria de Prusia, pura y simplemente para así
poder manejarlas y aprovecharlas mejor en caso de guerra, para convertir al
personal de ferrocarriles en ganado electoral sumiso al gobierno y, sobre
todo, para procurarse una nueva fuente de ingresos sustraída a la
fiscalización del Parlamento, todas estas medidas no tenían, ni directa ni
indirectamente, ni consciente ni inconscientemente nada de socialistas. De
otro modo, habría que clasificar también entre las instituciones
socialistas a la Real Compañía de Comercio Marítimo, la Real Manufactura
de Porcelanas, y hasta los sastres de compañía del ejército, sin olvidar
la nacionalización de los prostíbulos propuesta muy en serio, allá por el
año treinta y tantos, bajo Federico Guillermo III, por un hombre muy listo.
[********] Unas cuantas cifras darán al
lector una noción aproximada de la enorme fuerza expansiva que, aun bajo la
opresión capitalista, desarrollan los modernos medios de producción.
Según los cálculos de Giffen, la riqueza global de la Gran Bretaña e
Irlanda ascendía, en números redondos, a:
1814..........2.200 millones de
libras esterlinas
1865..........6.100
" "
"
"
1875..........8.500 "
"
"
"
Para dar una idea de lo que representa el
despilfarro de medios de producción y de productos malogrados durante las
crisis, diré que en el segundo Congreso de los industriales alemanes,
celebrado en Berlín el 21 de febrero de 1878, se calculó en 455 millones
de marcos las pérdidas globales que supuso el último crac, solamente para la
industria siderúrgica alemana. (Nota de Engels.)
[43] "Seehandlung"
(«Comercio Marítimo»): sociedad de crédito comercial fundada en 1772 en
Prusia. Gozaba de importantes privilegios estatales y concedía grandes
créditos al gobierno.