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Después de la revolución de Julio [22], cuando el banquero liberal Laffitte acompañó en triunfo al Hôtel de Ville [*] a su compadre [*]*, el duque de Orleáns [23], dejó caer estas palabras: «Desde ahora, dominarán los banqueros». Laffitte había traicionado el secreto de la revolución.
La que dominó bajo Luis Felipe no fue la burguesía francesa sino una fracción de ella: los banqueros, los reyes de la Bolsa, los reyes de los ferrocarriles, los propietarios de minas de carbón y de hierro y de explotaciones forestales y una parte de la propiedad territorial aliada a ellos: la llamada aristocracia financiera. Ella ocupaba el trono, dictaba leyes en las Cámaras y adjudicaba los cargos públicos, desde los ministerios hasta los estancos.
La burguesía industrial propiamente dicha constituía una parte de la oposición oficial, es decir, sólo estaba representada en las Cámaras como una minoría. Su oposición se manifestaba más decididamente a medida que se destacaba más el absolutismo de la aristocracia financiera y a medida que la propia burguesía industrial creía tener asegurada su dominación sobre la clase obrera, después de las revueltas de 1832, 1834 y 1839 [24], ahogadas en sangre. Grandin, fabricante de Ruán, que tanto en la Asamblea Nacional Constituyente, como en la Legislativa había sido el portavoz más fanático de la reacción burguesa, era en la Cámara de los Diputados el adversario más violento de Guizot. León Faucher, conocido más tarde por sus esfuerzos impotentes por llegar a ser un Guizot de la contrarrevolución francesa, sostuvo en los últimos tiempos de Luis Felipe una guerra con la pluma a favor de la industria, contra la especulación y su caudatario, el Gobierno. Bastiat desplegaba una gran agitación en contra del sistema imperante, en nombre de Burdeos y de toda la Francia vinícola.
La pequeña burguesía en todas sus gradaciones, al igual que la clase campesina, había quedado completamente excluida del poder político. Finalmente, en el campo de la oposición oficial o completamente al margen del pays légal [*] se encontraban los representantes y portavoces ideológicos de las citadas clases, sus sabios, sus abogados, sus médicos, etc.; en una palabra, sus llamados «talentos».
Su penuria financiera colocaba de antemano la monarquía de Julio [25] bajo la dependencia de la alta burguesía, y su dependencia de la alta burguesía convertíase a su vez en fuente inagotable de una creciente penuria financiera. Imposible supeditar la administración del Estado al interés de la producción nacional sin restablecer el equilibrio del presupuesto, el equilibrio entre los gastos y los ingresos del Estado. ¿Y como restablecer este equilibrio sin restringir los gastos públicos, es decir, sin herir intereses que eran otros tantos puntales del sistema dominante y sin someter a una nueva regulación el reparto de impuestos, es decir, sin transferir una parte importante de las cargas públicas a los hombros de la alta burguesía?
A mayor abundamiento, el incremento de la deuda pública interesaba directamente a la fracción burguesa que gobernaba y legislaba a través de las Cámaras. El déficit del Estado era precisamente el verdadero objeto de sus especulaciones y la fuente principal de su enriquecimiento. Cada año, un nuevo déficit. Cada cuatro o cinco años, un nuevo empréstito. Y cada nuevo empréstito brindaba a la aristocracia financiera una nueva ocasión de estafar a un Estado mantenido artificialmente al borde de la bancarrota; éste no tenía más remedio que contratar con los banqueros en las condiciones más desfavorables. Cada nuevo empréstito daba una nueva ocasión para saquear al público que colocaba sus capitales en valores del Estado, mediante operaciones de Bolsa en cuyos secretos estaban iniciados el Gobierno y la mayoría de la Cámara. En general, la inestabilidad del crédito del Estado y la posesión de los secretos de éste daban a los banqueros y a sus asociados en las Cámaras y en el trono la posibilidad de provocar oscilaciones extraordinarias y súbitas en la cotización de los valores del Estado, cuyo resultado tenía que ser siempre, necesariamente, la ruina de una masa de pequeños capitalistas y el enriquecimiento fabulosamente rápido de los grandes especuladores. Y si el déficit del Estado respondía al interés directo de la fracción burguesa dominante, se explica por qué los gastos públicas extraordinarios hechos en los últimos años del reinado de Luis Felipe ascendieron a mucho más del doble de los gastos públicos extraordinarios hechos bajo Napoleón, habiendo alcanzado casi la suma anual de 400.000.000 de francos, mientras que la suma total de la exportación anual de Francia, por término medio, rara vez se remontaba a 750.000.000. Las enormes sumas que pasaban así por las manos del Estado daban, además, ocasión para contratos de suministro, que eran otras tantas estafas, para sobornos, malversaciones y granujadas de todo género. La estafa al Estado en gran escala, tal como se practicaba por medio de los empréstitos, se repetía al por menor en las obras públicas. Y lo que ocurría entre la Cámara y el Gobierno se reproducía hasta el infinito en las relaciones entre los múltiples organismos de la Administración y los distintos empresarios.
Al igual que los gastos públicos en general y los empréstitos del Estado, la clase dominante explotaba la construcción de ferrocarriles. Las Cámaras echaban las cargas principales sobre las espaldas del Estado y aseguraban los frutos de oro a la aristocracia financiera especuladora. Se recordará el escándalo que se produjo en la Cámara de los Diputados cuando se descubrió accidentalmente que todos los miembros de la mayoría, incluyendo una parte de los ministros, se hallaban interesados como accionistas en las mismas obras de construcción de ferrocarriles que luego, como legisladores, hacían ejecutar a costa del Estado.
En cambio, las más pequeñas reformas financieras se estrellaban contra la influencia de los banqueros. Por ejemplo, la reforma postal. Rothschild protestó. ¿Tenía el Estado derecho a disminuir fuentes de ingresos con las que tenía que pagar los intereses de su deuda, cada vez mayor?
La monarquía de Julio no era más que una sociedad por acciones para la explotación de la riqueza nacional de Francia, cuyos dividendos se repartían entre los ministros, las Cámaras, 240.000 electores y su séquito. Luis Felipe era el director de esta sociedad, un Roberto Macaire en el trono. El comercio, la industria, la agricultura, la navegación, los intereses de la burguesía industrial, tenían que sufrir constantemente riesgo, y quebranto bajo este sistema. Y la burguesía industrial, en las jornadas de Julio, había inscrito en su bandera: gouvernement à bon marché, un gobierno barato.
Mientras la aristocracia financiera hacía las leyes, regentaba la administración del Estado, disponía de todos los poderes públicos organizados y dominaba a la opinión pública mediante la situación de hecho y mediante la prensa, se repetía en todas las esferas, desde la corte hasta el café borgne [*], la misma prostitución, el mismo fraude descarado, el mismo afán por enriquecerse, no mediante la producción, sino mediante el escamoteo de la riqueza ajena ya creada. Y señaladamente en las cumbres de la sociedad burguesa se propagó el desenfreno por la satisfacción de los apetitos más malsanos y desordenados, que a cada paso chocaban con las mismas leyes de la burguesía; desenfreno en el que, por ley natural, va a buscar su satisfacción la riqueza procedente del juego, desenfreno por el que el placer se convierte en crápula y en el que confluyen el dinero, el lodo y la sangre. La aristocracia financiera, lo mismo en sus métodos de adquisición, que en sus placeres, no es más que el renacimiento del lumpemproletariado en las cumbres de la sociedad burguesa.
Las fracciones no dominantes de la burguesía francesa clamaban: ¡Corrupción! El pueblo gritaba: A bas les grands voleurs! A bas les assassins! [*]*. Cuando en 1847, en las tribunas más altas de la sociedad burguesa, se presentaban públicamente los mismos cuadros que por lo general llevan al lumpemproletariado y a los prostíbulos, a los asilos y a los manicomios, ante los jueces, al presidio y al patíbulo. La burguesía industrial veía sus intereses en peligro; la pequeña burguesía estaba moralmente indignada; la imaginación popular se sublevaba. París estaba inundado de libelos: "La dynastie Rothschild" [*]**, "Les juifs rois de l'époque" [*]***, etc., en los que se denunciaba y anatemizaba, con más o menos ingenio, la dominación de la aristocracia financiera.
La Francia de los especuladores de la Bolsa había inscrito en su bandera: Rien pour la gloire! [*] ¡La gloria no da nada! La paix partout et toujours! [*]*. ¡La guerra hace bajar la cotización del 3 y del 4 por ciento! Por eso, su política exterior se perdió en una serie de humillaciones del sentimiento nacional francés, cuya reacción se hizo mucho más fuerte, cuando, con la anexión de Cracovia por Austria [26], se consumó el despojo de Polonia y cuando, en la guerra suiza del Sonderbund [27], Guizot se colocó activamente al lado de la Santa Alianza [28]. La victoria de los liberales suizos en este simulacro de guerra elevó el sentimiento de la propia dignidad entre la oposición burguesa de Francia, y la insurrección sangrienta del pueblo en Palermo actuó como una descarga eléctrica sobre la masa popular paralizada, despertando sus grandes recuerdos y pasiones revolucionarios [*]**.
Finalmente dos acontecimientos económicos mundiales aceleraron el estallido del descontento general e hicieron que madurase el desasosiego hasta convertirse en revuelta.
La plaga de la patata y las malas cosechas de 1845 y 1846 avivaron la efervescencia general en el pueblo. La carestía de 1847 provocó en Francia, como en el resto del continente, conflictos sangrientos. ¡Frente a las orgías desvergonzadas de la aristocracia financiera, la lucha del pueblo por los víveres más indispensables! ¡En Buzançais, los insurrectos del hambre ajusticiados [29]! ¡En París, estafadores más que hartos arrancados a los tribunales por la familia real!
El otro gran acontecimiento económico que aceleró el estallido de la revolución fue una crisis general del comercio y de la industria en Inglaterra; anunciada ya en el otoño de 1845 por la quiebra general de los especuladores de acciones ferroviarias, contenida durante el año 1846 gracias a una serie de circunstancias meramente accidentales —como la inminente derogación de los aranceles cerealistas—, estalló, por fin, en el otoño de 1847, con las quiebras de los grandes comerciantes en productos coloniales de Londres, a las que siguieron muy de cerca las de los Bancos agrarios y los cierres de fábricas en los distritos industriales de Inglaterra. Todavía no se había apagado la repercusión de esta crisis en el continente, cuando estalló la revolución de Febrero.
La asolación del comercio y de la industria por la epidemia económica hizo todavía más insoportable el absolutismo de la aristocracia financiera. La burguesía de la oposición provocó en toda Francia una campaña de agitación en forma de banquetes a favor de una reforma electoral, que debía darle la mayoría en las Cámaras y derribar el ministerio de la Bolsa. En París, la crisis industrial trajo, además, como consecuencia particular, la de lanzar sobre el mercado interior una masa de fabricantes y comerciantes al por mayor que, en las circunstancias de entonces, no podían seguir haciendo negocios en el mercado exterior. Estos elementos abrieron grandes tiendas, cuya competencia arruinó en masa a los pequeños comerciantes de ultramarinos y tenderos. De aquí un sinnúmero de quiebras en este sector de la burguesía de París y de aquí su actuación revolucionaria en Febrero. Es sabido cómo Guizot y las Cámaras contestaron a las propuestas de reforma con un reto inequívoco; cómo Luis Felipe se decidió, cuando ya era tarde, por un ministerio Barrot; cómo se llegó a colisiones entre el pueblo y las tropas; cómo el ejército se vio desarmado por la actitud pasiva de la Guardia Nacional [30] y cómo la monarquía de Julio hubo de dejar el sitio a un gobierno provisional.
Este Gobierno provisional, que se levantó sobre las barricadas de Febrero, reflejaba necesariamente, en su composición, los distintos partidos que se repartían la victoria. No podía ser otra cosa más que una transacción entre las diversas clases que habían derribado conjuntamente la monarquía de Julio, pero cuyos intereses se contraponían hostilmente. Su gran mayoría estaba formada por representantes de la burguesía. La pequeña burguesía republicana, representada por Ledru-Rollin y Flocon; la burguesía republicana, por los hombres del "National" [31]; la oposición dinástica, por Crémieux, Dupont de l'Eure, etc. La clase obrera no tenía más que dos representantes: Luis Blanc y Albert. Finalmente, Lamartine no representaba propiamente en el Gobierno provisional ningún interés real, ninguna clase determinada: era la misma revolución de Febrero, el levantamiento conjunto, con sus ilusiones, su poesía, su contenido imaginario y sus frases. Por lo demás, el portavoz de la revolución de Febrero pertenecía, tanto por su posición como por sus ideas, a la burguesía.
Si París, en virtud de la centralización política, domina a Francia, los obreros, en los momentos de sacudidas revolucionarias, dominan a París. El primer acto del Gobierno provisional al nacer fue el intento de substraerse a esta influencia arrolladora, apelando del París embriagado a la serena Francia. Lamartine discutía a los luchadores de las barricadas el derecho a proclamar la República, alegando que esto sólo podía hacerlo la mayoría de los franceses, había que esperar a que éstos votasen, y el proletariado de París no debía manchar su victoria con una usurpación. La burguesía sólo consiente al proletariado una usurpación: la de la lucha.
Hacia el mediodía del 25 de febrero, la República no estaba todavía proclamada, pero, en cambio, todos los ministerios estaban ya repartidos entre los elementos burgueses del Gobierno provisional y entre los generales, abogados y banqueros del "National". Pero los obreros estaban decididos a no tolerar esta vez otro escamoteo como el de julio de 1830. Estaban dispuestos a afrontar de nuevo la lucha y a imponer la República por la fuerza de las armas. Con esta embajada se dirigió Rapspail al Hôtel de Ville. En nombre del proletariado de París, ordenó al Gobierno provisional que proclamase la República; si en el término de dos horas no se ejecutaba esta orden del pueblo, volvería al frente de 200.000 hombres. Apenas se habían enfriado los cadáveres de los caídos y apenas se habían desmontado las barricadas; los obreros no estaban desarmados y la única fuerza que se les podía enfrentar era la Guardia Nacional. En estas condiciones se disiparon a escape los recelos políticos y los escrúpulos jurídicos del Gobierno provisional. Aún no había expirado el plazo de dos horas, y todos los muros de París ostentaban ya en caracteres gigantescos las históricas palabras:
Con la proclamación de la República sobre la base del sufragio universal, se había cancelado hasta el recuerdo de los fines y móviles limitados que habían empujado a la burguesía a la revolución de Febrero. En vez de unas cuantas fracciones de la burguesía, todas las clases de la sociedad francesa se vieron de pronto lanzadas al ruedo del poder político, obligadas a abandonar los palcos, el patio de butacas y la galería y a actuar personalmente en la escena revolucionaria. Con la monarquía constitucional, había desaparecido también toda apariencia de un poder estatal independiente de la sociedad burguesa y toda la serie de luchas derivadas que el mantenimiento de esta apariencia provoca.
El proletariado, al dictar la República al Gobierno provisional y, a través del Gobierno provisional, a toda Francia, apareció inmediatamente en primer plano como partido independiente, pero, al mismo tiempo, lanzó un desafío a toda la Francia burguesa. Lo que el proletariado conquistaba era el terreno para luchar por su emancipación revolucionaria, pero no, ni mucho menos, esta emancipación misma.
Lejos de ello, la República de Febrero, tenía, antes que nada, que completar la dominación de la burguesía, incorporando a la esfera del poder político, junto a la aristocracia financiera, a todas las clases poseedoras. La mayoría de los grandes terratenientes, los legitimistas [32], fueron emancipados de la nulidad política a que los había condenado la monarquía de Julio. No en vano la "Gazette de France" [33] había hecho agitación juntamente con los periódicos de la oposición, no en vano La Rochejacquelein, en la sesión de la Cámara de los Diputados del 24 de febrero, había abrazado la causa de la revolución. Mediante el sufragio universal, los propietarios nominales, que forman la gran mayoría de Francia, los campesinos, se erigieron en árbitros de los destinos del país. Finalmente, la República de Febrero, al derribar la corona, detrás de la que se escondía el capital, hizo que se manifestase en su forma pura la dominación de la burguesía.
Lo mismo que en las jornadas de Julio habían conquistado luchando la monarquía burguesa, en las jornadas de Febrero los obreros conquistaron luchando la república burguesa. Y lo mismo que la monarquía de Julio se había visto obligada a anunciarse como una monarquía rodeada de instituciones republicanas, la República de Febrero se vio obligada a anunciarse como una república rodeada de instituciones sociales. El proletariado de París obligó también a hacer esta concesión.
Marche, un obrero, dictó el decreto por el que el Gobierno provisional que acababa de formarse se obligaba a asegurar la existencia de los obreros por el trabajo, a procurar trabajo a todos los ciudadanos, etc. Y cuando, pocos días después, el Gobierno provisional olvidó sus promesas y parecía haber perdido de vista al proletariado, una masa de 20.000 obreros marchó hacia el Hôtel de Ville a los gritos de ¡Organización del trabajo! ¡Queremos un ministerio propio del trabajo! A regañadientes y tras largos debates el Gobierno provisional nombró una Comisión especial permanente encargada de encontrar los medios para mejorar la situación de las clases trabajadoras. Esta Comisión estaba formada por delegados de las corporaciones de artesanos de París y presidida por Luis Blanc y Albert. Se le asignó el Palacio de Luxemburgo como sala de sesiones. De este modo, se desterraba a los representantes de la clase obrera de la sede del Gobierno provisional. El sector burgués de éste retenía en sus manos de un modo exclusivo el poder efectivo del Estado y las riendas de la administración, y al lado de los ministerios de Hacienda, de Comercio, de Obras Públicas, al lado del Banco y de la Bolsa, se alzaba una sinagoga socialista, cuyos grandes sacerdotes, Luis Blanc y Albert, tenían la misión de descubrir la tierra de promisión, de predicar el nuevo evangelio y de dar trabajo al proletariado de París. A diferencia de todo poder estatal profano no disponían de ningún presupuesto ni de ningún poder ejecutivo. Tenían que romper con la cabeza los pilares de la sociedad burguesa. Mientras en el Luxemburgo se buscaba la piedra filosofal, en el Hôtel de Ville se acuñaba la moneda que tenía circulación.
El caso era que las pretensiones del proletariado de París, en la medida en que excedían del marco de la república burguesa, no podían cobrar más existencia que la nebulosa del Luxemburgo.
Los obreros habían hecho la revolución de Febrero conjuntamente con la burguesía; al lado de la burguesía querían también sacar a flote sus intereses, del mismo modo que habían instalado en el Gobierno provisional a un obrero al lado de la mayoría burguesa. ¡Organización del trabajo! Pero el trabajo asalariado es ya la organización existente, la organización burguesa del trabajo. Sin él no hay capital, ni hay burguesía, ni hay sociedad burguesa. ¡Un ministerio propio del trabajo! ¿Es que los ministerios de Hacienda, de Comercio, de Obras Públicas, no son los ministerios burgueses del trabajo? Junto a ellos, un ministerio proletario del trabajo tenía que ser necesariamente el ministerio de la impotencia, el ministerio de los piadosos deseos, una Comisión del Luxemburgo. Del mismo modo que los obreros creían emanciparse al lado de la burguesía, creían también poder llevar a cabo una revolución proletaria dentro de las fronteras nacionales de Francia, al lado de las demás naciones en régimen burgués. Pero las relaciones francesas de producción están condicionadas por el comercio exterior de Francia, por su posición en el mercado mundial y por las leyes de éste; ¿cómo iba Francia a romper estas leyes sin una guerra revolucionaria europea que repercutiese sobre el déspota del mercado mundial, sobre Inglaterra?
Una clase en que se concentran los intereses revolucionarios de la sociedad encuentra inmediatamente en su propia situación, tan pronto como se levanta, el contenido y el material para su actuación revolucionaria: abatir enemigos, tomar las medidas que dictan las necesidades de la lucha. Las consecuencias de sus propios hechos la empujan hacia adelante. No abre ninguna investigación teórica sobre su propia misión. La clase obrera francesa no había llegado aún a esto; era todavía incapaz de llevar a cabo su propia revolución.
El desarrollo del proletariado industrial está condicionado, en general, por el desarrollo de la burguesía industrial. Bajo la dominación de ésta, adquiere aquél una existencia en escala nacional que puede elevar su revolución a revolución nacional; crea los medios modernos de producción, que han de convertirse en otros tantos medios para su emancipación revolucionaria. La dominación de aquélla es la que arranca las raíces materiales de la sociedad feudal y allana el terreno, sin el cual no es posible una revolución proletaria. La industria francesa está más desarrollada y la burguesía francesa es más revolucionaria que la del resto del continente. Pero la revolución de Febrero, ¿no iba directamente encaminada contra la aristocracia financiera? Este hecho demostraba que la burguesía industrial no dominaba en Francia. La burguesía industrial sólo puede dominar allí donde la industria moderna ha modelado a su medida todas las relaciones de propiedad, y la industria sólo puede adquirir este poder allí donde ha conquistado el mercado mundial, pues no bastan para su desarrollo las fronteras nacionales. Pero la industria de Francia, en gran parte, sólo se asegura su mismo mercado nacional mediante un sistema arancelario prohibitivo más o menos modificado. Por tanto, si el proletariado francés, en un momento de revolución, posee en París una fuerza y una influencia efectivas, que le espolean a realizar un asalto superior a sus medios, en el resto de Francia se halla agrupado en centros industriales aislados y dispersos, perdiéndose casi en la superioridad numérica de los campesinos y pequeños burgueses. La lucha contra el capital en la forma moderna de su desarrollo, en su punto de apogeo —la lucha del obrero asalariado industrial contra el burgués industrial— es, en Francia, un hecho parcial, que después de las jornadas de Febrero no podía constituir el contenido nacional de la revolución, con tanta mayor razón, cuanto que la lucha contra los modos de explotación secundarios del capital —la lucha del campesino contra la usura y las hipotecas, del pequeño burgués contra el gran comerciante, el fabricante y el banquero, en una palabra, contra la bancarrota— quedaba aún disimulada en el alzamiento general contra la aristocracia financiera. Nada más lógico, pues, que el proletariado de París intentase sacar adelante sus intereses al lado de los de la burguesía, en vez de presentarlos como el interés revolucionario de la propia sociedad, que arriase la bandera roja ante la bandera tricolor [34]. Los obreros franceses no podían dar un paso adelante, no podían tocar ni un pelo del orden burgués, mientras la marcha de la revolución no sublevase contra este orden, contra la dominación del capital, a la masa de la nación —campesinos y pequeños burgueses— que se interponía entre el proletariado y la burguesía; mientras no la obligase a unirse a los proletarios como a su vanguardia. Sólo al precio de la tremenda derrota de Junio [35] podían los obreros comprar esta victoria.
A la Comisión del Luxemburgo, esta criatura de los obreros de París, corresponde el mérito de haber descubierto desde lo alto de una tribuna europea el secreto de la revolución del siglo XIX: la emancipación del proletariado. El "Moniteur" [36] se ponía furioso cuando tenía que propagar oficialmente aquellas «exaltaciones salvajes» que hasta entonces habían yacido enterradas en las obras apócrifas de los socialistas y que sólo de vez en cuando llegaban a los oídos de la burguesía como leyendas remotas, medio espantosas, medio ridículas. Europa se despertó sobresaltada de su modorra burguesa. Así, en la mente de los proletarios, que confundían la aristocracia financiera con la burguesía en general; en la imaginación de los probos republicanos, que negaban la existencia misma de las clases o la reconocían, a lo sumo, como consecuencia de la monarquía constitucional; en las frases hipócritas de las fracciones burguesas excluidas hasta allí del poder, la dominación de la burguesía había quedado abolida con la implantación de la República. Todos los monárquicos se convirtieron, por aquel entonces, en republicanos y todos los millonarios de París en obreros. La frase que correspondía a esta imaginaria abolición de las relaciones de clase era la fraternité, la confraternizacion y la fraternidad universales. Esta idílica abstracción de los antagonismos de clase, esta conciliación sentimental de los intereses de clase contradictorios, esto de elevarse en alas de la fantasía por encima de la lucha de clases, esta fraternité fue, de hecho, la consigna de la revolución de Febrero. Las clases estaban separadas por un simple equívoco, y Lamartine bautizó al Gobierno provisional, el 24 de febrero, de «un gouvernement qui suspend ce malentendu terrible qui existe entre les différentes classes» [*]. El proletariado de París se dejó llevar con deleite por esta borrachera generosa de fraternidad.
A su vez, el Gobierno provisional, que se había visto obligado a proclamar la república, hizo todo lo posible por hacerla aceptable para la burguesía y para las provincias. El terror sangriento de la primera república francesa [37] fue desautorizado mediante la abolición de la pena de muerte para los delitos políticos; se dio libertad de prensa para todas las opiniones; el ejército, los tribunales y la administración siguieron, salvo algunas excepciones, en manos de sus antiguos dignatarios y a ninguno de los altos delincuentes de la monarquía de Julio se le pidieron cuentas. Los republicanos burgueses del "National" se divertían en cambiar los nombres y los trajes monárquicos por nombres y trajes de la antigua república. Para ellos, la república no era más que un nuevo traje de baile para la vieja sociedad burguesa. La joven república buscaba su mérito principal en no asustar a nadie, en asustarse más bien constantemente a sí misma y en prolongar su existencia y desarmar a los que se resistían, haciendo que esa existencia fuera blanda y condescendiente y no resistiéndose a nada ni a nadie. Se proclamó en voz alta, para que lo oyesen las clases privilegiadas de dentro y los poderes despóticos de fuera, que la república era de naturaleza pacífica. Vivir y dejar vivir era su lema. A esto se añadió que poco después de la revolución de Febrero, los alemanes, los polacos, los austríacos, los húngaros y los italianos, se sublevaron cada cual con arreglo a las características de su situación del momento. Rusia e Inglaterra, ésta estremecida también y aquélla atemorizada, no estaban preparadas. La república no encontró, pues, ante sí ningún enemigo nacional. Por tanto, no existía ninguna gran complicación exterior que pudiera encender la energía para la acción, acelerar el proceso revolucionario y empujar hacia adelante al Gobierno provisional o echarlo por la borda. El proletariado de París, que veía en la república su propia obra, aclamaba, naturalmente, todos los actos del Gobierno provisional que ayudaban a éste a afirmarse con más facilidad en la sociedad burguesa. Se dejó emplear de buena gana por Caussidière en servicios de policía para proteger la propiedad en París, como dejó que Luis Blanc fallase con su arbitraje las disputas de salarios entre obreros y patronos. Era su poind d'honneur [*] el mantener intacto a los ojos de Europa el honor burgués de la república.
La república no encontró ninguna resistencia, ni de fuera ni de dentro. Y esto la desarmó. Su misión no consistía ya en transformar revolucionariamente el mundo; consistía solamente en adaptarse a las condiciones de la sociedad burguesa. Las medidas financieras del Gobierno provisional testimonian con más elocuencia que nada con qué fanatismo acometió esta misión.
El crédito público y el crédito privado estaban, naturalmente, quebrantados. El crédito público descansa en la confianza de que el Estado se deja explotar por los usureros de las finanzas. Pero el viejo Estado había desaparecido y la revolución iba dirigida, ante todo, contra la aristocracia financiera. Las sacudidas de la última crisis comercial europea aún no habían cesado. Todavía se producía una bancarrota tras otra.
Así, pues, ya antes de estallar la revolución de Febrero el crédito privado estaba paralizado, la circulación de mercancías entorpecida y la producción estancada. La crisis revolucionaria agudizó la crisis comercial. Y si el crédito privado descansa en la confianza de que la producción burguesa se mantiene intacta e intangible en todo el conjunto de sus relaciones, de que el orden burgués se mantiene intacto e intangible, ¿qué efectos había de producir una revolución que ponía en tela de juicio la base misma de la producción burguesa —la esclavitud económica del proletariado—, que levantaba frente a la Bolsa la esfinge del Luxemburgo? La emancipación del proletariado es la abolición del crédito burgués, pues significa la abolición de la producción burguesa y de su orden. El crédito público y el crédito privado son el termómetro económico por el que se puede medir la intensidad de una revolución. En la misma medida en que aquellos bajan, suben el calor y la fuerza creadora de la revolución.
El Gobierno provisional quería despojar a la república de su apariencia antiburguesa. Por eso, lo primero que tenía que hacer era asegurar el valor de cambio de esta nueva forma de gobierno, su cotización en la Bolsa. Con el tipo de cotización de la república en la Bolsa, volvió a elevarse, necesariamente, el crédito privado.
Para alejar hasta la sospecha de que la república no quisiese o no pudiese hacer honor a las obligaciones legadas a ella por la monarquía, para despertar la fe en la moral burguesa y en la solvencia de la república, el Gobierno provisional acudió a una fanfarronada tan indigna como pueril: la de pagar a los acreedores del Estado los intereses del 5, del 4 y medio y del 4 por 100 antes del vencimiento legal. El aplomo burgués, la arrogancia del capitalista se despertaron en seguida, al ver la prisa angustiosa con que se procuraba comprar su confianza.
Naturalmente, las dificultades pecuniarias del Gobierno provisional no disminuyeron con este golpe teatral, que lo privó del dinero en efectivo de que disponía. La apretura financiera no podía seguirse ocultando, y los pequeños burgueses, los criados y los obreros hubieron de pagar la agradable sorpresa que se había deparado a los acreedores del Estado.
Las libretas de las cajas de ahorro por sumas superiores a 100 francos se declararon no canjeables por dinero. Las sumas depositadas en las cajas de ahorro fueron confiscadas y convertidas por decreto en deuda pública no amortizable. Esto hizo que el pequeño burgués, ya de por sí en aprietos, se irritase contra la república. Al recibir, en sustitución de su libreta de la caja de ahorros, títulos de la deuda pública, veíase obligado a ir a la Bolsa a venderlos, poniéndose así directamente en manos de los especuladores de la Bolsa contra los que había hecho la revolución de Febrero.
La aristocracia finaciera, que había dominado bajo la monarquía de Julio, tenía su iglesia episcopal en el Banco. Y del mismo modo que la Bolsa rige el crédito del Estado, el Banco rige el crédito comercial.
Amenazado directamente por la revolución de Febrero, no sólo en su dominación, sino en su misma existencia, el Banco procuró desacreditar desde el primer momento la república, generalizando la falta de créditos. Se los retiró súbitamente a los banqueros, a los fabricantes, a los comerciantes. Esta maniobra, al no provocar una contrarrevolución inmediata, tenía por fuerza que repercutir en perjuicio del Banco mismo. Los capitalistas retiraron el dinero que tenían depositado en los sótanos del Banco. Los tenedores de billetes de Banco acudieron en tropel a sus ventanillas a canjearlos por oro y plata.
El Gobierno provisional podía obligar al Banco a declararse en quiebra, sin ninguna ingerencia violenta, por vía legal; para ello no tenía más que mantenerse a la expectativa, abandonando al Banco a su suerte. La quiebra del Banco hubiera sido el diluvio que barriese en un abrir y cerrar de ojos del suelo de Francia a la aristocracia financiera, la más poderosa y más peligrosa enemiga de la república, el pedestal de oro de la monarquía de Julio. Y una vez en quiebra el Banco, la propia burguesía tendría necesariamente que ver como último intento desesperado de salvación el que el Gobierno crease un Banco nacional y sometiese el crédito nacional al control de la nación.
Pero lo que hizo el Gobierno provisional fue, por el contrario, dar curso forzoso a los billetes de Banco. Y aún hizo más. Convirtió todos los Bancos provinciales en sucursales del Banco de Francia, permitiéndole así lanzar su red por toda Francia. Más tarde, le hipotecó los bosques del Estado como garantía de un empréstito que contrajo con él. De este modo, la revolución de Febrero reforzó y amplió directamente la bancocracia que venía a derribar.
Entretanto, el Gobierno provisional se encorvaba bajo la pesadilla de un déficit cada vez mayor. En vano mendigaba sacrificios patrióticos. Sólo los obreros le echaron una limosna. Había que recurrir a un remedio heroico: establecer un nuevo impuesto. ¿Pero a quién gravar con él? ¿A los lobos de la Bolsa, a los reyes de la Banca, a los acreedores del Estado, a los rentistas, a los industriales? No era por este camino por el que la república se iba a captar la voluntad de la burguesía. Eso hubiera sido poner en peligro con una mano el crédito del Estado y el crédito comercial, mientras con la otra se le procuraba rescatar a fuerza de grandes sacrificios y humillaciones. Pero alguien tenía que ser el pagano. ¿Y quién fue sacrificado al crédito burgués? Jacques le bonhomme [*], el campesino.
El gobierno provisional estableció un recargo de 45 cts. por franco sobre los cuatro impuestos directos. La prensa del gobierno, para engañar al proletariado de París, le contó que este impuesto gravaba preferentemente a la gran propiedad territorial, pesaba ante todo sobre los beneficiarios de los mil millones conferidos por la Restauración [38]. Pero, en realidad, iba sobre todo contra la clase campesina, es decir, contra la gran mayoría del pueblo francés. Los campesinos tenían que pagar las costas de la revolución de Febrero; de ellos sacó la contrarrevolución su principal contingente. El impuesto de los 45 céntimos era para el campesino francés una cuestión vital y la convirtió en cuestión vital para la república. Desde este momento, la república fue para el campesino francés el impuesto de los 45 céntimos y en el proletario de París vio al dilapidador que se daba buena vida a costa suya.
Mientras que la revolución del 1789 comenzó liberando a los campesinos de las cargas feudales, la revolución de 1848, para no poner en peligro al capital y mantener en marcha su máquina estatal, anunció su entrada con un nuevo impuesto cargado sobre la población campesina.
Sólo había un medio con el que el Gobierno provisional podía eliminar todos estos inconvenientes y sacar al Estado de su viejo cauce: la declaración de la bancarrota del Estado. Recuérdese cómo, posteriormente, Ledru-Rollin dio a conocer en la Asamblea Nacional la santa indignación con que había rechazado esta sugestión del usurero borsátil Fould, actual ministro de Hacienda en Francia. Pero lo que Fould le había ofrecido era la manzana del árbol de la ciencia.
Al reconocer las letras de cambio libradas contra el Estado por la vieja sociedad burguesa, el Gobierno provisional había caído bajo su férula. Se convirtió en deudor acosado de la sociedad burguesa, en vez de enfrentarse con ella como un acreedor amenazante que venía a cobrar las deudas revolucionarias de muchos años. Tuvo que consolidar el vacilante régimen burgués para poder atender a las obligaciones que sólo hay que cumplir dentro de este régimen. El crédito se convirtió en cuestión de vida o muerte para él y las concesiones al proletariado, las promesas hechas a éste, en otros tantos grilletes que era necesario romper. La emancipación de los obreros —incluso como frase— se convirtió para la nueva república en un peligro insoportable, pues era una protesta constante contra el restablecimiento del crédito, que descansaba en el reconocimiento neto e indiscutido de las relaciones económicas de clase existentes. No había más remedio, por tanto, que terminar con los obreros.
La revolución de Febrero había echado de París al ejército. La Guardia Nacional, es decir, la burguesía en sus diferentes gradaciones, constituía la única fuerza. Sin embargo, no se sentía lo bastante fuerte para hacer frente al proletariado. Además habíase visto obligada, si bien después de la más tenaz resistencia y de oponer cien obstáculos distintos, a abrir poco a poco sus filas, dejando entrar en ellas a proletarios armados. No quedaba, por tanto, más que una salida: enfrentar una parte del proletariado con otra.
El Gobierno prosisional formo con este fin 24 batallones de Guardias Móviles, de mil hombres cada uno, integrados por jóvenes de 15 a 20 años. Pertenecían en su mayor parte al lumpemproletariado, que en todas las grandes ciudades forma una masa bien deslindada del proletariado industrial. Esta capa es un centro de reclutamiento para rateros y delincuentes de todas clases, que viven de los despojos de la sociedad, gentes sin profesión fija, vagabundos, gens sans feu et sans aveu [*], que difieren según el grado de cultura de la nación a que pertenecen, pero que nunca reniegan de su carácter de lazzaroni [39]; en la edad juvenil, en que el Gobierno provisional los reclutaba, eran perfectamente moldeables, capaces tanto de las hazañas más heroicas y los sacrificios más exaltados como del bandidaje más vil y la más sucia venalidad. El Gobierno provisional les pagaba un franco y 50 céntimos al día, es decir, los compraba. Les daba uniforme propio, es decir, los distinguía por fuera de los hombres de blusa. Como jefes se les destinaron, en parte, oficiales del ejército permanente y, en parte, eligieron ellos mismos a jóvenes hijos de burgueses, cuyas baladronadas sobre la muerte por la Patria y la abnegación por la República les seducían.
Así hubo frente al proletariado de París un ejército salido de su propio seno y compuesto por 24.000 hombres jóvenes, fuertes y audaces hasta la temeridad. El proletariado vitoreaba a la Guardia Móvil cuando ésta desfilaba por París. Veía en ella a sus campeones de las barricadas. Y la consideraba como la guardia proletaria, en oposición a la Guardia Nacional burguesa. Su error era perdonable.
Además de la Guardia Móvil, el Gobierno decidió rodearse también de un ejército obrero industrial. El ministro Marie enroló en los llamados Talleres Nacionales a cien mil obreros, lanzados al arroyo por la crisis y la revolución. Bajo aquel pomposo nombre se ocultaba sencillamente el empleo de los obreros en aburridos, monótonos e improductivos trabajos de explanación, por un jornal de 23 sous. Workhouses [40] inglesas al aire libre; no otra cosa eran estos Talleres Nacionales. En ellos creía el Gobierno provisional haber creado un segundo ejército proletario contra los mismos obreros. Pero esta vez la burguesía se equivocó con los Talleres Nacionales, como se habían equivocado los obreros con la Guardia Móvil. Lo que creó fue un ejército para la revuelta.
Pero una finalidad estaba conseguida.
Talleres Nacionales: tal era el nombre de los talleres del pueblo, que Luis Blanc predicaba en el Luxemburgo. Los talleres de Marie, proyectados con un criterio que era el polo opuesto al del Luxemburgo, como llevaban el mismo rótulo, daban pie para un equívoco digno de los enredos escuderiles de la comedia española. El propio Gobierno provisional hizo correr por debajo de cuerda el rumor de que estos Talleres Nacionales eran invención de Luis Blanc, cosa tanto más verosímil cuanto que Luis Blanc, el profeta de los Talleres Nacionales, era miembro del Gobierno provisional. Y en la confusión, medio ingenua, medio intencionada de la burguesía de París, lo mismo que en la opinión artificialmente fomentada de Francia y de Europa, aquellas Workhouses eran la primera realización del socialismo, que con ellas quedaba clavado en la picota.
No por su contenido, sino por su título, los Talleres Nacionales encarnaban la protesta del proletariado contra la industria burguasa, contra el crédito burgués y contra la república burguesa. Sobre ellos se volcó por esta causa, todo el odio de la burguesía. Esta había encontrado en ellos el punto contra el que podía dirigir el ataque una vez que fue lo bastante fuerte para romper abiertamente con las ilusiones de Febrero. Todo el malestar, todo el malhumor de los pequeños burgueses se dirigía también contra estos Talleres Nacionales, que eran el blanco común. Con verdadera rabia, echaban cuentas de las sumas que los gandules proletarios devoraban mientras su propia situación iba haciéndose cada día más insostenible. ¡Una pensión del Estado por un trabajo aparente: he ahí el socialismo! —refunfuñaban para sí. Los Talleres Nacionales, las declamaciones del Luxemburgo, los desfiles de los obreros por las calles de París: allí buscaban ellos las causas de sus miserias. Y nadie se mostraba más fanático contra las supuestas maquinaciones de los comunistas que el pequeño burgués, que estaba al borde de la bancarrota y sin esperanza de salvación.
Así, en la colisión inminente entre la burguesía y el proletariado, todas las ventajas, todos los puestos decisivos, todas las capas intermedias de la sociedad estaban en manos de la burguesía, y mientras tanto, las olas de la revolución de Febrero se encrespaban sobre todo el continente y cada nuevo correo traía un nuevo parte revolucionario, tan pronto de Italia como de Alemania o del remoto sureste de Europa y alimentaba la embriaguez general del pueblo, aportándole testimonios constantes de aquella victoria, cuyos frutos ya se le habían escapado de las manos.
El 17 de marzo y el 16 de abril fueron las primeras escaramuzas de la gran batalla de clases que la república burguesa escondía bajo sus alas.
El 17 de marzo reveló la situación equívoca del proletariado que no permitía ninguna acción decisiva. Su manifestación perseguía, en un principio, la finalidad de retrotraer el Gobierno provisional al cauce de la revolución, y eventualmente la de conseguir la eliminación de sus miembros burgueses e imponer el aplazamiento de las elecciones para la Asamblea Nacional y para la Guardia Nacional. Pero el 16 de marzo la burguesía, representada en la Guardia Nacional, organizó una manifestación hostil al Gobierno provisional. Al grito de à bas Ledru-Rollin! [*] marchó al Hôtel de Ville. Y el 17 de marzo el pueblo viese obligado a gritar: «¡Viva Ledru-Rollin! ¡Viva el Gobierno provisional!» Viose obligado a abrazar contra la burguesía la causa de la república burguesa, que creía en peligro. Consolidó el Gobierno provisional, en vez de someterlo. El 17 de marzo se resolvió en una escena de melodrama. Cierto es que en este día el proletariado de París volvió a exhibir su talla gigantesca, pero eso fortaleció en el ánimo de la burguesía de dentro y de fuera del Gobierno provisional el designio de destrozarlo.
El 16 de abril fue un equívoco organizado por el Gobierno provisional de acuerdo con la burguesía. Los obreros se habían congregado en gran número en el Campo de Marte y en el Hipódromo para preparar sus elecciones al Estado Mayor General de la Guardia Nacional. De pronto, corre de punta a punta de París, con la rapidez del rayo, el rumor de que los obreros armados se han concentrado en el Campo de Marte, bajo la dirección de Luis Blanc, de Blanqui, de Cabet y de Raspail, para marchar desde allí sobre el Hôtel de Ville, derribar el Gobierno provisional y proclamar un Gobierno comunista. Se toca generala. (Más tarde, Ledru-Rollin, Marrast y Lamartine habían de disputarse el honor de esta iniciativa). En una hora están 100.000 hombres bajo las armas. El Hôtel de Ville es ocupado de arriba abajo por la Guardia Nacional. Los gritos de: «¡Abajo los comunistas! ¡Abajo Luis Blanc, Blanqui, Raspail y Cabet!» resuenan por todo París. Y el Gobierno provisional es aclamado por un sinnúmero de delegaciones, todas dispuestas a salvar la Patria y la sociedad. Y cuando, por último, los obreros aparecen ante el Hôtel de Ville para entregar al Gobierno provisional una colecta patriótica hecha por ellos en el Campo de Marte, se enteran con asombro de que el París burgués, en una lucha imaginaria montada con una prudencia extrema, ha vencido a su sombra. El espantoso atentado del 16 de abril suministró pretexto para dar al ejército orden de regresar a París —verdadera finalidad de aquella comedia tan burdamente montada— y para las manifestaciones federalistas reaccionarias de las provincias.
El 4 de mayo se reunió la Asamblea Nacional [*]*, fruto de las elecciones generales y directas. El sufragio universal no poseía la fuerza mágica que los republicanos de viejo cuño le asignaban. Ellos veían en toda Francia, o por lo menos en la mayoría de los franceses, citoyens [*]** con los mismos intereses, el mismo discernimiento, etc. Tal era su culto al pueblo. En vez de este pueblo imaginario, las elecciones sacaron a la luz del día al pueblo real, es decir, a los representantes de las diversas clases en que éste se dividía. Ya hemos visto por qué los campesinos y los pequeños burgueses votaron bajo la dirección de la burquesía combativa y de los grandes terratenientes que rabiaban por la restauración. Pero si el sufragio universal no era la varita mágica que habían creído los probos republicanos, tenía el mérito incomparablemente mayor de desencadenar la lucha de clases, de hacer que las diversas capas intermedias de la sociedad burguesa superasen rápidamente sus ilusiones y desengaños, de lanzar de un golpe a las cumbres del Estado a todas las fracciones de la clase explotadora, arrancándoles así la máscara engañosa, mientras que la monarquía, con su censo electoral restringido, sólo ponía en evidencia a determinadas fracciones de la burguesía, dejando escondidas a las otras entre bastidores y rodeándolas con el halo de santidad de una oposición conjunta.
En la Asamblea Nacional Constituyente, reunida el 4 de mayo, llevaban la voz cantante los republicanos burgueses, los republicanos del "National". Por el momento, los propios legitimistas y orleanistas [41] sólo se atrevían a presentarse bajo la máscara del republicanismo burgués. La lucha contra el proletariado sólo podía emprenderse en nombre de la República.
La República —es decir, la república reconocida por el pueblo francés— data del 4 de mayo y no del 25 de febrero. No es la república que el proletariado de París impuso al Gobierno provisional; no es la república con instituciones sociales; no es el sueño de los que lucharon en las barricadas. La república proclamada por la Asamblea Nacional, la única república legítima, es la república que no representa ningún arma revolucionaria contra el orden burgués. Es, por el contrario, la reconstitución política de éste, la reconsolidación política de la sociedad burguesa, la república burguesa, en una palabra. Esta afirmación resonó desde la tribuna de la Asamblea Nacional y encontró eco en toda la prensa burguesa, republicana y antirrepublicano.
Y ya hemos visto que la república de Febrero no era realmente ni podía ser más que una república burguesa; que, pese a todo, el Gobierno provisional, bajo la presión directa del proletariado, se vio obligado a proclamarla como una república con instituciones sociales; que el proletariado de París no era todavía capaz de salirse del marco de la república burguesa más que en sus ilusiones, en su imaginación; que actuaba siempre y en todas partes a su servicio, cuando llegaba la hora de la acción; que las promesas que se le habían hecho se convirtieron para la nueva república en un peligro insoportable; que todo el proceso de la vida del Gobierno provisional se resumía en una lucha continua contra las reclamaciones del proletariado.
En la Asamblea Nacional, toda Francia se constituyó en juez del proletariado de París. La Asamblea rompió inmediatamente con las ilusiones sociales de la revolución de Febrero y proclamó rotundamente la república burguesa como república burguesa y nada más. Eliminó inmediatamente de la Comisión Ejecutiva por ella nombrada a los representantes del proletariado, Luis Blanc y Albert, rechazó la propuesta de un ministerio especial del Trabajo y aclamó con gritos atronadores la declaración del ministro Trélat: «Sólo se trata de reducir el trabajo a sus antiguas condiciones».
Pero todo esto no bastaba. La república de Febrero había sido conquistada por los obreros con la ayuda pasiva de la burguesía. Los proletarios se consideraban con razón como los vencedores de Febrero y formulaban las exigencias arrogantes del vencedor. Había que vencerlos en la calle, había que demostrarles que tan pronto como luchaban no con la burguesía, sino contra ella, salían derrotados. Y así como la república de Febrero, con sus concesiones socialistas, había exigido una batalla del proletariado unido a la burguesía contra la monarquía, ahora, era necesaria una segunda batalla para divorciar a la república de las concesiones al socialismo, para que la república burguesa saliese consagrada oficialmente como régimen imperante. La burguesía tenía que refutar con las armas en la mano las pretensiones del proletariado. Por eso la verdadera cuna de la república burguesa no es la victoria de Febrero sino la derrota de Junio.
El proletariado aceleró el desenlace cuando, el 15 de mayo, se introdujo por la fuerza en la Asamblea Nacional, esforzándose en vano por reconquistar su influencia revolucionaria, sin conseguir más que entregar sus jefes más enérgicos a los carceleros burgueses [42]. Il faut en finir! ¡Esta situación tiene que terminar! Con este grito, la Asamblea Nacional expresaba su firme resolución de forzar al proletariado a la batalla decisiva. La Comisión Ejecutiva promulgó una serie de decretos de desafío, tales como la prohibición de aglomeraciones populares, etc. Desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional Constituyente se provocaba, se insultaba, se escarnecía descaradamente a los obreros. Pero el verdadero punto de ataque estaba, como hemos visto, en los Talleres Nacionales. A ellos remitió imperiosamente la Asamblea Constituyente a la Comisión Ejecutiva, que no esperaba más que oír enunciar su propio plan como orden de la Asamblea Nacional.
La Comisión Ejecutiva comenzó poniendo dificultades para el ingreso en los Talleres Nacionales, convirtiendo el salario por días en salario a destajo, desterrando a la Sologne a los obreros no nacidos en París, con el pretexto de ejecutar allí obras de explanación. Estas obras no eran más que una fórmula retórica para disimular su expulsión, como anunciaron a sus camaradas los obreros que retornaban desengañados. Finalmente, el 21 de junio apareció en el "Moniteur" un decreto que ordenaba que todos los obreros solteros fuesen expulsados por la fuerza de los Talleres Nacionales o enrolados en el ejército.
Los obreros no tenían opción: o morirse de hambre o iniciar la lucha. Contestaron el 22 de junio con aquella formidable insurrección en que se libró la primera gran batalla entre las dos clases de la sociedad moderna. Fue una lucha por la conservación o el aniquilamiento del orden burgués. El velo que envolvía a la República quedó desgarrado.
Es sabido que los obreros, con una valentía y una genialidad sin ejemplo, sin jefes, sin un plan común, sin medios, carentes de armas en su mayor parte, tuvieron en jaque durante cinco días al ejército, a la Guardia Móvil, a la Guardia Nacional de París y a la que acudió en tropel de las provincias. Y es sabido que la burguesía se vengó con una brutalidad inaudita del miedo mortal que había pasado, exterminando a más de 3.000 prisioneros.
Los representantes oficiales de la democracia francesa estaban hasta tal punto cautivados por la ideología republicana, que, incluso pasadas algunas semanas, no comenzaron a sospechar el sentido del combate de junio. Estaban como aturdidos por el humo de la pólvora en que se disipó su república fantástica.
Permítanos el lector que describamos con las palabras de la "Neue Rheinische Zeitung" [43] la impresión inmediata que en nosotros produjo la noticia de la derrota de junio:
«El último resto oficial de la revolución de Febrero, la Comisión Ejecutiva, se ha disipado como un fantasma ante la seriedad de los acontecimientos. Los fuegos artificiales de Lamartine se han convertido en las granadas incendiarias de Cavaignac. La fraternité, la hermandad de las clases antagónicas, una de las cuales explota a la otra, esta fraternidad proclamada en Febrero y escrita con grandes caracteres en la frente de París, en cada cárcel y en cada cuartel, tiene como verdadera, auténtica y prosaica expresión la guerra civil; la guerra civil bajo su forma más espantosa, la guerra entre el trabajo y el capital. Esta fraternidad resplandecía delante de todas las ventanas de París en la noche del 25 de junio, cuando el París de la burguesía encendía sus iluminaciones, mientras el París del proletariado ardía, gemía y se desangraba. La fraternidad existió precisamente el tiempo durante el cual el interés de la burguesía estuvo hermanado con el del proletariado.
Pedantes de las viejas tradiciones revolucionarias de 1793, doctrinarios socialistas que mendigaban a la burguesía para el puebla y a los que se permitió echar largos sermones y desprestigiarse mientras fue necesario arrullar el sueño del león proletario, republicanos que reclamaban todo el viejo orden burgués con excepción de la testa coronada, hombres de la oposición dinástica a quienes el azar envió en vez de un cambio de ministerio el derrumbamiento de una dinastía, legitimistas que no querían dejar la librea, sino solamente cambiar su corte: tales fueron los aliados con los que el pueblo llevó a cabo su Febrero...
La revolución de Febrero fue la hermosa revolución, la revolución de las simpatías generales, porque los antagonismos que en ella estallaron contra la monarquía dormitaban incipientes todavía, bien avenidos unos con otros, porque la lucha social que era su fondo sólo había cobrado una existencia aérea, la existencia de la frase, de la palabra. La revolución de Junio es la revolución fea, la revolución repelente, porque el hecho ha ocupado el puesto de la frase, porque la república puso al desnudo la cabeza del propio monstruo, al echar por tierra la corona que la cubría y le servía de pantalla. ¡Orden!, era el grito de guerra de Guizot. ¡Orden!, gritaba Sebastiani, el guizotista, cuando Varsovia fue tomada por los rusos. ¡Orden!, grita Cavaignac, eco brutal de la Asamblea Nacional francesa y de la burguesía republicana. ¡Orden!, tronaban sus proyectiles, cuando desgarraban el cuerpo del proletariado. Ninguna de las numerosas revoluciones de la burguesía francesa, desde 1789, había sido un atentado contra el orden, pues todas dejaban en pie la dominación de clase, todas dejaban en pie la esclavitud de los obreros, todas dejaban subsistente el orden burgués, por mucha que fuese la frecuencia con que cambiase la forma política de esta dominación y de esta esclavitud. Pero Junio ha atentado contra este orden. ¡Ay de Junio!» ("Neue Rheinische Zeitung", 29 de junio de 1848) [*]. ¡Ay de Junio! —contesta el eco europeo.
El proletariado de París fue obligado por la burguesía a hacer la insurrección de Junio. Ya en esto iba implícita su condena al fracaso. Ni su necesidad directa y confesada le impulsaba a querer conseguir por la fuerza el derrocamiento de la burguesía, ni tenía aún fuerzas bastantes para imponerse esta misión. El "Moniteur" hubo de hacerle saber oficialmente que habían pasado los tiempos en que la república tenía que rendir honores a sus ilusiones, y fue su derrota la que le convenció de esta verdad: que hasta el más mínimo mejoramiento de su situación es, dentro de la república burguesa, una utopía; y una utopía que se convierte en crimen tan pronto como quiere transformarse en realidad. Y sus reivindicaciones, desmesurados en cuanto a la forma, pero minúsculas e incluso todavía burguesas por su contenido, cuya satisfacción quería arrancar a la república de Febrero, cedieron el puesto a la consigua audaz y revolucionaria: ¡Derrocamiento de la burguesía! ¡Dictadura de la clase obrera!
Al convertir su fosa en cuna de la república burguesa, el proletariado obligaba a ésta, al mismo tiempo, a manifestarse en su forma pura, como el Estado cuyo fin confesado es eternizar la dominación del capital y la esclavitud del trabajo. Viendo constantemente ante sí a su enemigo, lleno de cicatrices, irreconciliable e invencible —invencible, porque su existencia es la condición de la propia vida de la burguesía—, la dominación burguesa, libre de todas las trabas, tenía que trocarse inmediatamente en terrorismo burgués. Y una vez eliminado provisionalmente de la escena el proletariado y reconocida oficialmente la dictadura burguesa, las capas medias de la sociedad burguesa, la pequeña burguesía y la clase campesina, a medida en que su situación se hacía más insoportable y se erizaba su antagonismo con la burguesía, tenían que unirse más y más al proletariado. Lo mismo que antes encontraban en el auge de éste la causa de sus miserias, ahora tenían que encontrarla en su derrota.
Cuando la insurrección de Junio hizo engreírse a la burguesía en todo el continente y la llevó a aliarse abiertamente con la monarquía feudal contra el pueblo, ¿quién fue la primera víctima de esta alianza? La misma burguesía continental. La derrota de Junio le impidió consolidar su dominación y hacer detenerse al pueblo, mitad satisfecho, mitad disgustado, en el escalón más bajo de la revolución burguesa.
Finalmente, la derrota de Junio reveló a las potencias despóticas de Europa el secreto de que Francia tenía que mantener a todo trance la paz en el exterior, para poder librar la guerra civil en el interior. Y así, los pueblos que habían comenzado la lucha por su independencia nacional fueron abandonados a la superioridad de fuerzas de Rusia, de Austria y de Prusia, pero al mismo tiempo la suerte de estas revoluciones nacionales fue supeditada a la suerte de la revolución proletaria y despojada de su aparente sustantividad, de su independencia respecto a la gran transformación social. ¡El húngaro no será libre, ni lo será el polaco, ni el italiano, mientras el obrero siga siendo esclavo!
Por último, con las victorias de la Santa Alianza, Europa ha cobrado una fisonomía que hará coincidir directamente con una guerra mundial todo nuevo levantamiento proletario en Francia. La nueva revolución francesa se verá obligada a abandonar inmediatamente el terreno nacional y a conquistar el terreno europeo, el único en que puede llevarse a cabo la revolución social del siglo XIX.
Ha sido, pues, la derrota de Junio la que ha creado todas las condiciones dentro de las cuales puede Francia tomar la iniciativa de la revolución europea. Sólo empapada en la sangre de los insurrectos de Junio ha podido la bandera tricolor transformarse en la bandera de la revolución europea, en la bandera roja.
Y nosotros exclamamos: ¡La revolución ha muerto! ¡Viva la revolución!
NOTAS
[22] Se alude a la revolución burguesa de 1830 que tuvo por resultado el derrocamiento de la dinastía de los Borbones.-
[*] Ayuntamiento. (N. de la Edit.)
[**] En el texto un retruécano: «compère» es compadre y coparticipante en las intrigas. (N. de la Edit.).
[23] El duque de Orleáns ocupó el trono francés con el nombre de Luis Felipe.-
[24] El 5 y el 6 de junio de 1832 hubo una sublevación en París. Los obreros, que participaban en ella, levantaron una serie de barricadas y se defendieron con gran valentía y firmeza.
En abril de 1834 estalló la insurrección de los obreros de Lyón, una de las primeras acciones de masas del proletariado francés. Esta insurrección, apoyada por los republicanos en varias ciudades más, sobre todo en París, fue aplastada con saña.
La insurrección del 12 de mayo de 1839 en París, en la que también desempeñaron un papel principal los obreros revolucionarios, fue preparada por la Sociedad Secreta Republicano-socialista de Las Estaciones del Año bajo la dirección de A. Blanqui y A. Barbès; fue arrollada por las tropas y la Guardia Nacional.- [*]
O sea, al margen de quienes tenían derecho al voto. (N. de la Edit.)
[25] La monarquía de Julio: período del reinado de Luis Felipe (1830-1848). La denominación es debida a la revolución de julio.-
[*] Cafetín de mala nota. (N. de la Edit.)
[**] ¡Mueran los grandes ladronesl ¡Mueran los asesinosl (N. de la Edit.)
[***] La dinastía de los Rothschild. (N. de la Edit.)
[****] Los usureros, reyes de la época. (N. de la Edit.)
[*] ¡Nada por la gloria! (N. de la Edit.)
[**] ¡La paz en todas partes y siempre! (N. de la Edit.)
[26] En febrero de 1846 se preparaba la insurrección en las tierras polacas para conquistar la emancipación nacional de Polonia. Los iniciadores principales de la insurrección eran los demócratas revolucionarios polacos (Dembowski y otros). Pero, debido a la traición de los elementos de la nobleza y la detención de los dirigentes de la sublevación por la policía prusiana, la sublevación general fue frustrada, produciéndose únicamente algunos estallidos revolucionarios sueltos. Sólo en Cracovia, sometida desde 1815 al control conjunto de Austria, Rusia y Prusia, los insurgentes lograron el 22 de febrero obtener la victoria y formar un Gobierno nacional que publicó un manifiesto sobre la abolición de las cargas feudales. La insurrección de Cracovia fue aplastada a comienzos de marzo de 1846. En noviembre de este mismo año, Austria, Prusia y Rusia firmaron un acuerdo de incorporación de Cracovia al Imperio austríaco.-
[27] . Sonderbund: alianza separada de los siete cantones católicos, atrasados en el aspecto económico, de Suiza; se concluyó en 1834 con el fin de oponerse a las transformaciones burguesas progresivas en Suiza y defender los privilegios de la Iglesia y los jesuitas. La disposición de la Dieta suiza de julio de 1847 sobre la disolución del Sonderbund sirvió de pretexto para que éste rompiese a comienzos de noviembre las hostilidades contra los otros cantones. El 23 de noviembre de 1847, el ejército del Sonderbund fue derrotado por las tropas del Gobierno federal. En el período de la guerra del Sonderbund, los Estados reaccionarios de Europa occidental, que antes integraban la Santa Alianza: Austria y Prusia, intentaron intervenir en los asuntos suizos a favor del Sonderbund. Guizot apoyó de hecho a estos Estados, tomando bajo su defensa el Sonderbund.- 213
[28] 81. La Santa Alianza: agrupación reaccionaria de los monarcas europeos, fundada en 1815 por la Rusia zarista, Austria y Prusia para aplastar los movimientos revolucionarios de algunos países y conservar en ellos los regímenes monárquico-feudales.-
[***] Anexión de Cracovia por Austria, de acuerdo con Rusia y Prusia el 11 de noviembre de 1846. Guerra del Sonderbund, del 4 al 28 de noviembre de 1847. Insurrección de Palermo, el 12 de enero de 1848. A fines de enero, bombardeo de la ciudad durante nueve días por los napolitanos. (Nota de Engels a la edición de 1895.)
[29] En Buzançais (departamento del Indre), a iniciativa de los obreros hambrientos y de los habitantes de las aldeas vecinas, en la primavera de 1847 fueron asaltados los almacenes de comestibles pertenecientes a los especuladores; esto dio lugar a un sangriento choque de la población con las tropas, seguido luego de despiadadas represiones gubernamentales: cuatro participantes directos en los sucesos de Buzançais fueron ejecutados el 16 de abril de 1847, y otros muchos fueron condenados a trabajos forzados.-
[30] 96. La Confederación Alemana, fundada el 8 de junio de 1815 en el Congreso de Viena, era una unión de los Estados absolutistas feudales de Alemania y consolidaba el fraccionamiento político y económico de Alemania.- 197, 315
[31] "Le National" (El Nacional): diario francés; se publicó en París de 1830 a 1851; órgano de los republicanos burgueses moderados. Los representantes más destacados de esta corriente en el Gobierno Provisional eran Marrast, Bastide y Garnier-Pagés.-
[32] Legitimistas: partidarios de la dinastía «legítima» de los Borbones, derrocada en 1830, que representaba los intereses de la gran propiedad territorial. En la lucha contra la dinastía reinante de los Orleáns (1830-1848), que se apoyaba en la aristocracia financiera y en la gran burguesía, una parte de los legitimistas recurría a menudo a la demagogia social, haciéndose pasar por defensores de los trabajadores contra los explotadores burgueses.-
[33] "La Gazette de France" ("La Gaceta de Francia"): diario que aparecía en París desde 1631 hasta los años 40 del siglo XIX; órgano de los legitimistas, partidarios de la restauración de la dinastía de los Borbones.-
[34] Durante los primeros días de la existencia de la República Francesa se planteó la cuestión de elegir la bandera nacional. Los obreros revolucionarios de París exigían que se declarase enseña nacional la bandera roja que enarbolaran los obreros de los suburbios de la capital durante la insurrección de junio de 1832. Los representantes de la burguesía insistían en que se eligiera la tricolor (azul, blanca y roja), que había sido la bandera de Francia durante la revolución burguesa de fines del siglo XVIII y del imperio de Napoleón I. Esta bandera había sido también, antes de la revolución de 1848, el emblema de los republicanos burgueses que se agrupaban en torno al periódico "Le National". Los representantes de los obreros se vieron obligados a acceder a que la bandera nacional de la República Francesa fuese declarada la tricolor. No obstante, al asta de la bandera se adhirió una escarapela roja.-
[35] La insurrección de junio: heroica insurrección de los obreros de París entre el 23 y el 26 de junio de 1848, aplastada con excepcional crueldad por la burguesía francesa. Fue la primera gran guerra civil de la historia entre el proletariado y la burguesía.-
[36] "Le Moniteur universel" ("El Heraldo universal"): diario francés, órgano oficial del Gobierno; aparecía en París desde 1789 hasta 1901. En las páginas de "Le Moniteur" se insertaban obligatoriamente las disposiciones y decretos del Gobierno, informaciones de los debates parlamentarios y otros documentos oficiales; en 1848 se publicaban también en este periódico informaciones de las reuniones de la Comisión de Luxemburgo.-
[*] Un gobierno que acaba con ese equívoco terrible que existe entre las diversas clases. (N. de la Edit.)
[37] La primera república existió en Francia desde 1792 hasta 1804.-
[*] Cuestión de honor. (N. de la Edit.)
[*] «Jacobo el simple», nombre despectivo que los nobles de Francia daban a los campesinos. (N. de la Edit.)
[38] Se trata de la suma asignada en 1825 por la Corona francesa como compensación a los aristócratas por los bienes que les habían sido confiscados durante la revolución burguesa de fines del siglo XVIII en Francia.-
[*] Gente sin patria ni hogar. (N. de la Edit.)
[39] Lazzaroni: sobrenombre que se daba en Italia al lumpenproletariado, elementos desclasados. Los lazzaroni fueron utilizados reiteradas veces por los medios monárquico-reaccionarios en la lucha contra el movimiento liberal y democrático.-
[40] Según la «ley sobre los pobres» de Inglaterra, aprobada en 1834, se toleraba una sola forma de ayuda a los pobres: su alojamiento en casas de trabajo con régimen carcelario; los obreros ejecutaban en ellas labores improductivas, monótonas y extenuadoras; estas casas de trabajo fueron denominadas por el pueblo «bastillas para los pobres».-
[*] ¡Abajo Ledru-Rollin! (N. de la Edit.)
[**] Desde aquí en adelante, hasta la pág. 256, se entiende bajo el nombre de Asamblea Nacional la Asamblea Nacional Constituyente que actuaba desde el 4 de mayo de 1848 hasta mayo de 1849. (N. de la Edit.)
[***] Ciudadanos. (N. de la Edit.)
[41] Izquierda de la Asamblea de Francfort: ala izquierda pequeñoburguesa de la Asamblea Nacional convocada después de la revolución de marzo en Alemania, que comenzó sus reuniones el 18 de mayo de 1848 en Francfort del Meno. La tarea principal de la Asamblea consistía en poner fin al fraccionamiento político de Alemania y redactar una constitución para toda Alemania. Sin embargo, debido a la cobardía y a las vacilaciones de su mayoría liberal, a la indecisión e inconsecuencia del ala izquierda, la Asamblea no se atrevió a tomar en sus manos el poder supremo y no supo ocupar una posición decidida en las cuestiones fundamentales de la revolución de 1848-1849 en Alemania. El 30 de mayo de 1849 la Asamblea se vio obligada a trasladar su sede a Stuttgart. El 18 de junio de 1849 fue disuelta por las tropas.-
[42] El 15 de mayo de 1848, durante una manifestación popular, los obreros y artesanos parisienses penetraron en la sala de sesiones de la Asamblea Constituyente, la declararon disuelta y formaron un Gobierno revolucionario. Los manifestantes, sin embargo, no tardaron en ser desalojados por la Guardia Nacional y las tropas. Los dirigentes de los obreros (Blanqui, Barbès, Albert, Raspail, Sobrier y otros) fueron detenidos.-
[43] La "Neue Rheinische Zeitung. Organ der Demokratie (Nueva Gaceta del Rin. Organo de la Democracia) salía todos los días en Colonia desde el 1 de junio de 1848 hasta el 19 de mayo de 1849; la dirigía Marx, y en el consejo de redacción figuraba Engels.-
[*] Véase el artículo de Carlos Marx "La revolución de Junio". (N. de la Edit.)