Llegamos ahora a un punto esencial. Acusé a los artículos de Mülberger de falsificar las relaciones económicas a la manera de Proudhon, traduciéndolas en expresiones jurídicas. Como ejemplo, mencioné la siguiente aseveración de Mülberger:
«La casa, una vez construida, sirve de título jurídico eterno sobre una parte determinada del trabajo social, incluso si el valor real de la casa está suficientemente pagado al propietario en forma de alquileres desde hace mucho tiempo. Así ocurre que una casa construida, por ejemplo, hace cincuenta años, llega durante este tiempo, gracias a los alquileres, a cubrir dos, tres, cinco, diez veces, etc., su precio de coste inicial».
Y Mülberger se queja diciendo que:
«Engels aprovecha esta sencilla y serena constatación de un hecho para aleccionarme y decirme que hubiese debido explicar cómo la casa se convierte en un «título jurídico», cosa completamente al margen del objetivo que me había propuesto... Describir es una cosa, explicar es otra. Cuando digo, siguiendo a Proudhon, que la vida económica de la sociedad debe estar penetrada de una idea del derecho, no hago más que describir la sociedad presente, en la que si bien no falta toda idea del derecho, sí falta la idea del derecho de la revolución, con lo cual el mismo Engels ha de estar conforme».
Detengámonos, de momento, en la casa una vez construida. Cuando se alquila, produce a su propietario, en forma de alquileres una renta del suelo, el coste de las reparaciones y un interés sobre el capital invertido en la construcción, incluyendo la ganancia correspondiente a este capital. Así pues, según las circunstancias, los alquileres cobrados pueden llegar a cubrir poco a poco dos, tres, cinco, diez veces el precio de coste inicial. Esto, amigo Mülberger, es una «sencilla y serena constatación» de un «hecho» que es económico. Si queremos saber «de dónde viene» su existencia, hemos de dirigir nuestras pesquisas al terreno económico. Miremos la cosa más de cerca a fin de que ni siquiera un niño pueda equivocarse. La venta de una mercancía, como se sabe, consiste en que el propietario cede su valor de uso y se embolsa su valor de cambio. Los valores de uso de las mercancías se diferencian entre sí también porque su consumo exige duraciones diferentes. Un panecillo desaparece en un día, un par de pantalones se desgastará en un año, una casa, digamos, en cien años. Para las mercancías cuyo desgaste necesita mucho tiempo, surge la posibilidad de vender su valor de uso por partes cada vez por un período determinado, o dicho de otro modo, de alquilarla. La venta por partes, de este modo, realiza el valor de cambio poco a poco; por esta renuncia al reembolso inmediato del capital adelantado y de la ganancia correspondiente, el vendedor se ve indemnizado por un aumento del precio, por un interés cuyo nivel se determina por las leyes de la Economía política y de ningún modo arbitrariamente. Al cabo de los cien años, la casa ha sido consumida, desgastada, es inhabitable. Si entonces, deducimos del total de los alquileres cobrados 1) la renta del suelo con el aumento que ha podido experimentar durante este tiempo, y 2) los gastos corrientes de reparación, nos encontraremos con que el resto se compone, por término medio: 1) del capital invertido originariamente en la construcción de la casa; 2) de la ganancia que éste ha dado, y 3) de los intereses correspondientes al capital gradualmente amortizado y a la ganancia. Al cabo de este tiempo, el inquilino ya no tiene casa, es cierto, pero su propietario tampoco. Este ya no posee más que el solar (si le pertenece) y los materiales de construcción que en él se encuentran, pero que ya no representan una casa. Y si, entretanto, la casa ha cubierto «cinco o diez veces su precio de coste inicial» veremos que esto se debe exclusivamente a un aumento de la renta del suelo; lo que no es un secreto para nadie, en sitios como Londres, donde, en la mayoría de los casos, el propietario del solar y el propietario de la casa son dos personas diferentes. Tales aumentos colosales de los alquileres solamente se presentan en las ciudades que crecen rápidamente, pero no en un pueblo agrícola donde la renta de los solares casi no sufre cambios. Porque es un hecho notorio que, abstracción hecha de los aumentos de la renta del suelo, el alquiler nunca proporciona al propietario de la casa, por término medio, más del siete por ciento del capital invertido (ganancias incluidas), de lo cual hay que deducir los gastos de reparación, etc. En resumen, el contrato de alquiler es una transacción mercantil como otra cualquiera, que, para el obrero, no presenta teóricamente ni más ni menos interés que cualquier otra transacción mercantil, salvo la de la compraventa de la fuerza de trabajo; prácticamente, este contrato representa para él una de las mil formas de la estafa burguesa de la que he hablado en la página 4 del sobretiro[*], y la cual, como ya he indicado allí, también está sometida a leyes económicas.
Mülberger, en cambio, ve en el contrato de alquiler una cosa puramente «arbitraria» (pág. 19 de su folleto), y cuando le demuestro lo contrario, se queja de que le cuento «una serie de cosas que, desgraciadamente, sabía ya».
Pero todas las investigaciones económicas sobre el alquiler no nos conducirán de ningún modo a transformar la abolición del alquiler de las viviendas en «una de las aspiraciones más fecundas y más grandiosas nacidas en el seno de la idea revolucionaria». Para llegar a esto, tenemos que trasladar este simple hecho del terreno de la serena Economía política a la esfera mucho más ideológica de la jurisprudencia. «La casa representa un título jurídico eterno» sobre un alquiler, y «de ahí viene» que el valor de la casa pueda ser pagado en alquileres dos, tres, cinco, diez veces. Pero, para saber «de dónde viene» eso, el «título jurídico» no nos permite avanzar ni un paso, y por eso dije que Mülberger no hubiese podido aprender «de dónde viene eso» más que investigando cómo la casa se convierte en un título jurídico. Y esto se puede aprender solamente analizando, como yo lo he hecho, la naturaleza económica del alquiler y no irritándonos contra la expresión jurídica por la cual la clase dominante lo sanciona. El que propone medidas económicas para abolir los alquileres, debería saber, pues, algo más sobre el alquiler que el hecho de que representa «el tributo pagado por el arrendatario al derecho eterno del capital». A esto, Mülberger contesta: «Describir es una cosa, explicar es otra».
Pues bien, hemos transformado la casa, a pesar de que no es eterna, en un título jurídico eterno sobre el alquiler. Encontramos que, de dondequiera que «eso venga», gracias a este título jurídico, la casa proporciona en alquileres varias veces su valor. Por la traducción a la terminología jurídica, nos encontramos venturosamente tan alejados de lo económico, que únicamente vemos el fenómeno de que, por sus alquileres brutos, una casa a la larga puede hacerse pagar varias veces su valor. Como pensamos y hablamos en términos jurídicos aplicamos a este fenómeno la norma del derecho, de la justicia, y nos encontramos con que es injusto, con que no corresponde a la «idea del derecho de la revolución», independientemente de lo que esto pueda significar, y con que el título jurídico, por consiguiente, nada vale. Nos encontramos, además, con que ocurre lo mismo con el capital que produce interés y con el terreno agrícola arrendado, y tenemos ahora un pretexto para separar estas categorías de propiedad de las otras, a fin de someterlas a un tratamiento excepcional. Este consiste en la siguiente reivindicación: 1) quitar al propietario el derecho de rescindir el contrato y de reclamar la devolución de su propiedad; 2) dejar al inquilino, al prestatario o al arrendatario el goce sin indemnización del objeto que se le transmite, pero que no le pertenece y 3) reembolsar al propietario por pequeñas entregas y sin intereses. Y habremos así agotado en este aspecto los «principios» de Proudhon. Tal es su «liquidación social».
Es claro, dicho sea de paso, que todo este plan de reformas ha de beneficiar casi exclusivamente a los pequeños burgueses y a los pequeños campesinos, consolidando su situación de pequeños burgueses y de pequeños campesinos. La figura legendaria, según Mülberger, del «pequeño burgués Proudhon», adquiere aquí súbitamente una existencia histórica perfectamente tangible.
Mülberger añade:
«Cuando digo, siguiendo a Proudhon, que la vida económica de la sociedad debe estar penetrada de una idea del derecho, no hago más que describir la sociedad presente, en la que si bien no falta toda idea del derecho, sí falta la idea del derecho de la revolución, con lo cual el mismo Engels ha de estar conforme».
Desgraciadamente no me es posible dar este gusto a Mülberger. Dice que la sociedad debe estar penetrada de una idea del derecho, y llama a esto hacer una descripción. Si un tribunal me invita por conducto del alguacil a pagar mis deudas, ¡no hace, según Mülberger, más que describirme como a un hombre que no paga sus deudas! Una descripción es una cosa; una reivindicación, otra distinta. Y es aquí precisamente donde reside la diferencia esencial entre el socialismo científico alemán y Proudhon. Nosotros describimos —y toda descripción verdadera de un objeto es, al mismo tiempo, pese a Mülberger, su explicación— las relaciones económicas tales como son y tales como se desarrollan. Y aportamos la prueba, estrictamente económica, de que este desarrollo es, al mismo tiempo, el de los elementos de una revolución social: el desarrollo, por una parte, del proletariado, de una clase cuyas condiciones de vida le empujan necesariamente hacia la revolución social; y, por otra, el de las fuerzas productivas que, al desbordar los límites de la sociedad capitalista, forzosamente han de hacerla estallar, y que, al mismo tiempo, ofrecen los medios de abolir para siempre las diferencias de clase en interés del propio progreso social. Proudhon, por el contrario, exige de la sociedad actual que se transforme no según las leyes de su propio desenvolvimiento económico, sino según los preceptos de la justicia (la «idea del derecho» no es suya, sino de Mülberger). Allí donde nosotros demostramos, Proudhon predica y se lamenta, y Mülberger con él.
Me es absolutamente imposible adivinar qué es eso de «la idea del derecho de la revolución». Bien es verdad que Proudhon hace de «la revolución» una especie de diosa, la portadora y ejecutora de su «justicia», y al hacerlo cae en el singular error de mezclar la revolución burguesa de 1789-1794 con la revolución proletaria del porvenir. Lo hace en casi todas sus obras, sobre todo desde 1848; citaré como ejemplo aunque sólo sea su "Idea general de la Revolución", edición de 1868, páginas 39 y 40. Pero como Mülberger rehúsa toda responsabilidad respecto de Proudhon, me está vedado recurrir a éste para explicar la «idea del derecho de la resolución», y así, sigo hundido en las tinieblas más absolutas.
A continuación Mülberger dice:
«Pero ni Proudhon ni yo acudimos a una «justicia eterna» para explicar el injusto estado de cosas actual, ni siquiera, como me atribuye Engels, esperamos de ella un mejoramiento de esa situación».
Mülberger cree poder contar con el hecho de que «Proudhon es casi desconocido en Alemania». En todos sus escritos, Proudhon mide todas las proposiciones sociales, jurídicas, políticas y religiosas con la escala de la «justicia», las reconoce o las rechaza, según concuerden o no con lo que él llama «justicia». En las "Contradicciones económicas", esta justicia se llama todavía «justicia eterna», «justice éternelle». Más tarde, lo eterno se silencia, pero subsiste de hecho. Así, en la obra titulada "De la Justicia en la Revolución y en la Iglesia", edición de 1858, el pasaje siguiente (tomo I, pág. 42) constituye el resumen del sermón explanado en los tres tomos:
«¿Cuál es el principio fundamental, el principio orgánico, regulador soberano de las sociedades, el principio que, sometiendo a todos los otros rige, protege, rechaza, castiga e incluso suprime si es necesario a todos los elementos rebeldes? ¿Es la religión, el ideal, el interés?... Este principio, en mi opinión, es la justicia. ¿Qué es la justicia? La esencia de la misma humanidad. ¿Qué ha sido desde el principio del mundo? Nada. ¿Qué debería ser? Todo».
Una justicia que es la esencia de la misma humanidad, ¿qué es, pues, sino la justicia eterna? Una justicia que es el principio fundamental, orgánico, regulador, soberano de las sociedades y que hasta ahora, a pesar de ello, no era nada, pero debe serlo todo, ¿qué es sino la medida de todas las cosas humanas, el árbitro supremo al cual haya que acudir en todos los conflictos? ¿Acaso he afirmado otra cosa al decir que Proudhon disimula su ignorancia económica y su impotencia juzgando todas las relaciones económicas, no según las leyes económicas, sino según concuerden o no con su concepción de esta justicia eterna? ¿Y en qué se distingue Mülberger de Proudhon cuando pide que «todas las transformaciones de la vida en la sociedad moderna... estén penetradas de una idea del derecho, es decir, que sean realizadas en todas partes según las estrictas exigencias de la justicia»? ¿No sé yo leer, o Mülberger no sabe escribir?
Mülberger dice más adelante:
«Proudhon sabe tan bien como Marx y Engels que lo que verdaderamente actúa de principio motor en la sociedad humana son las relaciones económicas y no las jurídicas; sabe también que las ideas del derecho de un pueblo en cada época dada no son sino la expresión, la imagen, el producto de las relaciones económicas, principalmente de las relaciones de producción... En una palabra el derecho es para Proudhon un producto económico formado en el proceso histórico».
Si Proudhon sabe todo esto (dejaré a un lado la oscura terminología de Mülberger y tomaré en cuenta su buena voluntad) «tan bien como Marx y Engels», ¿de qué vamos a seguir discutiendo? Pero no es esto lo que ocurre con la ciencia de Proudhon. Las relaciones económicas de una sociedad dada se manifiestan, en primer lugar, como intereses. Pero Proudhon, en el pasaje antes mencionado de su obra principal, dice con letras de molde que «el principio fundamental, regulador, orgánico, soberano de las sociedades, el principio que somete a todos los otros» no es el interés, sino la justicia. Y repite lo mismo en todas las partes esenciales de todos sus escritos. Lo cual no impide en absoluto a Mülberger seguir diciendo que:
«...la idea del derecho económico, tal como está más profundamente desarrollada por Proudhon en "La Guerra y la Paz", concuerda enteramente con el pensamiento fundamental de Lassalle, tan bellamente expuesto en su prefacio al "Sistema de los derechos adquiridos"».
"La Guerra y la Paz" es, de las numerosas obras de escolar de Proudhon, tal vez la que más acusa este carácter, y lo que yo menos podía esperar era que este libro fuese dado como ejemplo de la pretendida comprensión por Proudhon de la concepción materialista alemana de la historia, la cual explica todos los acontecimientos e ideas históricas, toda la política, la filosofía, la religión, partiendo de las condiciones de vida materiales, económicas, del período histórico considerado. Esta obra es tan poco materialista que el autor no puede construir su concepción de la guerra sin acudir al creador:
«No obstante, el creador tenía sus razones al escoger para nosotros estas condiciones de vida» (tomo II, pág. 100, edición de 1869).
Podemos juzgar de los conocimientos históricos sobre los cuales se basa el libro por el hecho de que en él se expresa la fe en la existencia histórica de la Edad de Oro:
«Al principio, cuando la Humanidad estaba todavía realmente esparcida sobre la tierra, la naturaleza velaba sin esfuerzo por sus necesidades. Era la Edad de Oro, la edad de la abundancia y de la paz» (lugar citado, pág. 102).
Su punto de vista económico es el más grosero maltusianismo:
«Si resulta duplicada la producción, pronto ocurrirá lo mismo con la población» (pág. 105).
¿Dónde está, pues, el materialismo de este libro? En que afirma que «el pauperismo» ha sido siempre y sigue siendo la causa de la guerra (véase, por ejemplo, pág. 143). El tío Bräsig [35] fue un materialista igualmente acabado cuando, en su discurso de 1848, lanzó esta gran frase: «La causa de la gran pobreza es la gran pauvreté».
El "Sistema de los derechos adquiridos" de Lassalle no sólo está imbuido de la gran ilusión del jurista, sino también de la de viejo hegeliano. Lassalle declara expresamente, en la página VII, que, también «en lo económico, la noción del derecho adquirido es la fuente de todo el desarrollo ulterior»; quiere demostrar (en la pág. IX) que «el derecho es un organismo racional, que se desarrolla de sí mismo y no, por consiguiente, partiendo de condiciones económicas previas»; se trata, para él, de deducir el derecho, no de las relaciones económicas, sino del «concepto mismo de la voluntad, cuyo desarrollo y exposición constituye toda la filosofía del derecho» (pág. XII). ¿Qué viene, pues, este libro a hacer aquí? La sola diferencia entre Proudhon y Lassalle es que éste fue un verdadero jurista y un verdadero hegeliano, mientras que el primero, tanto en jurisprudencia, como en filosofía, como en todas las demás cosas, era un puro diletante.
Sé perfectamente que Proudhon, de quien sabemos que se contradecía incesantemente, dice de vez en cuando cosas que dan la impresión de que explica las ideas por los hechos. Pero estos puntos carecen de importancia frente a la dirección general de su pensamiento, e incluso allí donde aparecen, son extremadamente confusos y contradictorios.
En una determinada etapa, muy primitiva, del desarrollo de la sociedad, se hace sentir la necesidad de abarcar con una regla general los actos de la producción, de la distribución y del cambio de los productos, que se repiten cada día, la necesidad de velar por que cada cual se someta a las condiciones generales de la producción y del cambio. Esta regla, costumbre al principio, se convierte pronto en ley. Con la ley, surgen necesariamente organismos encargados de su aplicación: los poderes públicos, el Estado. Luego, con el desarrollo progresivo de la sociedad, la ley se transforma en una legislación más o menos extensa. Cuanto más compleja se hace esta legislación, su modo de expresión se aleja más del modo con que se expresan las habituales condiciones económicas de vida de la sociedad. Esta legislación aparece como un elemento independiente que deriva la justificación de su existencia y las razones de su desarrollo, no de las relaciones económicas, sino de sus propios fundamentos interiores, como si dijéramos del «concepto de voluntad». Los hombres olvidan que su derecho se origina en sus condiciones económicas de vida, lo mismo que han olvidado que ellos mismo proceden del mundo animal. Una vez la legislación se ha desarrollado y convertido en un conjunto complejo y extenso, se hace sentir la necesidad de una nueva división social del trabajo: se constituye un cuerpo de juristas profesionales, y con él, una ciencia jurídica. Esta, al desarrollarse, compara los sistemas jurídicos de los diferentes pueblos y de las diferentes épocas, no como un reflejo de las relaciones económicas correspondientes, sino como sistemas que encuentran su fundamento en ellos mismos. La comparación supone un elemento común: éste aparece por el hecho de que los juristas recogen, en un derecho natural, lo que más o menos es común a todos los sistemas jurídicos. Y la medida que servirá para distinguir lo que pertenece o no al derecho natural, es precisamente la expresión más abstracta del derecho mismo: la justicia. A partir de este momento, el desarrollo del derecho, para los juristas y para los que creen en sus palabras, no reside sino en la aspiración a aproximar cada día más la condición de los hombres, en la medida en que está expresada jurídicamente, al ideal de la justicia, a la justicia eterna. Y esta justicia es siempre la expresión ideologizada, divinizada, de las relaciones económicas existentes, a veces en su sentido conservador, otras veces en su sentido revolucionario. La justicia de los griegos y de los romanos juzgaba justa la esclavitud; la justicia de los burgueses de 1789 exigía la abolición del feudalismo, que consideraba injusto. Para el junker prusiano, incluso la mezquina ordenanza sobre los distritos [36], es una violación de la justicia eterna. La idea de la justicia eterna cambia, pues, no sólo según el tiempo y el lugar, sino también según las personas; forma parte de las cosas, como advierte justamente Mülberger, que «cada uno entiende a su manera». Si en la vida ordinaria, en la que las relaciones a considerar son sencillas, se acepta sin malentendidos, incluso en relación con los fenómenos sociales, expresiones como justo, injusto, justicia, sentimiento del derecho, en el estudio científico de las relaciones económicas, estas expresiones terminan, como hemos visto, en las mismas confusiones deplorables que surgirían, por ejemplo, en la química moderna, si se quisiese conservar la terminología de la teoría flogística. Y la confusión es peor todavía cuando, a imitación de Proudhon, se cree en el flogisto social, en la «justicia», o si se afirma con Mülberger que la teoría del flogisto es tan acertada como la teoría del oxígeno[**].
[*] Véase el presente tomo, págs. 325-326. (N. de la Edit.)
[**] Antes del descubrimiento del oxígeno, los químicos explicaban la combustión de los cuerpos en el aire atmosférico suponiendo la existencia en éstos de una materia combustible propia, el flogisto, el cual se escaparía durante la combustión. Pero como descubrieron que un cuerpo simple consumido pesaba más después de la combustión que antes, explicaron entonces que el flogisto tenía un peso negativo. Así pues, un cuerpo sin flogisto habría de pesar más que con flogisto. Fue de este modo como se atribuyó poco a poco al flogisto las propiedades principales del oxígeno, pero, al revés. El descubrimiento de que la combustión consiste en la combinación del cuerpo que arde con otro cuerpo, el oxígeno, y el descubrimiento de este oxígeno, pusieron fin a la primera hipótesis, pero sólo después de una larga resistencia por parte de los viejos químicos.
[35] Tío Bräsig: personaje de las obras humoristas de Reuter.- 385.
[36] 266. Se alude a la reforma administrativa de 1872 en Prusia, con arreglo a la cual se abolía el poder patrimonial hereditario de los terratenientes en el campo y se implantaban ciertos elementos de administración autónoma local: alcaldes elegibles en las comunidades, consejos de circunscripción junto a los Landrats, etc.- 386.