Escrito: 1964 para The Socialist Register y Les Temps Modernes.
Traducción: Juan Ramón Capella (1969)
Esta edición: Marxists Internet Archive, enero de 2012.
Digitalización: Martin Fahlgren, 2012.
¿Qué es lo que constituye el maoísmo? ¿Qué representa, como idea política y como corriente, en el comunismo contemporáneo? La necesidad de esclarecer estas cuestiones se ha hecho de lo más urgente debido a que el maoísmo compite abiertamente con otras escuelas de pensamiento comunista por el reconocimiento internacional. Pero ya antes de iniciar esta competición el maoísmo había existido como corriente, y luego como tendencia dominante del comunismo chino durante treinta o treinta y cinco años. Bajo su bandera, las fuerzas principales de la revolución china emprendieron la más prolongada guerra civil de la historia moderna y consiguieron la victoria en 1949, abriendo la mayor brecha en el capitalismo mundial desde la Revolución de Octubre y sacando a la Unión Soviética de su aislamiento. Difícilmente puede sorprender que el maoísmo saliera finalmente de sus fronteras nacionales y solicitara para sus ideas la atención mundial. Lo sorprendente es que no lo haya hecho antes, y que permaneciera durante tanto tiempo dentro de los límites de su experiencia nacional.
El maoísmo ofrece, en este sentido, un contraste sorprendente con el leninismo. Este último también existió al principio como una escuela de pensamiento puramente rusa. Pero no por mucho tiempo. En 1915, tras el colapso de la Segunda Internacional, Lenin era ya la figura central del movimiento en favor de la Tercera, su iniciador e inspirador; el bolchevismo, como fracción del Partido Social-Demócrata Ruso, no tenía más de un decenio. Con anterioridad a ello los bolcheviques, como otros socialistas rusos, habían vivido intensamente todos los problemas del marxismo internacional, absorbido toda su experiencia, participado en todas sus discusiones, y se habían sentido ligados por vínculos inquebrantables de solidaridad moral, intelectual y política. El maoísmo, desde el principio fue semejante al bolchevismo en dinamismo y vitalidad revolucionaria, pero se diferenció de él por su relativa estrechez de horizontes y por la falta de contacto directo con los desarrollos críticos del marxismo contemporáneo. Uno vacila al decirlo, pero lo cierto es que la revolución china, que por su ámbito es la mayor de todas las revoluciones de la historia, fue dirigida por el más provinciano e ”insular” de los partidos revolucionarios. Esta paradoja muestra en todo su relieve el poder inherente a la propia revolución.
¿Qué es lo que explica esta paradoja? El historiador advierte en primer lugar la ausencia total de influencia socialista y marxista en China con anterioridad a 1917.[1]
Desde mediados del siglo XIX, desde las Guerras del Opio y la Rebelión de Tai ping, a través del levantamiento bóxer y la caída de la dinastía manchú en 1911, China había estado hirviendo en el antiimperialismo y la revuelta agraria; sin embargo, los movimientos y sociedades secretas implicados en los levantamientos y revueltas eran todos de carácter tradicional y se basaban en antiguos cultos religiosos. El liberalismo burgués y el radicalismo no habían penetrado siquiera más allá de la Gran Muralla hasta comienzos del siglo actual: Sun Yat-sen solamente formuló su programa republicano en 1905. Por esta época el movimiento obrero japonés, cuyo portavoz en la Internacional Socialista fue el famoso Sen Katayama, adoptó oficialmente el marxismo. En Rusia, la invasión de las ideas socialistas occidentales había empezado a mediados del siglo XIX, y desde entonces el marxismo había arraigado en el espíritu de todos los revolucionarios, tanto populistas como socia1demócratas.
Como señaló Lenin, el bolchevismo seguía las huellas de muchas generaciones de revolucionarios rusos que habían respirado el aire de la filosofía y del socialismo europeo. El comunismo chino no tiene semejante antepasado. La arcaica estructura de la sociedad china y la autosuficiencia, profundamente arraigada, de su tradición cultural, han sido impermeables a los fermentos ideológicos europeos. El imperialismo occidental procuró minar esa estructura y esa tradición, pero fue incapaz de hacer que fructificara en la mentalidad china toda vital idea liberadora. Solamente la explosión revolucionaria en la vecina pero lejana Rusia sacó de su inercia a la inmensa nación. El marxismo llegó a China a través de Rusia. La rapidez con que lo hizo a partir de 1917 y la firmeza con que echó raíces en suelo chino son la mejor ilustración de la ”ley del desarrollo combinado”: vemos aquí que la más arcaica de las naciones absorbe ávidamente la más moderna de las doctrinas revolucionarias, la última palabra de la revolución, y la traduce en acción. El’ comunismo chino, falto de un antepasado nativo, desciende directamente del bolchevismo. Mao sigue los pasos de Lenin.[2]
El hecho de que el marxismo llegara tan tarde a China y en la forma de bolchevismo fue consecuencia de dos factores: la Primera Guerra Mundial, que puso de relieve y agravó al máximo las contradicciones internas del imperialismo occidental, desacreditándolo a los ojos de Oriente, intensificó los fermentos sociopolíticos de China, la hizo ”madura” para la revolución y extraordinariamente sensible a las ideas revolucionarias; mientras que el leninismo, con su vigoroso énfasis en el antiimperialismo y los problemas agrarios, convirtió al marxismo, por vez primera en la historia, en directa y urgentemente relevante para las necesidades y luchas de los pueblos coloniales y semicoloniales. En cierto sentido, China tuvo que ”saltar por encima” de la fase prebolchevique del marxismo para ser capaz de responder a él.
Pero el impacto del leninismo puro en China fue muy breve. Perduró únicamente hasta principios de los años veinte, hasta el comienzo de la revolución ”nacional” en 1925. Solamente una pequeña élite de intelectuales radicales estaba familiarizada con el programa leninista, que adoptó. En el Congreso fundacional del Partido Comunista Chino, en 1921, sólo estaban presentes doce delegados – Mao Tse-tung era uno de ellos – que representaban un total de cincuenta y siete miembros En el segundo Congreso, al año siguiente, el mismo apostólico número de delegados hablaron en nombre de 123 miembros. A principios de 1925, poco antes de que los comunistas se hallaran a la cabeza de millones de insurgentes no había más de 900 militantes en toda China.[3]
En estos primeros círculos de propaganda comunista las ideas básicas del leninismo dejaron una profunda huella. Independientemente de la medida en que la estalinizada Comintern confundiera el espíritu del comunismo chino, el germen del leninismo sobrevivió, y se transformó en el maoísmo.
El leninismo ofreció a sus adeptos chinos unas pocas verdades sencillas y grandes, más que una estrategia perfectamente delimitada o unas precisas instrucciones tácticas. Les enseñó que China solamente podría conseguir su emancipación por medio de una revolución desde abajo, por la que debían trabajar infatigablemente, invenciblemente y confiadamente, de la misma manera que los bolcheviques habían trabajado por su revolución; que debían desconfiar del reformismo burgués y no confiar en un arreglo con las potencias que mantenían sometida a China; que, en contra de estas potencias, debían ir de la mano con los elementos patrióticos de la burguesía china, pero que debían desconfiar de sus temporales aliados burgueses e incluso estar preparados para la traición de éstos; que el comunismo chino debía procurar apoyarse en las desposeídas masas del Campesinado, y estar siempre a su lado en sus luchas contra los señores de la guerra, los señores feudales y los prestamistas; que la pequeña clase obrera urbana de China era la única clase consistentemente revolucionaria y, potencialmente, la fuerza más dinámica de la sociedad, la única fuerza capaz de asumir la dirección (la ”hegemonía”) en la lucha nacional por la emancipación; que la revolución ”democrático-burguesa” china era parte de una revolución ”no interrumpida” o ”permanente”, de un trastorno global en el que el socialismo superaría necesariamente al imperialismo, al capitalismo, al feudalismo y a toda forma de sociedad asiática arcaica; que los pueblos oprimidos de Oriente podían confiar en la solidaridad de la Unión Soviética y de la clase obrera de los países occidentales; que el Partido Comunista, actuando como vanguardia del movimiento, no debía perder nunca el contacto con la masa de los obreros y de los campesinos, pero que debía ir siempre por delante de ellos; y, por último, que debían guardar celosamente la independencia total del partido en la política y en la organización respecto de las demás partidos.[4] Tal fue la quintaesencia del leninismo, que los escasos pioneros del comunismo chino habían absorbido antes de la revolución de 1925-1927.
En lo que se refiere al maoísmo, estos años son todavía la ”prehistoria”. El maoísmo sólo empezó a dejarse entrever durante la revolución, y solamente a consecuencia de la derrota de ésta llegó a formar una tendencia especial dentro del comunismo. El período ”prehistórico” es, a pesar de todo, de importancia evidente, pues el maoísmo aprendió algunas de sus lecciones en la escuela del leninismo, que, a pesar de ser recubiertas por otros elementos ideológicos, entraron firmemente en su constitución política.
Las siguientes influencias formadoras fueron la propia revolución y el golpe traumático de la derrota. Los años 1925-27 contemplaron la erupción de todas las contradicciones nacionales e internacionales que dividían a China, y esa erupción fue asombrosa por su rapidez, magnitud y fuerza. Todas las clases sociales – y todas las potencias involucradas – se comportaron tal como había predicho el leninismo. Pero la característica más sobresaliente de los acontecimientos – una característica que no se halla en la siguiente revolución china y que, por tanto, se olvida o ignora fácilmente – fue la revelación del extraordinario dinamismo político de la pequeña clase obrera china.[5]
Los principales centros de la revolución estuvieron en las ciudades industriales y comerciales de la China marítima, especialmente Cantón y Shanghai. Las organizaciones más activas fueron los sindicatos (que se convirtieron en un gran movimiento de masas casi de la noche a la mañana). Las huelgas generales, las grandes manifestaciones callejeras y las insurrecciones de los obreros fueron los acontecimientos principales y los puntos culminantes de la revolución, mientras ésta se mantuvo en su fase ascendente. El levantamiento agrario como fondo, amplio y profundo, fue mucho más lento en su desencadenamiento, diseminado por áreas inmensas y desigual en ritmo e intensidad. Dio una resonancia de amplitud nacional a la acción del proletariado urbano, pero no afectó a los acontecimientos tan directa y dramáticamente como esta última. Nunca se subrayará lo suficiente que en 1924- 27 la clase obrera china desplegó casi tanta energía, iniciativa política y capacidad de dirección como la que habían mostrado los obreros rusos en la revolución de 1905. Estos años fueron para China lo que 1905-06 habían sido para Rusia: un ensayo general de la revolución, con la diferencia, sin embargo, de que en China el partido de la revolución obtuvo del ensayo conclusiones muy diferentes de las que se había obtenido en Rusia. Este hecho, en combinación con otros factores, objetivos, que se discutirán más adelante, habría de reflejarse en las diferencias entre los alineamientos sociopolíticos de China en 1949 y de Rusia en 1917.
En el momento del ”ensayo” chino, el Moscú oficial estaba reaccionando ya contra sus propias esperanzas excesivas y las aspiraciones de revolución intelectual de la era de Lenin: precisamente acababa de proclamar que su doctrina era el ”socialismo en un solo país”. Las facciones estalinista y bujarinista, que todavía detentaban el poder conjuntamente, veían con escepticismo las posibilidades del comunismo chino, temían las ”complicaciones” internacionales y decidieron actuar sobre seguro. Para evitar disputas con las potencias occidentales y el antagonismo de la burguesía china, Stalin y Bujarin reconocieron al Kuomintang como dirigente legítimo de la revolución, cultivaron la ”amistad” de Chiang Kai-shek, proclamaron la necesidad de un ”bloque de las cuatro clases” en China, y dieron instrucciones al Partido Chino para que entrara en el Kuomintang y se sometiera a su orientación y disciplina. Ideológicamente, esta política se justificaba sobre la base de que la revolución china era de carácter burgués y había que mantenerse dentro de los límites de una revolución burguesa. Por consiguiente, la dictadura del proletariado no estaba a la orden del día, sino solamente una ”dictadura democrática de los trabajadores y campesinos”, slogan vago y contradictorio que Lenín había avanzado en 1905, cuando todavía sostenía que la revolución rusa sería únicamente ”democrático-burguesa”.
Para seguir esta orientación los comunistas chinos tenían que ceder en casi todos los principios que Moscú les había inculcado muy recientemente. Tenían, como partido, que ceder su independencia y su libertad de movimientos. Tenían que ceder, en hechos si no en palabras, la aspiración de la dirección proletaria y aceptar en cambio la dirección burguesa. Tenían que confiar en sus aliados burgueses. Para constituir y mantener el ”bloque de las cuatro clases”, tenían que refrenar la militancia de los obreros urbanos y la rebeldía del campesinado, que amenazaba constantemente hacer saltar el bloque en pedazos. Tenían que abandonar la idea de revolución continua (o permanente), pues habían de ”interrumpir” la revolución cuando tendía a superar los márgenes de seguridad de un orden burgués, y ello era constante. Tenían que romper el impulso proletario-socialista del movimiento, o bien Moscú les acusaría de ser partidarios del trotskismo. El socialismo en un solo país, en la URSS, significaba la negación del socialismo en China.[6]
En este punto el comunismo chino fue devorado por su propia debilidad, así como por el oportunismo de Moscú y por el egoísmo nacional. Faltos de una tradición marxista propia en que apoyarse, dependientes de Moscú en su inspiración, en sus ideas y para el nervio de su actividad, hallándose transportados, por acontecimientos de vertiginosa rapidez, desde la oscuridad de un estrecho círculo propagandístico a la dirección de millones de personas en la revuelta, faltos de experiencia política y de confianza en sí mismos, bombardeados por una sucesión infinita de órdenes categóricas, de instrucciones y reproches desde Moscú, objeto de la persuasión, de las amenazas y del chantaje político por los enviados de Stalin y la Comintern, los pioneros del comunismo chino, aturdidos y confusos, se sometieron. Habiendo aprendido todo su leninismo de Moscú, no podían pensar, ni decirse a sí mismos, que Moscú se equivocaba al recomen- darles que lo olvidaran. En las mejores circunstancias, hubieran considerado muy difícil estar a la altura de su misión y habrían necesitado consejos firmes, claros y absolutamente inequívocos.
El consejo que les llegaba de Moscú solamente era inequívoco al urgirles que soslayaran el problema, que eludieran sus responsabilidades, que abdicaran. No sabían que la oposición trotskista estaba desafiando la ‘línea general’ de Stalin y Bujarin, ni que el propio Trotsky se oponía a la idea de que el partido chino entrara en el Kuomintang y aceptara sus dictados (no tenían contactos con la oposición y Trotsky criticaba la ”amistad” de Stalin y Bujarin con Chiang Kai-shek dentro del Politburó). Para los chinos, pues, Stalin y Bujarin hablaban en nombre de todo el bolchevismo.
Fue en este momento, en el momento de la rendición al Kuomintang, cuando Mao reveló su disentimiento por vez primera. Su disentimiento se expresó sólo indirectamente, pero, en estos términos, fue firme y categórico. En la segunda mitad de 1925 y comienzos de 1926 Mao pasó mucho tiempo en su provincia natal de Hunan, organizando revueltas campesinas, y participó en la actividad comunista de Cantón y Shanghai, representando al partido en algunos organismos dirigentes del Kuomintang. Su experiencia le incitó a analizar los alineamientos sociales, especialmente la lucha de clases en el campo, en dos ensayos (Las clases de la sociedad china, escrito en marzo de 1926, y Un estudio del movimiento campesino en la provincia de Hunan, en marzo de 1927). No trató de analizar la estructura social china profundamente o de criticar la línea del partido en general, pero hizo su descripción en unos términos que estaban en conflicto implícita e irreductiblemente con todas las premisas de la política del partido y de la Comintern.
“…No ha habido una sola revolución en la historia – escribió en marzo de 1926 – que no haya encontrado la derrota cuando el partido que la guía ha seguido un mal camino... hemos de cuidar de unirnos a nuestros auténticos amigos y golpear a nuestros auténticos enemigos... [hemos de ser capaces] de distinguir a nuestros auténticos amigos y a nuestros auténticos enemigos... ”
Los ”auténticos amigos” del proletariado revolucionario eran los campesinos pobres y los elementos semiproletariados de las aldeas; los ”auténticos enemigos”, los terratenientes, los campesinos ricos, la burguesía, el ala derecha del Kuomintang. Caracterizó la conducta de todas estas clases y grupos con tal falta de ilusiones y con tanta claridad y decisión que, a la luz de lo que decía, el ”bloque de las cuatro clases”, la sumisión del partido al Kuomintang y la idea de una contención de la revolución dentro de límites burgueses parecían otros tantos absurdos, suicidas para el partido y para la revolución. No estaba volviendo la mirada de la ciudad al campo, como haría después, aunque ya se mostraba mucho más sensible para lo que hacían y sentían los campesinos que para el movimiento de los obreros. Pero todavía insistía, en el mejor estilo leninista, en la primacía de los obreros en la revolución, y su énfasis en este punto revela la relación real de trabajadores y campesinos en los acontecimientos de ese período.
En la misma época, en la Unión Soviética, solamente los partidarios de Trotsky y de Zinoviev empleaban todavía semejante lenguaje.[7] Mao era una especie de Monsieur Jourdain trotskista, ignorante del tipo de prosa que empleaba. Su papel en el partido no era lo suficientemente importante para que la Comintern advirtiera la herejía, pero ya en 1926 estaba en desacuerdo con el Comité Central chino y con Chen Tu-hsiu, el indiscutido dirigente del partido que en otro tiempo había sido su propio mentor intelectual y político. En el Estudio del movimiento campesino de Hunan, escrito poco antes del golpe de estado de Chiang Kai-shek, Mao hizo pública su indignación ante los dirigentes del Kuomintang y ante ”los camaradas del Partido Comunista” que tratan de apaciguar al campesinado y detener la revolución agraria.
”Muy obviamente – les fustigaba – éste es un razonamiento propio de la clase terrateniente.., un razonamiento contrarrevolucionario. Ni un solo camarada debería repetir este contrasentido. Si mantenéis opiniones claramente revolucionarias y permanecéis algún tiempo en el campo, únicamente podéis alegraros de ver cómo millones de campesinos esclavizados están arreglando cuentas con sus peores enemigos... Todos los camaradas deberían comprender que nuestra revolución nacional exige un gran levantamiento en el campo.., y deberían apoyar este levantamiento; de otro modo se encontrarán a sí mismos en el bando de la contrarrevolución.”
Esta actitud le costó a Mao su puesto en el Comité Central. Volvería a ocuparlo un año más tarde, pero la vena de radicalismo o de ”leninismo originario” perduraría en él, incluso por debajo de muchos añadidos posteriores, y le acarrearía la acusación de trotskismo... treinta y seis años más tarde.
Sin embargo, fue a partir de la derrota de la revolución cuando el maoísmo adquirió su origen propio y aquellas características que habrían de distinguirle de todas las demás corrientes del comunismo y del leninismo.
La derrota ocasionó una gran inquietud entre los comunistas chinos, especialmente después de conocer la verdad sobre la pugna que respecto de China había tenido lugar en el Politburó ruso. Se produjeron varias reacciones en conflicto respecto de lo ocurrido. Chen Tu-hsiu reconoció lamentablemente que había dirigido mal a su partido pero alegó que él (y el Comité Central) habían sido mal orientados por Moscú. Al exponer dramáticamente la historia interna de la revolución, relatando los muchos actos de presión y chantajes a que Moscú le había sometido, admitió que Trotsky había estado en lo justo sobre China. Por ello fue expulsado del partido, calumniado y perseguido tanto por el Kuomintang como por la Comintern.[8]
Chen Tu-hsiu y sus escasos amigos, razonando por analogía con la revolución rusa (y aceptando la orientación de Trotsky), contemplaban la perspectiva de un período de estancamiento político, un intermedio entre dos revoluciones; proponían actuar como lo habían hecho los bolcheviques entre 1907 y 1917: retirarse, atrincherarse y sostenerse primariamente entre los obreros industriales; reconquistar y construir plazas fuertes en las ciudades, que serían los centros principales de la siguiente revolución; combinar el trabajo clandestino con la propaganda y la agitación abierta; luchar por ”reivindicaciones parciales”, reivindicaciones salariales y libertades democráticas; hacer presión en favor de la unificación de China y pedir una Asamblea Constituyente Nacional; apoyar las luchas de los campesinos; utilizar todos los descontentos contra la dictadura de Chiang Kai-shek y reunir fuerza para la revolución siguiente, que debería ser la revolución ininterrumpida que Lenin y Trotsky habían propugnado.
Esto constituía, al menos teóricamente, una perspectiva amplia y un programa de acción coherente. Lo que ofrecía la Comintern, por medio de sus delegados, Li Li-san y Wang Ming, era una combinación altamente incoherente de oportunismo básico y táctica ultraizquierdista, ideada para justificar la política de 1925-27 y para salvar las apariencias en favor de Stalin. Se sostenía que la revolución siguiente sería también ”democrático-burguesa”; este principio habría de ser utilizado en el futuro para justificar la renovación de una política pro Kuomintang y un nuevo ”bloque de las cuatro clases” (Stalin siempre sostuvo esa política de reserva, incluso durante sus peores zigzags ultraizquierdistas). Entretanto, la Comintern, negando que la revolución china hubiera sido derrotada, incitaba al partido chino a iniciar golpes desesperados y levantamientos armados. Estas tácticas, iniciadas con la insurrección armada de Cantón en diciembre de 1927, se adaptaban bien a la nueva ”línea general” de la Comintern, que consistía en pronosticar la inminencia de la revolución en Oriente y Occidente a la vez, llamando a la ”lucha directa por el poder”, rechazando en Europa todo frente único de socialistas y comunistas, negándose a defender las libertades democráticas, con slogans sobre el socialfascismo, etc. En Alemania esta política condujo al desastre en 1933. En China los levantamientos desesperados, los golpes y otras desventuras desmoralizaron y desorganizaron lo que había quedado del movimiento obrero chino tras la derrota de 1927.
Sobre este telón de fondo hizo su aparición el maoísmo. Aunque los historiadores oficiales (y el propio Mao) nunca lo han admitido, Mao compartía la opinión de Chen Tu-hsiu de que la revolución estaba en decadencia y que se avecinaba un período de adormecimiento político. Rechazaba la táctica ultraizquierdista de la Comintern, desde el levantamiento de Cantón a las diversas versiones de ”li-li-sanismo”. Sostenía, sin embargo, que el comunismo, durante largo tiempo, no tendría la posibilidad de volver a atrincherar- se en las ciudades ni de reconquistar plazas fuertes entre la clase obrera, pues creía que la derrota moral subsiguiente a las rendiciones de 1925-27 era muy profunda. No albergaba la esperanza de que el proletariado urbano se levantara de nuevo eventualmente, pero volvía la mirada hacia el campesinado, que no había cesado de luchar y de alzarse en revueltas. Lo que se suponía que era simplemente el ”acompañamiento” agrario de la revolución en las ciudades continuaba oyéndose, fuerte y estruendosamente, después de que las ciudades hubieran sido reducidas al silencio. ¿Era posible – aventuraba Mao – que no se tratara de un mero ”acompañamiento”? ¿Serían acaso las revueltas de los campesinos, no ya el contragolpe de una ola revolucionaria en retroceso, sino el comienzo de otra revolución cuyo principal teatro sería la Chinal rural?
El historiador del maoísmo puede seguir las sutiles gradaciones por las que Mao llegó a responder afirmativamente a esta cuestión. Aquí bastará recordar que a finales de 1927, tras su disputa con el Comité Central, se retiró a su Hunan natal; que tras la derrota del Levantamiento de la Cosecha de Otoño se retiró a la cabeza de pequeñas bandas armadas a las montañas fronterizas entre Hunan y Kiangsi, y que desde allí urgió al Comité Central que ”trasladara todo el partido”, sus cuadros y cuarteles generales, ”de las ciudades al campo”. Los manuales oficiales chinos afirman hoy que Mao había concebido ya en 1927-28 la estrategia de largo alcance con que habría de conseguir la victoria veinte años después. Los escritos de esa época de Mao sugieren que primero consideró la ”retirada al campo” como un expediente temporal y posiblemente como una jugada, aunque no una jugada tan desesperada como los intentos del partido de incitar a los trabajadores urbanos a la acción insurreccional.
Dijo una y otra vez que la ”Base Roja” que Chu Teh y él habían formado en las montañas Hunan-Kiangsi era solamente un ”refugio temporal” para las fuerzas de la revolución.[9] Pero este recurso temporal y provisional apuntaba ya la estrategia maoísta posterior. Los dirigentes del partido, tanto los ”oportunistas” como los ”ultrarradicales” rechazaban el parecer de Mao, sosteniendo que llevaba a romper con el leninismo. Y, realmente, ¿quién puede imaginar a Lenin, tras la derrota de 1905, ”retirando el partido” de San Petersburgo y de Moscú y poniéndose al frente de pequeñas bandas armadas en los páramos del Cáucaso, los Urales o Siberia? La tradición marxista, en la cual la idea de la supremacía de la ciudad en la revolución moderna ocupa un lugar central, estaba demasiado profundamente arraigada en el socialismo ruso para que un grupo socialista ruso se embarcara en semejante aventura. Nada parecido se les ocurrió siquiera a los socialrevolucionarios, los descendientes de los narodniks, populistas y socialistas agrarios.
Mao se hizo gradualmente consciente de las implicaciones de su movimiento y al justificar la ”retirada de las ciudades” reconoció, cada vez más explícitamente, al campesinado como la única fuerza activa de la revolución, hasta que, para todos sus propósitos e intenciones, volvió la espalda a la clase obrera urbana. Trató su nueva ”vía al socialismo” como un ”fenómeno únicamente chino”, posible solamente en un país que no era independiente ni siquiera gobernado por una sola potencia imperialista, que era objeto de una intensa rivalidad entre las diversas potencias, cada una de las cuales tenía u propia zona de influencia, sus propios señores de la guerra, sus propios compradores y sus títeres. Esta rivalidad, argüía, hacía imposible que China realizara la integración nacional; el Koumintang tampoco era capaz de conseguirla y de crear una administración nacional más coherente que los gobiernos anteriores. Chiang Kai-shek podía aplastar con unos pocos golpes militares la fuerza concentrada de los obreros urbanos, pero no era capaz de hacer lo mismo con el campesinado, el cual, al estar extendido, era mucho menos vulnerable al terror blanco y podía luchar durante muchos años. Por consiguiente, en la China rural existirían siempre “bolsas” en las que las fuerzas de la revolución podrían sobrevivir, crecer y reunir fuerzas. Renunciando a las perspectivas de un revivir revolucionario en las ciudades, el maoísmo se resguardó en la permanencia de la revolución agraria.
En efecto, Mao daba por supuesto un prolongado empate entre la derrotada revolución urbana y una contrarrevolución paralítica, un prolongado e inestable equilibrio entre los divididos imperialismos, la impotente burguesía del Kuomintang y la apática clase obrera. El empate permitiría al campesinado el despliegue de sus energías revolucionarias y apoyar a los comunistas y a sus Bases Rojas como islotes dispersos de un nuevo régimen. De este supuesto infirió (en 1930) su amplia generalización sobre las perspectivas internacionales del comunismo:
”Si... las fuerzas subjetivas de la revolución china son débiles actualmente, también lo son las clases dominantes reaccionarias y su organización... basada en un sistema socioeconómico atrasado e inestable... En la Europa Occidental... las fuerzas subjetivas de la evolución pueden ser actualmente más fuertes de lo que lo son en China, pero la revolución no puede imponerse inmediatamente allí, pues en Europa las fuerzas de las clases dominantes reaccionarias son mucho más fuertes que en China... La revolución indudablemente surgirá en China antes que en la Europa Occidental”[10] (la cursiva es mía).
Esta suposición, tan característica del maoísmo, no era completamente original, pues había aparecido fugazmente en algunos de los razonamientos de Lenin, Trotsky, Zinóviev y Stalin el decenio anterior.[11] Pero Mao lo convirtió en la piedra angular de su estrategia, en una época en que ninguna otra escuela de pensamiento marxista estaba preparada para ello. Retrospectivamente, los acontecimientos le justifican ampliamente. Pero si hay que juzgar la orientación y la acción maoísta no ya retrospectivamente, sino sobre el fondo de finales de los años veinte y principios de los treinta, puede no resultar tan impecable como parece hoy. Puede argüirse que la superioridad de las ”clases dominantes reaccionarias” de la Europa occidental no habría sido tan abrumadora, e incluso habría podido desmoronarse, si las políticas derrotistas de Stalin y de la socialdemocracia (pasividad respecto del nazismo y los simulacros de los Frentes Populares) no hubieran contribuido a preservarla y aumentarla. Cabe argüir, además, que la vía maoísta de la revolución china no estaba predeterminada necesariamente por el alineamiento objetivo de las fuerzas sociales, que la clase obrera podía haberse reafirmado políticamente si la Comintern no hubiera despilfarrado su fuerza temerariamente y si el partido chino no se hubiera ”retirado de las ciudades”, abandonando así a los obreros en un momento en que necesitaban más que nunca su orientación. Como ocurre a menudo en la historia, los factores objetivos y subjetivos se hallan aquí tan enredados y mediados después de los acontecimientos que es imposible desenredarlos y determinar su importancia relativa.
Hay que señalar, además, que el período de mediada la década de los treinta fue para el maoísmo extremadamente crítico; sus principales premisas eran discutidas y casi refutadas por los acontecimientos. En el sur de China, el área a que se había circunscrito la acción de Mao hasta 1935, los campesinos estaban muy agotados por sus muchas revueltas y casi aplastados por las expediciones punitivas de Chiang Kai-shek. Las Bases Rojas de Hunan y Kiangsi, que se habían mantenido frente a los ”empujes de exterminio” de Chiank durante siete años, estaban sucumbiendo al bloqueo y al desgaste. Mao y Chu Teh consiguieron sacar a los partisanos de la trampa e iniciar la Larga Marcha. Por consiguiente reconocieron su derrota en la parte de China que había sido su principal teatro de operaciones. Parecía como si la contrarrevolución, lejos de ser impotente en el campo, hubiera demostrado allí su superior fuerza y conseguido una ventaja decisiva. Entretanto, los obreros de Shanghai y otras ciudades de la costa se mostraban desafiantes nuevamente e iniciaban turbulentas huelgas y manifestaciones. Sin embargo, faltos de organización y de una dirección competente, fueron derrotados una y otra vez. Los historiadores maoístas arrojan un velo de oscuridad sobre este capítulo del movimiento en las ciudades precisamente porque plantea la cuestión de si, con una dirección eficaz, las luchas de los trabajadores urbanos podían haber abierto una nueva situación revolucionaria mucho antes de que fuera abierta desde el campo.
¿Fue inevitable que el intervalo entre las dos revoluciones durara no diez años, como en Rusia, sino más del doble? O tenía la retirada maoísta de las ciudades algo que ver con ello? Fuera como fuere – el historiador puede plantear la cuestión, pero no responderla – hacia 1935 la estrategia maoísta estaba a punto de derrumbarse. Estos hechos son recordados aquí no con propósitos polémicos, sino porque conducen a una conclusión de cierta relevancia, esto es, que el maoísmo como estrategia revolucionaria debe su justificación última a un conjunto de circunstancias extraordinariamente complejo y en gran parte no susceptible de predicción.
En 1935 Mao escapó al callejón sin salida por medio de la ”Larga Marcha”, que desde entonces se ha convertido en la leyenda heroica del comunismo chino. Pero al final de la Larga Marcha, Mao solamente tenía a sus órdenes a la décima parte de las fuerzas de que disponía antes de ella – 30.000 partisanos, de 300.000.” [12]
Lo que salvó al maoísmo y contribuyó decisivamente a su evolución fueron, aparte de su propia decisión heroica de sobrevivir, dos grandes acontecimientos o series de acontecimientos: la invasión japonesa y la deliberada desindustrialización de la China marítima por el invasor. La conquista japonesa hizo más profundas las contradicciones entre las potencias imperialistas e interrumpió la unificación de China bajo la égida del Kuomintang. Reprodujo así aquella impotencia de las clases dominantes reaccionarias en que Mao había basado sus cálculos. El norte de China estaba en agitación; el Kuomintang era incapaz de imponer allí su control militar y de impedir la aparición y la consolidación de los ”soviets” del norte. El maoísmo sacó nuevas fuerzas de la incapacidad del Kuomintang para garantizar la independencia nacional, y también de su propio impulso revolucionario, patriótico y ”jacobino” contra los japoneses. Por otra parte, con la desindustrialización sistemática de la China marítima, la pequeña clase obrera fue eliminada de la escena. A medida que los japoneses desmantelaban las plantas industriales de Shanghai y otras ciudades los obreros eran dispersados, se convertían en declassés o se desperdigaban en el campo.[13]
De ello obtiene el maoísmo una especie de justificación retroactiva. En lo sucesivo nadie podría esperar el levantamiento de una nueva ”oleada proletaria” en las ciudades. Los alineamientos de clase de 1925-27 no podían reaparecer en la siguiente revolución. El esquema marxista-leninista de la lucha de clases se hacía inaplicable en China. Los campesinos eran la única fuerza que luchaba por acabar con el antiguo orden, y el partido de Mao centraba y potenciaba todas sus energías para la rebelión. Fue entonces, a finales de la década de los treinta, cuando Mao formuló finalmente su principal y más original principio estratégico: la revolución china, a diferencia de otras revoluciones, tendría que realizarse desde el campo hacia la ciudad.[14]
La relación entre estalinismo y maoísmo fue ambigua desde el principio. Los motivos que habían inducido al maoísmo a adoptar el colorido protector de la ortodoxia estalinista son bastante obvios. A finales de los treinta, Mao y sus compañeros eran conscientes del peso de la influencia en los asuntos chinos que el gobierno de Stalin podría tener como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, y temían que lo utilizara de manera estrecha y egoísta, de forma oportunista como en 1925-27. Eran conscientes de su dependencia de la buena voluntad de Moscú; pero no estaban dispuestos a permitir que Moscú les utilizara a ellos como había utilizado a Chen Tu-hsiu, Li Li-san y Wang Ming.
Estaban decididos a impedir un nuevo aborto de la revolución china. Optaron, consiguientemente, por un juego más complicado, persiguiendo su propia independencia sin despertar la suspicacia y la rabia de Stalin. Este no fue del todo inconsciente de ello. Pero el Comintern nunca sancionó ni condenó la estrategia ”no marxista” y ”no leninista” de Mao. Stalin no habría tolerado nada parecido a la herejía maoísta en ningún partido comunista situado en una esfera de la política mundial que considerara tan vital para sus intereses. Pero el maoísmo había iniciado su carrera en lo que a Stalin le parecía una periferia lejana, y Mao se comportaba como en otro tiempo algunos herejes se habían comportado con la iglesia católica: éstos, desafiando al obispo o cardenal local, evitaban cuidadosamente todo enfrentamiento con el papa. Más tarde, cuando el maoísmo se acercó más al centro de la política china, estaba ya demasiado fuertemente atrincherado – aunque exteriormente era todavía bastante sumiso – para que Stalin llegara a la conclusión de que excomulgar a Mao era a la vez arriesgado e innecesario. Nunca creyó, ni siquiera en 1948, que los partisanos de Mao fueran capaces de conquistar toda China y realizar una revolución; estaba dispuesto a utilizarlos como elementos de negociación o como instrumentos de presión sobre Chiang Kai-shek, al que consideraba una vez más como su aliado principal en Asia.
En el Comintern, los años que siguieron a 1935 fueron, una vez más, un período de ”moderación”, el período de los Frentes Populares. Los Frentes significaban el restablecimiento del ”bloque de las cuatro clases” y de la amistad entre comunistas y el Kuomintang, ahora en un frente unido contra el invasor japonés. El principio, nunca abandonado y reafirmado ahora enfáticamente, del carácter exclusivamente democrático-burgués de la revolución china sirvió de justificación ”ideológica” a este cambio de política. Para el maoísmo, entregado como estaba a la guerra civil contra el Kuomintang, las nuevas exigencias del Comintern fueron una ruda prueba. Solamente una muestra de aceptación sin reservas de la línea del Comintern demostraría que Mao y sus camaradas seguían fieles al estalinismo. Y así Mao ”moderó” su régimen de Yenán y su agitación y propaganda; hizo un llamamiento al Kuomintang en favor de la solidaridad patriótica y la acción conjunta contra el Japón, e incluso empleó su influencia para salvar la posición de Chiang Kai-shek, y acaso probablemente su vida, durante el incidente de Sian. Pero los partisanos no cedieron al Kuomintang un centímetro de su territorio o de su poder.
El estalinismo de Mao, sin embargo, fue en algunos aspectos más que un puro remedo. La persistencia con la que Mao afirmó y reafirmó el carácter puramente burgués de la revolución china era coherente con la identificación de sus partisanos con el campesinado. Para la gran masa de éste la perspectiva de una ”revolución no interrumpida”, esto es, de una revolución que solucionara el problema de la tierra, unificando a China, e iniciara también un movimiento socialista era algo carente de sentido o inaceptable. La primitiva sociedad preindustrial de Shensi y Ninghsia – donde circuló la doctrina de Mao durante el período de Yenán – no era un medio apropiado para la aplicación de medida socialista alguna. Sólo tras la conquista de las ciudades en 1949 se pronunció el maoísmo sobre la inevitabilidad de la revolución ininterrumpida (permanente) e hizo obedecer sus dictados.
Desde el punto de vista teórico marxista, la cuestión capital planteada por todos estos acontecimientos es cómo un partido que se había basado durante tanto tiempo en el campesinado y que había actuado sin tener detrás una clase obrera industrial fue, a pesar de todo, capaz de trascender el movimiento ”burgués” agrario e iniciar la fase socialista de la revolución. Hasta ahora los autores comunistas han evitado discutir francamente esta embarazosa cuestión, permitiendo que la monopolizaran los ”marxólogos” anticomunistas. El curso de los acontecimientos en China, arguyen estos últimos, ¿no ha refutado acaso, de una vez y para siempre, las concepciones marxistas y leninistas de la revolución y el socialismo? Sin duda la idea de una revolución proletaria en China pertenece a la esfera de la mitología, y, asimismo, la experiencia china descubre que la revolución rusa fue obra de unos intelectuales (”hambrientos de poder”, ”totalitarios”) que utilizaron a los trabajadores y las supuestas aspiraciones socialistas de éstos únicamente como cobertura ideológica para sus propias ambiciones.
Todo lo que han conseguido estas revoluciones – apunta en seguida, por ejemplo, Raymond Aron – es simplemente un cambio de élites gobernantes; afirmación nada sorprendente en alguien que ha aprendido sus doctrinas en Pareto y Max Weber (incluso un autor como el desaparecido C. Wright Milis, convencido de la relevancia del marxismo para los problemas de nuestra época, concluía que el ”agente” histórico real del socialismo no es la clase obrera, sino los intelectuales revolucionarios). Los ex marxistas, que han llegado a la conclusión de que el socialismo ha sido ”la ilusión de la época” y que la realidad que hay por debajo es el capitalismo de Estado o el colectivismo burocrático, invocan el viejo dicho marxista de que ”el socialismo o será obra de los obreros o no se realizará”. ¿Cómo es posible hablar, pues – preguntan – a de una revolución en algún grado socialista cuando los obreros no han desempeñado papel alguno? En un contexto distinto y a diferente nivel de razonamiento, se plantea la cuestión de si la famosa controversia rusa entre narodniks y marxistas acerca de los papeles relativos de los obreros y los campesinos en la revolución moderna se ha resuelto, de hecho, tan irrevocablemente como parecía hasta hace muy poco. Incluso aunque los marxistas acertaran en Rusia, ¿no tienen razón los narodniks en China? ¿Acaso el campesinado no se ha convertido allí en la única clase revolucionaria, en el agente decisivo del socialismo?
No hay duda de que la historia del maoísmo obliga a una revisión crítica de ciertos presupuestos y razonamientos marxistas habituales. Hasta qué punto es ello necesario queda ilustrado, inter alia, por la apreciación que del maoísmo hizo Trotsky en los años treinta. Advirtiendo toda la intensidad del levantamiento agrario en China, temeroso de la retirada maoísta de las ciudades, Trotsky rechazó bruscamente la posibilidad de la consumación de la revolución china sin un previo revivir del movimiento revolucionario entre los trabajadores urbanos. Temía que el maoísmo, a pesar de su origen comunista, pudiera ser tan completamente asimilado por el campesinado que se convirtiera simplemente en su vocero, esto es, en el campeón de los pequeños propietarios rurales- Si esto llegaba a ocurrir, aventuraba Trotsky, los partisanos de Mao, al entrar en las ciudades, podían chocar de manera hostil con el proletariado urbano y convertirse en un factor contrarrevolucionario, especialmente en el momento crítico en que la revolución tendiera a pasar de la fase burguesa a la fase socialista.
El análisis d Trotsky, que vibraba inequívocamente con decenios de controversia rusa entre marxistas y narodniks y con la experiencia de la revolución rusa, fue reducido ad absurdum por algunos de sus discípulos chinos, los cuales denunciaron la victoria del maoísmo en 1949 como una ”contrarrevolución burguesa y estalinista”.[15]
El fenómeno de una revolución moderna, socialista (o incluso ”burocrática colectivista”) cuya principal fuerza impulsadora no fue la clase obrera, fue, en realidad, algo sin precedentes en la historia. ¿Qué es lo que empujó a la revolución china más allá de la fase burguesa? El campesinado estaba interesado en la redistribución de la tierra, en la abolición o reducción de rentas y deudas, en destruir el poder de los terratenientes y prestamistas; en una palabra: en el levantamiento agrario ”burgués”. No podía dar un impulso socialista a la revolución, y el maoísmo, en la medida en que actuó entre el campesinado, no pudo ser más reticente acerca de las perspectivas del socialismo en China. Esta situación cambió con la conquista de las ciudades y la consolidación en ellas del control maoísta. Pero las ciudades estaban casi muertas políticamente, a pesar de que un galvanizado residuo del antiguo movimiento obrero se agitaba aquí y allá.
Nos enfrentamos aquí, a escala gigantesca, con el fenómeno del ”sustituismo”, esto es, la acción de un partido o de un grupo de dirigentes que representa – o se coloca en el lugar de – una clase social ausente o inactiva. El problema es algo familiar desde la historia de la revolución rusa, pero aquí se presenta de manera muy diferente. En Rusia la clase obrera no podía haber sido más destacada como fuerza impulsora de la revolución de lo que lo fue en 1917. Pero, después de la guerra civil, en medio de la dura ruina económica y el colapso industrial, la clase obrera quedó mermada, se desintegró y se dispersó. El Partido Bolchevique se erigió a sí mismo en su locum tenens, en el depositario y guardián de la revolución. Si el partido bolchevique asumió este papel únicamente unos años después de la revolución, el maoísmo lo asumió mucho antes de la revolución y durante la misma (y Mao y sus seguidores lo hicieron sin los escrúpulos, el remordimiento y las crisis de consciencia que agitaron al partido de Lenin).
Los liberales o los ”radicales” seguidores de Pareto, que ven en esto otra prueba de que todo lo que consiguen las revoluciones es un cambio de élites gobernantes, tienen que explicar todavía por qué la élite maoísta estuvo decidida a dar un giro socialista (o colectivista) a la revolución, en vez de mantenerla dentro de límites burgueses. ¿Por qué la élite comunista china se comportó tan diferentemente de la élite del Kuomintang? No se trataba de una élite ”joven” que sustituyera a otra vieja y ”agotada”, pues ambas habían entrado en la vida política casi simultáneamente. ¿Por qué, entonces, Mao y sus camaradas dieron a China una nueva estructura social, mientras que Chiang Kai-shek y sus amigos se asieron desesperadamente a los restos del naufragio de la antigua? ¿Qué es lo que explica la rígida moral puritana del maoísmo y la notoria corrupción del Kuomintang?
Sin duda, la respuesta es que Chiang Kai-shek y sus hombres se identificaron con las clases privilegiadas bajo el orden antiguo, mientras que Mao y sus seguidores abrazaron la causa de los que habían sido oprimidos bajo él. Por debajo del cambio de élites se produjo una profunda transformación en las relaciones sociales fundamentales de China, la decadencia de una clase social y el surgimiento de otra. Nadie pone en duda la amplitud con que el campesinado apoyó a los partisanos durante los veintidós años de lucha armada; sin ese apoyo no habrían sido capaces de sostenerse, de realizar la ”Larga Marcha”, de trasladar sus bases de un extremo a otro de China, de tener en jaque siempre al enormemente superior poder militar del Kuomintang, de rechazar muchos ”impulsos de aniquilación”, etc. Los vínculos entre el campesinado y. los partisanos eran tan íntimos y fuertes que en determinado momento Mao aparecía para muchos, tanto amigos como adversarios, como el jefe de una jacquerie[16] gigantesca más que como dirigente de un Partido Comunista; como una especie de Pugachev chino.
Pero este Pugachev chino, o super-Pugachev chino, había aprendido todas las enseñanzas del leninismo; independientemente de que se apartara de él en sus métodos de acción, algunas ideas generales del leninismo continuaron dirigiendo su pensamiento y su acción. No abandonó su entrega al socialismo (o al colectivismo) en favor del individualismo la vinculación a la propiedad privada de los campesinos, ni siquiera cuando hacía todo lo que estaba en su poder para satisfacer su individualismo y desplegar todas sus potencialidades revolucionarias burguesas. No hay que olvidar que los movimientos revolucionarios agrarios han producido siempre sus comunistas utópicos, sus Münzer y sus anabaptistas. De las ”dos almas” de los campesinos – la expresión es de Lenin – , una anhela la propiedad, mientras que la otra sueña con la igualdad y tiene visiones de una comunidad rural, cuyos miembros poseen y trabajan la tierra en común. Podría decirse que el maoísmo expresó las dos ”almas” del campesinado de no ser por el hecho de que jamás fue solamente el portavoz del campesinado.
Siempre se consideró a sí mismo como el legatario de la derrotada revolución de 1925-27, cuya principal fuerza impulsadora habían sido los obreros. Al identificarse idealmente con estos trabajadores, el maoísmo continuó haciéndose eco de sus aspiraciones socialistas. ¿Era arrogancia o usurpación? Pero, tras la dispersión de la clase obrera urbana y la decadencia política de las ciudades, ¿podía hacer otra cosa un partido entregado a un programa comunista?
Al llevar la revolución más allá de la fase burguesa, el maoísmo no actuó simplemente por compromisos ideológicos sino también por un interés nacional vital. Estaba decidido a convertir a China en una nación integrada y moderna. Toda la experiencia del Kuomintang demostraba que ello no podía conseguirse sobre la base de un capitalismo trasnochado y en gran parte importado, sobreañadido a los terratenientes patriarcales. La propiedad nacional de la industria, los transportes y la finanza, y una economía planificada, eran los transportes y las finanzas, y una economía planificada, eran los requisitos previos esenciales para un despliegue racional y equilibrado de los recursos de China y para el progreso social. Asegurar estos requisitos previos significaba iniciar una revolución socialista. El maoísmo hizo precisamente esto. Ello no significa que convirtiera a China en una sociedad socialista. Pero empleó hasta el último gramo de la energía de la nación en poner en pie la estructura socioeconómica indispensable para el socialismo y para crear, desarrollar y formar a la clase obrera, la única que, llegado el momento, podría convertir el socialismo en una realidad.
Los factores internacionales, y en primer lugar las relaciones entre China y la URSS, contribuyeron a determinar el curso y el resultado de la revolución. Esta relación ha sido mucho más amplia y positiva que la ambigua relación entre maoísmo y estaIinismo. Independientemente de las mutaciones en el régimen político de la URSS, la revolución china no pudo ni podía ser disociada de la rusa. Aunque los ejércitos partisanos habían recibido poco o ningún apoyo soviético y habían derribado al gobierno del Kuomintang a pesar de la obstrucción de Stalin, la China Roja nacía en un mundo dividido en dos bloques de potencias y se hallaba enfrentada a la hostilidad y la intervención norteamericana, sin poder hacer otra cosa que alinearse al lado de la URSS. En este alineamiento el maoísmo halló otro poderoso motivo para llevar la revolución más allá de la fase burguesa. La garantía última de la solidez de este alineamiento estaba en la estructura colectivista de la economía china. Como he señalado en otro lugar, la hegemonía revolucionaria de la Unión Soviética realizó (a pesar de la obstrucción inicial de Stalin) lo que de otro modo solamente los obreros chinos habrían realizado: empujó a la revolución china en una dirección socialista y no burguesa. Con el proletariado chino casi dispersado o ausente del plano políticos la fuerza de gravedad de la Unión Soviética convirtió a los ejércitos campesinos de Mao en agentes del colectivismo.[17]
Ningún manual marxista había previsto o podía haber previsto una combinación tan original de factores nacionales e internacionales en una revolución. El maoísmo no encaja en ningún esquema teorético concebido de antemano. ¿Acaso refuta este hecho el análisis marxista de la sociedad y su concepción del socialismo? Cuando Marx y Engels hablaron de la clase obrera como el realizador del socialismo, dieron por supuesta, obviamente, la existencia de esta clase. Su idea no era relevante para una sociedad preindustrial en la cual aquélla no existiera. Hay que señalar que ellos mismos subrayaron esta cuestión más de una vez, y que incluso admitieron la posibilidad de una revolución como la china; así, en los intercambios de opiniones con los narodniks rusos en los años 1870 y 1880. Sabemos que los narodniks consideraban que la fuerza revolucionaria rusa fundamental la constituían los campesinos, pues entonces no existía en el país una clase obrera industrial. Esperaban que al preservar la obshchina, la comuna rural, la Rusia de los mujiks encontraba su propia vía al socialismo y evitaría pasar por el desarrollo capitalista
Marx y Engels no descalificaron esta esperanza como infundada. Por el contrario, en la bien conocida carta enviada en 1877 al ”Otochechestvenye Zapiski”, Marx declaró que Rusia tenía ”la mayor esperanza – de evitar el capitalismo – ofrecida nunca a una nación por la historia”, Y que incluso como sociedad que era podía iniciar su avance hacia el socialismo. Para ello, como hemos visto, era condición necesaria simplemente que la Europa occidental hiciera su propia revolución socialista antes de que Rusia hubiera sucumbido al capitalismo. Rusia sería entonces empujada hacia adelante por la fuerza de gravitación de la avanzada economía socialista de Europa. Marx repitió esta opinión algunos años más tarde en una discusión con Vera Zasulich, señalando que su esquema de desarrollo social y revolución, tal como lo había expuesto en Das Kapital y en otros lugares, se aplicaba a la Europa occidental, y que Rusia podía evolucionar de diferente manera. El propio Engels se expresó en el mismo sentido incluso después de la muerte de Marx.[18]
Todo esto es bien conocido y se ha discutido muchas veces. Lo que estaba menos claro eran las implicaciones de este razonamiento. ¿Cómo consideró Marx los alineamientos sociales en esa hipotética revolución rusa que anticipaba? Evidentemente, no veía en la clase obrera a la fuerza impulsora principal. La revolución hallaría su más amplia base únicamente en el campesinado. Sus dirigentes tendrían que ser hombres como los narodniks, miembros de la intelligentsia, que hubieran aprendido algo en la escuela de pensamiento marxista, que hubieran hecho suyo el ideal socialista y que se consideraran los depositarios de todas las clases oprimidas de la sociedad rusa. Los narodniks fueron, naturalmente, los zamestiteli clásicos, los archisustituista, que actuaban como locum tenentes en vez de una clase obrera ausente y de un campesinado pasivo (los mujiks ni siquiera les apoyaron) y que defendían lo que consideraban que era el interés progresivo de la sociedad en general. Sin embargo, Marx y Engels les incitaron a actuar del modo en que lo hacían y confiaron que su acción resultaría fructífera para el socialismo si la revolución en los países adelantados transformaba lo bastante pronto toda la perspectiva internacional.
Ciertamente, la perspectiva de Marx no se materializó en Rusia porque, como señaló Engels mucho más tarde, las clases trabajadoras de la Europa occidental habían sido ”demasiado lentas” en hacer su revolución y mientras tanto Rusia había sucumbido al capitalismo. Pero en una escala incomparablemente superior, y sobre un trasfondo internacional modificado, esta perspectiva se materializó en China. Hay que señalar que los maoístas se apoyaron en el campesinado mucho más ampliamente de lo que nunca lo hicieran los narodniks, que su consciencia socialista estaba mucho más madura – se dedicaron a la acción de masas, no al terrorismo individual – , y que, al asumir el poder, pudieron apoyarse en la avanzada estructura colectivista de la URSS, que se estaba alzando incluso al nivel de segunda potencia económica mundial.
Al proclamar que el socialismo solamente podía ser realizado por los obreros, el marxismo no excluía el comienzo de la revolución socialista en naciones pre-industriales atrasadas. Pero también en estas naciones la clase obrera seguiría siendo el ”agente” principal del socialismo en el sentido de que no se podría alcanzar pleno vuelo hacia el socialismo sin la industrialización, sin el desarrollo de la clase obrera y su autoafirmación en contra de toda burocracia post-revolucionaria; en una palabra, sin el ascendiente real, social y político, del ”proletariado” en la sociedad post-capitalista.
La perspectiva actual del maoísmo ha cristalizado en el período posrevolucionaria que ha durado aproximadamente quince años. Pero la toma del poder no fue para los comunistas chinos el giro fuerte y decisivo en su destino que había significado para los bolcheviques: ya como partisanos habían dominado zonas considerables de su país; sus dirigentes y cuadros habían sido mitad gobernantes y mitad proscritos antes de convertirse plenamente en gobernantes. Al conseguir la victoria nacional, el partido tuvo que ”urbanizarse” y enfrentarse con una amplia gama de nuevas tareas. Pero era menos dependiente de la antigua burocracia, para las cuestiones de gobierno, de lo que habían sido los bolcheviques, y, consiguientemente, estaban menos expuestos a la infiltración por parte de elementos social e ideológicamente extraños.
Desgraciadamente, es imposible ser categórico o exacto sobre estas cuestiones, pues los maoístas no nos proporcionan información suficiente. Su discreción es tanta que lo que sabemos sobre la ”historia interna” de sus quince años de gobierno es incomparablemente menos que lo que sabemos por las fuentes oficiales bolcheviques del período inicial de su régimen. Sin embargo, una comparación entre maoísmo y bolchevismo, considerados aproximadamente en un mismo intervalo desde el momento de la revolución, una comparación entre la China de 1963-64 y la Unión Soviética de principios de los treinta, basada únicamente sobre los hechos generalmente admitidos, apunta algunas similitudes importantes, algunas diferencias y algunos contrastes que pueden contribuir a iluminar el cuadro del maoísmo en la era post-revolucionaria.
Es una perogrullada decir que la revolución china se ha producido en un entorno socioeconómico mucho más atrasado que el de la revolución rusa. El producto industrial de China nunca había sido más que una pequeña fracción del ruso, y una fracción infinitesimal en relación con las necesidades de una población mucho mayor. El predominio de la arcaica estructura rural de la sociedad era casi absoluto. El campesinado chino era más primitivo incluso que el ruso (aunque, a diferencia de este último, no había estado sometido a siglos de servidumbre, hecho que puede redundar ventajosamente en su carácter, en la mayor independencia, sobriedad e industriosidad de los campesinos chinos). La antigua inmovilidad económica, tecnológica y social, las rígidas supervivencias tribales, los despóticos cultos a los antepasados y las inmutables prácticas religiosas milenarias son, todas ellas, características que han hecho mucho más difícil la revolución china, y que han afectado al propio maoísmo, a sus métodos de gobierno y a sus perspectivas ideológicas.
Resuelto a industrializar China, el maoísmo ha tenido que iniciar una acumulación primitiva socialista a un nivel muy inferior al de la acumulación de Rusia. La extraordinaria escasez de todos los recursos materiales y culturales ha hecho necesaria una desigual distribución de bienes, la formación de grupos privilegiados y el surgimiento de una nueva burocracia. La historia nacional, la costumbre y la tradición (incluyendo las profundas influencias filosóficas del confucianismo y del taoísmo) se han reflejado en el carácter patriarcal del régimen maoísta, en el estilo hierático de sus obras y de su propaganda entre las masas, y en la aureola mágica que rodea a su dirigente. Al igual que el estalinismo (y en parte por influencia suya), el maoísmo no permite la discusión abierta o la crítica de su sumo sacerdote o de la jerarquía. Y el hecho de que durante dos decenios antes de su ascenso al poder el partido haya existido como organización militar ha favorecido la perpetuación de una disciplina indiscutible y de una obediencia ciega entre sus filas.
Pero a pesar de las dificultades que encuentra en el enorme atraso de su entorno, la revolución china ha sido, en algunos aspectos, más adelantada que la rusa, aunque sólo sea por haberse producido con posterioridad a ésta. Nunca ha experimentado el temible aislamiento que contrajo y atrofié el espíritu y el carácter del bolchevismo. Ha llegado al mundo como miembro del ”campo socialista”, teniendo a la URSS como poderoso – aunque difícil – aliado y protector suyo; incluso los expuestos flancos de la China Roja se han visto protegidos en cierta medida por la elevada marea de revuelta antiimperialista que se ha extendido por Asia. A pesar de la hostilidad americana, la China de Mao no ha tenido que combatir algo parecido a la ”Cruzada de las Catorce Naciones” que tuvo que rechazar la Rusia de Lenin y Trotsky. Al embarcarse en una acumulación primitiva socialista, China no estaba del todo reducida a sus escasos recursos propios: la ayuda rusa, por limitada que fuera, la ayudó en sus gastos de industrialización. Y más importante que la ayuda material fue lo que los maoístas pudieron aprender de la experiencia rusa: China no tuvo que pagar el terrible precio que pagó Rusia por ser el pionero de la socialización y la planificación económica. Su industrialización, a pesar del fracaso parcial del Gran Salto, se ha realizado mucho más suavemente que la rusa, en sus primeros estadios. Y, pese a la larga serie de calamidades naturales y malas cosechas, la China Roja no ha conocido las terribles penurias que padeció la URSS en 1922 y en 1930-32, cuando millones de personas padecían hambre.
Por otra parte, las tensiones sociales no han sido nunca, ni lejanamente, tan agudas y peligrosas en China como en la Unión Soviética. El conflicto post-revolucionario entre gobernantes y gobernados no ha sido severo ni trágico. El maoísmo, en el poder, ha gozado de la confianza de los campesinos en un grado que los bolcheviques nunca consiguieron. Los chinos han sido mucho menos despiadados y brutales en la colectivización de la agricultura, y durante algún tiempo ha tenido un éxito mucho mayor. Ni siquiera las comunas rurales parecen haber creado antagonismos entre los campesinos tan desastrosamente como ocurrió con la colectivización de Stalin.
El hecho de que el campesinado chino no se haya visto empujado a una hostilidad mortal hacia el régimen ha influido en la conducta de las demás clases sociales; entre ellas la de los trabajadores, los cuales, reclutados entre el campesinado, reflejan necesariamente la disposición de éste, y de la parte de los intelectuales con arraigo en el campo. Tampoco la burguesía china ha sido tan hostil y agresiva hacia el nuevo régimen como la burguesía rusa, que en su tiempo se sentía apoyada por el campesinado, y el gobierno de Mao ha tratado a la burguesía con mucha más prudencia que el de Lenin; siempre que ha sido posible, ha preferido comprar a los industriales y comerciantes a ordenar la expropiación.
Pero hay otra diferencia capital en los puntos de partida de las dos revoluciones que ha contribuido decisivamente a hacer el clima social de China mucho más suave que el de la Unión Soviética. En Rusia, la guerra civil se produjo después de la revolución, mientras que en China ha tenido lunar antes de ella. Que los comunistas entren en la guerra civil como partido gobernante o como partido de la oposición es algo que tiene las mayores consecuencias en sus relaciones posteriores con todas las clases de la sociedad. Si, como los bolcheviques, han de luchar como partido gobernante, tienen que soportar el odio que se lee en los ojos del pueblo por la devastación, el sufrimiento y la miseria causados por la guerra civil: por regla general, la desesperación y del odio del pueblo por las condiciones de su existencia se vuelve contra quienes se hallan en el poder. En 1921-22 los bolcheviques llevaban en el poder cuatro o cinco años, en los cuales no habían podido hacer nada para mejorar la suerte de los obreros y los campesinos o, mejor, para impedir que empeorara desastrosamente. ”Para esto hemos hecho la revolución? ¿Así es como cumplen sus promesas los bolcheviques?”
Éstas eran las angustiosas preguntas que se hacían los trabajadores y los campesinos rusos. Se había creado un vacío entre gobernante y gobernados; un vacío imposible de salvar; un vacío ante el cual los bolcheviques reaccionaban a la defensiva, desconfiando con pánico de la sociedad, y que, por consiguiente, perpetuaban y hacían más profundo, puesto que por el momento no había manera de evitarlo; un vacío que permanece ominosamente abierto durante todo el período del estalinismo.
En China, por contraste, el pueblo condenó al gobierno de Chiang Kai-shek por toda la devastación y la miseria de la guerra civil. La revolución llegó como conclusión de ésta, no como ruptura de las hostilidades. Los comunistas, tras tomar el poder, pudieron dedicar toda su atención a sus problemas económicos y utilizar constructivamente todos los recursos disponibles, de modo que muy pronto empezó a mejorar la suerte del pueblo, y siguió haciéndolo rápidamente.
De este modo, los primeros años del régimen, lejos de producir una desilusión, se caracterizaron por un aumento de la confianza popular. Si los bolcheviques empezaron a industrializar Rusia tras haber perdido todo su crédito político entre las masas, los maoístas lograron obtener un crédito inmenso y creciente. Tuvieron mucha menos necesidad de emplear la coerción para la realización de su ambicioso programa. No tuvieron que recurrir a la inhumana disciplina en el trabajo que Stalin había impuesto a los obreros, ni enviar expediciones punitivas a las aldeas para conseguir grano, ni deportar a enormes masas de campesinos, etc. Lenin dijo una vez que hacer la revolución en Rusia había sido fácil, pero que sería mucho más difícil construir el socialismo, y que en otros países sería mucho más difícil derribar a la burguesía pero mucho más fáciles las tareas constructivas de la revolución. Lenin formuló esta predicción con la vista puesta en la Europa Occidental, pero en cierta medida ha sido verdad incluso en China. Aunque los recursos materiales de la revolución china fueron mucho más escasos que los de la rusa, sus recursos morales fueron muy superiores, y en la revolución, al igual que en la guerra, es cierto el principio napoleónico de que los factores morales cuentan, por comparación a los materiales, en la proporción de tres a uno.
El maoísmo, consiguientemente, se ha visto mucho menos acosado por el temor que el estalinismo. Al igual que en la nación en general, también dentro del partido han sido menos explosivas y destructoras las pasiones. Aquí, paradójicamente, el maoísmo se beneficia de ciertas ventajas del atraso, mientras que el bolchevismo sufrió por el progreso. El establecimiento del sistema del partido Único no ha sido en China una crisis tan dramática y penosa como fue en Rusia, pues los chinos nunca habían llegado a adquirir el gusto por el auténtico sistema pluripartidista. El reformismo social-demócrata jamás había echado raíces en suelo chino. El maoísmo nunca ha tenido que luchar con adversarios tan influyentes como los que se opusieron al bolchevismo: no había mencheviques ni socialrevolucionarios chinos. Y, falto de tradición marxista y de las costumbres de libertad interna de partido, de las costumbres de debate y crítica abierta, el maoísmo nunca ha sentido la angustia de un profundo conflicto con su propio pasado, como el que asaltó al espíritu bolchevique cuando se vio forzado a entrar en el molde monolítico. El maoísmo ha tenido mucho menos que reprimir tanto en la sociedad como dentro de sí mismo, y así no ha tenido que gastar en la represión (y en la autorrepresión) la prodigiosa energía espiritual y física que tuvo que perder en ella el Partido Comunista soviético.
El partido chino no se ha convertido tampoco en el despiadado promotor de la desigualdad y en el campeón de los nuevos estratos privilegiados, como le ocurrió al partido soviético. Mientras que también en China, en medio de la miseria y de la pobreza predominantes, ha sido inevitable el recrudecimiento de la desigualdad, este hecho no ha ido acompañado de algo parecido a los _ impulsos frenéticos y descarados de Stalin en contra del igualitarismo. Esta circunstancia esclarece el problema de la desigualdad en la sociedad post-revolucionaria. Aunque ”la necesidad y la pobreza general” son, según Marx, las causas objetivas del recrudecimiento de la desigualdad, la intensidad del proceso depende de factores humanos subjetivos, como el carácter del grupo dirigente, el grado de identificación de éste con los nuevos estratos privilegiados, y la depravación (o falta de ella) con que está dispuesto a propiciar la desigualdad. El hecho de que Mao y sus compañeros hayan pasado la mayor parte de su vida en medio de los campesinos más pobres, ocultándose con sus partisanos en las montañas, descendiendo a las cuevas, luchando, marchando y padeciendo juntos las penalidades, sin permitir el alejamiento entre los oficiales y los hombres, sin diferencias en la comida ni en los uniformes, esta experiencia extraordinaria de los maoístas, experiencia que dura dos decenios, no la ha tenido ningún otro grupo dirigente, y puede haber dejado su huella en su carácter y, en alguna medida, les protege de las peores corrupciones del poder. De manera característica, el partido chino insiste en que sus dignatarios y los trabajadores intelectuales deben descender periódicamente de sus altos cargos a las fábricas y a las granjas y, un mes al año, trabajar manualmente, de modo que no pierdan el contacto con los trabajadores y los campesinos. Estas prácticas, algo extrañas en la forma, no pueden superar las contradicciones entre gobernantes y gobernados y entre trabajadores intelectuales y trabajadores manuales, pero pueden ayudar a mantener estas contradicciones dentro de ciertos límites y revelan, además, que la consciencia igualitaria no ha muerto ni siquiera en el grupo dirigente (por otra parte, la burocracia china, al igual que la rusa, se niega a revelar la amplitud de las diferencias entre los salarios y remuneraciones altos y bajos, lo cual sugiere que teme descubrir la verdadera magnitud de la desigualdad existente).
Frente a estas características, que tan favorablemente distinguen al maoísmo del stalinismo, deben señalarse una y otra vez las características de su atraso, que constituyen su afinidad con el stalinismo. El partido chino es estrictamente monolítico, mucho más de lo que hoy, en la era post-staliniana, lo es el partido soviético. Falto de un fondo proletario y sin tradiciones marxistas y socialdemócratas propias – pues se formó en un momento en que toda la Internacional Comunista estaba ya stalinizada – el maoísmo nació dentro del molde monolítico, y ha vivido, crecido y se ha movido dentro de él de la misma manera que el caracol se mueve dentro de su concha. Salvo en un momento fecundo (cuando Cien Flores habían de florecer en toda China), el maoísmo ha dado por supuesta su concepción monolítica. La infalibilidad del Dirigente se halla al menos tan sólidamente asentada como en Rusia, con la diferencia de que durante veinticinco años nadie la ha discutido seriamente. El partido chino no se ha visto sometido hasta ahora a convulsiones tan terribles como las que en otro tiempo estremecieron al partido ruso. También ha tenido sus purgas importantes y oscuras, una de las cuales tuvo por resultado la ”liquidación” de Kao Kang en 1955; pero la composición del grupo dirigente no se ha modificado significativamente desde los días de la revolución o incluso desde la lucha partisana. Mao no ha tenido que luchar contra un Trotsky, un Bujarin o un Zinoviev; pero en las asambleas y conferencias del partido chino no se oyen las abyectas retractaciones de los dirigentes de la oposición derrotada que envenenaron la vida política soviética hacia 1932 y que habrían de finalizar con los Procesos de Moscú.
El desafío maoísta a la ”dirección” de Moscú del movimiento comunista es en parte consecuencia de la consolidación de la revolución china; los maoístas no se habrían arriesgado antes a un conflicto con Moscú. Y la consolidación y el aumento de poder y de confianza se expresan en un ”deslizamiento a la izquierda” y en la ambición maoísta de hablar en nombre de todos los elementos militantes del comunismo mundial.
También aquí la comparación con la Unión Soviética de comienzos de los treinta ilumina un contraste acusado. En aquella época el talante predominante en la Unión Soviética era de cansancio político y moral y de reacción contra el elevado internacionalismo revolucionario de la era de Lenin. En nombre del socialismo en un solo país, el grupo dominante había iniciado un ”atrincheramiento” ideológico, y trataba de desprender a la Unión Soviética de su compromiso de revolución mundial: Stalin practicaba ya el revisionismo de que Mao acusa ahora a Khrushchev. El hecho de que un alejamiento considerable de la revolución, el oportunismo y el egoísmo nacional fueran la regla suprema del partido soviético, mientras que el partido chino proclama su radicalismo y su internacionalismo proletario, es de incalculables consecuencias históricas y políticas.
Hemos visto cómo el radicalismo leninista, tanto tiempo sumergido y que vuelve ahora a la superficie, ha existido en todas las fases del maoísmo, y que, en los momentos decisivos, no le permitió entregarse o rendirse al Kuomintang, bajo la presión de Stalin, abandonando el camino de la revolución. Esto, el elemento leninista del maoísmo, es lo que actualmente se afirma con más fuerza que nunca y parece transformar incluso la concepción del comunismo chino. Si unos años después de tomar el poder el bolchevismo estaba en decadencia moralmente, extinguiéndose su entusiasmo y retrocediendo en sus ideas, el maoísmo, en cambio, se halla en una fase ascendente, descubre nuevos horizontes y ensancha sus ideas. La derrota del bolchevismo oficial se resumió en su vehemente y maligno rechazo de la revolución permanente (continua), que no era simplemente una doctrina de Trotsky sino el principio que el partido de Lenin había defendido profunda y apasionadamente en los años heroicos de la revolución rusa. El maoísmo, por el contrario, ha hecho hincapié larga y obstinadamente en el limitado carácter burgués de la revolución china; sin embargo, ahora proclama solemnemente que el principio por el que vive es la revolución permanente, la raison d'être del comunismo internacional. Al final de su carrera, Mao aparece una vez más como el Monsieur Jourdain trotskista que era al principio. Al igual que Trotsky, pero sin las profundas raíces de éste en el marxismo clásico, aunque con todos los recursos del poder a su disposición, Mao exige que el comunismo vuelva a su fuente, a la irreconciliable lucha de clases que habían predicado Marx y Lenin.[19]
Parte de la explicación de este deslizamiento hacia la izquierda reside, ciertamente, en la actitud occidental hacia la China Roja, en el continuado bloqueo americano y en el hecho de que muchas potencias occidentales no han reconocido todavía al gobierno de Pekín y le han negado el ingreso en las Naciones Unidas. No hay que olvidar que la primera gran oleada de oportunismo llegó a la Unión Soviética en los años 1923-25, después de que el cordon sanitaire de Clemenceau y Churchill se hubiera roto, cuando muchos gobiernos occidentales establecieron relaciones diplomáticas con Moscú. Este cambio en la situación internacional de la Unión Soviética, beneficioso desde muchos puntos de vista, tuvo también su aspecto negativo: incitó al grupo dirigente a practicar la realpolitik, a distanciarse de las clases y los pueblos oprimidos del mundo y a hacer amplias concesiones de principio al ”enemigo de clase”. El grupo dirigente chino no se ha visto tan expuesto a tales tentaciones. Por el contrario, los acontecimientos le recuerdan constantemente que la permanente hostilidad del capitalismo tiene solamente una respuesta: su propio desafío infatigable. Por otra parte, la retirada ideológica del partido ruso fue también una reacción a las muchas derrotas que había sufrido la revolución en Alemania y en el resto de Europa entre 1918 y 1923, mientras que la militancia maoísta se ha alimentado del surgimiento del antiimperialismo en Asia, Africa y América Latina. También aquí se beneficia China de no haber sido el primer país en aventurarse por el camino del socialismo. Para el mundo capitalista está resultando ser mucho más difícil amansar o intimidar a la segunda gran revolución del siglo de lo que fue contener, por no decir ”hacer retroceder”, a la primera.
Naturalmente, en la brecha abierta entre la U.R.S.S. y China puede haber enterrados grandes peligros. ¿Cómo reaccionará el maoísmo ante el aislamiento respecto de la Unión Soviética, si ese aislamiento se hace más profundo y difícil? ¿Cómo le afectaría una relativa estabilización de los regímenes ”burgueses nacionales” en la mayoría de los antiguos países coloniales y semicoloniales? Y si algunas potencias occidentales intentaran empujar a China contra la Unión Soviética, en vez de empujar a esta última contra la primera, ¿acaso no sucumbiría Pekín a la tentación? La perspectiva sería más clara de lo que es si pudiéramos estar seguros de que las profesiones de internacionalismo revolucionario maoístas no son simplemente una respuesta a la provocación occidental, sino que reflejan auténticamente el estado de ánimo de las masas chinas. Pero sobre este aspecto del problema sabemos muy poco, casi nada.
La credibilidad y la efectividad del llamamiento chino en favor de los principios leninistas sería mucho mayor si el maoísmo no tratara de salvar los mitos del stalinismo del descrédito en que merecidamente han caído. En esto el maoísmo actúa en defensa propia: tiene que reivindicar su propia historia, sus propios compromisos y sus reglas de partido rígidamente ritualistas, las cuales, como todas las reglas semejantes, exigen que su continuidad formalista sea sostenida inalterablemente. El dirigente infalible no puede haberse equivocado en ninguna de las ocasiones pasadas en que ensalzó la ortodoxia stalinista. La obediencia de Mao al Stalin vivo le obliga a obedecer también al Stalin muerto. La afinidad del maoísmo con el stalinismo reside precisamente en esta necesidad de mantener cultos establecidos y rituales mágicos encaminados a impresionar a espíritus primitivos e incultos. No hay duda de que algún día China saldrá de estas toscas formas de ideología ritualista, de la misma manera que la U.R.S.S. está desarrollándose fuera de ellas; pero este día no ha llegado aún. Entretanto, el elemento conservador del maoísmo, su atraso, anda a la greña con su elemento dinámico, especialmente con su internacionalismo revolucionario. De manera similar, los elementos de atraso y de adelanto, distribuidos diferentemente, han estado en colisión constante en el partido soviético después de Stalin. Las perspectivas serían infinitamente más esperanzadoras si fuera posible que los diversos impulsos progresivos de los dos grandes partidos comunistas se liberaran de los factores retrógrados y se fundieran, y si el fervor chino por el internacionalismo leninista fuera de la mano con un celo por una auténtica y consistente destalinización del movimiento comunista. La imposibilidad de desenredar el progreso del atraso es el precio que no solamente Rusia y China, sino toda la humanidad, están pagando por el confinamiento de la revolución a los países subdesarrollados. Pero así ha sido la historia, y ahora nada puede forzar su marcha.
[1] La primera traducción china del Manifiesto Comunista apareció tan sólo en 1920; fue entonces cuando Mao, que tenía ya veintisiete años, leyó el Manifiesto por vez primera. Al año siguiente acudió en peregrinación a la tumba de Confucio, aunque no era creyente.
[2] Aquí puede señalarse un paralelismo entre la fortuna del marxismo y de la revolución en Europa y en Asia. De la misma manera que el marxismo, en Europa, ejerció una amplia influencia en la Alemania industrial, también en Asia encontró un importante núcleo de seguidores en el Japón industrial, la ”Prusia del lejano Oriente”. Pero el marxismo no pasó de la propaganda y la agitación en ninguno de estos dos países ”avanzados”. Las grandes naciones ”atrasadas” han sido las que han tenido que realizar la revolución en ambos continentes.
[3] Ho Kan-Chin, A History of the Modern Chinese Revolution (Pekín, 1959), pp. 40, 45, 63 y 84.
[4] El Segundo Congreso de la Internacional Comunista en 1920, se ocupó especialmente de los problemas de los países coloniales y semicoloniales, y Lenin fue el principal impulsor de las tesis y resoluciones sobre esta cuestión. Cf. Lenin, Sochineniya (Moscú, 1963), vol. 41.
[5] Mao dice que el número de obreros industriales chinos, empleados en grandes empresas, era de dos millones. Había alrededor de diez millones de coolies, rikshas, etc. Mao Tse-Tung, Izbrannye proizvedeniya (Moscú, 1952), vol. 1, pp. 24 y 25.
Mao explica el papel decisivo de los obreros en la revolución por el alto grado de concentración en grandes fábricas, por las condiciones de extraordinaria opresión y por su militancia excepcional. Rusia no pasaba de los tres millones de obreros empleados en la industria moderna en el momento de la Revolución, y Trotsky explica su papel decisivo de manera parecida.
[6] Cf. mi descripción de estos acontecimientos en The Prophet Unarmed, pp. 316-338. [Trotsky, el profeta desarmado. Ed. Era, México, 1968, pp. 294-313.]
[7] Una comparación entre los documentos contenidos en Problemas de la Revolución China de Trotsky y los escritos de Mao de 1926-27 muestra la completa identidad de sus puntos de vista sobre estas cuestiones. Ho Kan-chih, en op. cit. (que es el relato maoísta oficial de la revolución china) da involuntariamente otros muchos ejemplos de esta identidad. Así, relata que a principios de 1926 Mao protestó contra la decisión del partido chino de votar a Chiang Kai-shek en las elecciones para el Comité Ejecutivo del... Kuomintang, y apoyar su candidatura para el cargo de comandante en jefe de las fuerzas armadas. Casi al mismo tiempo Trotsky protestó en Moscú contra la elección de Chiang como Miembro de Honor del Ejecutivo de la Comintern. El historiador maoísta condena únicamente a Chen Tu-hsiu por su política ”oportunista”, pretendiendo no saber que Chen se comportó como lo hizo por órdenes de Moscú y que Chiang era el candidato de Stalin al cargo de comandante en jefe. El hecho de que Chiang fuera miembro honorario del Ejecutivo de la Comintern ni siquiera se menciona en la Historia maoísta.
[8] El destino de Chen Tu-hsiu – denunciado como ”traidor” por la Comintern, fue encarcelado y torturado por la policía del Kuomintang – fue una terrible advertencia para Mao, quien en lo sucesivo evitó una ruptura abierta con la ortodoxia estalinista, incluso cuando andaba a la greña con sus sucesivos guardianes chinos. Mao no se arriesgó nunca a un conflicto con Stalin y Chiang Kai-shek. Su actitud cauta y ambigua hacia el estalinismo reflejaba algo de la sensación de debilidad y de dependencia última del apoyo soviético que había ocasionado que Chen Tu-hsju aceptara los dictados de Stalin y Bujarin en 1925-27. Pero, a diferencia de Chen, Mao, pese a todo su respeto externo hacia Stalin, nunca cedió en su propio enjuiciamiento de los problemas chinos ni se apartó de su propia orientación.
[9] Mao, Op. cit., vol. 1, pp. 99-110 y 117 y ss, passim.
[10] Mao, ibid., p. 196
[11] Cf. The Prophet Armed, pp. 456-457, y The Prophet Outcast, p. 61 [Trotsky, el profeta armado. Ed. Era, México, 1970, pp. 416-417; y Trotsky, el profeta desterrado. Ed. Era, México, 1969, pp. 67-68.]
[12] Ho Kan-chih, op. cit., p. 270. El autor condena la imprudencia de los ”ultraizquierdistas” del partido y del ejército por estas desastrosas pérdidas.
[13] Una descripción muy instructiva de estos procesos y de sus consecuencias políticas puede encontrarse en la correspondencia de Chen Tu-hsiu y Trotsky (Los Archivos de Trotsky), citada en The Prophet Outcast, pp. 423-424. [Trotsky, el profeta desterrado, op. cit., pp. 382-383.]
[14] De lo dicho está claro que la validez del método maoísta de revoluciónes es necesariamente limitada. El propio Mao, en sus primeros tiempos de guerra de guerillas, acosumbraba a subrayarlo: hablaba del ”carácter chino único”, de las condiciones en que podía aplicarse su método. Sólo en países primitivos, donde la vida política no ha logrado la integración nacional (o donde se ha desintegrado) y donde no existe una burguesía capaz de ejercer la dirección nacional, pueden los guerrilleros que gozan del apoyo del campesinado llevar la revolución del campo a la ciudad; y entonces depende de la ”ideología” de los revolucionarios y de las conexiones internacionales el que éstos puedan impartirle un impulso socialista a su revolución. Un análisis de los alineamientos sociales en la Revolución Cubana y la argelina, y en otros movimientos afroasiáticos, puede revelar en qué medida y con qué variaciones se han reproducido o no las condiciones ”chinas” en esos países. Los jefes victoriosos de un movimiento guerrillero se inclinan, por supuesto, a reclamar para su experiencia una validez más general de la que inherentemente posee. Así, por ejemplo, el Che Guevara, en su ensayo sobre la guerra de guerrillas, recomienda la estrategia castrista a los revolucionarios de toda América Latina. Sin embargo, en aquellos países latinoamericano, donde el régimen burgués cuenta con una base más amplia, integrada y centralizada que la que existía en Cuba bajo Batista, la recomendación del Che, en caso de ser puesta en práctica, puede conducir a golpes abortados.
En este punto podemos mencionar, como una curiosidad grotesca, que los jefes de la contrarrevolución francesa en Argelia, los coroneles de la OAS, también trataron de ”aplicar algunas lecciones del maoísmo”. Mao es indudablemente una gran autoridad en los aspectos militares de la guerra de guerrillas, pero el secreto principal del éxito de su estrategia reside en la estrecha combinación de ésta con la revolución agraria. Es imposible aplicar sus fórmulas militares sin su estrategia social, como han aprendido para su desgracia los jefes de la OAS.
[15] Cf. la controversia en relación con esto entre los trotskistas chinos, reproducida en varios números del “International Information Bulletin” del Partido Socialista Obrero (Nueva York), del año 1952. Los artículos de Trotsky sobre los partisanos chinos han aparecido también en el en el Byulleten Oppozitsii.
[16] Revuelta campesina, en francés. [T.]
[17] The Prophet Outcast, p. 520. [Trotsky, el profeta desterrado, op. cit., pp. 466-467.]
[18] Perepiska K. Marksa i F. Engel'sa russkimi politicheskimi deyatelyami, pp. 177-179, 241-242 y passim.
[19] La opinión de Mao sobre los conflictos de clase en la sociedad post-revolucionaria está más cerca también de la visión de Trotsky que de la de Stalin. Recientemente los teóricos maoístas han escrito sobre lo que Trotsky calificó de espíritu termidoriano de la burocracia soviética muy de acuerdo con su razonamiento. Y varias décadas después de Trotsky, señalan el ”peligro de restauración capitalista”... en la U.R.S.S.