Escrito: En 1909.
Primera edición: En 1909, en el periódico
anarcosindicalista Los Parias, Lima - Perú.
Esta edición: Marxists Internet Archive, 2012.
HTML: Marcelo Zavalla, 2012.
Si los proletarios de América y Europa se congregaran hoy para únicamente celebrar la fiesta del trabajo, merecerían ser llamados ingenuos, infelices y hasta inconscientes, pues no harían más que sancionar su miseria y su esclavitud. Examinando bien los hechos, sin dejarnos alucinar por la fraseología de sociólogos oficiales y oficiosos, ¿qué diferencia hay entre el esclavo antiguo (que era la propiedad o la cosa del amo) y el trabajador moderno que sigue siendo el autómata o la máquina del patrón? Vemos una sola diferencia: en la Antigüedad el vencedor esclavizaba al vencido, francamente, proclamando el derecho de la fuerza, sosteniendo que unos habían nacido para mandar y otros para obedecer, mientras en las sociedades modernas el letrado y el capitalista explotan al ignorante y al obrero, hipócritamente, predicando la evangélica máxima del amor al prójimo, hablando de libertad, igualdad y fraternidad.
El trabajo, tal como se halla organizado y tal como desearían conservarle los capitalistas, se reduce a la explotación de muchos por unos pocos, al sometimiento servil de la gran masa bajo la voluntad omnipotente de algunos privilegiados, a la eternización de un verdadero régimen de castas en que los de arriba gozan de luz y bienestar mientras los de abajo vegetan en la ignorancia y las privaciones. Ese trabajo manual (tan encarecido por los traficantes y los ociosos) no siempre dignifica y engrandece. Trabajar para recoger todo el fruto de su labor o hacerlo voluntariamente para transformar el Globo en una morada cómoda y salubre, concediéndose las horas necesarias al solaz, a la instrucción y al sueño, es digno del hombre; pero bregar y esquilmarse para que otros reporten los beneficios o hacerlo obligadamente para sólo dulcificar la vida de los amos, negándose el descanso indispensable, comiendo mal, durmiendo poco, vistiéndose de guiñapos y no conociendo más placeres que el trago de aguardiente y la procreación, es indigno del hombre.
No faltan desgraciados que merced a ese régimen degeneran al punto de transformarse en animales de tracción y de carga, con la circunstancia de tener menos descanso y menos pitanza que el asno y la mula. Pero (qué mula ni qué asno! Hombres hay convertidos en algo inferior a las acémilas, en verdaderos aparatos que sólo realizan actos puramente mecánicos. Han perdido todo lo humano y, primero que nada, el instinto de la rebelión. No les hablemos de reclamar sus derechos, de pedir lo suyo, de adquirir la dignidad de hombres: no entenderán nuestras palabras y se volverán contra nosotros para defender a su verdugo y a su Dios: el capitalista.
Felizmente la luz va penetrando en el cerebro de los proletarios y muchos comprenden ya que el 1 de mayo, para no ser una fiesta ridícula o pueril, debe significar algo más que la glorificación del trabajo. Se congregan hoy para recordar a los buenos luchadores que señalaron el camino y para reconocerse, estrechar las filas, cambiar ideas y acelerar el advenimiento del gran día rojo. Y decimos rojo, pues no incurriremos en la ingenuidad o simpleza de imaginarnos que la Humanidad ha de redimirse por un acuerdo amigable entre los ricos y los pobres, entre el patrón y el obrero, entre la soga del verdugo y el cuello del ahorcado. Toda iniquidad se funda en la fuerza, y todo derecho ha sido reivindicado con el palo, el hierro o el plomo. Lo demás es teoría, simple teoría.