Roma, junio 20 de 1897.
Es necesario un post-scriptum que agregue algunas notas a mi penúltima carta, tan llena de cargosa filosofía.
Coloco — como es natural — entre los productos de nuestra afectividad, de la que ya he dicho que obstaculiza la inteligencia aplicada a la ciencia, también este conjunto de inclinaciones, de tendencias, de valuaciones y de prejuicios que designamos ordinariamente con las denominaciones antitéticas de optimismo y pesimismo.
En estos modos de apreciación, que oscilan entre la pasión y la poesía y que revelan siempre el tono incierto de lo que no puede ser reducido a fórmula precisa, nadie puede descubrir la dirección o la promesa de una interpretación racional de las cosas. Ellas son, en su conjunto, la manifestación compendiada de una infinidad de sentimientos particulares, que pueden tener su sitio, como es más evidente para el pesimismo, sea en el temperamento específico de un individuo determinado (por ejemplo, Leopardi), sea en una situación común a toda una multitud (por ejemplo, en los orígenes del Budismo). Optimismo y pesimismo, en resumen, consisten en generalizar los sentimientos afectivos resultantes de una cierta experiencia de la vida o de una situación social determinada, y a prolongarlos fuera del círculo de nuestra vida inmediata al punto de hacer de ella como el eje, el fundamento o la finalidad del Universo. De suerte que, finalmente, las categorías del bien y del mal, que tienen en realidad un sentido tan modestamente relativo a nuestras contingencias prácticas, devienen, de alguna manera, el criterio para juzgar el mundo entero, reduciéndolo así a una imagen tan pequeña que parece no ser más que la simple presuposición o la simple condición de nuestra dicha o de nuestra desgracia. Así, del uno como del otro de los dos ángulos visuales, parece que el mundo no puede ser comprendido más que si él fuera hecho para el bien o para el mal, y constituido para el predominio o para el triunfo del uno o del otro.
En el fondo de estas concepciones está siempre la poesía originaria constantemente acompañada del mito; en estas concepciones fermenta siempre, desde el grosero optimismo mahometano hasta el pesimismo refinado del budismo, la médula práctica y la fuerza sugestiva de los sistemas religiosos. Y eso es muy natural. La religión que, precisamente por eso y por eso solamente, es una necesidad, se compone de todas las transfiguraciones de los temores, de las esperanzas, de los dolores y de las amarguras de la vida cotidiana en arreglos predeterminados en los cuales se cree y teme, de suerte que las luchas del llamado aquí abajo son transformadas en oposiciones del universo — Dios y Satán, la caída y la redención, la creación y la palingenesia, la escala de las expiaciones y el Nirvana — . Este optimismo y este pesimismo, que se presentan bajo el aspecto, o mejor, con las apariencias de cosas pensadas, en el contenido de algunas filosofías no son sino restos más o menos creados y transformados de no importa qué manera por la religión, o por esta anti-rreligión que, en su apasionado arrebato en no creer, se asemeja a la fe. El optimismo de Leibnitz, por ejemplo, no es, en verdad, la función filosófica de su investigación del cálculo infinitesimal, ni de su crítica de la acción a distancia, ni de su monadismo metafísico o de su descubrimiento del determinismo interno. Su optimismo es su religión, es decir, la religión que cree perpetua y permanente, un cristianismo en el que todas las iglesias cristianas se concilian, una providencia que halla su justificación en la imagen de un mundo que es el mejor de aquellos que podrían ser y durar. Esta poesía teológica tiene su pendant, dialéctico tanto como humorístico, ¡en el Cándido de Voltaire! Y, lo mismo, el pesimismo de Schopenhauer no es la resultante necesaria de su crítica de la crítica kantiana, ni de la función directa de sus exquisitas investigaciones lógicas, sino la manifestación de su alma de pequeño burgués mezquino, envidioso y hasta huraño, que se completa con la contemplación (metafísica) de las fuerzas ciegas de lo Inconsciente (es decir, del esfuerzo ciego para ser) , y halla su complemento en una forma religiosa poco advertida en general, la religión del ateísmo[1] .
Si nos remontamos de las configuraciones y de las complicaciones secundarias y derivadas de la religión o de la filosofía teologizante, al origen primero e inm,ediato de estas creaciones ideológicas, que son el optimismo y el pesimismo, nos hallamos en presencia de un hecho tan evidente como simple: cada uno de nosotros, por su estructura física y por su posición social, es inducido a un cierto cálculo hedonista, es decir, a medir sus necesidades, y, por lo tanto, los medios para satisfacerlas; y, en fin, por una consecuencia necesaria se llega a apreciar, de una u otra manera, las condiciones de la vida misma en su conjunto. Ahora bien, cuando la inteligencia ha hecho tal progreso que triunfa de los encantos de la imaginatio y de la ignorantia, que encadenan los destinos tan pobremente prosaicos de la vida cotidiana a las (imaginadas) formas trascendentes, uno no se detiene más en la sugestión genérica del optimismo o del pesimismo. El espíritu se vuelve hacia el estudio (prosaico) de los medios propios para alcanzar, no esta cosa maravillosa que se llama la dicha, sino el desarrollo normal de las aptitudes, que, estando dadas las condiciones sociales y naturales favorables, hacen que la vida halle en sí misma la razón de su ser y desenvolvimiento. Y está allí el comienzo de esta sabiduría que por sí sola puede justificar el epíteto de homo sapiens.
El materialismo histórico, siendo la filosofía de la vida y no de las aparaciencias y de los reflejos ideológicos de ésta, supera la antítesis del optimismo y del pesimismo, porque supera los términos al comprenderlos.
La historia es en verdad una serie dolorosamente interminable de miserias; el trabajo, que es la característica distintiva de la vida humana, se ha hecho el tormento y la maldición de la mayoría de los hombres; el trabajo, que es la premisa de toda existencia humana, se ha hecho la razón de la sujeción del más grande número de hombres; el trabajo, que es la condición de todo progreso, ha puesto los sufrimientos, las privaciones, las inquietudes y las penas del más grande número de hombres al servicio del egoísmo de algunos. Luego la historia es un infierno; se la podría representar, en un drama lúgubre, como la ¡tragedia del trabajo!
Pero esta historia lúgubre ha sacado de esta misma condición de cosas, casi siempre con desconocimiento de los hombres mismos, y a veces sin arreglo previo de nadie, los medios propios para el perfeccionamiento relativo, primero para un número muy pequeño, luego para algunos más, después para muchos; y parece que ahora los prepara para todos. La gran tragedia no podrá ser evitada. Ella no es el resultado de una falta, ni de un pecado, ni de una aberración, ni de una degeneración, ni de un abandono caprichoso y criminal del camino recto, sino que es una necesidad intrínseca del mecanismo mismo de la vida social y del ritmo de su propio proceso. Este mecanismo reposa sobre los medios de subsistencia, que es el producto del trabajo de los mismos hombres combinado con las condiciones naturales más o menos favorables. Ahora que se abre delante nuestros ojos esta perspectiva: que la sociedad podrá ser organizada de manera que dará a todos los hombres los medios para perfeccionarse, vemos claramente que esta espera se hace plausible, precisamente porque, con el acrecentamiento de la productividad del trabajo, se establecen las condicions materiales propias para que todos los hombres participen de la civilización. Es en esto que reside la razón de ser del comunismo científico, que no se fía en el triunfo de una bondad que los ideólogos del socialismo han descubierto en no sé qué recónditos pliegues del corazón de los muertos, para proclamar la justicia eterna. Sino que confía en el acrecentamiento de los medios materiales que permitirán que todos los hombres gocen de las condiciones de descanso indispensables a la libertad; lo que significa que las razones de injusticia serán eliminadas, esto es: la autoridad, la potencia y la dominación del hombre por el hombre; y estas injusticias (para servirnos del lenguaje de los ideólogos) suponen, en verdad, como conditio sine qua non, precisamente esta miserable cosa material que es ¡la explotación económica!
No es más que en una sociedad comunista que el trabajo no podrá ser explotado y que podrá ser racionalmente medido. No es más que en una sociedad comunista que el cálculo hedonista, no encontrando obstáculos en la explotación privada de las fuerzas sociales, podrá tener el carácter de cosa determínable. Después de haber apartado los obstáculos para facilitar el libre desenvolvimiento de cada uno, los obstáculos que diferencian ahora las clases y los individuos hasta hacerlos desconocidos, cada uno podrá hallar en la medida de lo que la sociedad necesita, el criterio de lo que puede hacer y de lo que es necesario que haga. Adaptarse a lo que es factible, y sin exigencia exterior, es en lo que reside la medida de la libertad, que no es más que una sola cosa con la prudencia, porque no puede haber moral verdadera donde no hay la conciencia del determinismo. En una sociedad comunista caen por sí mismjas las apariencias antitéticas del optimismo y del pesimismo, porque la necesidad de trabajar al servicio de la colectividad y el ejercicio de la plena autonomía personal no forman más antítesis, sino que aparecen como una sola y misma cosa; la ética de esta sociedad hace desaparecer la oposición entre los derechos y los deberes, que en el fondo no son más que la amplificación doctrinal de la condición de la sociedad antitética actual, en donde algunos tienen la facultad de imponer a los otros la obligación de hacer; en esta sociedad, en la que la benevolencia no es más caridad, no parecerá utópico exigir que cada uno obre según sus fuerzas y que cada uno reciba según sus necesidades; en esta sociedad la pedagogía preventiva eliminará, en gran parte, la materia de la penalidad y la pedagogía objetiva de la asociación y de la colaboración racional reducirá al mínimum la necesidad de represión; en una palabra, la pena aparecerá como la simple garantía de una organización determinada y se despojará por consecuencia de toda apariencia mietafísica de justicia suprema para vengar o corregir. En esta sociedad no arraigará la necesidad de buscar al destino práctico del hombre una explicación trascendente.
Por este criticismo de las causas de la historia, de las razones de la sociedad presente y de la espera racionalmente medida y mensurable de una sociedad futura, se ve por qué el optimismo y el pesimismo, como tantas otras ideologías, debían y deben servir de alivio y de manifestación a las afectividades de las conciencias transtornadas por las luchas de la existencia social. Si es eso lo que quieren decir los ideólogos a los que usted alude, y si, hablando de la eterna justicia, quieren recoger todos los suspiros y todas las lágrimas de la humanidad a través de los siglos, que así sea; las licencias poéticas no están prohibidas ni aun a los socialistas. Pero que no intenten darle piernas al mito de la eterna justicia y enviarlo a pelear contra el reino de las tinieblas. Esta grande y benefactora dama nunca moverá ni una sola piedra de la estructura capitalista. Lo que los ideólogos del socialismo llaman el mal, contra el cual el bien lucha, no es una negación abstracta, sino que es un duro y sólido sistema de cosas reales: es la miseria organizada para producir la riqueza. Y los materialistas de la historia tienen el corazón tan poco tierno que afirman que encuentran precisamente en este mal los resortes del porvenir, es decir, que los hallan en la rebelión de los oprimidos y no en las bondades de los opresores.
Que sea fácil volver a la metafísica, en el mal sentido de la palabra, es la resultante de los estudios que representan, según sus autores, la quintaesencia del estudio científicamente positivo. Es el caso, por ejemplo, de un gran número de vulgarizadores de la tan criticada y criticable antropología criminal.
Como fin y como tendencia, esta representa una parte importante de la crítica saludable al derecho de castigar, que poco a poco ha logrado conmover en sus fundamentos toda la construcción filosófica y principalmente la construcción ética, por un hecho tan simple y tan empírico como el de la necesidad del castigo, dada la existencia de una sociedad. En el método, sin embargo, raramente sale de los límites de la combinación estadística y de lo probable, que es lo propio de esta mezcla pintoresca de estudios que se llama la antropología. No se fundamenta casi nunca, por ejemplo, en la precisión de la investigación, gracias a la cual la psiquiatría (que para algunos se relacionan) , por los maravillosos progresos de la anatomía de los centros nerviosos y de todas las partes de la medicina, ha contribuido al desenvolvimiento de la psicología, en el espacio de algunos años, mucho más que lo que han hecho veinte siglos de discusiones sobre los textos de Aristóteles y las hipótesis del espiritualismo y del materialismo puramente racionalistas.
Pero no es esto lo que quiero indicar.
En esta doctrina domina la tendencia a fijar y a considerar como disposiciones (innatas) los actos criminales de los individuos que presentan ciertos índices característicos; caracteres que, según un punto de vista objetivo, no son siempre, por otra parte, muy claros ni muy patentes. Y hasta aquí esto puede pasar.
La teoría que está en la base del derecho penal de los países en los que la revolución burguesa ha extendido su acción, comparte en todo lo que nosotros llamamos el liberalismo: las ventajas y los defectos del principio de igualdad, que, dada las diferencias naturales y sociales de los hombres, no puede ser puramente formal y abstracto. Esta teoría es en verdad un progreso sobre la justicia corporativa y sobre los privilegios del clero y de la aristocracia y, con respecto a este punto de vista, hay una victoria histórica en la máxima: la ley es igual para todos. Además, esta teoría, reduciendo la represión a la sola garantía jurídica del orden legalmente constituido, se limita a castigar lo que es un peligro o un agravio para la misma organización, pero no penetra ya en la conciencia. Se la despoja de todo carácter religioso, y no castiga más al pensamiento y al alma. Ya no es más el instrumento de una iglesia, de una creencia, de una superstición. El derecho penal es tan prosaico como toda la sociedad capitalista. Y en ello reside otro triunfo — salvo algunas ligeras contradicciones — del pensamiento libre. En una palabra: se castiga el acto y no al hombre; se castiga lo que perturba el orden que se quiere defender, no la conciencia, sea ésta irreligiosa, incrédula, atea, etcétera. Para llegar a este resultado esta teoría ha debido construir, sobre la base media de la voluntariedad, y excluyendo los casos extremos de ausencia de conciencia y de dirección en el acto, una responsabilidad típica igual para todos los hombres[2] . Y es así que, como una ironía para esta justicia tan ponderada y celebrada, el principio de la ley igual para todos se trueca dialécticamente en la más grande injusticia; porque los hombres son en realidad social y naturalmente desiguales ante la ley.
Sobre esta dialéctica se han aplicado desde hace años los sociólogos y los críticos de toda especie. Hay como una larga escala de opiniones opuestas al derecho existente: desde la paradoja matizada de misticismo que la sociedad castiga los delitos que engendra, hasta la exigencia humanitaria del principio de la ley igual para todos, que la educación igual para todos justifica suministrando las condiciones de realización. El punto culminante de todas las críticas lo ocupan los socialistas consecuentes, quienes, partiendo del concepto de las diferencias de clase como esenciales a la vida social actual, no buscan en el derecho de castigar, como no lo buscan en ninguna otra parte del derecho existente, la justicia igual para todos, ya que eso sería buscar lo inverosímil, dada esta forma de sociedad en la que las diferencias es la causa y el contenido de la asociación misma. El derecho de justicia medio, que por lo general es contradictorio con sigo mismo, es natural a una sociedad en la que el postulado de igualdad debe presentar constantes desmentidos. La mentira es mucho más evidente en el lindo hallazgo de los apologistas de la forma capitalista, cuando dicen que, después de todo, los asalariados son ciudadanos libres que libremente se venden, ¡tratándolos como iguales con sus iguales, los capitalistas! Pero nosotros los socialistas no queremos abandonar el principio contradictorio en sí, para ir en seguida con los reaccionarios que lo atacan por otras razones y que querrían eliminarlo de otra manera: más aún, lo aceptamos como la negación inmanente de la sociedad burguesa, es decir, como su corrosivo histórico.
La antropología criminal ha venido oportunamente aportando el concurso de sus estudios especiales a la tesis crítica, para poner en evidencia lo que hay de inverosímil en la ley igual para todos. En este sentido es una doctrina progresiva. A las diferencias sociales, que hacen absurdo el postulado de la responsabilidad igual para todos según la forma típica de la voluntariedad del espíritu sano, ha agregado el estudio de las diferencias presociales, que son los límites que la animalidad opone, como fuerzas invencibles, a toda acción de adaptación educativa. Y no estaría demás investigar si ha exagerado la importancia de esta animalidad, interpretando mal los casos estudiados o aumentando enormemente a veces los resultados de observaciones parciales y poco precisas. Lo importante es aclarar que, con respecto a cierto punto de vista metódico, vuelve a caer, inconscientemente, en la aborrecida metafísica. En su legítimo deseo por combatir la entidad justicia y la entidad responsabilidad, se detiene en seguida, precisándolos, en los hechos naturales y en las disposiciones para cometer delitos, de donde toma la denominación y la definición para las categorías de la protección social que responden únicamente a las condiciones de la vida a las cuales los hombres, solamente después de su nacimiento, se adaptan poco a poco. En la naturaleza, en una palabra, existe la lascivia desenfrenada y excesiva, pero no el adulterio ("que es una categoría más que social!); la rapacidad, pero no el robo, con todas sus especificaciones económicas, hasta la falsa firma en una letra de cambio; el temperamento sanguinario, pero no el regicidio, etc. Y que no se diga que todo esto son cuestiones simplemente verbales. Esto atañe a la esencia de las cosas. Esto concierne a la conciencia de los límites metódicos. Importa recordar que la metafísica es un mal atávico, al que no escapan ni aquellos que gritan ahora y han gritado siempre: ¡abajo la metafísica! En otros dominios de estudios, en la psicología en general y en la psiquiatría en particular, ha sucedido siempre lo m,ismo. Muchos de aquellos que quieren localizar en el cerebro los fenómenos psíquicos, en lugar de atenerse a los hechos más elementales, que, en verdad, sólo desde hace poco han sido separados y fijados, localizaban (como ha sucedido al eminente fisiólogo Ludwig) las facultades del alma y otros productos semejantes del racionalismo filosófico, es decir, que daban un lugar material a lo que no existe. La antropología criminal debe aún separar claramente y fijar de manera crítica sus propias categorías, y no aceptar como naturales e innatas las categorías que el derecho de castigar, tomando en cuenta las condiciones de la simple experiencia social, ha establecido y aceptado por razones prácticas.
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[1] Hago excepción del filósofo Teichmüller. que es el único que ha anotado e indicado la forma de ateismo activo como religión y creencia.
Al contrario, la irreligión, que está implícitamente contenida en las ciencias experimentales, corresponde a la indiferencia del espíritu para toda fe o toda creencia. El ateísmo, que es una fe activa, ha dado nacimiento al sabbad parisién que tuvo por autores principales al ingenuo Chaumette y al vacilante Hebert.
[2] "... Generalmente los juristas no se dan cuenta de eso. Responsabilidad, en el sentido psicológico de la palabra, quiere decir: atribución del acto a la persona (al querer) , en tanto que ésta es consciente de su ejecución — de lo que ella quiere — . Pero para que la responsabilidad en sentido psicológico sea igual a la responsabilidad en sentido moral, es necesario comparar el querer, que es el comienzo de la acción, con el conjunto de las ideas que forman la conciencia moral del agente, y en esta comparación no se puede sino llegar a este resultado: que la responsabilidad moral de cada uno se pierda en una diferenciación infenitesimal de individuo a individuo", pág. 124 de mi libro: Della libertá morale. Nápoles, 18 73.