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Después de superarse la crisis revolucionaria y abolirse
el sufragio universal, estalló inmediatamente una nueva
lucha entre la Asamblea Nacional y Bonaparte.
La Constitución había fijado el sueldo de Bonaparte
en 600.000 francos. No había pasado medio año desde
su instalación, cuando consiguió elevar esta suma
al doble. Odilon Barrot arrancó a la Asamblea Constituyente
un suplemento anual de 600.000 francos para los llamados gastos
de representación. Después del 13 de junio. Bonaparte
había expresado otra demanda igual, sin que esta vez Barrot
le escuchase. Ahora, después del 31 de mayo, se aprovechó
inmediatamente del momento favorable e hizo que sus ministros
propusiesen a la Asamblea Nacional una lista civil de tres millones.
Una larga y aventurera vida de vagabundo les había dotado
de los tentáculos más perfectos para tantear los
momentos de la debilidad en que podía sacar dinero a sus
burgueses. Era un chantaje en toda regla. La Asamblea Nacional
había deshonrado la soberanía del pueblo con su
ayuda y su connivencia. La amenazó con denunciar su delito
ante el tribunal del pueblo si no aflojaba la bolsa y compraba
su silencio con tres millones al año. La Asamblea Nacional
había robado el voto a tres millones de franceses. Bonaparte
exigía por cada francés políticamente desvalorizado
un franco en moneda circulante, lo que hacía un total exacto
de tres millones de francos. El elegido por seis millones de electores
reclama una indemnización por los votos que le han estafado
de su elección. La comisión de la Asamblea Nacional
rechazó al importuno. La prensa bonapartista amenazó.
¿Podía la Asamblea Nacional romper con el presidente
de la República, en un momento en que había roto
fundamental y definitivamente con la masa de la nación?
Por eso, aun denegando la lista civil anual, concedió por
una sola vez un suplemento de 2.160.000 francos. Con ello, hacíase
reo de una doble debilidad: la de conceder el dinero y la de revelar
al mismo tiempo, con su irritación, que le concedía
de mala gana. Más adelante veremos para qué necesitaba
Bonaparte este dinero. Tras este molesto epílogo que siguió
a la supresión del sufragio universal, pisándole
los talones, y en el que Bonaparte cambió la humilde actitud
que adoptara durante la crisis de marzo y abril por un retador
cinismo frente al parlamento usurpador, la Asamblea Nacional suspendió
sus sesiones por tres meses, desde el 11 de agosto hasta el 11
de noviembre. Dejó en su lugar una comisión permanente
de 28 miembros, en la que no entraba ningún bonapartista,
pero sí en cambio algunos republicanos moderados. En la
comisión permanente de 1849 no había más
que hombres de orden y bonapartistas. Pero entonces el partido
del orden se declaraba permanentemente en contra de la revolución.
Ahora, la república parlamentaria se declaraba permanentemente
en contra del presidente. Después de la ley del 31 de mayo,
el partido del orden ya no tenía enfrente más que
este rival.
Cuando la Asamblea Nacional volvió a reunirse en noviembre
de 1850, parecía inevitable que estallase, en vez de sus
escaramuzas anteriores con el presidente, una gran lucha implacable,
una lucha a vida o muerte entre dos poderes.
Lo mismo que en 1849, durante las vacaciones parlamentarias de
este año, el partido del orden se había dispersado
en sus distintas fracciones, cada cual ocupada con sus propias
intrigas restauradoras, a los que la muerte de Luis Felipe daba
nuevo pábulo. El rey de los legitimistas, Enrique V, había
llegado incluso a nombrar un ministerio formal, que residía
en París y del que formaban parte miembros de la comisión
permanente, Bonaparte quedaba, pues, autorizado para emprender
a su vez giras por los departamentos franceses y dejar escapar,
recatada o abiertamente, según el estado de ánimo
de la ciudad a la que regalaba con su presencia, sus propios planes
de restauración, reclutando votos para sí. En estas
giras, que el gran Moniteur oficial y los pequeños
«monitores» privados de Bonaparte, tenían, naturalmente,
que celebrar como cruzadas triunfales, le acompañaban constantemente
afiliados de la Sociedad del 10 de Diciembre. Esta sociedad
data del año 1849. Bajo el pretexto de crear una sociedad
de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París
en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes
bonapartistas y en general bonapartista a la cabeza de todas.
Junto a roués arruinados, con equívocos medios
de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos
degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos,
licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras,
timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores,
alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos,
organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una
palabra, toda es masa informe, difusa y errante que los franceses
llaman la bohème: con estos elementos, tan afines
a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del
10 de Diciembre, «Sociedad de beneficencia» en cuanto
que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte,
la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora.
Este Bonaparte, que se erige en jefe del lumpemproletariado,
que sólo en éste encuentra reproducidos en masa
los intereses, que él personalmente persigue, que reconoce
en esta hez, desecho y escoria de todas las clases, la única
clase en la que puede apoyarse sin reservas, es el auténtico
Bonaparte, el Bonaparte sans phrase. Viejo roué
ladino, concibe la vida histórica de los pueblos y los
grandes actos de Gobierno y de Estado como una comedia, en el
sentido más vulgar de la palabra, como una mascarada, en
que los grandes disfraces y los frases y gestos no son más
que la careta para ocultar lo más mezquino y miserable.
Así, en su expedición a Estrasburgo, el buitre suizo
amaestrado desempeñó el papel de águila napoleónica.
Para su incursión en Boulogne, embute a unos cuantos lacayos
de Londres en uniformes franceses. Ellos representan el ejército.
En su Sociedad del 10 de Diciembre, reunió a 10.000 miserables
del lumpen, que habían de representar al pueblo, como Nick
Bottom representaba el león. En un momento en que la misma
burguesía representaba la comedia más completa,
pero con la mayor seriedad del mundo, sin faltar a ninguna de
las pedantescas condiciones de la etiqueta dramática francesa,
y ella misma obraba a medias engañada y a medias convencida
de la solemnidad de sus acciones y representaciones dramáticas,
tenía que vencer por fuerza el aventurero que tomase lisa
y llanamente la comedia como tal comedia. Sólo después
de eliminar a su solemne adversario, cuando él mismo toma
en serio su papel imperial y cree representar, con su careta napoleónica,
al auténtico Napoleón, sólo entonces es víctima
de su propia concepción del mundo, el payaso serio que
ya no toma a la historia universal por una comedia, sino su comedia
por la historia universal. Lo que para los obreros socialistas
habían sido los talleres nacionales y para los republicanos
burgueses los gardes mobiles, era para Bonaparte la Sociedad
del 10 de Diciembre: la fuerza combativa de partido propia de
él. Las secciones de esa sociedad, enviadas por grupos
a las estaciones debían improvisarle en sus viajes un público,
representar el entusiasmo popular, gritar Vive l'Empereur!,
insultar y apalear a los republicanos, naturalmente bajo la protección
de la policía. En sus viajes de regreso a París,
debían formar la vanguardia, adelantarse a las contramanifestaciones
o dispersarlas. La Sociedad del 10 de Diciembre le pertenecía
a él, era su obra, su idea más primitiva.
Todo lo demás de que se apropia se lo da la fuerza de las
circunstancias, en todos sus hechos actúan por él
las circunstancias o se limita a copiarlo de los hechos de otros;
pero Bonaparte que se presenta en público, ante los ciudadanos,
con las frases oficiales del orden, la religión, la familia,
la propiedad, y detrás de él la sociedad secreta
de los Schuftele y los Spielberg, la sociedad del desorden, la
prostitución y el robo, es el propio Bonaparte como autor
original, y la historia de la Sociedad del 10 de Diciembre es
su propia historia. Se había dado el caso de que representantes
del pueblo pertenecientes al partido del orden habían sido
apaleados por los decembristas. Más aún. El comisario
de policía, Yon, adscrito a la Asamblea Nacional y encargado
de la vigilancia de su seguridad, denunció a la comisión
permanente, basándose en el testimonio de un tal Alais,
que una sección de decembristas había acordado asesinar
al general Changarnier y a Dupin, presidente de la Asamblea Nacional,
estando ya elegidos los individuos encargados de ejecutar este
acuerdo. Se comprenderá el terror del señor Dupin.
Parecía inevitable una investigación parlamentaria
sobre la Sociedad del 10 de Diciembre, es decir, la profanación
del mundo secreto bonapartista. Por eso, precisamente, Bonaparte
disolvió prudentemente su sociedad, claro está que
sólo sobre el papel, pues todavía a fines de 1851,
el prefecto de policía Carlier, en una extensa memoria,
intentaba en vano moverle a disolver realmente a los decembristas.
La Sociedad del 10 de Diciembre había de seguir siendo
el ejército privado de Bonaparte mientras éste no
consigue convertir el ejército público en una Sociedad
del 10 de Diciembre. Bonaparte hizo la primera tentativa encaminada
a esto poco después de suspenderse las sesiones de la Asamblea
Nacional, y la hizo con el dinero que acababa de arrancarle a
ésta. Como fatalista que es, abriga la convicción
de que hay ciertos poderes superiores, a los que el hombre y sobre
todo el soldado no se puede resistir. Entre estos poderes incluye,
en primer término, los cigarros y el champagne, las aves
frías y el salchichón adobado con ajo. Por eso,
en los salones del Elíseo, empieza obsequiando a los oficiales
y suboficiales con cigarros y champagne, aves frías y salchichón
adobado con ajo. El 3 de octubre repite esta maniobra con las
masas de tropa en la revista de St. Maur, y el 10 de octubre vuelve
a repetirla en una escala todavía mayor en la revista militar
de Story. El tío se acordaba de las campañas de
Alejandro en Asia, el sobrino se acuerda de las cruzadas triunfales
de Baco en las mismas tierras. Alejandro era, ciertamente, un
semidiós, pero Baco un dios completo. Y, además,
el dios tutelar de la Sociedad del 10 de Diciembre.
Después de la revista del 3 de octubre, la comisión
permanente llamó a comparecer ante ella al ministro de
la Guerra d'Hautpoul. Éste prometió que no volverían
a repetirse aquellas infracciones de la disciplina. Sabido es
cómo Bonaparte cumplió el 10 de octubre la palabra
dada por d'Hautpoul. En ambas revistas había llevado el
mando Changarnier, como comandante en jefe del ejército
de París. Changarnier, que era a la vez miembro de la comisión
permanente, jefe de la Guardia Nacional, el «salvador»
del 29 de enero y del 13 de junio, el «baluarte de la sociedad»,
candidato del partido del orden para la dignidad presidencial,
el presunto Monk de dos monarquías, no se había
reconocido jamás hasta entonces subordinado al ministro
de la Guerra., se había burlado siempre abiertamente de
la Constitución republicana y había perseguido a
Bonaparte con una arrogante protección equívoca.
Ahora, se desvivía pro la disciplina contra el ministro
de la Guerra y por la Constitución contra Bonaparte. Mientras
que el 10 de octubre una parte de la caballería dejó
oír el grito de Vive Napoléon! Vivent les saucissons!
Changarnier hizo que por lo menos la infantería, que desfilaba
al mando de su amigo Neumayer, guardase un silencio glacial. Como
castigo, el ministro de la Guerra, acuciado por Bonaparte, relevó
al general Neumayer de su puesto en París con el pretexto
de entregarle el alto mando de la 14ª y la 15ª divisiones.
Neumayer rehusó este cambio de destino y viose obligado
así a pedir el retiro. Por su parte, Changarnier publicó
el 2 de noviembre una orden de plaza en la que prohibía
alas tropas gritos ni ninguna clase de manifestaciones políticas
estando bajo las armas. Los periódicos elíseos atacaron
a Changarnier; los periódicos del partido del orden, a
Bonaparte; la comisión permanente celebraba una sesión
secreta tras otra, en las que se presentaba reiteradamente la
proposición de declarar a la patria en peligro; el ejército
parecía estar dividido en dos campos enemigos, con dos
Estados Mayores enemigos, uno en el Elíseo, donde moraba
Bonaparte, y otro en las Tullerías, donde moraba Changarnier.
Sólo parecía faltar la reanudación de las
sesiones de la Asamblea Nacional para que sonase la señal
de la lucha. Al público francés la reanudación
de las sesiones de la Asamblea Nacional para que sonase la señal
de la lucha. Al público francés estos razonamientos
entre Bonaparte y Changarnier le merecían el mismo juicio
que aquel periodista inglés que los caracterizó
en las siguientes palabras:
«Las criadas políticas de Francia barren la ardiente
lava de la revolución con las viejas escobas, y se tiran
del moño mientras ejecutan su faena.»
Entretanto, Bonaparte se apresuró a destituir al ministro
de la Guerra, d'Hautpoul, expidiéndolo precipitadamente
a Argelia y nombrando para sustituirle en la cartera de ministro
de la Guerra al general Schramm. El 12 de noviembre mandó
a la Asamblea Nacional un mensaje de prolijidad norteamericana,
recargado de detalles, oliendo a orden, ávido de reconciliación,
lleno de resignación constitucional, en el que se trataba
de todo lo divino y lo humano menos de las questions brûlantes
del momento. Como de pasada, dejaba caer las palabras que, con
arreglo a las normas expresas de la Constitución, el presidente
disponía por sí solo del ejército. El mensaje
terminaba con estas palabras altisonantes:
«Francia exige ante todo tranquilidad... Soy el único
ligado por un juramento, y me mantendré dentro de los estrictos
límites que me traza... Por lo que a mí se refiere,
elegido por el pueblo y no debiendo más que a éste
mi poder, me someteré siempre a su voluntad legalmente
expresada. Si en este período de sesiones acordáis
la revisión constitucional, una Asamblea Constituyente
reglamentará la posición del poder ejecutivo. En
otro caso, el pueblo declarará solemnemente su decisión
en 1852. Pero, cualesquiera que sean las soluciones del porvenir,
lleguemos a una inteligencia, para que jamás la pasión,
la sorpresa o la violencia decidan la suerte de una gran nación...
Lo que sobre todo me preocupa no es saber quién va a gobernar
a Francia en 1852, sino emplear el tiempo de que dispongo de modo
que el período restante pase sin agitación y sin
perturbaciones. Os he abierto sinceramente mi corazón,
contestad vosotros a mi franqueza con vuestra confianza, a mi
buen deseo con vuestra colaboración, y Dios se encargará
del resto.»
El lenguaje honesto, hipócritamente moderado, virtuosamente
lleno de lugares comunes de la burguesía, descubre su más
profundo sentido en labios del autócrata de la Sociedad
del 10 de Diciembre y del héroe de merienda de St. Maur
y Satory.
Los burgraves del partido del orden no se dejaron engañar
ni un solo instante en cuanto al crédito que se podía
dar a esa efusión cordial. Acerca de los juramentos estaban
ya desde hacía mucho tiempo al cabo de la calle; entre
ellos había veteranos, virtuosos del perjurio político,
y el pasaje delicado al ejército no se les pasó
desapercibido. Observaron con desagrado que, en la prolija e interminable
enumeración de las leyes recientemente promulgadas, el
mensaje guardaba un silencio afectado acerca de la más
importante de todas, la ley electoral, y más aún,
que en caso de no revisión constitucional se dejaba al
arbitrio del pueblo, para 1852, la elección del presidente.
La ley electoral era el grillete atado a los pies del partido
del orden, que el impedía andar, y no digamos lanzarse
al asalto. Además, con la disolución de oficio de
la Sociedad del 10 de Diciembre y la destitución del ministro
de la Guerra, d'Hautpoul, Bonaparte había sacrificado
por su propia mano en el altar de la patria a las víctimas
propiciatorias. Quitó la espina al choque que se esperaba.
Finalmente, el mismo partido del orden procuró rehuir,
atenuar, disimular temerosamente todo conflicto decisivo con el
poder ejecutivo. Por miedo a perder las conquistas hechas contra
la revolución dejó que su rival cosechase los frutos
de ellas. «Francia exige ante todo tranquilidad». Así
le venía gritando desde febrero el partido del orden a
la revolución, así le gritaba al partido del orden
el mensaje de Bonaparte. «Francia exige ante todo tranquilidad.»
Bonaparte cometía actos encaminados a la usurpación,
pero el partido del orden provocaba «agitación»
si armaba ruido en torno a estos actos y los interpretaba de un
modo hipocondriaco. Los salchichones de Satory no despegaban los
labios si nadie hablaba de ellos. «Francia exige ante todo
tranquilidad». Es decir, Bonaparte exigía que se le
dejase hacer tranquilamente lo que quería, y el partido
parlamentario sentíase paralizado por un doble temor; por
el temor de provocar la agitación revolucionaria y por
el temor de aparecer como el perturbador de la tranquilidad a
los ojos de su propia clase, a los ojos de la burguesía.
Por tanto, Francia exigía ante todo tranquilidad, el partido
del orden no se atrevió, después de que Bonaparte,
en su mensaje, había hablado de «paz», a contestar
con «guerra». El público, que ya se relamía
pensando en las grandes escenas de escándalo que se iban
a producir al reanudarse las sesiones de la Asamblea Nacional,
viose defraudado en sus esperanzas. Los diputados de la oposición
que exigían que se presentasen las actas de la comisión
permanente acerca de los acontecimientos de octubre fueron arrollados
por los votos de la mayoría. Se rehuyeron por principio
todos los debates que pudieran excitar los ánimos. Los
trabajos de la Asamblea nacional durante los meses de noviembre
y diciembre de 1850 carecieron de interés.
Por último, hacia fines de diciembre, comenzó una
guerra de guerrillas en torno a unas u otras prerrogativas del
parlamento. El movimiento se sumió en minucias alrededor
de las prerrogativas de ambos poderes, después que la burguesía,
con la abolición del sufragio universal, se hubo desembarazado
por el momento de la lucha de clases.
Se había ejecutado contra Mauguin, uno de los representantes
de la nación, una sentencia judicial por deudas. A instancia
del presidente del Tribunal, el ministro de Justicia, Rouher,
declaró que podía citarse sin más trámites
mandado de arresto contra el deudor. Maugin fue recluido, pues,
en la cárcel de deudores. Al conocer el atentado, la Asamblea
Nacional montó en cólera. No sólo ordenó
que el preso fuese inmediatamente puesto en libertad, sino que
aquella misma tarde mandó a su greffier a que le
sacase por la fuerza de Clichy. Sin embargo, para testimoniar
su fe en la santidad de la propiedad privada y con la segunda
intención de abrir, en caso de necesidad, un asilo para
«montañeses» molestos, declaró valida
la prisión por deudas de representantes del pueblo, previa
autorización de la Asamblea Nacional. Se olvidó
de decretar que también se podría meter en la cárcel
por deudas al presidente de la República. Destruyó
la última apariencia de inviolabilidad que rodeaba a los
miembros de su propia corporación.
Recuérdese que el comisario de policía, Yon, había
denunciado, basándose en el testimonio de un tal Alais,
los planes de asesinato de Dupin y Changarnier, por una sección
de decembristas. Ya en la primera sesión los cuestores
presentaron en relación con esto la propuesta de crear
una policía parlamentaria propia, pagada del presupuesto
privado de la Asamblea Nacional e independiente en absoluto del
prefecto de policía. El ministro del Interior, Baroche,
protestó contra esta injerencia en sus atribuciones. En
vista de esto se llegó a una mísera transacción,
según la cual el comisario de policía de la Asamblea
sería pagado de su presupuesto privado y nombrado y destituido
por sus cuestores, pero previo acuerdo con el ministro del Interior.
Entretanto, Alais había sido entregado por el Gobierno
a los tribunales, y no fue difícil presentar sus declaraciones
como falsas y proyectar, por boca del fiscal, un resplandor de
ridículo sobre Dupin, Changarnier, Yon y toda la Asamblea
Nacional. Ahora, el 29 de diciembre, el ministro Baroche escribe
una carta a Dupin exigiendo la destitución de Yon. La Mesa
de la Asamblea Nacional, asustada de la violencia con que había
procedido en el asunto Mauguin y acostumbrada a que el poder ejecutivo
le devolviera dos golpes pro cada uno que ella le asestaba, no
sanciona el acuerdo. Destituye a Yon en recompensa por el celo
con que le había servido y se despoja de una prerrogativa
parlamentaria inexcusable contra un hombre que no decide por la
noche para ejecutar por el día, sino que decide por el
día y ejecuta por la noche.
Hemos visto que la Asamblea Nacional, durante los meses de noviembre
y diciembre, rehuyó, ahogó, en grandes y decisivas
ocasiones, la lucha contra el poder ejecutivo. Ahora la vemos
obligada a aceptar esta lucha por los motivos más mezquinos.
En el asunto Mauguin, confirma en principio la prisión
por deudas de los representantes de la nación, pero se
reserva la posibilidad de aplicarla solamente a los representantes
que no le sean gratos, y regatea por este infame privilegio con
el ministro de Justicia. En vez de aprovecharse del supuesto plan
de asesinato para abrir una investigación sobre la Sociedad
del 10 de Diciembre y desenmascarar irremisiblemente a Bonaparte
ante Francia y ante Europa, presentándolo en su verdadera
faz, como la cabeza del lumpemproletariado de París, deja
que la colisión descienda a un punto en que ya lo único
que se ventila entre ella y el ministro de Interior es quién
tiene competencia para nombrar y separar a un comisario de la
policía. Así, vemos al partido del orden, durante
todo este período, obligado por su posición equívoca,
a convertir su lucha contra el poder ejecutivo en mezquinas discordias
de competencias, minucias, leguleyerías, litigios de lindes,
y a tomar como contenido de sus actividades las más insípidas
cuestiones de forma. No se atreve a afrontar el choque en el momento
en que éste tiene una significación de principio,
en que el poder ejecutivo se ha comprometido realmente y en que
la causa de la Asamblea Nacional sería la causa de toda
la nación. Con ello daría a la nación una
orden de marcha, y nada teme tanto como el que la nación
se mueva. Por eso, en estas ocasiones, desecha las proposiciones
de la Montaña y pasa al orden del día. Después
de abandonarse así la cuestión litigiosa en sus
grandes dimensiones, el poder ejecutivo espera tranquilamente
el momento en que pueda volver a plantearla por motivos fútiles
e insignificantes, allí donde sólo ofrezca, por
decirlo así, un interés parlamentario puramente
local. Y entonces estalla la ira contenida del partido del orden,
entonces rasga el telón que oculta los bastidores, entonces
denuncia al presidente, entonces declara a la república
en peligro; pero entonces su patetismo pierde también todos
sabor y el motivo de la lucha aparece como un pretexto hipócrita
e indigno de ser tomado en cuenta. La tempestad parlamentaria
se convierte en una tempestad en un vaso de agua, la lucha en
intriga, el choque en escándalo. Mientras la malignidad
de las clases revolucionarias se ceba en la humillación
de la Asamblea Nacional, pues estas clases se entusiasman por
las prerrogativas parlamentarias de aquélla tanto como
ella por las libertades públicas, la burguesía fuera
del parlamento no comprende cómo la burguesía de
dentro del parlamento puede derrochar el tiempo en tan mezquinas
querellas y comprometer la tranquilidad con tan míseras
rivalidades con el presidente. La mete en confusión una
estrategia que sella la paz en los momentos en que todo el mundo
espera batallas y ataca en los momentos en que todo el mundo cree
que ha sellado la paz.
El 20 de diciembre, Pascal Duprat interpeló al ministro
del Interior sobre la lotería de los lingotes de oro. Esta
lotería era una «hija del Elíseo». Bonaparte
la había traído al mundo con sus leales, y el prefecto
de policía Carlier la había tomado bajo la protección
oficial, a pesar de que la ley en Francia prohibe toda clase de
loterías, fuera de los sorteos hechos para fines de beneficencia.
Siete millones de billetes por valor de un franco cada uno, y
la ganancia destinada, al parecer, a embarcar a vagabundos de
París para California. De una parte se quería que
los sueños dorados desplazasen a los sueños socialistas
del proletariado parisino, la tentadora perspectiva del premio
gordo desplazase el derecho doctrinario al trabajo. Naturalmente,
los obreros de París no reconocieron en el brillo de los
lingotes de oro de California los opacos francos que les habían
sacado del bolsillo con engaños. Pero, en lo fundamental,
tratábase de una estafa directa. Los vagabundos que querían
encontrar minas de oro californianas sin moverse de París,
eran el propio Bonaparte y los caballeros comidos de deudas que
formaban su Tabla redonda. Los tres millones concedidos por la
Asamblea Nacional se los habían gastado ya alegremente,
y había que volver a llenar la caja como fuese. En vano
había abierto Bonaparte una suscripción nacional
para construir las llamadas cités ouvrières,
a cuya cabeza figura él mismo, con una suma considerable.
Los burgueses, duros de corazón, aguardaron a que desembolsase
el capital suscrito, y como, naturalmente, el desembolso no se
efectuó, la especulación sobre aquellos castillos
socialistas en el aire se vino chabacanamente a tierra. Los lingotes
de oro dieron mejor resultado. Bonaparte y consortes no se contentaron
con embolsarse una parte del remanente de los siete millones que
quedaba después de cubrir el valor de las barras sorteadas,
sino que fabricaron diez, quince y hasta veinte billetes falsos
del mismo número. ¡Operaciones financieras en el espíritu
de la Sociedad del 10 de Diciembre! Aquí la Asamblea Nacional
no tenía enfrente al ficticio presidente de la República,
sino al Bonaparte de carne y hueso. Aquí, podía
coger in fraganti, transgrediendo no ya la Constitución,
sino el Code pénal. Si ante la interpelación
de Duprat la Asamblea pasó al orden del día, no
fue solamente porque la enmienda de Girardin de declararse satisfait
traía a la memoria del partido del orden su corrupción
sistemática. El burgués, y sobre todo el burgués
hinchado en estadista, completa su vileza práctica con
su grandilocuencia teórica. Como estadista, se convierte,
al igual que el poder del Estado que tiene enfrente, en un ser
superior, al que sólo se le puede combatir de un modo superior,
solemne.
Bonaparte, que precisamente como bohémien, como
lumpemproletariado principesco, le llevaba al truhán burgués
la ventaja de que podía librar la lucha con medios rastreros,
vio ahora, después de que la propia Asamblea le había
ayudado a cruzar, llevándole de la mano, el suelo resbaladizo
de los banquetes militares, de las revistas, de la Sociedad del
10 de Diciembre y, por último, del Code pénal,
llegado el momento en que podía pasar de la aparente defensiva
a la ofensiva. Las pequeñas derrotas del ministro de Marina,
del ministro de Hacienda, que se le atravesaban en el camino y
con las que la Asamblea Nacional hacía manifiesto su descontento
gruñón, no le molestaban gran cosa. No sólo
impidió que los ministros dimitiesen, reconociendo con
ello la subordinación del poder ejecutivo al parlamento,
sino que ahora puedo llevar ya a efecto la obra que había
comenzado durante las vacaciones de la Asamblea Nacional; desgajar
del parlamento el poder militar, destituir a Changarnier.
Un periódico elíseo publicó una orden de
plaza, dirigida, durante el mes de mayo, al parecer, a la primera
división del ejército y procedente, pro tanto, Changarnier,
en la que se recomendaba a los oficiales, en caso de sublevación,
no dar cuartel a los traidores dentro de sus propias filas, fusilarlos
inmediatamente y rehusar a la Asamblea Nacional las tropas, si
ésta llegaba a requerirlas. El 3 de enero de 1851 se interpeló
al Gobierno acerca de esta orden de plaza. Para examinar este
asunto pidieron tres meses, luego una semana y por último
sólo veinticuatro horas de reflexión. La Asamblea
insiste en que se dé una explicación inmediata.
Changarnier se levanta y aclara que aquella orden de plaza jamás
ha existido. Añade que se apresurará en todo momento
a atender los requerimientos de la Asamblea Nacional y que, en
caso de colisión, ésta podrá contar con él.
La Asamblea acoge su declaración con indescriptibles aplausos
y le concede un voto de confianza. La Asamblea Nacional resigna
sus poderes, decreta su propia impotencia y la omnipotencia del
ejército, al colocarse bajo la protección privada
de un general; pero el general se equivoca, poniendo a disposición
de la Asamblea, contra Bonaparte, un poder que sólo tienen
en precario del propio Bonaparte y esperando, a su vez, protección
de este parlamento, de su protegido, necesitado él mismo
de protección. Pero Changarnier cree en el poder misterioso
de que la burguesía le ha dotado desde el 29 de enero de
1849. Se considera como el tercer poder al lado de los otros dos
poderes del Estado. Comparte la suerte de los demás héroes,
o, mejor dicho, santos de esta época, cuya grandeza consiste
precisamente en la gran opinión interesada que sus partidos
se forman de ellos y que quedan reducidos a figuras mediocres
tan pronto como las circunstancias los invitan a hacer milagros.
El descreimiento es siempre el enemigo mortal de estos héroes
supuestos y santos reales. De aquí su noble indignación
moral contra los bromistas y burlones carentes de entusiasmo.
Aquella misma noche fueron llamados los ministros al Elíseo. Bonaparte acucia para que sea destituido Changarnier, cinco ministros se niegan a firmar la destitución, el Moniteur anuncia una crisis ministerial y la prensa del orden amenaza con la formación de un ejército parlamentario bajo el mando de Changarnier. El partido del orden tenía atribuciones constitucionales para dar este paso. Le bastaba con nombrar a Changarnier presidente de la Asamblea Nacional y requerir cualquier cantidad de tropas para velar por su seguridad. Podía hacerlo con tanta más seguridad cuanto que Changarnier se hallaba todavía realmente al frente del ejército y de la Guardia nacional de París y sólo acechaba el momento de ser requerido en unión del ejército. La prensa bonapartista no se atrevía siquiera a poner en tela de juicio el derecho de la Asamblea Nacional a requerir directamente las tropas, escrúpulo jurídico que en aquellas circunstancias no auguraba ningún éxito. Y, si se tiene en cuenta que Bonaparte tuvo que buscar en todo París durante ocho días para encontrar por fin a dos generales -Baraguay d'Hilliers y Saint-Jean d'Angely-, que se declararan dispuestos a refrendar la destitución de Changarnier, parece lo más verosímil que el ejército hubiese respondido a la orden de la Asamblea Nacional. En cambio, es más que dudoso que el partido que el partido del orden hubiera encontrado en sus propias filas y en el parlamento el número de votos necesario para este acuerdo si se advierte que ocho días después se separaron de él 286 votos y que la Montaña rechazó una propuesta semejante, incluso en diciembre de 1851, en la hora final de la decisión.
No obstante, quizá, los burgraves hubiesen conseguido todavía
arrastrar a l amasa de su partido a un heroísmo que consistía
en sentirse seguros detrás de un bosque de bayonetas y
en aceptar los servicios de un ejército que había
desertado a su campo. En vez de hacer esto, los señores
burgraves se trasladaron al Elíseo en la noche del 6 de
enero para hacer desistir a Bonaparte, mediante giros y reparos
de ingeniosos estadistas, de la destitución de Changarnier.
Cuando se trata de convencer a alguien, es porque se le reconoce
como el dueño de la situación. Bonaparte, asegurado
por este paso, nombra el 12 de enero un nuevo ministro, en el
que continúan los jefes del antiguo, Fould y Baroche. Saint-Jean
d'Angely es nombrado ministro de la Guerra, el Moniteur publica
el decreto de destitución de Changarnier, y su mando se
divide entre Baraguay d'Hilliers, al que se le asigna la primera
división, y Perrot, que se hace cargo de la Guardia Nacional.
Se le da el pasaporte al baluarte de la sociedad, y si ninguna
piedra cae de los tejados, suben en cambio las cotizaciones de
la Bolsa.
El partido del orden, dando una repulsa al ejército, que
se pone a su disposición en la persona de Changarnier,
y entregándoselo así de modo irrevocable al presidente,
declara que la burguesía ha perdido la vocación
de gobernar. Ya no existía un Gobierno parlamentario. Al
perder el asidero del ejército y de la Guardia Nacional,
¿qué medio de fuerza le quedaba para afirmar a un
mismo tiempo el poder usurpado del parlamento sobre el pueblo
y su poder usurpado del parlamento sobre el pueblo y su poder
constitucional contra el presidente? Ninguno. Sólo le quedaba
la apelación a estos principios inermes que él mismo
había interpretado siempre como meras reglas generales
y que se prescribían a otros para poder uno moverse con
mayor libertad. Con la destitución de Changarnier y la
entrega del poder militar a Bonaparte, termina la primera parte
del período que estamos examinando, el período de
la lucha entre el partido del orden y el poder ejecutivo. La guerra
entre ambos poderes se declara ahora abiertamente, se libra abiertamente,
pero cuando ya el partido del orden ha perdido sus armas y soldados.
Sin ministerio, sin ejército, sin pueblo, sin opinión
pública, sin ser ya, desde su ley electoral de 31 de mayo,
representante de la nación soberana, sin ojos, sin oídos,
sin dientes, sin nada, la Asamblea Nacional va convirtiéndose
poco a poco en un antiguo parlamento francés, que
debe entregar la iniciativa al Gobierno y contentarse por su parte
con gruñidos de recriminación post festum.
El partido del orden recibe al nuevo ministerio con una avalancha
de indignación. El general Bedeau evoca en el recuerdo
la benignidad de la comisión permanente durante las vacaciones
y los excesivos miramientos con que había renunciado a
la publicación de las actas de sus sesiones. Por su parte,
el ministro del Interior insiste en la publicación de estas
actas que son ya, naturalmente, tan sosas como agua estancada,
que no descubren ningún hecho nuevo y no producen el menor
efecto al público hastiado. A propuesta de Rémusat,
la Asamblea Nacional se retira a sus despacho y nombra un «Comité
de medidas extraordinarias». París no se sale de los
carriles de su orden cotidiano, con tanta mayor razón cuanto
que en este momento el comercio prospera, las manufacturas trabajan,
los precios del trigo están bajos, los víveres abundan,
en las cajas de ahorro ingresan todos los días cantidades
nuevas. Las «medidas extraordinarias», tan estrepitosamente
anunciadas por el parlamento, quedan reducidas, el 18 de enero,
a un voto de desconfianza de los ministros, sin que se mencione
siquiera el nombre del tal general Changarnier. El partido del
orden viose obligado a dar el voto este giro para asegurarse los
votos de los republicanos, ya que de todas las medidas del ministerio,
éstos sólo aprobaban la destitución de Changarnier,
mientras que el partido del orden no podía en realidad
censurar los demás actos ministeriales, dictados por él
mismo.
El voto de desconfianza del 18 de enero se decidió por
415 votos contra 286. Por tanto, sólo pudo sacarse adelante
mediante una coalición de los legitimistas y orleanistas
extremados con los republicanos puros y la Montaña. Este
voto probaba, pues, que el partido del orden no sólo había
perdido el ministerio y el ejército, sino que en los conflictos
con Bonaparte había perdido también su mayoría
parlamentaria independiente, que un tropel de diputados había
desertado de su campo por el espíritu de componendas llevado
al fanatismo, por miedo a la lucha, por cansancio, por consideraciones
de parentesco hacia los sueldos del Estado, tan entrañables
para ellos, especulando con las vacantes de ministros (Odilon
Barrot), por ese mezquino egoísmo con que el burgués
corriente se inclina siempre a sacrificar a este o al otro motivo
privado el interés general de su clase. Desde el principio,
los diputados bonapartistas sólo se unían al partido
del orden en la lucha contra la revolución. El jefe del
partido católico, Montalembert, había puesto ya
por entonces su influencia en el platillo de Bonaparte, pues desesperaba
de la vitalidad del partido parlamentario. Finalmente, los caudillos
de este partido, Thiers y Berryer, el orleanista y el legitimista,
viéronse obligados a proclamarse abiertamente republicanos,
a reconocer que, aunque su corazón era monárquico,
su cabeza abrigaba ideas republicanas y que la república
parlamentaria era la única forma posible para la dominación
de toda la burguesía. De este modo se vieron obligados
a estigmatizar ellos mismos ante los ojos de la clase burguesa,
como una intriga tan peligrosa como descabellada, los planes de
restauración que seguían urdiendo impertérritos
a espaldas del parlamento.
El voto de desconfianza del 18 de enero fue un golpe contra los
ministros y no contra el presidente. Pero no había sido
el ministerio, sino el presidente quien había destituido
a Changarnier. ¿Iba el partido del orden a formular un acta
de acusación contra Bonaparte? ¿Por sus veleidades
de restauración? Éstas no eran más que el
complemento de las suyas propias. ¿Por su conspiración
en las revistas militares y en la Sociedad del 10 de Diciembre?
Hacía ya mucho tiempo que se habían enterrado estos
temas bajo simples órdenes del día. ¿Por la
destitución del héroe del 29 de enero y del 13 de
junio, del hombre que en mayo de 1850 amenazaba en caso de revuelta
con pegar fuego a París pro los cuatro costados? Sus aliados
de la Montaña y Cavaignac no le permitían siquiera
sostener al caído baluarte de la sociedad mediante una
manifestación oficial de condolencia. Los del partido del
orden no podían discutir al presidente la facultad constitucional
de destituir a un general. Sólo se enfurecían porque
habían hecho un uso no parlamentario de su derecho constitucional.
¿No habían hecho ellos constantemente un uso inconstitucional
de sus prerrogativas parlamentarias, sobre todo al abolir el sufragio
universal? Estaban obligados, pues, a moverse estrictamente dentro
de los límites parlamentarios. Y hacía falta padecer
aquella peculiar enfermedad que desde 1848 viene haciendo estragos
en todo el continente, el cretinismo parlamentario, enfermedad
que aprisiona como por encantamiento a los contagiados en un mundo
imaginario, privándoles de todo sentido, de toda memoria,
de toda comprensión del rudo mundo exterior; hacía
falta padecer este cretinismo parlamentario, para que quienes
habían por sus propias manos destruido y tenían
necesariamente que destruir, en su lucha con otras clases, todas
las condiciones del poder parlamentario, considerasen todavía
como triunfos sus triunfos parlamentarios y creyesen dar en el
blanco del presidente cuando disparaban contra sus ministros.
No hacían más que darle una ocasión para
humillar nuevamente a la Asamblea Nacional a los ojos de la nación.
El 20 de enero, el Moniteur anunció que había
sido aceptada la dimisión de todo el ministerio. Bajo el
pretexto de que ningún partido parlamentario tenía
ya la mayoría, como lo demostraba el voto del 18 de enero,
fruto de la coalición entre la Montaña y los monárquicos,
y esperando a la formación de una nueva mayoría,
Bonaparte nombró un llamado ministerio-puente, en el que
no figuraba ningún diputado y en el que todos sus componentes
era individuos completamente desconocidos e insignificantes, un
ministerio de simples recaderos y escribientes. El partido del
orden podía ahora desgastarse en el juego con estas marionetas;
el poder ejecutivo no creyó que valía siquiera la
pena de estar seriamente representado en la Asamblea Nacional.
Cuando más simples coristas fuesen sus ministros, más
visiblemente concentraba Bonaparte en su persona todo el poder
ejecutivo, mayor margen de libertad tenía para explotarlo
al servicio de sus fines.
El partido del orden, coligado con la Montaña, se vengó
desechando la dotación presidencial de 1.800.000 francos
que el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre había obligado
a sus recaderos ministeriales a presentar. Esta vez, la votación
se decidió por una mayoría de sólo 102 votos;
es decir, que desde el 18 de enero habían vuelto a desertar
27 votos; la descomposición del partido del orden seguía
su curso. Al mismo tiempo, para que en ningún momento pudiera
caber engaño acerca del sentido de su coalición
con la Montaña, no se dignó tomar siquiera en consideración
una proposición encaminada a la amnistía general
de los presos políticos, firmada por 189 diputados de la
Montaña. Bastó con que el ministro del Interior,
un tal Vaïsse declarase que el orden sólo era aparente,
que reinaba gran agitación secreta, que sociedades omnipresentes
se organizaban secretamente, que los periódicos democráticos
se preparaban para reaparecer, que los informes de las provincias
era desfavorables, que los emigrados de Ginebra tendían,
a través de Lyon, una conspiración pro todo el sur
de Francia, que Francia estaba al borde de una crisis industrial
y comercial, que los fabricantes de Roubaix habían reducido
la jornada de trabajo, que los presos de Belle-Ile se habían
sublevado, bastó con que hasta un Vaïsse conjurase
el espectro rojo, para que el parido del orden rechazase, sin
discutirla siquiera, una proposición que habría
valido a la Asamblea Nacional una enorme popularidad y habría
obligado a Bonaparte a echarse de nuevo en sus brazos. En vez
de dejarse intimidar por el poder ejecutivo con la perspectiva
de nuevos desórdenes, habría debido, por el contrario,
dejar a la lucha de clases un pequeño margen, para mantener
bajo su independencia el poder ejecutivo. Pero no se sentía
a la altura de la misión de jugar con fuego.
Entretanto, el llamado ministerio-puente fue vegetando hasta mediados
de abril. Bonaparte cansó, chasqueó a la Asamblea
Nacional con constantes combinaciones de nuevos ministerios. Tan
pronto parecía querer formar un ministerio republicano
con Lamartine y Billault, como un ministerio parlamentario, con
el inevitable Odilon Barrot, cuyo nombre no puede faltar cuando
hace falta un cándido, o un ministerio orleanista, con
Maleville. Y mientras de este modo mantiene en tensión
a las diversas fracciones del partido del orden unas contra otras
y las atemoriza a todas con la perspectiva de un ministerio republicano
y con la restauración entonces inevitable del sufragio
universal, suscita en la burguesía la convicción
de que sus esfuerzos sinceros por lograr un ministerio parlamentario
se estrellan contra la actitud irreconciliable de las fracciones
realistas. Pero la burguesía clamaba tanto más estentóreamente
por un «gobierno fuerte», encontraba tanto más
imperdonable dejar a Francia «sin administración»,
cuanto más parecía estar en marcha una crisis comercial
general, que laboraba en las ciudades en pro del socialismo como
laboraba en el campo el bajo precio ruinoso del trigo. El comercio
languidecía cada día más, los brazos parados
aumentaban visiblemente, en París había por lo menos
10.000 obreros sin pan; en Ruán, Mulhouse, Lyon, Roubaix,
Tourcoing, Saint-Étienne, Elbeuf, etc., se paralizaban
innumerables fábricas. En estas circunstancias, Bonaparte
pudo atreverse a restaurar, el 11 de abril, el ministerio del
18 de enero, con los señores Rouher, Fould, Baroche, etc.,
reforzados pro el señor Léon Faucher, a quien la
Asamblea Constituyente, durante sus últimos días,
por unanimidad, con la sola excepción de los votos de cinco
ministros, había estigmatizado con un voto de desconfianza
por la difusión de telegramas falsos. Por tanto, la Asamblea
Nacional había conseguido el 18 de enero un triunfo sobre
el ministerio, había luchado durante tres meses contra
Bonaparte para que el 11 de abril Fould y Baroche pudiesen recibir
en su alianza ministerial, como tercero, al puritano Faucher.
En noviembre de 1849, Bonaparte se había contentado con un ministerio no parlamentario y en enero de 1851 con un ministerio extraparlamentario; el 11 de abril se sintió ya lo bastante fuerte para formar un ministerio antiparlamentario, en el que se unían armónicamente los votos de desconfianza de ambas Asambleas, la Constituyente y la Legislativa, la republicana y la realista. Esta gradación de ministerios era el termómetro por el que el parlamento podía medir el descenso de su propio calor vital. A fines de abril, éste había caído tan bajo, que Persigny pudo invitar a Changarnier, en una entrevista personal, a pasarse al campo del presidente. Le aseguró que Bonaparte consideraba completamente destruida la influencia de la Asamblea Nacional y que estaba preparada ya la proclama que había de publicarse después del coup d'état, constantemente proyectado, pero otra vez accidentalmente aplazado. Changarnier comunicó a los caudillos del partido del orden la esquela mortuoria, pero, ¿quién cree que las picaduras de las chinches matan? Y el parlamento, con estar tan derrotado, tan descompuesto, tan corrompido, no podía resistirse a ver en el duelo con el grotesco jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre algo más que el duelo con una chinche. Pero, Bonaparte contestó al partido del orden como Agesilao al rey Agis: «Te parezco un ratón, pero algún día te pareceré un león».