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Digitalizado para el Marx-Engels Internet Archive por José F. Polanco en 1998. Retranscrito para el Marxists Internet Archive por Juan R. Fajardo en 1999.
Por mucho que durante los últimos veinticinco años
hayan cambiado las circunstancias, los principios generales desarrollados
en este Manifiesto siguen siendo substancialmente exactos. Sólo
tendría que retocarse algún que otro detalle. Ya el propio
Manifiesto advierte que la aplicación práctica de estos principios
dependerá en todas partes y en todo tiempo de las circunstancias
históricas existentes, razón por la que no se hace especial
hincapié en las medidas revolucionarias propuestas al final del
capítulo II. Si tuviésemos que formularlo hoy, este pasaje
presentaría un tenor distinto en muchos respectos. Este programa
ha quedado a trozos anticuado por efecto del inmenso desarrollo experimentado
por la gran industria en los últimos veinticinco años, con
los consiguientes progresos ocurridos en cuanto a la organización
política de la clase obrera, y por el efecto de las experiencias
prácticas de la revolución de febrero en primer término,
y sobre todo de la Comuna de París, donde el proletariado, por vez
primera, tuvo el Poder político en sus manos por espacio de dos
meses. La comuna ha demostrado, principalmente, que “la clase obrera no
puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado
en bloque, poniéndola en marcha para sus propios fines”. (V. La
guerra civil en Francia, alocución del Consejo general de la Asociación
Obrera Internacional, edición alemana, pág. 51, donde se
desarrolla ampliamente esta idea) . Huelga, asimismo, decir que la crítica
de la literatura socialista presenta hoy lagunas, ya que sólo llega
hasta 1847, y, finalmente, que las indicaciones que se hacen acerca de
la actitud de los comunistas para con los diversos partidos de la oposición
(capítulo IV), aunque sigan siendo exactas en sus líneas
generales, están también anticuadas en lo que toca al detalle,
por la sencilla razón de que la situación política
ha cambiado radicalmente y el progreso histórico ha venido a eliminar
del mundo a la mayoría de los partidos enumerados.
Sin embargo, el Manifiesto es un documento histórico, que nosotros
no nos creemos ya autorizados a modificar. Tal vez una edición
posterior aparezca precedida de una introducción que abarque el
período que va desde 1847 hasta los tiempos actuales; la presente
reimpresión nos ha sorprendido sin dejarnos tiempo para eso.
Londres, 24 de junio de 1872.
K. MARX. F. ENGELS.
Desgraciadamente, al pie de este prólogo a la nueva edición
del Manifiesto ya sólo aparecerá mi firma. Marx, ese
hombre a quien la clase obrera toda de Europa y América debe más
que a hombre alguno, descansa en el cementerio de Highgate, y sobre su
tumba crece ya la primera hierba. Muerto él, sería
doblemente absurdo pensar en revisar ni en ampliar el Manifiesto.
En cambio, me creo obligado, ahora más que nunca, a consignar aquí,
una vez más, para que quede bien patente, la siguiente afirmación:
La idea central que inspira todo el Manifiesto, a saber: que el régimen
económico de la producción y la estructuración social
que de él se deriva necesariamente en cada época histórica
constituye la base sobre la cual se asienta la historia política
e intelectual de esa época, y que, por tanto, toda la historia de
la sociedad -una vez disuelto el primitivo régimen de comunidad
del suelo- es una historia de luchas de clases, de luchas entre clases
explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, a tono con las diferentes
fases del proceso social, hasta llegar a la fase presente, en que la clase
explotada y oprimida -el proletariado- no puede ya emanciparse de la clase
que la explota y la oprime -de la burguesía- sin emancipar para
siempre a la sociedad entera de la opresión, la explotación
y las luchas de clases; esta idea cardinal fue fruto personal y exclusivo
de Marx .
Y aunque ya no es la primera vez que lo hago constar, me ha parecido
oportuno dejarlo estampado aquí, a la cabeza del Manifiesto.
Londres, 28 junio 1883.
F. ENGELS.
Ve la luz una nueva edición alemana del Manifiesto cuando han
ocurrido desde la última diversos sucesos relacionados con este
documento que merecen ser mencionados aquí.
En 1882 se publicó en Ginebra una segunda traducción rusa,
de Vera Sasulich , precedida de un prologo de Marx y mío.
Desgraciadamente, se me ha extraviado el original alemán de este
prólogo y no tengo más remedio que volver a traducirlo del
ruso, con lo que el lector no saldrá ganando nada. El prólogo
dice así:
“La primera edición rusa del Manifiesto del Partido Comunista,
traducido por Bakunin, vio la luz poco después de 1860 en la imprenta
del Kolokol. En los tiempos que corrían, esta publicación
no podía tener para Rusia, a lo sumo, más que un puro valor
literario de curiosidad. Hoy las cosas han cambiado. El último
capítulo del Manifiesto, titulado “Actitud de los comunistas ante
los otros partidos de la oposición”, demuestra mejor que nada lo
limitada que era la zona en que, al ver la luz por vez primera este documento
(enero de 1848), tenía que actuar el movimiento proletario.
En esa zona faltaban, principalmente, dos países: Rusia y los Estados
Unidos. Era la época en que Rusia constituía la última
reserva magna de la reacción europea y en que la emigración
a los Estados Unidos absorbía las energías sobrantes del
proletariado de Europa. Ambos países proveían a Europa
de primeras materias, a la par que le brindaban mercados para sus productos
industriales. Ambos venían a ser, pues, bajo uno u otro aspecto,
pilares del orden social europeo.
Hoy las cosas han cambiado radicalmente. La emigración
europea sirvió precisamente para imprimir ese gigantesco desarrollo
a la agricultura norteamericana, cuya concurrencia está minando
los cimientos de la grande y la pequeña propiedad inmueble de Europa.
Además, ha permitido a los Estados Unidos entregarse a la explotación
de sus copiosas fuentes industriales con tal energía y en proporciones
tales, que dentro de poco echará por tierra el monopolio industrial
de que hoy disfruta la Europa occidental. Estas dos circunstancias
repercuten a su vez revolucionariamente sobre la propia América.
La pequeña y mediana propiedad del granjero que trabaja su propia
tierra sucumbe progresivamente ante la concurrencia de las grandes explotaciones,
a la par que en las regiones industriales empieza a formarse un copioso
proletariado y una fabulosa concentración de capitales.
Pasemos ahora a Rusia. Durante la sacudida revolucionaria de los años
48 y 49, los monarcas europeos, y no sólo los monarcas, sino también
los burgueses, aterrados ante el empuje del proletariado, que empezaba
a, cobrar por aquel entonces conciencia de su fuerza, cifraban en la intervención
rusa todas sus esperanzas. El zar fue proclamado cabeza de la reacción
europea. Hoy, este mismo zar se ve apresado en Gatchina como rehén
de la revolución y Rusia forma la avanzada del movimiento revolucionario
de Europa.
El Manifiesto Comunista se proponía por misión proclamar
la desaparición inminente e inevitable de la propiedad burguesa
en su estado actual. Pero en Rusia nos encontramos con que, coincidiendo
con el orden capitalista en febril desarrollo y la propiedad burguesa del
suelo que empieza a formarse, más de la mitad de la tierra es propiedad
común de los campesinos.
Ahora bien -nos preguntamos-, ¿puede este régimen comunal
del concejo ruso, que es ya, sin duda, una degeneración del régimen
de comunidad primitiva de la tierra, trocarse directamente en una forma
más alta de comunismo del suelo, o tendrá que pasar necesariamente
por el mismo proceso previo de descomposición que nos revela la
historia del occidente de Europa?
La única contestación que, hoy por hoy, cabe dar a esa
pregunta, es la siguiente: Si la revolución rusa es la señal
para la revolución obrera de Occidente y ambas se completan formando
una unidad, podría ocurrir que ese régimen comunal ruso fuese
el punto de partida para la implantación de una nueva forma comunista
de la tierra.
Londres, 21 enero 1882.”
Por aquellos mismos días, se publicó en Ginebra una nueva
traducción polaca con este título: Manifest Kommunistyczny.
Asimismo, ha aparecido una nueva traducción danesa, en la “Socialdemokratisk
Bibliothek, Köjbenhavn 1885”. Es de lamentar que esta traducción
sea incompleta; el traductor se saltó, por lo visto, aquellos pasajes,
importantes muchos de ellos, que le parecieron difíciles; además,
la versión adolece de precipitaciones en una serie de lugares, y
es una lástima, pues se ve que, con un poco más de cuidado,
su autor habría realizado un trabajo excelente.
En 1886 apareció en Le Socialiste de París una nueva
traducción francesa, la mejor de cuantas han visto la luz hasta
ahora .
Sobre ella se hizo en el mismo año una versión española,
publicada primero en El Socialista de Madrid y luego, en tirada aparte,
con este título: Manifiesto del Partido Comunista, por Carlos Marx
y F. Engels (Madrid, Administración de El Socialista, Hernán
Cortés, 8).
Como detalle curioso contaré que en 1887 fue ofrecido a
un editor de Constantinopla el original de una traducción armenia;
pero el buen editor no se atrevió a lanzar un folleto con el nombre
de Marx a la cabeza y propuso al traductor publicarlo como obra original
suya, a lo que éste se negó.
Después de haberse reimpreso repetidas veces varias traducciones
norteamericanas más o menos incorrectas, al fin, en 1888, apareció
en Inglaterra la primera versión auténtica, hecha por mi
amigo Samuel Moore y revisada por él y por mí antes de darla
a las prensas. He aquí el título: Manifesto of the Communist
Party, by Karl Marx and Frederick Engels. Authorised English Translation,
edited and annotated by Frederíck Engels. 1888. London, William
Reeves, 185 Flett St. E. C. Algunas de las notas de esta edición
acompañan a la presente.
El Manifiesto ha tenido sus vicisitudes. Calurosamente acogido
a su aparición por la vanguardia, entonces poco numerosa, del socialismo
científico -como lo demuestran las diversas traducciones mencionadas
en el primer prólogo-, no tardó en pasar a segundo plano,
arrinconado por la reacción que se inicia con la derrota de los
obreros parisienses en junio de 1848 y anatematizado, por último,
con el anatema de la justicia al ser condenados los comunistas por el tribunal
de Colonia en noviembre de 1852. Al abandonar la escena Pública,
el movimiento obrero que la revolución de febrero había iniciado,
queda también envuelto en la penumbra el Manifiesto.
Cuando la clase obrera europea volvió a sentirse lo bastante
fuerte para lanzarse de nuevo al asalto contra las clases gobernantes,
nació la Asociación Obrera Internacional. El fin de
esta organización era fundir todas las masas obreras militantes
de Europa y América en un gran cuerpo de ejército.
Por eso, este movimiento no podía arrancar de los principios sentados
en el Manifiesto. No había más remedio que darle un
programa que no cerrase el paso a las tradeuniones inglesas, a los proudhonianos
franceses, belgas, italianos y españoles ni a los partidarios de
Lassalle en Alemania . Este programa con las normas directivas para los
estatutos de la Internacional, fue redactado por Marx con una maestría
que hasta el propio Bakunin y los anarquistas hubieron de reconocer.
En cuanto al triunfo final de las tesis del Manifiesto, Marx ponía
toda su confianza en el desarrollo intelectual de la clase obrera, fruto
obligado de la acción conjunta y de la discusión. Los
sucesos y vicisitudes de la lucha contra el capital, y más aún
las derrotas que las victorias, no podían menos de revelar al proletariado
militante, en toda su desnudez, la insuficiencia de los remedios milagreros
que venían empleando e infundir a sus cabezas una mayor claridad
de visión para penetrar en las verdaderas condiciones que habían
de presidir la emancipación obrera. Marx no se equivocaba.
Cuando en 1874 se disolvió la Internacional, la clase obrera difería
radicalmente de aquella con que se encontrara al fundarse en 1864.
En los países latinos, el proudhonianismo agonizaba, como en Alemania
lo que había de específico en el partido de Lassalle, y hasta
las mismas tradeuniones inglesas, conservadoras hasta la médula,
cambiaban de espíritu, permitiendo al presidente de su congreso,
celebrado en Swansea en 1887, decir en nombre suyo: “El socialismo continental
ya no nos asusta”. Y en 1887 el socialismo continental se cifraba casi
en los principios proclamados por el Manifiesto. La historia de este documento
refleja, pues, hasta cierto punto, la historia moderna del movimiento obrero
desde 1848. En la actualidad es indudablemente el documento más
extendido e internacional de toda la literatura socialista del mundo, el
programa que une a muchos millones de trabajadores de todos los países,
desde Siberia hasta California.
Y, sin embargo, cuando este Manifiesto vio la luz, no pudimos
bautizarlo de Manifiesto socialista. En 1847, el concepto de “socialista”
abarcaba dos categorías de personas. Unas eran las que abrazaban
diversos sistemas utópicos, y entre ellas se destacaban los owenistas
en Inglaterra, y en Francia los fourieristas, que poco a poco habían
ido quedando reducidos a dos sectas agonizantes. En la otra formaban los
charlatanes sociales de toda laya, los que aspiraban a remediar las injusticias
de la sociedad con sus potingues mágicos y con toda serie de remiendos,
sin tocar en lo más mínimo, claro está, al capital
ni a la ganancia. Gentes unas y otras ajenas al movimiento obrero,
que iban a buscar apoyo para sus teorías a las clases “cultas”.
El sector obrero que, convencido de la insuficiencia y superficialidad
de las meras conmociones políticas, reclamaba una radical transformación
de la sociedad, se apellidaba comunista. Era un comunismo toscamente
delineado, instintivo, vago, pero lo bastante pujante para engendrar dos
sistemas utópicos: el del “ícaro” Cabet en Francia y el de
Weitling en Alemania. En 1847, el “socialismo” designaba un movimiento
burgués, el “comunismo” un movimiento obrero. El socialismo
era, a lo menos en el continente, una doctrina presentable en los salones;
el comunismo, todo lo contrario. Y como en nosotros era ya entonces
firme la convicción de que “la emancipación de los trabajadores
sólo podía ser obra de la propia clase obrera”, no podíamos
dudar en la elección de título. Más tarde no
se nos pasó nunca por las mentes tampoco modificarlo.
“¡Proletarios de todos los países, uníos!” Cuando
hace cuarenta y dos años lanzamos al mundo estas palabras, en vísperas
de la primera revolución de París, en que el proletariado
levantó ya sus propias reivindicaciones, fueron muy pocas las voces
que contestaron. Pero el 28 de septiembre de 1864, los representantes
proletarios de la mayoría de los países del occidente de
Europa se reunían para formar la Asociación Obrera Internacional,
de tan glorioso recuerdo. Y aunque la Internacional sólo tuviese
nueve años de vida, el lazo perenne de unión entre los proletarios
de todos los países sigue viviendo con más fuerza que nunca;
así lo atestigua, con testimonio irrefutable, el día de hoy.
Hoy, primero de Mayo, el proletariado europeo y americano pasa revista
por vez primera a sus contingentes puestos en pie de guerra como un ejército
único, unido bajo una sola bandera y concentrado en un objetivo:
la jornada normal de ocho horas, que ya proclamara la Internacional en
el congreso de Ginebra en 1889, y que es menester elevar a ley. El
espectáculo del día de hoy abrirá los ojos a los capitalistas
y a los grandes terratenientes de todos los países y les hará
ver que la unión de los proletarios del mundo es ya un hecho.
¡Ya Marx no vive, para verlo, a mi lado!
Londres, 1 de mayo de 1890.
F. ENGELS.
La necesidad de reeditar la versión polaca del Manifiesto Comunista,
requiere un comentario.
Ante todo, el Manifiesto ha resultado ser, como se proponía,
un medio para poner de relieve el desarrollo de la gran industria en Europa.
Cuando en un país, cualquiera que él sea, se desarrolla la
gran industria brota al mismo tiempo entre los obreros industriales el
deseo de explicarse sus relaciones como clase, como la clase de los que
viven del trabajo, con la clase de los que viven de la propiedad.
En estas circunstancias, las ideas socialistas se extienden entre los trabajadores
y crece la demanda del Manifiesto Comunista. En este sentido, el
número de ejemplares del Manifiesto que circulan en un idioma dado
nos permite apreciar bastante aproximadamente no sólo las condiciones
del movimiento obrero de clase en ese país, sino también
el grado de desarrollo alcanzado en él por la gran industria.
La necesidad de hacer una nueva edición en lengua polaca acusa,
por tanto, el continuo proceso de expansión de la industria en Polonia.
No puede caber duda acerca de la importancia de este proceso en el transcurso
de los diez años que han mediado desde la aparición de la
edición anterior. Polonia se ha convertido en una región
industrial en gran escala bajo la égida del Estado ruso.
Mientras que en la Rusia propiamente dicha la gran industria sólo
se ha ido manifestando esporádicamente (en las costas del golfo
de Finlandia, en las provincias centrales de Moscú y Vladimiro,
a lo largo de las costas del mar Negro y del mar de Azov), la industria
polaca se ha concentrado dentro de los confines de un área limitada,
experimentando a la par las ventajas y los inconvenientes de su situación.
Estas ventajas no pasan inadvertidas para los fabricantes rusos; por eso
alzan el grito pidiendo aranceles protectores contra las mercancías
polacas, a despecho de su ardiente anhelo de rusificación de Polonia.
Los inconvenientes (que tocan por igual los industriales polacos y el Gobierno
ruso) consisten en la rápida difusión de las ideas socialistas
entre los obreros polacos y en una demanda sin precedente del Manifiesto
Comunista.
El rápido desarrollo de la industria polaca (que deja atrás
con mucho a la de Rusia) es una clara prueba de las energías vitales
inextinguibles del pueblo polaco y una nueva garantía de su futuro
renacimiento. La creación de una Polonia fuerte e independiente
no interesa sólo al pueblo polaco, sino a todos y cada uno de nosotros.
Sólo podrá establecerse una estrecha colaboración
entre los obreros todos de Europa si en cada país el pueblo es dueño
dentro de su propia casa. Las revoluciones de 1848 que, aunque reñidas
bajo la bandera del proletariado, solamente llevaron a los obreros a la
lucha para sacar las castañas del fuego a la burguesía, acabaron
por imponer, tomando por instrumento a Napoleón y a Bismarck (a
los enemigos de la revolución), la independencia de Italia, Alemania
y Hungría. En cambio, a Polonia, que en 1791 hizo por la causa
revolucionaria más que estos tres países juntos, se la dejó
sola cuando en 1863 tuvo que enfrentarse con el poder diez veces más
fuerte de Rusia.
La nobleza polaca ha sido incapaz para mantener, y lo será también
para restaurar, la independencia de Polonia. La burguesía va sintiéndose
cada vez menos interesada en este asunto. La independencia polaca
sólo podrá ser conquistada por el proletariado joven, en
cuyas manos está la realización de esa esperanza. He
ahí por qué los obreros del occidente de Europa no están
menos interesados en la liberación de Polonia que los obreros polacos
mismos.
Londres, 10 de febrero 1892.
F. ENGELS
La publicación del Manifiesto del Partido Comunista coincidió
(si puedo expresarme así), con el momento en que estallaban las
revoluciones de Milán y de Berlín, dos revoluciones que eran
el alzamiento de dos pueblos: uno enclavado en el corazón del continente
europeo y el otro tendido en las costas del mar Mediterráneo.
Hasta ese momento, estos dos pueblos, desgarrados por luchas intestinas
y guerras civiles, habían sido presa fácil de opresores extranjeros.
Y del mismo modo que Italia estaba sujeta al dominio del emperador de Austria,
Alemania vivía, aunque esta sujeción fuese menos patente,
bajo el yugo del zar de todas las Rusias. La revolución del
18 de marzo emancipó a Italia y Alemania al mismo tiempo de este
vergonzoso estado de cosas. Si después, durante el período
que va de 1848 a 1871, estas dos grandes naciones permitieron que la vieja
situación fuese restaurada, haciendo hasta cierto punto de “traidores
de sí mismas”, se debió (como dijo Marx) a que los mismos
que habían inspirado la revolución de 1848 se convirtieron,
a despecho suyo, en sus verdugos.
La revolución fue en todas partes obra de las clases trabajadoras:
fueron los obreros quienes levantaron las barricadas y dieron sus vidas
luchando por la causa. Sin embargo, solamente los obreros de París,
después de derribar el Gobierno, tenían la firme y decidida
intención de derribar con él a todo el régimen burgués.
Pero, aunque abrigaban una conciencia muy clara del antagonismo irreductible
que se alzaba entre su propia clase y la burguesía, el desarrollo
económico del país y el desarrollo intelectual de las masas
obreras francesas no habían alcanzado todavía el nivel necesario
para que pudiese triunfar una revolución socialista. Por eso,
a la postre, los frutos de la revolución cayeron en el regazo de
la clase capitalista. En otros países, como en Italia, Austria
y Alemania, los obreros se limitaron desde el primer momento de la revolución
a ayudar a la burguesía a tomar el Poder. En cada uno de estos
países el gobierno de la burguesía sólo podía
triunfar bajo la condición de la independencia nacional. Así
se explica que las revoluciones del año 1848 condujesen inevitablemente
a la unificación de los pueblos dentro de las fronteras nacionales
y a su emancipación del yugo extranjero, condiciones que, hasta
allí, no habían disfrutado. Estas condiciones son hoy
realidad en Italia, en Alemania y en Hungría. Y a estos países
seguirá Polonia cuando la hora llegue.
Aunque las revoluciones de 1848 no tenían carácter socialista,
prepararon, sin embargo, el terreno para el advenimiento de la revolución
del socialismo. Gracias al poderoso impulso que estas revoluciones imprimieron
a la gran producción en todos los países, la sociedad burguesa
ha ido creando durante los últimos cuarenta y cinco años
un vasto, unido y potente proletariado, engendrando con él (como
dice el Manifiesto Comunista) a sus propios enterradores. La unificación
internacional del proletariado no hubiera sido posible, ni la colaboración
sobria y deliberada de estos países en el logro de fines generales,
si antes no hubiesen conquistado la unidad y la independencia nacionales,
si hubiesen seguido manteniéndose dentro del aislamiento.
Intentemos representarnos, si podemos, el papel que hubieran hecho los
obreros italianos, húngaros, alemanes, polacos y rusos luchando
por su unión internacional bajo las condiciones políticas
que prevalecían hacia el año 1848.
Las batallas reñidas en el 48 no fueron, pues, reñidas
en balde. Ni han sido vividos tampoco en balde los cuarenta y cinco años
que nos separan de la época revolucionaria. Los frutos de
aquellos días empiezan a madurar, y hago votos porque la publicación
de esta traducción italiana del Manifiesto sea heraldo del triunfo
del proletariado italiano, como la publicación del texto primitivo
lo fue de la revolución internacional.
El Manifiesto rinde el debido homenaje a los servicios revolucionarios
prestados en otro tiempo por el capitalismo. Italia fue la primera
nación que se convirtió en país capitalista.
El ocaso de la Edad Media feudal y la aurora de la época capitalista
contemporánea vieron aparecer en escena una figura gigantesca. Dante
fue al mismo tiempo el último poeta de la Edad Media y el primer
poeta de la nueva era. Hoy, como en 1300, se alza en el horizonte
una nueva época. ¿Dará Italia al mundo otro Dante,
capaz de cantar el nacimiento de la nueva era, de la era proletaria?
Londres, 1 de febrero de 1893.
F. ENGELS
Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo. Contra
este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias
de la vieja Europa, el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales
franceses y los polizontes alemanes.
No hay un solo partido de oposición a quien los adversarios gobernantes
no motejen de comunista, ni un solo partido de oposición que no
lance al rostro de las oposiciones más avanzadas, lo mismo que a
los enemigos reaccionarios, la acusación estigmatizante de comunismo.
De este hecho se desprenden dos consecuencias:
La primera es que el comunismo se halla ya reconocido como una potencia
por todas las potencias europeas.
La segunda, que es ya hora de que los comunistas expresen a la luz del
día y ante el mundo entero sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones,
saliendo así al paso de esa leyenda del espectro comunista con un
manifiesto de su partido.
Con este fin se han congregado en Londres los representantes comunistas
de diferentes países y redactado el siguiente Manifiesto, que aparecerá
en lengua inglesa, francesa, alemana, italiana, flamenca y danesa.
Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad , es una
historia de luchas de clases.
Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba,
maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente
siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces,
y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación
revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas
clases beligerantes.
En los tiempos históricos nos encontramos a la sociedad dividida
casi por doquier en una serie de estamentos , dentro de cada uno de los
cuales reina, a su vez, una nueva jerarquía social de grados y posiciones.
En la Roma antigua son los patricios, los équites, los plebeyos,
los esclavos; en la Edad Media, los señores feudales, los vasallos,
los maestros y los oficiales de los gremios, los siervos de la gleba, y
dentro de cada una de esas clases todavía nos encontramos con nuevos
matices y gradaciones.
La moderna sociedad burguesa que se alza sobre las ruinas de la sociedad
feudal no ha abolido los antagonismos de clase. Lo que ha hecho ha
sido crear nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas
modalidades de lucha, que han venido a sustituir a las antiguas.
Sin embargo, nuestra época, la época de la burguesía,
se caracteriza por haber simplificado estos antagonismos de clase.
Hoy, toda la sociedad tiende a separarse, cada vez más abiertamente,
en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases antagónicas:
la burguesía y el proletariado.
De los siervos de la gleba de la Edad Media surgieron los “villanos”
de las primeras ciudades; y estos villanos fueron el germen de donde brotaron
los primeros elementos de la burguesía.
El descubrimiento de América, la circunnavegación de Africa
abrieron nuevos horizontes e imprimieron nuevo impulso a la burguesía.
El mercado de China y de las Indias orientales, la colonización
de América, el intercambio con las colonias, el incremento de los
medios de cambio y de las mercaderías en general, dieron al comercio,
a la navegación, a la industria, un empuje jamás conocido,
atizando con ello el elemento revolucionario que se escondía en
el seno de la sociedad feudal en descomposición.
El régimen feudal o gremial de producción que seguía
imperando no bastaba ya para cubrir las necesidades que abrían los
nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. Los
maestros de los gremios se vieron desplazados por la clase media industrial,
y la división del trabajo entre las diversas corporaciones fue suplantada
por la división del trabajo dentro de cada taller.
Pero los mercados seguían dilatándose, las necesidades
seguían creciendo. Ya no bastaba tampoco la manufactura. El
invento del vapor y la maquinaria vinieron a revolucionar el régimen
industrial de producción. La manufactura cedió el puesto
a la gran industria moderna, y la clase media industrial hubo de dejar
paso a los magnates de la industria, jefes de grandes ejércitos
industriales, a los burgueses modernos.
La gran industria creó el mercado mundial, ya preparado por el
descubrimiento de América. El mercado mundial imprimió
un gigantesco impulso al comercio, a la navegación, a las comunicaciones
por tierra. A su vez, estos, progresos redundaron considerablemente
en provecho de la industria, y en la misma proporción en que se
dilataban la industria, el comercio, la navegación, los ferrocarriles,
se desarrollaba la burguesía, crecían sus capitales, iba
desplazando y esfumando a todas las clases heredadas de la Edad Media.
Vemos, pues, que la moderna burguesía es, como lo fueron en su
tiempo las otras clases, producto de un largo proceso histórico,
fruto de una serie de transformaciones radicales operadas en el régimen
de cambio y de producción.
A cada etapa de avance recorrida por la burguesía corresponde
una nueva etapa de progreso político. Clase oprimida bajo
el mando de los señores feudales, la burguesía forma en la
“comuna” una asociación autónoma y armada para la defensa
de sus intereses; en unos sitios se organiza en repúblicas municipales
independientes; en otros forma el tercer estado tributario de las monarquías;
en la época de la manufactura es el contrapeso de la nobleza dentro
de la monarquía feudal o absoluta y el fundamento de las grandes
monarquías en general, hasta que, por último, implantada
la gran industria y abiertos los cauces del mercado mundial, se conquista
la hegemonía política y crea el moderno Estado representativo.
Hoy, el Poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo
de administración que rige los intereses colectivos de la clase
burguesa.
La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia,
un papel verdaderamente revolucionario.
Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las
instituciones feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró
implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre
con sus superiores naturales y no dejó en pie más vínculo
que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante, que
no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor
de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco
y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro
de agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró
la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas innumerables
libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad:
la libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para decirlo
de una vez, un régimen de explotación, velado por los cendales
de las ilusiones políticas y religiosas, por un régimen franco,
descarado, directo, escueto, de explotación.
La burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo
que antes se tenía por venerable y digno de piadoso acontecimiento.
Convirtió en sus servidores asalariados al médico, al jurista,
al poeta, al sacerdote, al hombre de ciencia.
La burguesía desgarró los velos emotivos y sentimentales
que envolvían la familia y puso al desnudo la realidad económica
de las relaciones familiares .
La burguesía vino a demostrar que aquellos alardes de fuerza
bruta que la reacción tanto admira en la Edad Media tenían
su complemento cumplido en la haraganería más indolente.
Hasta que ella no lo reveló no supimos cuánto podía
dar de sí el trabajo del hombre. La burguesía ha producido
maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos
romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas
mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas.
La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente
los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema
todo de la producción, y con él todo el régimen social.
Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían
todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen
de producción vigente. La época de la burguesía
se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y
agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción
ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una
dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas
del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables,
se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces.
Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es
profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza
de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones
con los demás.
La necesidad de encontrar mercados espolea a la burguesía de
una punta o otra del planeta. Por todas partes anida, en todas partes construye,
por doquier establece relaciones.
La burguesía, al explotar el mercado mundial, da a la producción
y al consumo de todos los países un sello cosmopolita. Entre los
lamentos de los reaccionarios destruye los cimientos nacionales de la industria.
Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras
nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones
civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes las materias
primas del país, sino las traídas de los climas más
lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las
fronteras, sino en todas las partes del mundo. Brotan necesidades
nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del
país, sino que reclaman para su satisfacción los productos
de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba
así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del comercio
es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia,
todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material,
acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales
de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común.
Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando
a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas
en una literatura universal.
La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos
los medios de producción, con las facilidades increíbles
de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones
más salvajes. El bajo precio de sus mercancías es la artillería
pesada con la que derrumba todas las murallas de la China, con la que obliga
a capitular a las tribus bárbaras más ariscas en su odio
contra el extranjero. Obliga a todas las naciones a abrazar el régimen
de producción de la burguesía o perecer; las obliga a implantar
en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas.
Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza.
La burguesía somete el campo al imperio de la ciudad. Crea
ciudades enormes, intensifica la población urbana en una fuerte
proporción respecto a la campesina y arranca a una parte considerable
de la gente del campo al cretinismo de la vida rural. Y del mismo
modo que somete el campo a la ciudad, somete los pueblos bárbaros
y semibárbaros a las naciones civilizadas, los pueblos campesinos
a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.
La burguesía va aglutinando cada vez más los medios de
producción, la propiedad y los habitantes del país.
Aglomera la población, centraliza los medios de producción
y concentra en manos de unos cuantos la propiedad. Este proceso tenía
que conducir, por fuerza lógica, a un régimen de centralización
política. Territorios antes independientes, apenas aliados,
con intereses distintos, distintas leyes, gobiernos autónomos y
líneas aduaneras propias, se asocian y refunden en una nación
única, bajo un Gobierno, una ley, un interés nacional de
clase y una sola línea aduanera.
En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana, la burguesía
ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales
que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el sometimiento
de las fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria, en la
aplicación de la química a la industria y la agricultura,
en la navegación de vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo
eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los
ríos abiertos a la navegación, en los nuevos pueblos que
brotaron de la tierra como por ensalmo... ¿Quién, en los
pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad
fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales
energías y elementos de producción?
Hemos visto que los medios de producción y de transporte sobre
los cuales se desarrolló la burguesía brotaron en el seno
de la sociedad feudal. Cuando estos medios de transporte y de producción
alcanzaron una determinada fase en su desarrollo, resultó que las
condiciones en que la sociedad feudal producía y comerciaba, la
organización feudal de la agricultura y la manufactura, en una palabra,
el régimen feudal de la propiedad, no correspondían ya al
estado progresivo de las fuerzas productivas. Obstruían la
producción en vez de fomentarla. Se habían convertido en
otras tantas trabas para su desenvolvimiento. Era menester hacerlas
saltar, y saltaron.
Vino a ocupar su puesto la libre concurrencia, con la constitución
política y social a ella adecuada, en la que se revelaba ya la hegemonía
económica y política de la clase burguesa.
Pues bien: ante nuestros ojos se desarrolla hoy un espectáculo
semejante. Las condiciones de producción y de cambio de la
burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la
moderna sociedad burguesa, que ha sabido hacer brotar como por encanto
tan fabulosos medios de producción y de transporte, recuerda al
brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que
conjuró. Desde hace varias décadas, la historia de
la industria y del comercio no es más que la historia de las modernas
fuerzas productivas que se rebelan contra el régimen vigente de
producción, contra el régimen de la propiedad, donde residen
las condiciones de vida y de predominio político de la burguesía.
Basta mencionar las crisis comerciales, cuya periódica reiteración
supone un peligro cada vez mayor para la existencia de la sociedad burguesa
toda. Las crisis comerciales, además de destruir una gran parte
de los productos elaborados, aniquilan una parte considerable de las fuerzas
productivas existentes. En esas crisis se desata una epidemia social
que a cualquiera de las épocas anteriores hubiera parecido absurda
e inconcebible: la epidemia de la superproducción. La sociedad se
ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie momentánea;
se diría que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora
la han dejado esquilmado, sin recursos para subsistir; la industria, el
comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por qué?
Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos,
demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas
de que dispone no sirven ya para fomentar el régimen burgués
de la propiedad; son ya demasiado poderosas para servir a este régimen,
que embaraza su desarrollo. Y tan pronto como logran vencer este
obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa, amenazan
dar al traste con el régimen burgués de la propiedad. Las
condiciones sociales burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar
la riqueza por ellas engendrada. ¿Cómo se sobrepone a las
crisis la burguesía? De dos maneras: destruyendo violentamente
una gran masa de fuerzas productivas y conquistándose nuevos mercados,
a la par que procurando explotar más concienzudamente los mercados
antiguos. Es decir, que remedia unas crisis preparando otras más
extensas e imponentes y mutilando los medios de que dispone para precaverlas.
Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo se
vuelven ahora contra ella.
Y la burguesía no sólo forja las armas que han de darle
la muerte, sino que, además, pone en pie a los hombres llamados
a manejarlas: estos hombres son los obreros, los proletarios.
En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía,
es decir, el capital, desarrollase también el proletariado, esa
clase obrera moderna que sólo puede vivir encontrando trabajo y
que sólo encuentra trabajo en la medida en que éste alimenta
a incremento el capital. El obrero, obligado a venderse a trozos,
es una mercancía como otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todos
los cambios y modalidades de la concurrencia, a todas las fluctuaciones
del mercado.
La extensión de la maquinaria y la división del trabajo
quitan a éste, en el régimen proletario actual, todo carácter
autónomo, toda libre iniciativa y todo encanto para el obrero. El
trabajador se convierte en un simple resorte de la máquina, del
que sólo se exige una operación mecánica, monótona,
de fácil aprendizaje. Por eso, los gastos que supone un obrero se
reducen, sobre poco más o menos, al mínimo de lo que necesita
para vivir y para perpetuar su raza. Y ya se sabe que el precio de
una mercancía, y como una de tantas el trabajo , equivale a su coste
de producción. Cuanto más repelente es el trabajo,
tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún:
cuanto más aumentan la maquinaria y la división del trabajo,
tanto más aumenta también éste, bien porque se alargue
la jornada, bien porque se intensifique el rendimiento exigido, se acelere
la marcha de las máquinas, etc.
La industria moderna ha convertido el pequeño taller del maestro
patriarcal en la gran fábrica del magnate capitalista. Las
masas obreras concentradas en la fábrica son sometidas a una organización
y disciplina militares. Los obreros, soldados rasos de la industria,
trabajan bajo el mando de toda una jerarquía de sargentos, oficiales
y jefes. No son sólo siervos de la burguesía y del
Estado burgués, sino que están todos los días y a
todas horas bajo el yugo esclavizador de la máquina, del contramaestre,
y sobre todo, del industrial burgués dueño de la fábrica.
Y este despotismo es tanto más mezquino, más execrable, más
indignante, cuanta mayor es la franqueza con que proclama que no tiene
otro fin que el lucro.
Cuanto menores son la habilidad y la fuerza que reclama el trabajo manual,
es decir, cuanto mayor es el desarrollo adquirido por la moderna industria,
también es mayor la proporción en que el trabajo de la mujer
y el niño desplaza al del hombre. Socialmente, ya no rigen
para la clase obrera esas diferencias de edad y de sexo. Son todos,
hombres, mujeres y niños, meros instrumentos de trabajo, entre los
cuales no hay más diferencia que la del coste.
Y cuando ya la explotación del obrero por el fabricante ha dado
su fruto y aquél recibe el salario, caen sobre él los otros
representantes de la burguesía: el casero, el tendero, el prestamista,
etc.
Toda una serie de elementos modestos que venían perteneciendo
a la clase media, pequeños industriales, comerciantes y rentistas,
artesanos y labriegos, son absorbidos por el proletariado; unos, porque
su pequeño caudal no basta para alimentar las exigencias de la gran
industria y sucumben arrollados por la competencia de los capitales más
fuertes, y otros porque sus aptitudes quedan sepultadas bajo los nuevos
progresos de la producción. Todas las clases sociales contribuyen,
pues, a nutrir las filas del proletariado.
El proletariado recorre diversas etapas antes de fortificarse y consolidarse.
Pero su lucha contra la burguesía data del instante mismo de su
existencia.
Al principio son obreros aislados; luego, los de una fábrica;
luego, los de todas una rama de trabajo, los que se enfrentan, en una localidad,
con el burgués que personalmente los explota. Sus ataques
no van sólo contra el régimen burgués de producción,
van también contra los propios instrumentos de la producción;
los obreros, sublevados, destruyen las mercancías ajenas que les
hacen la competencia, destrozan las máquinas, pegan fuego a las
fábricas, pugnan por volver a la situación, ya enterrada,
del obrero medieval.
En esta primera etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo
el país y desunida por la concurrencia. Las concentraciones de masas
de obreros no son todavía fruto de su propia unión, sino
fruto de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus
fines políticos propios tiene que poner en movimiento -cosa que
todavía logra- a todo el proletariado. En esta etapa, los proletarios
no combaten contra sus enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos,
contra los vestigios de la monarquía absoluta, los grandes señores
de la tierra, los burgueses no industriales, los pequeños burgueses.
La marcha de la historia está toda concentrada en manos de la burguesía,
y cada triunfo así alcanzado es un triunfo de la clase burguesa.
Sin embargo, el desarrollo de la industria no sólo nutre las
filas del proletariado, sino que las aprieta y concentra; sus fuerzas crecen,
y crece también la conciencia de ellas. Y al paso que la maquinaria
va borrando las diferencias y categorías en el trabajo y reduciendo
los salarios casi en todas partes a un nivel bajísimo y uniforme,
van nivelándose también los intereses y las condiciones de
vida dentro del proletariado. La competencia, cada vez más
aguda, desatada entre la burguesía, y las crisis comerciales que
desencadena, hacen cada vez más inseguro el salario del obrero;
los progresos incesantes y cada día más veloces del maquinismo
aumentan gradualmente la inseguridad de su existencia; las colisiones entre
obreros y burgueses aislados van tomando el carácter, cada vez más
señalado, de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan
a coaligarse contra los burgueses, se asocian y unen para la defensa de
sus salarios. Crean organizaciones permanentes para pertrecharse en previsión
de posibles batallas. De vez en cuando estallan revueltas y sublevaciones.
Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero transitorio
siempre. El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado
inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera.
Coadyuvan a ello los medios cada vez más fáciles de comunicación,
creados por la gran industria y que sirven para poner en contacto a los
obreros de las diversas regiones y localidades. Gracias a este contacto,
las múltiples acciones locales, que en todas partes presentan idéntico
carácter, se convierten en un movimiento nacional, en una lucha
de clases. Y toda lucha de clases es una acción política.
Las ciudades de la Edad Media, con sus caminos vecinales, necesitaron siglos
enteros para unirse con las demás; el proletariado moderno, gracias
a los ferrocarriles, ha creado su unión en unos cuantos años.
Esta organización de los proletarios como clase, que tanto vale
decir como partido político, se ve minada a cada momento por la
concurrencia desatada entre los propios obreros. Pero avanza y triunfa
siempre, a pesar de todo, cada vez más fuerte, más firme,
más pujante. Y aprovechándose de las discordias que
surgen en el seno de la burguesía, impone la sanción legal
de sus intereses propios. Así nace en Inglaterra la ley de
la jornada de diez horas.
Las colisiones producidas entre las fuerzas de la antigua sociedad imprimen
nuevos impulsos al proletariado. La burguesía lucha incesantemente:
primero, contra la aristocracia; luego, contra aquellos sectores de la
propia burguesía cuyos intereses chocan con los progresos de la
industria, y siempre contra la burguesía de los demás países.
Para librar estos combates no tiene más remedio que apelar al proletariado,
reclamar su auxilio, arrastrándolo así a la palestra política.
Y de este modo, le suministra elementos de fuerza, es decir, armas contra
sí misma.
Además, como hemos visto, los progresos de la industria traen
a las filas proletarias a toda una serie de elementos de la clase gobernante,
o a lo menos los colocan en las mismas condiciones de vida. Y estos elementos
suministran al proletariado nuevas fuerzas.
Finalmente, en aquellos períodos en que la lucha de clases está
a punto de decidirse, es tan violento y tan claro el proceso de desintegración
de la clase gobernante latente en el seno de la sociedad antigua, que una
pequeña parte de esa clase se desprende de ella y abraza la causa
revolucionaria, pasándose a la clase que tiene en sus manos el porvenir.
Y así como antes una parte de la nobleza se pasaba a la burguesía,
ahora una parte de la burguesía se pasa al campo del proletariado;
en este tránsito rompen la marcha los intelectuales burgueses, que,
analizando teóricamente el curso de la historia, han logrado ver
claro en sus derroteros.
De todas las clases que hoy se enfrentan con la burguesía no
hay más que una verdaderamente revolucionaria: el proletariado.
Las demás perecen y desaparecen con la gran industria; el proletariado,
en cambio, es su producto genuino y peculiar.
Los elementos de las clases medias, el pequeño industrial, el
pequeño comerciante, el artesano, el labriego, todos luchan contra
la burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales clases.
No son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más todavía,
reaccionarios, pues pretenden volver atrás la rueda de la historia.
Todo lo que tienen de revolucionario es lo que mira a su tránsito
inminente al proletariado; con esa actitud no defienden sus intereses actuales,
sino los futuros; se despojan de su posición propia para abrazar
la del proletariado.
El proletariado andrajoso , esa putrefacción pasiva de las capas
más bajas de la vieja sociedad, se verá arrastrado en parte
al movimiento por una revolución proletaria, si bien las condiciones
todas de su vida lo hacen más propicio a dejarse comprar como instrumento
de manejos reaccionarios.
Las condiciones de vida de la vieja sociedad aparecen ya destruidas
en las condiciones de vida del proletariado. El proletario carece
de bienes. Sus relaciones con la mujer y con los hijos no tienen
ya nada de común con las relaciones familiares burguesas; la producción
industrial moderna, el moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra
que en Francia, en Alemania que en Norteamérica, borra en él
todo carácter nacional. Las leyes, la moral, la religión,
son para él otros tantos prejuicios burgueses tras los que anidan
otros tantos intereses de la burguesía. Todas las clases que
le precedieron y conquistaron el Poder procuraron consolidar las posiciones
adquiridas sometiendo a la sociedad entera a su régimen de adquisición.
Los proletarios sólo pueden conquistar para sí las fuerzas
sociales de la producción aboliendo el régimen adquisitivo
a que se hallan sujetos, y con él todo el régimen de apropiación
de la sociedad. Los proletarios no tienen nada propio que asegurar,
sino destruir todos los aseguramientos y seguridades privadas de los demás.
Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido movimientos
desatados por una minoría o en interés de una minoría.
El movimiento proletario es el movimiento autónomo de una inmensa
mayoría en interés de una mayoría inmensa. El
proletariado, la capa más baja y oprimida de la sociedad actual,
no puede levantarse, incorporarse, sin hacer saltar, hecho añicos
desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que forma la sociedad
oficial.
Por su forma, aunque no por su contenido, la campaña del proletariado
contra la burguesía empieza siendo nacional. Es lógico
que el proletariado de cada país ajuste ante todo las cuentas con
su propia burguesía.
Al esbozar, en líneas muy generales, las diferentes fases de
desarrollo del proletariado, hemos seguido las incidencias de la guerra
civil más o menos embozada que se plantea en el seno de la sociedad
vigente hasta el momento en que esta guerra civil desencadena una revolución
abierta y franca, y el proletariado, derrocando por la violencia a la burguesía,
echa las bases de su poder.
Hasta hoy, toda sociedad descansó, como hemos visto, en el antagonismo
entre las clases oprimidas y las opresoras. Mas para poder oprimir
a una clase es menester asegurarle, por lo menos, las condiciones indispensables
de vida, pues de otro modo se extinguiría, y con ella su esclavizamiento.
El siervo de la gleba se vio exaltado a miembro del municipio sin salir
de la servidumbre, como el villano convertido en burgués bajo el
yugo del absolutismo feudal. La situación del obrero moderno
es muy distinta, pues lejos de mejorar conforme progresa la industria,
decae y empeora por debajo del nivel de su propia clase. El obrero se depaupera,
y el pauperismo se desarrolla en proporciones mucho mayores que la población
y la riqueza. He ahí una prueba palmaria de la incapacidad
de la burguesía para seguir gobernando la sociedad e imponiendo
a ésta por norma las condiciones de su vida como clase. Es
incapaz de gobernar, porque es incapaz de garantizar a sus esclavos la
existencia ni aun dentro de su esclavitud, porque se ve forzada a dejarlos
llegar hasta una situación de desamparo en que no tiene más
remedio que mantenerles, cuando son ellos quienes debieran mantenerla a
ella. La sociedad no puede seguir viviendo bajo el imperio de esa
clase; la vida de la burguesía se ha hecho incompatible con la sociedad.
La existencia y el predominio de la clase burguesa tienen por condición
esencial la concentración de la riqueza en manos de unos cuantos
individuos, la formación e incremento constante del capital; y éste,
a su vez, no puede existir sin el trabajo asalariado. El trabajo
asalariado Presupone, inevitablemente, la concurrencia de los obreros entre
sí. Los progresos de la industria, que tienen por cauce automático
y espontáneo a la burguesía, imponen, en vez del aislamiento
de los obreros por la concurrencia, su unión revolucionaria por
la organización. Y así, al desarrollarse la gran industria,
la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las bases sobre que produce
y se apropia lo producido. Y a la par que avanza, se cava su fosa y cría
a sus propios enterradores. Su muerte y el triunfo del proletariado
sin igualmente inevitables.
¿Qué relación guardan los comunistas con los proletarios
en general?
Los comunistas no forman un partido aparte de los demás partidos
obreros.
No tienen intereses propios que se distingan de los intereses generales
del proletariado. No profesan principios especiales con los que aspiren
a modelar el movimiento proletario.
Los comunistas no se distinguen de los demás partidos proletarios
más que en esto: en que destacan y reivindican siempre, en todas
y cada una de las acciones nacionales proletarias, los intereses comunes
y peculiares de todo el proletariado, independientes de su nacionalidad,
y en que, cualquiera que sea la etapa histórica en que se mueva
la lucha entre el proletariado y la burguesía, mantienen siempre
el interés del movimiento enfocado en su conjunto.
Los comunistas son, pues, prácticamente, la parte más
decidida, el acicate siempre en tensión de todos los partidos obreros
del mundo; teóricamente, llevan de ventaja a las grandes masas del
proletariado su clara visión de las condiciones, los derroteros
y los resultados generales a que ha de abocar el movimiento proletario.
El objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al que persiguen
los demás partidos proletarios en general: formar la conciencia
de clase del proletariado, derrocar el régimen de la burguesía,
llevar al proletariado a la conquista del Poder.
Las proposiciones teóricas de los comunistas no descansan ni
mucho menos en las ideas, en los principios forjados o descubiertos por
ningún redentor de la humanidad. Son todas expresión
generalizada de las condiciones materiales de una lucha de clases real
y vívida, de un movimiento histórico que se está desarrollando
a la vista de todos. La abolición del régimen vigente de
la propiedad no es tampoco ninguna característica peculiar del comunismo.
Las condiciones que forman el régimen de la propiedad han estado
sujetas siempre a cambios históricos, a alteraciones históricas
constantes.
Así, por ejemplo, la Revolución francesa abolió
la propiedad feudal para instaurar sobre sus ruinas la propiedad burguesa.
Lo que caracteriza al comunismo no es la abolición de la propiedad
en general, sino la abolición del régimen de propiedad de
la burguesía, de esta moderna institución de la propiedad
privada burguesa, expresión última y la más acabada
de ese régimen de producción y apropiación de lo producido
que reposa sobre el antagonismo de dos clases, sobre la explotación
de unos hombres por otros.
Así entendida, sí pueden los comunistas resumir su teoría
en esa fórmula: abolición de la propiedad privada.
Se nos reprocha que queremos destruir la propiedad personal bien adquirida,
fruto del trabajo y del esfuerzo humano, esa propiedad que es para el hombre
la base de toda libertad, el acicate de todas las actividades y la garantía
de toda independencia.
¡La propiedad bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo
humano! ¿Os referís acaso a la propiedad del humilde artesano,
del pequeño labriego, precedente histórico de la propiedad
burguesa? No, ésa no necesitamos destruirla; el desarrollo
de la industria lo ha hecho ya y lo está haciendo a todas horas.
¿O queréis referimos a la moderna propiedad privada de
la burguesía?
Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo de proletario,
le rinde propiedad? No, ni mucho menos. Lo que rinde es capital,
esa forma de propiedad que se nutre de la explotación del trabajo
asalariado, que sólo puede crecer y multiplicarse a condición
de engendrar nuevo trabajo asalariado para hacerlo también objeto
de su explotación. La propiedad, en la forma que hoy presenta,
no admite salida a este antagonismo del capital y el trabajo asalariado.
Detengámonos un momento a contemplar los dos términos de
la antítesis.
Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal, sino social,
en el proceso de la producción. El capital es un producto
colectivo y no puede ponerse en marcha más que por la cooperación
de muchos individuos, y aún cabría decir que, en rigor, esta
cooperación abarca la actividad común de todos los individuos
de la sociedad. El capital no es, pues, un patrimonio personal, sino
una potencia social.
Los que, por tanto, aspiramos a convertir el capital en propiedad colectiva,
común a todos los miembros de la sociedad, no aspiramos a convertir
en colectiva una riqueza personal. A lo único que aspiramos es a
transformar el carácter colectivo de la propiedad, a despojarla
de su carácter de clase.
Hablemos ahora del trabajo asalariado.
El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del salario,
es decir, la suma de víveres necesaria para sostener al obrero como
tal obrero. Todo lo que el obrero asalariado adquiere con su trabajo
es, pues, lo que estrictamente necesita para seguir viviendo y trabajando.
Nosotros no aspiramos en modo alguno a destruir este régimen de
apropiación personal de los productos de un trabajo encaminado a
crear medios de vida: régimen de apropiación que no deja,
como vemos, el menor margen de rendimiento líquido y, con él,
la posibilidad de ejercer influencia sobre los demás hombres.
A lo que aspiramos es a destruir el carácter oprobioso de este régimen
de apropiación en que el obrero sólo vive para multiplicar
el capital, en que vive tan sólo en la medida en que el interés
de la clase dominante aconseja que viva.
En la sociedad burguesa, el trabajo vivo del hombre no es más
que un medio de incrementar el trabajo acumulado. En la sociedad
comunista, el trabajo acumulado será, por el contrario, un simple
medio para dilatar, fomentar y enriquecer la vida del obrero.
En la sociedad burguesa es, pues, el pasado el que impera sobre el presente;
en la comunista, imperará el presente sobre el pasado. En
la sociedad burguesa se reserva al capital toda personalidad e iniciativa;
el individuo trabajador carece de iniciativa y personalidad.
¡Y a la abolición de estas condiciones, llama la burguesía
abolición de la personalidad y la libertad! Y, sin embargo,
tiene razón. Aspiramos, en efecto, a ver abolidas la personalidad,
la independencia y la libertad burguesa.
Por libertad se entiende, dentro del régimen burgués de
la producción, el librecambio, la libertad de comprar y vender.
Desaparecido el tráfico, desaparecerá también,
forzosamente el libre tráfico. La apología del libre tráfico,
como en general todos los ditirambos a la libertad que entona nuestra burguesía,
sólo tienen sentido y razón de ser en cuanto significan la
emancipación de las trabas y la servidumbre de la Edad Media, pero
palidecen ante la abolición comunista del tráfico, de las
condiciones burguesas de producción y de la propia burguesía.
Os aterráis de que queramos abolir la propiedad privada, ¡cómo
si ya en el seno de vuestra sociedad actual, la propiedad privada no estuviese
abolida para nueve décimas partes de la población, como si
no existiese precisamente a costa de no existir para esas nueve décimas
partes! ¿Qué es, pues, lo que en rigor nos reprocháis?
Querer destruir un régimen de propiedad que tiene por necesaria
condición el despojo de la inmensa mayoría de la sociedad.
Nos reprocháis, para decirlo de una vez, querer abolir vuestra
propiedad. Pues sí, a eso es a lo que aspiramos.
Para vosotros, desde el momento en que el trabajo no pueda convertirse
ya en capital, en dinero, en renta, en un poder social monopolizable; desde
el momento en que la propiedad personal no pueda ya trocarse en propiedad
burguesa, la persona no existe.
Con eso confesáis que para vosotros no hay más persona
que el burgués, el capitalista. Pues bien, la personalidad así
concebida es la que nosotros aspiramos a destruir.
El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos sociales;
lo único que no admite es el poder de usurpar por medio de esta
apropiación el trabajo ajeno.
Se arguye que, abolida la propiedad privada, cesará toda actividad
y reinará la indolencia universal.
Si esto fuese verdad, ya hace mucho tiempo que se habría estrellado
contra el escollo de la holganza una sociedad como la burguesa, en que
los que trabajan no adquieren y los que adquieren, no trabajan. Vuestra
objeción viene a reducirse, en fin de cuentas, a una verdad que
no necesita de demostración, y es que, al desaparecer el capital,
desaparecerá también el trabajo asalariado.
Las objeciones formuladas contra el régimen comunista de apropiación
y producción material, se hacen extensivas a la producción
y apropiación de los productos espirituales. Y así
como el destruir la propiedad de clases equivale, para el burgués,
a destruir la producción, el destruir la cultura de clase es para
él sinónimo de destruir la cultura en general.
Esa cultura cuya pérdida tanto deplora, es la que convierte en
una máquina a la inmensa mayoría de la sociedad.
Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la propiedad
burguesa partiendo de vuestras ideas burguesas de libertad, cultura, derecho,
etc., no os dais cuenta de que esas mismas ideas son otros tantos productos
del régimen burgués de propiedad y de producción,
del mismo modo que vuestro derecho no es más que la voluntad de
vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación
en las condiciones materiales de vida de vuestra clase.
Compartís con todas las clases dominantes que han existido y
perecieron la idea interesada de que vuestro régimen de producción
y de propiedad, obra de condiciones históricas que desaparecen en
el transcurso de la producción, descansa sobre leyes naturales eternas
y sobre los dictados de la razón. Os explicáis que
haya perecido la propiedad antigua, os explicáis que pereciera la
propiedad feudal; lo que no os podéis explicar es que perezca la
propiedad burguesa, vuestra propiedad.
¡Abolición de la familia! Al hablar de estas intenciones
satánicas de los comunistas, hasta los más radicales gritan
escándalo.
Pero veamos: ¿en qué se funda la familia actual, la familia
burguesa? En el capital, en el lucro privado. Sólo la
burguesía tiene una familia, en el pleno sentido de la palabra;
y esta familia encuentra su complemento en la carencia forzosa de relaciones
familiares de los proletarios y en la pública prostitución.
Es natural que ese tipo de familia burguesa desaparezca al desaparecer
su complemento, y que una y otra dejen de existir al dejar de existir el
capital, que le sirve de base.
¿Nos reprocháis acaso que aspiremos a abolir la explotación
de los hijos por sus padres? Sí, es cierto, a eso aspiramos.
Pero es, decís, que pretendemos destruir la intimidad de la familia,
suplantando la educación doméstica por la social.
¿Acaso vuestra propia educación no está también
influida por la sociedad, por las condiciones sociales en que se desarrolla,
por la intromisión más o menos directa en ella de la sociedad
a través de la escuela, etc.? No son precisamente los comunistas
los que inventan esa intromisión de la sociedad en la educación;
lo que ellos hacen es modificar el carácter que hoy tiene y sustraer
la educación a la influencia de la clase dominante.
Esos tópicos burgueses de la familia y la educación, de
la intimidad de las relaciones entre padres e hijos, son tanto más
grotescos y descarados cuanto más la gran industria va desgarrando
los lazos familiares de los proletarios y convirtiendo a los hijos en simples
mercancías y meros instrumentos de trabajo.
¡Pero es que vosotros, los comunistas, nos grita a coro la burguesía
entera, pretendéis colectivizar a las mujeres!
El burgués, que no ve en su mujer más que un simple instrumento
de producción, al oírnos proclamar la necesidad de que los
instrumentos de producción sean explotados colectivamente, no puede
por menos de pensar que el régimen colectivo se hará extensivo
igualmente a la mujer.
No advierte que de lo que se trata es precisamente de acabar con la
situación de la mujer como mero instrumento de producción.
Nada más ridículo, por otra parte, que esos alardes de
indignación, henchida de alta moral de nuestros burgueses, al hablar
de la tan cacareada colectivización de las mujeres por el comunismo.
No; los comunistas no tienen que molestarse en implantar lo que ha existido
siempre o casi siempre en la sociedad.
Nuestros burgueses, no bastándoles, por lo visto, con tener a
su disposición a las mujeres y a los hijos de sus proletarios -¡y
no hablemos de la prostitución oficial!-, sienten una grandísima
fruición en seducirse unos a otros sus mujeres.
En realidad, el matrimonio burgués es ya la comunidad de las
esposas. A lo sumo, podría reprocharse a los comunistas el
pretender sustituir este hipócrita y recatado régimen colectivo
de hoy por una colectivización oficial, franca y abierta, de la
mujer. Por lo demás, fácil es comprender que, al abolirse
el régimen actual de producción, desaparecerá con
él el sistema de comunidad de la mujer que engendra, y que se refugia
en la prostitución, en la oficial y en la encubierta.
A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir
la patria, la nacionalidad.
Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo
que no tienen. No obstante, siendo la mira inmediata del proletariado
la conquista del Poder político, su exaltación a clase nacional,
a nación, es evidente que también en él reside un
sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el
de la burguesía.
Ya el propio desarrollo de la burguesía, el librecambio, el mercado
mundial, la uniformidad reinante en la producción industrial, con
las condiciones de vida que engendra, se encargan de borrar más
y más las diferencias y antagonismos nacionales.
El triunfo del proletariado acabará de hacerlos desaparecer.
La acción conjunta de los proletarios, a lo menos en las naciones
civilizadas, es una de las condiciones primordiales de su emancipación.
En la medida y a la par que vaya desapareciendo la explotación de
unos individuos por otros, desaparecerá también la explotación
de unas naciones por otras.
Con el antagonismo de las clases en el seno de cada nación, se
borrará la hostilidad de las naciones entre sí.
No queremos entrar a analizar las acusaciones que se hacen contra el
comunismo desde el punto de vista religioso-filosófico e ideológico
en general.
No hace falta ser un lince para ver que, al cambiar las condiciones
de vida, las relaciones sociales, la existencia social del hombre, cambian
también sus ideas, sus opiniones y sus conceptos, su conciencia,
en una palabra.
La historia de las ideas es una prueba palmaria de cómo cambia
y se transforma la producción espiritual con la material.
Las ideas imperantes en una época han sido siempre las ideas propias
de la clase imperante .
Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con ello, no
se hace más que dar expresión a un hecho, y es que en el
seno de la sociedad antigua han germinado ya los elementos para la nueva,
y a la par que se esfuman o derrumban las antiguas condiciones de vida,
se derrumban y esfuman las ideas antiguas.
Cuando el mundo antiguo estaba a punto de desaparecer, las religiones
antiguas fueron vencidas y suplantadas por el cristianismo. En el
siglo XVIII, cuando las ideas cristianas sucumbían ante el racionalismo,
la sociedad feudal pugnaba desesperadamente, haciendo un último
esfuerzo, con la burguesía, entonces revolucionaria. Las ideas
de libertad de conciencia y de libertad religiosa no hicieron más
que proclamar el triunfo de la libre concurrencia en el mundo ideológico.
Se nos dirá que las ideas religiosas, morales, filosóficas,
políticas, jurídicas, etc., aunque sufran alteraciones a
lo largo de la historia, llevan siempre un fondo de perennidad, y que por
debajo de esos cambios siempre ha habido una religión, una moral,
una filosofía, una política, un derecho.
Además, se seguirá arguyendo, existen verdades eternas,
como la libertad, la justicia, etc., comunes a todas las sociedades y a
todas las etapas de progreso de la sociedad. Pues bien, el comunismo -continúa
el argumento- viene a destruir estas verdades eternas, la moral, la religión,
y no a sustituirlas por otras nuevas; viene a interrumpir violentamente
todo el desarrollo histórico anterior.
Veamos a qué queda reducida esta acusación.
Hasta hoy, toda la historia de la sociedad ha sido una constante sucesión
de antagonismos de clases, que revisten diversas modalidades, según
las épocas.
Mas, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la explotación
de una parte de la sociedad por la otra es un hecho común a todas
las épocas del pasado. Nada tiene, pues, de extraño
que la conciencia social de todas las épocas se atenga, a despecho
de toda la variedad y de todas las divergencias, a ciertas formas comunes,
formas de conciencia hasta que el antagonismo de clases que las informa
no desaparezca radicalmente.
La revolución comunista viene a romper de la manera más
radical con el régimen tradicional de la propiedad; nada tiene,
pues, de extraño que se vea obligada a romper, en su desarrollo,
de la manera también más radical, con las ideas tradicionales.
Pero no queremos detenernos por más tiempo en los reproches de
la burguesía contra el comunismo.
Ya dejamos dicho que el primer paso de la revolución obrera será
la exaltación del proletariado al Poder, la conquista de la democracia
.
El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando paulatinamente
a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de
la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir,
del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar
por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías
productivas.
Claro está que, al principio, esto sólo podrá llevarse
a cabo mediante una acción despótica sobre la propiedad y
el régimen burgués de producción, por medio de medidas
que, aunque de momento parezcan económicamente insuficientes e insostenibles,
en el transcurso del movimiento serán un gran resorte propulsor
y de las que no puede prescindiese como medio para transformar todo el
régimen de producción vigente.
Estas medidas no podrán ser las mismas, naturalmente, en todos
los países.
Para los más progresivos mencionaremos unas cuantas, susceptibles,
sin duda, de ser aplicadas con carácter más o menos general,
según los casos .
1.a Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación
de la renta del suelo a los gastos públicos.
2.a Fuerte impuesto progresivo.
3.a Abolición del derecho de herencia.
4.a Confiscación de la fortuna de los emigrados y rebeldes.
5.a Centralización del crédito en el Estado por medio
de un Banco nacional con capital del Estado y régimen de monopolio.
6.a Nacionalización de los transportes.
7.a Multiplicación de las fábricas nacionales y de los
medios de producción, roturación y mejora de terrenos con
arreglo a un plan colectivo.
8.a Proclamación del deber general de trabajar; creación
de ejércitos industriales, principalmente en el campo.
9.a Articulación de las explotaciones agrícolas e industriales;
tendencia a ir borrando gradualmente las diferencias entre el campo y la
ciudad.
10.a Educación pública y gratuita de todos los niños.
Prohibición del trabajo infantil en las fábricas bajo su
forma actual. Régimen combinado de la educación con
la producción material, etc.
Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan desaparecido las
diferencias de clase y toda la producción esté concentrada
en manos de la sociedad, el Estado perderá todo carácter
político. El Poder político no es, en rigor, más que
el poder organizado de una clase para la opresión de la otra. El
proletariado se ve forzado a organizarse como clase para luchar contra
la burguesía; la revolución le lleva al Poder; mas tan pronto
como desde él, como clase gobernante, derribe por la fuerza el régimen
vigente de producción, con éste hará desaparecer las
condiciones que determinan el antagonismo de clases, las clases mismas,
y, por tanto, su propia soberanía como tal clase.
Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de
clase, sustituirá una asociación en que el libre desarrollo
de cada uno condicione el libre desarrollo de todos.
1. El socialismo reaccionario
a) El socialismo feudal
La aristocracia francesa e inglesa, que no se resignaba a abandonar
su puesto histórico, se dedicó, cuando ya no pudo hacer otra
cosa, a escribir libelos contra la moderna sociedad burguesa. En
la revolución francesa de julio de 1830, en el movimiento reformista
inglés, volvió a sucumbir, arrollada por el odiado intruso.
Y no pudiendo dar ya ninguna batalla política seria, no le quedaba
más arma que la pluma. Mas también en la palestra literaria
habían cambiado los tiempos; ya no era posible seguir empleando
el lenguaje de la época de la Restauración. Para ganarse
simpatías, la aristocracia hubo de olvidar aparentemente sus intereses
y acusar a la burguesía, sin tener presente más interés
que el de la clase obrera explotada. De este modo, se daba el gusto
de provocar a su adversario y vencedor con amenazas y de musitarle al oído
profecías más o menos catastróficas.
Nació así, el socialismo feudal, una mezcla de lamento,
eco del pasado y rumor sordo del porvenir; un socialismo que de vez en
cuando asestaba a la burguesía un golpe en medio del corazón
con sus juicios sardónicos y acerados, pero que casi siempre movía
a risa por su total incapacidad para comprender la marcha de la historia
moderna.
Con el fin de atraer hacia sí al pueblo, tremolaba el saco del
mendigo proletario por bandera. Pero cuantas veces lo seguía,
el pueblo veía brillar en las espaldas de los caudillos las viejas
armas feudales y se dispersaba con una risotada nada contenida y bastante
irrespetuosa.
Una parte de los legitimistas franceses y la joven Inglaterra, fueron
los más perfectos organizadores de este espectáculo.
Esos señores feudales, que tanto insisten en demostrar que sus
modos de explotación no se parecían en nada a los de la burguesía,
se olvidan de una cosa, y es de que las circunstancias y condiciones en
que ellos llevaban a cabo su explotación han desaparecido. Y, al
enorgullecerse de que bajo su régimen no existía el moderno
proletariado, no advierten que esta burguesía moderna que tanto
abominan, es un producto históricamente necesario de su orden social.
Por lo demás, no se molestan gran cosa en encubrir el sello reaccionario
de sus doctrinas, y así se explica que su más rabiosa acusación
contra la burguesía sea precisamente el crear y fomentar bajo su
régimen una clase que está llamada a derruir todo el orden
social heredado.
Lo que más reprochan a la burguesía no es el engendrar
un proletariado, sino el engendrar un proletariado revolucionario.
Por eso, en la práctica están siempre dispuestos a tomar
parte en todas las violencias y represiones contra la clase obrera, y en
la prosaica realidad se resignan, pese a todas las retóricas ampulosas,
a recolectar también los huevos de oro y a trocar la nobleza, el
amor y el honor caballerescos por el vil tráfico en lana, remolacha
y aguardiente.
Como los curas van siempre del brazo de los señores feudales,
no es extraño que con este socialismo feudal venga a confluir el
socialismo clerical.
Nada más fácil que dar al ascetismo cristiano un barniz
socialista. ¿No combatió también el cristianismo contra
la propiedad privada, contra el matrimonio, contra el Estado? ¿No
predicó frente a las instituciones la caridad y la limosna, el celibato
y el castigo de la carne, la vida monástica y la Iglesia?
El socialismo cristiano es el hisopazo con que el clérigo bendice
el despecho del aristócrata.
b) El socialismo pequeñoburgués
La aristocracia feudal no es la única clase derrocada por la
burguesía, la única clase cuyas condiciones de vida ha venido
a oprimir y matar la sociedad burguesa moderna. Los villanos medievales
y los pequeños labriegos fueron los precursores de la moderna burguesía.
Y en los países en que la industria y el comercio no han alcanzado
un nivel suficiente de desarrollo, esta clase sigue vegetando al lado de
la burguesía ascensional.
En aquellos otros países en que la civilización moderna
alcanza un cierto grado de progreso, ha venido a formarse una nueva clase
pequeñoburguesa que flota entre la burguesía y el proletariado
y que, si bien gira constantemente en torno a la sociedad burguesa como
satélite suyo, no hace más que brindar nuevos elementos al
proletariado, precipitados a éste por la concurrencia; al desarrollarse
la gran industria llega un momento en que esta parte de la sociedad moderna
pierde su substantividad y se ve suplantada en el comercio, en la manufactura,
en la agricultura por los capataces y los domésticos.
En países como Francia, en que la clase labradora representa
mucho más de la mitad de la población, era natural que ciertos
escritores, al abrazar la causa del proletariado contra la burguesía,
tomasen por norma, para criticar el régimen burgués, los
intereses de los pequeños burgueses y los campesinos, simpatizando
por la causa obrera con el ideario de la pequeña burguesía.
Así nació el socialismo pequeñoburgués. Su
representante más caracterizado, lo mismo en Francia que en Inglaterra,
es Sismondi.
Este socialismo ha analizado con una gran agudeza las contradicciones
del moderno régimen de producción. Ha desenmascarado las
argucias hipócritas con que pretenden justificarlas los economistas.
Ha puesto de relieve de modo irrefutable, los efectos aniquiladores del
maquinismo y la división del trabajo, la concentración de
los capitales y la propiedad inmueble, la superproducción, las crisis,
la inevitable desaparición de los pequeños burgueses y labriegos,
la miseria del proletariado, la anarquía reinante en la producción,
las desigualdades irritantes que claman en la distribución de la
riqueza, la aniquiladora guerra industrial de unas naciones contra otras,
la disolución de las costumbres antiguas, de la familia tradicional,
de las viejas nacionalidades.
Pero en lo que atañe ya a sus fórmulas positivas, este
socialismo no tiene más aspiración que restaurar los antiguos
medios de producción y de cambio, y con ellos el régimen
tradicional de propiedad y la sociedad tradicional, cuando no pretende
volver a encajar por la fuerza los modernos medios de producción
y de cambio dentro del marco del régimen de propiedad que hicieron
y forzosamente tenían que hacer saltar. En uno y otro caso
peca, a la par, de reaccionario y de utópico.
En la manufactura, la restauración de los viejos gremios, y en
el campo, la implantación de un régimen patriarcal: he ahí
sus dos magnas aspiraciones.
Hoy, esta corriente socialista ha venido a caer en una cobarde modorra.
c) El socialismo alemán o "verdadero" socialismo
La literatura socialista y comunista de Francia, nacida bajo la presión
de una burguesía gobernante y expresión literaria de la lucha
librada contra su avasallamiento, fue importada en Alemania en el mismo
instante en que la burguesía empezaba a sacudir el yugo del absolutismo
feudal.
Los filósofos, pseudofilósofos y grandes ingenios del
país se asimilaron codiciosamente aquella literatura, pero olvidando
que con las doctrinas no habían pasado la frontera también
las condiciones sociales a que respondían. Al enfrentarse
con la situación alemana, la literatura socialista francesa perdió
toda su importancia práctica directa, para asumir una fisonomía
puramente literaria y convertirse en una ociosa especulación acerca
del espíritu humano y de sus proyecciones sobre la realidad.
Y así, mientras que los postulados de la primera revolución
francesa eran, para los filósofos alemanes del siglo XVIII, los
postulados de la “razón práctica” en general, las aspiraciones
de la burguesía francesa revolucionaria representaban a sus ojos
las leyes de la voluntad pura, de la voluntad ideal, de una voluntad verdaderamente
humana.
La única preocupación de los literatos alemanes era armonizar
las nuevas ideas francesas con su vieja conciencia filosófica, o,
por mejor decir, asimilarse desde su punto de vista filosófico aquellas
ideas.
Esta asimilación se llevó a cabo por el mismo procedimiento
con que se asimila uno una lengua extranjera: traduciéndola.
Todo el mundo sabe que los monjes medievales se dedicaban a recamar
los manuscritos que atesoraban las obras clásicas del paganismo
con todo género de insubstanciales historias de santos de la Iglesia
católica. Los literatos alemanes procedieron con la literatura francesa
profana de un modo inverso. Lo que hicieron fue empalmar sus absurdos
filosóficos a los originales franceses. Y así, donde el original
desarrollaba la crítica del dinero, ellos pusieron: “expropiación
del ser humano”; donde se criticaba el Estado burgués: “abolición
del imperio de lo general abstracto”, y así por el estilo.
Esta interpelación de locuciones y galimatías filosóficos
en las doctrinas francesas, fue bautizada con los nombres de “filosofía
del hecho” , “verdadero socialismo”, “ciencia alemana del socialismo”,
“fundamentación filosófica del socialismo”, y otros semejantes.
De este modo, la literatura socialista y comunista francesa perdía
toda su virilidad. Y como, en manos de los alemanes, no expresaba
ya la lucha de una clase contra otra clase, el profesor germano se hacía
la ilusión de haber superado el “parcialismo francés”; a
falta de verdaderas necesidades pregonaba la de la verdad, y a falta de
los intereses del proletariado mantenía los intereses del ser humano,
del hombre en general, de ese hombre que no reconoce clases, que ha dejado
de vivir en la realidad para transportarse al cielo vaporoso de la fantasía
filosófica.
Sin embargo, este socialismo alemán, que tomaba tan en serio
sus desmayados ejercicios escolares y que tanto y tan solemnemente trompeteaba,
fue perdiendo poco a poco su pedantesca inocencia.
En la lucha de la burguesía alemana, y principalmente, de la
prusiana, contra el régimen feudal y la monarquía absoluta,
el movimiento liberal fue tomando un cariz más serio.
Esto deparaba al “verdadero” socialismo la ocasión apetecida
para oponer al movimiento político las reivindicaciones socialistas,
para fulminar los consabidos anatemas contra el liberalismo, contra el
Estado representativo, contra la libre concurrencia burguesa, contra la
libertad de Prensa, la libertad, la igualdad y el derecho burgueses, predicando
ante la masa del pueblo que con este movimiento burgués no saldría
ganando nada y sí perdiendo mucho. El socialismo alemán
se cuidaba de olvidar oportunamente que la crítica francesa, de
la que no era más que un eco sin vida, presuponía la existencia
de la sociedad burguesa moderna, con sus peculiares condiciones materiales
de vida y su organización política adecuada, supuestos previos
ambos en torno a los cuales giraba precisamente la lucha en Alemania.
Este “verdadero” socialismo les venía al dedillo a los gobiernos
absolutos alemanes, con toda su cohorte de clérigos, maestros de
escuela, hidalgüelos raídos y cagatintas, pues les servía
de espantapájaros contra la amenazadora burguesía.
Era una especie de melifluo complemento a los feroces latigazos y a las
balas de fusil con que esos gobiernos recibían los levantamientos
obreros.
Pero el “verdadero” socialismo, además de ser, como vemos, un
arma en manos de los gobiernos contra la burguesía alemana, encarnaba
de una manera directa un interés reaccionario, el interés
de la baja burguesía del país. La pequeña burguesía,
heredada del siglo XVI y que desde entonces no había cesado de aflorar
bajo diversas formas y modalidades, constituye en Alemania la verdadera
base social del orden vigente.
Conservar esta clase es conservar el orden social imperante. Del predominio
industrial y político de la burguesía teme la ruina segura,
tanto por la concentración de capitales que ello significa, como
porque entraña la formación de un proletariado revolucionario.
El “verdadero” socialismo venía a cortar de un tijeretazo -así
se lo imaginaba ella- las dos alas de este peligro. Por eso, se extendió
por todo el país como una verdadera epidemia.
El ropaje ampuloso en que los socialistas alemanes envolvían
el puñado de huesos de sus “verdades eternas”, un ropaje tejido
con hebras especulativas, bordado con las flores retóricas de su
ingenio, empapado de nieblas melancólicas y románticas, hacía
todavía más gustosa la mercancía para ese público.
Por su parte, el socialismo alemán comprendía más
claramente cada vez que su misión era la de ser el alto representante
y abanderado de esa baja burguesía.
Proclamó a la nación alemana como nación modelo
y al súbdito alemán como el tipo ejemplar de hombre. Dio
a todos sus servilismos y vilezas un hondo y oculto sentido socialista,
tornándolos en lo contrario de lo que en realidad eran. Y al alzarse
curiosamente contra las tendencias “barbaras y destructivas” del comunismo,
subrayando como contraste la imparcialidad sublime de sus propias doctrinas,
ajenas a toda lucha de clases, no hacía más que sacar la
última consecuencia lógica de su sistema. Toda la pretendida
literatura socialista y comunista que circula por Alemania, con poquísimas
excepciones, profesa estas doctrinas repugnantes y castradas .
2. El socialismo burgués o conservador
Una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias sociales,
para de este modo garantizar la perduración de la sociedad burguesa.
Se encuentran en este bando los economistas, los filántropos,
los humanitarios, los que aspiran a mejorar la situación de las
clases obreras, los organizadores de actos de beneficencia, las sociedades
protectoras de animales, los promotores de campañas contra el alcoholismo,
los predicadores y reformadores sociales de toda laya.
Pero, además, de este socialismo burgués han salido verdaderos
sistemas doctrinales. Sirva de ejemplo la Filosofía de la
miseria de Proudhon.
Los burgueses socialistas considerarían ideales las condiciones
de vida de la sociedad moderna sin las luchas y los peligros que encierran.
Su ideal es la sociedad existente, depurada de los elementos que la corroen
y revolucionan: la burguesía sin el proletariado. Es natural
que la burguesía se represente el mundo en que gobierna como el
mejor de los mundos posibles. El socialismo burgués eleva
esta idea consoladora a sistema o semisistema. Y al invitar al proletariado
a que lo realice, tomando posesión de la nueva Jerusalén,
lo que en realidad exige de él es que se avenga para siempre al
actual sistema de sociedad, pero desterrando la deplorable idea que de
él se forma.
Una segunda modalidad, aunque menos sistemática bastante más
práctica, de socialismo, pretende ahuyentar a la clase obrera de
todo movimiento revolucionario haciéndole ver que lo que a ella
le interesa no son tales o cuales cambios políticos, sino simplemente
determinadas mejoras en las condiciones materiales, económicas,
de su vida. Claro está que este socialismo se cuida de no
incluir entre los cambios que afectan a las “condiciones materiales de
vida” la abolición del régimen burgués de producción,
que sólo puede alcanzarse por la vía revolucionaria; sus
aspiraciones se contraen a esas reformas administrativas que son conciliables
con el actual régimen de producción y que, por tanto, no
tocan para nada a las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado,
sirviendo sólo -en el mejor de los casos- para abaratar a la burguesía
las costas de su reinado y sanearle el presupuesto.
Este socialismo burgués a que nos referimos, sólo encuentra
expresión adecuada allí donde se convierte en mera figura
retórica.
¡Pedimos el librecambio en interés de la clase obrera!
¡En interés de la clase obrera pedimos aranceles protectores!
¡Pedimos prisiones celulares en interés de la clase trabajadora!
Hemos dado, por fin, con la suprema y única seria aspiración
del socialismo burgués.
Todo el socialismo de la burguesía se reduce, en efecto, a una
tesis y es que los burgueses lo son y deben seguir siéndolo... en
interés de la clase trabajadora.
3. El socialismo y el comunismo crítico-utópico
No queremos referirnos aquí a las doctrinas que en todas las
grandes revoluciones modernas abrazan las aspiraciones del proletariado
(obras de Babeuf, etc.).
Las primeras tentativas del proletariado para ahondar directamente en
sus intereses de clase, en momentos de conmoción general, en el
período de derrumbamiento de la sociedad feudal, tenían que
tropezar necesariamente con la falta de desarrollo del propio proletariado,
de una parte, y de otra con la ausencia de las condiciones materiales indispensables
para su emancipación, que habían de ser el fruto de la época
burguesa. La literatura revolucionaria que guía estos primeros
pasos vacilantes del proletariado es, y necesariamente tenía que
serlo, juzgada por su contenido, reaccionaria. Estas doctrinas profesan
un ascetismo universal y un torpe y vago igualitarismo.
Los verdaderos sistemas socialistas y comunistas, los sistemas de Saint-Simon,
de Fourier, de Owen, etc., brotan en la primera fase embrionaria de las
luchas entre el proletariado y la burguesía, tal como más
arriba la dejamos esbozada. (V. el capítulo “Burgueses y proletarios”).
Cierto es que los autores de estos sistemas penetran ya en el antagonismo
de las clases y en la acción de los elementos disolventes que germinan
en el seno de la propia sociedad gobernante. Pero no aciertan todavía
a ver en el proletariado una acción histórica independiente,
un movimiento político propio y peculiar.
Y como el antagonismo de clase se desarrolla siempre a la par con la
industria, se encuentran con que les faltan las condiciones materiales
para la emancipación del proletariado, y es en vano que se debatan
por crearlas mediante una ciencia social y a fuerza de leyes sociales.
Esos autores pretenden suplantar la acción social por su acción
personal especulativa, las condiciones históricas que han de determinar
la emancipación proletaria por condiciones fantásticas que
ellos mismos se forjan, la gradual organización del proletariado
como clase por una organización de la sociedad inventada a su antojo.
Para ellos, el curso universal de la historia que ha de venir se cifra
en la propaganda y práctica ejecución de sus planes sociales.
Es cierto que en esos planes tienen la conciencia de defender primordialmente
los intereses de la clase trabajadora, pero sólo porque la consideran
la clase más sufrida. Es la única función en
que existe para ellos el proletariado.
La forma embrionaria que todavía presenta la lucha de clases
y las condiciones en que se desarrolla la vida de estos autores hace que
se consideren ajenos a esa lucha de clases y como situados en un plano
muy superior. Aspiran a mejorar las condiciones de vida de todos
los individuos de la sociedad, incluso los mejor acomodados. De aquí
que no cesen de apelar a la sociedad entera sin distinción, cuando
no se dirigen con preferencia a la propia clase gobernante. Abrigan la
seguridad de que basta conocer su sistema para acatarlo como el plan más
perfecto para la mejor de las sociedades posibles.
Por eso, rechazan todo lo que sea acción política, y muy
principalmente la revolucionaria; quieren realizar sus aspiraciones por
la vía pacífica e intentan abrir paso al nuevo evangelio
social predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos
que, naturalmente, les fallan siempre.
Estas descripciones fantásticas de la sociedad del mañana
brotan en una época en que el proletariado no ha alcanzado aún
la madurez, en que, por tanto, se forja todavía una serie de ideas
fantásticas acerca de su destino y posición, dejándose
llevar por los primeros impulsos, puramente intuitivos, de transformar
radicalmente la sociedad.
Y, sin embargo, en estas obras socialistas y comunistas hay ya un principio
de crítica, puesto que atacan las bases todas de la sociedad existente.
Por eso, han contribuido notablemente a ilustrar la conciencia de la clase
trabajadora. Mas, fuera de esto, sus doctrinas de carácter
positivo acerca de la sociedad futura, las que predican, por ejemplo, que
en ella se borrarán las diferencias entre la ciudad y el campo o
las que proclaman la abolición de la familia, de la propiedad privada,
del trabajo asalariado, el triunfo de la armonía social, la transformación
del Estado en un simple organismo administrativo de la producción....
giran todas en torno a la desaparición de la lucha de clases, de
esa lucha de clases que empieza a dibujarse y que ellos apenas si conocen
en su primera e informe vaguedad. Por eso, todas sus doctrinas y
aspiraciones tienen un carácter puramente utópico.
La importancia de este socialismo y comunismo crítico-utópico
está en razón inversa al desarrollo histórico de la
sociedad. Al paso que la lucha de clases se define y acentúa,
va perdiendo importancia práctica y sentido teórico esa fantástica
posición de superioridad respecto a ella, esa fe fantástica
en su supresión. Por eso, aunque algunos de los autores de
estos sistemas socialistas fueran en muchos respectos verdaderos revolucionarios,
sus discípulos forman hoy día sectas indiscutiblemente reaccionarias,
que tremolan y mantienen impertérritas las viejas ideas de sus maestros
frente a los nuevos derroteros históricos del proletariado.
Son, pues, consecuentes cuando pugnan por mitigar la lucha de clases y
por conciliar lo inconciliable. Y siguen soñando con la fundación
de falansterios, con la colonización interior, con la creación
de una pequeña Icaria, edición en miniatura de la nueva Jerusalén...
. Y para levantar todos esos castillos en el aire, no tienen más
remedio que apelar a la filantrópica generosidad de los corazones
y los bolsillos burgueses. Poco a poco van resbalando a la categoría
de los socialistas reaccionarios o conservadores, de los cuales sólo
se distinguen por su sistemática pedantería y por el fanatismo
supersticioso con que comulgan en las milagrerías de su ciencia
social. He ahí por qué se enfrentan rabiosamente con
todos los movimientos políticos a que se entrega el proletariado,
lo bastante ciego para no creer en el nuevo evangelio que ellos le predican.
En Inglaterra, los owenistas se alzan contra los cartistas, y en Francia,
los reformistas tienen enfrente a los discípulos de Fourier.
Después de lo que dejamos dicho en el capítulo II, fácil
es comprender la relación que guardan los comunistas con los demás
partidos obreros ya existentes, con los cartistas ingleses y con los reformadores
agrarios de Norteamérica.
Los comunistas, aunque luchando siempre por alcanzar los objetivos inmediatos
y defender los intereses cotidianos de la clase obrera, representan a la
par, dentro del movimiento actual, su porvenir. En Francia se alían
al partido democrático-socialista contra la burguesía
conservadora y radical, mas sin renunciar por esto a su derecho de crítica
frente a los tópicos y las ilusiones procedentes de la tradición
revolucionaria.
En Suiza apoyan a los radicales, sin ignorar que este partido es una
mezcla de elementos contradictorios: de demócratas socialistas,
a la manera francesa, y de burgueses radicales.
En Polonia, los comunistas apoyan al partido que sostiene la revolución
agraria, como condición previa para la emancipación nacional
del país, al partido que provocó la insurrección de
Cracovia en 1846.
En Alemania, el partido comunista luchará al lado de la burguesía,
mientras ésta actúe revolucionariamente, dando con ella la
batalla a la monarquía absoluta, a la gran propiedad feudal y a
la pequeña burguesía.
Pero todo esto sin dejar un solo instante de laborar entre los obreros,
hasta afirmar en ellos con la mayor claridad posible la conciencia del
antagonismo hostil que separa a la burguesía del proletariado, para
que, llegado el momento, los obreros alemanes se encuentren preparados
para volverse contra la burguesía, como otras tantas armas, esas
mismas condiciones políticas y sociales que la burguesía,
una vez que triunfe, no tendrá más remedio que implantar;
para que en el instante mismo en que sean derrocadas las clases reaccionarias
comience, automáticamente, la lucha contra la burguesía.
Las miradas de los comunistas convergen con un especial interés
sobre Alemania, pues no desconocen que este país está en
vísperas de una revolución burguesa y que esa sacudida revolucionaria
se va a desarrollar bajo las propicias condiciones de la civilización
europea y con un proletariado mucho más potente que el de Inglaterra
en el siglo XVII y el de Francia en el XVIII, razones todas para que la
revolución alemana burguesa que se avecina no sea más que
el preludio inmediato de una revolución proletaria.
Resumiendo: los comunistas apoyan en todas partes, como se ve, cuantos
movimientos revolucionarios se planteen contra el régimen social
y político imperante.
En todos estos movimientos se ponen de relieve el régimen de
la propiedad, cualquiera que sea la forma más o menos progresiva
que revista, como la cuestión fundamental que se ventila.
Finalmente, los comunistas laboran por llegar a la unión y la
inteligencia de los partidos democráticos de todos los países.
Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas
e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo
pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente.
Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva de una
revolución comunista. Los proletarios, con ella, no tienen
nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo
entero que ganar.
¡Proletarios de todos los Países, uníos! .
PRÓLOGOS DE MARX Y ENGELS A VARIAS
EDICIONES DEL MANIFIESTO
1
PRÓLOGO DE MARX Y ENGELS A LA
EDICIÓN ALEMANA DE 1872
La Liga Comunista, una organización obrera internacional,
que en las circunstancias de la época -huelga decirlo- sólo
podía ser secreta, encargó a los abajo firmantes, en el congreso
celebrado en Londres en noviembre de 1847, la redacción de un detallado
programa teórico y práctico, destinado a la publicidad, que
sirviese de programa del partido. Así nació el Manifiesto,
que se reproduce a continuación y cuyo original se remitió
a Londres para ser impreso pocas semanas antes de estallar la revolución
de febrero. Publicado primeramente en alemán, ha sido reeditado
doce veces por los menos en ese idioma en Alemania, Inglaterra y Norteamérica.
La edición inglesa no vio la luz hasta 1850, y se publicó
en el Red Republican de Londres, traducido por miss Elena Macfarlane, y
en 1871 se editaron en Norteamérica no menos de tres traducciones
distintas. La versión francesa apareció por vez primera en
París poco antes de la insurrección de junio de 1848; últimamente
ha vuelto a publicarse en Le Socialiste de Nueva York, y se prepara una
nueva traducción. La versión polaca apareció
en Londres poco después de la primera edición alemana.
La traducción rusa vio la luz en Ginebra en el año sesenta
y tantos. Al danés se tradujo a poco de publicarse.
2
PROLOGO DE ENGELS A LA EDICION
ALEMANA DE 1883
3
PRÓLOGO DE ENGELS A LA
EDICIÓN ALEMANA DE 1890
4
PRÓLOGO DE ENGELS A LA
EDICIÓN POLACA DE 18925
PRÓLOGO DE ENGELS A LA
EDICIÓN ITALIANA DE 1893
Manifiesto del Partido Comunista
Por
K. Marx & F. Engels
I
BURGUESES Y PROLETARIOS
II
PROLETARIOS Y COMUNISTAS
III
LITERATURA SOCIALISTA Y COMUNISTA
IV
ACTITUD DE LOS COMUNISTAS ANTE LOS
OTROS PARTIDOS DE LA OPOSICION