Volver al Archivo Kollontai |
Redactado: En, o poco antes de, mayo 1923.
Primera publicación: A. Kollontai, «Дорогу крылатому Эросу! (Письмо к трудящейся молодежи)»
en Молодая гвардия
[Molodaia Gvardiia], 1923, No 3. С. 111—124.
Fuente de la presente versión: Traducción
proporcionada por Daniel Gaido.
Esta edición: Marxists Internet Archive, agosto
2017.
Joven camarada: me preguntas qué lugar corresponde al amor en la ideología proletaria. Te admira el hecho de que en los momentos actuales la juventud trabajadora «se preocupe mucho más del amor y de todas las cuestiones relacionadas con él» que de los grandes asuntos que tiene que resolver la República de los obreros. Si esto es así —difícilmente puedo apreciarlo desde lejos—, busquemos juntos la explicación de este hecho y hallemos la respuesta a este primer problema: ¿Qué lugar corresponde al amor en la ideología de la clase obrera?
Es un hecho cierto que la Rusia soviética ha entrado en una nueva etapa de guerra civil. El frente revolucionario ha sufrido un desplazamiento. En la actualidad, la lucha debe librarse entre dos ideologías, entre dos civilizaciones: la ideología burguesa y la proletaria. Su incompatibilidad se pone de manifiesto cada vez con mayor claridad. Las contradicciones entre estas dos civilizaciones diferentes se agudizan de día en día.
El triunfo de los principios e ideales comunistas en el campo de la política y la economía tenía ineludiblemente que ser la causa de una revolución en las ideas sobre la concepción del mundo, en los sentimientos, en toda creación espiritual de la humanidad productora. Ya hoy se puede apreciar una transformación de estas concepciones de la vida y de la sociedad, del trabajo, del arte y de las «normas de nuestra conducta», es decir, de la moral. Las relaciones sexuales constituyen una parte importante de esas normas de conducta. La revolución en el frente ideológico pondrá punto final a la transformación realizada en el pensamiento humano durante los cinco años de vida de la República de trabajadores.
No obstante, a medida que se agudiza la lucha entre las dos ideologías: la burguesa y la proletaria; a medida que esta lucha se expansiona y abarca nuevos dominios, se presentan ante la Humanidad nuevos «problemas de la vida», que únicamente podrá resolver de una forma cumplida la clase obrera. Se encuentra entre estos múltiples problemas, joven camarada, el que tú señalas: «el problema del amor», que en las diversas facetas de su desenvolvimiento histórico, la Humanidad ha pretendido resolver por procedimientos diversos. Sin embargo, «el problema» subsistía: variaban, única y exclusivamente, sus intentos de solución, que diferían, claro está, según el período, la clase y lo que constituía el «espíritu de la época», o dicho de otra forma, la cultura.
En Rusia, durante los años de intensa guerra civil y de la lucha contra la desorganización económica, y hasta hace poco, sólo a unos cuantos interesaba este problema. Eran otros sentimientos, otras pasiones más reales las que preocupaban a la humanidad trabajadora. ¿Quién hubiera sido capaz de preocuparse seriamente de las penas y sufrimientos del amor a través de aquellos años en que el fantasma descarnado de la muerte acechaba a todos? Durante aquellos años, el problema vital se resumía en saber: ¿quién vencerá? ¿La revolución (el progreso) o la contrarrevolución (la reacción)?
Ante el aspecto sombrío de la enorme contienda, de la revolución, el delicado Eros, tenía forzosamente que desaparecer de una forma apresurada. No había oportunidad ni energías psíquicas para abandonarse a las «alegrías» y las «torturas» del amor. La Humanidad responde siempre a una ley de conservación de la energía social y psíquica. Y esta energía se aplica siempre al fin fundamental e inmediato del momento histórico. Por tanto, durante estos años se adueñó de la situación la voz, simple y natural, de la Naturaleza, el instinto biológico de la reproducción, la atracción entre dos seres de sexo contrario. El hombre y la mujer se unían y separaban fácilmente, mucho más fácilmente que en el pasado. El hombre y la mujer se entregaban mutuamente, sin estremecimiento en sus almas, y se separaban sin lágrimas ni dolor.
Es cierto que desaparecía la prostitución; mas, en cambio, aumentaban las uniones libres entre los sexos, uniones sin compromisos mutuos, y en las cuales el factor principal era el instinto de reproducción, desprovisto de la belleza de los sentimientos de amor. Muchos fueron los que ante este hecho sintieron espanto; pero es evidente que durante aquellos años las relaciones entre los sexos no podían ser de otro modo. No podían darse más que dos formas de unión sexual: o bien el matrimonio consolidado durante varios años por un sentimiento de camaradería, de amistad conservada a través de los años, y que, precisamente, por la seriedad del momento, se convertía en un vínculo de unión más firme, o, por el contrario, las relaciones matrimoniales que surgían para satisfacer una necesidad puramente biológica y constituían simplemente un capricho pasajero, del que ambas partes se saciaban pronto, y que se apresuraban a liquidar rápidamente, a fin de que no obstaculizase el fin esencial de la vida: la lucha por el triunfo de la revolución.
El brutal instinto de reproducción, la simple atracción de los sexos, que nace y desaparece con la misma rapidez, sin crear lazos sentimentales ni espirituales, es ese Eros «sin alas», que no absorbe las fuerzas psíquicas que el exigente Eros «alado» consume, amor tejido con emociones diversas que han sido forjadas en el corazón y en el espíritu. El Eros «sin alas» no engendra noches de insomnio, no hace vacilar la voluntad ni llena de confusión el frío trabajo del cerebro. La clase formada por los luchadores no podía dejarse llevar por el Eros de alas desplegadas en aquellos momentos de trastornos de la revolución que llamaban sin cesar al combate a la humanidad trabajadora; durante aquellas jornadas era inoportuno desperdiciar las fuerzas psíquicas de los miembros de la colectividad que luchaba, en sentimientos de orden secundario, que no contribuían de una manera directa al triunfo de la revolución. El amor individual, que constituye la base del matrimonio, que se concentra en un hombre o en una mujer, exige una pérdida enorme de energía psíquica. Durante aquellos años de lucha, la clase obrera, artífice de la nueva vida, no estaba interesada solamente en la mayor economía posible de sus riquezas materiales, sino que intentaba ahorrar también la energía psíquica de cada uno de sus miembros para aplicarla a las tareas genérales de la colectividad. No es otra la causa de que durante el período agudo de la lucha revolucionaria el «alado Eros», que todo lo consume a su paso, fuera reemplazado por el instinto poco exigente de la reproducción, por el Eros desprovisto de alas.
Ahora el cuadro es completamente distinto. La URSS, y con ella toda la humanidad trabajadora, ha entrado en un período de relativa calma. Comienza ahora una labor sumamente compleja, puesto que se trata de fijar y comprender de una manera definitiva todo lo creado, todo lo adquirido, todo lo conquistado. El proletariado, arquitecto de las nuevas formas de vida, se ve obligado a sacar una enseñanza de todo fenómeno social y psíquico. Debe, por tanto, comprender también este fenómeno; tiene que asimilarlo, apropiárselo y transformarlo en un arma más para la defensa de su clase. Sólo después de haberse asimilado las leyes que presiden la creación de las riquezas materiales y las que dirigen los sentimientos del alma podrá el proletariado entrar en liza armado hasta los dientes contra el viejo régimen burgués. Entonces, únicamente, podrá la humanidad asalariada vencer en el frente ideológico como ha triunfado en el militar y en el del trabajo.
Una vez consolidado el triunfo de la revolución rusa, empieza a aclararse la atmósfera del combate revolucionario, y el hombre ya no se entrega por entero a la lucha, el tierno Eros de «alas desplegadas», despreciado durante los años de agitación, reaparece de nuevo y reclama sus derechos. Se atreve a salir de nuevo a la sombra del insolente Eros «sin alas», del instinto de reproducción, que desconoce los encantos del amor, porque éste ha dejado ya de satisfacer las necesidades de los hombres. En este período de relativa calma se ha acumulado un excedente de energía, que los hombres del presente, aun los representantes de la clase trabajadora, no saben todavía aplicar a la vida intelectual de la colectividad. Este excedente de energía psíquica busca su salida en los sentimientos amorosos. Y sucede que la lira de múltiples cuerdas del dios alado del Amor apaga de nuevo el sonido de la monótona voz del Eros «sin alas». El hombre y la mujer no se unen ya como durante los años de la revolución, no buscan una unión pasajera para satisfacer sus instintos sexuales, sino que comienzan de nuevo a vivir «novelas de amor», con todos los sufrimientos y el éxtasis amoroso que van aparejados al alado Eros.
En la República Soviética presenciamos un patente crecimiento de las necesidades intelectuales; cada día se siente más avidez de saber; las cuestiones científicas, el estudio del arte, el teatro, despiertan todo nuestro interés. Esta ansia investigadora que se siente en la República Soviética por hallar formas nuevas en que encerrar las riquezas intelectuales de la Humanidad, comprende también, como es lógico, la esfera de los sentimientos amorosos. Se observa, pues, un despertar del interés en todo lo que se refiere a la psicología sexual, es decir, al «problema del amor». Es ésta una fase de la vida de la que participan con mayor o menor intensidad todos los individuos. Se observa con asombro cómo militantes que hace algún tiempo no leían más que los artículos editoriales del diario Pravda, leen ahora con fruición libros donde se canta al «dios Eros, el de las alas desplegadas».
¿Podremos interpretar esto como un síntoma de reacción? ¿Acaso como señal de decadencia en la acción revolucionaria? De ningún modo. Ya es tiempo de que rechacemos de una vez y para siempre toda la hipocresía del pensamiento burgués. Hemos llegado al momento de reconocer ampliamente que el amor no es sólo un poderoso factor de la Naturaleza, que no es sólo una fuerza biológica, sino también un factor social. En su propia esencia el amor es un sentimiento de carácter profundamente social. Lo cierto es que el amor, en sus diferentes formas y aspectos ha constituido en todos los grados del desenvolvimiento humano una parte indispensable e inseparable de la cultura intelectual de cada época. Hasta la burguesía, que reconoce algunas veces que el amor es «un asunto de orden privado», sabe en realidad cómo encadenar el amor a sus normas morales para que sirva al logro y afirmación de sus intereses de clase.
Mas todavía hay otro aspecto de los sentimientos amorosos al que la ideología de la clase obrera debe conceder mayor importancia. Nos referimos al amor considerado como un factor del que se pueden obtener beneficios a favor de la colectividad, lo mismo que de cualquier otro fenómeno de carácter social y psíquico. Que el amor no es en modo alguno un «asunto privado» que interese solamente a dos corazones aislados, sino, por el contrario, que el amor supone un principio de unión de un valor inapreciable para la colectividad, se evidencia con el hecho de que en todos los grados de su desarrollo histórico, la Humanidad ha marcado pautas que precisan cuándo y en qué condiciones el amor era considerado «legítimo» (es decir, cuando correspondía en los intereses de la colectividad), y cuándo tenía que ser condenado como «culpable» (es decir, cuando el amor pugnaba con los principios de la sociedad).
La Humanidad comenzó, casi desde tiempos inmemoriales, a establecer reglas que regulasen no solamente las relaciones sexuales, sino también los sentimientos amorosos.
En la etapa del patriarcado, la virtud, moral suprema de los hombres, era el amor determinado por los vínculos de la sangre. En aquellos tiempos, una mujer que se sacrificase por el marido o amado hubiera merecido la reprobación y el desprecio de la familia o la tribu a que perteneciese. En cambio, se concedía una gran importancia a los sentimientos amorosos con respecto al hermano o la hermana. La Antígona de los griegos enterraba los cadáveres de sus hermanos muertos con riesgo de su propia vida. Este hecho sólo hace de la figura de Antígona una heroína a los ojos de sus contemporáneos. La sociedad burguesa de nuestros tiempos calificaría esta acción llevada a cabo por la hermana y no por la mujer, como algo extraordinario y un tanto impropio. Durante los años de dominio de la sociedad patriarcal y de formación de las formas del Estado, el sentimiento de amor fue, sin duda de ningún género, la amistad entre dos individuos de una misma tribu. Era de una importancia trascendental para la colectividad, que había sobrepasado apenas la fase de la organización puramente familiar, y que, por lo tanto, todavía se sentía débil desde el punto de vista social, el que todos sus miembros estuvieran unidos por sentimientos de amor y vínculos espirituales.
Las emociones del espíritu que respondían mejor a esta finalidad eran las determinantes del amor-amistad y no de los sentimientos amorosos de las relaciones sexuales. Durante este período, los intereses de la colectividad exigían a la Humanidad el crecimiento y acumulación de lazos espirituales, no entre las parejas unidas en matrimonio, sino entre los organismos de una misma tribu, entre los organizadores y defensores de la tribu y el Estado. (Para nada se hacía aquí mención de la amistad entre las mujeres, puesto que la mujer, en aquellos tiempos, no podía ser considerada como factor social.)
En el patriarcado se admiraban las virtudes del amor-amistad, que era considerado como un sentimiento muy superior al amor entre esposos. Castor y Pólux no pasaron a la posteridad por sus hazañas y los servicios prestados a la patria. Fueron los sentimientos de mutua fidelidad, su amistad inseparable e indestructible los que hicieron que sus nombres llegaran a nosotros. La «amistad» (o la apariencia de un sentimiento de amistad) era la que obligaba al marido enamorado de su mujer a ceder al amigo preferido su puesto en el lecho conyugal. Otras veces no era siquiera el amigo, sino el huésped, a quien había que demostrar la verdad de un sentimiento de «amistad», el que suplía al marido al lado de la mujer.
La amistad, sentimiento que suponía «la fidelidad al amigo hasta la muerte», fue considerada en el mundo antiguo como una virtud cívica. Todo lo contrario sucedía en el amor en el sentido contemporáneo de esta palabra, que no tenía ningún papel en la sociedad y ni siquiera captaba la atención de los poetas o de los dramaturgos de la época. La ideología de aquellos tiempos consideraba al amor incluido en los cuadros de los sentimientos exclusivamente personales, de los cuales la sociedad no tenía por qué ocuparse. El amor ocupaba el lugar de otra distracción cualquiera: era un lujo que podía permitirse un ciudadano después de haber cumplido con sus obligaciones con el Estado.
La cualidad de «saber amar», tan valorada por la ideología burguesa cuando el amor no va más allá de los límites impuestos por la moral de su clase, carecía de sentido en el mundo antiguo cuando se trataba de precisar las «virtudes» y cualidades características del hombre. En la antigüedad, el único sentimiento de amor que tenía valor era la amistad. El hombre que realizaba hazañas y exponía su vida por el amigo alcanzaba fama, como los héroes legendarios; su acción se consideraba como la expresión de la «virtud moral». En cambio, el hombre que exponía su vida por la mujer amada incurría en la reprobación de todos, reprobación que podía llegar incluso hasta el desprecio. Todos los escritos de la antigüedad condenan los amores de Paris y la hermosa Helena, que fueron el origen de la guerra de Troya, guerra que sólo «desgracia» podía acarrear a los hombres.
El mundo antiguo justipreciaba la amistad como sentimiento capaz de consolidar entre los individuos de una tribu los lazos espirituales necesarios para el mantenimiento del organismo social, ineludiblemente débil en aquellos tiempos. Por eso, posteriormente, la amistad dejó de ser considerada como una virtud moral.
En la sociedad burguesa, construida sobre la base del individualismo, concurrencia desenfrenada y emulación, ya no hay sitio para la amistad, considerada como factor social. La sociedad capitalista consideraba la amistad como manifestación de «sentimentalismo»; por lo tanto, como una debilidad del espíritu completamente inútil y hasta nociva para la realización de las tareas burguesas de clase. La amistad en la sociedad burguesa queda con vertida en un motivo de burlas. Si Castor y Pólux hubieran vivido en nuestros tiempos, su amistad sin límites hubiera provocado la sonrisa indulgente de la sociedad burguesa de Nueva York o Londres. La sociedad feudal tampoco admitió el sentimiento de amistad como . una cualidad digna de loa que fuera necesario cultivar entre los hombres.
El fundamento de la sociedad feudal consistía en el estricto cumplimiento de los intereses de las familias nobles. La virtud no estaba determinada por las relaciones mutuas de los miembros de la sociedad, sino por el cumplimiento de los deberes de un miembro de una familia con respecto a ella y a sus tradiciones. Dominaban en el matrimonio los intereses familiares y, por tanto, el hombre joven (la muchacha no tenía facultad de elección) que prefería una mujer en contra de los intereses familiares, sabía que tenía que hacer frente a censuras y reproches severísimos. Durante la edad feudal no era conveniente para el hombre anteponer sus sentimientos personales a los intereses de su familia; al que pretendía romper las normas establecidas se le consideraba como un «paria» por la sociedad de su tiempo. En la ideología de la época feudal el amor y el matrimonio no podían marchar juntos.
No obstante, durante los siglos del feudalismo el sentimiento de amor entre dos seres de sexo contrario adquirió cierto derecho por primera vez en la Historia de la Humanidad. Parece extraño a primera vista el hecho de que el amor fuera reconocido como tal en aquellos tiempos de ascetismo, de costumbres brutales, en aquella época de violencias y del reinado del derecho de usurpación. Pero si analizamos detenidamente las causas que han obligado al reconocimiento del amor como un factor social, no sólo legítimo, sino hasta deseable, veremos perfectamente claros los motivos que determinaron el reconocimiento del amor.
El hombre enamorado puede ser impulsado por el sentimiento del amor (en determinados casos y con la ayuda de determinadas circunstancias) a realizar hechos que no podría ejecutar en otra disposición de espíritu.
La caballería andante exigía a todos sus miembros, en el dominio militar, la práctica de elevadas virtudes, pero de carácter exclusivamente personal. Estas virtudes eran la intrepidez, la bravura, la resistencia, etc. En aquellos tiempos no era la organización del ejército la que determinaba la victoria en el campo de batalla, sino las cualidades individuales de los combatientes. El caballero enamorado de su inconquistable dama, «la elegida de su corazón», podía ser el héroe de verdaderos «milagros de bravura», podía triunfar más fácilmente en los torneos y sabía sacrificar sin temores su vida en nombre de su amada. El caballero enamorado obraba impulsado por el deseo de «distinguirse», para conquistar de este modo los favores de la elegida de su corazón.
Este hecho, por consiguiente, fue tenido en cuenta por la ideología caballeresca. Como reconocía en el amor el poder capaz de provocar en el hombre un estado psicológico útil para las finalidades de la clase feudal, procuró, naturalmente, dar un lugar preferente al amor en los sentimientos determinantes de su ideología. En aquella época el amor entre los esposos no puede inspirar el canto de los poetas, puesto que el amor no era la base en que se fundaba la familia que vivía en los castillos. El amor como factor social sólo era valorado cuando se trataba de los sentimientos amorosos del caballero hacia la mujer de otro, sentimientos que le impulsaban a realizar valientes hazañas. Cuanto más inaccesible se hallaba la mujer elegida, mayor era el esfuerzo realizado por su caballero para conquistar sus favores con las virtudes y cualidades apreciadas en su mundo (intrepidez, resistencia, tenacidad y bravura).
Lo natural era que la dama elegida por un caballero ocupase una posición lo más inaccesible posible. La dama de sus pensamientos, escogida por el caballero, era corrientemente la mujer del señor feudal. En ocasiones, el caballero llegaba en su osadía hasta posar sus ojos sobre la reina. Este ideal inaccesible se basaba en la concepción de que únicamente el «amor espiritual», el amor sin satisfacciones carnales, que impulsaba al hombre a tomar parte en hazañas heroicas y le obligaba a la realización de «milagros de bravura», era digno de ser citado como modelo y de merecer la calificación de «virtud».
Las muchachas solteras no eran nunca objeto de la adoración de los valientes caballeros. Por muy elevada que fuese la posición, la adoración del caballero podía terminar en matrimonio. En ese caso desaparecía inevitablemente el factor psicológico que impulsaba al hombre a la realización de hazañas heroicas. Ante este peligro, la moral feudal no podía admitir el amor del caballero por la muchacha soltera. El ideal de ascetismo (abstinencia sexual) tiene puntos de contacto con la elevación del sentimiento amoroso convertido en virtud moral.
El anhelo de purificar el amor de todo lo que fuese carnal, «culpable»; la aspiración a convertir el amor en un sentimiento abstracto, llevaba a los caballeros de la Edad Media a caer en monstruosas aberraciones: elegían como «dama de sus pensamientos» a mujeres que nunca habían visto, llegando incluso a enamorarse de «la Virgen María». No creo que sea posible desviar más un sentimiento. La ideología feudal consideraba ante todo el amor como un estimulante para fortalecer las cualidades necesarias a todo caballero; el «amor espiritual», la adoración del caballero por la dama de sus pensamientos, servían directamente a los intereses de la casta feudal. Esta apreciación fue la que fijó, desde los comienzos de la época feudal, el concepto del amor. Ante la traición carnal de la mujer, ante «el adulterio» de la esposa, el caballero de la Edad Media no podía vacilar, la enclaustraba o la mataba. Y, por el contrario, se sentía halagado si otro caballero elegía a su mujer por dama de sus pensamientos, y llegaba incluso a permitirle una corte de amor formada por «amigos espirituales».
Por el contrario, la moral feudal caballeresca, que cantaba y ensalzaba el amor espiritual, no exigía que las relaciones matrimoniales u otras formas de unión sexual tuviesen por base el amor. El amor era una cosa y el matrimonio otra. La ideología feudal establecía entre estas dos nociones una clara diferenciación.
Las nociones de amor y matrimonio no se unificaron hasta los siglos XIV y XV, en los cuales comenzó a iniciarse la moral burguesa. Esto explica que, a través de la Edad Media, los sentimientos amorosos elevados y delicados chocasen con la gran brutalidad de costumbres en el dominio de las relaciones sexuales. Como las relaciones sexuales, tanto en el matrimonio más legítimo como fuera de él, estaban privadas del sentimiento de amor capaz de transfigurarlas, quedaban reducidas al simple acto fisiológico.
La Iglesia parecía anatemizar el libertinaje; pero como fomentaba de palabra el «amor espiritual», no hacía, en realidad, más que patrocinar las relaciones brutales entre los sexos. El caballero que llevaba siempre en su corazón el emblema de la dama de sus pensamientos, que componía en su honor versos llenos de delicadeza, que exponía su vida por merecer una sonrisa de sus labios, violaba tranquilamente a una joven de la aldea o mandaba a su escudero que le llevase al castillo, para distraerle, a las campesinas más bellas de los alrededores.
Las mujeres de los caballeros no dejaban tampoco, imitando a sus maridos, de gozar de los placeres carnales con trovadores y pajes. En algunas ocasiones estas mujeres llegaban incluso a admitir las caricias de los criados, a pesar del desprecio que sentían por la servidumbre.
Al perder su fuerza la sociedad feudal, cuando surgieron las nuevas condiciones de vida que imponían los intereses de la clase burguesa en formación, se creó paulatinamente un nuevo ideal moral en las relaciones sexuales. La incipiente burguesía rechazó el ideal de «amor espiritual» y tomó bajo su defensa los derechos del amor carnal, tan menospreciado durante el feudalismo. La burguesía trae de nuevo al amor la fusión de lo físico con lo espiritual.
Entre el amor y el matrimonio no podía establecer ninguna diferencia la moral burguesa. Todo lo contrario, el matrimonio tenía que estar determinado por la inclinación mutua entre los esposos. Aunque la burguesía violaba con gran frecuencia este principio moral, en la práctica, por razones de conveniencia, es evidente que reconocía el amor como fundamento del matrimonio. La burguesía tenía para ello sólidas razones de clase.
La familia estaba, en el régimen feudal, cimentada por tradiciones de nobleza. El matrimonio era de hecho indisoluble; sobre la pareja unida en matrimonio pesaban los mandamientos de la Iglesia, la autoridad ilimitada de los jefes de familia, el ascendiente de las tradiciones y la voluntad del señor feudal.
En otras condiciones se formaba la familia burguesa: no se basaba en la posesión de riquezas patrimoniales, sino en la acumulación del capital. La familia se convertía en la guardadora de las riquezas acumuladas. Pero para que esta acumulación se realizase lo más rápidamente posible, era muy importante para la clase burguesa que los bienes adquiridos por el marido o el padre fueran gastados con «economía», de un modo inteligente, para no desperdiciarlos. Era, pues, necesario que la mujer fuera una amiga y auxiliar del marido, además de «una buena ama de casa».
Cuando se establecieron las relaciones capitalistas, sólo la familia, en la que existía una estrecha colaboración entre todos sus miembros interesados en la acumulación de riquezas, quedaba fundamentada sobre firmes bases. Esta colaboración era mucho más perfecta y daba me-ores resultados si los esposos y los hijos estaban, con respecto a sus padres, unidos por verdaderos lazos espirituales y de cariño.
La nueva estructura económica de esta época contribuyó, a partir de fines del siglo XIV y principios del XV, al nacimiento de la nueva ideología. Paulatinamente cambiaron de aspecto las nociones de amor y matrimonio. Lutero, el reformador religioso, y con él todos los pensadores y hombres de acción del Renacimiento y la Reforma (siglo XV y XVI), comprendieron claramente la fuerza social que entrañaba el sentimiento de amor. Los ideólogos revolucionarios de la burguesía naciente se dieron cuenta de que para que la familia quedase sólidamente cimentada (unidad económica en la base del régimen burgués); era ineludible una íntima unión entre todos sus miembros y proclamaron la fusión del amor carnal y el amor psíquico, como un nuevo ideal moral de amor.
Estos reformadores se burlaban sin piedad del «amor espiritual» de los caballeros enamorados, obligados a consumirse en sus ansias amorosas sin esperanzas de satisfacerlas. Los ideólogos burgueses, los hombres de la Reforma, reconocieron la legitimidad de las sanas exigencias de la carne. El mundo feudal dividía el amor y le obligaba a tomar dos formas completamente independientes una de otra: el simple acto sexual de un lado (relaciones sexuales del matrimonio o del concubinato) y un sentimiento de «elevado» amor platónico por otro ser (el amor que sentía el caballero por la dama de sus pensamientos).
El ideal moral de la clase burguesa comprendía, en la noción del amor, la sana atracción carnal entre los sexos y la afinidad psíquica. El ideal feudal establecía una diferenciación clara entre el amor y el matrimonio. La burguesía fusionaba estos dos conceptos. Para la burguesía el concepto del amor era equivalente al de matrimonio.
Naturalmente en la práctica la burguesía violaba su propio ideal. Mientras en la época feudal no se sublevó ante la cuestión de la inclinación mutua, la moral burguesa exigía, aun en el caso de que el matrimonio se hubiese hecho por cuestiones de conveniencia, que los esposos aparentasen que se amaban, aunque sólo fuera exterior mente.
Los prejuicios del amor y del matrimonio de la época feudal, eran tan fuertes que se han conservado hasta nuestros días por su adaptación al medio ambiente durante los siglos de moralidad burguesa. En nuestros tiempos, los miembros de las familias coronadas y de la alta aristocracia que la rodean, todavía obedecen a aquellas tradiciones. En estos medios de la sociedad, el matrimonio de inclinación se califica de «ridículo» y siempre produce escándalo. Los jóvenes príncipes y princesas tienen que someterse a la tiranía de las tradiciones de raza y a las conveniencias políticas de su país y unir su vida a una persona que no conocen ni aman.
La historia conserva gran número de dramas como el del desgraciado hijo de Luis XV, que fue empujado a realizar un matrimonio secreto a pesar de la profunda pena que experimentaba por el recuerdo de la muerte de su mujer, a la que había amado apasionadamente.
Existe igualmente entre los campesinos la subordinación del matrimonio a consideraciones de interés. La familia campesina se distingue precisamente en esto de la familia burguesa de la ciudad. La familia campesina es ante todo una unidad económica de trabajo. Los intereses económicos dominan de tal modo a la familia campesina, que todos los demás lazos de orden psíquico juegan siempre un lugar secundario.
Tampoco se tomaba nunca en consideración el amor en la familia de la Edad Media cuando se concertaba el matrimonio. En la época de las corporaciones de artesanos, la familia era también una unidad de producción que descansaba sobre el principio económico del trabajo. El ideal del amor en el matrimonio no comienza a aparecer hasta que la familia deja de ser una unidad de producción para convertirse en una unidad de consumo y en guardiana del capital acumulado.
Pero a pesar de que la moral de la burguesía proclamaba el derecho de «dos corazones amantes» a unirse aun en contra de las tradiciones familiares, a pesar de que se burlaba del «amor platónico» y del ascetismo y de que afirmaba que el amor era la base del matrimonio, tenía buen cuidado de poner estrechas limitaciones a todas sus concesiones. El amor no podía ser considerado como un sentimiento legítimo más que en el matrimonio: fuera del matrimonio, el amor era considerado inmoral. Este ideal respondía a consideración es de orden económico: impedir que el capital acumulado se dispersase con los hijos nacidos de una unión matrimonial. Toda la moral de la burguesía tenía por función contribuir a la acumulación del capital. El ideal del amor quedaba, por tanto, constituido en la pareja unida en matrimonio, cuyo fin era el aumentar su bienestar material y las riquezas en el núcleo familiar aislado totalmente del resto de la sociedad. Cuando los intereses de la familia y de la sociedad tenían que ponerse frente a frente, la moral burguesa se inclinaba siempre a favor de los intereses familiares. (Por ejemplo, la condescendencia, no admitida por el derecho, pero que la moral burguesa concedía a los desertores; la justificación moral de un administrador de los intereses de varios accionistas que le habían confiado sus fondos, a los que arruinaba para aumentar los bienes de su familia, etc.).
La burguesía, con el espíritu utilitario que la caracterizaba, pretendía sacar provecho del amor y convertir, por tanto, este sentimiento en un medio de consolidar los lazos de la familia.
Pero el amor estaba aprisionado con fuertes cadenas por los límites que le imponía la ideología burguesa. Así nacieron y se multiplicaron los «conflictos amorosos». La novela, nuevo género literario que creó la clase burguesa, sirvió para expresar los conflictos amorosos originados por el encadenamiento del amor. El amor se salía constantemente de los límites matrimoniales que le habían sido impuestos y tomaba la forma de unión libre o adulterio, que la moral de la burguesía condenaba, pero que en realidad no hacía más que cultivar.
A las necesidades de la capa social más numerosa no corresponde este ideal burgués del amor, que no satisface los anhelos de la clase obrera. Tampoco llena las aspiraciones de la vida de los trabajadores intelectuales. A esto se debe precisamente el enorme interés que despiertan en los países de capitalismo desarrollado todos los problemas del sexo y del amor. De aquí se originan las investigaciones apasionadas para encontrar una solución a este problema angustioso que agobia a la Humanidad desde hace varios siglos. ¿Cómo será posible establecer relaciones entre los sexos que contribuyan a hacer a los hombres más felices, pero que al mismo tiempo no destruyan los intereses de la colectividad?
A la juventud trabajadora de Rusia se le plantea actualmente este mismo problema. Un ligero análisis de la evolución de las relaciones matrimoniales y de los sentimientos de amor nos ayudará, joven camarada, a comprender una verdad indiscutible: que el amor no es una cuestión privada, como parece entenderse a primera vista. El amor es un precioso factor social y psíquico que la Humanidad maneja instintivamente según los intereses de la colectividad. La Humanidad trabajadora, armada con el método científico del marxismo y con la experiencia del pasado, tiene que comprender el lugar que la nueva Humanidad tiene que reservar al amor en las relaciones sociales. ¿Cuál es, pues, el ideal de amor que corresponde a los intereses de la clase que lucha para extender su dominio por todo el mundo?
No debemos confundir esta dualidad con las relaciones sexuales de un hombre con varias mujeres, o de una mujer con varios hombres, cuando hablamos de la dualidad del sentimiento de amor, de las complejidades del «Eros de alas desplegadas». La poligamia, en la que no se da el sentimiento de amor, puede ser causa de consecuencias nefastas (agotamiento precoz del organismo, mayor facilidad para contraer enfermedades venéreas, etc.); pero estas uniones no crean «dramas morales». Los conflictos, los «dramas» surgen cuando nos encontramos en presencia del amor con todas sus manifestaciones y matices diversos.
Puede una mujer amar a un hombre «por su espíritu» solamente si sus pensamientos, sus deseos y sus aspiraciones armonizan con los suyos, y al mismo tiempo puede sentirse arrastrada por la poderosa atracción física a otro hombre. Lo mismo que la mujer puede el hombre experimentar un sentimiento de ternura lleno de consideraciones, de compasión llena de solicitud por una mujer, mientras en otra encuentra su apoyo y la comprensión de las más altas y mejores aspiraciones de su «yo». ¿A cuál de estas dos mujeres deberá entregar la plenitud de «Eros»? ¿Tendrá necesariamente que mutilar su alma y arrancarse uno de estos sentimientos cuando sólo puede adquirir la plenitud de su ser con el mantenimiento de estos dos lazos de amor?
El desdoblamiento del alma y del sentimiento lleva consigo inevitables sufrimientos bajo el régimen burgués. La ideología basada en el instinto de propiedad ha inculcado al hombre durante siglos y siglos que todo sentimiento de amor debe estar fundamentado en un principio de propiedad. Ha grabado la ideología burguesa en la cabeza de los hombres la idea de que el amor da derecho a poseer enteramente, y sin compartirlo con nadie, el corazón del ser amado. Este ideal, esta exclusividad en el sentimiento de amor era la consecuencia natural de la fórmula establecida del matrimonio indisoluble del ideal burgués de «amor absorbente» entre los esposos. Pero ¿puede un ideal de esta clase responder a los intereses de la clase obrera? Desde el punto de vista de la ideología proletaria es mucho más importante y deseable que las sensaciones de los hombres se enriquezcan cada vez con mayor contenido y sean más diversas. La multiplicidad del alma constituye un hecho precisamente que facilita la educación y el desarrollo de los lazos del espíritu y del corazón, mediante los cuales se consolidará la colectividad trabajadora. Cuanto más numerosos son los hilos tendidos entre las almas, entre las inteligencias y los corazones, más solidez adquiere el espíritu de solidaridad y con más facilidad puede realizarse el ideal de la clase obrera: camaradería y unión.
No pueden constituir «la absorción» y el exclusivismo en el sentimiento de amor el ideal del amor determinante de las relaciones entre los sexos, desde el punto de vista de la ideología proletaria. Todo lo contrario. Al darse cuenta de la multiplicidad del «Eros de las alas desplegadas», el proletariado no se asusta en absoluto de este descubrimiento ni experimenta tampoco indignación moral como lo aparenta la hipocresía burguesa. En cambio, el proletariado trata de dar a este fenómeno (que es el resultado de complicadas causas sociales) una dirección que sirva a sus fines de clase en el momento de la lucha y de la edificación de la sociedad comunista. ¿La multiplicidad del amor en sí misma estará acaso en contradicción con los intereses del proletariado? Todo lo contrario: esta multiplicidad del sentimiento de amor en las relaciones entre los sexos facilita el triunfo del ideal dé amor que se forma y cristaliza ya en el seno mismo de la clase obrera: el amor-amaradería.
La Humanidad del patriarcado se presentó el amor como el cariño entre los miembros de una familia (amor entre hermanos y hermanas, entre los hijos y los padres). El mundo antiguo anteponía el amor-amistad a todo otro sentimiento. El mundo feudal hacía su ideal de amor al amor «espiritual» del caballero, amor independiente del matrimonio y que no llevaba consigo la satisfacción de la carne. El ideal de amor de la sociedad burguesa era el amor de una pareja unida con un sentimiento legítimo.
El ideal de amor de la clase obrera está basado en la solidaridad de espíritu y de la voluntad de todos los miembros, hombres y mujeres, en la colaboración en el trabajo, y por lo tanto, se distingue de un modo absoluto de la noción que del amor tenían las otras épocas de civilización. ¿Qué es, pues, el «amor-camaradería»? ¿Querrá decir todo esto que la ideología severa de la clase obrera, forjada en una atmósfera de lucha para el triunfo de la dictadura del proletariado, se dispone a arrojar al delicado Eros alado de un modo despiadado? De ningún modo. La ideología de la clase obrera no puede desplazar al «Eros de las alas desplegadas». Más bien todo lo contrario; es decir, como fuerza social y psíquica, prepara el reconocimiento del sentimiento de amor.
La hipócrita moral de la cultura burguesa, que obligaba al dios Eros a no visitar más que a la «pareja unida legalmente», le arrancaba sin piedad las plumas más bellas de sus alas de brillantes colores. Para la ideología burguesa, fuera del matrimonio no podía existir más que el Eros sin alas, el Eros despojado de sus plumas de vivos colores; la atracción pasajera entre los sexos bajo la forma de caricias robadas (adulterio) o de caricias compradas (prostitución).
Por el contrario, la moral de la clase obrera rechaza francamente la forma exterior que establece las relaciones de amor entre los sexos.
Es completamente igual para el logro de las tareas del proletariado que el amor tome la forma de una unión estable o que no tenga más importancia que la de una unión pasajera. La ideología de la clase obrera no puede fijar límites formales al amor. Esta ideología, por el contrario, empieza a sentir inquietud por el contenido del amor, por los lazos de emociones y sentimientos que unen a los dos sexos. Por eso en este sentido tiene la ideología proletaria que perseguir al «Eros sin alas» (lujuria, satisfacción única de los deseos carnales por sí mismo, lo que hace de él un «placer sexual» con un fin en si mismo, lo que hace de él un «placer fácil», etc.) más implacablemente que lo hacía la moral burguesa. El «Eros sin alas» se contradice con los intereses de la clase obrera. Este amor supone, en primer lugar, inevitablemente los excesos y el agotamiento físico, lo que contribuye a que disminuya la reserva de energía de la Humanidad. En segundo término, el «Eros sin alas» empobrece el alma, porque impide el desenvolvimiento de sensaciones de simpatía y de lazos psíquicos entre los seres humanos. En tercer lugar, tiene por base este amor la desigualdad de derechos entre los sexos en las relaciones sexuales; esto es, está fundado en la dependencia de la mujer con relación al hombre, en la insensibilidad o fatuidad del hombre; todo lo cual necesariamente ahoga toda posibilidad de experimentar un sentimiento de camaradería. Es completamente distinta, en cambio, la acción ejercida sobre los seres humanos por el «Eros de alas desplegadas».
Lo mismo que en el «Eros sin alas», es indudable que no se manifiestan sólo en las relaciones con el objeto de amor físico entre los sexos. La diferencia consiste precisamente en que en el ser movido por sentimientos de amor que le empujan hacia otro ser se manifiestan y despiertan justamente aquellas cualidades del alma necesarias a los constructores de la nueva cultura: delicadeza, sensibilidad y deseo de ser útil a otro. En cambio, la ideología burguesa exige que el hombre o la mujer no hagan gala de estas cualidades más que en presencia del elegido o elegida; esto es, en sus relaciones con un solo hombre o con una sola mujer. Para la ideología proletaria, lo más importante es que estas cualidades se despierten, se eduquen y se desarrollen en todos los hombres, y, por tanto, que no se manifiesten sólo en las relaciones con el objeto amado, sino en las relaciones con todos los demás miembros de la colectividad.
No tienen importancia, en realidad, para el proletariado los matices y sentimientos predominantes en el «Eros de alas desplegadas»; se siente indiferente el proletariado ante los tonos delicados del complejo amoroso, ante los colores encendidos de la pasión o ante la armonía del espíritu. Lo que únicamente le interesa es que en todos los sentimientos y manifestaciones de amor existan los elementos psíquicos que desarrollen el sentimiento de camaradería.
El ideal de amor-camaradería forjado por la ideología proletaria para substituir al «exclusivo» y «absorbente» amor conyugal de la moral burguesa está fundado en el reconocimiento de derechos recíprocos, en el arte de saber respetar, incluso en el amor, la personalidad de otro, en un firme apoyo mutuo y en la comunidad de colectivas aspiraciones.
El amor-camaradería es el ideal necesario al proletariado en los períodos difíciles de grandes responsabilidades, en los que lucha para el establecimiento de su dictadura o para fortalecer su mantenimiento. No obstante, cuando el proletariado haya triunfado totalmente y sea ya un hecho la sociedad comunista, el amor, el «Eros de alas desplegadas» revestirá un aspecto diferente por completo del que tiene actualmente, se presentará en una forma totalmente distinta, adquirirá un aspecto completamente desconocido hasta ahora por los hombres. Entre los miembros de la nueva sociedad se habrán desarrollado y fortalecido los «lazos de simpatía», «da capacidad para amar» será mucho mayor y se convertirá en «animador» el amor-camaradería, papel que en la sociedad burguesa estaba reservado al principio de concurrencia y al egoísmo. El colectivismo del espíritu y de la voluntad triunfará sobre el individualismo que se bastaba a sí mismo. Desaparecerá el «frío de la soledad moral», de la que en el régimen burgués intentaban escapar los hombres refugiándose en el amor o en el matrimonio; los hombres quedarán unidos entre sí por innumerables lazos psíquicos y sentimentales. Se modificarán los sentimientos de los hombres en el sentido de los intereses cada vez más grandes hacia la cosa pública. La desigualdad entre los sexos y todas las formas de dependencia de la mujer con relación al hombre desaparecerán en el olvido sin dejar el menor rastro.
Eros, el dios del amor, ocupará un puesto de honor como sentimiento capaz de enriquecer la felicidad humana en esta nueva sociedad, colectivista por su espíritu y sus emociones, caracterizada por la unión feliz y las relaciones fraternales entre los miembros de la colectividad trabajadora y creadora. ¿Cómo se transfigurará este Eros? Ni la más creadora fantasía puede imaginárselo. Lo únicamente indiscutible es que cuanto más unida esté la Humanidad por los lazos duraderos de la solidaridad, más unida íntimamente estará en todos los aspectos de la vida, de las relaciones mutuas o de la creación. Por consiguiente, tanto menos lugar quedará para el amor en el sentido contemporáneo de la palabra.
El amor peca siempre, en nuestros tiempos, por un exceso de absorción de todos los sentimientos, de todos los pensamientos entre dos «corazones que se aman», y que, por lo mismo, aíslan y separan a la pareja amante del resto de la colectividad. Este aislamiento moral, este apartamiento de la «pareja amorosa» no sólo será completamente inútil, sino que psicológicamente será imposible en una sociedad en que estén íntimamente unidos los intereses, las aspiraciones y las tareas de todos los miembros de la colectividad. En ese mundo nuevo la forma normal, reconocida y deseable de las relaciones entre los sexos estará basada puramente en la atracción sana, libre y natural «sin perversiones ni excesos» de los sexos; las relaciones sexuales de los hombres en la nueva sociedad estarán determinadas por el «Eros transfigurado».
Pero actualmente nos encontramos en el recodo donde se cruzan dos civilizaciones: la civilización proletaria y la civilización burguesa. En este período de transición, en el que estos dos mundos luchan encarnizadamente en todos los frentes, incluso en el frente ideológico, el proletario está muy interesado en lograr por todos los medios a su alcance la más rápida acumulación posible de «sensaciones o sentimientos de simpatía». En este período de transición la idea moral que determina las relaciones entre los sexos no puede ser el brutal instinto sexual, sino las múltiples sensaciones del amor-camaradería experimentadas por hombres y mujeres. Es necesario, para que estas sensaciones correspondan a la nueva moral proletaria en formación, que estén basadas en los tres postulados siguientes:
1° Igualdad en las relaciones mutuas (es decir, desaparición de la suficiencia masculina y de la sumisión servil de la individualidad de la mujer al amor).
2° Mutuo y recíproco reconocimiento de sus derechos, sin pretender ninguno de los seres unidos por relaciones de amor la posesión absoluta del corazón y el alma del ser amado. (Desaparición del sentimiento de propiedad fomentado por la civilización burguesa.)
3° Sensibilidad fraternal: el arte de asimilarse y comprender el trabajo psíquico que en el alma del ser amado se efectúa. (La civilización burguesa sólo exigía que la mujer poseyese en el amor esta sensibilidad.)
Pero aunque la ideología de la clase obrera proclame los derechos del «Eros de alas desplegadas» (del amor), subordina al mismo tiempo el amor que los miembros de* la colectividad trabajadora sienten entre sí a otro sentimiento mucho más poderoso, un sentimiento de deber con la colectividad. Por muy grande que sea el amor que una a dos individuos de sexos diferentes, por muchos que sean los vínculos que unan sus corazones y sus almas, tienen que ser mucho más fuertes, más orgánicos y numerosos los lazos que los unan a la colectividad. «Todo para el hombre amado», proclama la moral burguesa. «Todo para la colectividad», determina la moral proletaria.
Ahora te oigo argumentar, mi joven camarada: Concedido, como afirmas, que las relaciones de amor basadas en el espíritu de fraternidad se conviertan en el ideal de la clase obrera. Mas, ¿no pesará demasiado este ideal, esta «medida moral» del amor sobre los sentimientos amorosos? ¿No pudiera ocurrir que este ideal destroce y mutile las delicadas alas del «suspicaz-Eros»? Hemos liberado al amor de las cadenas de la moral burguesa; pero, ¿no le crearemos tal vez otras?
Mi joven camarada, tienes razón. Al rechazar la «moral» burguesa en el dominio de las relaciones matrimoniales, la ideología proletaria se forja inevitablemente su propia moral de clase, sus nuevas y reglamentadoras normas de las relaciones entre los sexos, que corresponden mejor a las tareas de la clase obrera, que sirven para educar los sentimientos de sus miembros y que, por lo tanto, constituyen hasta cierto punto cadenas que aprisionan el sentimiento de amor. Es indudable que el proletariado arrancará irremisiblemente muchas plumas de las alas del delicado Eros, si hablamos del amor patrocinado por la ideología burguesa, tal y como se lo representa aquella ideología. Pero lo que no se puede hacer, porque significa no darse cuenta del porvenir, es lamentarse de que la clase obrera imprima su sello en las relaciones sexuales con el fin de lograr que el sentimiento de amor corresponda con sus tareas de clase. Es evidente que en vez de las viejas plumas arrancadas a las alas de Eros, la clase ascendente de la Humanidad hará que le crezcan otras de una belleza, brillo y fuerza desconocidos hasta ahora. No olvides, joven camarada, que el amor cambia de aspecto y se transforma de una manera inevitable a la vez que cambian las bases culturales y económicas de la sociedad.
Si conseguimos que de las relaciones de amor desaparezca el ciego, el absorbente y exigente sentimiento pasional; si desaparece también el sentimiento de propiedad, lo mismo que el deseo egoísta de «unirse para siempre al ser amado»; si logramos que desaparezca la fatalidad del hombre y que la mujer no renuncie criminalmente a su «yo», no cabe duda que la desaparición de todos estos sentimientos hará que se desarrollen otros preciosos elementos para el amor. Así se desarrollará y aumentará el respeto hacia la personalidad de otro, lo mismo que se perfeccionará el arte de contar con los derechos de los demás; se educará la sensibilidad recíproca y se desarrollará enormemente la tendencia de manifestar el amor no solamente con besos y abrazos, sino también con una unidad de acción y de voluntad en la creación común.
No es, pues, la tarea de la ideología proletaria separar al «Eros alado» de sus relaciones sociales. Consiste simplemente en llenar su carcaj con nuevas flechas; en hacer que se desarrolle el sentimiento de amor entre los sexos basado en la más poderosa fuerza psíquica nueva: la solidaridad fraternal.
Joven camarada, espero que ahora verás claramente que el hecho de que el problema del amor despierte un interés tan extraordinario entre la juventud trabajadora no es síntoma de «decadencia» en modo alguno. Creo que ahora podrás encontrar por ti mismo el lugar que debe corresponder al amor, tanto en la ideología del proletariado como en la vida diaria de la juventud trabajadora.
La nueva sociedad comunista está edificada sobre un principio de camaradería y solidaridad. Pero ¿qué es la solidaridad? No solamente debemos entender por solidaridad la conciencia de la comunidad de intereses; la solidaridad la constituyen también los lazos sentimentales y espirituales establecidos entre los miembros de una misma colectividad trabajadora. El régimen social edificado sobre principios de solidaridad y colaboración exige, sin embargo, que la sociedad en cuestión posea, desarrollada en alto grado, «la capacidad de potencial de amor», es decir, la capacidad para sensaciones de simpatía.
Si faltan estas sensaciones, el sentimiento de camaradería no puede consolidarse. Por esto intenta la ideología proletaria educar y reforzar en cada uno de los miembros de la clase obrera sentimientos de simpatía ante los sufrimientos y las necesidades de sus camaradas de clase. También tiende la ideología proletaria a comprender las aspiraciones de los demás y a desarrollar la conciencia de su unión con los otros miembros de la colectividad. Pero todas estas «sensaciones de simpatía», delicadeza, sensibilidad y simpatía se derivan de una fuente común: de la capacidad para amar, no de amar en un sentido puramente sexual, sino con un amor en el sentido más amplio de esta palabra.
El amor es un sentimiento que une a los individuos; podemos incluso decir que es un sentimiento de orden orgánico. La burguesía ha comprendido también toda la fuerza de unión entre los hombres que puede tener el amor, y, por lo tanto, procuraba sujetarlo bien a sus intereses. Por eso la ideología burguesa, al intentar consolidar la familia, recurre a la virtud moral del «amor entre esposos»; ser «un padre de familia» era a los ojos de la burguesía una de las más grandes y preciadas cualidades del hombre.
Por su parte, el proletariado debe considerar el papel social y psicológico del sentimiento de amor, tanto en el amplio sentido de la palabra como en lo referente a las relaciones entre los sexos, que puede y debe jugar para reforzar los lazos, no en el dominio de las relaciones matrimoniales y de la familia, sino los que contribuyen al desenvolvimiento de la solidaridad colectiva.
¿Cuál, pues, será el ideal de amor de la clase obrera? ¿En qué sentimientos tienen que basarse las relaciones sexuales en la ideología proletaria?
Hemos visto ya, mi joven camarada, cómo cada época de la historia posee su ideal de amor peculiar; hemos analizado cómo cada clase, en su propio interés, da a la noción moral del amor un determinado contenido. Cada grado de civilización trae a la Humanidad sensaciones intelectuales y morales más ricas en matices, que recubren de un color determinado las delicadas alas de Eros. La evolución en el desenvolvimiento de la economía y las costumbres sociales ha ido acompañada de modificaciones nuevas en el concepto del amor. Algunos matices de este sentimiento se reforzaban mientras otros disminuían o desaparecían totalmente.
El amor, en el transcurso de los siglos de existencia de la sociedad humana, evolucionaba desde ser un simple instinto biológico (el instinto de reproducción, común a todos los seres vivientes superiores o inferiores, divididos en dos sexos) y se enriquecía sin cesar con nuevas sensaciones psíquicas hasta convertirse en un sentimiento muy complicado.
De ser un fenómeno biológico pasó el amor a convertirse en un factor social y psicológico.
El instinto biológico de reproducción, que en los primeros grados del desenvolvimiento de la humanidad determinó las relaciones entre los sexos, tomó bajo la presión de las fuerzas económicas y sociales dos sentidos diametralmente opuestos: de un lado, bajo la presión de relaciones económicas y sociales monstruosas, sobre todo bajo el yugo capitalista, el sano instinto sexual (la atracción de dos seres de sexo distinto basada en el instinto de reproducción) degeneró y se convirtió en malsana lujuria. El acto sexual se transformó en un fin en sí mismo, en un medio para lograr «mayor voluptuosidad», en una depravación exacerbada por los excesos, las perversiones y los malsanos aguijonazos de la carne. Buscaba el hombre a la mujer, no impulsado por una sana corriente sexual que le empujase con todo su ímpetu hacia una mujer; el hombre «buscaba» a la mujer sin experimentar ninguna necesidad sexual, y la buscaba con el único fin de provocar esta necesidad mediante la intimidad del contacto con la mujer. De este modo el hombre se procura una voluptuosidad con el hecho mismo del acto sexual. Si la intimidad del trato con la mujer no provoca en el hombre la excitación esperada, los hombres estragados por los excesos sexuales recurren a toda clase de aberraciones.
Es ésta una desviación del instinto biológico en una lujuria malsana que hace que se aleje de su fuente primitiva.
La atracción física entre los sexos se complica, por otro lado, en el transcurso de los siglos de vida social de la Humanidad y de las diversas civilizaciones, y adquiere toda una gama de diversos matices y sentimientos. El amor es un estado psicológico muy complejo, en su forma actual, que desde hace mucho tiempo se desprendió por completo de su fuente originaria, el instinto biológico de reproducción, y que en muchos casos llega a contradecirse con él. Es el amor un conglomerado de sentimientos diversos: ternura espiritual, pasión, inclinación, lástima, costumbres, etc. Es difícil, pues, ante tan gran complejidad, establecer un lazo de unión directo entre el «Eros sin alas» (atracción física entre los sexos) y el «Eros de alas desplegadas» (atracción psíquica).
El amor-amistad, en el que no es posible encontrar ni un átomo de atracción física; el amor espiritual, sentido por la causa, por la idea; el impersonal hacia una colectividad, son sentimientos que demuestran claramente hasta qué punto se ha idealizado y se ha alejado de su base biológica el sentido de amor. Pero aún el problema se complica mucho más. Surge con gran frecuencia una flagrante contradicción entre las diversas manifestaciones del amor, y comienza la lucha. El amor sentido por la «causa amada» (no el amor sentido simplemente por la causa, sino por la causa amada) no concuerda con el amor sentido por el elegido o elegida del corazón, amor por la mujer, el marido o los hijos. El amor-amistad se encuentra en contradicción con el amor-pasión. En un caso el amor está dominado por la armonía psíquica; en el otro, tiene por base «la armonía del cuerpo».
Se ha revestido el amor de múltiples aspectos. Desde el punto de vista de las emociones de amor, el hombre de nuestra época, en el cual han hecho los siglos de evolución cultural que se eduquen y desarrollen los diferentes matices de este sentimiento, se siente como a disgusto en el significado demasiado vago y general del sentido de la palabra amor.
La multiplicidad del sentimiento de amor, bajo el yugo de la ideología y costumbre capitalista, crea una serie de dolorosos e insolubles dramas morales. Desde fines del siglo XIX los psicólogos y escritores empezaron a tratar como tema favorito la multiplicidad del sentimiento de amor. Los representantes reflexivos de la cultura burguesa empezaron a sentir desconcierto e inquietud ante aquel «enigma» del «amor por dos y hasta por tres seres». H. A. Herzen, nuestro gran pensador y publicista del pasado siglo, intentó encontrar una solución a esta complejidad del alma humana, a este desdoblamiento de sentimientos, en su novela titulada ¿De quién es la culpa? También Chernichevski intentó encontrar la solución a este problema en la novela social ¿Qué hacer? El desdoblamiento del sentimiento de amor, su multiplicidad, ha preocupado a los más grandes escritores de Escandinavia, tales como Hansen, Ibsen, Bernsen y Heiderstam.
También se han ocupado de este tema los literatos franceses del pasado siglo. Romain Rolland, escritor que simpatiza con el comunismo, y Maeterlinck, que no puede encontrarse más alejado de nuestros ideales, han tratado igualmente de encontrar la solución a éste problema. Los genios poéticos como Goethe, Byron y George Sand, este último uno de los pioneros más ardientes del dominio de las relaciones entre los sexos, han intentado resolver este problema complicado en la práctica, este «enigma del amor». Herzen, el autor del libro antes citado, lo mismo que otros pensadores, poetas y hombres de Estado, se han dado cuenta a la luz de su propia experiencia del terrible problema. Pero bajo el peso del «enigma de la dualidad de sentimientos de amor» también se doblegan los hombres que no son «grandes» en modo alguno, pero que en vano buscan la clave de la solución del problema dentro de los límites impuestos por el pensamiento burgués. La solución del problema está en manos del proletariado precisamente. Pertenece a la ideología y al nuevo género de vida de la Humanidad trabajadora la solución de este problema.