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Escrito: 1921
Digitalización: Koba, http://bolchetvo.blogspot.com.
Fuente: De la tempestad surgieron. Moscu: Editorial
Progreso, 1973.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, año 2009
Aquel Octubre de 1917 era gris, ventoso. El viento agitaba las copas de los árboles en el jardín del Smolny, del edificio de interminables y tortuosos pasillos y grandes y luminosas salas, con ese vacío propio de las estancias oficiales, donde se llevaba a cabo un trabajo intenso, que el mundo no había conocido nunca.
Hacía dos días que el Poder había pasado a manos de los Soviets. Del Palacio de Invierno eran dueños los obreros y los soldados. El gobierno de Kerenski no existía ya. Pero cada uno de nosotros comprendía que aquello era solamente el primer peldaño de la dura escalera que conducía a la emancipación de los trabajadores y a la creación de una República nueva, laboriosa, sin precedente en la tierra.
El Comité Central del Partido de los bolcheviques se alojaba en una pequeña habitación lateral con una mesa sencilla en el centro, periódicos en las ventanas y en el suelo y unas cuantas sillas. No sé ya para qué había llegado yo allí entonces, pero sí recuerdo que Vladímir Ilich no me dejó siquiera plantear la cuestión. Al verme, decidió en el acto que yo debía hacer algo más necesario que aquello que me proponía.
- Vaya ahora mismo a encargarse del Ministerio de Asistencia Social del Estado. Hay que hacerlo inmediatamente.
Vladímir Ilich estaba tranquilo, casi alegre. Bromeó un poco y, en seguida, pasó a ocuparse de otro asunto.
No recuerdo por qué fui para allá sola, sólo se me quedó grabado en la memoria el húmedo día de octubre en que llegué a la puerta del Ministerio de Asistencia Social del Estado, que se encontraba en la calle de Kazán. El portero, de elevada estatura y buena presencia, con barba canosa y galoneado uniforme, entreabrió la puerta y me examinó de pies a cabeza.
- ¿Quién de sus jefes está aquí ahora? -traté de informarme.
- Las horas de visita para las peticiones han terminado -me respondió tajante el galoneado viejo de buena presencia.
- Pero yo no vengo a hacer ninguna petición. ¿Quién hay aquí de los altos funcionarios?
- Ya le han dicho a usted, en ruso, que se recibe a las solicitantes desde la una hasta las tres, y ahora, mire el reloj, son más de las cuatro.
Yo insistí, él se mantuvo en sus trece. De nada sirvieron razones. Las horas de visita habían terminado. Y tenía orden de no dejar pasar a nadie.
A pesar de la prohibición, intenté subir por la escalera.
Pero el testarudo viejo se alzó ante mí como un muro impenetrable, sin dejarme avanzar ni un paso.
Y me tuve que ir sin conseguir nada, porque tenía prisa para acudir a un mitin. Y los mítines en aquellos días eran lo más importante, lo fundamental. Allí, entre las masas de soldados y desposeídos de la ciudad, se decidía la cuestión de la existencia del Poder soviético, de si lo mantendrían los obreros y campesinos con capotes de soldado o vencería la burguesía.
A la mañana siguiente, muy tempranito, sonó el timbre de la vivienda donde me había instalado al salir de la cárcel en que me metiera Kerenski. El timbrazo era insistente. Abrimos. Apareció un mujik pequeñajo con zamarrilla, laptis y barba.
- ¿Vive aquí el Comisario popular Kollontáy? Tengo que verle. Traigo aquí este papelito para él, del bolchevique principal, de Lenin.
Miro y veo que efectivamente en el trozo de papel hay escrito, de puño y letra de Vladímir Ilich:
"Entréguele cuanto le corresponda por el caballo, de los fondos de Asistencia Social del Estado".
El mujik, cachazudo, iba contando todo. En tiempos del zar, en vísperas de Febrero le habían requisado ya el caballo para necesidades de la guerra. Le prometieron pagárselo a precio razonable. Pero pasó el tiempo, y no recibió aviso alguno de pago. Entonces, el mujik fue a Piter (Petrogrado), y estuvo dos meses llamando a las puertas de todas las instituciones del Gobierno Provisional, sin ningún resultado. Le mandaban, como a una pelota, de una oficina a otra. Derrochó paciencia hasta que se le acabó el dinero. Y en aquel momento se enteró, de pronto, de que había unos hombres, llamados bolcheviques, que devolvían a los obreros y a los campesinos todo lo que les habían quitado los zares y los terratenientes, así como lo que le había sido arrebatado al pueblo durante la guerra. Para ello, sólo hacía falta recibir un papelito del bolchevique principal, de Lenin. Aquel mujik pequeñajo había encontrado a Vladímir Ilich, en el Smolny. Antes de que empezara a clarear, le había hecho levantarse y había conseguido el papelito que me mostraba, pero que no me entregaba.
- Cuando reciba el dinero, lo entregaré. Y mientras tanto, mejor será que lo tenga yo. Es lo más seguro.
¿Qué hacer con el mujik pequeñajo y su caballo? Pues el Ministerio continuaba en manos de los funcionarios del Gobierno Provisional. Eran tiempos raros: el Poder estaba ya en manos de los Soviets, el Consejo de Comisarios del Pueblo era bolchevique, pero las instituciones oficiales, como vagones lanzados, seguían por los raíles de la política del Gobierno Provisional.
¿Cómo hacerse cargo del Ministerio? ¿Por la fuerza? Todos huirían, y nos quedaríamos sin funcionarios.
Decidimos proceder de otra manera: celebrar una reunión de delegados del sindicato de empleados subalternos. Lo presidía el mecánico I. Egórov. El sindicato era muy particular -un verdadero surtido de profesiones- y lo integraban cuantos, con arreglo a la plantilla correspondiente, trabajaban en calidad de personal subalterno: carteros, hermanas de la caridad, encargados de las estufas, contables, escribientes, mecánicos, obreros y obreras de la fábrica de naipes, guardas y practicantes.
Examinamos la situación. Se actuó de un modo ejecutivo. Elegimos un Consejo, y a la mañana siguiente fuimos a hacernos cargo del Ministerio.
Entramos. El portero de los galones, que no simpatizaba con los bolcheviques, no había asistido a la reunión. Su gesto era desaprobatorio, pero nos dejó pasar. Empezamos a subir por la escalera; en dirección contraria a nosotros, descendía un río de funcionarios, mecanógrafas, tenedores de libros, jefes... Bajaban corriendo, precipitadamente, no querían ni mirarnos. Nosotros para arriba, ellos para abajo. El sabotaje de los funcionarios había comenzado. Quedaron solamente algunas personas. Manifestaron que estaban dispuestas a trabajar con nosotros, con los bolcheviques. Entramos en los despachos y en las oficinas del Ministerio. Todo estaba vacío. Las máquinas de escribir abandonadas, los papeles tirados por el suelo. Y los libros de entradas y de salidas habían sido recogidos. Estaban encerrados. Y no teníamos las llaves. Tampoco estaban allí las llaves de la Caja.
¿Quién las tendría? ¿Cómo íbamos a trabajar sin dinero? La asistencia social del Estado era una institución cuya labor no era posible detener, pues abarcaba los asilos, a los mutilados de guerra, los talleres de ortopedia, los hospitales, los sanatorios, las leproserías, los reformatorios, los colegios de señoritas y las casas de ciegos… ¡Enorme campo de acción! De todas partes presionaban, exigían... Y no teníamos las llaves. Pero el más tenaz de todos era el mujik pequeñajo que había venido con el papelito de Lenin. Cada mañana, apenas amanecía, ya estaba en la puerta.
- ¿Qué hay del pago del caballo? Era muy bueno. De no haber sido tan fuerte y tan sufrido, no pondría tanto empeño en que me lo pagaran.
Al cabo de dos días, aparecieron las llaves. La primera salida de la Caja de Asistencia Social fue el pago del caballo que el gobierno zarista arrebatara, con engaños y a la fuerza, al campesino aquel, al mujik pequeñajo, que con tanta tenacidad había sabido percibir íntegramente, con arreglo al papelito de V. I. Lenin, la cantidad que le
correspondía.