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Primera publicación: Este artículo se publicó en
inglés, con el titulo "Capitalism’s New Crisis: What Do Socialists
Say?", en la
revista Socialist Review,
en febrero de 2008.
Traducción al castellano: La traducción del
inglés ha sido realizada principalmente por Alba Dedeu.
Primera edición en castellano: Chris Harman, La nueva crisis del capitalismo
¿Qué decimos los socialistas? En lucha: España, abril de 2009.
Edición digital castellano: La nueva crisis del
capitalismo, http://www.enlucha.org/site/?q=node/16401.
Esta edición: Marzo 2012, por cortesia de En
lucha.
Erradicar el hambre que sufren cerca de 2.000 millones de personas tenía en marzo de 2007 un coste de 30.000 millones de dólares: algo imposible de asumir, nos decían, por la economía mundial.
Sin embargo, sólo en setiembre de ese mismo año los bancos centrales europeos inyectaban más de 100.000 millones de dólares al sistema financiero. Esto es un botón de muestra de la barbarie que significa el capitalismo. Un sistema injusto tanto en el norte como en el sur, que concentra en menos del 20% de la población el 80% de la riqueza global. Un modelo económico presentado hipócritamente como el único viable y hasta hace pocos meses como infalible.
La historia del capitalismo es la historia de las crisis y los booms, aunque ante cada boom los analistas, a través de las empresas de comunicación de masas, intentan borrar de la memoria las crisis anteriores. Su esfuerzo en defender las virtudes y ocultar los defectos del capitalismo es tan denodado que algunos llegan incluso a olvidar la existencia de las crisis. Así, ante la llegada de la crisis, primero la niegan. Hay que recordar que en 2007 se hablaba de turbulencia financiera; a principios de 2008, de crisis bancaria; y sólo cuando a mediados de 2008 se vio que las mayores economías del mundo iban a ir entrando en recesión, se habló de crisis con todas las letras. No obstante, desde los gobiernos, los bancos, las empresas y los analistas se habla de la crisis como un fenómeno causado por la avaricia de unos pocos especuladores. Otros, junto a una parte de la izquierda, hablan de la falta de regulación encarnada en los paraísos fiscales como origen principal de la crisis.
De ser ciertas estas suposiciones, tan solo encerrando a los ladrones y regulando el sistema se podría solucionar la crisis. En ese caso, todas las personas decentes deberían centrar todos sus esfuerzos en acabar con los paraísos fiscales y meter a los ejecutivos en la cárcel. Ninguna de estas cosas está mal en sí; de hecho, serían deseables. Sin embargo, la historia nos enseña que, en momentos donde los controles han sido mucho más fuertes y los ejecutivos menos poderosos, las crisis han seguido apareciendo tercamente.
Así, en los últimos 20 años, podemos hablar de la crisis de los tigres asiáticos, que devastó las economías de los países del sudeste asiático; del efecto Tequila, que llevó a México prácticamente a la bancarrota; del efecto tango, que arruinó a Argentina; del colapso de las puntocom, que supuso la antesala de la crisis actual… Algunas de estas crisis son locales; otras regionales; y otras globales. Esto es así debido a que el capitalismo se estructura de manera global, aunque algunos países y zonas del planeta tienen un mayor peso dentro del sistema. Entonces, si tanto el descontrol como la avaricia no son las causas de la crisis sino los agravantes, ¿por qué cada cierto tiempo un sistema, supuestamente infalible, entra en crisis, y enormes cantidades de riquezas se pierden, de manera irremediable, como agua entre las manos?
Marx identificó la tendencia a la baja del beneficio como causa intrínseca de las sucesivas crisis hace cerca de 147 años. En las páginas de este folleto, el economista Chris Harman explica de manera breve e inteligible el origen último de la crisis así como su desarrollo, aplicando el análisis marxista. Éste, como atestiguan incluso algunas portadas de los periódicos, es el único que predice parte del devenir actual.
El Estado español se encuentra entre los países más golpeados por la crisis en estos momentos. Todos los indicadores macroeconómicos se encuentran en caída libre y, lo que es más grave, los indicadores sociales no presentan un mejor aspecto. Así, se prevé que, a finales de 2009, existirán casi cuatro millones de parados, cuando en Gran Bretaña, con cerca de 61 millones, se considera catastrófico llegar a los tres millones de parados.
Durante 2008, 58.686 hipotecas fueron ejecutadas, es decir, embargadas (según el Consejo General del Poder Judicial). De ellas, 21.211 en el último trimestre del mismo año. De seguir esta tónica en 2009, más de 80.000 hipotecas podrían ser ejecutadas, con el coste social que esto supone. Por otro lado, la medida del gobierno, anunciada a bombo y platillo, que iba a permitir a los parados aplazar 12.000 euros de hipoteca durante un máximo de dos años, sólo ha afectado a 56 parados desde su aprobación en noviembre de 2008 (datos del Instituto de Crédito Oficial). Esta grave situación, que no tiene visos de mejorar sino todo lo contrario, se da en uno de los países que más había crecido. Esto se debe a que, en los momentos del boom, es cuando se está generando la cocción para la crisis. A modo de breve ejemplo, esto es lo que ha pasado con la crisis inmobiliaria que ha arrastrado al resto de la economía.
El Partido Popular aprobó en 1997 una ley que permite convertir todo el
suelo en urbanizable, lo que puso en circulación una gran cantidad de suelo.
Esto revitalizó al sector de la construcción que, al acumular años de
ganancias, se convirtió en un imán para la inversión, en especial después de
marzo de 2000 en el que la burbuja tecnológica falló. Así, con suelo libre y
expectativas de beneficio altas, se desató la venta de centenares de miles de
pisos incluso antes de ser construidos, cuyo valor no paraba de aumentar. Todo
parecía ir bien, excepto para la pobre gente que tenía que endeudarse de por
vida para acceder a una vivienda. Sin embargo, la construcción de viviendas
requiere de materias primas, suelo, ladrillos, cemento y una gran industria del
transporte. Tanto el ladrillo como el cemento subieron de precio. Aún así, no
lo hicieron de la manera espectacular que lo hizo el suelo, cuyo valor en 2006
suponía en ciertas zonas el 55% del precio de la vivienda, cuando 10 años
antes no superaba el 10%. Por
este motivo, la ganancia unitaria por vivienda se redujo a pesar del aumento de
precio.
Cada vez que se incrementaba el número de viviendas construidas, más caro era el suelo y menos se ganaba por piso vendido. También, los promotores debían comprar materia prima de cara al futuro. Esta compra devino frenética ante la posibilidad de que otros competidores lo hicieran antes y a precios más bajos, por lo que también tuvieron que endeudarse masivamente. A una burbuja ya hinchada todavía se le puso más presión.
Los marxistas hablaban de sobreproducción, pero nadie les hizo caso. En vano se recordaba la crisis del Japón, con orígenes similares, pues se les ignoraba. Ante una amenaza de pérdidas, la bruma especulativa se esfumó y dejó al descubierto un millón de pisos nuevos imposibles de vender, una industria del automóvil sobre-expandida, cuyos stocks se acumulan y miles de hectáreas litorales y agrícolas sepultadas bajo el cemento.
Nos encontramos en una de las crisis económicas más fuertes de la historia y con una de las izquierdas más débiles para hacerle frente, por no hablar de la situación sindical. Articular una respuesta movilizadora y unitaria desde la izquierda alternativa se está convirtiendo en una urgencia.
Sin embargo, desde el momento en que la visión económica que sale en los medios de comunicación no sirve para entender lo que está sucediendo, todos los que queremos plantar cara a la crisis y sus efectos necesitamos profundizar en las ideas. Crisis y capitalismo, como se muestra en el folleto, van unidos. Es por esto que complementamos el texto principal con tres apéndices.
El primero trata la relación entre la crisis económica y la crisis ecológica. El segundo debate, desde una perspectiva revolucionaria, el decrecimiento, una de las propuestas que más vigor está teniendo para presentarse como alternativa a este sistema. En el último, se entra específicamente en la cuestión clave para entender la dinámica de subidas y bajadas del capitalismo: la tasa de beneficios.
La crisis económica está acarreando, asimismo, una crisis ideológica (de las ideas neoliberales y pro capitalistas). Cada vez más gente empieza a buscar alternativas a un sistema en crisis. Esperamos que este folleto ayude a dar algunas respuestas.
En lucha, abril de 2009
“Lunes negro, martes terrible, miércoles infame”. Así describía un popular periódico los acontecimientos de la tercera semana de septiembre de 2008. En todas las partes del mundo, la gente observaba, perpleja y asustada, cómo intentaban mantenerse a flote en una ciénaga de deudas las grandes corporaciones financieras, los beneficios colosales y las enormes bonificaciones que han caracterizado las últimas tres décadas. Muchos espectadores no podían evitar reírse entre dientes ante la escena de esos yuppies vestidos con trajes caros despidiéndose de sus mega-salarios cuando salían de sus oficinas en los rascacielos de la ciudad, llevando consigo una caja de cartón con sus pertenencias. Pero acompañando a la risita había una profunda ansiedad. El sistema en el que vivimos y trabajamos se encontraba inmerso en una crisis profunda, y decenas de miles de personas con trabajos convencionales y niveles de vida modestos empezaron a preocuparse por si acabarían pagando ellos. Ese miedo se acentuó en la semana siguiente, cuando uno de los hombres más ricos de América avisó de “un Pearl Harbor económico” y George W. Bush hizo una emisión televisiva especial advirtiendo de que “toda nuestra economía está en peligro”.
Algunos ya han pagado un alto precio. Un millar de personas al día se sumaban a las colas de los centros de empleo en agosto. Unos 85.000 veraneantes llegaron a los aeropuertos para encontrarse con que los vuelos que habían pagado ya no existían, y que la policía estaba preparada para disuadirles si trataban de tomarlos. Dos millones de americanos han perdido sus hogares durante el último año. Nadie sabe qué sucederá a continuación, y mucho menos los políticos, los banqueros y los empresarios, ellos que nos aseguran que son los más indicados para dirigir la sociedad en beneficio nuestro.
Detrás de la crisis hay una palabra que han, virtualmente, excluido en la buena sociedad desde hace casi tres décadas: capitalismo. En vez de usar esa palabra, nos han vendido ese discurso sobre el “empresariado” y los “creadores de riqueza” que deberíamos escuchar impresionados, permitiéndoles dirigir el Banco de Inglaterra con independencia de los gobiernos electos, tomar las escuelas como academias urbanas, reorganizar los fondos de la sanidad y los hospitales-fundación; suplicándoles que patrocinen equipos de fútbol y orquestras sinfónicas, contando con ellos para que financien un partido político que antes decía desafiar su influencia. Ahora, la cruda realidad detrás de los eufemismos se ha desvelado de repente. Es la realidad de un sistema basado en la competición por ver quién es más avaricioso, y sus personajes estrella son los más adaptados para hacer dinero a expensas de todos los demás, a sabiendas de que, si las cosas van mal, ellos tendrán el respaldo de los políticos, que, al mismo tiempo que declaran su apoyo a la libre empresa, les proporcionarán gigantescas donaciones estatales mientras recurren a medidas drásticas con nuestras pensiones y con los beneficios de desempleo para el resto de nosotros.
Esto hizo el gobierno norteamericano el 7 de septiembre cuando tomó el control de los dos gigantes hipotecarios Fannie Mae y Freddie Mac, gastándose varios miles de millones de dólares en lo que era, según el economista de Nueva York y antes consejero de gobierno Nouriel Roubini, “la mayor nacionalización conocida por la humanidad”. Es lo que hizo de nuevo el gobierno de Estados Unidos nueve días después cuando tomó el control de AIG, la que hasta hace poco era la mayor compañía aseguradora del mundo. Es lo que hizo el gobierno británico hace nueve meses cuando nacionalizó la que antes era la sociedad constructora Bradford & Bingley. Y es lo que hizo el gobierno español, cuando el Banco de España decidió en marzo de 2009 intervenir Caja Castilla-La Mancha, sustituyendo a su consejo de administración y aprobando un aval, por parte del Estado, de 9.000 millones de euros.
Esas medidas son la mayor refutación concebible del lenguaje de libre mercado “neoliberal” que todos esos políticos y comentaristas nos vienen imponiendo. Los acontecimientos les han forzado a renegar de todo aquello que han afirmado durante décadas, rompiendo drásticamente, y casi de la noche a la mañana, con la ideología que han estado predicando a los trabajadores y a los países pobres.
¿Por qué? No para proteger a aquellos que están perdiendo sus empleos, sus casas o han visto sus vacaciones echadas a perder o sus pensiones en riesgo. Northern Rock, desde la toma de control estatal, está a la cabeza del grupo de compañías hipotecarias que están echando a la gente de sus hogares a través de órdenes de recuperación (echaron a diez familias de sus hogares cada día durante el mes de agosto). A quien se ha protegido es al sistema financiero que ha producido la crisis, un sistema basado en fondos de cobertura multimillonarios, bancos y fondos de inversión, que asumía que nadie se atrevería a rechazar su avaricia infinita. El gobierno estadounidense permitió que uno de los bancos de inversión más prestigiosos, Lehman Brothers, entrara en quiebra el 14 de septiembre. Pero el comportamiento salvaje que este hecho supuso por parte de fondos de cobertura, bancos y fondos de inversión, le forzaron a un rápido giro de ciento ochenta grados y a soltar muchos más miles de millones durante los días 15, 16 y 17 de septiembre. La administración norteamericana de más extrema derecha de los últimos tres cuartos de siglo empezó las nacionalizaciones a una escala sin precedentes para proteger a los ricos, socializando las pérdidas después de treinta años de privatizar las ganancias. No es de extrañar, pues, que el economista pro-capitalista Willem Buiter describa lo ocurrido como “el fin del capitalismo americano tal y como lo conocemos”.
La pregunta clave es qué va a reemplazarlo. “Manteneos firmes, resistid”, ha sido el eterno consejo que los defensores del capitalismo han dado a los que sufren cuando las compañías hacen reducciones de plantilla. Es la excusa para hacer que la gente compita por sus propios puestos de trabajo, para que los desempleados sean humillados en las agencias de empleo, para que las madres solteras y los minusválidos sean examinados para ver si cumplen las condiciones necesarias para recibir ayudas, para decirles a todos aquellos que no han tenido nunca un trabajo bien remunerado que tendrán que ahorrar si quieren tener derecho a una pensión, para que los estudiantes tengan que trabajar para mantenerse mientras se forman y paguen enormes sumas en tasas cuando terminan.
“No hay alternativa” era el eslogan de Margaret Thatcher, retomado por Tony Blair y Gordon Brown al tiempo que invitaban a la primera a Downing Street. Y lo peor de todo aquello concebible sería que el estado tomara el control. Eso “destruiría la competitividad”, “apagaría la iniciativa” y “frustraría las aspiraciones”. Ahora alaban al estado por intervenir y tomar el control, pero sólo mientras lo haga para proteger a aquellos que han jugado en los mercados financieros y han estado viviendo en niveles de lujo estratosféricos de riqueza, una riqueza creada por otros, mientras ellos no creaban nada excepto unas deudas enormes.
Hay una explicación sencilla para la causa de la crisis: la avaricia de aquellos con dinero que querían hacer más dinero. Ésta no es la razón dada por aquellos de nosotros que siempre nos hemos opuesto al capitalismo, también lo explican así algunos de sus más fervientes defensores”. El antes economista principal del Fondo Monetario Internacional, Raghuram Rajan, culpa los inmensos pluses que los banqueros reciben. Martin Wolf, el columnista jefe del Financial Times de la propia City, echa la culpa a “la irresponsabilidad de los banqueros”. Para el ministro de Economía, Pedro Solbes, el problema que provocó la intervención del gobierno español en Caja Castilla-La Mancha fue que “la caja falló en la evaluación de riesgos”.
El papel destructivo del negocio financiero ha sido simple. En su persecución de los beneficios ha rastreado el planeta en busca de oportunidades de prestar dinero para cosechar enormes cantidades en el pago de intereses, llevando a cabo especulación y ganando grandes sumas derivadas de supervisar absorciones y privatizaciones. En los años setenta y ochenta, este fenómeno se ha concentrado en los países pobres: se les prestaba tanto y a tasas de interés tan elevadas, que dichos países, para hacer los pagos, se veían forzados a pedir nuevos préstamos con tasas de interés aún mayores. Cuando estos países empezaron a tener problemas, los Estados Unidos, el gobierno británico y los gobiernos de la Unión Europea les enviaron al FMI para que les hiciera acatar su voluntad, forzándoles a abrir sus mercados a las gigantescas compañías occidentales, de manera que les vendían su industria; a privatizar su sistema sanitario y a forzar a los padres más pobres a pagar por la educación de sus hijos. Pero había límites en la capacidad respecto a cuánto se podían exprimir estos países, precisamente por ser tan pobres.
Cada vez más, el sistema financiero ha centrado su atención en los países ricos, y en particular en los beneficios que se podían hacer a través de la especulación en la bolsa, en la propiedad comercial, en materias primas como el petróleo, en fondos de pensiones y, por encima de todo, en el negocio inmobiliario.
Las sumas de dinero hechas a través de esos préstamos podían llegar a ser espectaculares. Tan espectaculares, que las hojas de papel que contenían las promesas de pago de la gente endeudada adquirieron mucho valor. Las compañías hipotecarias podían vender estos papeles a los bancos, quienes después los empaquetaban conjuntamente en lo que llamaron “instrumentos financieros”, y se los vendían a otros banqueros obteniendo beneficios. Grupos de individuos muy acaudalados contribuían con unos cuantos millones cada uno para crear fondos de cobertura que se unieran a la acción. Una industria entera que daba trabajo a cientos de miles de personas alrededor del mundo se desarrolló entorno a este tipo de negocios.
Aquellos que se encontraban en el centro de esta industria, obteniendo sus mayores provechos, eran calificados de “dinámicos y ambiciosos”, “innovadores” y “genios emprendedores”. Entre estos genios estaban los que dirigían el banco británico Northern Rock. El Financial Times lo ha descrito como “el brindis de una ostentosa cena de la City, en donde se les colmaba de alabanzas por sus recursos en la innovación financiera”.
Los beneficios obtenidos de los préstamos, de los paquetes de deudas y de su venta espoleaban una búsqueda de nuevos campos de préstamo y fuentes de beneficio. El mercado en el que hacer eso de una manera establecida empezó a llegar a su límite. Así estaban las cosas cuando los genios tropezaron con el mercado de las subprime.
Este término se refiere a personas con rentas bajas o inseguras a las que les habían denegado un crédito en el pasado. Pero ahora existía esa gran tentación de obtener más beneficios dándoles préstamos para comprar cosas que necesitaban desesperadamente; sobre todo, casas. Si se les ofrecían hipotecas a tasas de interés inicialmente bajas, se podía conseguir que se comprometieran con créditos, para después de dos o tres años subirles dichos intereses de un modo muy provechoso. Compañías hipotecarias como Northern Rock vieron en este sistema una manera de incrementar sus ganancias en el que no podían perder. Había unos grandes beneficios calculados si los endeudados con las subprime podían pagar los intereses aumentados. Y también si no podían, pues sus casas podían ser recuperadas y vendidas, ya que los precios del sector inmobiliario seguían subiendo.
“Nacionalización a través del robo” Así describió Robert Preston, de la BBC, el hecho de que los créditos directos del Banco de Inglaterra a los bancos británicos se elevara a 49.000 millones de libras en sólo una semana. En los últimos dos años el total de ayudas financieras a los bancos ha aumentado hasta llegar a más de 200.000 millones de libras.
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El atractivo de estos beneficios sedujo a todos los que lo vieron. Todos en Wall Street y en la City de London querían sumarse al sistema, tomando prestadas enormes sumas para vender los paquetes de deudas y asegurando a los otros bancos o a los fondos de cobertura que les prestaban el dinero para tales operaciones que ellos siempre podrían devolver aquellas deudas, porque a ellos mismos les debían mucho dinero.
Cualquier persona con un poco de sentido común habría visto que el juego estaba destinado a acabar bruscamente de un momento a otro. Lo que estaba haciendo subir los precios de las viviendas era, precisamente, la frenética competición entre las compañías hipotecarias para dar créditos a la gente más pobre. Cualquier pequeño incremento en los impagos de las hipotecas de esas personas podía causar un aumento de las recuperaciones de viviendas para vender. Entonces los precios de dichas viviendas empezarían a caer y todos los involucrados en el negocio de las hipotecas subprime comenzarían a perder dinero. Esto es lo que empezó a ocurrir en el 2006, con un ligero incremento en las tasas de desempleo de Estados Unidos y un gran aumento de las tasas de interés. Pero los que estaban involucrados en la cadena de endeudarse y pedir préstamos ignoraron las señales de aviso. O, al menos, las ignoraron hasta que en la segunda semana de agosto del 2007 de repente se hizo patente que los fondos de cobertura que poseían los bancos no podían recuperar lo que habían prestado para poder pagar lo que debían. Todos los bancos temieron entonces que no podrían recuperar el dinero prestado a otros bancos. El juego frenético de endeudarse para prestar dinero se frenó de golpe. No era posible, ni siquiera para los “dueños del universo”, continuar prestando indefinidamente un dinero que no tenían a gente que no podía devolverlo. No fueron sólo los préstamos de las hipotecas subprime los que se vieron amenazados sino que la situación afectó, también, a los préstamos de hipotecas normales. El volumen de préstamos cayó en picado (se redujo a la mitad en Gran Bretaña) y los préstamos que aún se concedían tenían unas tasas de interés más altas. Eso significó que viviendas de todo tipo no se vendían, que los precios de las mismas empezaban a caer aún más rápidamente, que las recuperaciones de viviendas se multiplicaban al no poder pagar la gente los intereses aumentados, y todo eso hizo todavía más difícil que los bancos y los fondos de cobertura recuperaran las enormes sumas que habían prestado.
En el Estado español, en enero de 2009, se mostraron los signos claros de una dramática reducción de la financiación a los hogares y a las pequeñas y medianas empresas, que de forma conjunta recibieron un 31,3% menos que en enero de 2008. Sólo se libraron, curiosamente, los créditos de más de un millón de euros otorgados a grandes empresas.
El veneno se esparció desde una parte del sistema financiero a otra. No sólo estaban aquellos que habían aportado el dinero para los créditos, sino también aquellos cuya avaricia les hizo poner su confianza en los beneficios obtenidos de asegurar los créditos de los bancos y los fondos de cobertura. Las sumas implicadas en todas estas formas de juego eran inmensas. Las transacciones del mercado de los “derivados de los créditos” se estimaban en unos increíbles 62.000 billones de dólares en septiembre del 2008, de los cuales se invertía un billón o más.
Todas las formas de negocio en una economía capitalista suponen tener que pedir prestado y prestar, con empresas que proveen bienes dando crédito a los mayoristas, mayoristas que dan crédito a los minoristas y minoristas que dan crédito a aquellos que compran muchos tipos de bienes de consumo. El miedo súbito que los bancos adquirieron de prestarse los unos a los otros (o el “credit crunch”, como lo han llamado) amenazaba con detener todo este proceso. Se describió como el equivalente a un ataque al corazón del sistema capitalista. Ésta es la razón por la cual los gobiernos y los bancos centrales han olvidado todos sus sermones acerca de las virtudes de una libre competición sin trabas, e intervinieron para mantener intacto el sistema financiero.
“Esta semana sin precedentes hará que mucha gente se plantee los principios del libre mercado… El capitalismo occidental tiene ante sí la tarea de recuperar la confianza del público. Editorial del Times (Londres)
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Las sumas eran ya inmensas: el Estado norteamericano había inyectado 400.000 millones de dólares al sistema financiero en marzo y abril de 2008 mientras el primer gran banco del país, Bear Stearns, estaba a punto de entrar en quiebra. Durante unas cuantas semanas esto calmó un poco los ánimos. Algunos pensaron que la crisis ya había pasado. El candidato a presidente republicano, John McCain, afirmó a principios de septiembre que la economía de Estados Unidos era fundamentalmente sólida. Otros como él se engañaban a sí mismos, por su propia fe en el sistema. Al final, la administración norteamericana más de derechas de los últimos tres cuartos de siglo decidió que sólo una acción masiva estatal podía proteger al capitalismo en su conjunto de sí mismo, y tomó el control de los dos gigantes hipotecarios, Fannie Mae y Freddie Mac. Un último intento de dejar el asunto en manos del mercado al permitir que uno de los cuatro prestigiosos bancos de inversiones, Lehman Brothers, entrara en quiebra sólo consiguió causar una confusión tal que amenazaba con acabar en un colapso financiero sin precedentes, con comentaristas de todas las ideologías hablando de la peor crisis desde 1929. El estado tuvo que llevar a cabo otra nacionalización masiva, la del gigante asegurador AIG, y George Bush tuvo que advertir, entre acusaciones de “socialismo” desde su propio partido, que el sistema entero se colapsaría si el estado no compraba todos los paquetes de deuda dudosos por una cantidad estimada en 700.000 millones de dólares.
Ahora lo que se está intentando es dar la impresión de que toda la culpa ha sido de los financieros, que el resto del sistema es inocente. No os preocupéis, dicen algunos comentaristas, sólo son las finanzas las que están en crisis. La “economía real” es algo muy diferente. Típico fue el mensaje del muy aplaudido discurso de Gordon Brown en la conferencia del Partido Laborista. Había, dijo, la necesidad de hacer limpieza en la City de Londres. Pero se apresuró a añadir que Londres tenía que “conservar su bien merecida posición como centro financiero del mundo”, diciéndole a un entrevistador televisivo el día siguiente que el Partido Laborista sigue siendo “un gobierno pro-negocios”.
Pero las finanzas no son algo separado del resto del capitalismo. Está impulsado por la misma competición ciega en busca del beneficio. Las empresas industriales mayores se han volcado en las finanzas en los últimos tiempos para aumentar sus beneficios, como ha hecho General Electric, la mayor firma industrial de los Estados Unidos; y también Ford y General Motors. Entre aquellos terriblemente preocupados por la situación financiera se encuentran ricos industriales. Entre los directores de Lehman Brothers se incluían: el ex-presidente de IBM, el ex-presidente de Halliburton, el ex-presidente de Telemundo (que también es director de Sony y de MGM) y el actual presidente de GlaxoSmithKline (que es también el ex-presidente de Vodafone), como también una almirante de la marina estadounidense (también líder de las girl scouts norteamericanas), el antes presidente de la casa de subastas de arte Sotheby’s y el antes presidente de Salomon Brothers. La junta del mayor banco de inversiones, Goldman Sachs, incluye a los directores de General Motors, Mobil Oil, Novartis, Kraft Foods, Colgate Palmolive, Du Pont, Boeing, Texas Instruments y ArcelorMittal.
La avaricia no conoce fronteras entre las finanzas, la industria y el comercio y, de modo análogo, llega también a la cultura y a los lavados de cerebro ensalzando las virtudes del militarismo entre los jóvenes. No han sido sólo los financieros quienes han esperado hacer enormes beneficios y obtener salarios descomunales en las últimas décadas. También lo han hecho todos aquellos que poseen o controlan la industria a ambos lados del Atlántico. En Estados Unidos, según CNN-Money, “los salarios de los altos cargos ejecutivos respecto a los salarios medios eran superiores a razón de 301-1 en 2003, y de 431-1 en 2004. La proporción actual es muy superior de lo que era en 1990, cuando el sueldo de un alto ejecutivo era 107 veces superior al salario de un trabajador medio. Es mucho más alto que en 1982, cuando el ejecutivo medio ganaba sólo 42 veces más que el trabajador medio. También en el Estado español se ha visto desde los años ochenta un gran crecimiento de las rentas del capital a costa de una disminución de las rentas del trabajo: las rentas del trabajo pasaron de representar el 72% de la renta nacional total en 1992 al 61% en 2005.
La crisis que ha emergido del sistema financiero en el último año no es en absoluto un fenómeno nuevo.
La historia del capitalismo industrial ha sido una historia de alzas repentinas o “booms” y profundas depresiones, lo que los economistas llaman “el ciclo del negocio”. Durante cerca de doscientos años, períodos de expansión frenética de producción se han ido intercalando con colapsos súbitos, en los cuales enteras secciones de la industria van frenándose hasta estancarse.
El mundo ha experimentado cuatro crisis mayores en el último cuarto del siglo XX y muchas crisis menores. Cada una de ellas ha supuesto cargas enormes para aquellos que trabajan dentro del sistema, devastando las vidas de mucha gente que pierde su capacidad de ganarse un sustento (y algunas veces también sus hogares). Estas crisis no son sólo un producto menor de las irregularidades financieras, sino que forman parte del funcionamiento intrínseco del sistema.
Esto es algo que las ciencias económicas oficiales que se enseñan en las escuelas y universidades y son aceptadas por una gran mayoría de comentaristas de los medios no han podido aceptar. Este fracaso es parte del método mismo de las ciencias económicas oficiales. En dicho método se considera al capitalismo como un sistema ocupado en satisfacer las necesidades humanas, lo que se llama “servicios”. No puede, por lo tanto, entender cómo se pudo producir el cierre súbito de áreas enteras de producción habiendo gente para trabajar y gente que quería los bienes producidos.
La explicación es simple. El motor del capitalismo no es la satisfacción de las necesidades de la gente, sino la competición entre los capitalistas para obtener beneficios. Las necesidades humanas solo se satisfacen mientras, al hacerlo, se contribuya a girar la rueda del beneficio.
En todas las sociedades humanas la gente ha tenido que trabajar unida para ganarse un sustento a través de la naturaleza. En algunas sociedades, pequeños grupos de gente recolectaban fruta, desenterraban raíces y cazaban animales salvajes; en otras, los habitantes de las aldeas trabajaban la tierra para obtener sus cosechas.
Un buen trabajo… para algunos HBOS pagó a su jefe en banca corporativa, Peter Cummings, 2,61 millones de libras el año pasado. HBOS ha sido adquirida por Lloyds. Bradford & Bingley pagó a su jefe ejecutivo Steven Crawshaw 2,02 millones de libras en salario más primas el último año, un 45% más que el año 2006. B&B se ha nacionalizado. Estos salarios se empequeñecen en comparación con los de los altos cargos de Freddie Mac (el presidente, Richard Syron “ganó” 14,5 millones de dólares en 2007) y Fannie Mae (el jefe ejecutivo Daniel Mudd iba justo detrás de Syron con 14,2 millones de dólares). Ambas han sido nacionalizadas.
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Hoy en día, el nivel de cooperación existente para proveer sustento a la gente es mucho mayor de lo que jamás ha sido. Si examinas la ropa que llevas, te darás cuenta: habrá una pieza hecha de un tejido producido en una parte del mundo, con derivados de algodón otra, con fibras artificiales (que en su origen provenían del petróleo dragado del suelo de otro lugar) otra; y todas ellas transportadas en barcos o aviones conducidos y manipulados por una diversidad de personas de nacionalidades distintas. Cada uno de nosotros sobrevive tan sólo gracias al trabajo realizado por muchos miles de personas en todo el mundo. El sistema en el que vivimos es, en realidad, una red de colaboración entre seis mil millones de personas o más que constituyen una población global. Pero la organización de esa red está basada en un principio muy divergente con el de la cooperación. Está bajo el control de grupos minoritarios privilegiados que tienen las herramientas, la maquinaria y la tierra necesarias para la producción.
Cualquier otra persona que quiera tener acceso a estas cosas para ganarse la vida debe trabajar para ellos y según los términos que ellos dictan. Y estos grupos privilegiados compiten entre sí por hacer más beneficios sin ningún disimulo. Si la producción no contribuye a que esos capitalistas consigan su objetivo, entonces no tiene lugar, y no les importan cuán grandes sean las dificultades causadas.
Los que hacen apología del capitalismo justifican los beneficios de dos maneras principales. Claman que el beneficio es el “premio” que se otorga a los capitalistas que “se abstienen” del consumismo, aunque los capitalistas consumen masivamente mucho más que aquellos a quienes dan trabajo. También describen los beneficios como la recompensa por su “empuje e iniciativa”, aunque la gran mayoría de los capitalistas de hoy se restringe a la lectura de las cuentas de pérdidas y ganancias, ya que toda la investigación técnica la hacen trabajadores a quienes pagan un salario mucho más bajo que el suyo. Lo que importa es saber cómo registrar las patentes, no cómo descubrir los fármacos, o diseñar el software o extraer el petróleo.
El hombre a quien normalmente citan como el padre del capitalismo económico, Adam Smith, era más honesto que sus sucesores de hoy. Escribiendo en una época en la que el capitalismo industrial estaba sólo despegando, a finales del siglo XVIII, reconoció que es el trabajo el que permite a los humanos extraer riquezas de la naturaleza y, por tanto, los beneficios no pueden ser más que el robo de trabajo que un grupo privilegiado puede hacer porque controla las herramientas, la maquinaria y la tierra necesaria para la producción.
En 2007 también se vio incrementado el número de millonarios españoles. Concretamente, el selecto club de personas con un patrimonio superior al millón de dólares tuvo en nuestro país un incremento del 4%, lo que en cifras absolutas nos da un total de 164.000 personas. Si bien este ritmo es inferior al de la media mundial, aún en 2007 superó en 3 puntos porcentuales la media europea, ésta del 3,7%. Informe anual, Merrill Lynch-Capgemini, 2007
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Smith no era consistente en sus puntos de vista, pero sus escritos provocaron que un joven Karl Marx desarrollara un informe sobre el capitalismo que era también una crítica. Marx vio que la competición entre capitalistas para vender bienes producidos a través de la explotación del trabajo de otros necesariamente derivaba en un sistema que escapaba del control humano y se volvía contra aquellos que trabajaban para mantenerlo. Lo que los defensores del capitalismo llaman “las leyes del mercado” son, de hecho, formas de compulsividad que emergen de un sistema que es como el monstruo de Frankenstein, que se vuelve contra aquellos que lo han creado. Marx llamó a este proceso “alienación”.
De todos modos, este sistema no sólo escapa al control de aquellos que trabajan en él. También escapa en gran medida al control de los mismos capitalistas. Cada vez que un capitalista tiene éxito acumulando y expandiendo sus medios de producir riqueza, otros capitalistas son forzados a hacer lo mismo si quieren salir adelante. La competición significa que no tienen otra opción que no sea acumular. Tienen que acumular para hacer beneficios y hacer beneficios para acumular, en un proceso interminable. Y eso significa que tienen que ejercer una presión continua para disminuir los salarios de aquellos que trabajan para ellos y, al mismo tiempo, presión para aumentar la intensidad con que esperan que trabajen.
Pueden optar por explotar a sus trabajadores de una manera y no de otra, pero no pueden optar por no explotarles en absoluto, o ni siquiera por explotarles menos que otros capitalistas, a no ser que quieran entrar en quiebra. El capitalismo es realmente una carrera de ratas, y de varias maneras: un capitalista que no sea una rata, que intente tratar bien a sus trabajadores, poniendo sus necesidades por encima de la competición, no aguanta mucho tiempo.
La inhabilidad de los capitalistas de controlar su propio sistema se demuestra de otras formas también. Su competición ciega crea, inevitablemente, condiciones que amenazan con llevar dicho sistema al caos. La producción de las compañías rivales está ligada al mercado. Ningún capitalista puede mantener alta su producción a menos que pueda vender sus bienes. Pero la habilidad de venderlos depende del gasto de otros capitalistas (sea en lujos para su propio consumo, en nueva maquinaria o equipamientos, o en salarios que sus trabajadores usarán en las tiendas). El mercado hace que la producción en cualquier sitio dependa de lo que está pasando en el resto del mundo. Si la cadena del comprar y el vender se rompe en algún punto, entonces el sistema entero puede empezar a frenarse hasta que al final se detiene. Es en ese momento cuando se entra en una crisis.
Todas las compañías tienen el objetivo de obtener los máximos beneficios. Si esos beneficios parecen fáciles de hacer, entonces las compañías en todo el sistema expanden su producción tan rápido como les sea posible. Abren nuevas fábricas y nuevas oficinas, compran más maquinaria y contratan a más empleados, creyendo que será fácil vender los bienes producidos. Al hacer eso, proveen de un mercado ya listo a otras compañías, que pueden fácilmente venderles maquinaria o edificios o vender bienes de consumo a los trabajadores. La economía entera se dispara, se producen más bienes, y el desempleo cae.
¿Apretándose los cinturones? En el sistema español no hay ninguna medida de contención de los salarios de los principales directivos de la banca. El banquero mejor pagado es Alfredo Sáenz, vicepresidente del Santander, que gana 9,6 millones de euros al año. Curiosamente su jefe, Emilio Botín, cobra menos de la mitad, 3,9 millones. Su hija, presidenta de Banesto, Ana Botín, es la ejecutiva mejor pagada con 3,5 millones. A Botín le supera también el presidente del BBVA, Francisco González, con un sueldo de 5,7 millones de euros anuales.
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Pero esto nunca dura mucho. Un mercado “libre” significa que no hay coordinación entre las diferentes compañías competidoras. Así que, por ejemplo, los fabricantes de coches pueden decidir aumentar su producción, sin que haya al mismo tiempo el incremento de producción necesario en las compañías que fabrican acero o en las plantaciones de Malasia que producen goma para los neumáticos. Del mismo modo, las compañías empiezan a contratar a obreros expertos, sin estar de acuerdo ninguno de ellos en llevar a cabo el adiestramiento necesario para aumentar el número total de esos trabajadores. A cualquier compañía lo único que le importa es conseguir tantos beneficios y tan rápidamente como sea posible. Pero la fiebre ciega de ese empeño puede fácilmente llevar a agotar los suministros existentes de materias primas y componentes, trabajo cualificado y recursos para la industria.
En cada crecimiento rápido que el capitalismo ha conocido, siempre se ha llegado a un punto en el cual la escasez de materias primas, componentes, trabajo cualificado y recursos ha aparecido de repente. Los precios y las tasas de interés empiezan de manera súbita a aumentar y eso, a su vez, alienta a los trabajadores a pasar a la acción para proteger su nivel de vida.
Los “booms” se acompañan normalmente de una inflación inesperada. Y, más preocupante para los capitalistas individuales, los costes en aumento de repente destruyen los beneficios de algunas compañías y las fuerzan hasta el límite de la bancarrota. El único modo de protegerse a ellos mismos es reduciendo la producción, echar a los trabajadores y cerrar fábricas. Pero al hacer eso destruyen el mercado para los bienes de otras compañías. El “boom” da lugar, de golpe, a una depresión igual de brusca.
De repente hay “sobreproducción”. Los bienes se amontonan en los almacenes porque la gente no se puede permitir el comprarlos. Los trabajadores que los han producido pierden sus empleos, porque no se pueden vender. Pero eso significa que pueden comprar menos bienes y que la cantidad de “sobreproducción” en el sistema en su conjunto se hace realmente mayor, agravando la crisis.
Riesgo de pobreza Según el informe anual sobre protección social e inclusión social hecho público por la Comisión Europea con datos correspondientes a 2007, en el Estado español están en situación de mayor riesgo de pobreza las personas de edad avanzada (28 %) y los niños (24 %).
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El giro del “boom” a la depresión siempre coge desprevenidos a los empresarios. Como apuntó Marx, “las empresas siempre parecen totalmente sólidas hasta que tiene lugar la debacle”. El crack siempre viene, y con él la devastación masiva de las vidas de la gente y una enorme pérdida de recursos.
Sin embargo, la respuesta de los empresarios y los gobiernos a la depresión siempre fue la de decir a la gente que no había “lo suficiente para todos” y que “todo el mundo tiene que hacer sacrificios” y “apretarse los cinturones”. Pedro Solbes, el ex ministro de economía, decía el pasado verano que “todos los ciudadanos debemos ser solidarios y apretarnos el cinturón para hacer frente a la nueva realidad”. No deja de ser trágico que incluso ciertos dirigentes sindicales caigan en este discurso. Matías Carnero, dirigente de la UGT en SEAT, impulsó la congelación salarial de la plantilla hablando de “sensatez” y de evitar “jugar” con el futuro.
Los medios para producir cosas que la gente necesita desesperadamente continúan existiendo tanto como antes en medio de una crisis económica: por un lado las fábricas, las minas, los muelles, los campos, etc. son capaces de dar bienes; por el otro, los trabajadores pueden trabajar en ellos. No es una catástrofe natural lo que detiene a los hombres y mujeres desempleados que trabajaban en las empresas que ahora cierran, sino la organización del capitalismo.
La fuerza que empuja al capitalismo es el beneficio. No sólo la cantidad de beneficios, sino cómo eso se relaciona con lo que los capitalistas han pagado como inversión en fábricas y maquinaria: la tasa de beneficios. La acumulación, con la que cada capitalista intenta mantenerse adelantado respecto a los demás, significa que con el tiempo ese gasto en fábricas y maquinaria se hace aún mayor, y crece más rápidamente que cualquier aumento en el número de trabajadores contratados. Pero eso quiere decir que, para mantener cualquier incremento en la tasa de beneficios, la cantidad de beneficios que un capitalista hace también tiene que crecer todavía más. Es como si alguien que conducía un coche pequeño se lo cambia por uno más grande: no es sensato llenar el depósito con la misma cantidad de gasolina que antes; si no se pone más gasolina, el coche la consumirá pronto y se quedará parado antes de llegar al final del viaje.
Pero la fuente de beneficios es el trabajo. La acumulación hace que más fábricas y maquinaria sean empleadas por cada trabajador. Así, la inversión aumenta más rápidamente de lo que la fuente de los beneficios necesita para mantenerla. Los capitalistas tienen recursos para contrarrestar esta tendencia. Pueden incrementar los beneficios por trabajador bajando los salarios y aumentando la presión en los trabajadores para que trabajen más duro y durante más horas (el capitalismo norteamericano ha usado ambos métodos durante los últimos 30 años y los capitalistas europeos están tratando de hacer lo mismo). También pueden tener la esperanza de que las cosas que los trabajadores consumen bajarán de precio, permitiéndoles así aumentar sus beneficios por trabajador sin que ellos se quejen demasiado de su pérdida de nivel de vida. Pero con el tiempo, señaló Marx, no serían capaces de evitar los problemas causados por la presión hacia abajo de las tasas de beneficio. En particular, cada crisis vendría a ser peor que la anterior.
Marx expuso, de todas maneras, un modo para que algunos capitalistas pudieran solucionar el problema de las tasas de beneficios, que consistía en comprar todas las fábricas, equipamiento y materiales de otros capitalistas que entraran en quiebra con la crisis. La lógica de la competencia encarnizada capitalista se acentuaría con la crisis, pero esto a su vez restablecería la tasa de beneficios para aquellos que sobrevivieran y les permitiría disfrutar de un nuevo período de prosperidad.
Este proceso de restablecer las acumulaciones a través de la crisis era, para Marx, un signo de la inhumanidad del capitalismo. Pero para algunos economistas de derechas el argumento se ha convertido, sorprendentemente, en una defensa del capitalismo. No importa cuánta gente sufra aquí y ahora, dicen, a la larga las cosas mejorarán. La crisis es como un purgante, que expulsa todo el veneno de lo que no es beneficioso fuera del sistema. Éste es el argumento que se presentó durante la crisis de los años treinta por Friedrich von Hayek, un conservador del libre mercado que reconoció que Marx había sido uno de los primeros en analizar la crisis del capitalismo. La depresión, dijo, se habría resuelto por sí sola de no haber sido por la intervención gubernamental, que distorsionó el mercado e impidió que los salarios cayeran lo suficiente para restablecer los beneficios. Un argumento similar se postuló por otro economista pro-capitalista que no era tan conservador, Joseph Schumpeter. El capitalismo se expandía, dijo, a través de una “destrucción creativa”. Esta frase se utiliza todavía hoy por los economistas y los políticos que creen que las crisis económicas son necesarias, sin importar cuán desagradables sean sus efectos en la mayoría de la población.
Lo que gente como ellos no llega a ver es la implicación de otro causante que indicó Marx. A medida que el capitalismo envejece, cada vez se acentúa más la creciente importancia de un relativamente pequeño número de compañías muy grandes: lo que él llamó concentración y centralización de capital. Cada crisis aumenta esta tendencia, ya que causa que algunas compañías adquieran otras. Pero cuanto más grandes son las compañías, mayores son los daños ocasionados cuando entran en quiebra por la crisis. El daño no les afecta sólo a ellas, sino también a otras compañías, grandes y pequeñas, las cuales les suministran materiales y componentes. Una sola gran compañía no rentable que entra en quiebra puede destruir el mercado para otras compañías, que hasta entonces eran muy rentables.
Fue este proceso el que había bajo la intensidad de la crisis económica que estalló en todo el mundo en 1929. A medida que el colapso de una compañía o banco llevaba al colapso de otros, en vez de resolverse por sí misma, la crisis empeoraba. Incluso los más ardientes defensores del capitalismo encontraron difícil de creer que la respuesta a la crisis fuera no hacer nada.
Hacia 1933, la mayoría de gobiernos capitalistas, y muchos grandes capitalistas, renunciaron al enfoque del “manos fuera, dejad que la crisis saque lo peor de sí”. En todos los países había, en mayor o menor grado, un giro hacia la intervención estatal en la economía, a la que normalmente se llamaba “capitalismo de estado”. En Japón, bajo un gobierno dominado por militares, y en la Alemania nazi, la elevación del gasto en armamento sirvió para sanear la situación de desempleo. En los Estados Unidos, la administración Roosevelt implementó sus esquemas del “New Deal” para tratar de devolver la salud al capitalismo: fijaron precios altos para los productos de granja para evitar la bancarrota de los granjeros, compraron todos los bancos en quiebra, usaron esquemas de obras públicas para dar trabajo a los desempleados, e incluso alentaron el sindicalismo en la esperanza de que salarios más altos llevarían a las compañías a vender más bienes. Aún así, todos sus esfuerzos tuvieron pocos efectos. Hubo una leve recuperación económica desde los niveles más bajos, cuando la producción estaba en la mitad de la de 1928. Pero eso no cambió el hecho de que más del 14% de la población estaba en el paro en 1936; más tarde, en agosto de 1937, un nuevo declive empezaba.
El presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, se ha destacado por el uso de eufemismos para evitar pronunciar la palabra “crisis” como adjetivo de la situación económica del país y el continuo deterioro de sus principales indicadores. En mayo de 2008 aún se refería a la situación como “desaceleración transitoria que ahora es más intensa”.
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La depresión acabó finalmente, pero la causa de ese final no era el New Deal de Roosevelt. Casi todos los economistas se ponían de acuerdo en señalar una única causa para el final de la crisis: la Segunda Guerra Mundial. Como dijo John Kenneth Galbraith, “La Gran Depresión de los años treinta nunca se acabó. Simplemente desapareció en la gran movilización de los años cuarenta”.
Pero la experiencia de los años treinta y de la guerra llevó a un cambio muy importante en la ideología del capitalismo. La intervención del estado (el capitalismo estatal) se veía ahora como el método para evitar futuras crisis destructivas. Había una aceptación general de los argumentos postulados a mediados de los años treinta por el economista británico Keynes. Las crisis, insistía él, venían causadas por el gasto en inversión y por un consumo insuficiente para comprar todos los bienes producidos. El recorte de salarios y el permitir que las compañías entrasen en quiebra podía empeorar la situación reduciendo la demanda de bienes todavía más. Los gobiernos deberían intervenir reduciendo las tasas de interés y aumentando su propio gasto. Se venderían entonces más bienes, la producción aumentaría, más gente podría trabajar y los gobiernos serían capaces de recuperar lo que habrían gastado con impuestos más altos. Tales medidas “correctoras”, “monetarias y “fiscales” eran la respuesta a la crisis. En algunos aspectos Keynes se acercó mucho a conclusiones más radicales. Postuló una teoría propia acerca de por qué las tasas de beneficios eran bajas (como también hizo el ultraconservador von Hayek) y sugirió que podría ser necesario para los gobiernos “socializar la inversión”. Pero Keynes no desarrolló estos conceptos y, en la práctica, sus sugerencias para manejar la crisis de los años treinta eran de ámbito limitado, como pone de relieve su biógrafo, Skidelsky; los estudios realizados desde entonces sugieren que sólo habrían tenido un impacto muy limitado.
Pero en el escenario de la posguerra, con la memoria de la depresión todavía en la cabeza de la gente, el capitalismo halló las ideas de Keynes muy agradables. Parecían mostrar una manera de evitar más depresiones, y también planteaban una muy buena oposición a cualquier idea de socialismo revolucionario. ¿Qué necesidad había de un socialismo exhaustivo, completo –decía el argumento–, cuando el capitalismo podía estabilizarse para dar a la gente un nivel de vida más alto a través de la intervención limitada del estado? Los políticos conservadores, y también los laboristas en Gran Bretaña, aceptaron la explicación de Keynes, y hacia 1970 el presidente estadounidense Richard Nixon ya podía decir: “Ahora somos todos keynesianos”.
Según los datos de la Central de Balances del Banco de España, el deterioro de la economía española en 2008 se notó en la actividad empresarial, aunque no tanto en sus resultados, que mejoraron sobre todo por las fuertes plusvalías logradas en operaciones de ventas de acciones y por la revalorización de activos financieros Esto permitió que el beneficio neto se acelerase al 9,2%, muy superior al aumento registrado un año antes, que fue del 3,6%. EFE - Madrid - 04/07/2008
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El atractivo del keynesianismo se vio reforzado por el hecho de que hubo un largo período (35 años en el caso de Gran Bretaña, 25 en el caso de Estados Unidos) sin las crisis económicas normales, ni por supuesto nada parecido a la depresión de los años treinta. La gente asumió que eso era resultado de la implementación por parte de los gobiernos de los métodos keynesianos y, de hecho, muchos actuales críticos moderados del capitalismo, como el director de la sección económica del Guardian, Larry Elliot, todavía hacen esa afirmación. Pero la mayoría de gobiernos no utilizaron métodos keynesianos, y los pocos que los pusieron en práctica lo hicieron con cuentagotas. Lo que mantuvo el “boom” vivo no fue Keynes, sino lo mismo que había acabado con la depresión de 1930: el gasto masivo en armas. Ese gasto no fue comparable al de la Segunda Guerra Mundial, pero era igualmente enorme en el caso de Estados Unidos y, en menor grado, el de Gran Bretaña y Francia. Durante los años treinta Estados Unidos gastó menos del 1% de su renta nacional en armas; durante los primeros años cincuenta le dedicó un 12 por ciento: tanto como se gastó en inversión e industria. Tal gasto para lo que vino a llamarse “economía permanente de armamento” dio un empujón a la economía norteamericana, y ocasionó un mercado de exportaciones para países como Alemania Occidental y Japón, que tenían un nivel muy inferior de gasto en armas1. Como dijo el marxista británico-palestino Tony Cliff entonces, el “boom” de la posguerra estaba en equilibrio sobre el cono de la bomba de hidrógeno.
Este modo de mantener el capitalismo pareció que funcionaba de maravilla durante un tiempo. La tasa de beneficios, que había crecido durante la guerra, se mantuvo bastante elevada. Las economías crecían a buen ritmo, el nivel de vida también aumentaba y, cuando el primer ministro británico, Harold Macmillan, utilizó como eslogan “Nunca has estado mejor” en las elecciones de 1959, la mayoría de la gente aceptó sus palabras, aunque fuera a regañadientes.
No obstante, el gasto militar demostró ser sólo una solución a corto plazo a los males económicos del sistema. Los Estados Unidos redujeron la proporción de la renta nacional que dedicaban al gasto militar ante la competencia económica con Alemania y Japón, hasta que quedó en la mitad de lo que era. Hacia finales de los años sesenta, las tasas de beneficios empezaban a caer de la manera habitual (ver recuadro). En 1971, y en mayor escala en 1974 y 1980, el viejo patrón de boom seguido de depresión (“boom and bust”) reapareció.
Tasas de beneficios e inversiones El marxista estadounidense Robert Brenner ha demostrado que las tasas de beneficios de la industria norteamericana cayeron desde un 24,8% en los años 1949-1969 hasta el 13% durante los años 1980-1990. Algunas de las pérdidas se recuperaron en la década 1991-2000, elevándose dicha tasa a un 17,7%, antes de volver a caer hasta un 14,4% en el período 2000-2005. Las tasas de beneficio de la industria japonesa se han reducido a menos de la mitad entre los años sesenta y los noventa; en Alemania han caído un 75%. La caída de las tasas de beneficios se vio acompañada de la reducción en el crecimiento de las inversiones fijas: en Estados Unidos, de caer un 4% al año en los sesenta y setenta, a un 3,1% en los años noventa y un 2,1% en el período 2000-2006. En Japón, en el mismo período, cayeron de un 10% a un 2,8%; en Alemania de alrededor de un 7% a un 1,6%. En los Estados Unidos, la proporción de inversiones que se destina a las finanzas, en oposición a las que se dedican a la producción, creció de un 12% a mitad de los años setenta a un 25% en los noventa. En Gran Bretaña, el sector financiero creció de aproximadamente un 7% del PIB en 1975 a más o menos un 25% en el año 2000. Por aquel entonces significaba el 18% del empleo total. Las inversiones en el sector financiero y en los servicios empresariales eran menos de la mitad que las de la industria en 1975; a partir de 1990, eran cuatro veces más elevadas.
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Al principio, los gobiernos respondieron aplicando la cura keynesiana que habían hecho creer a todo el mundo que funcionaría, pero que raramente habían aplicado antes. Muy pronto descubrieron que no funcionaba. En vez de devolver su antiguo vigor a la economía, simplemente conducía a un aumento de los precios que se sumaba a una tasa de crecimiento muy baja o negativa: lo que se llamó, en la jerga del momento, “estanflación”. Y la inflación tenía una consecuencia que preocupaba a los capitalistas y a los gobiernos: impulsaba a los trabajadores a luchar para que los salarios se mantuvieran a la par con los precios. Los gobiernos abandonaron el keynesianismo y una nueva ortodoxia económica empezó a instaurarse. Inicialmente fue llamada monetarismo; después, neoliberalismo. Esta teoría sostenía que existía un porcentaje natural de desempleo que las acciones del gobierno no podían alterar, y todo cuanto el estado debía hacer en caso de crisis económicas era mantener el dinero en circulación a un nivel estable, dejando todo lo demás al “libre mercado”. Incluso esto fue demasiado para una escuela de “nuevos economistas clásicos” que se estaba haciendo cada vez más influyente, según la cual también el dinero debía dejarse en manos del libre mercado. Para uno de sus teóricos más insignes, el ganador del Premio Nobel Edward Prescott, las “fluctuaciones rítmicas” en el desempleo son, en realidad, “movimientos contracíclicos en la demanda de ocio”. Mientras que anteriormente los defensores del capitalismo habían dicho que la intervención estatal funcionaría, ahora decían que suprimir la intervención sería lo realmente eficaz.
El nuevo punto de vista neoliberal demostró, en la práctica, que no era mejor en la prevención de las crisis recurrentes de lo que había sido el antiguo método keynesiano. El monetarismo del gobierno Thatcher en Gran Bretaña, durante los años ochenta, hizo empeorar una ya de por sí virulenta crisis, hasta que fue abandonado por uno de sus arquitectos, el canciller conservador Nigel Lawson. En los Estados Unidos, las políticas del gobierno de Reagan de esos años eran frecuentemente llamadas “keynesianismo militar”, por el hecho de implicar un aumento nuevo y masivo en el gasto militar.
Cada vez que parecía que las grandes empresas iban a entrar en quiebra, los gobiernos olvidaban sus ideologías neoliberales y les suministraban dinero para mantenerlas a flote. El neoliberalismo era algo que imponían los fuertes a los débiles: a los países pobres que se habían endeudado con los grandes bancos occidentales, a los trabajadores, a quienes se les decía que “se subieran a las bicis y buscaran trabajo” cuando eran despedidos; a los trabajadores a los que se forzaba a aceptar la mercantilización y a competir por sus puestos de trabajo; a la gente pobre a quien se negaba el bienestar.
Tales métodos tenían efectos beneficiosos para el capitalismo. En los Estados Unidos los salarios reales eran más bajos en 1995 que en 1970, y en casi todas partes en el mundo capitalista las tasas de beneficios aumentaron algo después de 1982. Pero la mejoría no fue suficiente para recuperar el sistema en su totalidad hasta su estado de salud de los años cincuenta y sesenta. Es aquí donde las finanzas, en una escala sin precedentes, entraron en escena: y con ellas, el maquillaje de cifras y los amaños de los mercados, que habrían de culminar en el gran colapso de septiembre de 2008.
Para que una economía capitalista funcione adecuadamente, todo lo que se produce en el sistema se tiene que comprar. Como hemos visto anteriormente, los trabajadores no pueden comprar más que una parte de la producción para su propio consumo, porque su nivel de vida se mantiene bajo para crear beneficios. Esto normalmente significa que los capitalistas deben comprar el resto. Una cantidad enorme de la producción se destina, pues, a su propio consumo personal y exclusivo; pero más importante aún es la inversión que hacen en nuevas superficies industriales y en maquinaria, con la esperanza de hacer más beneficios. Si no les satisfacen los beneficios, estas inversiones no se darán a un nivel tan alto como para que todo lo producido sea comprado.
Como hemos visto, esto resulta en una crisis de sobreproducción, ya que se crea una diferencia entre lo que se produce y lo que se compra. Hasta que no se solucione esta diferencia, el resultado será una caída repentina.
Sin embargo, hay otras cosas que pueden solucionar esta diferencia entre lo que se produce y lo que se compra a través de los salarios de trabajadores y capitalistas. Una de ellas consistiría en dar un fuerte impulso a los bienes de exportación. Otra sería el gasto militar. Una tercera es aumentar el endeudamiento, que hace que la gente pueda comprar bienes que de otra manera no se podría permitir. Esto es lo que se puso en marcha de manera masiva en Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países, entre los años ochenta y los primeros años de la década actual. El endeudamiento total pasó de ser 1,5 veces el PIB de Estados Unidos a principios de los años ochenta a casi 3,5 veces en 2007. Una parte era endeudamiento gubernamental, el cual se disparó para financiar el gasto militar de Reagan en los ochenta y el de Bush a principios de la actual década. Otra parte era endeudamiento empresarial, que se elevó a mediados de los ochenta y otra vez a mediados de los noventa. Gran parte era endeudamiento personal, que en 2006 era 20 veces mayor que en los años ochenta. En dicho año, el endeudamiento de las familias en Estados Unidos era de 127% del total de las rentas personales totales, en contraposición al 36% de 1952 y el 60% de los años setenta. Una parte de ese endeudamiento era de familias acaudaladas, pero un porcentaje creciente se atribuía a trabajadores, los salarios de los cuales se habían estancado o reducido. A finales de los años noventa y en los primeros años de esta década, los consumidores en Estados Unidos gastaban, de media, entre un 2 y un 4 por ciento más que lo que percibían de sus salarios.
El endeudamiento tenía dos funciones para el capitalismo. Por una parte, proveía de un flujo de pagos de intereses que potenciaba los beneficios de los capitalistas. La porción de los beneficios del sector financiero en el PIB de Estados Unidos aumentó más de 6 veces entre 1982 y principios del 2007, y su porción de beneficios totales creció de un 15% a principios de los años cincuenta a casi un 50% en 2001. En la década de los noventa, General Motors y Ford centraron su atención en el sector financiero para aumentar los bajos beneficios que hasta entonces obtenían de la producción real. Entre 1992 y 1999, los “servicios financieros” dieron a General Motors más de la mitad de sus beneficios.
Pero la otra función del endeudamiento, la de proveer el mercado de cosas que la gente, las empresas y los gobiernos no podían pagar con sus propias rentas, se hizo aún más importante. Para exponerlo con toda su crudeza, sin incrementar el endeudamiento, muchos de los bienes que el capitalismo producía no se podrían haber vendido y se habría llegado cerca de una recesión permanente. Era como si la economía armamentística permanente de los años de posguerra hubiera dado lugar a una economía de endeudamiento permanente.
Las finanzas no crean nada. Solamente se ocupan de mover dinero y títulos de propiedad. Parte de ese movimiento se podría considerar necesario, cuando se trata, por ejemplo, de pagar salarios o adquirir bienes. Pero un gran porcentaje de ese movimiento se ocupa sólo en distribuir beneficios entre distintas secciones de la clase capitalista, como sucede con el juego de pasarse los paquetes de las finanzas hipotecarias o con las apuestas en unas u otras acciones en la bolsa de valores. Esa era la gran contradicción de la economía del endeudamiento. Las finanzas daban beneficios a los que las poseían, bonificaciones a los especuladores, salarios a los trabajadores y préstamos a quienes los pedían. Pero las finanzas, por sí mismas, no producían ninguno de los bienes que tenían que comprarse con dichos beneficios o salarios. No producían nada, pero proporcionaban a la gente el derecho a reclamar el dinero de cosas hechas por otros.
El resultado era que podían ocultar las faltas subyacentes que frenaban al sistema en su conjunto, pero no podían eliminarlas. Las burbujas —booms económicos pagados con las finanzas— fueron capaces de sacar a la economía de la recesión a mitad de los noventa y a mitad de esta década. Los bienes podían venderse, y eso propició una expansión en la producción que, en algunos casos, como en Estados Unidos a mediados de los noventa, fue muy importante. Pero siempre se llegaba a un punto en el que la demanda, impulsada por ese tipo de burbujas financieras en el sistema, ya no se podía satisfacer con beneficios. Así se desencadenaron las crisis en 1990 y de nuevo en 2001-2002. La economía española no se vio demasiado afectada por la primera de estas crisis, en parte debido al impulso que durante años supuso el ingreso en la Unión Europea y al relativo retraso del que provenía. Así, la actividad económica del Estado español creció en los noventa una media del 3,21%, mientras que países como Alemania y Francia sólo crecieron un 1,31% y un 2,18%, respectivamente. Este crecimiento se mantuvo a lo largo de los años con el PP en el gobierno, si bien se ha dado a expensas del bienestar material de la población, con un aumento de la precariedad laboral y un progresivo recorte de los servicios sociales, entre otros elementos. La segunda crisis fue menos marcada en la economía en su conjunto, que siguió expandiéndose.
Stan O’Neal obtuvo un finiquito de 160 millones de dólares cuando fue destituido de Merrill Lynch en otoño de 2007. En 2008 el banco se vio forzado a fusionarse con el Banco de América. Se cree que el presidente de Countrywide Financial Angelo Mozilo obtuvo 115 millones de dólares cuando dejó esa empresa hipotecaria, que actualmente está bajo investigación por presunto fraude en los préstamos, después de que fuera adquirida también por el Banco de América. Chuck Prince se llevó más de 30 millones de dólares cuando dejó Citigroup en 2007, mientras que a Martin Sullivan le pagaron 14 millones de dólares como compensación cuando perdió su trabajo como jefe ejecutivo en AIG (ahora nacionalizada).
Entre estas dos crisis que sacudieron el mundo occidental, hubo otra crisis que afectó al 40 por ciento del mundo. Comenzó en Asia en 1997, en países como Tailandia y Corea del Sur, que se tenían como ejemplos de cuan milagroso podía ser el capitalismo, y se extendió al año siguiente a Rusia (que se supone que había salido beneficiada del colapso de la forma de capitalismo de estado en vigencia hasta 1991) y a gran parte de América Latina. Entonces estuvo a punto de salpicar a la economía norteamericana en septiembre de 1998, cuando el hedge fund Long Term Capital Management (los directores del cual incluían a dos ganadores del Premio Nobel de Economía) empezó a colapsar. El estado norteamericano, personado en Alan Greenspan, ignoró absolutamente la ideología de libre mercado neoliberal oficial, según la cual la gente tiene que aguantar firme en momentos de crisis. Éste convocó a los banqueros más poderosos del país a una reunión, a medianoche, con el objetivo de impedir el colapso, y después redujo las tasas de interés para prevenir que el resto de la economía empezara a hundirse. Entre las corporaciones que aprovecharon para comprar acciones de LTCM por valor de 100 millones de dólares estaba Lehman Brothers.
El plan de rescate de Greenspan impidió que la economía de Estados Unidos entrara en crisis, pero sólo durante dos años.
A lo largo de 1999 y a principios del año 2000 el valor de las acciones nunca dejó de subir. Las compañías puntocom, que no poseían nada ni creaban nada, eran valoradas en miles de millones, porque los fondos de inversión y los individuos ricos pujaban entre ellos para obtener una parte de las acciones. Las compañías de telecomunicaciones pedían préstamos masivamente para invertir en enormes redes nuevas de fibra óptica. Muchos economistas conformes con la corriente dominante afirmaron que el capitalismo había encontrado un “nuevo paradigma” que nunca más traería crisis económicas. La empresa de contabilidad Price Waterhouse Coopers predijo en 1999: “Los años 2000-2002 representarán el período único y más profundo en cuanto a cambio económico y empresarial que el mundo ha visto jamás, no muy diferente a la revolución industrial, pero mucho más rápido: con una velocidad a la par con la tecnología actual”.
Entonces la ilusión se desvaneció, como todas las demás anteriormente. Las acciones de las puntocom y de la alta tecnología se estrellaron en 2000, y a principios de verano de 2001 los signos de una nueva crisis estaban por todas partes. La revista Economist informaba en agosto de ese año de que “la brusca desaceleración en América ha causado ya una recesión; quizá no en casa, pero sí en México, Singapur, Taiwán y en otros sitios. En más y más países de todo el mundo la producción se está estancando, si no es que directamente está cayendo. La producción total mundial probablemente cayó en el segundo cuatrimestre por primera vez en dos décadas. La producción industrial global cayó a razón de un 6 por ciento anual. Bienvenidos a la primera recesión global del siglo XXI”.
La causa de la crisis era precisamente el prestar y tomar prestado de manera masiva, que había creado el supuesto milagro de tan sólo unos meses antes. El Financial Times explicaba como “una masa de riqueza de un millón de millones de dólares (700.000 millones de libras) ha llevado al mundo al borde de la recesión”.
“El sector financiero español tiene sus propios problemas por su gran exposición al sector inmobiliario, un mercado actualmente en caída libre. Así, tras años concediendo generosos préstamos a promotores e inmobiliarias, así como hipotecas al 100% para las familias, ahora la crisis impide a buena parte de las primeras y a algunos hogares cumplir con sus responsabilidades de pago, lo que se traduce en un fuerte incremento de la morosidad.” El País, 15/04/09
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La crisis causó el colapso de dos de los gigantes de la industria norteamericana, el de la firma energética Enron (el director de la cual, Kenneth Lay, era un signatario del neoconservador Project of the New American Century (Proyecto del Nuevo Siglo Americano); y el del gigante de las telecomunicaciones WorldCom. Los directivos de ambas compañías fueron más tarde condenados por exageración fraudulenta de los beneficios obtenidos. Trescientos mil puestos de trabajo en la industria de maquinaria y equipos de telecomunicaciones se perdieron en seis meses, y unos 200.000 más en el sector de los proveedores de componentes y las industrias asociadas. Estos informes aparecieron unos cuantos días antes de la destrucción del edificio del World Trade Center del 11-S, a la cual con frecuencia se ha culpado de la crisis. El 11-S propició dos formas de intervención estatal que empezaron a llevar la crisis hacia un final. George Bush ordenó los ataques en Afganistán e Iraq, e introdujo un aumento masivo en el gasto en armamento, que se dobló entre 2001 y 2008, llegando a un total de 700.000 millones de dólares. Y mientras Bush intentaba ganar el control de las mayores reservas de petróleo del mundo a través de las armas, Greenspan recortaba drásticamente las tasas de interés con las cuales los bancos norteamericanos tomaban prestado de la Reserva Federal, con lo cual podía empezar una nueva burbuja basada en el endeudamiento. Uno de cada seis trabajadores industriales en Estados Unidos perdió su trabajo en la recesión. Pero entonces siguió un renovado auge en la demanda de préstamos, que permitió que el consumo en Estados Unidos volviera a elevarse. Al final del año 2002, los defensores del capitalismo se jactaban de que “la recesión ha acabado incluso antes de haber empezado”. Lo que estaba empezando, en realidad, era la construcción de un endeudamiento masivo que, al final, tenía que acabar por desmoronarse.
No fueron sólo los Estados Unidos los que se vieron afectados. La internacionalización del comercio, las inversiones y los préstamos globales arrastraron al mundo entero hacia la burbuja. La recuperación económica de Estados Unidos se basaba en gastar un 5 por ciento más de lo que se producía. Eso sólo era posible porque las economías del este de Asia, especialmente China y Japón, prestaron al Departamento del Tesoro de Estados Unidos y a los bancos norteamericanos cientos de miles de millones de dólares cada año. Este dinero permitió entonces al gobierno cubrir las deudas causadas por el presupuesto para armamento; e hizo posible que los consumidores norteamericanos compraran bienes hechos en China y con maquinaria japonesa. También hizo posible que grandes empresas norteamericanas, como WalMart, realizaran sus proyectos en China, que dispararon sus beneficios. China podía tener, de esta forma, un ritmo de crecimiento muy rápido gracias a sus ventas a Estados Unidos, y los Estados Unidos podían realizar estas adquisiciones gracias a préstamos de China. Las empresas industriales norteamericanas se unieron, una vez más, al frenesí financiero. En vez de invertir gran parte de sus beneficios, desviaron una parte de ellos al préstamo a través del sistema financiero, como se expondría más tarde en un informe del FMI.
La economía mundial estaba, cada vez más, en equilibrio sobre una pirámide de deudas. Y una gran parte de la base de esa pirámide estaba formada por la locura de las subprime: prestar dinero a la gente empobrecida por el desempleo y la reducción de salarios, con pocas probabilidades, consecuentemente, de devolver el total de las sumas que debían.
Hubo unas cuantas voces que alertaron de lo que estaba sucediendo, incluso entre las filas de los seguidores del capitalismo. Pero fueron tachados de alarmistas. Roubini, por ejemplo, hizo una presentación para el FMI en la que se señalaban estos peligros. Lo que dijo fue rechazado porque no presentó los elaborados modelos matemáticos que tanto gustan a aquellos afines a la corriente dominante en la economía académica. El informe del FMI del mes de julio de 2007 era muy optimista. “La fuerte expansión global continúa”, decía el resumen del informe. “Las predicciones de crecimiento global se han revisado y ajustado, subiendo de un 4,9 a un 5,2 por ciento”. Hay incluso algunos que aún a mediados del año pasado —como Zapatero— ponían en duda la crisis que, cada vez con más fuerza, golpea no sólo al sector financiero, sino también a lo que se conoce como “economía real”, sobre todo en forma de aumento exponencial del paro.
Endeudamiento de los hogares en Estados Unidos, período 1996-2006
Información del gráfico: “Home mortgage”, corresponde al endeudamiento atribuido a las hipotecas de las viviendas; “Consumer credit”; endeudamiento atribuido a los créditos para el consumo. [Las cifras están en miles de millones de dólares. N. de la t.]
Deuda per cápita de las familias, 1989-2006 En euros constantes a precios de 2006 Fuente: Caixa Catalunya a partir de datos del Banco de España y el INE.
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En el Estado español, la construcción de viviendas representa una de las principales actividades económicas del país. Las condiciones de crédito, intereses bajos y largos plazos para la compra de viviendas han impulsado un fuerte endeudamiento de las familias. Entre 1995 y 2007 (es decir, entre el estallido del mercado inmobiliario y su entrada en recesión), el aumento del precio de la vivienda ha supuesto un aumento de la cuota hipotecaria mensual del 265,2%, mientras los salarios reales han permanecido prácticamente estancados. En consecuencia, la deuda hipotecaria de los hogares se ha más que duplicado en los últimos años, pasando de 300.000 millones de euros en 2003 a 657.189 en 2008. Según J. Rodríguez, la proporción de endeudamiento de las familias en relación con su renta disponible pasó del 42% en 1995 a casi el 70% en el 2000 y al 110% en el 20052.
Todo estaba preparado para un gran colapso, no sólo de las finanzas, sino del sistema en su conjunto, del cual el sector financiero era sólo una parte. En julio de 2007, un hedge fund conectado al banco de inversiones Bear Stearns entró en quiebra. Entonces, el 9 de agosto, un banco francés anunció que no podía pagar a aquellos que tenían dinero en dos de los fondos que poseía. Finalmente, el 17 de agosto el tumulto agitó todos los mercados financieros, forzando la primera ola de intervención masiva por parte de los bancos centrales. Sin embargo, incluso entonces muchos de los que tenían posiciones de poder en el sistema no querían admitir que hubiera ningún error fundamental en él. Juzgaron los hechos como un episodio corto de pánico que se resolvería por pequeños recortes en las tasas de interés norteamericanas. El 13 de septiembre, Mervyn King, director del Banco de Inglaterra, insistió en que no habría “rescates”. Esa misma tarde, Northern Rock estuvo a punto de entrar en quiebra cuando la gente acudió en masa a sus sucursales para intentar retirar su dinero, en lo que fue la primera fallida de un banco en Gran Bretaña en casi 150 años. Mervyn King se apresuró a prestar dinero al banco para intentar mantenerlo a flote, mientras los Nuevos Laboristas del gobierno hacían todo lo posible para evitar nacionalizarlo, hasta que en enero de 2008 vieron que no había otra salida. El escenario idóneo para una serie de crisis recurrentes estaba a punto, pero no sólo en Gran Bretaña sino también, y de manera mucho más importante, en Estados Unidos. Tal y como hemos visto, el 14 de septiembre de 2008 iba a ser la fecha de una crisis mucho peor para el sistema que aquella del 14 de septiembre de 2007.
La mayoría de los medios de comunicación ha dado a entender, durante todo 2007 y hasta la primera mitad de 2008, que la crisis era, sencillamente, un problema que afectaba a un puñado de banqueros y quizás unos millares de personas contratados por ellos. Sin embargo, la cuestión es más compleja y va más allá de eso.
Si, por una parte, la deuda ha permitido que el sistema global funcionara, por otra, el declive de la disponibilidad de éste está conduciendo a la caída de la capacidad adquisitiva de la gente y a la pérdida de puestos de trabajo en todas partes.
En 2008 se batió un récord en la presentación de expedientes de regulación de empleo (ERE) en empresas españolas, hasta 6.227, una cifra que es un 64% más alta que la de 2007 según datos del Ministerio de Trabajo. Sin embargo, los expedientes de regulación ni siquiera suponen la mitad de los 100.000 puestos de trabajo destruidos durante el último año en el país. La mayoría corresponden a un continuo goteo de extinciones de contratos generado por multitud de empresas, en muchos casos pymes.
Además, otros 107.000 trabajadores afectados por algún ERE durante 2008 no han perdido su puesto de trabajo, pero sí han visto cómo eran suspendidos temporalmente o se les aplicaba una reducción de jornada obligatoria.
Si fuesen honestos, los economistas deberían admitir que no tienen ni idea de lo que pasará. Hace un año, dijeron que el desarrollo de China e India habría podido suplir la recensión en los EEUU; ahora, esperan que ésta pueda, como mínimo, afectar a China o India. Hace seis meses, decían que la crisis conmocionaría los EEUU y no Europa, donde la economía británica era “fuerte” y la alemana estaba “coleccionando éxitos”.
Ahora mismo, reconocen que Europa se está enfrentando a problemas y que, al parecer, la economía británica podría ser la más afectada. La mayoría de expertos, salvando un par de excepciones, no pronosticó el crash; tampoco podían prever sus consecuencias.
Para los economistas, y para todo el que vive dentro del sistema, el problema real es que la caída económica sólo representa uno de los aspectos de la crisis que afecta al propio sistema. A finales del siglo XX, mientras la crisis se preparaba para atacarlo, también volvía a reaparecer un viejo fantasma: la inflación. Para centenares de personas, que viven en las áreas más pobres del mundo, ha habido una subida imprevista del precio del trigo y del arroz, a veces del 100%; es decir, se les ha condenado a la miseria. Así, gran cantidad de conflictos por los alimentos han estallado en un número considerable de países, entre los cuales están Bangladesh, Egipto o Vietnam. Para mucha gente de los viejos países industrializados, el panorama no es tan grave, aunque la subida del precio de los alimentos, superior al 12.5% a comienzos de agosto, y de la energía, más del 50% durante el mismo período, representa una adversidad.
El potencial económico de las familias empeora progresivamente, siendo las más afectadas por esta tendencia, justamente, las familias que pertenecen a la clase trabajadora tradicional. La gente está obligada a reducir el gasto por la adquisición de bienes de primera necesidad como, evidentemente, el consumo de bienes superfluos, ya que la caída financiera amenaza con provocar una cantidad superior de daños.
El Estado español es el segundo país de la Unión Europea con el mayor porcentaje de población en riesgo de pobreza, el 20%. Una cifra al mismo nivel que Italia y Grecia, solamente superada por Letonia (21%).
Las raíces de la crisis energética y de los alimentos residen en la misma locura que produjo el exceso de la deuda y el cambio de boom económico a hundimiento.
La expansión lenta del capitalismo alrededor del mundo entre los años 80 y 90, demostraba que los precios bajaron radicalmente respecto a la alta media del período comprendido entre mediados de los 70 y principios de los 80. Las grandes compañías petrolíferas todavía se estaban beneficiando de las ganancias. Sin embargo, muchas no se atrevían a invertir en la investigación de nuevas reserva de petróleo y, aún menos, en nuevos sistemas de refinación. Ni siquiera invirtieron en fuentes de energía alternativas al petróleo y al carbón, pese a la prueba evidente e incontestable de que los gases carbónicos eran y son la causa de un devastador cambio climático.
Sucesivamente, a caballo entre el 1990 y el 2000, se desencadenó la deuda. Mientras la economía de los EEUU crecía rápidamente, el desarrollo industrial de China avanzaba y comenzaba a afectar al resto del mundo. Por todos lados se incrementó el uso de cantidades siempre ingentes de petróleo, y este incremento coincidió con el comienzo de la guerra imperialista en Iraq. El precio del petróleo, que a finales de los 90 había estado a 10 dólares el barril, llegó a 30, después a 70 y, por una temporada, incluso a más de 100 dólares. Puesto que los beneficios de las compañías petrolíferas se multiplicaban y los precios del petróleo, del gas y del carbón subían, los financieros comenzaron a especular sobre la vivienda y los precios de la energía.
La subida del coste de los alimentos es consecuencia de factores similares. A lo largo de 1980 y 1990 el incremento, relativamente lento, de la economía mundial dejaba ver que, anteriormente, no había habido una presión relevante que fomentara la inversión en la producción de alimentos. La combinación entre la demanda creciente de carne, por parte de las clases medias de China e India, así como las condiciones climáticas desfavorables en zonas destinadas a una alta producción de trigo, originó la escasez mundial de alimentos. A ello se le añadió el impulso en el precio del petróleo, necesario para los fertilizantes de nitrógeno, las máquinas agrícolas y la distribución de alimentos. Así, los agricultores de las áreas más pobres del mundo comenzaron a sufrir el aumento de los coses de producción. A incrementar la crisis que afecta a la producción de los alimentos, también contribuyó la decisión de los EEUU y de Europa de utilizar productos agrarios como el maíz, vital para el sustento de la población, para producir, a cambio, carburantes que salvaguardaran la “reserva energética” y reducir -declaran con falsedad- las emisiones de dióxido de carbono.
Ahora, aquellos que han provocado este desastre múltiple dicen que nosotros, el resto, somos quienes lo hemos de pagar. No se pueden aumentar nuestros sueldos, ni nuestras pensiones, ni los servicios, dicen, porque se produciría inflación debido a que los precios de los alimentos y de la energía ya están altos. Como es habitual cuando una crisis se manifiesta, los “líderes” que gestionan la economía intentan convencernos que vamos todos en el mismo barco, esperando que no nos demos cuenta que unos pocos privilegiados ostentan el látigo, mientras el resto de nosotros estamos encadenados a los remos. Como ya hemos visto en el pasado, nos piden ceñirnos el cinturón y consumir menos debido a que, hasta ahora, ¡se ha producido en exceso!
Frente a la crisis de los años treinta, los políticos capitalistas y los economistas intentaron soluciones basadas en dosis más grandes o más pequeñas de capitalismo de estado. Frente a la crisis de los años setenta y ochenta, la solución fue un giro de ciento ochenta grados, volviendo al libre mercado sin restricciones. Ninguno de los dos métodos tuvo éxito. Fue necesaria una guerra para deshacerse de la primera crisis, y la segunda requirió una cantidad enorme de endeudamiento para conseguir una recuperación parcial. En el último año han tomado una dirección, después otra, y después volvieron a tomar la anterior, en un intento desesperado para parar la crisis, que se iba agravando cada vez más descontroladamente. El 7 de septiembre llevaron a cabo la nacionalización más importante en la historia mundial para frenar el colapso de Freddie Mac y Fannie Mae. El 14 de setiembre, insistieron en que bajo ningún concepto se pondría en práctica un rescate de Lehman Brothers para prevenir la fallida bancaria más estrepitosa de la historia norteamericana. Era absolutamente necesario parar el “riesgo moral” de dejar que los financieros pensasen que el gobierno les salvaría de su propia inconsciencia, afirmó la editorial del Financial Times. La tarde del 15 de setiembre se nacionalizó el gigante asegurador AIG para evitar dañar los fondos de cobertura involucrados en el mercado de derivados, cosa que habría llevado a hundir todo el sistema financiero. La editorial del Financial Times aplaudió su actuación. Parece que todos ellos estén encerrados dentro de una habitación, con los ojos vendados y que, a tientas, intenten encontrar la llave para salir.
No saben lo que pasará a continuación. Algunos prevén una recesión muy profunda, comparándola con la de los años treinta. Otros ven similitudes con lo sucedido en el Japón de los años noventa, cuando una crisis llevo el país a un largo período de estancamiento del cual aún hoy en día se resiente. Algunos creen que gastar 700.000 millones de dólares para salvar el sistema financiero dará un empujón todavía mayor a la inflación, hundiendo la tasa de cambio del dólar y malogrando, posiblemente, la calificación del crédito del estado norteamericano. Cualquiera de estas situaciones comportaría aún más confusión en la economía mundial el año que viene.
El problema no es que sean estúpidos, pese a que algunos lo son claramente. El problema es que se identifican con un sistema que tiene como base misma la imprevisibilidad, y que se construye en torno a la competencia ciega entre capitales —o sea, entre los propietarios de los medios para crear riqueza— grandes y pequeños. Hay un par de millares de grandes multinacionales, una veintena de estados significativos y millones de pequeñas empresas; todos ellos interactúan sin ningún tipos de planificación. Es como un sistema de regulación del tránsito con miles de coches, pero sin semáforos, sin límites de velocidad, y donde ni siquiera existe la indicación de usar un lado de la carretera, cuando en el otro lado acaba de caer una bomba.
Dos cosas parecen claras para quien observa, críticamente, el sistema desde fuera, como hizo Marx. La primera, que el sistema comporta siempre más caos y más destrucción. El gasto del estado norteamericano para resolver la crisis está produciendo un gran aumento del endeudamiento nacional, y los capitalistas norteamericanos no estarán demasiado contentos por pagarlo; menos aún, cuando los bancos europeos y asiáticos se están beneficiando también de este gasto. Intentarán trasladar el coste a los trabajadores del país, ya sea a través de la inflación o de la recesión o, más probablemente, a través de las dos. También presionarán para que otros estados y otros capitalistas paguen por sus errores. El Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, que condujo a las guerras de Afganistán y de Iraq, trataba de hacer que el capitalismo norteamericano fuera un fenómeno predominante en el resto del mundo. El estado estaba intentando encontrar maneras de recuperarse de los percances sufridos en las ocupaciones de estos países antes de que estallara la crisis económica; es por ello que alentó a Israel en su ataque al Líbano hace dos años, o el ataque de Etiopía a Somalia el año pasado, o el de Georgia a Osetia del Sur en la frontera rusa a principios de agosto. Es incluso más acertado afirmar, a estas alturas, que el coste de pagar por esta crisis ha ido a recaer sobre las espaldas de EEUU, con el ministro de economía alemán Steinbrueck diciendo que ello augura el final de su papel como “superpotencia financiera”. Ahora EEUU se resistirá, aún más, a hacer las inversiones necesarias par evitar el cambio climático.
La segunda: no hay respuestas a este caos a través de reformas a medias como el aumento de la regulación o la inyección de más dinero al sistema financiero. Ha habido un debate fascinante en el Financial Times entre los dos grandes defensores del capitalismo, Martin Wolf y John Kay. Wolf argumenta que sólo con más regulación es posible salvar el capitalismo de sí mismo. Kay responde que los banqueros, disponiendo todavía de una gran riqueza, siempre podrán contratar a los expertos más inteligentes y utilizar la tecnología más puntera para acabar encontrado una manera de evitar las regulaciones. Aquí se debería añadir que lo que también harán, como siempre, una vez los problemas inmediatos estén superados, y si los gobiernos se toman demasiado en serio las regulaciones, será amenazar con llevarse su riqueza al extranjero o con sabotear las economías nacionales a través de “huelgas de inversión”.
El sistema necesita regulación, pero no se puede regular. Aquí radica el problema. Nuestro problema es que este sistema no puede, de ninguna manera, satisfacer los intereses de la gran mayoría de la población. Algunos, como mínimo, de los que perdieron el trabajo en las oficinas de Lehman Brothers en Canary Wharf el 15 de setiembre han de admitir, aunque sea vagamente, este hecho; como seguro que lo admiten los 75.000 veraneantes que se les prohibió embarcar en sus vuelos este verano; o, especialmente, seguro que lo admiten los 180.000 norteamericanos a quienes se les embargó la casa durante el mes de julio.
La crisis resulta del hecho de que el sistema se basa en una gran contradicción. Hay una dependencia masiva de la gente, los unos por los otros, en todo el planeta: a través del sistema global de producción, por los bienes que necesitamos para mantener nuestras vidas, etc. No obstante, el control está en manos de grupos privilegiados rivales que compiten por explotar a los demás. Solamente hay una respuesta a esto: luchar para llevar el control de los medios de producción al pueblo, de manera que la cooperación para producir las cosas necesarias substituya la competición productiva propia del mercado. Sólo entonces consumo e inversión podrán ponerse al mismo nivel como para detener las crisis de superproducción. Sólo entonces pondremos fin a la absurdidad de la pobreza en medio de la abundancia, de gente que ha de consumir poco porque se produce demasiado. Sólo entonces conseguiremos que, en lugar de jugar frenéticamente con la vivienda, el trabajo y las deudas de la gente, haya una planificación democrática.
Para liberarse de las crisis del capitalismo, antes hace falta deshacerse del capitalismo.
Es más fácil decirlo que hacerlo. El país más potente de la Tierra, dotado de las armas, la economía, la ideología y el ejército más potente, puede resistirse al cambio. Pero, entender lo que hace falta hacer es ya un primer paso y existen una serie de argumentos muy sencillos para comenzar. La respuesta a la crisis bancaria no es el control o la nacionalización de uno o dos bancos, sino tomar el control de todo el sistema bancario. La nacionalización habría de servir para impedir el aumento de posesiones de los bancos y para detener el estrangulamiento de los pobres del mundo a través de la deuda, no para rescatar los salarios estratosféricos, las ganancias y las pensiones de los banqueros, como está sucediendo. De la misma manera, la respuesta a la crisis energética —y al terrible y aparentemente imparable cambio climático— es la nacionalización de las industrias de petróleo, gas y carbón, de modo que se pueda proporcionar la luz y el calor que necesita actualmente la gente, reduciendo drásticamente la suma de energía necesaria para hacerlo.
Tales argumentos conducen a un sencillo punto de convergencia. George Bush puso en práctica (con el apoyo de Gordon Brown y otros líderes occidentales) aquello que el economista Roubini describe como “un masivo acto de privatización de los beneficios y socialización de las pérdidas”, “socialismo y abundancia corporativa para los ricos, bien relacionados con Wall Street”. Lo que necesita la mayoría de la gente que con su trabajo hace funcionar la sociedad, es el socialismo.
Pero hay también cosas que se pueden realizar inmediatamente para proteger a la gente de la triple crisis de recesión, precio de los alimentos y escasez de carburante. Aquellos que defienden el sistema vigente creen poder sobrevivir a cualquier crisis, pese a que ésta afecte a millones de persones, utilizando un cúmulo de mentiras, pequeños sobornos y amenazas. Con las mentiras nos dirán que no es el capitalismo el responsable de la perdida de los puestos de trabajo o de los problemas de vivienda, sino el camarero marroquí, el trabajador pakistaní que reparte el gas butano o los refugiados que han escapado de una guerra provocada por EEUU en la otra punta del mundo. Los pequeños sobornos tomarán la forma de pequeños aumentos en las prestaciones del paro, o reducir los recortes en los salarios reales y en las pensiones. Las amenazas, de que se trasladarán los puestos de trabajo a otros países o que se rebajarán las indemnizaciones por despido.
Recurriendo a estos métodos, las inteligentes elites de Washington, de Wall Street o del Banco de España esperan que los sentimientos de rabia de la gente se puedan contener hasta que la triste realidad del paro, las expropiaciones, el aumento de los precios y las facturas de la luz impagables continúen desmoralizando a las masas. Frente a todo ello, nuestra arma más importante es aprovechar cualquier oportunidad para plantear resistencia y combatir la división a base de solidaridad. Individualmente, la gente no tiene poder frente a una crisis como esta. Pero la rabia producida con la crisis, que golpea a la mayoría de la gente, puede recrudecer de tal forma las protestas que nuestros gobernantes no las puedan ignorar totalmente, y empezar a mostrar lo que podemos llegar a conseguir si contraatacamos juntos.
En EEUU los dos partidos políticos y prácticamente todos los senadores y congresistas están en los bolsillos de las gigantes corporaciones y de los bancos. Incluso así, la ola de rabia desde abajo les ha forzado finalmente a mostrarse preocupados sobre qué les pasa a quienes sufren “desalojos” y paro. A mucho más se puede llegar si la rabia consigue unir las diferentes luchas en torno al mismo objetivo: que la clase trabajadora no pague la crisis capitalista.
Notas
1. Para una explicación más detallada de la economía
permanente de armamento, ver mi libro Explaining the Crisis (Bookmarks 1999).
2. J. Rodríguez López, “Los booms inmobiliarios en España. Un análisis
de tres períodos”, Papeles de Economía
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