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Por proclamarse constructivo, el anarquismo rechaza ante todo la acusación de utópico. Recurre al método histórico para tratar de probar que la sociedad futura no es invención suya, sino, simplemente, producto del trabajo subterráneo del pasado. Proudhon afirma que, bajo el inexorable sistema de autoridad que la aplasta desde hace seis mil años, la humanidad se ha sostenido merced a una “virtud secreta”: “Por debajo del aparato gubernamental y de las instituciones políticas, la sociedad producía lenta y silenciosamente su propio organismo; se constituía un orden nuevo, expresión de su vitalidad y autonomía”.
El gobierno, perjudicial como es, contiene en sí su propia negación. Es “un fenómeno de la vida colectiva, la representación externa de nuestro derecho, una manifestación de la espontaneidad social, una preparación de la humanidad para un estado superior. En la religión, en lo que se denomina Dios, la humanidad se busca a sí misma. De igual modo, en el gobierno [...], el ciudadano se busca a sí mismo, busca la libertad”. La Revolución Francesa aceleró esta marcha incontenible hacia la anarquía: “Desde el día en que nuestros padres [...] establecieron como principio el libre ejercicio de las facultades del hombre y del ciudadano, desde ese día, la autoridad quedó negada en el cielo y en la tierra, y el gobierno, aun por delegación, pasó a ser imposible”.
La revolución industrial hace el resto. A partir de ese momento, la política queda subordinada a la economía. El gobierno ya no puede prescindir de la colaboración directa de los productores; en realidad, sólo representa la relación de los intereses económicos. La formación del proletariado da cima a este proceso evolutivo. Mal que le pese, el poder ya no expresa sino el socialismo. “El código de Napoleón es tan inadecuado para la sociedad nueva como la república platónica: dentro de pocos años, cuando el elemento económico haya sustituido el derecho absoluto de la propiedad por el derecho relativo y móvil de la mutualidad industrial, será necesario reconstruir de arriba a abajo este palacio de cartón”.
A su vez, Bakunin reconoce alborozado “el incontestable e inmenso servicio prestado a la humanidad por esta Revolución Francesa, de la cual todos somos hijos”. Se borró el principio de autoridad de la conciencia del pueblo, y el orden desde arriba quedó anulado por siempre jamás. Resta ahora “organizar la sociedad de manera que pueda vivir sin gobierno”. Bakunin invoca la tradición popular para demostrar que esto puede lograrse. “Pese a la tutela opresora y dañina del Estado”, a través de los siglos las masas “han desarrollado espontáneamente en su seno si no todos, por lo menos muchos de los elementos esenciales del orden material y moral que constituye la verdadera unidad humana”.
El anarquismo no acepta ser sinónimo de desorganización. Proudhon fue el primero en proclamar que la anarquía no consiste en el desorden, sino, por el contrario, en el orden, el orden natural, por oposición al artificial impuesto desde arriba; en la unidad verdadera, a diferencia de la falsa engendrada por la coerción. Una sociedad de esta naturaleza “piensa, habla y actúa como un hombre, precisamente porque ya no está representada por un hombre, porque ya no reconoce autoridad personal, porque en ella, como en todo ser organizado y viviente, como en el infinito de Pascal, el centro está por doquier y la circunferencia, en ninguna parte”. La anarquía es la “sociedad organizada, viva”, “el más alto grado de libertad y de orden que puede alcanzar la humanidad”. Si ciertos anarquistas llegaron a pensar de distinta manera, el italiano Errico Malatesta los llamó a la realidad: “Por creer, debido a la influencia de la educación autoritaria recibida, que la autoridad es el alma de la organización social, para combatir a la primera, combatieron y negaron a la segunda [...]. El error fundamental de los anarquistas enemigos de la organización consiste en creer que ésta no es posible sin autoridad, y en preferir, admitida esta hipótesis, la renuncia a toda organización antes que aceptar el menor atisbo de autoridad [...]. Si creyéramos que no puede haber organización sin autoridad, seríamos autoritarios, pues nos quedaríamos con la autoridad, que traba y entristece la vida, antes que con la desorganización, que la hace imposible”.
Volin, anarquista ruso del siglo xx, es más terminante: “Una interpretación errónea –o, las más de las veces, deliberadamente inexacta– afirma que la concepción libertaria descarta toda forma de organización. Nada más falso. No se trata de ‘organización’ o de ‘no organización’, sino de dos principios de organización diferentes [...]. Naturalmente, sostienen los anarquistas, la sociedad tiene que estar organizada. Pero la nueva organización [...] debe hacerse libremente, con vistas a lo social y, sobre todo, desde abajo. El principio de organización no ha de partir de un centro creado de antemano para acapararlo todo e imponerse al conjunto, sino –muy al contrario– de todos los puntos, para convergir en núcleos de coordinación, centros naturales destinados a servir de enlace entre la totalidad de esos puntos [...]. Inversamente, la otra forma de ‘organización’, calcada de la vieja sociedad de opresión y explotación [...], llevaría al paroxismo todas las lacras de la antigua sociedad [...]. Sólo podría mantenerse con ayuda de un nuevo artificio”.
En realidad, los anarquistas no serán solamente partidarios de la verdadera organización, sino, como conviene Henri Lefebvre, en su reciente libro sobre la Comuna, “organizadores de primer orden”. No obstante, el filósofo cree ver aquí una contradicción, “contradicción bastante asombrosa”, observa, “que encontramos en la historia del movimiento obrero hasta nuestros días, especialmente en España”. Esto sólo puede ser “asombroso” para quienes, a priori, consideran a los libertarios como adalides de la desorganización.
El Manifiesto Comunista de Marx y Engels, redactado a principios de 1848, en vísperas de la Revolución de Febrero, postulaba como única solución posible –al menos por un largo período transitorio– la concentración del conj unto de los medios de producción en manos de un Estado omnímodo, y tomaba de Louis Blanc la idea autoritaria de reclutar a los trabaj adores de la industria y del campo en “ejércitos industriales”. Proudhon fue el primero que presentó una tesis contraria, al proponer una gestión económica no estatal.
Con la Revolución de Febrero, brotaron espontáneamente en París, en Lyon, diversas asociaciones obreras de producción. Más que en la revolución política, es en esta naciente autogestión donde el Proudhon de 1848 ve el verdadero “hecho revolucionario”. No fue inventada por teóricos ni predicada por doctrinarios. No el Estado, sino el pueblo, dio el impulso inicial. Y Proudhon urge a los trabaj adores a organizarse de modo análogo en todos los puntos de la república, a conquistar, en primer término, la pequeña propiedad, el pequeño comercio y la pequeña industria y, luego, las grandes propiedades y empresas, para terminar en las explotaciones de mayor importancia (minas, canales, ferrocarriles, etc.) y llegar, de esta manera, a “ser dueños de todo”.
De las ideas de Proudhon, hoy se tiende a recordar únicamente sus veleidades –ingenuas y antieconómicas, por cierto– de hacer sobrevivir la pequeña empresa artesanal y comercial. Pero en este punto su pensamiento es ambivalente. A decir verdad, Proudhon era la contradicción en persona. Censuraba enérgicamente la propiedad privada por considerarla fuente de injusticia y explotación, mas también creía ver en ella cierta garantía de independencia personal; de ahí su debilidad por la propiedad. Para colmo, con demasiada frecuencia se confunde a Proudhon con la “pequeña camarilla supuestamente proudhoniana” que, según Bakunin, se formó en torno de él en los últimos años de su vida. Este grupito, bastante reaccionario, fracasó desde el comienzo. Vanamente trató, en la Primera Internacional, de oponer al colectivismo la propiedad privada de los medios de producción. Y si duró poco, ello se debió sobre todo a que la mayoría de sus adeptos, fácilmente convencidos por los argumentos de Bakunin, no tardaron en abandonar sus conceptos presuntamente proudhonianos para volcarse al colectivismo.
Además, el último grupito de "mutualistas”, como se autotitulaban, sólo rechazaba parcialmente la propiedad colectiva: estaba en contra de su aplicación en la agricultura pues estimaba que el individualismo del campesino francés no lo permitiría: en cambio, aceptaba el sistema colectivista para los transportes y reclamaba su aplicación en la autogestión industrial, sin admitir la denominación. Y si retrocedía ante esta palabra era principalmente porque los colectivistas discípulos de Bakunin y ciertos marxistas “autoritarios”, que apenas disimulaban su inclinación por la dirección estatal de la economía, habían formado temporariamente contra él un frente único que provocaba su inquietud.
En realidad, Proudhon sigue el paso de su tiempo. Comprende que es imposible volver atrás. Es lo bastante realista para percatarse, según nos confía en sus Carnets, de que “la pequeña industria es cosa tan tonta como el cultivo de la tierra en escala individual”. En lo referente a la gran industria moderna, que exige abundante mano de obra y una avanzada mecanización, es decididamente colectivista: “La industria y el cultivo en gran escala deben nacer de la asociación, tal la tarea que toca al futuro”. “No podemos elegir”, afirma categóricamente. Y se indigna contra quienes osaron decir que es adversario del progreso técnico.
Pero su colectivismo rechaza el estatismo con idéntica firmeza. La propiedad debe quedar abolida. En cuanto a la comunidad (en el sentido que da a la palabra el comunismo “autoritario”), es opresión y servidumbre. Por tanto, Proudhon busca una combinación de comunidad y propiedad: la asociación. Los instrumentos de producción y de intercambio no deben estar administrados por compañías capitalistas ni tampoco por el Estado. Por ser para los trabajadores “lo que la colmena para las abejas”, ha de confiarse su dirección a asociaciones de obreros. Solamente así dejarán las fuerzas colectivas de estar “alienadas” en beneficio de unos pocos explotadores. En estilo de manifiesto, escribe Proudhon: “Nosotros, productores asociados o en vías de asociarnos, no tenemos necesidad de un Estado (...). La explotación por el Estado equivale a una monarquía y mantiene el salariado [...]. Queremos terminar con el gobierno del hombre por el hombre, con la explotación del hombre por el hombre. Socialismo es lo opuesto de gubernamentalismo [...]. Deseamos que estas asociaciones constituyan [...] el primer núcleo de una vasta federación de compañías y sociedades unidas por el lazo común de la república democrática y social”.
Al entrar en detalles acerca de la autogestión obrera Proudhon enumera con precisión los principios esenciales de ella:
Todo individuo asociado tiene derechos indivisos en el activo de la compañía.
Cada obrero debe cumplir su parte en las tareas desagradables y penosas.
Tiene la obligación de pasar por una serie de trabajos y estudios, de grados y empleos que le permitan adquirir conocimientos enciclopédicos. Proudhon insiste en la necesidad de que “el obrero realice toda la serie de operaciones de la industria a la cual está ligado”.
Las funciones son electivas y los reglamentos están sujetos a la aprobación de los asociados.
La remuneración es proporcional a la naturaleza de la función desempeñada, a la importancia del talento y al grado de la responsabilidad que se asume. Todos los asociados participan en los beneficios proporcionalmente a los servicios que prestan.
Quien desee abandonar la asociación, puede hacerlo libremente tras arreglar cuentas y liquidar sus derechos.
Los trabajadores asociados eligen a sus directores, ingenieros, arquitectos y contadores. Proudhon recalca que el proletariado carece aimn de técnicos, por lo cual es necesario vincular con la autogestión obrera a “personalidades industriales y comerciales” que iniciarían a los obreros en la disciplina de los negocios y recibirían emolumentos fijos: hay “lugar para todos bajo el sol de la revolución”.
Este concepto libertario de la autogestión es la antítesis de la autoadministración paternalista y estatal esbozada por Louis Blanc en un proyecto de decreto del 15 de setiembre de 1949. El autor de L’Organization du Travail quiere crear asociaciones obreras bajo la égida del Estado, comanditadas por el Estado. Propone la siguiente repartición autoritaria de los beneficios:
25 % para un fondo de amortización del capital;
25 % para un fondo de seguro social;
25 % para un fondo de reserva;
25 % para repartir entre los trabajadores[4].
Proudhon rechaza rotundamente la autogestión de este tipo.
En su concepto, los trabajadores asociados no deben “someterse al Estado” sino “ser el Estado mismo”. “La asociación [...] puede hacerlo todo, reformarlo todo, sin la ayuda del poder; puede invadir y someter al poder mismo”. Proudhon desea “llegar al gobierno por la asociación, no a la asociación por el gobierno”. Quien crea que un Estado como aquel con que sueñan los socialistas “autoritarios” toleraría la autogestión libre, está totalmente equivocado. En efecto, ¿soportaría el Estado “la formación de focos enemigos en derredor de un poder centralizado”? Proudhon previene proféticamente: “Mientras deban enfrentar la colosal fuerza que la centralización procura al Estado, la iniciativa, la espontaneidad y la acción independiente del individuo y la colectividad serán inoperantes”.
Conviene señalar aquí que, en el congreso de la Primera Internacional, prevaleció el modo libertario de concebir la autogestión, y no el estatal. Cuando, en el Congreso de Lausana (1867), el belga César de Paepe, miembro informante, pro- pone que se nacionalicen las empresas y el Estado pase a ser su propietario, Charles Longuet, entonces libertario, declara: “De acuerdo, a condición de que se aclare que definimos el Estado como ‘la colectividad de los ciudadanos’ [...] y que los servicios estatales no serán administrados por funcionarios públicos, [...] sino por compañías obreras... ”. Al año siguiente, 1868, en el Congreso de Bruselas, se reinicia el debate. El mismo miembro informante tiene ahora la precaución de precisar conceptos, tal como se le reclamó: “La propiedad colectiva pertenecerá a toda la sociedad pero será concedida a asociaciones de trabaj adores. El Estado quedará reducido a la federación de los diversos grupos obreros”. La proposición, así aclarada, es adoptada.
Los hechos demostrarían a Proudhon que su optimismo de 1848 respecto de la autogestión era injustificado. Años después, en 1857, criticó severamente a las asociaciones obreras existentes. Fundadas sobre conceptos ingenuos, ilusorios y utópicos, pagaron el tributo de la inexperiencia. Cayeron en el particularismo y el exclusivismo. Actuaron como patronal colectiva y sufrieron la atracción de las ideas de jerarquía y supremacía. “En estas compañías supuestamente fraternales se agravaron” todos los abusos de las sociedades capitalistas. Se vieron desgarradas por la discordia, las rivalidades, las defecciones y las traiciones. Después de iniciados en los negocios, sus administradores se retiraron “para establecerse por cuenta propia y transformarse en burgueses y patrones”. En otros casos, fueron los asociados quienes reclamaron la repartición de lo producido. De varios cientos de asociaciones obreras creadas en 1848, nueve años después apenas restaba una veintena.
A esta mentalidad estrecha y particularista, Proudhon opuso un concepto “universal” y “sintético” de la autogestión. La tarea que tocaba cumplir al porvenir no era simplemente la de “reunir en sociedades a unas centenas de obreros”, sino otra mucho más importante: “la reconstitución económica de una nación de treinta y seis millones de almas”. Las asociaciones obreras del futuro deberían trabajar para todos, “en lugar de obrar en beneficio de unos pocos”. Por consiguiente, la autogestión exigía “cierta educación” de los que la practicaran. “Uno no nace, sino que se hace asociado”. La misión más difícil de las asociaciones consistía en “civilizar a los asociados”. Les habían faltado “hombres surgidos de las masas trabajadoras que, en la escuela de los explotadores, hubieran aprendido a prescindir de éstos”. Se trataba más bien de formar un “fondo de hombres” y no una “masa de capitales”.
En cuanto al aspecto jurídico, Proudhon creyó al principio que sería conveniente confiar a las asociaciones obreras la propiedad de sus empresas, pero más tarde descartó esta solución particularista. Para fundamentar su cambio de idea, estableció una distinción entre posesión y propiedad. La ultima es absolutista, aristocrática, feudal y despótica; la primera es democrática, republicana e igualitaria: consiste en el usufructo de una concesión intransferible e inalienable. Los productores recibirían los instrumentos de producción a modo de alodio, como acostumbraban los antiguos germanos, vale decir, que no serían propietarios de ellos. La propiedad sería reemplazada por la copropiedad federativa conferida, no por cierto a un Estado, sino al conj unto de los productores reunidos en una gran federación agrícola e industrial.
Proudhon se entusiasmaba ante la perspectiva de una autogestión así concebida y corregida: “Lo que digo no es vana retórica, sino consecuencia de las necesidades económicas y sociales: se acerca el momento en que deberemos tomar indefectiblemente este nuevo camino [...]. Las clases [...] han de fundirse en una sola asociación de productores”. ¿Triunfará la autogestión? “De la respuesta [...] depende enteramente el porvenir de los trabaj adores. Si es afirmativa, un nuevo mundo se abre para la humanidad; si es negativa, el proletariado puede darse por perdido [...]. En este triste mundo no hay esperanzas para él”.
¿Sobre qué bases debía fundarse el intercambio entre las diversas asociaciones obreras? En un principio, Proudhon sostuvo que el valor de cambio de todas las mercancías puede medirse por la cantidad de trabajo necesaria para producirlas. Las distintas asociaciones de producción cederían sus productos a precio de costo. Los trabajadores, retribuidos con “bonos de trabajo”, comprarían en las agencias de intercambio o en las tiendas sociales a precio de costo calculado en horas de labor. Los intercambios más importantes se efectuarían por medio de una oficina de compensación o Banco del Pueblo, que aceptaría los bonos de trabajo en concepto de pago. Dicho banco cumpliría, al mismo tiempo, las funciones de establecimiento de crédito. Sin cobrar intereses, prestaría a las asociaciones obreras de producción las sumas necesarias para asegurar su buena marcha.
Esta idea, llamada mutualista, era algo utópica o, en el mejor de los casos, difícil de poner en práctica en un régimen capitalista. El Banco del Pueblo, fundado por Proudhon a comienzos de 1849, logró obtener veinte mil adherentes en seis semanas, pese a lo cual su existencia fue breve. Especialmente quimérica era su ilusión de que cundiría el ejemplo del mutualismo. Fue muy ingenuo Proudhon al exclamar: “¡Era en verdad el nuevo mundo, la sociedad de promisión que, tras injertarse en el viejo orden social, lo transformaba poco a poco! ”.
En cuanto a la remuneración basada en la evaluación de la hora de trabajo, es discutible por varias razones. Los “comunistas libertarios” de la escuela de Kropotkin, Malatesta, Elisée Reclus, Carlo Cafiero y otros, no escatimarán sus críticas. En primer término, la consideran injusta. “Tres horas de labor de Pedro pueden valer cinco horas de trabajo de Pablo”, objeta Cafiero. En la determinación del valor del trabajo intervienen otros factores además del tiempo que requiere la tarea: la intensidad, la formación profesional e intelectual, etc. También es preciso tener en cuenta los deberes familiares de cada obrero[5].
Además, en el régimen colectivista, el trabajador sigue siendo un asalariado, un esclavo de la comunidad, que compra y fiscaliza su fuerza de trabajo. La remuneración proporcional a las horas de labor cumplidas por cada persona no puede ser un ideal, sino, a lo sumo, un recurso temporario a falta de algo mejor. Es preciso terminar con la moral de los libros de contabilidad, con la filosofía del “debe y el haber”. Este modo de retribución pro- cede de un individualismo mitigado que está en contradicción con la propiedad colectiva de los medios de producción. No puede, de ningún modo, conducir a una transformación profunda y revolucionaria del hombre. Es incompatible con la “anarquía”. Una forma nueva de posesión exige también otra forma de retribución. Los servicios prestados a la sociedad no pueden evaluarse en unidades monetarias, y ante todo deben considerarse las necesidades personales. El producto del trabajo de todos ha de pertenecer a todos por igual, y cada uno tendrá derecho a tomar libremente su parte. A cada cual según sus necesidades, tal debería ser la divisa del “comunismo libertario”.
Pero Kropotkin, Malatesta y sus amigos parecen haber ignorado que Proudhon previó las objeciones que podían hacerse a sus primeros conceptos, y los revisó. Su Théorie de la Proprieté, publicada después de su muerte, explica que propuso el pago de salarios equivalentes a la cantidad de trabajo únicamente en su Primera Memoria sobre la Propiedad (aparecida en 1840): “Olvidé decir dos cosas: primero, que el trabajo se mide en proporción compuesta a su duración e intensidad; segundo, que en la paga no debe estar incluida la amortización de los gastos de educación del obrero y del trabajo que éste ha realizado en su propia persona durante el período de aprendizaje no remunerado, ni la prima de seguros contra los riesgos que corre, los cuales varían segimn la profesión de que se trate”. Proudhon afirma haber “reparado” este “olvido” en sus escritos posteriores, en los que propone que sociedades cooperativas de seguros mutuos compensen los gastos y los riesgos desiguales. Por otra parte, Proudhon no considera en absoluto que la retribución recibida por los miembros de una asociación obrera sea un “salario”, sino, antes bien, una repartición de los beneficios realizada libremente por los trabaj adores asociados y corresponsables. De no ser así, la autogestión obrera carecería de sentido, como bien lo señala en una tesis aimn inédita Pierre Haubtmann, el más reciente de los exégetas proudhonianos.
Los “comunistas libertarios” reprochan al mutualismo de Proudhon y al colectivismo, más consecuente, de Bakunin, el no haber querido establecer de antemano en qué forma se retribuiría el trabajo en un régimen socialista. Quienes así los critican parecen olvidar que ambos fundadores del anarquismo no deseaban encuadrar prematuramente a la sociedad dentro de rígidos límites. Estimaban que, en este aspecto, convenía dejar la mayor libertad de acción a las asociaciones de autogestión. Pero los propios “comunistas libertarios” proporcionarán la justificación de esta flexibilidad, de este rechazo de las soluciones precipitadas, cuando, en sus impacientes definiciones del mundo del futuro subrayan que, en el régimen ideal elegido por ellos, “el trabajo producirá mucho más de lo que se necesite para todos”: en efecto, imnicamente cuando se inicie la era de la abundancia, y no antes, podrán las normas “burguesas” de remuneración dejar su lugar a otras específicamente “comunistas”. En un programa que redactó hacia 1884 para una vaga Internacional anarquista, Malatesta reconocía que el comunismo sólo era inmediatamente realizable en sectores muy restringidos y que, “para el resto”, sería necesario aceptar “transitoriamente” el colectivismo.
“Para llevar el comunismo a la práctica, es preciso que los miembros de la sociedad lleguen a una gran madurez moral, adquieran un elevado y profundo sentimiento de solidaridad que el impulso revolucionario quizá no baste para crear, sobre todo en los primeros tiempos, en que se darán condiciones materiales poco favorables para tal evolución.”
En vísperas de la Revolución Española de 1936, durante la cual el anarquismo se verá puesto a prueba, Diego Abad de Santillán demostrará, con razonamientos similares, que resulta imposible llevar inmediatamente a la práctica el comunismo libertario. A juicio de Santillán, el sistema capitalista no ha preparado a los seres humanos para tal forma de vida: en lugar de fomentar los instintos sociales, el sentido de solidaridad, tiende a prohibir y castigar estos sentimientos con todos los recursos de que dispone.
Santillán invocará las experiencias revolucionarias de Rusia y otros lugares para instar a los anarquistas a mostrarse más realistas. Criticará su resistencia a aceptar, por recelo o soberbia, la lección de una realidad tan cercana. Es dudoso, afirmará, que una revolución nos conduzca inmediatamente a la realización de nuestro ideal anarcocomunista. La consigna colectivista de “a cada uno el producto de su trabajo”, respondería mejor que el comunismo a las exigencias de la vida real durante la primera fase de un período revolucionario, en la cual reinaría el caos económico, la miseria causaría estragos y el abastecimiento sería el problema más urgente de resolver. Las formas económicas que se ensayaran marcarían, a lo sumo, una gradual evolución hacia el comunismo. Encerrar brutalmente en jaulas a los seres humanos, aprisionarlos en rígidas formas de vida social, significaría una actitud autoritaria que sólo entorpecería la evolución. Mutualismo, colectivismo y comunismo no son sino distintos medios tendientes a un mismo fin. Volviendo al prudente empirismo recomendado por Proudhon y Bakunin, Santillán reclamará para la ya próxima Revolución Española el derecho de experimentar libremente. “En cada localidad, en cada medio, se decidirá cuál es el grado de comunismo, de colectivismo o de mutualismo que podrá llevarse a la práctica.”
En verdad, como veremos luego, la experiencia de las “colectividades” españolas de 1936 demostraría cuán grandes son las dificultades que presenta la aplicación prematura del comunismo integral.
Entre las normas heredadas de la economía burguesa existe una cuya conservación, en la economía colectivista o de autogestión, suscita espinosos problemas: la competencia. En opinión de Proudhon, ella es “expresión de la espontaneidad social” y garantiza la “libertad” de las asociaciones. Por otra parte es, y seguirá siendo por mucho tiempo, un estímulo irreemplazable sin el cual se produciría un “gigantesco aflojamiento” al desaparecer la fuerte tensión que mueve al mundo industrial. Explica: “La compañía obrera se compromete ante la sociedad a suministrar los productos y servicios que se le piden, siempre al precio más cercano al de costo [...]. A tal efecto, la empresa obrera se abstiene de entrar en coalición [monopolista], se so- mete a la ley de la competencia y pone sus libros y archivos a disposición de la sociedad, la cual, como sanción de su derecho de control, conserva la facultad de disolver las compañías. La competencia y la asociación se apoyan la una en la otra [...]. El error más deplorable del socialismo consiste en haberla considerado [la competencia] como factor disolvente de la sociedad. No se trata [...] de eliminar la competencia [...]. Hay que buscar un equilibrio, puede decirse.”
Tal apego al principio de la competencia le valió a Proudhon los sarcasmos de Louis Blanc: “No podemos comprender a quienes imaginaron no sé qué misteriosa simbiosis de ambos principios opuestos. Injertar la asociación en la competencia es una idea muy peregrina: sería como reemplazar a eunucos por hermafroditas”. Louis Blanc deseaba “llegar a un precio uniforme”, fijado por el Estado, e impedir toda competencia entre los establecimientos de una misma rama industrial. Proudhon replica que el precio “sólo puede regularse mediante la competencia, vale decir, la prerrogativa del consumidor [...] de prescindir de los servicios de quien pide demasiado por ellos [...].” “Eliminad la competencia [...], y la sociedad, privada de fuerza motriz, se detendrá como un reloj sin cuerda.”
Por cierto que Proudhon no ignora los perjuicios de la competencia que, además, describió harto detalladamente en su tratado de economía política. Sabe muy bien que es fuente de desigualdades y admite que “donde hay competencia, los batallones más grandes tienen asegurada la victoria”. Mientras sea “anárquica” (en el sentido peyorativo de la palabra), mientras sólo se ejerza en beneficio de intereses privados, engendrará necesariamente la guerra civil, y, a fin de cuentas, la oligarquía. “La competencia mata a la competencia”.
Pero, a juicio de Proudhon, la falta de competencia no sería menos perniciosa. Para ilustrar su aseveración, cita el ejemplo del monopolio estatal del tabaco, el cual, por estar libre de competidores, tiene una producción insuficiente y resulta muy oneroso. Si todas las industrias estuvieran sometidas a un régimen semej ante, la nación no podría ya lograr un equilibrio de gastos e ingresos, afirma Proudhon.
La competencia soñada por Proudhon no es, empero, la de la economía capitalista, carente de principios rectores, sino una competencia orientada por un ideal superior, que la “socializa”, basada en un intercambio leal y movida por un espíritu de solidaridad; una competencia que, sin restringir la iniciativa individual, devolvería a la colectividad las riquezas de las cuales la priva actualmente la apropiación capitalista.
Es evidente que esta idea tiene algo de utópico. La competencia y la economía llamada de mercado producen fatalmente desigualdad y explotación, aun cuando se parta de una situación de igualdad perfecta. Sólo con carácter transitorio, como mal menor, sería dable integrarlas a la autogestión obrera, hasta que:
1º quienes practiquen la autogestión hayan adquirido una mentalidad de “sinceridad en el intercambio”, como dice Proudhon; y
2º sobre todo, la sociedad haya pasado de la etapa de miseria a la de abundancia, momento desde el cual la competencia perdería su razón de ser.
En este período de transición, sin embargo, parece conveniente limitar, como se hace actualmente en Yugoslavia, la competencia a los medios de consumo, pues así ésta presenta al menos la ventaja de defender los intereses del consumidor.
Los “comunistas libertarios” rechazarán una economía colectivista de tipo proudhoniano, fundada sobre el principio de lucha, por considerar que dicho sistema sólo pondría a los competidores en un plano de igualdad al comienzo, y que luego se iniciaría entre ellos una batalla en la cual, necesariamente, habría vencedores y vencidos. De este modo, el intercambio de productos terminaría por regirse según las normas de la oferta y la demanda, “lo cual equivaldría a caer en la competencia tradicional, en el más puro sistema burgués”. Este lenguaje se asemeja grandemente al que hoy emplean ciertos comunistas detractores de la experiencia yugoslava[6].
Creen necesario dirigir contra la autogestión en general la hostilidad que les inspira la economía de mercado competitivo. ¡Como si ambas modalidades estuvieran esencial y eternamente unidas entre sí!
En todo caso, Proudhon advierte que la gestión por las asociaciones obreras sólo puede ser unitaria. Insiste en “la necesidad de centralizacion y unidad”. Pregunta: “¿No expresan la unidad las compañías obreras de explotación de las grandes industrias?”. “En lugar de la centralización política proponemos la centralización económica”. No obstante, teme que se desemboque en una planificación autoritaria (por eso, intuitivamente, prefiere una competencia guiada por el espíritu de solidaridad). De cualquier modo, el anarquismo se ha erigido, desde entonces, en adalid de una planificación democrática y libertaria, elaborada desde abajo por la federación de empresas autoadministradas.
Bakunin vislumbra las perspectivas de planificación en escala mundial que se abren a la autogestión: “Las cooperativas obreras son un hecho nuevo en la historia; hoy presenciamos su nacimiento y, en esta hora, podemos presentir, pero no determinar, el inmenso desarrollo que alcanzarán sin duda, y las nuevas condiciones políticas y sociales que surgirán de ellas en el futuro. Es posible, y hasta muy probable, que algún día, tras desbordar los límites de los municipios, de las provincias y hasta de los estados actuales, reconstituyan toda la sociedad humana, la cual se dividirá, no ya en naciones, sino en grupos industriales”. De tal manera, las asociaciones obreras integrarán “una inmensa federación económica” presidida por una asamblea suprema. Sobre la base de los “datos amplios, precisos y detallados proporcionados por la estadística mundial”, combinarán la oferta con la demanda a fin de dirigir, fijar y repartir entre los distintos países la producción de la industria mundial, de suerte que prácticamente desaparecerán las crisis comerciales e industriales, la paralización de actividades y los desastres financieros; en suma, no habrá más dificultades ni capitales perdidos.
El concepto proudhoniano de la gestión por las asociaciones obreras entrañaba un equívoco. No aclaraba si los grupos de autogestión habían de continuar en competencia con empresas capitalistas, en una palabra, si, como se dice hoy en Argelia[7], el sector socialista coexistiría con un sector privado, o si, por el contrario, se socializaría y pondría bajo el régimen de autogestión a la totalidad de las fuerzas de producción.
Bakunin es un colectivista consecuente. Ve claramente los peligros que encierra la coexistencia de ambos sectores. Aun asociados, los obreros no pueden formar capitales suficientes para hacer frente a los grandes capitales burgueses. Por otra parte, se corre el riesgo de que dentro mismo de las asociaciones obreras, y por contagio del medio capitalista, surja “una nueva clase de explotadores del trabajo del proletariado”. La autogestión contiene las semillas de la emancipación económica de las masas obreras, pero ellas sólo podrán germinar y florecer plenamente cuando “los capitales, los establecimientos industriales, las materias primas y los instrumentos de trabajo [...] sean propiedad colectiva de las asociaciones obreras de producción industrial y agrícola, libremente organizadas y federadas entre sí”. “Una transformación social radical y definitiva sólopodrá lograrse con medios que actúen sobre la sociedad en su conjunto”, vale decir, con una revolución social que transforme la propiedad individual en propiedad colectiva. Dentro de una organización social de este género, los obreros serán colectivamente sus propios capitalistas y patrones. Sólo se admitirá la propiedad privada de “las cosas que sirvan verdaderamente para uso personal”.
Si bien reconoce que las cooperativas de producción presentan la ventaja de habituar a los obreros a organizarse, a dirigir por sí mismos sus asuntos y siembran las primeras semillas de una acción obrera colectiva, Bakunin estima que, hasta tanto no se cumpla la revolución social, estos focos aislados dentro de la sociedad capitalista sólo pueden tener limitada eficacia, y por ello incita a los trabajadores a “ocuparse más de huelgas que de cooperativas”.
Bakunin aprecia en su valor el papel de los sindicatos, “organización natural de las masas”, “único instrumento de guerra verdaderamente eficaz” que los obreros pueden emplear contra la burguesía. Considera que el movimiento sindical puede contribuir mucho más que los ideólogos a que la clase trabajadora cobre plena conciencia de lo que desea, a sembrar en ella el pensamiento socialista que corresponde a sus inclinaciones naturales y a organizar las fuerzas del proletariado fuera del radicalismo burgués. En su concepto, el porvenir está en manos de la federación nacional e internacional de las asociaciones profesionales.
En los primeros congresos de la Internacional, no se mencionó expresamente el sindicalismo obrero. A partir del congreso de Basilea, celebrado en 1869, aquél pasa a primer plano por influencia de los anarquistas: tras la abolición del salario, los sindicatos constituirán el embrión de la administración del futuro; el gobierno será reemplazado por los consejos de las asociaciones gremiales.
Más tarde, en 1876, al exponer sus Idées sur l’Organisation Sociale, James Guillaume, discípulo de Bakunin, integrará el sindicalismo obrero dentro de la autogestión. Recomendará que se formen federaciones corporativas por ramas laborales, las cuales se unirán, “no ya para proteger su salario contra la rapacidad de los patrones, sino [...] para garantizarse mutuamente el uso de los instrumentos de trabajo que se encuentren en posesión de cada grupo y que, por contrato recíproco, pasarán a ser propiedad colectiva de la federación corporativa en su totalidad”. Dichas federaciones cumplirán la tarea de planificar, según la perspectiva que abrió Bakunin.
De tal modo, se llena uno de los vacíos que dejó Proudhon en su esbozo de la autogestión. Éste tampoco aclaró cuál sería el vínculo que uniría a las diversas asociaciones de producción y les impediría dirigir sus negocios con espíritu egoísta, con mentalidad de “campanario”, sin preocuparse por el interés general y el bien de las demás empresas autoadministradas. El sindicalismo obrero es la pieza que faltaba, el elemento que articula la autogestión, el instrumento destinado a planificar y unificar la producción.
En la primera parte de su carrera, Proudhon se preocupa exclusivamente de la organización económica. Su recelo de todo lo que sea “política” lo lleva a descuidar el problema de la administración territorial. Se limita a afirmar que los trabajadores deben sustituir al Estado, ser ellos mismos el Estado, pero no define en qué forma se realizará esta transformación.
En los últimos años de su vida se ocupa más del problema “político”, que aborda a la manera anarquista, vale decir, buscando la solución desde abajo hacia arriba. En cada localidad, los hombres integran lo que él llama un grupo natural, que “se constituye en comuna u organización política y se afirma en su unidad, su independencia, su vida o movimiento propio y su autonomía”.
“Grupos como éstos, separados por la distancia, pueden tener intereses en común, llegar a entenderse, a asociarse y, a través de esta garantía mutua, formar un grupo mayor.” Pero al llegar a este punto, el espectro del aborrecido Estado inquieta al pensador anarquista, y éste expresa su ferviente anhelo de que jamás, nunca jamás, los grupos locales, “al unirse para garantía mutua de sus intereses y el desarrollo de sus riquezas [...], lleguen a entregarse en una suerte de autoinmolación a este nuevo Moloch”.
Proudhon define con relativa precisión la comuna autónoma. Ella es, por esencia, “un ente soberano”. En calidad de tal, “tiene el derecho de gobernarse a sí misma, de administrarse, de fijarse impuestos, de disponer de sus propiedades e ingresos, de crear escuelas y nombrar profesores para su juventud”, etc. “Así es una comuna, pues así es la vida colectiva, la vida política [...]. Rechaza toda traba, no reconoce otro límite que ella misma; cualquier coerción externa le es antipática y mortal”.
Así como considera que la autogestión es incompatible con un Estado autoritario, Proudhon opina que la comuna no podría coexistir con un poder centralizado que gobernara desde arriba hacia abajo. “No puede haber términos medios: la comuna será soberana o dependiente, todo o nada. No tiene vuelta de hoja: desde el momento en que renuncia a parte de sus derechos, en que acepta una ley más alta, en que reconoce como superior al gran grupo [...] que integra [...], es inevitable que algún día se encuentre en contradicción con aquél, que se produzca el conflicto. Ahora bien, si hay conflicto, por lógica y por fuerza será el poder central quien gane, sin debate, sin juicio, sin transacción, porque la discusión entre superior y subalterno es inadmisible, escandalosa y absurda.”
Bakunin integra la comuna dentro de la organización de la sociedad del futuro en forma más consecuente que Proudhon. Las asociaciones obreras de producción deberán aliarse libremente dentro de las comunas; éstas, a su vez, se federarán voluntariamente entre sí. “Con la abdicación del Estado, volverán las comunas a la vida y a la acción espontánea, suspendidas durante siglos por la actividad y la absorción todopoderosa de aquél.”
¿Qué relación habrá entre las comunas y los sindicatos obreros? El distrito de Courtelary, de la Federación del Jura[8], responde sin vacilaciones en un texto publicado en 1880: “El órgano de la vida local será la federación de gremios, y esta federación local constituirá la futura comuna”. Pero los autores del texto se ven asaltados por una duda y se preguntan: “¿Quién ha de redactar el contrato de la comuna [...]? ¿Se encargará de ello una asamblea general de todos los habitantes o lo harán delegaciones gremiales?”. Llegan a la conclusión de que ambos sistemas son factibles. ¿Se dará prioridad a la comuna o al sindicato? He aquí un dilema que, más adelante, especialmente en Rusia y en España, dividirá a “anarcocomunistas” y “anarcosindicalistas”.
Bakunin opina que la comuna es el elemento ideal para efectuar la expropiación de los instrumentos de trabajo en beneficio de la autogestión. Durante la primera fase de la reorganización social, ella se ocupará de dar lo estrictamente necesario a todas las personas “desposeídas”, a modo de compensación por los bienes que les fueran confiscados. Describe con cierta precisión la organización interna de la comuna. Será administrada por un consejo compuesto de delegados electivos e investidos de mandato imperativo, siempre responsables y sujetos a destitución. El consejo comunal podrá formar, con sus miembros, comités ejecutivos que se encargarán de las distintas ramas de la administración revolucionaria de la comuna. Esta repartición de responsabilidades entre varias personas presenta la ventaja de hacer intervenir en la gestión al mayor número posible de elementos de la base. Reduce los inconvenientes del sistema de representación, en el cual un pequeño grupo de individuos escogidos acapara todas las tareas, en tanto que la población participa más bien pasivamente en asambleas generales convocadas muy de cuando en cuando. Bakunin intuyó que los consejos electivos deben ser asambleas “obreras” simultáneamente legislativas y ejecutivas, una “democracia sin parlamentarismo”, como diría Lenin en uno de sus momentos libertarios. El distrito de Courtelary amplía este concepto: “Para no volver al error de una administración centralizada y burocrática, los intereses generales de la comuna no deben entregarse a una administración local, única y exclusiva, sino a diferentes comisiones especiales encargadas de cada campo de actividad [...]. Este proceder eliminaría el carácter gubernativo de la administración”.
Los epígonos de Bakunin no supieron reconocer tan certeramente las etapas ineludibles de la evolución histórica. Hacia 1880, se lanzaron contra los anarquistas colectivistas. Criticando el precedente de la Comuna parisiense de 1871, Kropotkin amonestará al pueblo por haber “aplicado en la comuna, una vez más, el sistema representativo” y “renunciado a la propia iniciativa para ponerla en manos de una asamblea de personas elegidas más bien al azar”; también manifestará su consternación por el hecho de que ciertos reformadores “buscan siempre, cueste lo que cueste, conservar esta forma de gobierno por procuración”. A su juicio, el régimen representativo ha llegado a su fin. Significó la dominación organizada por parte de la burguesía y debe desaparecer junto con ella. “La nueva fase económica que se anuncia requiere otro modo de organización política, basada en principios totalmente diferentes de los de la representación.” La sociedad deberá buscar su propia modalidad política, la cual ha de ser de tipo más popular que la del gobierno representativo, “más self-government, más gobierno de y para sí mismo”.
Esta democracia directa llevada a sus últimas consecuencias y capaz de suprimir hasta los últimos vestigios de cualquier forma de autoridad, tanto en el plano de la autogestión económica como en el de la administración territorial, es, efectivamente, el ideal que persigue todo socialista, sea “autoritario” o libertario. No obstante, la condición necesaria para llegar a ella es, evidentemente, alcanzar una etapa de la evolución social en la cual la totalidad de los trabaj adores posea la ciencia y la conciencia imprescindibles y, paralelamente, terminar con el reino de la miseria para dar lugar al de la abundancia. En 1880, mucho antes de Lenin, el distrito de Courtelary anunció: “En una sociedad organizada científicamente, la práctica más o menos democrática del sufragio universal irá perdiendo importancia”. Pero nunca antes de alcanzar este estadio.
El lector ya sabe que los anarquistas se negaban a emplear la palabra Estado, aunque más no fuera transitoriamente. Respecto de este punto, el abismo entre “autoritarios” y libertarios no fue siempre infranqueable. En la Primera Internacional, los colectivistas, cuyo portavoz era Bakunin, llegaron a admitir, como sinónimos de la expresión “colectividad social”, las expresiones siguientes: Estado regenerado, nuevo Estado revolucionario y hasta Estado socialista. Pero bien pronto los anarquistas se percataron de que para ellos era arriesgado emplear la misma palabra que los “autoritarios”, aunque le dieran un sentido completamente distinto. Arribaron a la conclusión de que un nuevo concepto exigía una nueva denominación y que el uso del vocablo tradicional podría acarrear peligrosos equívocos; en consecuencia, dejaron de designar con el nombre de Estado a la colectividad social del porvenir.
Por su parte, los marxistas se mostraron dispuestos a hacer concesiones de vocabulario porque deseaban ganar el apoyo de los anarquistas para imponer en la Internacional el principio de la propiedad colectiva, al que se oponía el último reducto reaccionario de los individualistas posproudhonianos. De labios afuera aceptaron las expresiones de federación o de solidarización de las comunas, propuestas por los anarquistas como sustitutos del término Estado. Años más tarde, en sus comentarios acerca del programa de Gotha de la socialdemocracia alemana, Engels, guiado por intenciones similares, recomendará a su amigo y compatriota August Bebel que se “reemplace en todas partes la voz Estado por la de Gemeinwesen, buena palabra alemana cuyo sentido equivale al de la francesa Commune”.
En el congreso de Basilea de 1869, los anarquistas colectivistas y los marxistas decidieron de común acuerdo que, una vez socializada, la propiedad debía ser explotada por las “comunas solidarias”. En un discurso, Bakunin puso los puntos sobre las íes: “Voto por la colectividad del suelo, en particular, y de toda la riqueza social, en general, en el sentido de una liquidación social. Entiendo por liquidación social la expropiación de derecho de todas las propiedades actuales, lo cual ha de hacerse aboliendo el Estado político y jurídico, que es sanción y única garantía del sistema de propiedad imperante. En cuanto a la organización posterior [...], considero adecuada la solidarización de las comunas [...], y estoy tanto más convencido de ello cuanto que dicha solidarización implica la organización de la sociedad desde abajo hacia arriba”.
Si bien se llegó a una avenencia, ciertos equívocos no se disiparon, y la situación se complicó más aimn cuando, en el mismo congreso de Basilea, algunos delegados socialistas “autoritarios” no tuvieron reparos en elogiar la dirección de la economía por el Estado. Más tarde, llegado el momento de abordar el tema de la administración de los grandes servicios pimblicos, tales como los ferrocarriles, el correo, etc., se vio hasta qué punto era espinoso el problema. En el congreso de la Internacional realizado en La Haya en 1872, acababa de consumarse la escisión entre los partidarios de Bakunin y los de Marx. Por lo tanto, la discusión acerca de los servicios pimblicos se produjo en la Internacional impropiamente llamada “antiautoritaria”, sobreviviente de dicha escisión. Esta cuestión provocó nuevos desacuerdos entre los anarquistas y aquellos socialistas más o menos partidarios del Estado que optaron por permanecer con ellos en la Internacional, tras separarse de Marx.
Por ser de interés nacional, es evidente que los servicios pimblicos no pueden ser administrados exclusivamente por las asociaciones obreras o por las comunas. Ya Proudhon había tratado de salvar este escollo proponiendo que la gestión obrera fuera “equilibrada” con una “iniciativa pimblica” cuya naturaleza no aclaraba debidamente. ¿Quién administraría los servicios pimblicos? La federación de comunas, respondían los libertarios; el Estado, se sentían tentados de responder los “autoritarios”.
En el congreso de la Internacional celebrado en Bruselas en 1874, el socialista belga César de Paepe intentó encontrar un término medio entre las dos tesis en pugna. Los servicios pimblicos locales estarían a cargo de la comuna y dirigidos por la administración local, designada por los sindicatos obreros. En cuanto a los servicios pimblicos de mayor alcance estarían gobernados, ya por una administración regional nombrada por la confederación de comunas y controlada por una cámara regional de trabajo, ya por el “Estado obrero”, vale deciç el Estado “basado en la agrupación de comunas obreras libres”, como sería el caso de las grandes empresas nacionales. Pero los anarquistas encontraron sospechosa esta ambigua definición. De Paepe prefirió creer que tal desconfianza se debía a una mala interpretación. Quizá sólo se trataba de una diferencia de palabras. Si así era, estaba dispuesto a descartar el vocablo utilizado, aunque conservando y hasta ampliando el concepto, que presentaría “con el barniz, más agradable, de alguna otra denominación”.
Pero la mayor parte de los libertarios consideraron que la fórmula propuesta por el socialista belga conducía a la reconstitución del Estado: en su opinión, el “Estado obrero” debía terminar por fuerza en “Estado autoritario”. Y si, verdaderamente, sólo se trataba de una diferencia de palabras, no comprendían por qué había de bautizarse la nueva sociedad sin gobierno con el mismo nombre que designaba la organización abolida. Posteriormente, en el congreso de Berna de 1876, Malatesta admitió que los servicios públicos requerían una organización única y centralizada, pero se negó a aceptar que fueran administrados desde arriba por una institución como el Estado. Estimaba que sus oponentes confundían Estado con sociedad, la cual es un “organismo vivo”. Al año siguiente, en 1877, durante el congreso socialista universal de Gante, César de Paepe reconoció que el famoso Estado obrero o Estado popular “podía ser, en efecto, durante algún tiempo, simplemente un Estado de asalariados”. Pero ésta “debía ser sólo una fase transitoria, impuesta por las circunstancias”, después de la cual el importuno quidam tendría que desprenderse de los instrumentos de trabajo para entregarlos a las asociaciones obreras. Perspectiva tan lejana como problemática no atraía a los anarquistas: cuando el Estado se apodera de algo, no lo devuelve jamás.
En resumen, la sociedad libertaria del futuro debía estar dotada de una doble estructura: la económica, constituida por la federación de asociaciones obreras de autogestión, y la administrativa, formada por la federación de comunas. Sólo faltaba coronar y articular el edificio con una institución de gran alcance, que pudiera extenderse al mundo entero: el federalismo.
A medida que madura el pensamiento de Proudhon, la idea federalista se afirma y prevalece. Una de sus últimas obras lleva el titulo de Du principe fédératif; por otra parte, sabemos que, hacia el fin de su vida, se inclinaba a declararse federalista antes que anarquista. No vivimos ya en la época de las pequeñas comunas antiguas que, por lo demás, en ese entonces solían unirse en federaciones. El problema de la era moderna reside en la administración de los grandes países. Proudhon hace la siguiente observación: “Si la superficie del Estado no superara jamás la de una comuna, dej aría que cada uno decidiera a su arbitrio y todo quedaría dicho. Pero no olvidemos que nos encontramos ante grandes aglomeraciones de territorios donde las ciudades, los pueblos y las aldeas se cuentan por millones”. No se trata de fragmentar la sociedad en microcosmos; la unidad es indispensable.
Pero los “autoritarios” tienen la pretensión de regir estos grupos locales según las leyes de la “conquista”, “lo cual declaro absolutamente imposible en virtud de la propia ley de la unidad”, objeta Proudhon. “Todos estos grupos [...] son organismos indestructibles [...], que no pueden despojarse de su independencia soberana, así como el miembro de la comuna, en su calidad de tal, no puede perder sus prerrogativas de hombre libre [...]. Lo único que se conseguiría [...] sería crear un antagonismo irreconciliable entre la soberanía general y cada una de las soberanías particulares, soliviantar a una autoridad contra la otra; en una palabra, organizar la división creyendo fomentar la unidad.”
En semejante sistema de “absorción unitaria”, las comunas o grupos naturales quedarían “eternamente condenados a desaparecer dentro de la aglomeración superior, que puede decirse es artificial”. La centralización, que consiste en “retener en la indivisión gubernamental a grupos autónomos por naturaleza”, “es la verdadera tiranía para la sociedad moderna”. Es un sistema imperialista, comunista, absolutista, truena Proudhon, agregando, en una de esas amalgamas cuyo secreto sólo él conocía: “Todos estos vocablos son sinónimos”.
Por el contrario, la unidad, la verdadera unidad, la centralización, la verdadera centralización, serían indestructibles si, entre las diversas unidades territoriales, se instituyera un lazo de derecho, un contrato de mutualidad y un pacto de federación. “La centralización de una sociedad de hombres libres [...] consiste en un contrato que los une. La unidad social [...] es producto de la libre adhesión de los ciudadanos [...]. Para que una nación se manifieste en su unidad, es preciso que dicha unidad esté centralizada [...] en todas sus funciones y facultades; es necesario que la centralización se efectúe desde abajo hacia arriba, de la circunferencia al centro, y que todas las funciones sean independientes entre sí y se gobiernen por sí mismas. Cuanto más se multipliquen los centros, tanto más fuerte será la centralización.”
El sistema federativo es lo opuesto de la centralización gubernamental. La autoridad y la libertad, dos principios en perpetua lucha, están condenados a transigir la una con la otra. “La federación resuelve todas las dificultades que se presentan para lograr una armonía entre libertad y autoridad. La Revolución Francesa estableció las premisas de un orden nuevo, cuyo secreto posee su heredera, la clase trabajadora. ¿En qué consiste este orden nuevo? En la unión de todos los pueblos dentro de una ‘confederación de confederaciones’. Esta expresión no es caprichosa, por cuanto una confederación universal sería demasiado vasta; es menester coligar grandes conjuntos.” Y Proudhon, dado a vaticinar, anuncia: “El siglo XX iniciará la era de las federaciones”.
Bakunin se limita a desarrollar y profundizar las ideas federalistas de Proudhon. Al igual que éste, pone de relieve la superioridad de la unidad federativa con respecto a la “autoritaria”: “Cuando desaparezca el maldito poder estatal que obliga a personas, asociaciones, comunas, provincias y regiones a vivir juntas, todas estarán ligadas mucho más estrechamente y constituirán una unidad mucho más viva, más real, más poderosa que la que se ven hoy forzadas a formar bajo la presión del Estado, que aplasta a todos por igual”. Los autoritarios “confunden siempre [...] la unidad formal, dogmática y gubernamental con la unidad viva y real, que sólo puede ser resultado del libérrimo desarrollo de todas las individualidades y colectividades, así como de la alianza federativa y absolutamente voluntaria [...] de las asociaciones obreras en comunas, de éstas en regiones, y de las regiones en naciones”.
Bakunin insiste en la necesidad de un ente intermediario que sirva de vínculo entre la comuna y el organismo federativo nacional: la provincia, o región, constituida por la libre federación de comunas autónomas. No debe pensarse que el federalismo conduce al aislamiento, al egoísmo. La solidaridad es inseparable de la libertad. “Aunque absolutamente autónomas, las comunas se sienten [...] solidarias entre sí y se unen estrechamente, sin sacrificar un ápice de su libertad.” En el mundo moderno, los intereses materiales, intelectuales y morales han servido para crear una unidad fuerte y real entre todas las partes que componen una nación y hasta entre diferentes naciones. Y esta unidad sobrevivirá a los Estados.
Pero el federalismo es un arma de doble filo. Así, durante la Revolución Francesa, el federalismo girondino era contrarrevolucionario, mientras que la escuela monárquica de Charles Maurras predicaba el regionalismo. Y en ciertos países, como los Estados Unidos, el carácter federal de la Constitución es explotado por quienes niegan los derechos civiles a los hombres de color. Bakunin considera que únicamente el socialismo puede aportar contenido revolucionario al federalismo. Por este motivo, sus partidarios españoles apoyaron más bien tibiamente al partido federalista burgués de Pi y Margall, que se decía proudhoniano, y aun a su ala izquierda “cantonalista”, durante el breve episodio de la abortada república de 1873[9].
El principio federalista conduce lógicamente al internacionalismo, es decir, a la organización federativa de las naciones “en la grande y fraterna unión internacional de los hombres”. También aquí Bakunin desenmascara la utopía burguesa de un federalismo no nacido del socialismo internacionalista y revolucionario. Muy adelantado respecto de su tiempo, es “europeísta”, como se dice actualmente. Proclama la necesidad de formar los Estados Unidos de Europa como única manera de “hacer imposible la guerra civil entre los distintos pueblos que componen la familia europea”. Pero tiene la precaución de advertir contra la creación de ligas europeas que agrupen a los estados “tal como están constituidos en el presente”: “Ningún Estado centralista, burocrático y, por ende, militar, aun cuando se llame república, podrá entrar sincera y seriamente en una confederación internacional. Por su constitución, que nunca dejará de ser una negación franca o disimulada de la libertad interna, tal Estado sería necesariamente una permanente declaración de guerra, una amenaza contra la existencia de los países vecinos”. Toda alianza con un Estado reaccionario significaría una “traición a la Revolución”. Los Estados Unidos de Europa, primero, y los del mundo entero, después, sólo podrán crearse cuando, por doquier, se haya destruido la antigua organización fundada, de arriba abajo, en la violencia y en el principio de autoridad. Por el contrario, en caso de que triunfara la revolución social en un país dado, toda nación extranj era que se sublevara en nombre de los mismos principios sería recibida en la federación revolucionaria sin tomar en cuenta las fronteras que separan actualmente a los estados.
El verdadero internacionalismo descansa sobre la autodeterminación y su corolario, el derecho de secesión. “Toda persona, toda asociación, toda comuna, toda provincia, toda región, toda nación, tiene el derecho absoluto de disponer de sí misma, de asociarse o no, de aliarse con quien quiera y de romper sus alianzas sin consideración por los supuestos derechos históricos ni por las conveniencias de sus vecinos”, añade Bakunin a los conceptos de Proudhon. “De todos los derechos políticos, el primero y más importante es el derecho de unirse y separarse libremente; sin él, la confederación sería siempre sólo una centralización disfrazada”.
Para los anarquistas, empero, este principio no implica una tendencia divisionista o aislacionista. Muy por el contrario, abrigan la “convicción de que, una vez reconocido el derecho de secesión, las secesiones de hecho se tornarán imposibles, ya que la unidad nacional será producto de la libre voluntad, y no de la violencia y la mentira histórica”. Entonces y sólo entonces, la unidad nacional será “verdaderamente fuerte, fecunda e indisoluble”.
Lenin, y luego los primeros congresos de la Tercera Internacional tomarán de Bakunin estos conceptos, que los bolcheviques adoptarán como base de su política de nacionalidades y de su estrategia anticolonialista, para, finalmente, renegar de ellos y volcarse hacia la centralización autoritaria y un imperialismo disimulado.
Cabe observar que, por consecuencia lógica, el federalismo conduce a sus fundadores a prever proféticamente el problema de la supresión del colonialismo. Al establecer una distinción entre unidad “conquistadora” y unidad “racional”, Proudhon advierte que “todo organismo que rebase sus justos límites y trate de invadir o anexarse otros, pierde en fuerza lo que gana en superficie, y tiende a su disolución”. Cuanto más amplíe una comuna [léase nación] su población y su territorio, tanto más se acercará a la tiranía y, finalmente, al derrumbe.
“Que establezca a cierta distancia de ella sucursales o colonias y, tarde o temprano, estas colonias o sucursales se transformarán en nuevas comunas que sólo quedarán unidas a la metrópoli por un vínculo federativo y hasta pueden llegar a desvincularse totalmente de ella [...].
“Cuando la nueva comuna está en condiciones de bastarse a sí misma, proclama su independencia por voluntad propia: ¿con qué derecho pretende la metrópoli tratarla como vasallo, como propiedad explotable en su beneficio?
“Por eso en nuestros días hemos visto a los Estados Unidos independizarse de Inglaterra, lo mismo que el Canadá, al menos de hecho, ya que no oficialmente. De igual modo, Australia está por separarse de su madre patria con el consentimiento y la total aprobación de ésta, y Argelia se constituirá tarde o temprano en la Francia de África, a no ser que, por abominables cálculos, insistamos en sometenerla mediante la fuerza y la miseria”.
También Bakunin dirige su mirada hacia los países subdesarrollados. Duda de que la Europa imperialista “pueda mantener en la servidumbre a ochocientos millones de asiáticos”. “El Oriente, esos ochocientos millones de hombres adormecidos y sojuzgados que forman las dos terceras partes de la humanidad, se verá obligado a despertar y a entrar en acción. Pero, ¿hacia dónde se encaminará, qué objetivo se fijará?”.
Siente “la más profunda simpatía por toda insurrección nacional contra la opresión”. Insta a los pueblos oprimidos a seguir el fascinante ejemplo de la sublevación española contra Napoleón, la cual, pese a la formidable desproporción entre los guerrilleros nativos y las tropas imperiales, no pudo ser dominada por el invasor y resistió durante cinco años hasta que, finalmente, logró expulsar a los franceses de España.
Todo pueblo “tiene el derecho de ser él mismo y nadie ha de imponerle sus costumbres, sus trajes, su idioma, sus opiniones y sus leyes”. Pero, vuelve a recalcar, no puede haber verdadero federalismo sin socialismo. Desea que la liberación nacional se cumpla “en beneficio, tanto político como económico, de las masas populares”, y “no con la ambiciosa intención de fundar un Estado poderoso”. La revolución de liberación nacional que “se haga al margen del pueblo, habrá de apoyarse en la clase privilegiada para triunfar [...] y por lo tanto irá necesariamente contra el pueblo”; será, en consecuencia, “un movimiento retrógrado, funesto y contrarrevolucionario”.
Sería lamentable que las colonias, tras liberarse del yugo extranjero, fuesen a caer bajo un yugo propio, de carácter político y religioso. Para emancipar a estos paises es preciso “desarraigar de sus masas populares la fe en cualquier forma de autoridad, divina o humana”. Históricamente, la cuestión nacional pasa a segundo plano frente a la social. Sólo la revolución social puede salvarnos; una revolución nacional aislada no tiene posibilidad de triunfo. La revolución social desemboca necesariamente en una revolución mundial.
Bakunin piensa que, una vez superado el colonialismo, se iniciará la paulatina y creciente federación internacional de los pueblos revolucionarios: “El porvenir pertenece ante todo a la unión euroamericana internacional. Luego, mucho más adelante, esta gran nación euroamericana se fundirá orgánicamente con el conglomerado afroasiático”.
Como vemos, el análisis de Bakunin nos proyecta en pleno siglo XX.
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4 Compárese esta distribución con las estipulaciones de los decretos de marzo de 1963, por los cuales la República de Argelia institucionalizó la autogestión, originariamente creación espontánea de los campesinos. La repartición de los beneficios –si no la fijación de los porcentajes– entre los diversos fondos previstos es aproximadamente igual a la de Blanc. El 25% “para repartir entre los trabajadores” es, simplemente, el “saldo de cuentas” que tantas controversias suscitó en Argelia.
5 Cfr. la misma discusión en la Crítica del Programa de Gotha (redactado por Karl Marx en 1875 y publicado recién en 1891).
6 El autor hace referencia a la experiencia de “autogestión” estatal desarrollada a partir de 1950 en la Yugoslavia del mariscal Tito que, desde un punto de vista libertario, ha sido correctamente calificada de “fachada sin contenido” [N. del E.].
7 Se trata del proceso iniciado en la Argelia independizada en 1962 y que después de ligeros retrocesos fue prácticamente clausurado con el golpe de estado de Boumedienne contra Ben Bella en 1965 [N. del E.].
8 Rama de la Internacional, sita en la Suiza francesa, que adoptó las ideas de Bakunin.
9 Cuando Federica Montseny, ministra anarquista, puso por las nubes el regionalismo de Pi y Margall en una conferencia pública pronunciada en Barcelona en enero de 1937, Gaston Leval tildó esta actitud de traición a las ideas de Bakunin.
Primera vez publicado: En1965, en idioma
frances.
Versión al castellano: Primera vez publicado en
castellano en Argentina en 1975.
Fuente de la presente edicion: Daniel Guerin, El
anarquismo. Ediciones Utopia Libertaria, Buenos Aires - Argentina,
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