El
pequeño trabajo que tiene delante el lector, formaba parte, en sus orígenes,
de una obra mayor. Hacia 1875, el Dr. E. Dühring, privat-docent en la
Universidad de Berlín, anunció de pronto y con bastante estrépito su
conversión al socialismo y presentó al público alemán, no sólo una
teoría socialista detalladamente elaborada, sino también un plan práctico
completo para la reorganización de la sociedad. Se abalanzó, naturalmente,
sobre sus predecesores, honrando particularmente a Marx, sobre quien derramó
las copas llenas de su ira.
Esto
ocurría por los tiempos en que las dos secciones del Partido Socialista
Alemán —los eisenachianos y los lassalleanos[2]—
acababan de fusionarse, adquiriendo éste así, no sólo un inmenso incremento
de fuerza, sino algo que importaba todavía más: la posibilidad de desplegar
toda esta fuerza contra el enemigo común. El Partido Socialista Alemán se
iba convirtiendo rápidamente en una potencia. Pero, para convertirlo en una
potencia, la condición primordial era no poner en peligro la unidad recién
conquistada. Y el Dr. Dühring se aprestaba públicamente a formar en torno a
su persona una secta, el núcleo de un partido futuro aparte. No había, pues,
más remedio que recoger el guante que se nos lanzaba y dar la batalla, por
muy poco agradable que ello nos fuese.
Por
cierto, la cosa, aunque no muy difícil, había de ser, evidentemente, harto
pesada. Es bien sabido que nosotros, los alemanes, tenemos una terrible y
poderosa Gründlichkeit, un cavilar
profundo o una caviladora profundidad, como se le quiera llamar. En cuanto uno
de nosotros expone algo que reputa una nueva doctrina, lo primero que hace es
elaborarla en forma de un sistema universal. Tiene que demostrar que lo mismo
los primeros principios de la lógica que las leyes fundamentales del
Universo, no han existido desde toda una eternidad con otro designio que el de
llevar, al fin y a la postre, hasta esta teoría recién descubierta, que
viene a coronar todo lo existente. En este respecto, el Dr. Dühring estaba
cortado en absoluto por el patrón nacional. Nada menos que un "Sistema
completo de la Filosofía" —filosofía intelectual, moral, natural y de
la Historia—, un "Sistema completo de Economía Política y de
Socialismo" y, finalmente, una "Historia crítica de la Economía
Política" —tres gordos volúmenes en octavo, pesados por fuera y por
dentro, tres cuerpos de ejército de argumentos, movilizados contra todos los
filósofos y economistas precedentes en general y contra Marx en particular—;
en realidad, un intento de completa «subversión de la ciencia». Tuve que
vérmelas con todo eso; tuve que tratar todos los temas posibles, desde las
ideas sobre el tiempo y el espacio hasta el bimetalismo[3],
desde la eternidad de la materia y el movimiento hasta la naturaleza
perecedera de las ideas morales; desde la selección natural de Darwin hasta
la educación de la juventud en una sociedad futura. Cierto es que la
sistemática universalidad de mi contrincante me brindaba ocasión para
desarrollar frente a él, en una forma más coherente de lo que hasta entonces
se había hecho, las ideas mantenidas por Marx y por mí acerca de tan grande
variedad de materias. Y ésta fue la razón principal que me movió a acometer
esta tarea, por lo demás tan ingrata.
Mi
réplica vio la luz, primero, en una serie de artículos publicados en el
"Vorwärts"[4]
de Leipzig, órgano central del Partido Socialista, y, más tarde, en forma de
libro, con el título de "Herrn Eugen Dührings Umwälzung der
Wissenschaft" ["La subversión de la ciencia por el señor E.
Dühring"], del que en 1886 se publicó en Zurich una segunda edición.
A
instancias de mi amigo Paul Lafargue, actual representante de kille en la
Cámara de los diputados de Francia, arreglé tres capítulos de este libro
para un folleto, que él tradujo y publicó en 1880 con el título de
"Socialisme utopique et socialisme scientifique". De este texto
francés se hicieron una versión polaca y otra española. En 1883 nuestros
amigos de Alemania publicaron el folleto en su idioma original. Desde
entonces, se han publicado, a base del texto alemán, traducciones al
italiano, al ruso, al danés, al holandés y al rumano. Es decir, que,
contando la actual edición inglesa, este folleto se halla difundido en diez
lenguas. No sé de ninguna otra publicación socialista, incluyendo nuestro
Manifiesto Comunista de 1848 y "El Capital" de Marx, que haya sido
traducida tantas veces. En Alemania se han hecho cuatro ediciones, con una
tirada total de unos veinte mil ejemplares.
El
apéndice "La Marca"[5]
fue escrito con el propósito de difundir entre el Partido Socialista Alemán
algunas nociones elementales respecto a la historia y al desarrollo de la
propiedad rural en Alemania. En aquel entonces era tanto más necesario cuanto
que la incorporación de los obreros urbanos al partido estaba en vía de
concluirse y se planteaba la tarea de ocuparse de las masas de obreros
agrícolas y de los campesinos. Este apéndice fue incluido en la edición,
teniendo en cuenta la circunstancia de que las formas primitivas de posesión
de la tierra, comunes a todas las tribus teutónicas, así como la historia de
su decadencia, son menos conocidas todavía en Inglaterra que en Alemania. He
dejado el texto en su forma original, sin aludir a la hipótesis recientemente
expuesta por Maxim Kovalevski, según la cual al reparto de las tierras de
cultivo y de pastoreo entre los miembros de la Marca precedió el cultivo en
común de estas tierras por una gran comunidad familiar patriarcal, que
abarcó a varias generaciones (de ejemplo puede servir la zádruga de los sudeslavos, que aún existe hoy día). Luego, cuando
la comunidad creció y se hizo demasiado numerosa para administrar en común
la economía, tuvo lugar el reparto de la tierra[6].
Es probable que Kovalevski tenga razón, pero el asunto se encuentra aún sub
judice[*].
Los
términos de Economía empleados en este trabajo coinciden, en tanto que son
nuevos, con los de la edición inglesa de "El Capital" de Marx.
Designamos como «producción mercantil» aquella fase económica en que los
objetos no se producen solamente para el uso del productor, sino también para
los fines del cambio, es decir, como
mercancías, y no como valores de uso. Esta fase va desde los albores de
la producción para el cambio hasta los tipos presentes; pero sólo alcanza su
pleno desarrollo bajo la producción capitalista, es decir, bajo las
condiciones en que el capitalista, propietario de los medios de producción,
emplea, a cambio de un salario, a obreros, a hombres despojados de todo medio
de producción, salvo su propia fuerza de trabajo, y se embolsa el excedente
del precio de venta de los productos sobre su coste de producción. Dividimos
la historia de la producción industrial desde la Edad Media en tres
períodos: 1) industria artesana, pequeños maestros artesanos con unos
cuantos oficiales y aprendices, en que cada obrero elabora el artículo
completo; 2) manufactura, en que se congrega en un amplio establecimiento un
número más considerable de obreros, elaborándose el artículo completo con
arreglo al principio de la división del trabajo, donde cada obrero sólo
ejecuta una operación parcial, de tal modo que el producto está acabado
sólo cuando ha pasado sucesivamente por las manos de todos; 3) moderna
industria, en que el producto se fabrica mediante la máquina movida por la
fuerza motriz y el trabajo del obrero se limita a vigilar y rectificarlas
operaciones del mecanismo.
Sé
muy bien que el contenido de este libro indignará a gran parte del público
británico. Pero si nosotros, los continentales, hubiésemos guardado la menor
consideración a los prejuicios de la «respetabilidad» británica, es decir,
del filisteísmo británico habríamos salido todavía peor parados de lo que
hemos salido. Esta obra defiende lo que nosotros llamamos el «materialismo
histórico», y en los oídos de la inmensa mayoría de los lectores
británicos la palabra materialismo es una palabra muy malsonante.
«Agnosticismo» aún podría pasar, pero materialismo es de todo punto
inadmisible.
Y
sin embargo, la patria primitiva de todo el materialismo moderno, a partir del
siglo XVII, es Inglaterra.
«El
materialismo es hijo nativo de la Gran Bretaña. Ya elescolástico británico
Duns Escoto se preguntaba si la materia no podría pensar.
«Para
realizar este milagro, iba a refugiarse en la omnipotencia divina, es decir,
obligaba a la propia teología a predicar el materialismo. Duns Escoto era,
además, nominalista. El nominalismo[7]
aparece como elemento primordial en los materialistas ingleses y es, en
general, la expresión primera del materialismo.
«El
verdadero padre del materialismo inglés es Bacon. Para él, las ciencias
naturales son la verdadera ciencia, y la física experimental, la parte más
importante de las ciencias naturales. Anaxágoras con sus homoiomerias[8]
y Demócrito con sus átomos son las autoridades que cita con frecuencia.
Según su teoría, los sentidos son infalibles y constituyen la fuente de
todos los conocimientos. Toda ciencia se basa en la experiencia y consiste en
aplicar un método racional de investigación a lo dado por los sentidos. La
inducción, el análisis, la comparación, la observación, la
experimentación son las condiciones fundamentales de este método racional.
Entre las propiedades inherentes a la materia, la primera y más importante es
el movimiento, concebido no sólo como movimiento mecánico y matemático,
sino más aún como impulso, como espíritu vital, como tensión, como
«Qual»[†]
—para emplear la expresión de Jakob Böhme— de la materia.
«Las
formas primitivas de la última son fuerzas substanciales vivas,
individualizantes, a ella inherentes, las fuerzas que producen las diferencias
específicas.
«En
Bacon, como su primer creador, el materialismo guarda todavía de un modo
ingenuo los gérmenes de un desarrollo multilateral. La materia sonríe con un
destello poéticamente sensorial a todo el hombre. En cambio, la doctrina
aforística es todavía de por sí un hervidero de inconsecuencias
teológicas.
«En
su desarrollo ulterior, el materialismo se hace unilateral. Hobbes sistematiza
el materialismo de Bacon. La sensoriedad pierde su brillo y se convierte en la
sensoriedad abstracta del geómetra. El movimiento físico se sacrifica al
movimiento mecánico o matemático, la geometría es proclamada como la
ciencia fundamental. El materialismo se hace misántropo. Para poder dar la
batalla en su propio terreno al espíritu misantrópico y descarnado, el
materialismo se ve obligado también a flagelar su carne y convertirse en
asceta. Se presenta como una entidad intelectual, pero desarrolla también la
lógica despiadada del intelecto.
«Si
los sentidos suministran al hombre todos los conocimientos —argumenta Hobbes
partiendo de Bacon—, los conceptos, las ideas, las representaciones
mentales, etc., no son más que fantasmas del mundo físico, más o menos
despojado de su forma sensorial. La ciencia no puede hacer más que dar
nombres a estos fantasmas. Un nombre puede ponérsele a varios fantasmas.
Puede incluso haber nombres de nombres. Pero sería una contradicción querer,
de una parte, buscar el origen de todas las ideas en el mundo de los sentidos,
y, de otra parte, afirmar que una palabra es algo más que una palabra, que
además de los seres siempre individuales que nos representamos, existen seres
universales. Una sustancia incorpórea es el mismo contrasentido que un cuerpo
incorpóreo. Cuerpo, ser, sustancia, es una y la misma idea real. No se puede separar el pensamiento de la materia que piensa. Es ella
el sujeto de todos los cambios. La palabra «infinito» carece de sentido, si
no es como expresión de la capacidad de nuestro espíritu para añadir sin
fin. Como sólo lo material es perceptible, susceptible de ser sabido, nada se
sabe de la existencia de Dios. Sólo mi propia existencia es segura. Toda
pasión humana es movimiento mecánico que termina o empieza. Los objetos de
los impulsos son el bien. El hombre se halla sujeto a las mismas leyes que la
naturaleza. El poder y la libertad son cosas idénticas.
«Hobbes
sistematizó a Bacon, pero sin aportar nuevas pruebas en favor de su principio
fundamental: el de que los conocimientos y las ideas tienen su origen en el
mundo de los sentidos.
«Locke,
en su obra "Essay on the Human understanding" [Ensayo sobre el
entendimiento humano], fundamenta el principio de Bacony Hobbes.
«Del
mismo modo que Hobbes destruyó los prejuicios teísticos del materialismo
baconiano, Collins, Dodwell, Coward, Hartley, Priestley, etc., derribaron la
última barrera teológica del sensualismo de Locke. El deísmo[9]
no es, por lo menos para los materialistas, más que un modo cómodo y fácil
de deshacerse de la religión»[‡].
Así
se expresaba Carlos Marx hablando de los orígenes británicos del
materialismo moderno. Y si a los ingleses de hoy día no les hace mucha gracia
este homenaje que Marx rinde a sus antepasados, lo sentimos por ellos. Pero es
innegable, a pesar de todo, que Bacon, Hobbes y Locke fueron los padres de
aquella brillante escuela de materialistas franceses que, pese a todas las
derrotas que los alemanes y los ingleses infligieron por mar y por tierra a
Francia, hicieron del siglo XVIII un siglo eminentemente francés; y esto,
mucho antes de aquella revolución francesa que coronó el final del siglo y
cuyos resultados todavía hoy nos estamos esforzando nosotros por aclimatar en
Inglaterra y en Alemania. No puede negarse. Si a mediados del siglo un
extranjero culto se instalaba en Inglaterra, lo que más le sorprendía era la
beatería y la estupidez religiosa —así tenía que considerarla él— de
la «respetable» clase media inglesa. Por aquel entonces, todos nosotros
éramos materialistas, o, por lo menos, librepensadores muy avanzados, y nos
parecía inconcebible que casi todos los hombres cultos de Inglaterra creyesen
en una serie de milagros imposibles, y que hasta geólogos como Buckland y
Mantell tergiversasen los hechos de su ciencia, para no dar demasiado en la
cara a los mitos del Génesis; inconcebible que, para encontrar a gente que se
atreviese a servirse de su inteligencia en materias religiosas, hubiese que ir
a los sectores no ilustrados, a las «hordas de los que no se lavan», como en
aquel entonces se decía, a los obreros, y principalmente a los socialistas
owenianos.
Pero,
de entonces acá, Inglaterra se ha «civilizado». La Exposición de 1851[10]
fue el toque a muerte por el exclusivismo insular inglés. Inglaterra fue,
poco a poco, internacionalizándose en cuanto a la comida y la bebida, en las
costumbres y en las ideas, hasta el punto de que ya desearía yo que ciertas
costumbres inglesas encontrasen en el continente una acogida tan general como
la que han encontrado otros usos continentales en Inglaterra. Lo que puede
asegurarse es que la difusión del aceite para ensalada (que antes de 1851
sólo conocía la aristocracia) fue acompañada de una fatal difusión del
escepticismo continental en materias religiosas, habiéndose llegado hasta el
extremo de que el agnosticismo, aunque no se considere todavía tan elegante
como la Iglesia anglicana oficial, está no obstante, en lo que a la
respetabilidad se refiere, casi a la misma altura que la secta baptista y
ocupa, desde luego, un rango mucho más alto que el Ejército de Salvación[11].
No puedo por menos de pensar que para muchos que deploran y maldicen con toda
su alma estos progresos del descreimiento será un consuelo saber que estas
ideas flamantes no son de origen extranjero, no circulan con la marca de
«Made in Germany», fabricado en Alemania, como tantos otros artículos de
uso diario, sino que tienen, por el contrario, un añejo y venerable origen
inglés y que sus autores británicos de hace doscientos años iban bastante
más allá que sus descendientes de hoy día.
En
efecto, ¿qué es el agnosticismo si no un materialismo vergonzante? La
concepción agnóstica de la naturaleza es enteramente materialista. Todo el
mundo natural está regido por leyes y excluye en absoluto toda influencia
exterior. Pero nosotros, añade cautamente el agnóstico, no estamos en
condiciones de poder probar o refutar la existencia de un ser supremo fuera
del mundo por nosotros conocido. Esta reserva podía tener su razón de ser en
la época en que Laplace, como Napoleón le preguntase por qué en la
Mécanique Céleste[§]
del gran astrónomo no se mencionaba siquiera al creador del mundo, contestó
con estas palabras orgullosas: «Je
n'avais pas besoin de cette hypothèse»[**].
Pero hoy nuestra idea del universo en su desarrollo no deja el menor lugar ni
para un creador ni para un regente del universo; y si quisiéramos admitir la
existencia de un ser supremo puesto al margen de todo el mundo existente,
incurriríamos en una contradicción lógica, y además, me parece,
inferiríamos una ofensa inmerecida a los sentimientos de la gente religiosa.
Nuestro agnóstico reconoce también que todos nuestros conocimientos descansan en las comunicaciones que recibimos por medio de nuestros sentidos. Pero, ¿cómo sabemos —añade— si nuestros sentidos nos transmiten realmente una imagen exacta de los objetos que percibimos a través de ellos? Y a continuación nos dice que cuando habla de las cosas o de sus propiedades, no se refiere, en realidad, a estas cosas ni a sus propiedades, acerca de las cuales no puede saber nada de cierto, sino solamente a las impresiones que dejan en sus sentidos. Es, ciertamente, un modo de concebir que parece difícil rebatir por vía de simple argumentación. Pero los hombres, antes de argumentar, habían actuado.
Im Anfang war die That[††] Y la acción humana había resuelto la dificultad
mucho antes de que las cavilaciones humanas la inventasen. The proof of the pudding is in the eating[‡‡].
Desde el momento en que aplicamos estas cosas, con arreglo a las cualidades
que percibimos en ellas, a nuestro propio uso, sometemos las percepciones de
nuestros sentidos a una prueba infalible en cuanto a su exactitud o falsedad.
Si estas percepciones fuesen falsas, lo sería también nuestro juicio acerca
de la posibilidad de emplear la cosa de que se trata, y nuestro intento de
emplearla tendría que fracasar ferzosamente. Pero si conseguimos el fin
perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea que nos
formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al emplearla,
tendremos la prueba positiva de que, dentro
de estos límites, nuestras percepciones acerca de esta cosa y de sus
propiedades coinciden con la realidad existente fuera de nosotros. En cambio,
si nos encontramos con que hemos dado un golpe en falso, no tardamos
generalmente mucho tiempo en descubrir las causas de nuestro error; llegamos a
la conclusión de que la percepción en que se basaba nuestra acción era
incompleta y superficial, o se hallaba enlazada con los resultados de otras
percepciones de un modo no justificado por la realidad de las cosas; es decir,
habíamos realizado lo que denominamos un razonamiento defectuoso. Mientras
adiestremos y empleemos bien nuestros sentidos y ajustemos nuestro modo de
proceder a los límites que trazan las observaciones bien hechas y bien
utilizadas, veremos que los resultados de nuestros actos suministran la prueba
de la conformidad de nuestras percepciones con la naturaleza objetiva de las
cosas percibidas. Ni en un solo caso, según la experiencia que poseemos hasta
hoy, nos hemos visto obligados a llegar a la conclusión de que las
percepciones sensoriales científicamente controladas originan en nuestro
cerebro ideas del mundo exterior que difieren por su naturaleza de la
realidad, o de que entre el mundo exterior y las percepciones que nuestros
sentidos nos transmiten de él media una incompatibilidad innata.
Pero,
al llegar aquí, se presenta el agnóstico neokantiano y nos dice: Sí,
podremos tal vez percibir exactamente las propiedades de una cosa, pero nunca
aprehender la cosa en sí por medio de ningún proceso sensorial o discursivo.
Esta «cosa en sí» cae más allá de nuestras posibilidades de conocimiento.
A esto, ya hace mucho tiempo, que ha contestado Hegel: desde el momento en que
conocemos todas las propiedades de una cosa, conocemos también la cosa misma;
sólo queda en pie el hecho de que esta cosa existe fuera de nosotros, y en
cuanto nuestros sentidos nos suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta
el último residuo de la cosa en sí, la famosa e incognoscible Ding an sich de Kant. Hoy, sólo podemos añadir a eso que, en
tiempos de Kant, el conocimiento que se tenía de las cosas naturales era lo
bastante fragmentario para poder sospechar detrás de cada una de ellas una
misteriosa «cosa en sí». Pero, de entonces acá, estas cosas
inaprehensibles han sido aprehendidas, analizadas y, más todavía,
reproducidas una tras otra por los gigantescos progresos de la ciencia. Y,
desde el momento en que podemos producir
una cosa, no hay razón ninguna para considerarla incognoscible. Para la
química de la primera mitad de nuestro siglo, las sustancias orgánicas eran
cosas misteriosas. Hoy, aprendemos ya a fabricarlas una tras otra, a base de
los elementos químicos y sin ayuda de procesos orgánicos. La química
moderna nos dice que tan pronto como se conoce la constitución química de
cualquier cuerpo, este cuerpo puede integrarse a partir de sus elementos. Hoy,
estamos todavía lejos de conocer exactamente la constitución de las
sustancias orgánicas superiores, los cuerpos albuminoides, pero no hay
absolutamente ninguna razón para que no adquiramos, aunque sea dentro de
varios siglos, este conocimiento y con ayuda de él podamos fabricar albúmina
artificial. Y cuando lo consigamos, habremos conseguido también producir la
vida orgánica, pues la vida, desde sus formas más bajas hasta las más
altas, no es más que la modalidad normal de existencia de los cuerpos
albuminoides.
Pero,
después de hechas estas reservas formales, nuestro agnóstico habla y obra en
un todo como el materialista empedernido, que en el fondo es. Podrá decir: a
juzgar por lo que nosotros sabemos,
la materia y el movimiento o, como ahora se dice, la energía, no pueden
crearse ni destruirse, pero no tenemos pruebas de que ambas no hayan sido
creadas en algún tiempo remoto y desconocido. Y, si intentáis volver contra
él esta confesión en un caso dado, os llamará al orden a toda prisa y os
mandará callar. Si in abstracto
reconoce la posibilidad del espiritualismo, in
concreto no quiere saber nada de él. Os dirá: por lo que sabemos y
podemos saber, no existe creador ni regente del Universo; en lo que a nosotros
respecta, la materia y la energía son tan increables como indestructibles;
para nosotros, el pensamiento es una forma de la energía, una función del
cerebro. Todo lo que nosotros sabemos nos lleva a la conclusión de que el
mundo material se halla regido por leyes inmutables, etcétera, etcétera. Por
tanto, en la medida en que es un hombre de ciencia, en la medida en que sabe algo, el agnóstico es materialista; fuera de los confines de
su ciencia, en los campos que no domina, traduce su ignorancia al griego, y la
llama agnosticismo.
En
todo caso, lo que sí puede asegurarse es que, aunque yo fuese agnóstico, no
podría dar a la concepción de la historia esbozada en este librito el nombre
de «agnosticismo histórico». Las gentes de sentimientos religiosos se
reirían de mí, los agnósticos me preguntarían, indignados, si quería
burlarme de ellos. Así pues, confío en que la «respetabilidad» británica,
que en alemán se llama filisteísmo, no se enfadará demasiado porque emplee
en inglés, como en tantos otros idiomas, el nombre de «materialismo
histórico» para designar esa concepción de los derroteros de la historia
universal que ve la causa final y la fuerza propulsora decisiva de todos los
acontecimientos históricos importantes en el desarrollo económico de la
sociedad, en las transformaciones del modo de producción y de cambio, en la
consiguiente división de la sociedad en distintas clases y en las luchas de
estas clases entre sí.
Se
me guardará, tal vez, esta consideración, sobre todo si demuestro que el
materialismo histórico puede incluso ser útil para la respetabilidad
británica. Ya he aludido al hecho de que, hace cuarenta o cincuenta años, el
extranjero culto que se instalaba a vivir en Inglaterra se veía
desagradablemente sorprendido por lo que necesariamente tenía que considerar
como beatería y mojigatería de la respetable clase media inglesa. Ahora
demostraré que la respetable clase media inglesa de aquel tiempo no era, sin
embargo, tan estúpida como el extranjero inteligente se figuraba. Sus
tendencias religiosas tenían su explicación.
Cuando
Europa salió del medioevo, la clase media en ascenso de las ciudades era su
elemento revolucionario. La posición reconocida, que se había conquistado
dentro del régimen feudal de la Edad Media, era ya demasiado estrecha para su
fuerza de expansión. El libre desarrollo de esta clase media, la
burguesía, no era ya compatible con el sistema feudal; éste tenía
forzosamente que derrumbarse.
Pero
el gran centro internacional del feudalismo era la Iglesia católica romana.
Ella unía a toda Europa Occidental feudalizada, pese a todas sus guerras
intestinas, en una gran unidad política, contrapuesta tanto al mundo
cismático griego como al mundo mahometano. Rodeó a las instituciones
feudales del halo de la consagración divina. También ella había levantado
su jerarquía según el modelo feudal, y era, en fin de cuentas, el mayor de
todos los señores feudales, pues poseía, por lo menos, la tercera parte de
toda la propiedad territorial del mundo católico. Antes de poder dar en cada
país y en diversos terrenos la batalla al feudalismo secular había que
destruir esta organización central sagrada.
Paso
a paso, con el auge de la burguesía, iba produciéndose el gran resurgimiento
de la ciencia. Volvían a cultivarse la astronomía, la mecánica, la física,
la anatomía, la fisiología. La burguesía necesitaba, para el desarrollo de
su producción industrial, una ciencia que investigase las propiedades de los
cuerpos físicos y el funcionamiento de las fuerzas naturales. Pero, hasta
entonces la ciencia no había sido más que la servidora humilde de la
Iglesia, a la que no se le consentía traspasar las fronteras establecidas por
la fe; en una palabra, había sido cualquier cosa menos una ciencia. Ahora, la
ciencia se rebelaba contra la Iglesia; la burguesía necesitaba a la ciencia y
se lanzó con ella a la rebelión.
Aquí
no he tocado más que dos de los puntos en que la burguesía en ascenso tenía
necesariamente que chocar con la religión establecida; pero esto bastará
para probar: primero, que la clase más directamente interesada en la lucha
contra el poder de la Iglesia católica era precisamente la burguesía y,
segundo, que por aquel entonces toda lucha contra el feudalismo tenía que
vestirse con un ropaje religioso y dirigirse en primera instancia contra la
Iglesia. Pero el grito de guerra lanzado por las universidades y los hombres
de negocios de las ciudades, tenía inevitablemente que encontrar, como en
efecto encontró, una fuerte resonancia entre las masas del campo, entre los
campesinos, que en todas partes estaban empeñados en una dura lucha contra
sus señores feudales eclesiásticos y seculares, lucha en la que se ventilaba
su existencia.
La
gran campaña de la burguesía europea contra el feudalismo culminó en tres
grandes batallas decisivas.
La
primera fue la que llamamos la Reforma protestante alemana. Al grito de
rebelión de Lutero contra la Iglesia, respondieron dos insurrecciones
políticas; primero, la de la nobleza baja, acaudillada por Franz von
Sickingen, en 1523, y luego la gran guerra campesina, en 1525. Ambas fueron
aplastadas, a causa, principalmente, de la falta de decisión del partido más
interesado en la lucha: la burguesía de las ciudades: falta de decisión
cuyas causas no podemos investigar aquí. Desde este instante, la lucha
degeneró en una reyerta entre los príncipes locales y el poder central del
emperador, trayendo como consecuencia el borrar a Alemania por doscientos
años del concierto de las naciones políticamente activas de Europa. Cierto
es que la Reforma luterana condujo a una nueva religión; aquella precisamente
que necesitaba la monarquía absoluta. Apenas abrazaron el luteranismo, los
campesinos del noreste de Alemania se vieron degradados de hombres libres a
siervos de la gleba.
Pero,
donde Lutero falló, triunfó Calvino. El dogma calvinista cuadraba a los más
intrépidos burgueses de la época. Su doctrina de la predestinación era la
expresión religiosa del hecho de que en el mundo comercial, en el mundo de la
competencia, el éxito o la bancarrota no depende de la actividad o de la
aptitud del individuo, sino de circunstancias independientes de él. «Así
que no es del que quiere ni del que corre, sino de la misericordia» de
fuerzas económicas superiores, pero desconocidas. Y esto era más verdad que
nunca en una época de revolución económica, en que todos los viejos centros
y caminos comerciales eran desplazados por otros nuevos, en que se abría al
mundo América y la India y en que vacilaban y se venían abajo hasta los
artículos económicos de fe más sagrados: los valores del oro y de la plata.
Además, el régimen de la Iglesia calvinista era absolutamente democrático y
republicano: ¿cómo podían los reinos de este mundo seguir siendo súbditos
de los reyes, de los obispos y de los señores feudales donde el reino de Dios
se había republicanizado? Si el luteranismo alemán se convirtió en un
instrumento sumiso en manos de los pequeños príncipes alemanes, el
calvinismo fundó una república en Holanda y fuertes partidos republicanos en
Inglaterra y, sobre todo, en Escocia.
En
el calvinismo encontró acabada su teoría de lucha la segunda gran
insurrección de la burguesía. Esta insurrección se produjo en Inglaterra.
La puso en marcha la burguesía de las ciudades, pero fueron los campesinos
medios (la yeomanry) de los
distritos rurales los que arrancaron el triunfo. Cosa singular: en las tres
grandes revoluciones burguesas son los campesinos los que suministran las
tropas de combate, y ellos también, precisamente, la clase, que, después de
alcanzar el triunfo, sale arruinada infaliblemente por las consecuencias
económicas de este triunfo. Cien años después de Cromwell, la yeomanry
de Inglaterra casi había desaparecido. En todo caso, sin la intervención de
esta yeomanry y del elemento plebeyo
de las ciudades, la burguesía nunca hubiera podido conducir la lucha hasta su
final victorioso ni llevado al cadalso a Carlos I. Para que la burguesía se
embolsase aunque sólo fueran los frutos del triunfo que estaban bien maduros,
fue necesario llevar la revolución bastante más allá de su meta:
exactamente como habría de ocurrir en Francia en 1793 y en Alemania en 1848.
Parece ser ésta, en efecto, una de las leyes que presiden el desarrollo de la
sociedad burguesa.
Después
de este exceso de actividad revolucionaria, siguió la inevitable reacción
que, a su vez, rebasó también el punto en que debía haberse mantenido. Tras
una serie de vacilaciones, consiguió fijarse, por fin, el nuevo centro de
gravedad, que se convirtió, a su vez, en nuevo punto de arranque. El período
grandioso de la historia inglesa, al que los filisteos dan el nombre de «la
gran rebelión», y las luchas que le siguieron, alcanzan su remate en el
episodio relativamente insignificante de 1689, que los historiadores liberales
señalan con el nombre de la «gloriosa revolución»[12].
El
nuevo punto de partida fue una transacción entre la burguesía en ascenso y
los antiguos grandes terratenientes feudales. Estos, aunque entonces como hoy
se les conociese por el nombre de aristocracia estaban ya desde hacía largo
tiempo en vías de convertirse en lo que Luis Felipe había de ser mucho
después en Francia: en los primeros burgueses de la nación. Para suerte de
Inglaterra, los antiguos barones feudales se habían destrozado unos a otros
en las guerras de las Dos Rosas[13].
Sus sucesores, aunque descendientes en su mayoría de las mismas antiguas
familias, procedían ya de líneas colaterales tan alejadas, que formaban una
corporación completamente nueva; sus costumbres y tendencias tenían mucho
más de burguesas que de feudales; conocían perfectamente el valor del
dinero, y se aplicaron en seguida a aumentar las rentas de sus tierras,
arrojando de ellas a cientos de pequeños arrendatarios y sustituyéndolos por
rebaños de ovejas. Enrique VIII creó una masa de nuevos landlords burgueses,
regalando y dilapidando los bienes de la Iglesia; y a idénticos resultados
condujeron las confiscaciones de grandes propiedades territoriales, que se
prosiguieron sin interrupción hasta fines del siglo XVII, para entregarlas
luego a individuos semi o enteramente advenedizos. De aquí que la
«aristocracia» inglesa, desde Enrique VII, lejos de oponerse al desarrollo
de la producción industrial procurase sacar indirectamente provecho de ella.
Además, una parte de los grandes terratenientes se mostró dispuesta en todo
momento, por móviles económicos o políticos a colaborar con los caudillos
de la burguesía industrial y financiera. La transacción de 1689 no fue,
pues, difícil de conseguir. Los trofeos políticos —los cargos, las
sinecuras, los grandes sueldos— les fueron respetados a las familias de la
aristocracia rural, a condición de que defendiesen cumplidamente los
intereses económicos de la clase media financiera, industrial y mercantil. Y
estos intereses económicos eran ya, por aquel entonces, bastante poderosos;
eran ellos los que trazaban en último término los rumbos de la política
nacional. Podría haber rencillas acerca de los detalles, pero la oligarquía
aristocrática sabía demasiado bien cuán inseparablemente unida se hallaba
su propia prosperidad económica a la de la burguesía industrial y comercial.
A
partir de este momento, la burguesía se convirtió en parte integrante,
modesta pero reconocida, de las clases dominantes de Inglaterra. Compartía
con todas ellas el interés de mantener sojuzgada a la gran masa trabajadora
del pueblo. El comerciante o fabricante mismo ocupaba, frente a su
dependiente, a sus obreros o a sus criados, la posición del amo, o la
posición de su «superior natural», como se decía hasta hace muy poco en
Inglaterra. Tenía que estrujarles la mayor cantidad y la mejor calidad de
trabajo posible; para conseguirlo, había de educarlos en una conveniente
sumisión. Personalmente, era un hombre religioso; su religión le había
suministrado la bandera bajo la cual combatió al rey y a los señores; muy
pronto, había descubierto también los recursos que esta religión le
ofrecía para trabajar los espíritus de sus inferiores naturales y hacerlos
sumisos a las órdenes de los amos, que los designios inescrutables de Dios
les habían puesto. En una palabra, el burgués inglés participaba ahora en
la empresa de sojuzgar a los «estamentos inferiores», a la gran masa
productora de la nación, y uno de los medios que se empleaba para ello era la
influencia de la religión.
Pero
a esto venía a añadirse una nueva circunstancia, que reforzaba las
inclinaciones religiosas de la burguesía: la aparición del materialismo en
Inglaterra. Esta nueva doctrina no sólo hería los píos sentimientos de la
clase media, sino que, además, se anunciaba como una filosofía destinada
solamente a los sabios y hombres cultos del gran mundo; al contrario de la
religión, buena para la gran masa no ilustrada, incluyendo a la burguesía.
Con Hobbes, esta doctrina pisó la escena como defensora de las prerrogativas
y de la omnipotencia reales e invitó a la monarquía absoluta a atar corto a
aquel puer robustus sed mailitiosus[§§]
que era el pueblo. También en los continuadores de Hobbes, en Bolingbroke, en
Shaftesbury, etc., la nueva forma deística del materialismo seguía siendo
una doctrina aristocrática, esotérica[***]
y odiada, por tanto, de la burguesía, no sólo por ser una herejía
religiosa, sino también por sus conexiones políticas antiburguesas. Por eso,
frente al materialismo y al deísmo de la aristocracia, las sectas
protestantes, que habían suministrado la bandera y los hombres para luchar
contra los Estuardos, eran precisamente las que daban el contingente principal
de las fuerzas de la clase media progresiva y las que todavía hoy forman la
médula del «gran partido liberal».
Entretanto,
el materialismo pasó de Inglaterra a Francia donde se encontró con una
segunda escuela materialista de filósofos, que habían surgido del
cartesianismo[14],
y con la que se refundió. También en Francia seguía siendo al principio una
doctrina exclusivamente aristocrática. Pero su carácter revolucionario no
tardó en revelarse. Los materialistas franceses no limitaban su crítica
simplemente a las materias religiosas, sino que la hacían extensiva a todas
las tradiciones científicas y a todas las instituciones políticas de su
tiempo; para demostrar la posibilidad de aplicación universal de su teoría,
siguieron el camino más corto: la aplicaron audazmente a todos los objetos
del saber en la "Encyclopédie", la obra gigantesca que les valió
el nombre de «enciclopedistas». De este modo, el materialismo, bajo una u
otra forma —como materialismo declarado o como deísmo—, se convirtió en
el credo de toda la juventud culta de Francia; hasta tal punto, que durante la
Gran Revolución la teoría creada por los realistas ingleses sirvió de
bandera teórica a los republicanos y terroristas franceses, y de ella salió
el texto de la "Declaración de los Derechos del Hombre"[15].
La
Gran Revolución francesa fue la tercera insurrección de la burguesía, pero
la primera que se despojó totalmente del manto religioso, dando la batalla en
el campo político abierto. Y fue también la primera que llevó realmente la
batalla hasta la destrucción de uno de los dos combatientes, la aristocracia,
y el triunfo completo del otro, la burguesía. En Inglaterra, la continuidad
ininterrumpida de las instituciones prerrevolucionarias y postrrevolucionarias
y la transacción sellada entre los grandes terratenientes y los capitalistas,
encontraban su expresión en la continuidad de los precedentes judiciales,
así como en la respetuosa conservación de las formas legales del feudalismo.
En Francia la revolución rompió plenamente con las tradiciones del pasado,
barrió los últimos vestigios del feudalismo y creó, con el Code civil[16],
una adaptación magistral a las relaciones capitalistas modernas del antiguo
Derecho romano, de aquella expresión casi perfecta de las relaciones
jurídicas derivadas de la fase económica que Marx llama la «producción de
mercancías»; tan magistral, que este Código francés revolucionario sirve
todavía hoy en todos los países —sin exceptuar a Inglaterra— de modelo
para las reformas del derecho de propiedad. Pero, no por ello debemos perder
de vista una cosa. Aunque el Derecho inglés continúa expresando las
relaciones económicas de la sociedad capitalista en un lenguaje feudal
bárbaro, que guarda con la cosa expresada la misma relación que la
ortografía con la fonética inglesa —«vous
écrivez Londres et vous prononcez Constantinople»[†††],
decía un francés—, este Derecho inglés es el único que ha mantenido
indemne a través de los siglos y que ha transplantado a Norteamérica y a las
colonias la mejor parte de aquella libertad personal, aquella autonomía local
y aquella salvaguardia contra toda injerencia, fuera de la de los tribunales;
en una palabra, aquellas antiguas libertades germánicas que en el continente
se habían perdido bajo el régimen de la monarquía absoluta y que hasta
ahora no han vuelto a recobrarse íntegramente en ninguna parte.
Pero
volvamos a nuestro burgués británico. La revolución francesa le brindó una
magnífica ocasión para arruinar, con ayuda de las monarquías continentales,
el comercio marítimo francés, anexionarse las colonias francesas y reprimir
las últimas pretensiones francesas de hacerle la competencia por mar. Fue
ésta una de las razones de que la combatiese. La segunda razón era que los
métodos de esta revolución le hacían muy poca gracia. No ya su
«execrable» terrorismo, sino también su intento de implantar el régimen
burgués hasta en sus últimas consecuencias. ¿Qué iba a hacer en el mundo
el burgués británico sin su aristocracia, que le imbuía maneras (¡y qué
maneras!) e inventaba para él modas, que le suministraba la oficialidad para
el ejército, salvaguardia del orden dentro del país, y para la marina,
conquistadora de nuevos dominios coloniales y de nuevos mercados en el
exterior? Cierto es que también había dentro de la burguesía una minoría
progresiva, formada por gentes cuyos intereses no habían salido tan bien
parados en la transacción, esta minoría, integrada por la clase media de
posición más modesta, simpatizaba con la revolución, pero era impotente en
el parlamento.
Por
tanto, cuanto más se convertía el materialismo en el credo de la revolución
francesa, tanto más se aferraba el piadoso burgués británico a su
religión. ¿Acaso la época del terror en París no había demostrado lo que
ocurre, cuando el pueblo pierde la religión? Conforme se extendía el
materialismo de Francia a los países vecinos y recibía el refuerzo de otras
corrientes teóricas afines, principalmente el de la filosofía alemana;
conforme en el continente ser materialista y librepensador era, en realidad,
una cualidad indispensable para ser persona culta, más tenazmente se afirmaba
la clase media inglesa en sus diversas confesiones religiosas. Por mucho que
variasen las unas de las otras, todas eran confesiones decididamente
religiosas, cristianas.
Mientras
que la revolución aseguraba el triunfo político de la burguesía en Francia,
en Inglaterra Watt, Arkwright, Cartwright y otros iniciaron iniciaron una
revolución industrial, que desplazó completamente el centro de gravedad del
poder económico. Ahora, la burguesía enriquecíase mucho más aprisa que la
aristocracia terrateniente. Y, dentro de la burguesía misma, la aristocracia
financiera, los banqueros, etc., iban pasando cada vez más a segundo plano
ante los fabricantes. La transacción de 1689, aun con las enmiendas que
habían ido introduciéndose poco a poco a favor de la burguesía, ya no
correspondía a la posición recíproca de las dos partes interesadas. Había
cambiado también el carácter de éstas: la burguesía de 1830 difería mucho
de la del siglo anterior. El poder político que aún conservaba la
aristocracia y que se ponía en acción contra las pretensiones de la nueva
burguesía industrial, hízose incompatible con los nuevos intereses
económicos. Planteábase la necesidad de renovar la lucha contra la
aristocracia; y esta lucha sólo podía terminar con el triunfo del nuevo
poder económico. Bajo el impulso de la revolución francesa de 1830, se
impuso en primer término, pese a todas las resistencias, la ley de reforma
electoral[17].
Esto dio a la burguesía una posición fuerte y reconocida en el parlamento.
Luego, vino la derogación de las leyes cerealistas[18],
que instauró de una vez para siempre el predominio de la burguesía, y sobre
todo de su parte más activa, los fabricantes, sobre la aristocracia de la
tierra. Fue éste el mayor triunfo de la burguesía, pero fue también el
último conseguido en su propio y exclusivo interés. Todos sus triunfos
posteriores hubo de compartirlos con un nuevo poder social, aliado suyo en un
principio, pero luego rival de ella.
La
revolución industrial había creado una clase de grandes fabricantes
capitalistas, pero había creado también otra, mucho más numerosa, de
obreros fabriles. Esta clase crecía constantemente en número, a medida que
la revolución industrial se iba adueñando de una rama industrial tras otra.
Y con su número, crecía también su fuerza, que se demostró ya en 1824,
cuando obligó al parlamento a derogar a regañadientes las leyes contra la
libertad de coalición[19].
Durante la campaña de agitación por la reforma electoral, los obreros
formaban el ala radical del partido de la reforma; y cuando la ley de 1832 los
privó del derecho de sufragio, sintetizaron sus reivindicaciones en la Carta
del Pueblo (People's Charter)[20]
y se constituyeron, en oposición al gran partido burgués que combatía las
leyes cerealistas[21],
en un partido independiente, el partido cartista, que fue el primer partido
obrero de nuestro tiempo.
A
continuación, vinieron las revoluciones continentales de febrero y marzo de
1848, en las que los obreros desempeñaron un papel tan importante y en las
que plantearon, por lo menos en París, reivindicaciones que eran
resueltamente inadmisibles, desde el punto de vista de la sociedad
capitalista. Y luego sobrevino la reacción general. Primero, la derrota de
los cartistas del 10 de abril de 1848[22];
después, el aplastamiento de la insurrección obrera de París, en junio del
mismo año; más tarde, los descalabros de 1849 en Italia, Hungría y el Sur
de Alemania; y por último, el triunfo de Luis Bonaparte sobre París, el 2 de
diciembre de 1851[23].
Con esto, habíase conseguido ahuyentar, por lo menos durante algún tiempo,
el espantajo de las reivindicaciones obreras, pero ¡a qué costa! Por tanto,
si el burgués británico estaba ya antes convencido de la necesidad de
mantener en el pueblo vil el espíritu religioso, ¡con cuánta mayor razón
tenía que sentir esa necesidad, después de todas estas experiencias! Por
eso, sin hacer el menor caso de las risotadas de burla de sus colegas
continentales, continuaba año tras año gastando miles y decenas de miles en
la evangelización de los estamentos inferiores. No contento con su propia
maquinaria religiosa, se dirigió al Hermano Jonathan[24]
Revivalismo: corriente de la Iglesia
protestante surgida en Inglaterra en la primera mitad del siglo XVIII y
propagada en Norteamérica; sus adeptos se valían de las prédicas religiosas
y la organización de nuevas comunidades de creyentes para consolidar y
ampliar la influencia de la religión cristiana., el más grande organizador
de negocios religiosos por aquel entonces, e importó de los Estados Unidos el
revivalismo, a Moody y Sankey, etc.; y, por último, aceptó incluso hasta la
ayuda peligrosa del Ejército de Salvación, que viene a restaurar los
recursos de propaganda del cristianismo primitivo, que se dirige a los pobres
como a los elegidos, combatiendo al capitalismo a su manera religiosa y
atizando así un elemento de lucha de clases del cristianismo primitivo, que
un buen día puede llegar a ser molesto para las gentes ricas que hoy
suministran de su bolsillo el dinero para esta propaganda.
Parece
ser una ley del desarrollo histórico el que la burguesía no pueda detentar
en ningún país de Europa el poder político —al menos, durante largo
tiempo—, de la misma manera exclusiva con que pudo hacerlo la aristocracia
feudal durante la Edad Media. Hasta en Francia, donde se extirpó tan de raíz
el feudalismo, la burguesía, como clase global, sólo ejerce todo el poder
durante breves períodos de tiempo. Bajo Luis Felipe (1830-1848), sólo
gobernaba una pequeña parte de la burguesía, pues otra parte mucho más
considerable quedaba excluida del sufragio por el elevado censo de fortuna que
se exigía para poder votar. Bajo la segunda República (1848-1851), gobernó
toda la burguesía, pero sólo durante tres años; su incapacidad abrió el
camino al Segundo Imperio. Sólo ahora, bajo la tercera República[25],
vemos a la burguesía en bloque empuñar el timón por espacio de veinte
años, pero en eso revela ya gratos síntomas de decadencia. Hasta ahora, una
dominación de la burguesía mantenida durante largos años sólo ha sido
posible en países como Norteamérica, que nunca conocieron el feudalismo y
donde la sociedad se ha construido desde el primer momento sobre una base
burguesa. Pero hasta en Francia y en Norteamérica llaman ya a la puerta con
recios golpes los sucesores de la burguesía: los obreros.
En
Inglaterra, la burguesía no ha ejercido jamás el poder indiviso. Hasta el
triunfo de 1832 dejó a la aristocracia en el disfrute casi exclusivo de todos
los altos cargos públicos. Yo no acertaba a explicarme la sumisión con que
la clase media rica se resignaba a tolerar esto, hasta que un día el gran
fabricante liberal Mr. W. A. Forster, en un discurso, suplicó a los jóvenes
de Bradford que aprendiesen francés si querían hacer carrera, contando a
este propósito el triste papel que había hecho él cuando, siendo ministro,
se vio metido de pronto en una sociedad en que el francés era, por lo menos,
tan necesario como el inglés. En efecto, los burgueses ingleses de aquel
entonces eran, quien más quien menos, unos nuevos ricos sin cultura, que
tenían que ceder a la aristocracia, quisieran o no, todos aquellos altos
puestos del gobierno que exigían otras dotes que la limitación y la fatuidad
insulares, salpimentadas por la astucia para los negocios[‡‡‡].
Todavía hoy los debates inacabables de la prensa sobre la middle-class-education[§§§]
revelan que la clase media inglesa no se considera aún bastante buena para
recibir la mejor educación y busca algo más modesto. Por eso, aun después
de la derogación de las leyes cerealistas, se consideró como algo muy
natural que los que habían arrancado el triunfo, los Cobden, los Bright, los
Forster, etcétera, quedasen privados de toda participación en el gobierno
oficial, hasta que por último, veinte años después, una nueva ley de
Reforma[26]
les abrió las puertas del ministerio. Hasta hoy día está la burguesía
inglesa tan profundamente penetrada de un sentimiento de inferioridad social,
que sostiene a costa suya y del pueblo una casta decorativa de zánganos que
tienen por oficio representar dignamente a la nación en todos los actos
solemnes y se considera honradísima cuando se encuentra a un burgués
cualquiera reconocido como digno de ingresar en esta corporación selecta y
privilegiada, que al fin y al cabo ha sido fabricada por la misma burguesía.
Así
pues, la clase media industrial y comercial no había conseguido aún arrojar
por completo del poder político a la aristocracia terrateniente, cuando se
presentó en escena el nuevo rival: la clase obrera. La reacción que se
produjo después del movimiento cartista y las revoluciones continentales,
unida a la expansión sin precedentes de la industria inglesa desde 1848 a
1866 (expansión que suele atribuirse sólo al librecambio, pero que se debió
en mucha mayor parte a la extensión gigantesca de los ferrocarriles, los
transatlánticos y los medios de comunicación en general) volvió a poner a
los obreros bajo la dependencia de los liberales, cuya ala radical formaban,
como en los tiempos anteriores al cartismo. Pero, poco a poco, las exigencias
obreras en cuanto al sufragio universal fueron haciéndose irresistibles.
Mientras los «whigs», los caudillos de los liberales, temblaban de miedo,
Disraeli demostraba su superioridad; supo aprovechar el momento propicio para
los «tories» introduciendo en los distritos electorales urbanos el régimen
electoral del household suffrage[****]
y, en relación con éste, una nueva distribución de los distritos
electorales.
A
esto, siguió poco después el ballot[††††],
luego, en 1884, el household suffrage
hízose extensivo a todos los distritos, incluso a los de condado, y se
introdujo una nueva distribución de las circunscripciones electorales, que
las nivelaba hasta cierto punto. Todas estas reformas aumentaron de tal modo
la fuerza de la clase obrera en las elecciones, que ésta representaba ya a la
mayoría de los electores en 150 a 200 distritos. ¡Pero no hay mejor escuela
de respeto a la tradición que el sistema parlamentario! Si la clase media
mira con devoción y veneración al grupo que lord John Manners llama
bromeando «nuestra vieja nobleza», la masa de los obreros miraba en aquel
tiempo con respeto y acatamiento a la que entonces se llamaba «la clase
mejor», la burguesía. En realidad, el obrero británico de hace quince años
era ese obrero modelo cuya consideración respetuosa por la posición de su
patrono y cuya timidez y humildad al plantear sus propias reivindicaciones
ponían un poco de bálsamo en las heridas que a nuestros socialistas alemanes
de cátedra[27]
les inferían las incorregibles tendencias comunistas y revolucionarias de los
obreros de su país.
Sin
embargo, los burgueses ingleses, como buenos hombres de negocios, veían más
allá que los profesores alemanes. Sólo de mala gana habían compartido el
poder con los obreros. Durante el período cartista, habían tenido ocasión
de aprender de lo que era capaz el pueblo, ese puer
robustus sed malitiosus. Desde entonces, habían tenido que aceptar y ver
convertida en ley nacional la mayor parte de la Carta del Pueblo. Ahora más
que nunca, era importante tener al pueblo a raya mediante recursos morales; y
el recurso moral primero y más importante con que se podía influenciar a las
masas seguía siendo la religión. De aquí la mayoría de puestos otorgados a
curas en los organismos escolares y de aquí que la burguesía se imponga a
sí misma cada vez más tributos para sostener toda clase de revivalismos,
desde el ritualismo[28]
hasta el Ejército de Salvación.
Y
entonces llegó el triunfo del respetable filisteísmo británico sobre la
libertad de pensamiento y la indiferencia en materias religiosas del burgués
continental. Los obreros de Francia y Alemania se volvieron rebeldes. Estaban
totalmente contaminados de socialismo, y además, por razones muy fuertes, no
se preocupaban gran cosa de la legalidad de los medios empleados para
conquistar el poder. Aquí, el puer
robustus se había vuelto realmente cada día más malitiosus.
Y al burgués francés y alemán no le quedaba más recurso que renunciar
tácitamente a seguir siendo librepensador, como esos guapos mozos que cuando
se ven acometidos irremediablemente por el mareo, dejan caer el cigarro
humeante con que fantocheaban a bordo. Los burlones fueron adoptando uno tras
otro, exteriormente, una actitud devota y empezaron a hablar con respeto de la
Iglesia, de sus dogmas y ritos, llegando incluso, cuando no había más
remedio, a compartir estos últimos. Los burgueses franceses se negaban a
comer carne los viernes y los burgueses alemanes se aguantaban, sudando en sus
reclinatorios, interminables sermones protestantes. Habían llegado con su
materialismo a una situación embarazosa. Die
Religion muss dem Volk erhalten werden («¡Hay que conservar la religión
para el pueblo!»); era el último y único recurso para salvar a la sociedad
de su ruina total. Para desgracia suya, no se dieron cuenta de esto hasta que
habían hecho todo lo humanamente posible para derrumbar para siempre la
religión. Había llegado, pues, el momento en que el burgués británico
podía reírse, a su vez, de ellos y gritarles: «¡Ah, necios, eso ya podía
habérselo dicho yo hace doscientos años!»
Sin
embargo, me temo mucho que ni la estupidez religiosa del burgués británico
ni la conversión post festum[‡‡‡‡]
del burgués continental, consigan poner un dique a la creciente marea
proletaria. La tradición es una gran fuerza de freno; es la vis
inertiae[§§§§]
de la historia. Pero es una fuerza meramente pasiva; por eso tiene
necesariamente que sucumbir. De aquí que tampoco la religión pueda servir a
la larga de muralla protectora de la sociedad capitalista. Si nuestras ideas
jurídicas, filosóficas y religiosas no son más que los brotes más
próximos o más remotos de las condiciones económicas imperantes en una
sociedad dada, a la larga estas ideas no pueden mantenerse cuando han cambiado
completamente aquellas condiciones. Una de dos: o creemos en una revelación
sobrenatural, o tenemos que reconocer que no hay dogma religioso capaz de
apuntalar una sociedad que se derrumba.
Y
la verdad es que también en Inglaterra comienzan otra vez los obreros a
moverse. Indudablemente, el obrero inglés está atado por una serie de
tradiciones. Tradiciones burguesas, como la tan extendida creencia de que no
pueden existir más que dos partidos, el conservador y el liberal, y de que la
clase obrera tiene que valerse del gran partido liberal para laborar por su
emancipación. Y tradiciones obreras, heredadas de los tiempos de sus primeros
tanteos de actuación independiente, como la eliminación, en numerosas y
antiguas tradeuniones, de todos aquellos obreros que no han tenido un
determinado tiempo reglamentario de aprendizaje; lo que significa, en rigor,
que cada una de estas uniones se crea sus propios esquiroles. Pero, a pesar de
todo esto y mucho más, la clase obrera inglesa avanza, como el mismo profesor
Brentano se ha visto obligado a comunicar, con harto dolor, a sus hermanos,
los socialistas de cátedra. Avanza, como todo en Inglaterra, con paso lento y
mesurado, vacilante aquí, y allí mediante tanteos, a veces estériles;
avanza a trechos, con una desconfianza excesivamente prudente hacia el nombre
de Socialismo, pero asimilándose poco a poco la esencia. Avanza, y su avance
va comunicándose a una capa obrera tras otra. Ahora, ha sacudido el letargo
de los obreros no calificados del East End de Londres, y todos nosotros ya
hemos visto qué magnífico empuje han dado, a su vez, a la clase obrera estas
nuevas fuerzas. Y si el ritmo del movimiento no es aconsonantado a la
impaciencia de unos u otros, no deben olvidar que es precisamente la clase
obrera la que mantiene vivos los mejores rasgos del carácter nacional inglés
y que en Inglaterra, cuando se da un paso hacia adelante, ya no se pierde
jamás. Si los hijos de los viejos cartistasno dieron de sí, por los motivos
indicados, todo lo que de ellos se podía esperar, parece que los nietos van a
ser dignos de sus abuelos.
Pero,
el triunfo de la clase obrera europea no depende solamente de Inglaterra. Este
triunfo sólo puede asegurarse mediante la cooperación, por lo menos, de
Inglaterra, Francia y Alemania[29].
En estos dos últimos países, el movimiento obrero le lleva un buen trecho de
delantera al de Inglaterra. En Alemania, se halla incluso a una distancia ya
mesurable del triunfo. Los progresos obtenidos aquí desde hace veinticinco
años, no tienen precedente. El movimiento obrero alemán avanza con velocidad
acelerada. Y si la burguesía alemana ha dado pruebas de su carencia
lamentable de capacidad política, de disciplina, de bravura, de energía y de
perseverancia, la clase obrera de Alemania ha demostrado que posee en grado
abundante todas estas cualidades. Hace ya casi cuatrocientos años que
Alemania fue el punto de arranque del primer gran alzamiento de la clase media
de Europa; tal como están hoy las cosas, ¿es descabellado pensar que
Alemania vaya a ser también el escenario del primer gran triunfo del
proletariado europeo?
20
de abril de 1892
F.
Engels
Publicado
por primera vez en el libro: «Socialism Utopian and Scientific», London,
1892, y con algunas omisiones en la traducción alemana del autor en la
revista "Die Neue Zeit", Bd. 1Nº1, 2, 1892-1893. Traducido del
inglés. Se publica de acuerdo con el texto de la edición inglesa, cotejado
con el de la revista.
[*] En el estado de dimensión.
(N. de la Edit.)
[†]Qual es un juego de palabras
filosófico. Qual significa,
literalmente, tortura, dolor que incita a realizar una acción cualquiera.
Al mismo tiempo, el místico Böhme transfiere a la palabra alemana algo del
término latino qualitas
(calidad). Su Qual era, por
oposición al dolor producido exteriormente, un principio activo, nacido del
desarrollo espontáneo de la cosa, de la relación o de la personalidad
sometida a su influjo y que, a su vez, provocaba este desarrollo.
[‡] K. Marx und F. Engels,
"Die heilige Familie", Frankfurt am M., 1845, S. 201-204. (C. Marx
y F. Engels. La Sagrada Familia, Francfort del Meno, 1845, págs. 201-204.)
(N. de la Edit.)
[§] P. Laplace, Traité de
mécanique céleste ("Tratado de mecánica celeste») Vols. I—V,
Paris, 1799-1825. (N. de la Edit).
[**] «No tenía necesidad de
recurrir a esta hipótesis». (N. de la Edit.)
[††] «En el principio era la
acción». Goethe, Fausto, parte I, escena III. (N. de la Edit.)
[‡‡] «El pudin se prueba
comiéndolo». (N. de la Edit).
[§§] Muchacho robusto, pero
malicioso. (N. de la Edit.)
[***] Oculta, sólo destinada a los
iniciados. (N. de la Edit.)
[†††] Se escribe Londres y se
pronuncia Constantinopla. (N. de la Edit.)
[‡‡‡] Y hasta en materia de
negocios la fatuidad del chovinismo nacional es un mal consejo. Hasta hace
muy poco, el fabricante inglés corriente consideraba denigrante para un
inglés hablar otro idioma que no fuese el suyo propio y le enorgullecía en
cierto modo que esos «pobres diablos» de los extranjeros se instalasen a
vivir en Inglaterra, descargándole con ello del trabajo de vender sus
productos en el extranjero. No advertía siquiera que estos extranjeros,
alemanes en su mayor parte, se adueñaban de este modo de una gran parte del
comercio exterior de Inglaterra —tanto del de importación como del de
exportación— y que el comercio directo de los ingleses con el extranjero
iba circunscribiéndose casi exclusivamente a las colonias, a China, a los
Estados Unidos y a Sudamérica. Y tampoco advertía que estos alemanes
comerciaban con otros alemanes del extranjero, que con el tiempo iban
organizando una red completa de colonias comerciales por todo el mundo. Y
cuando, hace unos cuarenta años, Alemania empezó seriamente a fabricar
para la exportación, encontró en estas colonias comerciales alemanas un
instrumento que le prestó maravillosos servicios en la empresa de
transformarse, en tan poco tiempo, de un país exportador de cereales en un
país industrial de primer orden. Por fin, hace unos diez años, los
fabricantes ingleses empezaron a inquietarse y a preguntar a sus embajadores
y cónsules cómo era que ya no podían retener a todos sus clientes. La
respuesta unánime fue ésta: 1º porque no os molestáis en aprender la
lengua de vuestros clientes y exigís que ellos aprendan la vuestra, y 2º
porque no intentáis siquiera satisfacer las necesidades, las costumbres y
los gustos de vuestros clientes, sino que queréis que se atengan a los
vuestros, a los de Inglaterra.
[§§§] Educación de la clase media
(N. de la Edit.)
[****] El household suffrage
establecía el derecho de voto para todo el que viviese en casa
independiente. (N. de la Edit.)
[††††] Votación secreta. (N. de la
Edit.)
[‡‡‡‡] Después de la fiesta, o sea,
retardada. (N. de la Edit.)
[§§§§] La fuerza de la inercia. (N.
de la Edit.)
[1] El trabajo de Engels
"Del socialismo utópico al socialismo científico" consta de tres
capítulos del "Anti-Dühring" revisados por él con el fin
especial de ofrecer a los obreros una exposición popular de la doctrina
marxista como concepción íntegra.
[2] En el "Congreso de
Gotha", celebrado del 22 al 25 de mayo de 1875, se unieron las dos
corrientes del movimiento obrero alemán: el Partido Obrero Socialdemócrata
(los eisenachianos), dirigido por A. Bebel y W. Liebknecht, y la lassalleana
Asociación General de Obreros Alemanes. El partido unificado adoptó la
denominación de Partido Obrero Socialista de Alemania. Así se logró
superar la escisión en las filas de la clase obrera alemana. El proyecto de
programa del partido unificado, propuesto al Congreso de Gotha, pese a la
dura crítica que habían hecho Marx y Engels, fue aprobado en el Congreso
con insignificantes modificaciones.
[3] Bimetalismo: sistema
monetario, en el que las funciones de dinero las cumplen simultáneamente
dos metales monetarios: el oro y la plata.
[4] "Vorwärts"
(«Adelante»): órgano central del Partido Obrero Socialista Alemán, se
publicó en Leipzig desde el 1 de octubre de 1876 hasta el 27 de octubre de
1878. La obra de Engels "Anti-Dühring" se publicó en el
periódico desde el 3 de enero de 1877 hasta el 7 de julio de 1878.
[5] En la presente edición no se
inserta el trabajo de F. Engels "La Marca".
[6] Engels se refiere a los
trabajos de M. Kovalevski "Tableau des origines et de l'évolution de
la famille et de la proprieté" («Ensayo acerca del origen de la
familia y la propiedad») publicado en 1890 en Estocolmo, y
"Pervobytnoye pravo" («Derecho primitivo») fascículo 1,
"La Gens", Moscú, 1886.
[7] Nominalistas: representantes
de una tendencia de la filosofía medieval que consideraba que los conceptos
generales genéricos eran nombres, engendrados por el pensamiento y el
lenguaje humanos y no valían más que para designar objetos sueltos,
existentes en realidad. En oposición a los realistas medievales, los
nominalistas negaban la existencia de conceptos como prototipos y fuentes
creadoras de las cosas. De este modo reconocían el carácter primario de la
realidad y secundario del concepto. En este sentido, el nominalismo era la
primera expresión del materialismo en la Edad Media.
[8] Nomoiomerias: minúsculas
partículas cualitativamente determinadas y divisibles infinitamente.
Anaxágoras consideraba que las homoiomerias constituían la base inicial de
todo lo existente y que sus combinaciones daban origen a la diversidad de
las cosas.
[9] Deísmo: doctrina
filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional
impersonal del mundo, pero niega su intervención en la vida de la
naturaleza y la sociedad.
[10] Se alude a la primera
exposición comercial e industrial mundial que se celebró en Londres de
mayo a octubre de 1851.
[11] Ejército de Salvación:
organización reaccionaria religioso-filantrópica fundada en 1865 en
Inglaterra y reorganizada en 1880 adoptando el modelo militar (de ahí su
denominación). Apoyada en medida considerable por la burguesía, esta
organización fundó en muchos países una red de instituciones de
beneficencia, con el fin de apartar a las masas trabajadoras de la lucha
contra los explotadores.
[12] La historiografía burguesa
inglesa llama «revolución gloriosa» al golpe de Estado de 1688 con el que
se derrocó en Inglaterra la dinastía de los Estuardos y se instauró la
monarquía constitucional (1689) encabezada por Guillermo de Orange y basada
en el compromiso entre la aristocracia terrateniente y la gran burguesía.
[13] La guerra de las Dos Rosas
(1455-1485): guerra entre dos familias feudales inglesas que luchaban por el
trono: los York, en cuyo escudo figuraba una rosa blanca, y los Lancaster,
que tenían en el escudo una rosa roja. Alrededor de los York se agrupaba
una parte de los grandes feudales del Sur (más desarrollado
económicamente), los caballeros y los ciudadanos; los Lancaster eran
apoyados por la aristocracia feudal de los condados del Norte. La guerra
llevó casi al total exterminio de las antiguas familias feudales y
concluyó al subir al trono la nueva dinastía de los Tudor que implantó el
absolutismo en Inglaterra.
[14] Filosofía cartesiana:
doctrina de los seguidores del filósofo francés del siglo XVII Descartes
(en latín Cartesius), que dedujeron conclusiones materialistas de su
filosofía.
[15] La Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano fue aprobada por la Asamblea
Constituyente en 1789. Se proclamaban en ella los principios políticos del
nuevo régimen burgués. La Declaración fue incluida en la Constitución
francesa de 1791; sirvió de base a los jacobinos al redactar la
Declaración de los Derechos del Hombre de 1793, que figuró como prefacio a
la primera Constitución republicana de Francia adoptada por la Convención
Nacional en 1793.
[16] Aquí y en adelante, Engels
no entiende por Código de Napoleón únicamente el Code civil (Código
civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el
sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués,
representado por los cinco códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal
y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810.
Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y
Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor
en la provincia del Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en
1815.
[17] El proyecto de ley de la
primera reforma electoral en
Inglaterra fue llevado al Parlamento en marzo de 1831 y aprobado en junio de
1832. La reforma abrió las puertas al Parlamento sólo a los representantes
de la burguesía industrial. El proletariado y la pequeña burguesía, que
eran la fuerza principal en la lucha por la reforma, fueron engañados por
la burguesía liberal y se quedaron, al igual que antes, sin derechos
electorales.
[18] El bill de abolición de las
leyes cerealistas fue aprobado en junio de 1846. Las llamadas leyes cerealistas, aprobadas con vistas a restringir o prohibir la
importación de trigo del extranjero, fueron promulgadas en Inglaterra en
beneficio de los grandes terratenientes (landlords). La aprobación del bill
de 1846 fue un triunfo de la burguesía industrial, que luchaba contra las
leyes cerealistas bajo la consigna de libertad de comercio.
[19] En 1824, el Parlamento
inglés, presionado por el movimiento obrero de masas, tuvo que promulgar un
acto aboliendo la prohibición de las uniones obreras (las tradeuniones).
[20] La Carta
del Pueblo, que contenía las exigencias de los cartistas, fue publicaba
el 8 de mayo de 1838 como proyecto de ley a ser presentado en el Parlamento;
la integraban seis puntos; derecho electoral universal (para los varones
desde los 21 años de edad), elecciones anuales al Parlamento, votación
secreta, igualdad de las circunscripciones electorales, abolición del
requisito de propiedad para los candidatos a diputado al Parlamento,
remuneración de los diputados. Las tres peticiones de los cartistas con la
exigencia de la aprobación de la Carta del Pueblo, entregadas al
Parlamento, fueron rechazados por éste en 1839, 1842 y 1849.
[21] La Liga
anticerealista: organización de la burguesía industrial inglesa,
fundada en 1838 por los fabricantes Cobden y Bright, de Manchester. Al
presentar la exigencia de la libertad completa de comercio, la Liga
propugnaba la abolición de las leyes cerealistas con el fin de rebajar los
salarios de los obreros y debilitar las posiciones económicas y políticas
de la aristocracia terrateniente. Después de la abolición de las leyes
cerealistas (1846), la Liga dejó de existir.
[22] La manifestación de masas
que los cartistas anunciaron para el 10 de abril de 1848 en Londres, con el
fin de entregar al Parlamento la petición sobre la aprobación de la Carta
popular, fracasó debido a la indecisión y las vacilaciones de sus
organizadores. El fracaso de la manifestación fue utilizado por las fuerzas
de la reacción para arreciar la ofensiva contra los obreros y las
represalias contra los cartistas.
[23] Trátase del golpe de Estado
organizado por Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851, que dio comienzo al
régimen bonapartista del Segundo Imperio.
[24] Hermano
Jonathan: mote dado por los ingleses a los norteamericanos durante la
guerra de las colonias norteamericanas de Inglaterra por la independencia
(1775-1783).
[25] El Segundo Imperio de
Napoleón III existió en Francia de 1852 a 1870, y la Tercera República,
de 1870 a 1940.
[26] En 1867, en Inglaterra, bajo
la influencia del movimiento obrero de masas, se llevó a cabo la segunda
reforma parlamentaria. El Consejo General de la I Internacional tomó
parte activa en el movimiento que reivindicaba esta reforma. Como resultado
de ella, el número de electores en Inglaterra aumentó en más del doble y
cierta parte de obreros calificados conquistó el derecho a votar.
[27] Socialismo
de cátedra: corriente de la ideología burguesa de los años 70-90 del
siglo XIX. Sus representantes, ante todo profesores de universidades
alemanas, predicaban desde sus cátedras el reformismo burgués, tratando de
presentarlo como socialismo. Afirmaban (entre otros A. Wagner, H. Schmoller,
L. Brentano y W. Sombart) que el Estado era una institución situada por
encima de las clases, podía reconciliar las clases enemigas e implantar
gradualmente el «socialismo» sin afectar los intereses de los
capitalistas. Su programa se reducía a la organización de los seguros de
los obreros contra enfermedades y accidentes y a la aplicación de ciertas
medidas en la esfera de la legislación fabril. Los socialistas de cátedra
estimaban que, habiendo sindicatos bien organizados, no había necesidad de
lucha política, ni de partido político de la clase obrera. El socialismo
de cátedra constituyó una de las fuentes ideológicas del revisionismo.
[28] Ritualismo: corriente surgida
en la Iglesia anglicana en los años 30 del siglo XIX, sus adeptos llamaban
a la restauración de los ritos católicos (de ahí la denominación) y de
ciertos dogmas del catolicismo en la Iglesia anglicana.
[29] Esta conclusión de la
posibilidad de la victoria de la revolución proletaria únicamente en el
caso de ser simultánea en los países capitalistas avanzados y, por
consiguiente, de la imposibilidad de la revolución en un solo país, era
justa para el período del capitalismo premonopolista. En las nuevas
condiciones históricas, en el período del capitalismo monopolista, Lenin,
partiendo de la ley, descubierta por él, de la desigualdad del desarrollo
económico y político del capitalismo en la época del imperialismo, llegó
a una nueva conclusión, a la de la posibilidad de la victoria de la
revolución socialista primero en unos cuantos o, incluso, en un solo país,
y de la imposibilidad de la victoria simultánea de la revolución en todos
los países o en la mayoría de ellos. Lenin formula por vez primera esta
conclusión nueva en su artículo "La consigna de los Estados Unidos de
Europa"