Datos de publicación: Escrito en 1949 y publicado
como Apartado 4 del capitulo XVIII de Sujeto-Objeto.
El pensamiento de Hegel. En la edición de 1962, cuya versión aparece
aquí, el texto fue ampliado para constituir el capitulo XIX.
Traducción al castellano: Por el Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques
(CICA).
Versión digital: Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques (CICA),
julio de 2008.
Esta edición: Marxists Internet Archive, abril de 2009.
Cuando el estudiante Marx llegó a Berlín, en 1836, hacía cinco años que Hegel había muerto. Pero su espíritu seguía dominando a todos como si se encontrase a sus espaldas; hasta a los enemigos les trazaba el camino. El joven Marx escribe a su padre una carta en la que le dice que se siente cada vez más encadenado a Hegel, a pesar de su «grotesca melodía pétrea».
Bajo la influencia de la izquierda hegeliana y, más tarde, sobre todo, de Feuerbach, Marx fue desplazándose, triunfalmente, del espíritu al hombre. Pasó de la idea a la necesidad y a sus avatares sociales, de los movimientos de la cabeza a los de la realidad nacidos de los intereses económicos.
Ahora bien, si Marx de este modo puso a Hegel de pie, Hegel por su parte demostró que sus pies podían sustentar un recio cuerpo. Hay unas palabras poco cuidadas del gran espiritualista que parecen escritas no ya por el maestro del joven Marx, sino incluso por el del Marx materialista. En 1807[i] escribía Hegel desde Bamberg, donde trabajaba como redactor de un periódico, a su amigo de Jena, el mayor Knebel: «Me he convencido por experiencia de la verdad de lo que dice la Biblia y he hecho de ello mi estrella polar: buscad, ante todo, la comida y el vestido, y el reino de Dios os será dado por añadidura.» (Werke, t. XVII, pp. 629 s.)
Esta sentencia tiene en la Biblia (Mat., 6, 33), como es sabido, el tenor contrario; es una aportación más, comprobada también en el joven Marx, a la teoría de que la idea hegeliana no siempre necesita volverse del revés para dejar ver la tela roja de que está formada[1]. Y justamente este volverse del revés, rasgo capital del hegelianismo, había llegado ya, en el propio maestro, a su vencimiento, y estaba listo para realizarse. Indudablemente, era a la idea a la que Hegel confiaba la tarea de hacer llegar lo que sólo adviene por los cuerpos y por los hombres, pero llegó a menudo a no confiar a la idea más tarea que la de ser el reflejo de lo que acontece en las relaciones concretas de la existencia presente. Esta constante legalidad dialéctica la salvaron Marx y Engels, como escribe este último en el prólogo del Anti-Dühring, «haciéndola pasar a la concepción histórico-materialista de la naturaleza y de la historia». Una vez hecha concreta, la dialéctica guía todos los análisis de Marx; como irrupción de lo nuevo a través de la apariencia y como suspensión conservante de lo que debe ser mantenido en suspensión[ii], la dialéctica justifica todas las esperanzas de Marx. Es ella la que le mueve a ver en el proletariado, no sólo la negación del hombre, sino precisamente por ello, por esta deshumanización llevada al extremo, la condición determinante de una «negación de la negación».
Lo que termina con Marx es la dialéctica hegeliana considerada como el parlamento y la réplica de un diálogo cósmico; pero la dialéctica como proceso real es ahora precisamente cuando se pone de manifiesto. Lo que termina con Marx es el arqueólogo hegeliano, es el espíritu doblemente espiritualizado como recuerdo, que canceló en el cortejo dialéctico de los espíritus, no ya los espíritus mismos, sino el cortejo, el proceso o, como diría Marx, el espacio y el tiempo de la producción. Pero ahora es cuando se destaca visiblemente el todo real y su substrato realmente omnipotente en calidad de materia dialéctica que se mantiene abierta como proceso.
Esta materia despoja a la dialéctica hegeliana de todo lo que tiene de fantasmal y la hace oscilar de un lado para el otro, pero no reduce solamente a recuerdo el nuevo punto de apoyo. Esta materia no reduce la esencia que sirve de fundamento a lo que ha sido, ni tampoco a una sustancia existente desde el primer momento y que, por decirlo así, se extiende por todas partes, lista y terminada. La materia dialéctica no es tampoco, por ello, en modo alguno, la materia inmutable del materialismo mecánico. El adjetivo «dialéctica» es algo más que un simple adorno que apenas le roce la piel. La materia dialéctica no mira en su totalidad hacia los horizontes del pasado, como el espíritu hegeliano del recuerdo y como la materia mecánica desde Demócrito, sino que mira a los horizontes del porvenir. Laborando hacia él, hacia ese porvenir que va implícito en ella misma y que aún no se ha revelado, no sólo como fenómeno, sino como esencia, ve el materialismo dialéctico a la materia.
Marx hace a Hegel este reproche: «En la filosofía hegeliana de la historia, como en su filosofía de la naturaleza, el hijo da a luz a la madre, el espíritu engendra la naturaleza, la religión cristiana produce el paganismo, el resultado crea el comienzo.» Pero en el materialismo mecánico el comienzo no engendra ni siquiera un resultado. Su materia es estéril, infecunda; en cambio, la materia dialéctica encierra toda la vida del proceso en sí, fuera de sí y para sí, señalado por Hegel. Su reconocimiento ha destronado al logos de Hegel, con toda su domeñada inquietud y su inquieta rigidez; pero, en cambio, ha recogido la herencia de su reino histórico. Con todas sus diversidades, cualidades y lo que ya no es, evidentemente, algo histórico, sino lo decisivo del porvenir, la referencia a una totalidad futura y a fondo.
Tal es el cambio (cualitativo) de Hegel a Marx y sus consecuencias: el cortejo de los espíritus se convierte en el proceso terrenal y el contenido fijo del recuerdo en un fondo inagotable de materia dialéctica. No fue, pues, la mera coincidencia de que Marx fuese discípulo de Hegel, sino la lógica misma de la cosa, lo que hizo que se mantuviesen a la orden del día, en el marxismo, tantos términos tomados del lenguaje filosófico hegeliano (tales como «enajenación», «exteriorización», «cambio de la cantidad en calidad», etc.).
Las obras más vivas, para los marxistas, entre las de Hegel, son, por la dialéctica, la Fenomenología y la Lógica.[2] Pero ellas no agotan la herencia, puesto que precisamente las obras sistemáticas consagradas a la filosofía de lo real contienen una riqueza dialéctica siempre nueva, de contenido muy diverso. Engels escribió su Dialéctica de la naturaleza siguiendo las huellas de Hegel, y Marx tomó de la Filosofía del derecho hegeliana la fundamental distinción entre «sociedad civil» y «Estado» y muchas cosas más que afectan al contenido y que no se refieren solamente a lo «metodológico». La Estética de Hegel está construida en gran parte sobre la base de las relaciones sociales y ordenada según esas relaciones, con una perspectiva que, aun significando siempre el «ideal», no deja de ser concreta; allí donde lo ideológico interviene en la cultura, Marx se refiere a los conceptos hegelianos concernientes al arte. Lenin pensó en todas esas referencias cuando definió la doctrina de Marx «como la continuación directa e inmediata de la doctrina de los grandes representantes de la filosofía, de la economía política y del socialismo» (Tres fuentes y tres partes constituyentes del marxismo, Obras, t. XVI, p. 349). Muchas partes de la obra hegeliana -la que menos se deja olvidar a este respecto es la filosofía de la religión (izquierda hegeliana, Feuerbach)- pertenecen por lo tanto a la historia de la mediación del marxismo, de ese marxismo que, según ya sabemos, no está cerrado. Así, pues, incluso en tanto que «continuación», el marxismo es y permanece como una realidad nueva en relación no solamente con Hegel, sino con toda la filosofía anterior a él; una realidad nueva porque aquí la filosofía no aparece ya -cosa que ocurría hasta entonces- como la de una sociedad de clases, sino como la de la superación (Aufhebung) de una sociedad de clases. Esta novedad no ha surgido, sin embargo, por un abrupto milagro, muy al contrario: sin la filosofía clásica alemana, sin esta mediación, ella no estaría ahí.
El hombre, dice Marx, se distingue del topo en que, antes de construir, levanta los planos. Para poder actuar con éxito tiene, evidentemente, que pensar la cosa, tenerla en la cabeza antes de ejecutarla. Pero no, como con tanta frecuencia lo hace Hegel, acercándose a las cosas con un concepto o un movimiento esquemático de conceptos llevados a ellas desde fuera. El conocimiento no emerge de las honduras del propio ánimo ni es el espectador de sí mismo: es, pura y simplemente, el reflejo de los fenómenos de la realidad y de sus modalidades de existencia relativamente permanentes (categorías). Marx, al igual que Hegel, no reconoce los hechos como tales, sino solamente como momentos de procesos. Y esta nota procesal hace que cada conocimiento tenga su tiempo, que la filosofía, como Hegel dice, sea, realmente, «su tiempo captado en pensamientos» (y no sólo el suyo, sino también el que le sigue y en que aquél se transforma ya).
En este punto, Marx recoge íntegramente el pensamiento de Hegel, agudizándolo de un modo característico y alejándose del plan de la simple contemplación: «No basta que el pensamiento pugne por abrirse paso en la realidad; es necesario que la realidad misma se esfuerce por abrirse paso en el pensamiento.» El sujeto pensante, en esta interacción dialéctica, se halla referido a la coyuntura o madurez histórica del objeto que se trata de comprender. De este modo se distingue totalmente entre el sujeto como exponente de la simple contemplación pensante y el sujeto de la historia real. En Hegel coincidían ambos de un modo tan completo como aquí se distinguen: el sujeto creador de pensamientos era también el sujeto creador de historia, menos en el caso del sujeto contemplador, el de la filosofía, que llega demasiado tarde. Pero también esta conciencia a posteriori del filósofo, a la que Hegel reduce el sujeto del pensar, es, en el fondo, el sujeto creador de historia, sólo que post festum, descansando sobre sus laureles. El pensar y el ser, la cara y la cruz, coinciden en la moneda cósmica de Hegel, aun cuando la cara en estado de jubilación se limite a registrar la marcha del mundo que ella es.
Marx, en cambio, no ve en el sujeto creador de pensamiento absolutamente nada, como no sea un nido de chifladuras, de falsa conciencia, de consideraciones al margen de lo real, que es el proceso de producción. O bien valora el mismo pensamiento cuando se trate de un pensamiento detrás del cual haya un conocimiento concreto, un vehículo del acaecer real, como factor de la producción: sólo entonces, y entonces de un modo incondicional, es este pensamiento fuente de historia. El pensamiento como conciencia de clase, como ciencia revolucionaria, convertido en una poderosa fuerza de producción, forma parte del sujeto creador de historia, de la historia conscientemente hecha.
Pero, en Marx, el sujeto fundamental no es nunca el espíritu, sino el hombre social en la vida económica. Y tampoco es el hombre abstracto, el hombre como simple ser genérico, el hombre de Feuerbach, sino el hombre como conjunto de las relaciones sociales, el hombre como ser sujeto a cambios históricos, como un ser que, en última instancia, aún no se ha encontrado a sí mismo ni se ha emancipado.
De este modo, la relación dialéctica entre sujeto y objeto, en la que el uno corrige y hace cambiar continuamente al otro, labora, esencialmente, en la infraestructura económico-técnica de la historia, que hasta aquí es lo mismo que el edificio, en el reino social de los intereses y no en el reino celestial de las ideas. Marx interpreta en este sentido la Fenomenología de Hegel, como si realmente su autor, en contra de su propio idealismo, hubiese mantenido esta dialéctica material. Lo grande de la Fenomenología, así entendida, está, de una parte, en que «Hegel concibe la creación del hombre por sí mismo como un proceso», y, de otra parte, y sobre todo, en que «capta la esencia del trabajo y concibe al hombre objetivo, al hombre verdadero, por ser el real, como el resultado de su propio trabajo».
Así es como la creación por sí mismo del saber absoluto se convierte en la creación del hombre por sí mismo a través del trabajo; el devenir para sí del Espíritu (que también en Hegel es una faena dura, no se sabe por qué) se convierte en la historia real. Esta historia existe únicamente como una historia dialéctico-material, como una historia agitada toda ella por las luchas de clases, al final de la cual aparece como meta la «emancipación del hombre».
Hegel había puesto fin a su Historia de la filosofía con una cita de Virgilio ligeramente modificada: Tantae moles eras se ipsam cognoscere mentem (tanto trabajo costó el que el espíritu llegara a conocerse a sí mismo). Para Marx, este esfuerzo no fue nunca puramente espiritual. Y aunque, al igual que Hegel, tomara como tema de la historia humana la antigua inscripción grabada en el templo de Delfos: «Conócete a ti mismo», distaba mucho de definir el conocimiento de sí mismo, coincidiendo con la izquierda hegeliana, como la simple «filosofía de la autoconciencia». El conocimiento de sí mismo, en Marx, pasa a ser algo activo, es el conocimiento que el obrero adquiere de sí mismo al comprenderse como hombre convertido en mercancía y, al mismo tiempo, como un sujeto creador de valores, lo que supera revolucionariamente su carácter de mercancía. Tal es la práctica de la inscripción délfica en Marx: una supresión de la enajenación, supresión efectiva que desemboca en la praxis. En una praxis que hace penetrar tan profundamente como le es posible, en el aparente decreto del azar y en el destino que la reificación ha tornado opaco, el proceso de producción y las relaciones humanas que ese proceso pone en marcha.
La dialéctica, así concebida, tiene que resignarse a no seguir siendo el procedimiento con que se abordan desde fuera las cosas. En realidad, tampoco ésta había sido la intención de Hegel, tampoco éste gustaba de una metodología separada de la materia, tampoco él profesaba, como hemos visto, una teoría del conocimiento que diese vueltas por fuera alrededor de las cosas. No obstante, Hegel desarrolla su dialéctica como una dialéctica puramente idealista, la cual, aunque habla mucho del país y de las gentes, habla de ello siempre como contando lo que ha visto en un viaje apriorístico.
Para Marx, en cambio, la dialéctica no es nunca un método empleado para elaborar la historia, sino que es la historia misma. La burguesía dentro de la sociedad feudal, el proletariado dentro de la sociedad burguesa, las crisis nacidas del contraste entre el régimen de producción de la gran industria, que es ya un régimen de producción colectivo, y las relaciones de producción del capitalismo privado: todas estas contradicciones, surgidas en el seno de la sociedad existente en un momento dado, no son contradicciones que se transporten a la cosa misma de un modo teórico-metodológico, ni son tampoco simples fenómenos superficiales susceptibles de ser remendados, sino que forman parte, como Marx enseña, del modo de existir de la cosa, de la dialéctica de su esencia. La contradicción de una sociedad, cuando se ve llevada al extremo, empuja en la realidad hacia su superación, no en un libro sobre la realidad, para dar satisfacción al espíritu y dejar que en la realidad misma sigan las cosas como hasta allí. No; las cosas, en la realidad, nunca siguen siendo las mismas, pues la fuerza creadora del conocimiento dialéctico revolucionario hace que marchen siempre hacia algo nuevo y mejor, y esto es posible gracias precisamente a la dialéctica real de la materia misma, a este sustrato en el que, por lo demás, no queda nunca piedra sobre piedra y en el que, ciertamente, sólo por medio del hombre de acción conocedor, como última forma de la materia, es posible construir con las piedras movedizas una casa y una patria, es decir, lo que los antiguos utopistas llamaban el regnum hominis, el mundo para los hombres.
Pues bien, para poder mover así el mundo, como fragmento del universo y en él, la dialéctica tiene que ser, para Marx, lo que en efecto es: historia. Todas las categorías y todas las «esferas» (el derecho, el arte, la ciencia) funcionan únicamente, en una realidad que se desplaza históricamente, como formas de la existencia actual que, lejos de formar un sistema cerrado que permanezca igual a sí mismo, varían de una sociedad a otra; sobre todo, no existe para estas «esferas» (para la supraestructura cultural) ninguna clase de autarquía, que Hegel sí les reconoce.
Marx afirma también la existencia de un medio histórico unitario (de una esencia mediadora) en lo que se refiere a la naturaleza: «Sólo una ciencia conocemos, la ciencia de la historia. La historia puede enfocarse desde dos puntos de vista, el de la historia de la naturaleza y el de la historia de los hombres. Sin embargo, se trata de dos aspectos inseparables; mientras existan hombres se condicionarán mutuamente la historia de la naturaleza y la historia de los hombres.» (La Ideología Alemana, 1846.)
Pero lo fundamental, lo que aparece constantemente reiterado en toda esta dialéctica hegeliana puesta de pie: no debe permanecer jamás en una actitud puramente contemplativa. El sujeto de esta relación sujeto-objeto del materialismo panhistórico aparece determinado como un sujeto activo, realmente creador. Y este rasgo anticontemplativo de Marx se dirige siempre tanto contra el materialismo a la antigua usanza como contra Hegel. Ya en su tesis doctoral, Marx echaba de menos en Demócrito, el primer gran materialista, el «principio energético»; y, consecuente con ello, reprochaba a Feuerbach el que también su materialismo fuese puramente contemplativo, demasiado objetivista. De tal modo que, aquí, la realidad, mucho más que en Hegel, «se concibe solamente bajo la forma del objeto o de la intuición, pero no como actividad humana sensible, como práctica, no de un modo subjetivo» (Tesis sobre Feuerbach, 1845.)
Nos encontraríamos así, en Hegel, con que «el lado activo, por oposición al materialismo, es desarrollado por el idealismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, como es natural, no conoce, como tal, la actividad real, sensible». Por consiguiente, Marx no cree, en última instancia, que Hegel dé totalmente de lado a lo «existencial» o «intensivo», como creían los antihegelianos Kierkegaard y Schelling, mirando la cosa a través de su idealismo «positivo». Marx acentúa siempre en la dialéctica hegeliana la relación existente sujeto-objeto y nos enseña que el sujeto, que en Hegel no faltaba, por muy abstracto que fuese, es un poder material. Marx muestra que la vida humana es lo único existente en el conjunto de relaciones sociales condicionantes, pero no deja de presentar al hombre, con su trabajo, como instaurador y modificador de esas relaciones. Y en el lugar de la confusión mecánica de un mundo en el que absolutamente nada tiene sentido aparte de una necesidad externa, Marx conserva la tradición viva, transmitida por Hegel, de un humanismo del desarrollo que viene de Leibniz. Todo el universo es aquí un sistema abierto de luces que se cruzan dialécticamente mediante un trabajo de interacción. Su ápice es la humanidad ya objetivamente no alienada entre objetos que ya no son alienados. Tal es la vida de Hegel en Marx; un tipo de sociedad distinto de aquel en que Hegel desarrolló su obra de pensamiento es el que hoy reivindica la herencia de la filosofía clásica alemana.
«Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversos modos; de lo que se trata es de transformarlo.» (Tesis sobre Feuerbach, 1845.)
«Los viejos hegelianos lo habían comprendido todo desde el momento en que lo reducían a una de las categorías lógicas de Hegel. Los neohegelianos lo criticaban todo sin más que deslizar en ello estas o las otras representaciones religiosas, o de declararlo como téblógico. Los neohegelianos coinciden con los viejos hegelianos en la fe en el imperio de la religión, de los conceptos, de lo universal, en el mundo existente. Lo que ocurre es que los unos combaten este imperio como una usurpación, mientras que los otros lo aclaman como legítimo.
Una vez que los pensamientos imperantes se separan de los individuos imperantes y, sobre todo, de las relaciones nacidas de una determinada fase de las condiciones de producción, llegando por este camino al resultado de que en la historia gobiernan siempre los pensamientos, es muy fácil abstraer de estos diversos pensamientos el pensamiento, la idea, etc., como lo que domina en la historia, concibiendo así todos estos diversos pensamientos y conceptos como "autodeterminaciones" del concepto que en la historia se desarrolla. Esto es lo que hace la filosofía especulativa.» (Ideología alemana, Introducción, 1845-1846.)
«¿Cree la crítica crítica haber llegado ni siquiera al comienzo del conocimiento de la realidad histórica, mientras excluya del movimiento histórico el comportamiento teórico y práctico del hombre ante la naturaleza, las ciencias naturales y la industria? ¿O cree haber conocido ya, en realidad, un período cualquiera, sin haber conocido, por ejemplo, la industria de este período, el régimen inmediato de producción de la vida misma? Claro está que la crítica espiritualista, teológica, la crítica crítica, sólo conoce -por lo menos, en su imaginación- las grandes acciones políticas, literarias y teológicas de la historia. Del mismo modo que separa el pensamiento de los sentidos, el alma del cuerpo, que se separa a sí misma del mundo, separa la historia de las ciencias naturales y de la industria, y no ve la cuna de la historia en la burda producción material de la tierra, sino en las vaporosas nubes del cielo.» (La Sagrada Familia, 1844-1845.)
«Hegel se queda dos veces a mitad de camino: una vez, cuando presenta la filosofía como la existencia del espíritu absoluto, pero negándose, al mismo tiempo, a presentar al individuo filosófico real como el espíritu absoluto; otra vez, cuando sólo como espectáculo deja que el espíritu absoluto haga historia. En efecto, como el espíritu absoluto sólo post festum llega a cobrar conciencia como espíritu creador del mundo en los filósofos, su fabricación de la historia sólo existe en la conciencia, en la opinión y en la representación del filósofo, en la imaginación especulativa.» (Ibídem.)
«Lo grande de la Fenomenología de Hegel y de su resultado final -la dialéctica, la negatividad, como el principio motor y creador- consiste, de una parte, en que Hegel concibe la creación del hombre por sí mismo como un proceso, la objetivación como enfrentamiento, como enajenación y como superación de esta enajenación; es decir, en que capta la esencia del trabajo y comprende al hombre objetivo, al hombre verdadero, real, como resultado de su propio trabajo.» (Manuscritos económico-filosóficos, 1844.)
«Me declaré abiertamente discípulo de aquel gran pensador, llegando incluso a coquetear, de vez en cuando, en el capítulo consagrado a la teoría del valor, con su lenguaje peculiar. El hecho de que la dialéctica sufra en manos de Hegel una mistificación, no obsta para que este filósofo fuese el primero que supo exponer de un modo amplio y consciente sus modalidades generales. Lo que ocurre es que en él la dialéctica aparece invertida. No hay más que volverla del revés, y en seguida se descubre bajo la corteza mística la semilla racional.
La dialéctica mistificada estaba de moda en Alemania, porque parecía transfigurar lo existente. Reducida a su forma racional, es el escándalo y el azote de la burguesía y de sus portavoces doctrinarios, porque en la inteligencia y explicación positiva de lo que existe abriga a la par la inteligencia de su negación, de su muerte forzosa; porque enfoca toda forma actual en pleno movimiento, sin omitir, por tanto, lo que tiene de perecedero, sin dejarse asustar por nada, crítica y revolucionaria por esencia.» (El capital, postfacio a la 2a ed., 1873.)
«El mismo espíritu que construye los ferrocarriles con las manos de los obreros es el que construye los sistemas filosóficos en el cerebro de los filósofos. La filosofía no vive fuera del mundo, como el cerebro no vive fuera del hombre por el mero hecho de que no tenga su sede en el estómago; es cierto que la filosofía asoma al mundo con el cerebro antes de pisar con los pies en la tierra, mientras que muchas otras esferas humanas pisan con los pies en la tierra y arrancan con las manos los frutos del mundo, mucho antes de que puedan siquiera sospechar que también la cabeza es de este mundo o que este mundo es el mundo de la cabeza.» (Gaceta del Rin, 14 julio 1842.)
«Así como la filosofía encuentra en el proletariado sus armas materiales, el proletariado encuentra en la filosofía sus armas espirituales, y tan pronto como el rayo del pensamiento prenda a fondo en este candoroso suelo popular, se realizará la emancipación de los alemanes como hombres. La filosofía no puede realizarse sin la superación del proletariado; el proletariado, a su vez, no puede superarse sin la realización de la filosofía.» (Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, 1844.)
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i. El 30 de agosto (Correspondencia, I, p. 186).
ii. Aquí se traduce “Aufhebung” por “suspensión”, dado que el propio autor está jugando con la diversidad de sentidos del término alemán. (Nota de la edición digital.)
1. Así lo veíamos a propósito de la antropologización feuerbachiana de la religión, y así se confirmó, también, sobre todo, en el punto fundamental de la filosofía de Hegel, en la teoría del cambio cualitativo. Tampoco esta teoría es construida por Marx «trayéndola de la Luna», por la sencilla razón de que ya en Hegel no moraba en la Luna únicamente, ni eso, siquiera, era una herejía que flotase en el aire como un fantasma. Además de ello, la dialéctica hegeliana reflejaba los procesos más reales, traducía en la superficie, entre las premisas y la conclusión, lo mismo que de un modo real ocurría por debajo de ella entre los hombres en las relaciones concretas de la existencia.Esta última vitalidad la toma Marx de Hegel, y con ella adquiere seriedad la ramificadísima meditación. Es la verdad que Marx dijo una vez que no había hecho sino «coquetear» con la manera peculiar de expresarse de Hegel; pero esta actitud, no muy comprometedora, se refiere solamente, expressis verbis, al modo (le expresarse y no, como los revisionistas se empeñan en entender, falseando a Marx, a la dialéctica misma, que Marx hizo suya ya para siempre y a lo largo de toda su obra. La dialéctica guía todos sus análisis e ilustra, como el gusano en la manzana, pero también como la mariposa en el capullo, todas sus esperanzas. Es ella la que le permite, a diferencia de los anteriores utopistas, de los utopistas abstractos, ver en la miseria, además de la miseria, el punto en que ésta hace crisis y se cambia en rebeldía.
2. Algunos, como Georg Lukács, llegan incluso a limitar la herencia de Hegel al método por el que luchó, entendiendo que «el cuerpo muerto del sistema escrito» sólo tiene interés, hoy, como «botín de filólogos y fabricantes de sistemas» (Geschichte und Klassenbewusstsein, 1923, p. 31). Pero no perdamos de vista esto: Engels escribió una dialéctica de la naturaleza siguiendo las huellas de Hegel, y Marx tomó de la filosofía hegeliana del derecho la fundamental distinción entre «Estado» y «sociedad civil», y muchas cosas más que afectan al contenido y que no se refieren solamente a lo «metodológico». Todo Hegel forma parte de la historia de las ideas del marxismo -que, como es sabido, no forma una unidad cerrada-, aunque hay que reconocer que ha sido el método dialéctico lo que más a fondo influyó en él.