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Daniel Guérin

El anarquismo

 

TERCERA PARTE

EL ANARQUISMO EN LA PRÁCTICA REVOLUCIONARIA

 

 

I. 

DE 1880 A 1914

 

EL ANARQUISMO SE AÍSLA DEL MOVIMIENTO OBRERO

Pasaremos ahora a ver al anarquismo en acción. Entramos así en el siglo XX. Es indudable que el pensamiento libertario no estuvo totalmente ausente de las revoluciones del siglo XIX, pero en éstas cumplió un papel poco preponderante. Aun antes de que estallara la Revolución de 1848, Proudhon se mostró contrario a ella. La acusó de tener carácter político, de ser un engañabobos burgués, lo que, por otra parte, fue en buena medida. Sobre todo la consideraba inoportuna e inadecuada por sus barricadas y sus luchas callejeras, medios ya envejecidos; la panacea de sus sueños, el colectivismo mutualista, debía imponerse muy de otra manera. En cuanto a la Comuna, si bien rompió espontáneamente con el “centralismo estatista tradicional”, fue, como observó Henri Lefebvre, fruto de una “avenencia”, de una suerte de “frente común” entre proudhonianos y bakuninistas, por un lado, y jacobinos y blanquistas, por el otro. Constituyó una “audaz negación” del Estado, pero los anarquistas internacionalistas, según testimonio de Bakunin, sólo constituyeron una “ínfima minoría”.

No obstante, gracias al impulso que le dio Bakunin, el anarquismo logró injertarse en un movimiento de masas de naturaleza proletaria, apolítica e internacionalista: la “Primera Internacional”. Mas, hacia 1880, los anarquistas comenzaron a mostrarse despectivos con “la tímida Internacional de los primeros tiempos” y pretendieron sustituirla, como dijo Malatesta en 1884, con una “Internacional temible”, que habría sido simultáneamente comunista, anarquista, antirreligiosa, revolucionaria y antiparlamentaria. El espantajo que así quiso agitar diluyóse en la nada: el anarquismo se aisló del movimiento obrero y, a consecuencia de ello, se debilitó, se extravió en el sectarismo y en un activismo minoritario.

¿A qué obedeció este retroceso? Una de las razones fue el acelerado desarrollo industrial y la rápida conquista de los derechos políticos, que predispusieron a los trabaj adores a aceptar el reformismo parlamentario. De ahí que el movimiento obrero internacional quedara acaparado por la socialdemocracia, política, electoralista y reformista, que no se proponía realizar la revolución social, sino apoderarse legalmente del Estado burgués y satisfacer las reivindicaciones inmediatas.

Reducidos a una débil minoría, los anarquistas renunciaron a la idea de militar dentro de los grandes movimientos populares. Por querer mantener la pureza doctrinaria –de una doctrina en la cual se daba ahora libre curso a la utopía, combinación de prematuros sueños futuristas y nostálgicas evocaciones de la Edad de Oro– Kropotkin, Malatesta y sus amigos volvieron la espalda al camino abierto por Bakunin. Reprocharon a la literatura anarquista –e incluso al propio Bakunin– el estar demasiado “impregnada de marxismo”. Se encerraron en sí mismos y se organizaron en pequeños grupos clandestinos de acción directa, en los que la policía infiltró hábilmente a sus soplones.

El virus quimérico y aventurero se introdujo en el anarquismo tras el retiro de Bakunin, ocurrido en 1876 y seguido, a poco, de su muerte. El congreso de Berna lanzó el lema de la “propaganda por el hecho”. Cafiero y Malatesta se encargaron de dar la primera lección. El 5 de abril de 1877, treinta militantes armados, dirigidos por ellos, invadieron las montañas de la provincia italiana de Benevento, quemaron los archivos comunales de una aldea, distribuyeron entre los pobres el contenido de la caja del recaudador de impuestos, intentaron aplicar un “comunismo libertario” en miniatura –rural y pueril– y, finalmente, acosados, transidos de frío, se dejaron capturar sin oponer resistencia.

Tres años después –el 25 de diciembre de 1880, para ser más exactos–, Kropotkin proclamaba en su periódico Le Révolté: “La revuelta permanente mediante la palabra, el impreso, el puñal, el fusil, la dinamita [...], todo lo que no sea legalidad es bueno para nosotros”. De la “propaganda por el hecho” a los atentados individuales sólo había un paso que no tardó en darse.

Si la defección de las masas obreras fue uno de los motivos que empujaron a los anarquistas al terrorismo, la “propaganda por el hecho” contribuyó a su vez, en cierta medida, a despertar a los trabaj adores aletargados. Fue, como dijo Robert Louzon en un artículo de Révolution Prolétarienne (noviembre de 1937), “cual un campanazo que arrancó al proletariado francés del estado de postración en que lo habían sumido las matanzas de la Comuna [...], preludio de la fundación de la CGT (Confédération Générale du Travail) y del movimiento sindical de masas de los años 1900 a 1910”. Afirmación un poco optimista que rectifica, o completa[10], el testimonio de Fernand Pelloutier, joven anarquista convertido al sindicalismo revolucionario: a su juicio, el empleo de la dinamita alejó del camino del socialismo libertario a los trabajadores pese a que se sentían completamente decepcionados del socialismo parlamentario; ninguno se atrevía a llamarse anarquista por temor de que se pensara que prefería la revuelta aislada en perjuicio de la acción colectiva.

La combinación de las bombas y de las utopías kropotkinianas proporcionó a los socialdemócratas armas que supieron usar muy bien contra los anarquistas.

 

LOS SOCIALDEMÓCRATAS VITUPERAN A LOS ANARQUISTAS

Durante muchos años, el movimiento obrero socialista estuvo dividido en dos facciones irreconciliables: la tendencia anarquista, que caía en la pendiente del terrorismo mientras se perdía en la espera del milenio, y el movimiento político, que se proclamaba fraudulentamente marxista en tanto se hundía en el “cretinismo parlamentario” Como bien recordaría más adelante el anarquista y luego sindicalista Pierre Monatte, “en Francia, el espíritu revolucionario iba muriendo [...] año tras año. El revolucionarismo de Guesde [...] era sólo de palabra o, peor aimn, electoral y parlamentario; por su parte, el de Jaurès iba mucho más lejos: era lisa y llanamente ministerial y gubernamental”. En Francia, la separación de anarquistas y socialistas se consumó en el congreso de El Havre de 1880, cuando el naciente partido obrero se lanzó a la actividad electoral.

Los socialdemócratas de diversos países, reunidos en París en 1889, decidieron resucitar la práctica, largo tiempo eclipsada, de los congresos socialistas internacionales, con lo cual prepararon el camino para la Segunda Internacional. Algunos anarquistas creyeron su deber participar en la asamblea convocada, pero su presencia dio motivo a violentos incidentes. Los socialdemócratas lograron ahogar a sus adversarios con la fuerza del número y, en el congreso de Bruselas de 1891, se expulsó a los libertarios en medio de manifestaciones de hostilidad hacia ellos. No obstante, y pese a ser reformistas, buena parte de los delegados obreros, ingleses, holandeses e italianos, se retiraron a modo de protesta. En el congreso siguiente, celebrado en Zurich en 1893, los socialdemócratas propusieron que, en el futuro, sólo se admitieran, aparte de las organizaciones sindicales, a aquellos partidos y agrupaciones socialistas que reconocieran la necesidad de la “acción política”, vale decir, de la conquista del poder burgués mediante el voto.

En la reunión de Londres de 1896, algunos anarquistas franceses e italianos eludieron esta estipulación eliminatoria haciéndose enviar como delegados de sindicatos. Si bien este proceder sólo obedeció al deseo de vencer al enemigo por la astucia, sirvió, como se verá luego, para que los anarquistas retomaran el camino de la realidad: habían entrado en el movimiento sindical. Pero cuando uno de ellos, Paul Delesalle, intentó subir a la tribuna, tuvo que pagarlo con su integridad física, pues fue violentamente arroj ado por las escaleras. Jaurès afirmó que los libertarios habían transformado a los sindicatos en agrupaciones revolucionarias y anarquistas, que los habían desorganizado tal como quisieron hacerlo con aquel congreso, “para gran beneficio de la reacción burguesa”.

Wilhelm Liebknecht y August Bebel, jefes socialdemócratas alemanes y electoralistas inveterados, fueron quienes más se encarnizaron contra los anarquistas, como ya lo habían hecho en la Primera Internacional. Secundados por la señora de Aveling, hija de Karl Marx, que tildó de “locos” a los libertarios, los jefes socialdemócratas manejaron la asamblea a su antojo y lograron que ésta adoptara una resolución por la cual se excluía de los futuros congresos a todos los “antiparlamentarios”, cualquiera que fuese el título con que se presentaran.

Tiempo después, en El Estado y la Revolución, tendiendo a los anarquistas un ramo en el cual se entremezclaban flores y espinas, Lenin les hizo justicia contra los socialdemócratas. A estos les reprochó el haber “dej ado a los anarquistas el monopolio de la crítica del parlamentarismo”, y el haber “calificado de anarquista” a dicha crítica. No era de asombrar, pues, que el proletariado de los países parlamentarios, harto de tales socialistas, hubiera volcado cada vez más sus simpatías hacia el anarquismo. Los socialdemócratas tacharon de anarquista toda tentativa de destruir el Estado burgués. Los libertarios señalaron “con exactitud el carácter oportunista de las ideas sobre el Estado que profesan la mayoría de los partidos socialistas”.

Siempre al decir de Lenin, Marx concuerda con Proudhon en un punto: ambos son partidarios de la “destrucción del actual aparato del Estado”. “Esta analogía entre marxismo y anarquismo, el de Proudhon, el de Bakunin, es algo que los oportunistas no quieren ver”. Los socialdemócratas encarnaron con espíritu “no marxista” sus discusiones con los anarquistas. Su crítica del anarquismo se reduce a esta trivialidad burguesa: “Nosotros aceptamos el Estado; los anarquistas, no”. Pero, con muy buen fundamento, los libertarios podrían replicarle a la socialdemocracia que ella no cumple con su deber, que es el de educar a los obreros para la revolución. Lenin fustiga un panfleto antianarquista del socialdemócrata ruso Plejánov, diciendo que es “muy injusto con los anarquistas”, “sofístico”, y que está “lleno de razonamientos groseros tendientes a insinuar que no hay ninguna diferencia entre un anarquista y un bandido”.

 

LOS ANARQUISTAS EN LOS SINDICATOS

Hacia 1890, los anarquistas se encontraban en un callejón sin salida. Aislados del mundo obrero, entonces monopolizado por los socialdemócratas, se encerraron bajo llave en sus santuarios y se parapetaron en torres de marfil para dar vueltas y vueltas sobre una ideología cada vez más irreal, cuando no se entregaban a atentados individuales o aplaudían tales actos, dejándose así arrastrar por el engranaje de la represión y de las represalias.

Kropotkin fue uno de los primeros que tuvieron el mérito de entonar su mea culpa, y de reconocer la inutilidad de la “propaganda por el hecho”. En una serie de artículos publicados en 1890, afirmó “que es preciso estar con el pueblo, quien ya no pide actos aislados sino hombres de acción en sus filas”. Previno contra “la ilusión de que puede vencerse a la coalición de explotadores con unas libras de explosivos”. Preconizó el retorno a un sindicalismo de masas similar al que engendró y difundió la Primera Internacional: “Uniones gigantescas que engloben a los millones de proletarios”.

Si querían desligar a las masas obreras de los supuestos socialistas que sólo se burlaban de ellas, los anarquistas debían necesariamente penetrar en los sindicatos. Fernand Pelloutier delineó la nueva táctica en su artículo “El anarquismo y los sindicatos obreros”, publicado en 1895 por Les Temps Nouveaux, semanario anarquista. El anarquismo bien podía prescindir de la dinamita, y era imperioso que fuera hacia la masa a fin de cumplir un doble propósito: el de propagar las ideas libertarias en un medio importantísimo y el de arrancar al movimiento sindical del estrecho corporativismo en el que había estado hundido hasta entonces. El sindicalismo había de ser una “escuela práctica de anarquismo”. Laboratorio de las luchas económicas, apartado de las competencias electorales, administrado anárquicamente, ¿no era el sindicato, revolucionario y libertario a la vez, la única organización que podía equilibrar y destruir la nefasta influencia de los políticos socialdemócratas? Pelloutier enlaza los sindicatos obreros con la sociedad “comunista libertaria” que seguía siendo la meta final de los anarquistas. Y así inquiere: el día en que estalle la revolución, “¿no habrá ya una organización lista para suceder a la actual, una organización casi libertaria que suprima de hecho todo poder político y cuyas partes integrantes, dueñas de los instrumentos de producción, rijan sus asuntos independiente y soberanamente, con el libre consentimiento de sus miembros?”.

Más adelante, en el congreso anarquista internacional de 1907, Pierre Monatte declaraba: “El sindicalismo [...] abre al anarquismo, demasiado tiempo replegado en sí mismo, perspectivas y esperanzas nuevas”. Por una parte, “el sindicalismo [...] ha devuelto al anarquismo el espíritu de su origen obrero; por la otra, los anarquistas han contribuido en buena medida a conducir al movimiento obrero hacia el camino revolucionario y a popularizar la idea de la acción directa”. En esa misma reunión, y tras acaloradas discusiones, se adaptó una resolución de síntesis que comenzaba con la siguiente declaración de principios: “El congreso anarquista internacional considera que los sindicatos son organizaciones de combate en la lucha de clases tendiente al mejoramiento de las condiciones de trabajo, a la vez que uniones de productores que pueden servir para transformar la sociedad capitalista en otra anarcocomunista”.

Pero mucho les costó a los anarquistas sindicalistas encaminar al conj unto del movimiento libertario hacia el nuevo sendero elegido. Los “puros” del anarquismo abrigaban un incontenible recelo contra el movimiento sindical. Les chocaba su excesivo espíritu práctico y lo acusaban de complacerse en la sociedad capitalista, de ser parte de ella y acantonarse tras las reivindicaciones inmediatas. Negaban que el sindicalismo pudiera resolver por sí solo los problemas sociales, según lo pretendía. Durante el congreso de 1907, en áspera réplica a Monatte, Malatesta sostuvo que el movimiento obrero era para los anarquistas un medio, pero no un fin: “El sindicalismo es y será siempre nada más que un movimiento legalista y conservador, sin otro objetivo alcanzable –¡vaya!– que el mejoramiento de las condiciones de trabajo”. Cegado por el deseo de lograr ventajas inmediatas, el movimiento sindical desviaba a los trabajadores de su verdadera meta: “No es que debamos incitar a los obreros a dejar el trabajo, sino, más bien, a continuarlo por cuenta propia”. Finalmente, Malatesta alertaba contra el espíritu conservador de las burocracias gremiales: “Dentro del movimiento obrero, el funcionario es un peligro sólo comparable al del parlamentarismo. El anarquista que acepta ser funcionario permanente y asalariado de un sindicato está perdido para el anarquismo”.

Monatte replicó que, al igual que toda obra humana, el movimiento sindical no estaba, por cierto, libre de imperfecciones: “Creo que, en lugar de ocultarlas, es útil tenerlas siempre presentes a fin de poder contrarrestarlas”. Reconocía que la burocracia sindical daba motivo a vivas críticas, a menudo justificadas. Pero rechazaba la acusación de que se deseaba sacrificar al anarquismo y la revolución en bien del sindicalismo. “Como para todos los que estamos aquí, la anarquía es nuestro objetivo final. Mas los tiempos han cambiado, y por eso, sólo por eso, nos hemos visto obligados a modificar nuestro modo de encarar el movimiento y la revolución [...]. Si, en lugar de criticar desde arriba los vicios pasados, presentes y hasta futuros del sindicalismo, los anarquistas participaran más íntimamente en la actividad sindical, los peligros que aquél puede provocar quedarían conjurados por siempre jamás.”

Por lo demás, la ira de los intransigentes del anarquismo no carecía totalmente de fundamento. Pero el tipo de sindicatos que desaprobaban pertenecía a una época ya superada: se trataba de aquellos sindicatos, en un principio simple y llanamente corporativos y luego llevados a remolque por los políticos socialistas que proliferaron en Francia durante los años siguientes a la represión de la Comuna. Por otra parte, los anarquistas “puros” juzgaban que el sindicalismo de lucha de clases, regenerado por la penetración de los anarcosindicalistas, presentaba un inconveniente en el sentido contrario: pretendía producir su ideología propia, “bastarse a sí mismo”. Emile Pouget, su portavoz más mordaz, afirmó: “La supremacía del sindicato sobre los otros modos de cohesión de los individuos débese al hecho de que él cumple, frontal y paralelamente, la tarea de conquistar mejoras parciales y la de concretar –misión más decisiva– la transformación social. Y justamente porque responde a esta doble tendencia [...] sin sacrificar el presente en aras del porvenir, o viceversa, el sindicato se presenta como la forma de agrupamiento por excelencia”.

Los esfuerzos del nuevo sindicalismo por afianzar y preservar su “independencia”, proclamada en una célebre Carta que se firmó durante el congreso de la CGT celebrado en Amiens en 1906, no estaban dirigidos principalmente contra los anarquistas: antes bien, respondían al deseo de librarse de la tutela de la democracia burguesa y su apéndice en el movimiento obrero, la socialdemacracia. Además, se buscaba conservar la cohesión del movimiento sindical, evitar una proliferación de sectas políticas rivales como la que se produjo en Francia antes de la “unidad socialista”. De la obra de Proudhon titulada Capacidad política de la clase obrera, que tenían como biblia los sindicalistas revolucionarios, tomaron éstos especialmente la idea de “separación”: constituido como clase aparte y bien delimitada, el proletariado debía rechazar todo aporte de la clase enemiga.

Pero ciertos anarquistas se ofuscaron al ver que el sindicalismo obrero pretendía prescindir de su tutela. Doctrina radicalmente falsa, exclamó Malatesta, doctrina que amenazaba la existencia misma del anarquismo. Y el segundón Jean Grave se hizo eco así: “El sindicalismo puede, y debe, bastarse a sí mismo en su lucha contra la explotación patronal, pero de ningún modo ha de aspirar a resolver por sí solo el problema social”. “Tan poco se basta a sí mismo que la definición de lo que es, de lo que debe ser y hacer, tuvo que venirle de afuera.”

A despecho de estas recriminaciones, y gracias al fermento revolucionario depositado en él por los anarquistas convertidos al sindicalismo, en los años precedentes a la Primera Guerra Mundial el movimiento sindical llegó a constituirse en Francia y los demás países latinos en una potencia que debían tener muy en cuenta, no sólo la burguesía y el gobierno, sino también los políticos socialdemócratas, que desde entonces perdieron mucho terreno en el dominio del movimiento obrero. El filósofo Georges Sorel consideraba que la entrada de los anarquistas en los sindicatos fue uno de los grandes acontecimientos de su época. Sí, la doctrina anarquista se había diluido en el movimiento de masas, pero en él se reencontró consigo misma, bajo formas nuevas, y renovó sus fuerzas.

La fusión de la idea anarquista con la sindicalista dejó en el movimiento libertario profundas huellas. Hasta 1914, la CGT francesa fue el producto, bastante efímero, de dicha síntesis. Pero el fruto más acabado y duradero debía ser la CNT española (Confederación Nacional del Trabajo), fundada en 1910 al producirse la disgregación del partido radical del político Alejandro Leroux. Diego Abad de Santillán, uno de los portavoces del anarcosindicalismo español, no dejará de rendir homenaje a Fernand Pelloutier, Émile Pouget y otros anarquistas que comprendieron la necesidad de hacer fructificar sus ideas ante todo en las organizaciones económicas del proletariado.

 

II. 

EL ANARQUISMO EN LA REVOLUCIÓN RUSA

 

La Revolución Rusa dio nuevo impulso al anarquismo, ya remozado en el sindicalismo revolucionario. Esta afirmación puede sorprender al lector, habituado a considerar la gran mutación revolucionaria de octubre de 1917 como obra y patrimonio exclusivo de los bolcheviques. En rigor de verdad, la Revolución Rusa fue un vasto movimiento de masas, una ola de fondo popular que rebasó y arrasó a los grupos ideológicos. No perteneció a nadie en particular; sólo al pueblo. En la medida en que constituyó una auténtica revolución, impulsada desde abajo hacia arriba, capaz de producir espontáneamente órganos de democracia directa, presentó todas las características de una revolución social de tendencias libertarias. No obstante, la debilidad relativa de los anarquistas rusos les impidió explotar una situación excepcionalmente favorable para lograr el triunfo de sus ideas.

La Revolución fue finalmente confiscada y desnaturalizada por la maestría, dirán unos, por la astucia, dirán otros, del equipo de revolucionarios profesionales agrupados en torno de Lenin. Pero esta doble derrota del anarquismo y de la auténtica revolución popular no resultó del todo estéril para la idea libertaria. En primer término, no se renegó de la apropiación colectiva de los medios de producción, con lo que se preservó el terreno donde algún día, quizás, el socialismo desde la base se impondrá sobre la regimentación estatal. En segundo lugar, la experiencia soviética significó una importante lección para algunos anarquistas de Rusia y otros países, a quienes este fracaso temporario enseñó muchas cosas –de las cuales el propio Lenin pareció tomar conciencia en vísperas de su muerte–, y obligó a reconsiderar los problemas de conj unto de la revolución y del anarquismo. En suma, les mostró, si era necesario, cómo no debe hacerse una revolución, para usar la expresión de Kropotkin, repetida por Volin. Lejos de probar que el socialismo libertario es impracticable, la experiencia soviética confirmó, en buena medida, la exactitud profética de las ideas expresadas por los fundadores del anarquismo y, especialmente, de su crítica del socialismo “autoritario”.

 

UNA REVOLUCIÓN LIBERTARIA

La revolución de 1905 fue el punto de partida de la de 1917. En ella surgieron órganos revolucionarios de nuevo cuño: los soviets, nacidos en las fábricas de San Petersburgo, durante una huelga general espontánea. Los soviets se encargaron de coordinar la lucha de los establecimientos en huelga, y llenaron así un lamentable vacío, por cuanto el país carecía casi por completo de movimiento sindical y de tradición sindicalista. El anarquista Volin se contaba entre los hombres del pequeño grupo estrechamente ligado con los obreros que, por sugerencia de éstos, tuvo la idea de crear el primer soviet. El testimonio de Trotski, que meses después debía llegar a la presidencia del Soviet, confirma el de Volin. Sin intención peyorativa, más bien podría decirse lo contrario, escribe Trotski en sus comentarios sobre la revolución de 1905: “La actividad del soviet significa la organización de la anarquía. Su existencia y desarrollo ulteriores marcaron una consolidación de la anarquía”.

Esta experiencia se grabó indeleblemente en la conciencia obrera, y cuando estalló la Revolución de febrero de 1917, los dirigentes revolucionarios no tuvieron nada que inventar. Los trabaj adores se apoderaron espontáneamente de las fábricas. Los soviets resurgieron naturalmente; una vez más, tomaron por sorpresa a los profesionales de la Revolución. Según reconoció el mismo Lenin, las masas obreras y campesinas eran “cien veces más izquierdistas” que los bolcheviques. Los soviets gozaban de tal prestigio que la insurrección de octubre sólo pudo desencadenarse a su llamado y en su nombre.

Pese a su impulso carecían de homogeneidad, de experiencia revolucionaria y de preparación ideológica. Por ello fueron fácil presa de partidos políticos con ideas revolucionarias vacilantes. Pese a ser una organización minoritaria, el partido bolchevique era la única fuerza revolucionaria que estaba verdaderamente organizada y perseguía objetivos definidos. Ni en el plano político ni en el sindical tenía casi rivales dentro del campo de la extrema izquierda y disponía de elementos dirigentes de primer orden. Desplegaba “una actividad frenética, febril, impresionante”, como admitió Volin.

Con todo, el aparato del partido –donde Stalin desempeñaba, a la sazón, un papel secundario– siempre miró con cierta desconfianza la molesta competencia de los soviets. Inmediatamente después de la toma del poder, la irresistible tendencia espontánea a la socialización de la producción se canalizó mediante el control obrero. El decreto del 14 de noviembre de 1917 legalizó la intervención de los trabaj adores en la dirección de las empresas y en el cálculo del costo, abolió el secreto comercial y obligó a los patronos a mostrar su correspondencia y sus cuentas.

“Los jefes de la revolución no tenían intención de ir más allá”, informa Victor Serge. En abril de 1918, “seguían considerando la posibilidad [...] de formar sociedades mixtas por acciones, en las cuales participarían capitales rusos y extranjeros, amén del Estado soviético”. “Las medidas de expropiación se tomaron por iniciativa de las masas y no del poder gobernante”.

El 20 de octubre de 1917, en el primer congreso de consejos de fábrica, se presentó una moción de inspiración anarquista en la cual se reclamaba: “El control de la producción y las comisiones de control no deben ser simples comités de verificación, sino [...] las células generadoras del mundo futuro, destinadas a preparar desde ahora el paso de la producción a manos de los obreros”. A. Pankrátova señala: “Cuanto más viva era la resistencia opuesta por los capitalistas a la aplicación del decreto sobre el control obrero, y cuanto más empecinada su negativa a permitir la injerencia de los trabaj adores en la producción, tanto más fácil y favorablemente se afirmaban estas tendencias anarquistas después de la Revolución de Octubre”.

Pronto se comprobó, en efecto, que el control obrero era una medida tibia, inoperante y deficiente. Los empleadores saboteaban, ocultaban las existencias, sustraían herramientas, provocaban a los obreros y hacían lock-out; a veces se servían de los comités de fábrica como de simples agentes o auxiliares de la dirección, y hasta hubo quienes trataron de hacer nacionalizar sus establecimientos por creerlo provechoso. Como respuesta a estas sucias maniobras, los obreros se apoderaban de las fábricas y las ponían nuevamente en marcha por su cuenta.

“No eliminaremos a los industriales por iniciativa propia” – expresaban los obreros en sus mociones–, “pero nos haremos cargo de la producción si no quieren asegurar el funcionamiento de las fábricas”. Pankrátova agrega que, en este primer período de socialización “caótica” y “primitiva”, los consejos de fábrica “frecuentemente tomaban la dirección de los establecimientos cuyos propietarios habían sido eliminados o habían preferido huir”.

Muy pronto, el control obrero deberá dar paso a la socialización. Lenin tuvo que obligar prácticamente a sus timoratos lugartenientes a arrojarse en el “crisol de la creación popular viva” y a usar un lenguaje auténticamente libertario. La autogestión obrera debía ser la base de la reconstrucción revolucionaria. Sólo ella podía despertar en las masas un entusiasmo revolucionario capaz de hacer posible lo imposible. Cuando el último peón, el más insignificante desocupado, la humilde cocinera vean las fábricas, la tierra y la administración confiadas a las asociaciones de obreros, empleados, funcionarios y campesinos, puestas en manos de comités democráticos de abastecimiento, etc., creados espontáneamente por el pueblo, “cuando los pobres vean y sientan esto, ninguna fuerza podrá vencer a la revolución social”. El porvenir pertenecía a una república del tipo de la Comuna de 1871, a una república de soviets.

“Con objeto de impresionar a las masas, de ganarse su confianza y sus simpatías, el partido bolchevique comenzó a lanzar [...] lemas que, hasta entonces, habían sido característicos [...] del anarquismo”, relata Volin. Lemas tales como todo el poder a los soviets, eran intuitivamente tomados por las masas en un sentido libertario. Así, testimonia Arshinov: “Los trabajadores interpretaban que la implantación de un poder soviético significaría la libertad de disponer de su propio destino social y económico”. En el tercer congreso de los soviets (realizado a principios de 1918), Lenin proclamó: “Las ideas anarquistas adquieren ahora formas vivas”. Poco después, en el séptimo congreso del Partido (6 a 8 de marzo), hizo adoptar tesis que trataban, entre otras cosas, de la socialización de la producción dirigida por los organismos obreros (sindicatos, comités de fábrica, etc.), de la eliminación de los funcionarios profesionales, la policía y el ejército, de la igualdad de salarios y sueldos, de la participación de todos los miembros de los soviets en la dirección y administración del Estado, de la supresión progresiva y total de dicho Estado y del signo monetario. En el congreso de sindicatos (primavera de 1918), Lenin describió las fábricas como “comunas autogobernadas de productores y consumidores”. El anarcosindicalista Maximov llegó a sostener: “Los bolcheviques no sólo abandonaron la teoría del debilitamiento gradual del Estado, sino también la ideología marxista en su conjunto. Se habían transformado en una suerte de anarquistas”.

 

UNA REVOLUCIÓN “AUTORITARIA”

Pero este audaz cambio, tendiente a ubicarse en la línea del instinto y la disposición revolucionaria de las masas, si bien logró poner a los bolcheviques a la cabeza de la Revolución, no correspondía a su ideología tradicional ni a sus verdaderas intenciones. Desde siempre fueron “autoritarios”, entusiastas de las ideas de Estado, dictadura, centralización, partido dirigente y dirección de la economía desde arriba, todas ellas en flagrante contradicción con una concepción verdaderamente libertaria de la democracia soviética.

El Estado y la Revolución, obra escrita en vísperas de la insurrección de octubre, es un espejo en el que se refleja la ambivalencia del pensamiento de Lenin. Algunas de sus páginas bien podrían haber sido firmadas por un libertario y, como ya hemos visto, en ellas se rinde homenaje a los anarquistas, parcialmente al menos. Pero este llamado a la revolución desde abajo encierra un alegato en favor de la revolución desde arriba. Las ideas de Estado, centralización y jerarquía no están insinuadas de modo más o menos disimulado; por el contrario, aparecen franca y directamente: el Estado sobrevivirá a la conquista del poder por el proletariado y se extinguirá sólo después de transcurrido un período transitorio. ¿Cuánto durará este purgatorio? Lenin no nos oculta la verdad; nos la dice sin pena, antes bien con alivio: el proceso será “lento”, de “larga duración”. Bajo la apariencia del poder de los soviets, la revolución engendrará en realidad el “Estado proletario” o la “dictadura del proletariado”, “el Estado burgués sin burguesía”, como admite, casi sin quererlo, el propio autor cuando consiente en ir al fondo de su pensamiento. Tal Estado omnívoro tiene por cierto la intención de absorberlo todo.

Lenin sigue la escuela de su contemporáneo, el capitalismo de Estado alemán, de la Kriegswirtschaft (economía de guerra). También toma como modelo los métodos capitalistas de organización de la gran industria moderna, con su “disciplina de hierro”. Un monopolio estatal como el Correo le hace exclamar, maravillado: “ ¡Qué mecanismo admirablemente perfeccionado! Toda la vida económica organizada como el Correo, [...] eso es el Estado, ésa es la base económica que necesitamos”. El querer prescindir de la “autoridad” y la “subordinación”, no es más que “un sueño anarquista”, afirma categóricamente. Poco antes, le entusiasmaba la idea de confiar la producción y el intercambio a las asociaciones obreras, a la autogestión. Pero había un error en el orden de las cosas. No oculta su receta mágica: todos los ciudadanos han de convertirse en “empleados y obreros de un solo trust universal: el Estado”, la sociedad entera será “una inmensa oficina y una gran fábrica”. Existirán los soviets, a no dudarlo, pero bajo la égida del partido obrero, de un partido que tiene la misión histórica de “dirigir” al proletariado.

Los anarquistas rusos más lúcidos no se dejaron engañar. En el apogeo del período libertario de Lenin, conjuraban ya a los trabajadores a ponerse en guardia. En su periódico Gobos Trudá (La Voz del Trabajo), podían leerse, hacia fines de 1917 y principios de 1918, estas proféticas advertencias de Volin: “Una vez que hayan consolidado y legalizado su poder, los bolcheviques –que son socialistas, políticos y estatistas, es decir, hombres de acción centralistas y autoritarios– comenzarán a disponer de la vida del país y del pueblo con medios gubernativos y dictatoriales impuestos desde el centro [...]. Vuestros soviets [...] se convertirán paulatinamente en simples instrumentos ejecutivos de la voluntad del gobierno central [...]. Asistiremos a la erección de un aparato autoritario, político y estatal que actuará desde arriba y comenzará a aplastarlo todo con su mano de hierro [...]. ¡Ay de quien no esté de acuerdo con el poder central!”. “Todo el poder a los soviets pasará a ser, de hecho, la autoridad de los jefes del partido”.

La tendencia cada vez más anarquizante de las masas obligó a Lenin a apartarse por un tiempo del viejo camino, dice Volin. Sólo dejaba subsistir al Estado, la autoridad y la dictadura por una hora, por un minuto, para dar paso, acto seguido, al “anarquismo”. “Pero, por todos los diablos, ¿no os imagináis [...] qué dirá el ciudadano Lenin cuando se consolide el poder actual y sea posible hacer oídos sordos a la voz de las masas?” Naturalmente, volverá a los senderos trillados. Creará un “Estado marxista” del tipo más perfeccionado.

Como se comprende, sería aventurado sostener que Lenin y su equipo tendieron conscientemente una trampa a las masas. En ellos existía más dualismo doctrinario que duplicidad. Entre los dos polos de su pensamiento había una contradicción tan evidente, tan flagrante, que era de prever que pronto los hechos obligarían a una definición. Una de dos: o bien la presión anarquizante de las masas compelía a los bolcheviques a olvidar sus inclinaciones autoritarias o, por el contrario, la consolidación de su poder, ref orzada por el sofocamiento o debilitamiento de la revolución popular, los llevaba a relegar sus veleidades anarquizantes al desván de los trastos viejos.

El problema se complicó al añadirse un elemento nuevo y perturbador: la situación derivada de la terrible guerra civil, la intervención extranj era, la desorganización de los transportes y la escasez de técnicos. Estas circunstancias empujaron a los dirigentes soviéticos a tomar medidas de excepción, a recurrir a la dictadura, la centralización y un régimen de “mano de hierro”. Los anarquistas negaron, empero, que todas estas dificultades tuvieran únicamente causas “objetivas” y externas a la Revolución. Opinaban que, en parte, se debían a la lógica interna de los conceptos autoritarios del bolcheviquismo, a la impotencia de un poder burocratizado y centralizado en exceso. Según Volin, la incompetencia del Estado y su pretensión de dirigir y controlar todo fueron dos de los factores que lo incapacitaron para reorganizar la vida económica del país y lo condujeron a un verdadero “desastre”, marcado por la paralización de la actividad industrial, la ruina de la agricultura y la destrucción de todo vínculo entre las distintas ramas de la economía.

Volin relata el caso de la antigua refinería de petróleo Nobel, de Petrogrado. Al ser abandonada por sus propietarios, los cuatro mil obreros empleados en el establecimiento decidieron hacerlo trabajar colectivamente. Guiados por este propósito, se dirigieron al gobierno bolchevique sin encontrar eco. Entonces intentaron poner la empresa en marcha con sus propios medios. Se dividieron en grupos móviles que se ocuparon afanosamente de buscar combustibles, materias primas, mercados y transporte. Para solucionar este último problema, habían ya iniciado negociaciones con sus camaradas ferroviarios. El gobierno se irritó. Por ser responsable ante el país entero, no podía admitir que cada fábrica actuara a su gusto y manera. Obstinado, el consejo obrero convocó una asamblea general de trabaj adores. El comisario de trabajo en persona se tomó la molestia de advertir a los obreros que no osaran realizar “un acto de grave indisciplina”. Fustigó su actitud “anarquista y egoísta” y los amenazó con el despido sin indemnización. Los trabajadores replicaron que no solicitaban ningún privilegio: el gobierno no tenía más que dejar a los obreros y campesinos actuar del mismo modo en todo el país. Todo fue en vano. El gobierno se mantuvo en su posición y la refinería fue clausurada.

La dirigente comunista Alexandra Kolontái corrobora lo expuesto por Volin. En 1921, señaló con pesar que innumerables iniciativas obreras habían naufragado en el mar de legajos y de estériles palabras administrativas: "¡Qué amargura para los obreros! [...], darse cuenta de cuánto habrían podido hacer si se les hubiera dado el derecho y la posibilidad de actuar [...]. La iniciativa perdió impulso; el deseo de actuar murió”.

En realidad, el poder de los soviets duró apenas unos meses, desde octubre de 1917 hasta la primavera de 1918. Muy pronto, los consejos de fábrica fueron despojados de sus atribuciones so pretexto de que la autogestión no tenía en cuenta las necesidades “racionales” de la economía y fomentaba el egoísmo de las empresas, empeñadas en hacerse competencia, disputarse los magros recursos y sobrevivir a toda costa, aunque hubiera otras fábricas más importantes “para el Estado” y mejor equipadas. En resumen, y para usar las palabras de A. Pankrátova, se iba a una fragmentación de la economía en “federaciones autónomas de productores, del tipo soñado por los anarquistas”. Es innegable que la naciente autogestión obrera merecía ciertos reparos. Penosamente, casi a tientas, había tratado de crear nuevas formas de producción sin precedentes en la historia humana. Se había equivocado, había tomado por caminos falsos, es cierto, pero éste era el tributo del aprendizaje. Como afirmó Kolontái, el comunismo no podía “nacer sino de un proceso de búsquedas y pruebas prácticas, cometiendo errores quizá, pero basándose en las fuerzas creadoras de la propia clase obrera”.

Los dirigentes del partido no compartían esta opinión. Por el contrario, se sentían muy felices de arrebatar a los comités de fábrica los poderes que, en su fuero interno, se habían resignado –sólo resignado– a entregarles. A partir de 1918, Lenin inclinó sus preferencias hacia la primacía de la “voluntad de uno solo” en la dirección de las empresas. Los trabajadores debían obedecer “incondicionalmente” a la voluntad única de los dirigentes del desarrollo laboral. Todos los jefes bolcheviques, nos dice Kolontái, “desconfiaban de la capacidad creadora de las colectividades obreras”. Para colmo, la administración había sido invadida por innumerables elementos pequeño-burgueses, restos del antiguo capitalismo ruso, que se habían adaptado con harta celeridad a las instituciones soviéticas, habían obtenido puestos de responsabilidad en los diversos comisariatos y consideraban que la gestión económica debía estar en sus ma- nos y no en las de las organizaciones obreras.

Se asistía a la creciente injerencia de la burocracia estatal en la economía. Desde el 5 de diciembre de 1917 la industria fue presidida por el Consejo Económico Superior, encargado de coordinar autoritariamente la actividad de todos los organismos de producción. El congreso de los Consejos Económicos (26 de mayo - 4 de junio de 1918) decidió que se formaran directorios de empresa según el siguiente esquema: las dos terceras partes de sus integrantes serían nombrados por los consejos regionales o el Consejo Económico Superior, mientras que el tercio restante sería elegido por los obreros de cada establecimiento. El decreto del 28 de mayo de 1918 extendió la colectivización a la industria en su conjunto, pero, de un mismo plumazo, transformó en nacionalizaciones las socializaciones espontáneas de los primeros meses de la Revolución. Correspondía al Consejo Económico Superior la tarea de organizar la administración de las empresas nacionalizadas. Los directores y el plantel técnico continuaban en funciones, pero a sueldo del Estado. Durante el segundo congreso del Consejo Económico Superior, reunido a fines de 1918, el miembro informante regañó con acritud a los consejos de fábrica por ser éstos los que, prácticamente, dirigían las empresas en lugar del consejo administrativo.

Seguían haciéndose votaciones para elegir a los integrantes de los comités de fábrica, mas sólo por formulismo, pues un miembro de la célula comunista procedía primero a leer una lista de candidatos, preparada de antemano, y luego se votaba levantando la mano, todo ello en presencia de los “guardias comunistas” armados del establecimiento. Quien se declaraba contra los candidatos propuestos, pronto sufría sanciones económicas (reducción de salario, etc.). Como bien dijo Arshinov, ya no había más que un amo omnipotente: el Estado. La relación entre los obreros y este nuevo patrón era idéntica a la que había existido entre el trabajo y el capital. Se restauró el salariado, con la única diferencia de que ahora el trabajador cumplía un deber para con el Estado.

Los soviets fueron relegados a una función puramente nominal. Se los convirtió en instituciones del poder gubernamental. “Debéis ser las células estatales de la base”, declaró Lenin el 27 de junio de 1918, en el congreso de los consejos de fábrica. Según las palabras de Volin, quedaron reducidos a “cuerpos puramente administrativos y ejecutivos, encargados de pequeñas tareas locales sin importancia y totalmente sometidos a las directivas de las autoridades centrales: el gobierno y los órganos dirigentes del Partido”. No gozaban siquiera de “una sombra de poder”. Durante el tercer congreso de los sindicatos (abril de 1920), Losovski, miembro informante, reconoció: “Hemos renunciado a los viejos métodos de control obrero, de los cuales sólo hemos conservado el principio estatal”. A partir de entonces, ese “control” fue ejercido por un organismo del Estado: la Inspección Obrera y Campesina.

En los primeros tiempos, las federaciones de la industria, de estructura centralista, sirvieron a los bolcheviques para aprisionar y subordinar a los consejos de fábrica, federalistas y libertarios por naturaleza. El 10 de abril de 1918 se consumó la fusión de los dos tipos de organización, siempre bajo el ojo vigilante del Partido. El gremio de los metalúrgicos de Petrogrado prohibió a los consejos de fábrica “tomar iniciativas desorganizadoras” y reprobó su “peligrosísima” tendencia a poner en manos de los trabajadores tal o cual empresa. Segun decía, ello significaba imitar de la peor manera a las cooperativas de producción, que “habían demostrado su inoperancia hacia ya largo tiempo y estaban destinadas a transformarse en empresas capitalistas”. “Todo establecimiento abandonado o saboteado por un industrial y cuya producción fuera necesaria para la economía nacional, debía pasar a depender del Estado”. Era "inadmisible” que los obreros tomaran empresas a su cargo sin contar con la aprobación del aparato sindical.

Tras esta operación preparatoria se domesticó, depuró y despojó de toda autonomía a los sindicatos obreros; sus congresos fueron diferidos, sus miembros, detenidos, y sus organizaciones, disueltas o fusionadas en unidades más grandes. Al término de este proceso, se había eliminado hasta el menor rastro de orientación anarcosindicalista, y el movimiento gremial quedó estrechamente subordinado al Estado y al partido único.

Igual suerte corrieron las cooperativas de consumo. Al principio surgieron por doquieç se multiplicaron y confederaron. Pero cometieron el error de escapar al control del Partido y de dejar que algunos socialdemócratas (mencheviques) se infiltraran en ellas. Los bolcheviques comenzaron por privar a las tiendas locales de sus medios de abastecimiento y transporte, so pretexto de que su actividad equivalía a un “comercio privado” o de que se dedicaban a la “especulación”; en algunos casos, ni siquiera daban razones para justificar este proceder. Luego todas las cooperativas libres fueron clausuradas simultáneamente, y en su lugar se instalaron burocráticas cooperativas estatales. Por el decreto del 20 de marzo de 1919, las cooperativas de consumo pasaban al comisariato de abastecimiento y las cooperativas de producción industrial se integraban en el Consejo Económico Superior. Muchos fueron los miembros de las cooperativas que terminaron en prisión.

La clase obrera no supo reaccionar con suficiente rapidez y energía. Estaba dispersa, aislada en un inmenso país atrasado y de economía primordialmente rural, agotada por las privaciones y las luchas revolucionarias y, peor aún, desmoralizada. Había perdido sus mejores elementos, que la dejaron para ir a combatir en la guerra civil o fueron absorbidos por la maquinaria del Partido o del gobierno. Pese a todo, hubo muchos trabajadores que se percataron de que sus conquistas revolucionarias les habían sido arrebatadas, de que se los había privado de sus derechos y puesto bajo tutela, que se sintieron humillados por la arrogancia o la arbitrariedad de los nuevos amos y tuvieron conciencia de cuál era la verdadera naturaleza del supuesto “Estado proletario”. Fue así como, durante el verano de 1918, obreros descontentos de las fábricas de Moscú y Petrogrado realizaron elecciones entre ellos a fin de formar auténticos “consejos de delegados” para oponerlos a los soviets de empresa, ya denominados por el poder central. Según atestigua Kolontái, el obrero sentía, veía y comprendía que se le hacía a un lado. Le bastaba comprobar cómo vivían los funcionarios soviéticos y cómo vivía él, pilar sobre el cual descansaba, al menos en teoría, la “dictadura del proletariado”.

Pero cuando los trabaj adores llegaron a ver claro, era ya demasiado tarde. El poder había tenido tiempo de organizarse sólidamente y disponía de fuerzas de represión capaces de doblegar cualquier intento de acción autónoma de las masas. Volin afirma que, durante tres años, la vanguardia obrera libró una lucha dura y desigual, prácticamente ignorada fuera de Rusia, contra un aparato estatal que se obstinaba en negar que entre él y las masas se había abierto un abismo. Durante el lapso de 1919 a 1921 se multiplicaron las huelgas en los grandes centros urbanos, sobre todo en Petrogrado, y hasta en Moscú. Fueron, como veremos luego, duramente reprimidas.

Dentro del propio partido dirigente surgió una “Oposición Obrera” que reclamaba el retorno a la democracia soviética y a la autogestión. Durante el décimo congreso del Partido, realizado en marzo de 1921, Alexandra Kolontái, uno de sus voceros, distribuyó un folleto en el que se pedía libertad de iniciativa y de organización para los sindicatos, así como la elección, por un “congreso de productores”, de un órgano central de administración de la economía nacional. Este opúsculo fue confiscado y prohibido. Lenin logró que los congresistas aprobaran casi por unanimidad una resolución en la cual se declaraba que las tesis de la Oposición Obrera eran “desviaciones pequeño-burguesas y anarquistas”: a sus ojos, el “sindicalismo”, el “semianarquismo” de los opositores constituía un “peligro directo” para el monopolio del poder ejercido por el Partido en nombre del proletariado.

Esta lucha continuó en el seno del grupo directivo de la central sindical. Por haber apoyado la independencia de los sindicatos respecto del partido, Tomski y Riazánov fueron excluidos del Presidium y enviados al exilio. Igual suerte sufrieron Shliápnikov, principal dirigente de la Oposición Obrera, y G. I. Miásnikov, cabeza de otro grupo opositor. Este último, auténtico obrero que en 1917 ajustició al Gran Duque Miguel, que había actuado en el Partido durante quince años y que, antes de la Revolución, había cumplido siete años de cárcel y setenta y cinco días de huelga de hambre, se atrevió a imprimir, en noviembre de 1921, un folleto en el cual aseveraba que los trabajadores habían perdido confianza en los comunistas porque el Partido ya no hablaba el mismo idioma que la clase obrera y ahora dirigía contra ella los mismos medios de represión que se emplearon contra los burgueses entre 1918 y 1920.

 

EL PAPEL DE LOS ANARQUISTAS

¿Qué papel desempeñaron los anarquistas rusos en aquel drama, en el cual una revolución de tipo libertario fue transmutada en su opuesto? Rusia no tenía casi tradición libertaria. Bakunin y Kropotkin se convirtieron al anarquismo en el extranjero; ni uno ni otro militaron jamás como anarquistas dentro de Rusia. En lo que atañe a sus obras, por lo menos antes de la Revolución de 1917, se publicaron fuera de su país natal y, muchas veces, en lengua extranjera. Sólo algunos extractos llegaron a Rusia, y ello clandestinamente, con grandes dificultades y en cantidades muy limitadas. La educación social, socialista y revolucionaria de los rusos, no tenía absolutamente nada de anarquista. Muy por el contrario, asegura Volin, “la juventud rusa avanzada leía una literatura que, invariablemente, presentaba al socialismo desde una perspectiva estatista”. Las mentes estaban impregnadas de la idea de gobierno: la socialdemocracia alemana había contaminado a todos.

Los anarquistas eran apenas “un puñado de hombres sin influencia”. Sumaban, cuando más, algunos miles. Siempre al decir de Volin, su movimiento era “todavía demasiado débil para tener influencia inmediata y concreta sobre los acontecimientos”. Por lo demás, la mayoría de ellos, intelectuales de tendencias individualistas, prácticamente no habían participado en el movimiento obrero. Nestor Majno fue, junto con Volin, una de las excepciones a esta regla; actuó en su Ucrania natal en el corazón de las masas y, en sus memorias, declara con gran severidad que el anarquismo ruso “se encontraba a la zaga de los acontecimientos y, a veces, hasta completamente fuera de ellos”.

No obstante, este juicio parece algo injusto. Entre la Revolución de febrero y la de octubre, los anarquistas cumplieron un papel nada desdeñable. Así lo reconoce Trotski repetidamente en el curso de su Historia de la Revolución Rusa. “Osados” y “activos” pese a su escaso número, fueron adversarios por principio de la Asamblea Constituyente, en un momento en que los bolcheviques no eran todavía antiparlamentarios. Mucho antes que el partido de Lenin, inscribieron en su bandera el lema de todo el poder a los soviets. Ellos dieron impulso al movimiento de socialización espontánea de la vivienda, muchas veces contra la voluntad de los bolcheviques. Y en parte por iniciativa de los militantes anarcosindicalistas, los obreros se apoderaron de las fábricas, aun antes de octubre.

Durante las jornadas revolucionarias que pusieron término a la república burguesa de Kerenski, los anarquistas estuvieron en los puestos de vanguardia en la lucha militar; descollaron especialmente en el regimiento de Dvinsk, el cual, a las órdenes de veteranos libertarios como Grachov y Fedótov, desalojó a los “cadetes” contrarrevolucionarios. La Asamblea Constituyente fue dispersada por el anarquista Anatol Zhelezniákov, secundado por su destacamento; los bolcheviques no hicieron más que ratificar la hazaña ya cumplida. Muchos grupos de guerrilleros, formados por anarquistas o dirigidos por ellos (los de Mokoúsov, Cherniak y otros), lucharon sin tregua contra los ejércitos blancos desde 1918 a 1920.

No hubo casi ciudad importante que no contara con un grupo anarquista o anarcosindicalista afanoso por difundir material impreso relativamente considerable: periódicos, revistas, folletos de propaganda, opimsculos, libros. En Petrogrado aparecían dos semanarios y en Moscim un diario, cada uno de los cuales tenía una tirada de 25.000 ejemplares. El pimblico de los anarquistas aumentó a medida que se ahondaba la Revolución, hasta que se apartó de las masas.

El 6 de abril de 1918, el capitán francés Jacques Sadoul, que cumplía una misión en Rusia, escribió en un informe: “El partido anarquista es el más activo, el más combativo de los grupos de la oposición y, probablemente, el más popular [...]. Los bolcheviques están inquietos”. A fines de 1918, afirma Volin, “esta influencia llegó a un punto tal que los bolcheviques, quienes no admitían criticas, y menos aimn que se los contradij era, se inquietaron seriamente”. Para la autoridad soviética, informa el mismo autor, “tolerar la propaganda anarquista equivalía [...] al suicidio. Por ello hizo todo lo posible, primero por impedir, luego por prohibir y, finalmente por suprimir mediante la fuerza bruta cualquier manifestación de las ideas libertarias”.

El gobierno bolchevique “comenzó por clausurar brutalmente los locales de las organizaciones libertarias y prohibirles a los anarquistas toda propaganda o actividad”. Fue así como, la noche del 12 de abril de 1918, destacamentos de guardias roj os armados hasta los dientes realizaron una sorpresiva operación de limpieza en veinticinco casas ocupadas por los anarquistas en Moscim. Creyéndose atacados por soldados blancos, los libertarios respondieron a tiros. Luego, siempre segimn Volin, el poder gobernante procedió rápidamente a tomar "medidas más violentas: encarcelamientos, proscripciones, muertes”. “Durante cuatro años este conflicto tendrá en vilo al poder bolchevique [...], hasta la aniquilación definitiva de la corriente libertaria manu militari” (fines de 1921).

La derrota de los anarquistas fue facilitada por el hecho de que estaban divididos en dos fracciones: una que se negaba a ser domesticada y otra que se dejaba domar. Este imltimo grupo invocaba la “necesidad histórica” para justificar su lealtad hacia el régimen y aprobar, al menos momentáneamente, sus actos dictatoriales. Para ellos, lo primordial era terminar victoriosamente la guerra civil y aplastar la contrarrevolución.

Estrategia de pocos alcances, opinaban los anarquistas intransigentes. En efecto, eran precisamente factores como la impotencia burocrática del aparato gubernamental, la decepción y el descontento populares los que alimentaban los movimientos contrarrevolucionarios. Además, el poder terminó por no distinguir ya la avanzada de la Revolución libertaria, que ponía en tela de juicio la validez de sus medios de dominación, de las empresas criminales de sus adversarios derechisas. Para los anarquistas, sus futuras víctimas, el aceptar la dictadura y el terror equivalía a una política de suicidio. Finalmente, la adhesión de los anarquistas llamados “soviéticos” facilitó el aniquilamiento de los otros, de los irreductibles, a quienes se tachó de “falsos” anarquistas, de soñadores irresponsables y carentes de sentido de la realidad, de estúpidos desorientados, de divisionistas, de locos furiosos y, como corolario, de bandidos y contrarrevolucionarios.

El más brillante y, por tanto, el más escuchado de los anarquistas adheridos al régimen, fue Victor Serge. Hombre a sueldo del gobierno, publicó en lengua francesa un opúsculo en el que intentaba defenderlo de las críticas anarquistas. El libro que escribió tiempo después, L’An I de la Révolution Russe, es en gran parte una justificación de la eliminación de los soviets por parte del bolcheviquismo. Presenta al Partido –mejor dicho a su grupo selecto de dirigentes– como cerebro de la clase obrera. Es misión de los jefes de la vanguardia, debidamente seleccionados, determinar qué puede y debe hacer el proletariado. Sin ellos, los trabajadores organizados en soviets no serían “más que una masa informe de hombres con aspiraciones confusas iluminadas por fugaces relámpagos de inteligencia”.

Victor Serge era, sin duda, demasiado lúcido para hacerse la menor ilusión sobre la verdadera naturaleza del poder soviético. Pero éste se encontraba todavía aureolado por el prestigio de la primera revolución proletaria victoriosa y era objeto de los in- fames ataques de la contrarrevolución mundial; y ésa fue una de las razones –la más honorable– por las cuales Serge, como tantos otros revolucionarios, se creyó en el deber de callar y disimular los errores bolcheviques. Durante una conversación que sostuvo privadamente en el verano de 1921 con el anarquista Gaston Leval, llegado a Moscú como integrante de la delegación española ante el Tercer Congreso de la Internacional Comunista, confesó: “El partido comunista ya no ejerce la dictadura del proletariado, sino sobre el proletariado”. Al regresar a Francia, Leval publicó en Le Libertaire algunos artículos en los que, basándose en hechos precisos, cotejaba las palabras que Victor Serge le había dicho confidencialmente con los conceptos expresados públicamente por éste, los cuales calificaba de “mentiras conscientes”. En su libro Living my life, Emma Goldman, anarquista norteamericana que vio personalmente la actuación de Victor Serge en Moscú, no se mostró mucho más blanda con él.

 

LA “MAJNOVCHINA”

Si bien la eliminación de los grupos anarquistas urbanos, pequeños núcleos impotentes, iba a ser tarea relativamente fácil, no sucedería lo mismo con los del sur de Ucrania, donde el campesino Néstor Majno había formado una fuerte organización anarquista rural de carácter económico y militar. Hijo de campesinos ucranianos pobres, Majno contaba apenas treinta años en 1919. Participó en la Revolución de 1905 y abrazó la idea anarquista siendo muy joven. Condenado a muerte por el zarismo, su pena fue conmutada por la de ocho años de encierro, tiempo que pasó casi siempre encadenado en la cárcel de Butirki. Ésta fue su única escuela, pues allí, con la ayuda de un compañero de prisión, Piotr Arshinov, llenó, siquiera parcialmente, las lagunas de su educación.

La organización autónoma de las masas campesinas, que se constituyó por su iniciativa inmediatamente después del movimiento de octubre, abarcaba una región poblada por siete millones de habitantes que formaba una suerte de círculo de 280 por 250 kilómetros. La extremidad sur de esta zona llegaba al mar de Azov, incluyendo el puerto de Berdiansk. Su centro era Guliai-Polié, pueblo que tenía entre veinte y treinta mil habitantes. Esta región era tradicionalmente rebelde. En 1905, fue teatro de violentos disturbios.

Todo comenzó con el establecimiento, en suelo ucranio, de un régimen derechista impuesto por los ejércitos de ocupación alemán y austríaco. El nuevo gobierno se apresuró a devolver a sus antiguos propietarios las tierras que los campesinos revolucionarios acababan de quitarles. Los trabajadores del suelo tomaron las armas para defender sus recientes conquistas, tanto de la reacción como de la intempestiva intrusión, en la zona rural, de los comisarios bolcheviques y de sus requisas, gravosas por demás. Esta gigantesca rebelión campesina tuvo como alma mater a un hombre justiciero, una especie de Robin Hood anarquista, a quien los campesinos llamaban “Padre” Majno. Su primer hecho de armas fue la conquista de Guliai-Polié, a mediados de septiembre de 1918. Pero el armisticio del 11 de noviembre trajo consigo la retirada de las fuerzas de ocupación germano-austríacas y brindó a Majno una ocasión única para reunir reservas de armas y materiales.

Por primera vez en la historia, en la Ucrania liberada se aplicaron los principios del comunismo libertario y, dentro de lo que la situación de guerra civil permitía, se practicó la autogestión. Los campesinos cultivaban en común las tierras disputadas a los antiguos terratenientes y se agrupaban en “comunas” o “soviets de trabajo libres”, donde reinaban la fraternidad y la igualdad. Todos –hombres, mujeres y niños– debían trabajar en la medida de sus fuerzas. Los compañeros elegidos para cumplir temporariamente las funciones administrativas volvían a sus tareas habituales, junto a los demás miembros de la comuna, una vez terminada su gestión.

Cada soviet era sólo el ejecutor de la voluntad de los campesinos de la localidad que lo había elegido. Las unidades de producción estaban federadas en distritos, y éstos, en regiones. Los soviets formaban parte de un sistema económico de conjunto, basado en la igualdad social. Debían ser absolutamente independientes de cualquier partido político y no se permitía a ningún político profesional tratar de gobernarlos amparándose tras el poder soviético. Sus miembros tenían que ser trabaj adores auténticos, dedicados a servir exclusivamente los intereses de las masas laboriosas.

Siempre que los guerrilleros majnovistas entraban en una localidad, fijaban carteles que rezaban: “La libertad de los campesinos y de los obreros les pertenece y no puede ni debe sufrir restricción alguna. Corresponde a los propios campesinos y obreros actuar, organizarse, entenderse en todos los dominios de la vida, siguiendo sus ideas y deseos [...]. Los majnovistas sólo pueden ayudarlos dándoles consejos u opiniones [...]. Pero no pueden ni quieren, en ningún caso, gobernarlos”.

Cuando, posteriormente, en el otoño de 1920, los hombres de Majno se vieron obligados a celebrar un efímero acuerdo de igual a igual con el poder bolchevique, insistieron en que se añadiera la siguiente cláusula: “En la región donde opere el ejército majnovista, la población obrera y campesina creará sus propias instituciones libres para la autoadministración económica y política; dichas instituciones serán autónomas y estarán ligadas federativamente –por pactos– con los organismos gubernamentales de las repúblicas soviéticas”. Consternados, los negociadores bolcheviques decidieron remitir esta cláusula a Moscú para su estudio; ni qué decir que en la capital se la juzgó “absolutamente inadmisible”.

Uno de los puntos relativamente débiles del movimiento majnovista lo constituyó el escaso número de intelectuales libertarios que tuvieron participación directa en él. De todos modos, por momentos al menos, recibió ayuda exterior. Primero lo auxiliaron los anarquistas de Járkov y de Kursk que, a fines de 1918, se fusionaron en una alianza bautizada con el nombre de Nabat (Alarma), cuyo principal animador era Volin. En abril de 1919, celebraron un congreso donde se pronunciaron “categórica y definitivamente contra toda intervención en los soviets, convertidos en organismos puramente políticos y organizados sobre bases autoritarias, centralistas y estatistas”. El gobierno bolchevique consideró este manifiesto como una declaración de guerra, y el grupo Nabat tuvo que suspender sus actividades. En julio de ese año, Volin logró llegar al cuartel general de Majno y allí, de concierto con Piotr Arshinov, tomó a su cargo la sección de cultura y educación del movimiento. Fue también presidente de uno de los congresos majnovistas, que se reunió en octubre en la ciudad de Alexandrovsk, donde se adoptaron Tesis Generales que dejaban sentada la doctrina de los “soviets libres”.

En las reuniones del movimiento se congregaban delegados de los campesinos y de los guerrilleros, pues la organización civil era la prolongación de un ejército campesino rebelde que practicaba la táctica de las guerrillas. Esta fuerza era notablemente móvil, capaz de recorrer hasta cien kilómetros por día, no sólo merced a su caballería sino también a su infantería, que se desplazaba en ligeros vehículos suspendidos sobre flejes y tirados por caballos. Estaba organizada con arreglo a principios específicamente libertarios, tales como el servicio voluntario, la designación electiva de todos los grados y la aceptación voluntaria de la disciplina. Es de notar que todos obedecían rigurosamente las reglas disciplinarias, que eran elaboradas por comisiones de guerrilleros y luego validadas por asambleas generales.

Los cuerpos de guerrilleros de Majno dieron mucho que hacer a los ejércitos “blancos” intervencionistas. En cuanto a las unidades de los guardias rojos bolcheviques, eran bastante ineficaces. Sólo combatían junto a las vías férreas y jamás se alejaban de sus trenes blindados; al primer fracaso, se replegaban y, muchas veces, ni siquiera daban tiempo a sus propios soldados para volver a subir. Por ello inspiraban poca confianza a los campesinos que, aislados en sus villorrios y privados de armas, habrían estado a merced de los contrarrevolucionarios. “El honor de haber aniquilado la contrarrevolución de Denikin en el otoño de 1918, corresponde principalmente a los insurrectos anarquistas”, escribe Arshinov, cronista de la majnovchina.

Majno se negó en todo momento a poner su ejército bajo el mando supremo de Trotski, jefe del Ejército Rojo, después de que las unidades de los guardias rojos se fusionaron en este último. El gran revolucionario creía su deber encarnizarse contra el movimiento rebelde. El 4 de junio de 1919 dictó una or- den por la cual prohibía el próximo congreso de los majnovistas, a quienes acusaba de levantarse contra el poder de los soviets en Ucrania, estigmatizaba como acto de “alta traición” cualquier participación en dicho congreso y mandaba arrestar a sus delegados. Iniciando una política imitada dieciocho años después por los estalinistas españoles en su lucha contra las brigadas anarquistas, Trotski se negó a dar armas a los guerrilleros de Majno, con lo cual eludía su deber de auxiliarlos, y luego los acusó de “traidores” y de haberse dejado vencer por las tropas blancas.

No obstante, los dos ejércitos actuaron de acuerdo en dos oportunidades, cuando la gravedad del peligro intervencionista exigió su acción conjunta. Primero, en marzo de 1919, contra Denikin, y luego, durante el verano y el otoño de 1920, momento en que las tropas blancas de Wrangel llegaron a constituir una seria amenaza, finalmente eliminada por Majno. Una vez conjurado el peligro extremo, el Ejército Rojo no tuvo reparos en reanudar las operaciones militares contra los guerrilleros de Majno, quienes le devolvían golpe por golpe.

A fines de noviembre de 1920, el gobierno, sin el menor escrúpulo, les tendió una celada. Se invitó a los oficiales del ejército majnovista de Crimea a participar en un consejo militar. Tan pronto como llegaron a la cita, fueron detenidos por la Cheka, policía política, y fusilados, previo desarme de sus guerrilleros. Simultáneamente, se lanzó una ofensiva a fondo contra Guliai-Polié. La lucha entre libertarios y “autoritarios” – lucha cada vez más desigual– duró otros nueve meses. Por último, Majno tuvo que abandonar la partida al ser puesto fuera de combate por fuerzas muy superiores en número y equipo. En agosto de 1921 logró refugiarse en Rumania, de donde pasó a París, ciudad en la que murió tiempo después, pobre y enfermo. Así terminó la epopeya de la majnovchina, que fue, según Piotr Arshinov, el prototipo de movimiento independiente de las masas laboriosas y, por ello, sería futura fuente de inspiración para los trabaj adores del mundo.

 

CRONSTADT

Las aspiraciones de los campesinos revolucionarios majnovistas eran bastante semejantes a las que, en febrero-marzo de 1921, impulsaron a la revuelta a los obreros de Petrogrado y a los marineros de la fortaleza de Cronstadt.

Los trabajadores urbanos tenían que soportar condiciones materiales ya intolerables debido a la escasez de víveres, combustibles y medios de transporte, a la par que se veían agobiados por un régimen cada vez más dictatorial y totalitario, queaplastaba hasta la menor manifestación de descontento. A fines de febrero estallaron huelgas en Petrogrado, Moscú y otros centros industriales. Los trabajadores marcharon de un establecimiento a otro, cerrando fábricas y atrayendo nuevos grupos de obreros al cortejo de huelguistas que reclamaban pan y libertad. El poder respondió con balas, ante lo cual los trabajadores de Petrogrado realizaron un mitin de protesta en el que participaron diez mil personas.

Cronstadt era una base naval insular situada a treinta kilómetros de Petrogrado, en el golfo de Finlandia, cuyas aguas se hielan en invierno. La isla estaba habitada por marineros y varios miles de obreros ocupados en los arsenales de la marina de guerra. En las peripecias revolucionarias de 1917, los marineros de Cronstadt habían cumplido un papel de vanguardia. Fueron, según palabras de Trotski, “el orgullo y la gloria de la Revolución Rusa”. Los habitantes civiles de Cronstadt forma- ban una comuna libre, relativamente independiente del poder. En el centro de la fortaleza había una inmensa plaza pública, con capacidad para 30.000 personas, que servía a modo de foro popular.

Sin duda, los marineros ya no tenían los mismos efectivos ni la misma composición revolucionaria que en 1917; la dotación de 1921 contaba con muchos más elementos salidos del campesinado, pero conservaba el espíritu militante y, por su actuación anterior, el derecho de seguir participando activamente en las reuniones obreras de Petrogrado. Fue así como enviaron emisarios ante los trabajadores en huelga de la antigua capital. Pero las fuerzas del orden obligaron a dichos enviados a volver sobre sus pasos. Entonces se celebraron en el foro de la isla dos mitines populares en los cuales se decidió defender las reivindicaciones de los huelguistas. A la segunda reunión, efectuada el 19 de marzo, asistieron 16.000 personas –marinos, trabajadores y soldados– y, pese a la presencia del jefe de Estado, el presidente del ejecutivo central, Kalinin, adaptaron una resolución en la cual pedían que, dentro de los diez días siguientes, y sin la participación de los partidos políticos, se convocara una conferencia de obreros, soldados rojos y marinos de Petrogrado, Cronstadt y la provincia de Petrogrado. Exigióse también que se eliminaran los “oficiales políticos”, pues ningún partido político debía gozar de privilegios, y que se suprimieran los destacamentos comunistas de choque del ejército, así como la “guardia comunista” de las fábricas.

Naturalmente, los rebeldes de Cronstadt dirigían sus cañones contra el monopolio del partido dirigente, que no vacilaban en calificar de “usurpación”. Pasemos breve revista a los conceptos expresados por el diario oficial de esta nueva Comuna, la Izvestia de Cronstadt. Oigamos a los marineros encolerizados. Después de haberse arrogado el poder, el Partido Comunista no tenía más que una preocupación: conservar ese poder por cualquier medio. Se había apartado de las masas y demostró ser incapaz de sacar al país de una situación totalmente desastrosa. Ya no contaba con la confianza de los obreros. Se había tornado burocrático. Despojados de su poder, los soviets habían perdido su verdadero carácter, ahora estaban monopolizados y eran manejados desde fuera; los sindicatos se habían estatizado.

Sobre el pueblo pesaba un omnipotente aparato policial que dictaba sus propias leyes por la fuerza de las armas y el terror. En el plano económico no reinaba el prometido socialismo, basado en el trabajo libre, sino un duro capitalismo de Estado. Los obreros eran simples asalariados de ese trust nacional y estaban sometidos al mismo régimen de explotación de antaño. Los hombres de Cronstadt llegaron hasta el sacrilegio de poner en tela de juicio la infalibilidad de los jefes supremos de la Revolución. Se mofaban irreverentemente de Trotski y aun de Lenin. Más allá de sus reivindicaciones inmediatas, tales como la restauración de las libertades y la realización de elecciones libres en todos los órganos de la democracia soviética, apuntaban hacia un objetivo de mayores alcances y de contenido netamente anarquista: una “tercera Revolución”.

En efecto, los rebeldes se proponían mantenerse dentro del terreno revolucionario y se comprometieron a velar por las conquistas de la revolución social. Afirmaban no tener nada en común con quienes desearan “restablecer el knut del zarismo”, y si tenían intención de derribar el poder “comunista”, no era precisamente para que “los obreros y campesinos volvieran a ser esclavos”. Tampoco cortaban todos los puentes entre ellos y el régimen, pues todavía conservaban la esperanza de “encontrar un lenguaje común”. Por último, reclamaban la libertad de expresión, no para cualquiera, sino solamente para los partidarios sinceros de la Revolución: anarquistas y “socialistas de izquierda” (fórmula que excluía a los socialdemócratas o mencheviques).

Pero la audacia de Cronstadt iba mucho más allá de lo que podían soportar un Lenin o un Trotski. Los jefes bolcheviques habían identificado definitivamente la Revolución con el Partido Comunista y, a sus ojos, todo lo que contrariara ese mito sólo podía ser “contrarrevolucionario”. Veían hecha pedazos toda la ortodoxia marxista-leninista. Y el hecho de que fuera un movimiento que sabían auténticamente proletario el que, de repente, impugnaba su poder, un poder que gobernaba en nombre del proletariado, hacía aparecer más aterradora la sombra de Cronstadt. Además, Lenin se aferraba a la idea un poco simplista de que sólo había dos caminos: la dictadura de su partido o la restauración del régimen zarista. En 1921, los gobernantes del Kremlin siguieron un razonamiento similar al que los guió en el otoño de 1956: Cronstadt fue la prefiguración de Budapest.

Trotski, el hombre “de la mano de hierro”, aceptó tomar personalmente la responsabilidad de la represión. “Si no deponéis vuestra actitud, os cazaremos como a perdices”, comunicó a los “revoltosos” a través de las ondas radiales. Los marineros fueron sindicados como cómplices de los guardias blancos, de las potencias occidentales intervencionistas y de la “Bolsa de París”. Serían sometidos por la fuerza de las armas. En vano se esforzaron los anarquistas Emma Goldman y Alexandr Berkman, que habían encontrado asilo en la patria de los trabajadores tras ser deportados de los Estados Unidos, por hacer ver, en una patética carta dirigida a Zinóviev, que el uso de la fuerza haría “un mal incalculable a la revolución social” y por inducir a los “camaradas bolcheviques” a solucionar el conflicto con una negociación amistosa. En cuanto a los obreros de Petrogrado, sometidos a un régimen de terror y a la ley marcial, no pudieron acudir en ayuda de Cronstadt.

Un antiguo oficial zarista, el futuro mariscal Tujachevski, partió al mando de un cuerpo expedicionario compuesto de tropas que fue menester seleccionar cuidadosamente, pues gran cantidad de soldados rojos se negaban rotundamente a disparar contra sus hermanos de clase. El 7 de marzo comenzó el bombardeo de la fortaleza. Con el título de "¡Que el mundo lo sepa!”, los asediados lanzaron un último llamamiento: “La sangre de los inocentes caerá sobre la cabeza de los comunistas, locos furiosos ebrios de poder. ¡Viva el poder de los soviets!”. Los sitiadores pudieron desplazarse sobre el hielo del golfo de Finlandia y, el 18 de marzo, vencieron la “rebelión” en una orgía de matanzas.

Los anarquistas casi no intervinieron en este episodio. El comité revolucionario de Cronstadt había invitado a colaborar a dos libertarios: Iárchuk (animador del soviet de Cronstadt en 1917) y Volin. Sin embargo, los mencionados no pudieron aceptar la invitación, pues los bolcheviques los habían encarcelado. Como observa Ida Mett en La Révolte de Cronstadt, los anarquistas sólo influyeron “en la medida en que el anarquismo difundía también la idea de la democracia obrera”. Pese a no haber tenido participación activa en el acontecimiento, los anarquistas lo sintieron como propio. Así, Volin expresaría tiempo después: “Cronstadt fue la primera tentativa popular totalmente independiente de liberarse de todo yugo y de realizar la Revolución Social: un intento hecho directamente [...] por las propias masas laboriosas, sin ‘pastores políticos’, sin ‘jefes’ ni ‘tutores’.” Y Alexandr Berkman declarará: “Cronstadt hizo volar en pedazos el mito del Estado proletario; demostró que la dictadura del Partido Comunista y la Revolución eran incompatibles”.

 

EL ANARQUISMO MUERTO Y REDIVIVO

Aunque los anarquistas no cumplieron un papel directo en el levantamiento de Cronstadt, el régimen bolchevique aprovechó la oportunidad para terminar con una ideología que seguía inspirándole temor. Pocas semanas antes del aniquilamiento de Cronstad, el día 8 de febrero, había muerto en suelo ruso el viejo Kropotkin, y sus funerales dieron motivo a un acto imponente. Sus restos mortales fueron seguidos por un enorme cortejo de cien mil personas, aproximadamente.

Entremezcladas con las banderas rojas, flotaban por encima de la multitud las banderas negras de los grupos anarquistas, en las cuales podía leerse en letras de fuego: “Donde hay autoridad, no hay libertad”. Según relatan los biógrafos del desaparecido, aquélla fue “la última gran manifestación contra la tiranía bolchevique, y mucha gente participó en ella tanto para reclamar libertad como para rendir homenaje al gran anarquista”.

Después de Cronstadt, se arrestó a cientos de anarquistas. Pocos meses más tarde, la libertaria Fanny Baron y ocho de sus compañeros eran fusilados en los sótanos de la Cheka de Moscú.

El anarquismo militante había recibido el golpe de gracia. Pero fuera de Rusia, los anarquistas que habían vivido la Revolución Rusa emprendieron la gigantesca tarea de criticar y revisar la doctrina, con lo cual dieron renovado vigor y mayor concreción al pensamiento libertario. A principios de setiembre de 1920, el congreso de la alianza anarquista de Ucrania, conocido por el nombre de Nabat, había rechazado categóricamente la expresión “dictadura del proletariado”, por considerar que un régimen tal conduciría fatalmente a la implantación de una dictadura sobre la masa, ejercida por una fracción del proletariado –la atrincherada en el Partido–, por los funcionarios y por un puñado de jefes. Poco antes de su desaparición, en su “Mensaje a los Trabajadores de Occidente”, Kropotkin señaló con angustia el encumbramiento de una “formidable burocracia”: “Para mí, esta tentativa de construir una república comunista sobre bases estatistas fuertemente centralizadas, bajo el imperio de la ley de hierro de la dictadura de un partido, ha acabado en un fracaso formidable. Rusia nos enseña cómo no debe imponerse el comunismo”.

En su número del 7 al 14 de enero de 1921, el periódico francés Le Libertaire publicó un patético llamamiento dirigido por los anarcosindicalistas rusos al proletariado mundial: “Compañeros, poned fin a la dominación de vuestra burguesía tal como lo hemos hecho nosotros en nuestra patria. Pero no repitáis nuestros errores: ¡no dejéis que en vuestro país se establezca el comunismo de Estado! ”.

Impulsado por esta proclama, el anarquista alemán Rudolf Rocker escribió en 1920 La Banqueroute du Communisme d’ État. Esta obra, aparecida en 1921, fue el primer análisis político que se hizo acerca del proceso de degeneración de la Revolución Rusa. A su juicio, no era la voluntad de una clase lo que se expresaba en la famosa “dictadura del proletariado”, sino la dictadura de un partido que pretendía hablar en nombre de una clase y se apoyaba en la fuerza de las bayonetas. “Bajo la dictadura del proletariado, en Rusia ha nacido una nueva clase, la comisariocracia, que ejerce sobre las grandes masas una opresión tan rigurosa como la que antaño hacían sentir los paladines del antiguo régimen.” Al subordinar sistemáticamente todos los elementos de la vida social a la omnipotencia de un gobierno investido de todas las prerrogativas, “debía desembocarse necesariamente en la formación de esta jerarquía de funcionarios que resultó fatal para la evolución de la Revolución Rusa”. “Los bolcheviques no sólo han copiado el aparato estatal de la sociedad de otrora, sino que también le han dado una omnipotencia que ningún otro gobierno se arroga”.

En junio de 1922, el grupo de anarquistas rusos exiliados en Alemania publicó en Berlín un librito revelador, salido de la pluma de A. Goriélik, A. Kómov y Volin, que llevaba por título Représsion de l’Anarquisme en Russie Soviétique. A principios de 1923, apareció una traducción francesa debida a Volin. Esta obra constituía una relación alfabética del martirologio del anarquismo ruso. Alexandr Berkman, en 1921 y 1922, y Emma Goldman, en 1922 y 1923, publicaron una serie de opúsculos en donde relataban las tragedias que habían presenciado en Rusia.

También Piotr Arshinov y el propio Nestor Majno, que habían logrado ponerse a salvo en Occidente, dejaron testimonio escrito de sus experiencias.

Muchos años después, durante la Segunda Guerra Mundial, G. P. Maximov y Volin escribieron los dos grandes clásicos de la literatura libertaria sobre la Revolución Rusa, esta vez con la madurez de espíritu que confiere la perspectiva de los años.

En opinión de Maximov, cuya crónica apareció en lengua inglesa, la lección del pasado nos proporciona la certidumbre de un porvenir mejor. La nueva clase dominante de la URSS no puede ni debe vivir eternamente, el socialismo libertario la sucederá. Las condiciones objetivas conducen a esta evolución:

“¿Puede concebirse [...] que los trabajadores quieran que los capitalistas retornen a las empresas? ¡Jamás! Pues se rebelan precisamente contra la explotación por parte del Estado y sus burócratas”. La finalidad que persiguen los obreros es reemplazar esta gestión autoritaria de la producción por sus propios consejos de fábrica y unir dichos consejos en una vasta federación nacional. En suma, desean la autogestión obrera. De igual modo, los campesinos han comprendido que ya no se puede volver a la economía individual y que hay una sola solución: la agricultura colectiva y la colaboración de las colectividades rurales con los consejos de fábrica y los sindicatos. En una palabra, el único camino es la expansión del programa de la Revolución de Octubre en un clima de libertad.

Cualquier tentativa inspirada en el ejemplo ruso, afirma resueltamente Volin, desembocaría fatalmente en un “capitalismo de Estado basado en la odiosa explotación de las masas”, es deciç en la “peor forma de capitalismo, la cual no tiene ninguna relación con la marcha de la humanidad hacia la sociedad socialista”. Sólo podría promover “la dictadura de un partido, que conduce ineluctablemente a la represión de la libertad de palabra, de prensa, de organización y de acción, incluso para las corrientes revolucionarias –represión de la cual sólo está excluido el partido que ocupa el poder”– y desemboca en una “inquisición social” que ahoga “hasta el hálito de la Revolución”. Volin termina diciendo que Stalin “no nació del aire”, que Stalin y el estalinismo son simplemente la consecuencia lógica del sistema autoritario fundado y establecido entre 1918 y 1921. “Ésta es la lección que da al mundo la formidable y decisiva experiencia bolchevique: una lección que viene a corroborar notablemente la tesis libertaria y que, a la luz de los acontecimientos, será pronto comprendida por todos los que padecen, sufren, piensan y luchan”.

 

III. 

EL ANARQUISMO EN LOS CONSEJOS

DE FÁBRICA ITALIANOS

 

Siguiendo el ejemplo de lo sucedido en Rusia, inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, los anarquistas italianos caminaron por un tiempo del brazo con los partidarios del poder de los soviets. La revolución soviética había tenido profunda repercusión entre los trabajadores italianos, especialmente entre los metalúrgicos del norte de la península, que estaban a la vanguardia del movimiento obrero. El 20 de febrero de 1919, la Federación Italiana de Obreros Metalúrgicos (FIOM) obtuvo la firma de un acuerdo por el cual se establecía que en las empresas se designaran “comisiones internas” electivas. Luego, mediante una serie de huelgas con ocupación de los establecimientos, la federación intentó transformar dichos organismos de representación obrera en consejos de fábrica que propenderían a dirigir las empresas.

La última de esas huelgas, producida a fines de agosto de 1920, tuvo por origen un cierre patronal. Los metalúrgicos decidieron unánimemente continuar la producción por sus propios medios. Prácticamente inútiles fueron sus intentos de obtener, mediante la persuasión, primero, y la fuerza, después, la colaboración de los ingenieros y del personal superior. Así librados a su suerte, tuvieron que crear comités obreros, técnicos y administrativos, que tomaron la dirección de las empresas. De esta manera se avanzó bastante en el proceso de autogestión. En los primeros tiempos, las fábricas autoadministradas contaron con el apoyo de los bancos. Y cuando éstos se lo retiraron, los obreros emitieron su propia moneda para pagar los salarios. Se estableció una autodisciplina muy estricta, se prohibió el consumo de bebidas alcohólicas y se organizó la autodefensa con patrullas armadas. Las empresas autoadministradas anudaron fuertes vínculos solidarios. Los metales y la hulla pasaron a ser propiedad común y repartíanse equitatitavamente.

Pero una vez alcanzada esta etapa era preciso ampliar el movimiento o batirse en retirada. El ala ref ormista de los sindicatos optó por un compromiso con la parte patronal. Después de ocupar y administrar las fábricas durante algo más de tres semanas, los trabajadores tuvieron que evacuarlas tras recibir la promesa –no cumplida– de que se pondría un control obrero. En vano clamó el ala revolucionaria –socialistas de izquierda y anarquistas– que aquel paso significaba una traición.

Dicha ala izquierda poseía una teoría, un órgano y un portavoz. El primer número del semanario L’Ordine Nuovo apareció en Turín el 1° de mayo de 1919. Su director era el socialista de izquierda Antonio Gramsci, a quien secundaban un profesor de filosofía de la Universidad de Turín, de ideas anarquistas, que firmaba con el seudónimo de Carlo Petri, y todo un núcleo de libertarios turineses. En las fábricas, el grupo de L’Ordine Nuovo contaba principalmente con el apoyo de dos anarcosindicalistas militantes del gremio metalúrgico Pietro Ferrero y Maurizio Garino. Socialistas y libertarios firmaron conjuntamente el manifiesto de L’Ordine Nuovo, acordando que los consejos de fábrica debían considerarse como “órganos adaptados para la futura dirección comunista de las fábricas y de la sociedad”.

L’Ordine Nuovo tendía, en efecto, a sustituir la estructura del sindicalismo tradicional por la de los consejos de fábrica. Ello no significa que fuera absolutamente hostil a los sindicatos, en los cuales veía “las sólidas vértebras del gran cuerpo proletario”. Simplemente criticaba, a la manera del Malatesta de 1907, la decadencia de aquel movimiento sindical burocrático y reformista que se había hecho parte integrante de la sociedad capitalista; además, señalaba la incapacidad orgánica de los sindicatos para cumplir el papel de instrumentos de la revolución proletaria.

En cambio, L’Ordine Nuovo estimaba que el consejo de fábrica reunía todas las virtudes. Era el órgano destinado a unificar a la clase obrera, el único capaz de elevar a los trabaj adores por encima del estrecho círculo de cada gremio, de ligar a los “no organizados” con los “organizados”. Incluía en el activo de los consejos la formación de una psicología del productoç la preparación del trabajador para la autogestión. Gracias a ellos, hasta el más modesto de los obreros podía descubrir que la conquista de la fábrica no era un imposible, que estaba al alcance de su mano. Los consejos eran considerados como una prefiguración de la sociedad socialista.

Los anarquistas italianos, más realistas y menos verbosos que Antonio Gramsci, ironizaban a veces sobre los excesos “taumatúrgicos” de la predicación en favor de los consejos de fábrica. Aunque reconocían los méritos de éstos, no los exageraban. Así como Gramsci, no sin razón, denunciaba el reformismo de los sindicatos, los anarcosindicalistas hacían notar que, en un período no revolucionario, también los consejos de fábrica corrían el riesgo de degenerar en organismos de colaboración con las clases dirigentes. Los libertarios más apegados al sindicalismo encontraban asimismo injusto que L’Ordine Nuovo condenara por igual el sindicalismo reformista y el revolucionario practicado por su central, la Unión Sindical Italiana[11].

La interpretación contradictoria y equívoca del prototipo de consejo de fábrica, el soviet, propuesta por L’Ordine Nuovo era sobre todo motivo de cierta inquietud para los anarquistas.

Por cierto que Gramsci usaba a menudo el epíteto “libertario” y había disputado con Angelo Tasca, autoritario inveterado que defendía un concepto antidemocrático de la “dictadura del proletariado”, reducía los consejos de fábrica a simples instrumentos del Partido Comunista y acusaba de “proudhoniano” el pensamiento gramscista. Pero Gramsci no estaba tan al corriente de lo que sucedía como para ver la diferencia entre los soviets libres de los primeros meses de la Revolución y los soviets domesticados por el Estado bolchevique. De ahí la ambigüedad de las fórmulas que empleaba. El consejo de fábrica era, a sus ojos, el “modelo del Estado proletario” que según anunciaba, se incorporaría a un sistema mundial, la Internacional Comunista. Creía poder conciliar el bolcheviquismo con el debilitamiento del Estado y una concepción democrática de la “dictadura del proletariado”.

Los anarquistas italianos saludaron el nacimiento de los soviets rusos con un entusiasmo falto de espíritu crítico. Uno de ellos, Camillo Berneri, publicó el 1º de junio de 1919 un artículo intitulado “La Autodemocracia”, en el cual saludaba al régimen bolchevique como “el ensayo más práctico y en mayor escala de democracia integral” y como “la antítesis del socialismo de Estado centralizador”. Un año después, en el congreso de la Unión Anarquista Italiana, Maurizio Garino utilizaría un lenguaje muy distinto: los soviets implantados en Rusia por los bolcheviques diferían sustancialmente de la autogestión obrera concebida por los anarquistas. Constituían la “base de un nuevo Estado, inevitablemente centralizador y autoritario”.

Luego, los anarquistas italianos y los amigos de Gramsci tomarían por caminos divergentes. Los segundos, que siempre habían sostenido que el Partido Socialista, al igual que el sindicato, estaba integrado en el sistema burgués y, por lo cual, no era indispensable ni recomendable adherirse a él, hicieron una “excepción” con los grupos comunistas que militaban en el Partido Socialista y que, después de la escisión de Liorna del 21 de enero de 1921, formaron el Partido Comunista Italiano, incorporado a la Internacional Comunista.

En lo que atañe a los libertarios italianos, tuvieron que abandonar algunas de sus ilusiones y recordar las advertencias de Malatesta, quien, en una carta escrita desde Londres en el verano de 1919, los había puesto en guardia contra “un nuevo gobierno que acaba de instalarse (en Rusia) por encima de la Revolución, para frenarla y someterla a los fines particulares de un partido [...] mejor dicho, de los jefes de un partido”. El viejo revolucionario afirmó proféticamente que se trataba de una dictadura “con sus decretos, sus sanciones penales, sus agentes ejecutivos, y, sobre todo, su fuerza armada, que también sirve para defender a la Revolución contra sus enemigos externos, pero que mañana servirá para imponer a los trabaj adores la voluntad de los dictadores, detener la Revolución, consolidar los nuevos intereses establecidos y defender contra la masa a una nueva clase privilegiada. No cabe duda de que Lenin, Trotski y sus compañeros son revolucionarios sinceros, pero también es cierto que preparan los planteles gubernativos que sus sucesores utilizarán para sacar provecho de la revolución y matarla. Ellos serán las primeras víctimas de sus propios métodos”.

Dos años más tarde, en un congreso reunido en Ancona entre el 2 y el 4 de noviembre de 1921, la Unión Anarquista Italiana se negó a reconocer al gobierno ruso como representante de la Revolución; en cambio, lo denunció como “el mayor enemigo de la Revolución”, “el opresor y explotador del proletariado, en cuyo nombre pretende ejercer el poder”. Aquel mismo año, el escritor libertario Luigi Fabbri concluía: “El estudio crítico de la Revolución Rusa tiene enorme importancia [...] porque puede servir de guía a los revolucionarios occidentales para que eviten en lo posible los errores que la experiencia rusa ha puesto al descubierto”.

 

 

IV. 

EL ANARQUISMO EN LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA

EL ESPEJISMO SOVIÉTICO

 

Una de las constantes de la historia es el atraso de la conciencia subjetiva con respecto a la realidad objetiva. La lección que a partir de 1920 aprendieron los anarquistas de Rusia, testigos del drama de ese país, sólo sería conocida, aceptada y compartida años más tarde. El prestigio y el fulgor de la primera revolución proletaria victoriosa en la sexta parte del globo fueron tales que el movimiento obrero permanecería durante largo tiempo como fascinado por tan reputado ejemplo. Surgieron “Consejos” por doquier; no sólo en Italia, como hemos visto, sino también en Alemania, Austria y Hungría se siguió el modelo de los soviets rusos. En Alemania, el sistema de Consejos fue el artículo fundamental del programa de la Liga Espartaquista de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.

En 1919, tras el asesinato del ministro-presidente de la República Bávara, Kurt Eisner, se proclamó en Munich una república soviética presidida por el escritor libertario Gustav Landauer, luego asesinado por la contrarrevolución. El poeta anarquista Erich Mühsam, amigo y compañero de lucha de este último, compuso una Räte-Marseillaise (“Marsellesa de los Consejos”), en la cual llamaba a los trabaj adores al combate, no para formar batallones, sino Consejos similares a los de Rusia y Hungría, a fin de terminar con el caduco mundo de esclavitud secular.

No obstante, en la primavera de 1920, un grupo opositor alemán, partidario del Ráte-Kommunismus (“Comunismo de Consejos”), se separó del Partido Comunista Obrero Alemán (KAPD)[12]. En Holanda, la idea de los Consejos engendró un movimiento gemelo dirigido por Hermann Gorter y Anton Pannekoek. Durante una viva polémica que sostuvo con Lenin, el primero de ellos no temió replicaç en el más puro estilo libertario, al infalible conductor de la Revolución Rusa: “Todavía estamos buscando a los verdaderos jefes, jefes que no traten de dominar a las masas ni las traicionen; y mientras no los tengamos, queremos que todo se haga desde abajo hacia arriba y por la dictadura de las propias masas. Si en mi camino por la montaña un guía me conduce hacia el abismo, prefiero andar solo”. Pannekoek, por su parte, proclamó que los Consejos constituían la forma de autogobierno que venía a reemplazar a los gobiernos de un mundo ya terminado; al igual que Gramsci, no supo ver la diferencia entre los Consejos y la “dictadura bolchevique”.

En todas partes, especialmente en Baviera, Alemania y Holanda, los anarquistas tuvieron participación positiva en la elaboración teórica y práctica del sistema de Consejos.

También los anarcosindicalistas españoles dejáronse deslumbrar por la Revolución de Octubre. En el congreso celebrado por la CNT en Madrid (10-20 de diciembre de 1919), se aprobó un texto en el cual se expresaba que “la epopeya del pueblo ruso ha electrizado al proletariado universal”. Por aclamación, “sin reticencia alguna, cual doncella que se entrega al hombre de sus amores”, los congresistas aprobaron la adhesión provisional a la Internacional Comunista, visto el carácter revolucionario de ésta, al tiempo que manifestaban el deseo de que se convocara un congreso obrero universal para fijar las bases sobre las cuales habría de edificarse la verdadera Internacional de los trabajadores. Pese a todo, se habían oído algunas tímidas voces disonantes: la Revolución Rusa tenía carácter “político” y no encarnaba el ideal libertario, afirmaban. El congreso fue más allá todavía. Decidió enviar una delegación al segundo congreso de la Tercera Internacional, que se reunió en Moscú el 15 de julio de 1920.

Mas para esa fecha el pacto amoroso había comenzado a tambalear. El delegado del anarcosindicalismo español había concurrido a la asamblea deseoso de participar en la creación de una Internacional sindical revolucionaria y, para su disgusto, se encontró con un texto que hablaba de “conquista del poder político”, “dictadura del proletariado” y de una ligazón orgánica que apenas disimulaba la subordinación de hecho de los sindicatos obreros respecto de los partidos comunistas: en los siguientes congresos de la IC, las organizaciones sindicales de cada país estarían representadas por los delegados de los respectivos partidos comunistas; en cuanto a la proyectada Internacional Sindical Roja, dependería, sin más, de la Internacional Comunista y sus secciones nacionales. Tras exponer el concepto libertario de lo que debe ser la revolución social, el vocero español, Ángel Pestaña, exclamó: “La revolución no es ni puede ser obra de un partido. A lo sumo, un partido puede fomentar un golpe de Estado. Pero un golpe de Estado no es una revolución”. Y terminó diciendo: “Afirmáis que la revolución es impracticable sin Partido Comunista, que la emancipación es imposible sin conquistar el poder político y que, sin dictadura, no podéis destruir a la burguesía: esto es lanzar afirmaciones puramente gratuitas”.

Ante las reservas formuladas por el delegado de la CNT, los comunistas hicieron ver que cambiarían la resolución en lo tocante a la “dictadura del proletariado”. Al fin de cuentas, Losovski publicó ni más ni menos que el texto en su forma original, sin las modificaciones introducidas por Pestaña, pero con la firma de éste. Desde la tribuna, Trotski atacó durante casi una hora al representante español, y cuando éste pidió la palabra para responder, el presidente declaró cerrado el debate.

El 6 de septiembre de 1920, tras una permanencia de varios meses en Moscú, Pestaña abandonó Rusia profundamente decepcionado por todo lo que había podido ver allí. Rudolf Rocker, a quien visitó en Berlín, relata que semejaba el “sobreviviente de un naufragio”. No se sentía con suficiente valor para revelar la verdad a sus camaradas españoles; y destruir las enormes esperanzas que éstos habían depositado en la Revolución Rusa, le parecía un “crimen”. Pero en cuanto pisó suelo español se le encerró en la cárcel, y así quedó libre del penoso deber de desengañar a sus compañeros.

En el verano de 1921, otra delegación de la CNT participó en el Tercer Congreso de la Internacional Comunista y en la asamblea constitutiva de la Internacional Sindical Roja. Entre los delegados de la CNT, había jóvenes neófitos del bolcheviquismo ruso, tales como Joaquín Maurín y Andrés Nin, pero también un anarquista francés de gran claridad mental, Gaston Leval. A riesgo de que lo acusaran de “hacerle el juego a la burguesía” y de “ayudar a la contrarrevolución”, decidió no callar. En su concepto, no decirles a las masas que lo que había fracasado en Rusia no era la Revolución, sino el Estado, “no hacerles ver que detrás de la Revolución sangrante se oculta el Estado que la paraliza y la ultraja”, hubiera sido peor que guardar silencio. Así se expresó en el número de noviembre de 1921 de Le Libertaire, de París. Vuelto a España, recomendó a la CNT que anulara su adhesión a la Tercera Internacional y a su supuesta filial sindical, pues estimaba que “toda colaboración honesta y leal” con los bolcheviques era imposible.

Abierto así el fuego, Pestaña se decidió a publicar su primer informe, luego completado por otro en el que mostraba la verdad sobre el bolcheviquismo: “Los principios del Partido Comunista son todo lo contrario de lo que afirmaba y proclamaba en los primeros tiempos de la Revolución. Por sus principios, los medios de que se valen y los objetivos que persiguen, la Revolución Rusa y el Partido Comunista son diametralmente opuestos [...]. Ya dueño absoluto del poder, el Partido Comunista decretó que quien no pensara como comunista (entiéndase bien, como ‘comunista’ a su manera) no tenía el derecho de pensar [...]. El Partido Comunista negó al proletariado ruso los sagrados derechos que le había otorgado la Revolución”. Pestaña puso en duda la validez de la Internacional Comunista: por ser lisa y llanamente una prolongación del Partido Comunista ruso, no podía encarnar la revolución frente al proletariado mundial.

El congreso nacional de Zaragoza, realizado en junio de 1922, al que estaba destinado este informe, decidió el retiro de la CNT de la Tercera Internacional o, más exactamente, de su sucedáneo sindical, la Internacional Sindical Roja; además, aprobó el envío de delegados a una conferencia anarcosindicalista internacional que se celebró en Berlín en el mes de diciembre, de la cual surgió una “Asociación Internacional de Trabajadores”. Esta Internacional fue sólo un fantasma, por cuanto, aparte de la importante central de España, en los demás países logró muy escasos adherentes[13].

Esta ruptura marcó el nacimiento del implacable odio que Moscú concentraría en el anarquismo español. Desautorizados por la CNT, Joaquín Maurín y Andrés Nin la dejaron para fundar el Partido Comunista español. En un opúsculo publicado en mayo de 1924, Maurín declaró una guerra sin cuartel a sus antiguos compañeros: “La eliminación definitiva del anarquismo es tarea difícil en un país cuyo movimiento obrero carga ya con medio siglo de propaganda anarquista. Pero lo conseguiremos”.

 

LA TRADICIÓN ANARQUISTA EN ESPAÑA

Vemos, pues, que los anarquistas españoles aprendieron a tiempo la lección de la Revolución Rusa, lo cual contribuyó a estimularlos para preparar una revolución antinómica. La degeneración del comunismo “autoritario” acrecentó su voluntad de imponer un comunismo libertario. Cruelmente defraudados por el espejismo soviético, vieron en el anarquismo “la última esperanza de renovación en este sombrío período”, como expresará luego Santillán.

La revolución libertaria estaba semipreparada en la conciencia de las masas populares y en el pensamiento de los teóricos libertarios. Como bien observa José Peirats, el anarcosindicalismo era, “por su psicología, su temperamento y sus reacciones, el sector más español de toda España”. Constituía el doble producto de una evolución combinada. Correspondía simultáneamente a la situación de un país atrasado, donde la vida rural se mantenía en su estado arcaico, y a la aparición y el desarrollo, en ciertas regiones, de un moderno proletariado nacido de la industrialización. La originalidad del anarquismo español residía en su singular mezcla de tendencias hacia el pasado y el futuro, cuya simbiosis distaba mucho de ser perfecta.

Hacia 1918, la CNT contaba con más de un millón de afiliados. Dentro del campo industrial, tenía considerable fuerza en Cataluña y, en menor medida, en Madrid y Valencia[14]; pero también hundía sus raíces en el campo –entre los campesinos pobres–, donde sobrevivía la tradición del comunalismo aldeano, teñido de localismo y de espíritu cooperativo. En 1898, el escritor Joaquín Costa, en su obra El colectivismo agrario, inventarió las supervivencias de éste. Todavía quedaban muchas aldeas donde había bienes comunales, cuyas parcelas se concedían a los campesinos que no poseían tierras; también se encontraban villorrios que compartían con otros los campos de pastoreo y algunos “bienes comunales”. En el Sur, región de grandes haciendas, los jornaleros agrícolas tendían más a la socialización que a la repartición de las tierras.

Además, muchos decenios de propaganda anarquista en el campo, realizada por medio de folletos de divulgación como los de José Sánchez Rosa, habían preparado el terreno para el colectivismo agrario. La CNT tenía especialmente fuerza entre los campesinos del Sur (Andalucía), del Este (región de Levante, alrededores de Valencia) y del Nordeste (Aragón, vecindades de Zaragoza).

La doble base, industrial y rural, del anarcosindicalismo español, orientó el “comunismo libertario” por él propugnado en dos direcciones un tanto divergentes: una comunalista y otra sindicalista. El comunalismo tenía un matiz más particularista y más rural, casi podría decirse más meridional, pues uno de sus principales bastiones era Andalucía. El sindicalismo mostraba un tinte más integracionista y urbano, más septentrional, cabría afirmar, por cuanto su centro vital era Cataluña. Los teóricos libertarios se mostraban algo vacilantes y estaban divididos en lo que a este punto respecta.

Unos, que compartían las ideas de Kropotkin y su idealización –erudita pero simplista– de las comunas de la Edad Media, identificadas por ellos con la tradición española de la comunidad campesina primitiva, tenían siempre a flor de labios el lema de “comuna libre”. Durante las insurrecciones campesinas que siguieron al advenimiento de la República, en 1931, se realizaron diversos ensayos prácticos de comunismo libertario. Por acuerdo mutuo y voluntario, algunos grupos de campesinos que poseían pequeñas parcelas decidieron trabajar en común, repartirse los beneficios en partes iguales y consumir “de lo propio”; además, destituyeron a las autoridades municipales y las reemplazaron por comités electivos. Creyeron ingenuamente haberse independizado del resto de la sociedad, de los impuestos y del servicio militar.

Otros, que se proclamaban seguidores de Bakunin –fundador del movimiento obrero colectivista, sindicalista e internacionalista de España– y de su discípulo Ricardo Mella, se preocupaban más por el presente que por la Edad de Oro, eran más realistas. Daban primordial importancia a la integración económica y consideraban que, por un largo período transitorio, era mejor remunerar el trabajo con arreglo a las horas de labor cumplidas que distribuir las ganancias según las necesidades de cada uno. A su criterio, la combinación de las uniones locales de sindicatos y de las federaciones por ramas industriales era la estructura económica del porvenir.

Al principio, los militantes de la base confundieron hasta cierto punto la idea de sindicato con la de comuna, debido a que, durante largo tiempo, dentro de la CNT predominaron los sindicatos únicos (uniones locales), que estaban más cerca de los trabaj adores, se encontraban a salvo de todo egoísmo de corporación y constituían algo así como el hogar material y espiritual del proletariado[15].

Las opiniones de los anarcosindicalistas españoles estaban también divididas respecto de otro problema, el cual hizo resurgir en la práctica el mismo debate teórico que otrora, en el congreso anarquista internacional de 1907, creó la oposición entre sindicalistas y anarquistas. La actividad en pro de las reivindicaciones cotidianas había generado en la CNT una tendencia reformista que la FAI (Federación Anarquista Ibérica), fundada en 1927, se consideró llamada a combatir para defender la integridad de la doctrina anarquista. En 1931, la tendencia sindicalista publicó un manifiesto, denominado de los “Treinta”, en el cual se declaraba en rebeldía contra la “dictadura” de las minorías dentro del movimiento sindical, y afirmaba la independencia del sindicalismo y su aspiración a bastarse solo. Cierto número de sindicatos abandonó la CNT y, pese a que se logró llenar la brecha de esta escisión poco antes de la Revolución de julio de 1936, la corriente reformista subsistió en la central obrera.

 

BAGAJE DOCTRINARIO

Los anarquistas españoles jamás dejaron de publicar en su idioma los escritos fundamentales (y hasta los de menor importancia) del anarquismo internacional, con lo cual salvaron del olvido, y aun de la destrucción, las tradiciones de un socialismo revolucionario y libre a la vez. Augustin Souchy, anarcosindicalista alemán que se puso al servicio del anarquismo español, escribió: “En sus asambleas de sindicatos y grupos, en sus diarios, folletos y libros, se discutía incesante y sistemáticamente el problema de la revolución social”.

Inmediatamente después de la proclamación de la República Española de 1931, se produjo un florecimiento de la literatura “anticipacionista”. Peirats hizo una lista de tales escritos, muy incompleta según él, la cual incluye cerca de cincuenta títulos; el mismo autor subraya que esta “obsesión de construcción revolucionaria” que se tradujo en una proliferación editorial, contribuyó grandemente a encaminar al pueblo hacia la Revolución. Así, los anarquistas españoles conocieron el folleto Idées sur l’Organisation Sociale, escrito por James Guillaume en 1876, a través de los muchos pasajes que de él incluía el libro de Pierre Besnard, Les Syndicats Ouvriers et la Révolution Sociale, aparecido en París hacia 1930. En 1931, Gaston Leval publicó en la Argentina, país adonde había emigrado, Problemas económicos de la revolución española, que inspiró directamente la importante obra de Diego Abad de Santillán, a la cual nos referiremos más adelante.

En 1932, el doctor Isaac Puente, médico rural que, al año siguiente, sería el principal animador de un comité de insurrección en Aragón, publicó un esbozo –algo ingenuo e idealista– de comunismo libertario, en el cual exponía ideas que luego tomaría el congreso de la CNT reunido en Zaragoza el 19 de mayo de 1936.

El programa de Zaragoza define con cierta precisión cómo debe funcionar una democracia aldeana directa: la asamblea general de los habitantes elige un consejo comunal integrado por representantes de diversos comités técnicos. Cada vez que los intereses de la comuna lo requieren, la asamblea general se reúne a petición del consejo comunal o por voluntad de los propios aldeanos. Los distintos cargos de responsabilidad carecen totalmente de carácter ejecutivo o burocrático. Sus titulares (con excepción de algunos técnicos y especialistas en estadística) cumplen su tarea como simples productores que en nada se distinguen de los demás, y al fin de la jornada de trabajo se reúnen para discutir cuestiones de detalle que no necesitan ratificación de la asamblea general.

Cada trabajador en actividad recibe una tarjeta de productor en la cual constan los servicios prestados, evaluados en unidades de días de trabajo cumplidos y contra cuya presentación puede obtener mercancías de valor equivalente. A los elementos pasivos de la población se les entrega una simple tarjeta de consumidor. No existen normas absolutas: se respeta la autonomía de las comunas. Si alguna de ellas considera conveniente implantar un sistema de intercambio interior propio, puede hacerlo libremente, pero a condición de no lesionar en lo mínimo los intereses de las demás. En efecto, el derecho a la autonomía comunal no excluye el deber de mantener la solidaridad colectiva dentro de las federaciones cantonales y regionales en que se unen las comunas.

El cultivo del espíritu es una de las preocupaciones preponderantes de los congresistas de Zaragoza. La cultura debe hacer que, durante su existencia, cada hombre tenga acceso y derecho a las ciencias, las artes y las investigaciones de todo género, en compatibilidad con su tarea de contribuir a la producción de bienes materiales. Merced a esta doble actividad, el ser humano tiene garantizados su equilibrio y su buena salud. Se acabó la división de la sociedad en trabajadores manuales e intelectuales: todos son simultáneamente lo uno y lo otro. Una vez finalizada su jornada de productoç el individuo es dueño absoluto de su tiempo. La CNT piensa que, en una sociedad emancipada, don- de las necesidades de orden material estén satisfechas, las necesidades espirituales se manifestarán más imperiosamente.

Hacía ya mucho tiempo que el anarcosindicalismo español procuraba salvaguardar la autonomía de lo que llamaba los “grupos de afinidad”. Entre otros, el naturismo y el vegetarianismo contaban con muchos adeptos, sobre todo en los campesinos pobres del Sur. Se estimaba que estos dos métodos de vida podían transformar al hombre y prepararlo para la sociedad libertaria. Así, el congreso de Zaragoza no se olvidó de la suerte de los grupos naturistas y nudistas, “refractarios a la industrialización”. Dado que, por esta actitud, estarían incapacitados para subvenir a todas sus necesidades, el congreso consideró la posibilidad de que los delegados de aquellos que concurrieran a las reuniones de la confederación de comunas concertaran acuerdos económicos con las otras comunas agrícolas e industriales. ¿Debemos sonreír? En vísperas de una fundamental y sangrienta mutación social, la CNT no creía que fuera risible buscar la forma de satisfacer las aspiraciones infinitamente variadas del ser humano.

En lo penal, el congreso de Zaragoza afirma, fiel a las enseñanzas de Bakunin, que la principal causa de la delincuencia es la injusticia social y que, en consecuencia, una vez suprimida la segunda, la primera desaparecerá casi por completo. Sostiene que el hombre no es malo por naturaleza. Las faltas cometidas por los individuos, tanto en el aspecto moral como en sus funciones de productor, serán examinadas por las asambleas populares, que se esforzarán por encontrar una solución justa para cada caso.

El comunismo libertario no acepta más correctivos que los métodos preventivos de la medicina y la pedagogía. Si un individuo, víctima de fenómenos patológicos, atenta contra la armonía que debe reinar entre sus semejantes, se dará debida atención a su desequilibrio a la par que se estimulará su sentido de la ética y de la responsabilidad social. Como remedio para las pasiones eróticas, que acaso no puedan refrenarse ni siquiera por respeto a la libertad de los demás, el congreso de Zaragoza recomienda el “cambio de aire”, recurso eficaz tanto para los males del cuerpo como para los del amor. La central obrera duda, empero, de que en un ambiente de libertad sexual pueda existir semej ante exacerbación.

Cuando, en mayo de 1936, el congreso de la CNT adoptó el programa de Zaragoza, nadie preveía que, en dos meses, estaría preparado el terreno para su aplicación. En realidad, la socialización de la tierra y de la industria que siguió a la victoria revolucionaria del 19 de julio, habría de apartarse sensiblemente de aquel idílico programa. Aunque en él se repetía continuamente la palabra “comuna”, el término adoptado para designar las unidades socialistas de producción fue el de colectividades. No se trató de un simple cambio de vocabulario: los artesanos de la autogestión española habían comenzado a abrevar en otra fuente.

Efectivamente, el esquema de construcción económica esbozado dos meses antes del congreso de Zaragoza por Diego Abad de Santillán en su libro El organismo económico de la Revolución, se diferenciaba notablemente del programa de Zaragoza.

Santillán no es, como tantos de sus congéneres, un epígono infecundo y estereotipado de los grandes anarquistas del siglo XIX. Deplora que la literatura anarquista de los últimos veinticinco o treinta años se haya ocupado tan poco de los problemas concretos de la economía moderna y no haya sido capaz de crear nuevos caminos hacia el porvenir, limitándose a producir en todas las lenguas una superabundancia de obras dedicadas a elaborar hasta el cansancio, y sólo abstractamente, el concepto de libertad.

¡Cuán brillantes le parecen los informes presentados en los congresos nacionales e internacionales de la Primera Internacional, en comparación con esta indigesta mole libresca! En ellos, observa Santillán, encontramos mayor comprensión de los problemas económicos que en las obras de los períodos posteriores.

Santillán no es hombre de quedarse atrás, sigue el ritmo de su tiempo. Tiene conciencia de que “el formidable desarrollo de la industria moderna ha creado toda una serie de nuevos problemas, otrora imprevisibles”. No debemos pretender retornar al arado romano ni a las primitivas formas artesanales de producción. El particularismo económico, la mentalidad localista, la patria chica, tan adorada en la campaña española por quienes añoran la Edad de Oro, la “comuna libre” de Kropotkin, de espíritu estrecho y medieval, deben quedar relegados al museo de antigüedades. Son vestigios de conceptos comunalistas ya caducos.

Desde el punto de vista económico, no pueden existir las “comunas libres”: “Nuestro ideal es la comuna asociada, federada e integrada en la economía total del país y de las demás naciones en revolución”. El colectivismo, la autogestión, no deben consistir en la sustitución del propietario privado por otro multicéfalo. La tierra, las fábricas, las minas y los medios de transporte son obra de todos y a todos han de servir por igual. Hoy la economía no es local, ni siquiera nacional, sino mundial. La vida moderna se caracteriza por la cohesión de la totalidad de las fuerzas de producción y distribución. “Es imperioso, y corresponde a la evolución del mundo económico moderno, implantar una economía socializada, dirigida y planificada”.

Para llenar las funciones de coordinación y planificación, Santillán propone un Consejo Económico Federal que no sea un poder político, sino un simple organismo de coordinación encargado de regular las actividades económicas y administrativas. Este Consejo ha de recibir las directivas desde abajo, a saber, de los consejos de fábrica confederados simultáneamente en consejos sindicales por rama industrial y en consejos económicos locales. Será, pues, el punto de convergencia de dos líneas, una local y otra profesional. Los órganos de base le suministrarán las estadísticas necesarias para que en todo momento pueda conocer la verdadera situación económica. De tal modo, estará capacitado para localizar las principales deficiencias y determinar cuáles son los sectores donde resulta más urgente promover nuevas industrias y nuevos cultivos. “Cuando la autoridad suprema resida en las cifras y las estadísticas, no habrá ya necesidad de gendarmes”. En un sistema de esta índole, la coerción estatal no es provechosa, sino estéril y hasta imposible. El Consejo Federal se ocupará de la difusión de nuevas normas de la intercomunicación de las regiones y de la creación de un espíritu de solidaridad nacional. Estimular la búsqueda de nuevos métodos de trabajo, nuevos procedimientos fabriles y nuevas técnicas rurales. Distribuirá la mano de obra entre las distintas regiones y ramas de la economía.

Incontestablemente, Santillán aprendió mucho de la Revolución Rusa. Por un lado, ella le enseñó que es necesario to- mar providencias para impedir la resurrección del aparato estatal y burocrático; pero, por el otro, le demostró que una revolución victoriosa no puede dejar de pasar por fases económicas intermedias, en las cuales, por un tiempo, subsiste lo que Marx y Lenin llaman el “derecho burgués”. Tampoco se puede pretender suprimir de un manotazo el sistema bancario y monetario; es preciso transformar estas instituciones y utilizarlas como medio de intercambio provisional, a fin de mantener en actividad la vida social y preparar el camino para nuevas formas de la economía.

Santillán cumplió importantes funciones en la Revolución Española. Se desempeñó sucesivamente como miembro del comité central de las milicias antifascistas (fines de julio de 1936), integrante del Consejo Económico de Cataluña (11 de agosto) y ministro de Economía de la Generalidad (mediados de diciembre).

 

UNA REVOLUCIÓN “APOLÍTICA”

La Revolución Española había, pues, madurado relativamente en la mente de los pensadores libertarios y en la conciencia popular. Por ello no es de extrañar que la derecha española viera el principio de una revolución en la victoria electoral del Frente Popular (febrero de 1936). En realidad las masas no tardaron en rebasar los estrechos límites del triunfo logrado en las urnas. Burlándose de las reglas del juego parlamentario, no esperaron siquiera que se formara el gobierno para liberar a los presos políticos. Los arrendatarios rurales dejaron de pagar el arrendamiento. Los jornaleros agrícolas ocuparon las tierras y se pusieron a trabajarlas para imponer de inmediato la autoadministración. Los ferroviarios se declararon en huelga para exigir la nacionalización de los ferrocarriles, mientras que los albañiles madrileños reivindicaron el control obrero, primera etapa hacia la socialización.

Los jefes militares, con el general Franco a la cabeza, respondieron a estos pródromos de revolución con un golpe militar. Pero sólo consiguieron acelerar el curso de una revolución ya prácticamente iniciada. Con excepción de Sevilla, en la mayor parte de las grandes ciudades –Madrid, Barcelona y Valencia, especialmente– el pueblo tomó la ofensiva, sitió los cuarteles, levantó barricadas en las calles y ocupó los puntos estratégicos. De todas partes, acudieron los trabajadores al llamado de sus sindicatos. Con absoluto desprecio de su vida, el pecho descubierto y las manos vacías, se lanzaron al asalto de los bastiones franquistas. Lograron arrebatarle los cañones al enemigo y conquistar a los soldados para su causa.

Merced a este furor popular, la insurrección militar quedó aplastada en veinticuatro horas. Entonces, espontáneamente, principió la revolución social. Fue un proceso desigual, a no dudarlo, de variada intensidad según las regiones y las ciudades; pero en ninguna parte tuvo tanto ímpetu como en Cataluña y, particularmente, en Barcelona. Cuando las autoridades constituidas salieron de su estupor, se dieron cuenta de que, simplemente, ya no existían. El Estado, la policía, el ejército y la administración parecían haber perdido su razón de ser. Los guardias civiles habían sido expulsados o eliminados. Los obreros vencedores se ocupaban de guardar el orden. La organización del abastecimiento era lo más urgente, y para llenar esta necesidad se formaron comités; éstos distribuían los víveres en las barricadas transformadas en campamentos y luego abrieron restaurantes comunitarios. Los comités de barrio organizaron la administración; los de guerra, la partida de las milicias obreras hacia el frente. La casa del pueblo se había convertido en el verdadero ayuntamiento. Ya no se trataba simplemente de la “defensa de la República” contra el fascismo, sino de la Revolución. De una Revolución que, a diferencia de la rusa, no tuvo necesidad de crear enteramente sus órganos de poder: la elección de soviets resultaba superflua debido a la omnipresencia de la organización anarcosindicalista, de la cual surgían los diversos comités de base. En Cataluña, la CNT y su minoría consciente, la FAI, eran más poderosas que las autoridades, transformadas en simples espectros.

Nada impedía, sobre todo en Barcelona, que los comités obreros tomaran de jure el poder que ya ejercían de facto. Pero se abstuvieron de dar tal paso. Durante decenios el anarquismo español previno al pueblo contra el engaño de la “política”, le recomendó dar primacía a lo “económico” y se esforzó por desviarlo de la revolución burguesa democrática para conducirlo, mediante la acción directa, hacia la revolución social. En el linde de la Revolución, los anarquistas siguieron, aproximadamente, el siguiente razonamiento: que los políticos hagan lo que quieran; nosotros, los “apolíticos”, nos ocuparemos de la economía. En un artículo intitulado “La inutilidad del gobierno” y publicado el 3 de septiembre de 1936 por el Boletín de Información CNT-FAI, se daba por descontado que la expropiación económica en vías de realización acarrearía ipso facto “la liquidación del Estado burgués, reducido por asfixia”.

 

LOS ANARQUISTAS EN EL GOBIERNO

Pero muy pronto esta subestimación del gobierno fue reemplazada por una actitud opuesta. Bruscamente, los anarquistas españoles se convirtieron en gubernamentalistas. Poco después de la revolución del 19 de julio, el activista anarquista García Oliver se entrevistó en Barcelona con el presidente de la Generalidad de Cataluña, el burgués liberal Companys. Aunque el último estaba dispuesto a hacerse a un lado se lo mantuvo en sus funciones. La CNT y la FAI renunciaron a ejercer una “dictadura” anarquista y se declararon prestas a colaborar con las demás agrupaciones izquierdistas. Hacia mediados de septiembre, la CNT exigió a Largo Caballero, presidente del consejo de gobierno central, que se creara un “Consejo de Defensa” integrado por quince personas, en el cual dicha central se conformaba con tener cinco representantes. Esto equivalía a aceptar la idea de participar en el gobierno ocupando cargos ministeriales, pero con otro nombre.

Finalmente, los anarquistas tomaron carteras en los dos gobiernos: en el de la Generalidad de Cataluña, primero, y en el de Madrid, después. En una carta abierta fechada el 14 de abril de 1937 y dirigida a la compañera ministra Federica Montseny, el anarquista italiano Camillo Berneri, que se encontraba en Barcelona, los censuró afirmando que estaban en el gobierno sólo para servir de rehenes y de pantalla “a políticos que coqueteaban con el enemigo” [de clase][16]. En realidad, el Estado en el cual se habían dej ado integrar seguía siendo burgués, y buena parte de sus funcionarios y de su personal político no era leal a la Repimblica. ¿Cuál fue la razón de esta abjuración? La Revolución Española había sido la inmediata respuesta proletaria a un golpe de Estado contrarrevolucionario. Desde el principio, la necesidad de combatir con milicias antifascistas a las cohortes del general Franco imprimió a la Revolución un carácter de autodefensa, un carácter militar. Los anarquistas pensaron que, para enfrentar el peligro comimn, tenían que unirse, quisiéranlo o no, con las demás fuerzas sindicales y hasta con los partidos políticos dispuestos a cerrarle el paso a la rebelión. Al dar las potencias fascistas un creciente apoyo al franquismo, la lucha “antifascista” degeneró en una guerra verdadera, de corte clásico, en una guerra total. Los libertarios no podían participar en ésta sin renunciar cada vez más a sus principios, tanto en lo político como en lo militar. Ateniéndose a un falso razonamiento, creyeron que la victoria de la Revolución sería imposible si primero no se ganaba la guerra, y en aras de esa victoria “sacrificaron todo”, como convino Santillán. Vanamente objetó Berneri que era un error darle prioridad a la guerra sin más, y trató de hacerles ver que sólo una guerra revolucionaria podía asegurar el triunfo sobre Franco. En rigor de verdad, frenar la Revolución equivalía a mellar el arma principal de la Repimblica: la participación activa de las masas. Peor aimn, la España republicana, sometida al bloqueo de las democracias occidentales y seriamente amenazada por el avance de las tropas fascistas, se veía obligada a recurrir a la ayuda militar rusa para poder sobrevivir, y este socorro presentaba dos inconvenientes: primero, la situación debía beneficiar sobre todo al Partido Comunista y lo menos posible a los anarquistas; segundo, Stalin no quería, por ningimn concepto, que en España triunfara una revolución social, no sólo porque ella hubiera sido libertaria, sino también porque hubiera expropiado los capitales invertidos por Inglaterra, presunta aliada de la URSS en la “ronda de las democracias” opuesta a Hitler. Los comunistas españoles hasta negaban que hubiera revolución: simplemente, el gobierno legal luchaba por reducir una sedición militar. Después de las sangrientas jornadas de Barcelona (mayo de 1937), en cuyo transcurso las fuerzas del orden desarmaron a los obreros por mandato estalinista, los libertarios, invocando la unidad de acción antifascista, prohibieron a los trabaj adores contraatacar. Escapa de los límites de este libro analizar la limgubre perseverancia con que los anarquistas españoles se mantuvieron en el error del Frente Popular hasta la derrota final de los republicanos.

 

LOS TRIUNFOS DE LA AUTOGESTIÓN

No obstante, en la esfera de mayor importancia para ellos, vale deciç en la económica, los anarquistas españoles, presionados por las masas, se mostraron más intransigentes y las concesiones que se vieron obligados a hacer fueron mucho más limitadas. En buena medida, la autogestión agrícola e industrial tomó vuelo por sus propios medios. Pero, a medida que se fortalecía el Estado y se acentuaba el carácter totalitario de la guerra, tornábase más aguda la contradicción entre aquella repimblica burguesa beligerante y ese experimento de comunismo o, más generalmente, de colectivismo libertario que se llevaba adelante paralelamente. Por imltimo, la autogestión tuvo que batirse prácticamente en retirada, sacrificada en el altar del “antifascismo”.

Nos detendremos un poco sobre esta experiencia, la cual, afirma Peirats, no ha sido aimn objeto de estudio metódico, tarea por cierto engorrosa ya que la autogestión presenta infinidad de variantes, segimn el lugar y el momento de que se trate. Creemos conveniente dedicarle especial atención, pues es relativamente poco conocida. Hasta en el campo republicano se la ignoró casi por completo e incluso se la desacreditó. La guerra civil la hundió en la sombra del olvido y aimn hoy la reemplaza en los recuerdos de la humanidad. El filme Morir en Madrid no menciona siquiera dicha experiencia, y, sin embargo, ella es quizás el legado más positivo del anarquismo español.

Al producirse la Revolución del 19 de julio de 1936, fulminante respuesta popular al pronunciamiento franquista, los grandes industriales y hacendados se apresuraron a abandonar sus posesiones para refugiarse en el extranjero. Los obreros y campesinos tomaron a su cargo aquellos bienes sin dueño. Los trabaj adores agrícolas decidieron continuar cultivando el suelo por sus propios medios y, espontáneamente, se asociaron en “colectividades”. El 5 de septiembre se reunió en Cataluña un congreso regional de campesinos, convocado por la CNT, en el que se resolvió colectivizar la tierra bajo el control y la dirección de los sindicatos. Las grandes haciendas y los bienes de los fascistas serían socializados. En cuanto a los pequeños propietarios, podían escoger libremente entre continuar en el régimen de propiedad individual o entrar en el de propiedad colectiva. Estas iniciativas sólo recibieron consagración legal más tarde, el 7 de octubre de 1936, cuando el gobierno republicano central confiscó sin previo pago de indemnización los bienes de las “personas comprometidas en la rebelión fascista”. Fue ésta una medida incompleta desde el punto de vista legal, pues sólo sancionaba una pequeña parte de las apropiaciones ya realizadas espontáneamente por el pueblo: los campesinos habían efectuado las expropiaciones indiscriminadamente, sin tomar en cuenta si el propietario había participado o no en el golpe militar.

En los países subdesarrollados, donde faltan los medios técnicos necesarios para el cultivo en gran escala, el campesino pobre se siente más atraído por la propiedad privada, de la cual nunca gozó, que por la agricultura socializada. Pero en España, la educación libertaria y la tradición colectivista compensaron la insuficiencia de los medios técnicos y contrarrestaron las tendencias individualistas de los campesinos empujándolos, de buenas a primeras, hacia el socialismo. Los campesinos pobres optaron por ese camino, en tanto que los más acomodados se aferraron al individualismo, como sucedió en Cataluña. La gran mayoría (90 por ciento) de los trabajadores de la tierra prefirieron, desde el principio, entrar en las colectividades. Con ello se selló la alianza de los campesinos con los obreros urbanos, quienes, por la naturaleza de su trabajo, eran partidarios de la socialización de los medios de producción.

Al parecer, la conciencia social estaba aimn más desarrollada en el campo que en la ciudad.

Las colectividades agrícolas comenzaron a regirse segimn una doble gestión: económica y local a la vez. Ambas funciones estaban netamente delimitadas, pero, en casi todos los casos, las asumían o las dirigían los sindicatos.

En cada aldea, la asamblea general de campesinos trabajadores elegía un comité administrativo que se encargaba de dirigir la actividad económica. Salvo el secretario, los miembros del comité seguían cumpliendo sus tareas habituales. To- dos los hombres aptos, entre los dieciocho y sesenta años, tenían la obligación de trabajar. Los campesinos se organizaban en grupos de diez o más, encabezados por un delegado, a cada equipo se le asignaba una zona de cultivo o una función, de acuerdo con la edad de sus miembros y la índole del trabajo. Todas las noches, el comité administrativo recibía a los delegados de los distintos grupos. En cuanto a la parte de administración local, la comuna convocaba frecuentemente una asamblea vecinal general en la que se rendían cuentas de lo hecho.

Todo era de propiedad común, con excepción de las ropas, los muebles, las economías personales, los animales domésticos, las parcelas de jardín y las aves de corral destinadas al consumo familiar. Los artesanos, los peluqueros, los zapateros, etc., estaban a su vez agrupados en colectividades. Las ovejas de la comunidad se dividían en rebaños de varios cientos de cabezas, que eran confiados a pastores y distribuidos metódicamente en las montañas.

En lo que atañe al modo de repartir los productos, se probaron diversos sistemas, unos nacidos del colectivismo, otros del comunismo más o menos integral y otros, aun, de la combinación de ambas. Por lo general, se fijaba la remuneración en función de las necesidades de los miembros del grupo familiar. Cada jefe de familia recibía, a modo de jornal, un bono expresado en pesetas, el cual podía cambiarse por artículos de consumo en las tiendas comunales, instaladas casi siempre en la iglesia o sus dependencias. El saldo no consumido se anotaba en pesetas en el haber de una cuenta de reserva individual, y el interesado podía solicitar una parte limitada de dicho saldo para gastos personales. El alquileç la electricidad, la atención médica, los productos medicinales, la ayuda a los ancianos, etc., eran gratuitos, lo mismo que la escuela, que a menudo funcionaba en un viejo convento y era obligatoria para los niños menores de catorce años, a quienes no se permitía realizar trabajos manuales.

La adhesión a la colectividad era totalmente voluntaria; así lo exigía la preocupación fundamental de los anarquistas: el respeto por la libertad. No se ejercía presión alguna sobre los pequeños propietarios, quienes, al mantenerse apartados de la comunidad por propia determinación y pretender bastarse a sí mismos, no podían esperar que ésta les prestara servicios o ayuda. No obstante, les estaba permitido participar, siempre por libre decisión, en los trabajos de la comuna y enviar sus productos a los almacenes comunales. Se los admitía en las asambleas generales y gozaban de ciertos beneficios colectivos. Sólo se les impedía poseer más tierra de la que podían cultivar; y se les imponía una única condición: que su persona o sus bienes no perturbaran en nada el orden socialista. Aquí y allá, se reunieron las tierras socializadas en grandes predios mediante el intercambio voluntario de parcelas con campesinos que no integraban la comunidad. En la mayor parte de las aldeas socializadas, fue disminuyendo paulatinamente el número de campesinos o comerciantes no adheridos a la colectividad. Al sentirse aislados, preferían unirse a ella.

Con todo, parece que las unidades que aplicaban el principio colectivista de la remuneración por día de trabajo resistieron mejor que aquellas, menos numerosas, en las cuales se quiso aplicar antes de tiempo el comunismo integral desdeñando el egoísmo todavía arraigado en la naturaleza humana, sobre todo en las mujeres. En ciertos pueblos, donde se había suprimido la moneda de intercambio y se consumía la producción propia, es decir, donde existía una economía cerrada, se hicieron sentir los inconvenientes de tal autarquía paralizante; además, el individualismo no tardó en volver a tomar la delantera y provocó la desmembración de la comunidad al retirarse ciertos pequeños propietarios que habían entrado en ella sin estar maduros, sin una verdadera mentalidad comunista.

Las comunas se unían en federaciones cantonales, a su vez coronadas por federaciones regionales. En principio[17], todas las tierras de una federación cantonal formaban un solo territorio sin deslindes. La solidaridad entre aldeas fue llevada a su punto máximo. Se crearon cajas de compensación que permitían prestar ayuda a las colectividades menos favorecidas. Los instrumentos de trabajo, las materias primas y la mano de obra excedente estaban a disposición de las comunidades necesitadas.

La socialización rural varió en importancia según las provincias. En Cataluña, comarca de pequeña y mediana propiedad, donde el campesinado tiene profundas tradiciones individualistas, se limitó a unas pocas colectividades piloto. En Aragón, por el contrario, se socializaron más de las tres cuartas partes de las tierras. La iniciativa creadora de los trabajadores agrícolas se vio estimulada por el paso de la columna Durruti, milicia libertaria en camino hacia el frente norte para combatir a los fascistas, y la subsiguiente creación de un poder revolucionario surgido de la base, único en su género dentro de la España republicana. Se constituyeron cerca de 450 colectividades, que agrupaban a unos 500.000 miembros. En la región de Levante (cinco provincias; capital, Valencia), la más rica de España, se formaron alrededor de 900 colectividades, que englobaban el 43% de las localidades, el 50% de la producción de cítricos y el 70% de su comercialización. En Castilla se crearon aproximadamente 300 colectividades, integradas por 100.000 adherentes, en números redondos. La socialización se extendió hasta Extremadura y parte de Andalucía. En Asturias manifestó ciertas veleidades, pronto reprimidas.

Cabe señalar que este socialismo de base no fue, como creen algunos, obra exclusiva de los anarcosindicalistas. Según testimonio de Gaston Leval, muchos de los que practicaban la autogestión eran “libertarios sin saberlo”. En las provincias nombradas en último término, la iniciativa de emprender la colectivización fue de los campesinos socialistas, católicos e incluso, como en el caso de Asturias, comunistas[18].

Allí donde la autogestión agrícola no fue saboteada por sus adversarios o trabada por la guerra, se impuso con éxito innegable. Los triunfos logrados se debieron en parte al estado de atraso de la agricultura española. En efecto, era fácil superar las más elevadas cifras de producción de las grandes haciendas, pues siempre habían sido lamentables. La mitad del territorio peninsular había pertenecido a unos 10.000 señores feudales, quienes prefirieron mantener buena parte de sus tierras como eriales antes que permitir la formación de una capa de colonos independientes o acordar salarios decentes a sus jornaleros, lo cual hubiera puesto en peligro su posición de amos medievales. De esta manera se demoró el debido aprovechamiento de las riquezas naturales del suelo español.

Se formaron extensos predios reuniendo distintas parcelas y se practicó el cultivo en grandes superficies, siguiendo un plan general dirigido por agrónomos. A merced a los estudios de los técnicos agrícolas, se logró incrementar entre un 30 y un 50% el rendimiento de la tierra. Aumentaron las áreas sembradas, se perfeccionaron los métodos de trabajo y se utilizó más racionalmente la energía humana, animal y mecánica.

Se diversificaron los cultivos, se iniciaron obras de irrigación y de reforestación parcial, se construyeron viveros y porquerizas, se crearon escuelas técnicas rurales y granjas piloto, se seleccionó el ganado y se fomentó su reproducción; finalmente, se pusieron en marcha industrias auxiliares, la socialización demostró su superioridad tanto sobre el sistema de la gran propiedad absentista, en el que se dejaba inculta parte del suelo, como sobre el de la pequeña propiedad, en el cual se laboraba la tierra según técnicas rudimentarias, con semillas de mala calidad y sin fertilizantes.

Se esbozó, al menos, una planificación agrícola basada en las estadísticas de producción y de consumo que entregaban las colectividades a sus respectivos comités cantonales, los cuales, a su vez, las comunicaban al comité regional, que cumplía la tarea de controlar la cantidad y calidad de la producción de cada región. Los distintos comités regionales se encargaban del comercio interregional: reunían los productos destinados a la venta y con ellos realizaban las compras necesarias para toda la comarca de su jurisdicción.

Donde mejor demostró el anarcosindicalismo sus posibilidades de organizar e integrar la actividad agrícola fue en Levante. La exportación de los cítricos exigía técnicas comerciales modernas y metódicas que, pese a ciertos conflictos, a veces serios, con los productores ricos, pudieron ponerse en práctica con brillantes resultados.

El desarrollo cultural fue a la par del material. Se inició la alfabetización de los adultos; en las aldeas, las federaciones regionales fijaron un programa de conferencias, funciones cinematográficas y representaciones teatrales.

Tan buenos resultados no se debieron únicamente a la poderosa organización del sindicalismo sino también, en gran parte, a la inteligencia y a la iniciativa del pueblo. Aunque analfabetos en su mayoría, los campesinos dieron pruebas de tener una elevada conciencia socialista, un gran sentido práctico y un espíritu de solidaridad y de sacrificio que despertaban la admiración de los observadores extranjeros. Después de visitar la colectividad de Segorbe, el laborista independiente Fenner Brockway, hoy lord Brockway, se expresó de esta guisa: “El estado de ánimo de los campesinos, su entusiasmo, el espíritu con que cumplen su parte en el esfuerzo común, el orgullo que ello les infunde, todo es admirable”.

También en la industria demostró la autogestión cuánto podía hacer. Esto se vio especialmente en Cataluña, la región más industrializada de España. Espontáneamente, los obreros cuyos patrones había huido, pusieron las fábricas en marcha. Durante más de cuatro meses, las empresas de Barcelona, sobre las cuales ondeaba la bandera roja y negra de la CNT, fueron administradas por los trabaj adores agrupados en comités revolucionarlos, sin ayuda o interferencia del Estado, a veces hasta sin contar con una dirección experta. Con todo, la mayor suerte del proletariado fue tener a los técnicos de su parte. Contrariamente a lo ocurrido en Rusia en 1917-1918 y en Italia en 1920, durante la breve experiencia de la ocupación de las fábricas, los ingenieros no se negaron a prestar su concurso en el nuevo ensayo de socialización; desde el primer día, colaboraron estrechamente con los trabajadores.

En octubre de 1936, se reunió en Barcelona un congreso sindical en el que estaban representados 600.000 obreros, y cuya finalidad era estudiar la socialización de la industria. La iniciativa obrera fue institucionalizada por un decreto del gobierno catalán, fechado el 24 de octubre de 1936, el cual, a la par que ratificaba el hecho consumado, introducía un control gubernamental en la autogestión. Se crearon dos sectores, uno socializado y otro privado. Fueron objeto de socialización las fábricas que empleaban a más de cien personas (las que daban trabajo a un número de cincuenta a cien obreros podían socializarse a requerimiento de las tres cuartas partes de éstos), las empresas cuyos propietarios habían sido declarados “facciosos” por un tribunal popular o las habían cerrado y, por último, los establecimientos que eran tan esenciales para la economía nacional que no podían dejarse en manos de particulares (en rigor de verdad, se socializaron muchas firmas que estaban endeudadas).

Cada fábrica autoadministrada estaba dirigida por un comité de administración compuesto de quince miembros que representaban a las diversas secciones y eran elegidos por los trabajadores reunidos en asamblea general; el mandato de la comisión duraba dos años y anualmente se renovaba la mitad de sus miembros. El comité designaba un director, en el cual delegaba total o parcialmente sus poderes. En el caso de las empresas muy importantes, el nombramiento de director requería la aprobación del correspondiente organismo tutelar. Además, cada comité de administración estaba controlado por un representante del gobierno. Ya no era una autogestión en el verdadero sentido de la palabra, sino más bien una cogestión en estrecha asociación con el Estado.

El comité de administración podía ser destituido, ya por la asamblea general, ya por el consejo general de la rama industrial de que se tratara (compuesto de cuatro representantes de los comités de administración, ocho de los sindicatos obreros y cuatro técnicos nombrados por el organismo tutelar). Este consejo general planificaba el trabajo y fijaba la repartición de los beneficios: sus decisiones tenían valor ejecutivo. En las fábricas socializadas, subsistía de modo integral el régimen de salarios. Cada trabajador recibía una suma fija como retribución por su labor. No se repartían los beneficios segun el escalafón de la empresa. Tras la socialización, los sueldos no variaron casi y los aumentos fueron menores que los otorgados por el sector privado.

El decreto del 24 de octubre de 1936 constituyó una avenencia entre la aspiración a la gestión autónoma y la tendencia a la tutela estatal, al mismo tiempo que una transacción entre capitalismo y socialismo. Fue redactado por un ministro libertario y ratificado por la CNT porque los dirigentes anarquistas participaban en el gobierno. ¿Cómo podía disgustarles la injerencia del Estado en la autogestión si ellos mismos tenían las riendas del gobierno? Una vez metido en el redil, el lobo termina por convertirse en amo de las ovejas.

La práctica mostró que, pese a los considerables poderes con que se había investido a los consejos generales de ramas industriales, se corría el peligro de que la autogestión obrera condujera a un particularismo egoísta, a una suerte de “cooperativismo burgués”, como señala Peirats, debido al hecho de que cada unidad de producción se preocupaba exclusivamente de sus propios intereses. Unas colectividades eran ricas y otras, pobres. Las primeras estaban en condiciones de pagar salarios relativamente altos, en tanto que las segundas ni siquiera alcanzaban a reunir lo suficiente para mantener el nivel salarial prerrevolucionario.

Las colectividades prósperas tenían abundante materia prima; las otras, en cambio, carecían de ella, y así en todos los órdenes. Este desequilibrio se remedió bastante pronto con la creación de una caja central de igualación, por cuyo intermedio se distribuían equitativamente los recursos. En diciembre de 1936, se realizó en Valencia un congreso sindical que decidió ocuparse de coordinar los distintos sectores de producción encuadrándolos dentro de un plan general y orgánico, tendiente a evitar la competencia perjudicial y los esfuerzos desorganizados.

A partir de ese momento, los sindicatos se dedicaron a reorganizar sistemática y totalmente diversas ramas fabriles; clausuraron cientos de pequeñas empresas y concentraron la producción en las mejor equipadas. Veamos un ejemplo: en Cataluña, de más de 70 fundiciones, se dejaron 24; las curtidurías fueron reducidas de 71 a 40, y las cristalerías, de 100 a 30. Pero la centralización industrial bajo control sindical no pudo concretarse con la rapidez y plenitud que hubieran deseado los planificadores anarcosindicalistas. ¿Por qué? Porque los estalinistas y los reformistas se oponían a la confiscación de los bienes de la clase media y respetaban religiosamente al sector privado.

En los demás centros industriales de la España republicana, donde no se aplicó el decreto catalán de socialización, se crearon menos colectividades que en Cataluña; de todos modos, la mayoría de las empresas que siguieron siendo privadas tenían un comité obrero de control, como se vio en Asturias.

Al igual que la agrícola, la autogestión industrial se aplicó con muy buen éxito. Los testigos presenciales se deshacen en elogios, sobre todo cuando recuerdan el excelente funcionamiento de los servicios pilblicos regidos por autogestión. Cierto nilmero de empresas, si no todas, estuvieron notablemente administradas. La industria socializada realizó un aporte decisivo en la guerra antifascista. Las pocas fábricas de armamentos que se crearon en España antes de 1936 se encontraban fuera de Cataluña, ya que los patrones no confiaban en el proletariado catalán. Por ello, fue menester transformar rápidamente las fábricas de la región de Barcelona para ponerlas en condiciones de servir a la defensa republicana. Obreros y técnicos rivalizaron en entusiasmo y espíritu de iniciativa. Muy pronto se mandó al frente material bélico fabricado principalmente en Cataluña.

Iguales esfuerzos se concentraron en la producción de sustancias químicas indispensables para la guerra. En la esfera de las necesidades civiles, la industria socializada no se quedó atrás. Febrilmente se inició una actividad nunca antes practicada en España: la transformación de las fibras textiles; se trabajo el cáñamo, el esparto, la paja de arroz y la celulosa.

 

LA AOTUGESTIÓN SOCAVADA

Mas el crédito y el comercio exterior siguieron en manos del sector privado, por voluntad del gobierno republicano burgués. Y aunque el Estado controlaba los bancos, se guardaba muy bien de ponerlos al servicio de la autogestión. Por carecer de dinero en efectivo, muchas colectividades se mantenían con los fondos embargados al producirse la Revolución de julio de 1936. Luego, para poder vivir al día, tuvieron que apoderarse de bienes tales como las joyas y los objetos preciosos pertenecientes a las iglesias, a los conventos y a los elementos franquistas. La CNT pensó crear un “banco confederal” para financiar la autogestión. Sin embargo, era utópico querer entrar en competencia con el capital financiero no tocado por la socialización. La ilnica solución hubiera sido transferir todo el capital a ma- nos del proletariado organizado. Pero la CNT, prisionera del Frente Popular, no se atrevió a ir tan lejos.

Con todo, el mayor obstáculo fue la hostilidad, primero sorda y luego franca, que los distintos estados mayores políticos de la República abrigaban hacia la autogestión. La acusaron de “romper la unidad del frente” de la clase obrera y la pequeña burguesía y, en consecuencia, de “hacerle el juego” al enemigo franquista. (Preocupación que no impidió a sus detractores, primero, negarle armas a la vanguardia libertaria –que en Aragón se vio constreñida a hacer frente a las ametralladoras fascistas con las manos vacías– ¡y después censurarla por su “inercia”!)

Uribe, comunista que ocupaba la cartera de Agricultura, se encargó de preparar el decreto del 7 de octubre de 1936, por el cual se legalizaba una parte de las colectivizaciones rurales. Aunque aparentaba lo contrario, lo guiaban un profundo espíritu anticolectivista y la intención de desalentar a los campesinos que practicaban la agricultura socializada. Impuso reglas jurídicas muy rígidas y complicadas para la validación de las colectivizaciones. Fijó un plazo perentorio a las colectividades: aquellas que no fueran legalizadas dentro del límite de tiempo establecido, quedarían automáticamente fuera de la ley y sus tierras podrían ser restituidas a sus antiguos propietarios.

Uribe incitó a los campesinos a no entrar en las colectividades o los predispuso contra ellas. En un discurso que dirigió a los pequeños propietarios individualistas en diciembre de 1936, les aseguró que los fusiles del Partido Comunista y del gobierno estaban a su disposición. A ellos entregó los fertilizantes importados que se negaba a distribuir entre las colectividades. Junto con su colega Comorera, ministro de Economía de la Generalidad de Cataluña, agrupó en un sindicato único, de carácter reaccionario, a los propietarios pequeños y medianos, a quienes se unieron los comerciantes y hasta algunos hacendados que simulaban ser modestos propietarios. También se encargó de que la tarea de organizar el abastecimiento de Barcelona pasara de los sindicatos obreros al comercio privado.

Como remate, la coalición gubernamental no tuvo escrúpulos en acabar manu militari con la autogestión obrera, después de aplastada la vanguardia de la Revolución en mayo de 1937. Un decreto del 10 de agosto de ese año declaró disuelto el “consejo regional de defensa” de Aragón, so pretexto de que éste había “quedado fuera de la corriente centralizadora”. Joaquín Ascaso, principal animador de dicho consejo, compareció ante la justicia acusado de “vender joyas”, cosa que en realidad había hecho a fin de procurar fondos para las colectividades. De inmediato, la 1 1ª división móvil del comandante Lister (estalinista), apoyada por tanques, lanzó una ofensiva contra las colectividades. Entró en Aragón como en suelo enemigo. Sus fuerzas detuvieron a los responsables de las empresas socializadas, ocuparon y luego clausuraron los locales, disolvieron los comités administrativos, desvalijaron las tiendas comunales, destrozaron los muebles y dispersaron el ganado. La prensa comunista clamó contra “los crímenes de la colectivización forzada”. El treinta por ciento de las colectividades de Aragón fueron completamente destruidas.

Con todo, y pese a su brutalidad, en general el estalinismo no consiguió obligar a los campesinos aragoneses a adoptar el régimen de propiedad privada. Tan pronto como se retiró la división Lister, los aragoneses rompieron la mayor parte de las actas de propiedad que les habían hecho firmar a punta de pistola y no tardaron en reconstruir las colectividades. Como bien expresa G. Munis, “fue uno de los episodios ejemplares de la Revolución Española. Los campesinos reafirmaron sus convicciones socialistas, a pesar del terror gubernamental y del boicot económico a que estaban sometidos”.

El restablecimiento de las colectividades de Aragón tuvo además otro motivo menos heroico: dermasiado tarde, el Partido Comunista se percató de que había infligido un serio golpe a la economía rural al menoscabar sus fuerzas vivas; comprobó que había puesto en peligro las cosechas por falta de brazos, desmoralizado a los combatientes del frente de Aragón y reforzado peligrosamente la clase media de propietarios de tierras. Por eso, trató de reparar los estragos que él mismo había causado y de resucitar una parte de las colectividades. Pero las nuevas colectividades no pudieron reunir tierras de extensión y calidad comparables a las de las anteriores ni contar con iguales efectivos, ya que, a causa de las persecuciones, muchos militantes habían huido hacia el frente para buscar asilo en las divisiones anarquistas combatientes o habían sido encarcelados.

En Levante, en Castilla, en las provincias de Huesca y de Teruel, se perpetraron similares ataques armados contra la autogestión agrícola, ¡y esto lo hicieron republicanos!

Bien o mal, la autogestión logró sobrevivir en ciertas regiones que aimn no habían caído en manos de los franquistas; tal sucedió especialmente en Levante.

La política equívoca, por decir lo menos, que siguió el gobierno de Valencia en materia de socialismo rural contribuyó a la derrota de la Repimblica Española: los campesinos pobres no tuvieron siempre clara conciencia de que debían combatir por la Repimblica para defender sus intereses.

A despecho de sus buenos resultados, también la autogestión industrial fue socavada por la burocracia administrativa y los socialistas “autoritarios”. Se desencadenó una formidable campaña periodística y radial destinada a denigrar y calumniar la autogestión, campaña que se concentró especialmente en crear dudas acerca de la honestidad de los consejos de fábrica en sus funciones administrativas. El gobierno republicano central se negó invariablemente a conceder créditos a las empresas catalanas autoadministradas, incluso cuando Fábregas, ministro libertario de Economía de Cataluña, ofreció los mil millones de pesetas depositados en las Cajas de Ahorro en calidad de garantía por los anticipos otorgados a la autogestión. Tras tomar la cartera de Economía en junio de 1937, el estalinista Comorera privó a las fábricas autoadministradas de materias primas, las que prodigaba al sector privado. También omitió abonarles a las empresas socializadas los suministros encargados por la administración catalana.

El gobierno central disponía de un arma poderosa para estrangular a las colectividades: la nacionalización de los transportes, que le permitía proveer a unos y suspender todas las entregas a otros. Además, adquiría en el extranjero los uniformes destinados al ejército republicano, en lugar de solicitárselos a las colectividades textiles de Cataluña. Esgrimiendo como pretexto las necesidades de la defensa nacional, excluyó, mediante un decreto del 22 de agosto de 1937, a las empresas metalimrgicas y mineras del decreto catalán de socialización de octubre de 1936, calificado de “contrario al espíritu de la Constitución”. Los ex capataces y los directores desplazados por la autogestión o, para ser más exactos, que se rehusaron a trabajar como técnicos en las empresas autoadministradas, volvieron a sus puestos con ánimo de venganza.

El decreto del 11 de agosto de 1938, que militarizó las industrias bélicas en beneficio del Ministerio de Armamentos, dio el golpe de gracia a la autogestión. Una burocracia pletórica y abusiva se abalanzó sobre las fábricas. Éstas tuvieron que soportar la intromisión de infinidad de inspectores y directores que habían recibido sus nombramientos sólo en mérito a su filiación política, específicamente, a su reciente adhesión al Partido Comunista. Al verse despojados del control de las empresas creadas enteramente por ellos durante los primeros meses críticos de la guerra, los obreros se desmoralizaron y la producción disminuyó.

Pese a todo, la autogestión industrial sobrevivió en Cataluña en las demás ramas hasta el derrumbe de la República Española. Pero marchaba muy lentamente, pues la industria había perdido sus principales mercados y faltaban materias primas debido a que el gobierno había cortado los créditos necesarios para adquirirlas.

En suma, apenas nacidas, las colectividades españolas quedaron aprisionadas dentro de la rigurosa red de una guerra que seguía los cánones militares clásicos, y que la República invocó o usó como escudo para cortarle las alas a su propia vanguardia y transigir con la reacción interna.

No obstante, aquel intento de socialización dejó una enseñanza estimulante. En 1938, Emma Goldman le dedicó estas palabras de homenaje: “La colectivización de las industrias y de la tierra se nos aparece como la más grandiosa realización de todos los períodos revolucionarios de la historia. Además, aunque Franco venza y los anarquistas españoles caigan exterminados, la idea que ellos han lanzado seguirá viviendo”. En un discurso pronunciado en Barcelona el 21 de julio de 1937, Federica Montseny señaló los dos términos de la alternativa ante la cual se encontraban: “En un extremo, los partidarios de la autoridad y del Estado totalitario, de la economía dirigida por el Estado y de una organización social que militarice a to- dos los hombres y convierta al Estado en un gran patrón, en una gran celestina; en el otro extremo, la explotación de las minas, de los campos, de las fábricas y de los talleres por la propia clase trabajadora organizada en federaciones sindicales”. Es ésta una disyuntiva que no sólo se le presentó a la Revolución Española, sino que, algún día, puede llegar a planteársele al socialismo del mundo entero.

 

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10 Robert Louzon señaló al autor de este libro que, desde un punto de vista dialéctico, su opinión y la de Pelloutier no se excluyen en absoluto: el terrorismo tuvo efectos contradictorios sobre el movimiento obrero.

11 La discusión entre anarcosindicalistas acerca de los respectivos méritos de los consejos de fábrica y de los sindicatos obreros no era, por otra parte, una novedad. En efecto, en Rusia acababa de dividir a los anarquistas y hasta de provocar una escisión en el equipo del diario libertario, Gobos Trudá. Unos se mantuvieron fieles al sindicalismo clásico, mientras que los otros, con G. P. Maximov, optaron por los consejos.

12 En abril de 1922, el KAPD formaría, junto con los grupos opositores de Holanda y Bélgica, una “Internacional Obrera Comunista”.

13 En Francia, adhirieron los sindicalistas de la tendencia de Pierre Besnard que, excluidos de la Confédération Générale du Travail Unitaire (GGTU), fundaron en 1924 la Confédération Générale du Travail Syndicalüte Révolutionnaire (COTSR).

14 En Castilla, Asturias, etc., predominaba la Unión General de Trabajadores (UGT), central obrera socialdemócrata.

15 Sólo en 1931 aprobó la CNT una idea rechazada en 1919: la de crear federaciones de industria. Los “puros” del anarquismo temían la propensión al centralismo y a la burocracia de estas federaciones, pero se había hecho imperativo responder a la concentración capitalista con la concentración de los sindicatos de cada industria. Fue preciso esperar hasta 1937 para que quedaran realmente organizadas las grandes federaciones de industria.

16 Entre el 11 y el 13 de junio de 1937, se realizó en París un congreso extraordinario de la Asociación Internacional de Trabajadores, a la que estaba afiliada la CNT. En dicho Congreso se reprobó a la central anarcosindicalista por su participación en el gobierno y por concesiones que a consecuencia de ello había hecho, Con este precedente, Sebastien Faure se decidió a publicar en los números del 8, 15 y 22 de julio de Le Libertaire una serie de artículos intitulada “La Pente Fatale”, donde criticaba severamente a los anarquistas españoles por colaborar con el gobierno. Disgustada, la CNT provocó la renuncia del secretario de la AIT, Pierre Besnard.

17 Decimos “en principio”, pues no faltaron litigios entre aldeas.

18 No obstante, en las localidades del sur que no estaban controladas por los anarquistas, las apropiaciones de latifundios realizadas autoritariamente por los municipios no constituyeron una verdadera mutación revolucionaria para los jornaleros, quienes siguieron en la condición de asalariados; allí no hubo autogestión.

 

 


Primera vez publicado: En1965, en idioma frances.
Versión al castellano: Primera vez publicado en castellano en Argentina en 1975.
Fuente de la presente edicion: Daniel Guerin, El anarquismo.  Ediciones Utopia Libertaria, Buenos Aires - Argentina, s/f.  ISBN: 987-20875-0-4. Disponible en forma digital en: http://www.quijotelibros.com.ar/anarres.htm
Esta edición: marxists.org, 
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