Pepita Gherra

 

A las madres

 


Publicado: En La Voz de la Mujer Nº 8, 14 de noviembre de 1896, Buenos Aires.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, febrero 2020.
Fuente de la edición: Pepita Gherra, “A las madres”, en La Voz de la Mujer Nº 8, 14 de noviembre de 1896; facsímil en nuestros archivos.
Transcripción y HTML: Por Juan Fajardo, para marxists.org, febrero 2020.


 

 

 

A las madres

 

... Ya ti principalmente, madre mía.

 

 

Disculpadme queridas lectoras, si sólo sé decir cosas tristes hoy; mas ¿qué queréis?; veo ante mí cosas tan tristes, sufre tanto mi corazón, son tan dolorosos mis pensamientos, que hasta las vibraciones de mis sensaciones son tristes.

Tal vez que la mayoría de vosotras sonreiréis compasivamente al leer estas líneas y, no obstante, creed lo, mientras las estoy trazando apresuradamente hago esfuerzos por contener las lágrimas rebeldes que pugnan por salir de mis hinchados párpados ...

¿Sabéis por qué? porque estoy pensando en vuestros inocentes peque-ñuelos, en vuestros queridos niños.

¿Cuánto los amáis, verdad? ¡Cuán inocentes y hermosos son! ¡Qué de inefables goces os producen sus caricias, sus besos e infantiles gracias!

¡Qué dicha es ser madre! ¡Qué inmensa ventura hay en poder estrechar contra nuestro seno a ese pequeño ser a quien por no tener en nuestro idio-ma mezquino frase más expresiva, llamamos hijo!

¡Flores, pájaros y niños, poseeros y poseer el dulce e inolvidable objeto de un perdido e inolvidable amor, he ahí toda cuanta felicidad buscara yo en el mundo!

Dulce y triste es para mí el ver la juventud naciente, es decir la infancia. La vista de un niño regocija mi corazón por un momento, porque amo la niñez, mas no puedo tampoco ver un niño sin que mi corazón se oprima y lo sienta dolorido, hinchado de amargura. Cuando lo miro risueño y sonrosado venir a mi regazo, lo beso y colmo de caricias y todo cuanto puedo hacer para hacerle reír y gozar me parece poco, porque veo enfrente a él un porvenir no seguro y cierto, no risueño y sonrosado, sino oscuro, muy oscuro; incierto, muy incierto; lleno de padecimientos, de luchas, de miserias, de tristezas y de dolorosos pesares. ¡Tiemblo por su suerte!

Si se enferma ¡ay! su pobre madre no podrá proporcionarles un buen médico; ¡cobran tan caro! ¡somos tan pobres los pobres!

Cuando tenga la edad de comenzar a estudiar, ¿podrá hacerlo? quién sabe, ¡son tan escasos los salarios! tal vez tendrá que comenzar a trabajar para ayudar con sus pequeños bracitos a sostener las necesidades del hogar.

Irá a una fábrica, a un taller ¡cuánto lo temo! ¡los capataces son tan duros de corazón! ¡son tan poco compasivos! ¡abusan tanto de los niños! A mí me pegaban mucho cuando siendo niña (no tenía aún 12 años) trabajaba en una pequeña cárcel, en donde se fabricaban camisetas.

Conservo aún en la cara la cicatriz de un golpe que se me aplicó porque en un descuido quemé una manga de una camiseta cuyo valor era de un peso y veinte, importe que se me descontó de mi salario, que era de noventa centavos diarios. ¡Una cicatriz de una herida por la cual manó abundantemente la sangre, como si todo el oro, como si todas las riquezas del mundo valieran una sola gota de sangre obrera!

¡Temo también que el exceso de trabajo, lo malsano de los talleres, lo poco nutritivo del alimento, hagan palidecer, primero las mejillas, hoy sonrosadas, de vuestros hijos y después languidecer, enflaquecer y tornar anémicos, enjutos y tal vez tísicos los cuerpecitos de esos lindos pequeñuelos!

Después temo, si son todos varones, que la patria los mande a luchar, a exponer sus vidas, a morir quizá destrozados por un feroz balazo en su rubia cabellera, cuya frente tersa sombrea hoy los revueltos bucles de su cabello; o que con las carnes desgarradas, cubierto de lodo sangriento y pisoteado acaso por los herrados cascos de los corceles del enemigo, exhale el postrer suspiro, solo y abandonado en un campo de batalla, lejos, muy lejos de vosotras, ¡oh, madres!

También temo que un día carezca de pan, de hogar, de amor y de amigos; que en vano busque trabajo y no lo halle en parte alguna... ¡Qué será de él entonces! ¡Ah! ¡no me lo preguntéis, no quiero, no, no quiero pensarlo, tengo miedo de hacerlo! ...

Si es niña, ¡oh! entonces, mi temor se torna en angustia, mi tristeza en horrible inquietud, la fábrica, el taller, el capataz, las insinuaciones arteras del dueño o amo, la amenaza de las despedidas si no se accede a ciertas vilezas, y allá en lontananza, donde el aire se hace más espeso, la atmósfera más insalubre, el pan más negro, la noche más oscura, la vida más pesada y las lágrimas más amargas, ¡ la tétrica mansión de las caídas!

Después la cárcel, el hospital, el asilo, el anfiteatro, la infamante autopsia, las carcajadas soeces, las risotadas impuras de los practicantes y luego la tumba, la nada y sobre ella, la eterna y estridente carcajada de los satisfechos, el lúgubre tañir de las campanas, el lúgubre redoble del tambor, el seco batir del paño de la pasiva bandera que el viento agita, el rodar presuroso de los lujosos carruajes del señor, y el eco impuro de la impura orgía de los impuros reyezuelos del trabajo ...

¡Cuánta infamia! Por eso el mecer de la cuna de los niños, sus alegres sonrisas, sus infantiles palmoteos, sus tiernas e inocentes caricias, llenan mi pensamiento de amargura, embargan mi corazón de tristeza, inundan de lágrimas mis ojos.

Vosotras ¡oh, madres! que amáis a vuestros pequeñuelos, ¿no habéis jamás pensado en el incierto porvenir que les aguarda!

Es muy triste creerlo, y, sin embargo, ese porvenir podría ser risueño y bello si vosotras los quisierais como los quiero yo.

Meditad en el medio mejor de hacer más risueño el porvenir de nuestros niños. No penséis más como antes en "eso está muy lejos" "yo no lo he de ver".

¿Y vuestros hijos! ¡Oh madres! ... ¿Y vuestras niñas! …

¡Amadlos! ¡no seáis egoístas! ¡tened corazón!